[Dits et Écrits, 4] PREFACIO 1 Pascal: "Los hombres están tan

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[Dits et Écrits, 4]
PREFACIO 1
Pascal: "Los hombres están tan necesariamente locos que sería otro modo de locura no
estar loco." Y este otro texto, de Dostoyewski, en el Diario de un escritor: No es encerrando a
su vecino como uno se convence de su propia sensatez."
Hay que hacer la historia de este otro modo de locura - de este otro modo por medio del
cual los hombres, en el gesto de razón soberana que encierra a su vecino, comunican y se
reconocen a través del lenguaje sin piedad de la no-locura; reencontrar el momento de esta
conjura, antes de que se haya establecido definitivamente en el reino de la verdad, antes de que
haya sido reavivada por el lenguaje de la protesta. Tratar de alcanzar, en la historia, este grado
cero de la historia de la locura, en el que es experiencia indiferenciada, experiencia aún no
compartida [partagée] de la partición [partage] misma. Describir, desde el origen de su curva,
ese "otro modo", que, de una y otra parte de su gesto, deja caer, como cosas en adelante
exteriores, sordas a cualquier intercambio, y como muertas la una para la otra, la Razón y la
Locura.
Ésta es sin duda una región incómoda. Para recorrerla hay que renunciar a la comodidad
de las verdades terminales, y no dejarse guiar nunca por lo que podemos saber de la locura.
Ninguno de los conceptos de la psicopatología debe ejercer, ni siquiera y sobre todo en el juego
implícito de las retrospecciones, un papel organizador. Lo constitutivo es el gesto que efectúa la
partición de la locura, y no la ciencia que se establece, una vez cumplida la partición, en la calma
recobrada. Lo originario es la cesura que establece la distancia entre razón y no-razón; la captura
que la razón ejerce sobre la no-razón para arrancarle su verdad de locura, de falta o de
enfermedad, deriva de ella, y de lejos. Será pues preciso hablar de este primitivo debate sin
suponer ni victoria ni derecho a la victoria; hablar de estos gestos repetidos en la historia,
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dejando en suspenso cualquier apariencia de acabamiento, de reposo en la verdad; hablar de este
gesto de corte, de esta toma de distancia, de este vacío instaurado entre la razón y lo que no es
ella, sin apoyarse jamás en la plenitud de lo que pretende ser.
Entonces, y sólo entonces, podrá aparecer el dominio en el que el hombre de locura y el
hombre de razón, separándose, no están separados todavía, y en un lenguaje muy originario,
muy borroso, y mucho más matinal que el de la ciencia, entablan el diálogo de su ruptura, que de
un modo fugitivo da fe de que todavía se hablan. Ahí, locura y no-locura, razón y no-razón están
confusamente implicadas: inseparables en la medida en que no existen todavía, sólo existen la
una para la otra, la una en relación con la otra, en el intercambio que las separa.
En medio del mundo sereno de la enfermedad mental, el hombre moderno ya no
comunica con el loco: por una parte, el hombre de razón delega en el médico la locura, no
autorizando de este modo otra relación sino a través de la universalidad abstracta de la
enfermedad; y por la otra parte está el hombre de locura que no comunica con el otro sino por
medio de una razón también abstracta, hecha de orden, coacción física y moral, presión anónima
del grupo, exigencia de conformidad. No hay lenguaje común; o mejor, ya no hay; la
constitución de la locura como enfermedad mental, a finales del siglo XVIII, establece la
constatación de un diálogo roto, da la separación como ya realizada, y hunde en el olvido a todas
1
«Prefacio » en Foucault (M.), Folie et Déraison. Histoire de la folie à l´âge classique, Plon, París 1961, págs. I-XI.
Este prefacio sólo aparece íntegro en su edición original. A partir de 1972, desaparecerá de las tres ediciones siguientes.
Traducción Miguel Morey.
esas palabras imperfectas, sin sintaxis fija, algo balbuceantes, en las que tenía lugar el
intercambio entre la locura y la razón. El lenguaje de la psiquiatría, que es monólogo de la razón
sobre la locura, no ha podido establecerse sino sobre ese silencio.
No he querido hacer la historia de este lenguaje, sino más bien la arqueología de este
silencio.
*
Los Griegos se relacionaban con algo que llamaban ubris. Esta relación no era sólo de
condena; la existencia de Trasímaco, o la de Calícles, basta para mostrarlo, aun cuando sus
discursos nos lleguen ya velados por la dialéctica tranquilizadora de Sócrates. Pero el Logos
griego carecía de contrario.
El hombre europeo desde el fondo de la Edad Media se relaciona con algo que llama
confusamente: Locura, Demencia, Sinrazón. Quizá la Razón occidental debe algo de su
profundidad a esta presencia oscura, como la sofrosyne de los conversadores socráticos a la
amenaza de la ubris. En cualquier caso,
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la relación Razón-Sinrazón constituye para la cultura occidental una de las dimensiones de su
originalidad; la acompañaba ya mucho antes de Jerónimo Bosch, y la seguirá bastante después
de Nietzsche y de Artaud.
¿Cuál es pues este enfrentamiento por debajo del lenguaje de la razón? ¿Hacia dónde
podría conducirnos una interrogación que no siguiera a la razón en su recorrido horizontal, sino
que buscara describir en el tiempo esta verticalidad constante, que, a lo largo de toda la cultura
europea, la confronta con lo que no es ella misma, la mide con su propia desmesura? ¿A qué
región llegaríamos que no es ni la historia del conocimiento ni la historia a secas, que no está
ordenada ni por la teleología de la verdad ni por el encadenamiento racional de las causas, que
no tienen valor ni sentido sino del otro lado de la partición? Una región, sin duda, en la que se
trataría antes de los límites que de la identidad de una cultura.
Podría hacerse una historia de los límites - de estos gestos oscuros, necesariamente
olvidados una vez cumplidos, por los cuales una cultura rechaza algo que será para ella el
Exterior [Extérieur]; y a lo largo de toda su historia, este vacío abierto, este espacio blanco
mediante el que se aisla la designa tanto como sus valores. Pues sus valores los recibe y los
mantiene en la continuidad de la historia; pero en esta región de la que queremos hablar, ejerce
sus elecciones esenciales, hace la partición que le da el rostro de su positividad; ahí se encuentra
el espesor originario en el que se forma. Preguntar a una cultura por sus experiencias límites es
interrogarla, en los confines de la historia, acerca de un desgarro que es como el nacimiento
mismo de su historia. Entonces se encuentran confrontadas, en una tensión a punto siempre de
romperse, la continuidad temporal de un análisis dialéctico y la aparición, en las puertas del
tiempo, de una estructura trágica.
En el centro de estas experiencias-límite del mundo occidental se manifiesta, por
supuesto, la de lo trágico mismo -Nietzsche ya había mostrado que la estructura trágica a partir
de la cual surge la historia del mundo occidental no es otra cosa sino el rechazo, el olvido y la
caída silenciosa de la tragedia. Alrededor de ésta, que es central ya que une lo trágico con la
dialéctica de la historia en el rechazo mismo de la tragedia por la historia, gravitan bastantes
otras experiencias. Cada una de ellas, en las fronteras de nuestra cultura, traza un límite que
significa, a la vez, una partición originaria.
En la universalidad de la ratio occidental, está esa partición que es Oriente: Oriente,
pensado como el origen,
soñado como el punto vertiginoso del que nacen las nostalgias y las promesas de retorno, Oriente
ofrecido a la razón colonizadora de Occidente, pero indefinidamente inaccesible, pues habita
siempre el límite: noche del
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comienzo, en la que Occidente se formó, pero en la que ha trazado una línea de partición,
Oriente es para él todo lo que él todavía no es, aunque deba buscar allí lo que es su verdad
primitiva. Habrá que hacer una historia de esta gran partición, a lo largo de todo el devenir
occidental, seguirlo en su continuidad y sus cambios, pero dejarlo también aparecer en su trágico
hieratismo.
Habrá que contar también otras particiones: en la unidad luminosa de la apariencia, la
partición absoluta del sueño, al que el hombre no puede dejar de interrogar sobre su propia
verdad - ya sea la de su destino o la de su corazón -, pero al que no pregunta sino desde el otro
lado de un esencial rechazo que lo constituye y lo recusa en la irrisión del onirismo. Habrá que
hacer la historia también, y no sólo en términos etnológicos, de las prohibiciones sexuales: en
nuestra cultura misma, hablar de las formas continuamente móviles y obstinadas de la represión,
y no para hacer la crónica de la moralidad o de la tolerancia, sino para desvelar, como límite del
mundo occidental y origen de su moral, la partición trágica del mundo felíz del deseo.
Finalmente, y en primer lugar, hay que hablar de la experiencia de la locura.
El estudio que va a leerse no es más que la primera, y sin duda la más fácil, de esta larga
indagación, que bajo el sol de la gran investigación nietzscheana, quisiera confrontar las
dialécticas de la historia con las estructuras inmóviles de lo trágico.
*
¿Qué es pues la locura, en su forma más general pero también en la más concreta, para
que recuse de entrada cualquier intento de captura del saber sobre ella? Nada más, sin duda, que
la ausencia de obra.
La existencia de la locura, ¿qué lugar puede tener en el devenir? ¿Cuál es su surco?
Muy delgado, sin duda; unas pocas arrugas que inquietan poco, y no alteran la gran calma
razonable de la historia. ¿Qué peso tienen, frente a esas palabras decisivas que han tramado el
devenir de la razón occidental, todos esos temas vanos, todos esos dossiers de indescifrable
delirio que el azar de las prisiones y de las bibliotecas han yuxtapuesto? ¿Hay lugar en nuestros
discursos para los miles de páginas en las que Thorin, lacayo casi analfabeto, y "loco furioso" 2,
transcribió, a finales del siglo XVII, sus visiones derramadas y los ladridos de su espanto? No
son más que tiempo despojado, pobre presunción de un paso [passage] que el porvenir rechaza,
algo en el devenir que irreparablemente es menos que la historia.
Este "menos" es lo que debe interrogarse, liberándolo de entrada
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de cualquier signo peyorativo. Desde su formulación originaria, el tiempo histórico impone
silencio a algo que en adelante no vamos a poder aprehender sino bajo las especies del vacío, de
lo vano, de la nada. La historia no es posible sino sobre el fondo de una ausencia de historia, en
medio de este gran espacio de murmullos, que el silencio acecha, como su vocación y su verdad:
"Llamaré desierto este castillo que fuiste, noche esta voz, ausencia tu rostro." Oscura región
equívoca: puro origen, ya que de ella va a nacer, conquistando paso a paso sobre tanta confusión
las formas de su sintaxis y la consistencia de su vocabulario, el lenguaje de la historia - y residuo
último, playa estéril de las palabras, arena recorrida y al punto olvidada, conservando
únicamente, en su pasividad, la huella vacía de las figuras idas.
La gran obra de la historia del mundo esta imborrablemente acompañada por una
2
. Bibliothèque de l´Arsenal; manuscritos 12023 y 12024.
ausencia de obra, que se renueva a cada instante, pero que corre inalterada en su inevitable vacío
a lo largo de toda la historia: y desde antes de la historia, puesto que ya está presente en la
decisión primitiva, y también tras ella, puesto que triunfará en la última palabra pronunciada por
la historia. La plenitud de la historia no es posible sino en el espacio, vacío y poblado a la vez,
de todas esas palabras sin lenguaje que dejan oír a quien presta oído un ruido sordo debajo de la
historia, el murmullo obstinado de un lenguaje que hablaría completamente solo - sin sujeto
hablante y sin interlocutor, replegado sobre sí mismo, anudado a la garganta, hundiéndose antes
de haber alcanzado formulación alguna y regresando sin ruido al silencio del que nunca se
deshizo. Raíz calcinada del sentido.
Todavía no es esto la locura, pero es la primera cesura a partir de la cual la partición de la
locura es posible. Ésta es su recuperación, su repetición, su organización en la prieta unidad del
presente; la percepción que el hombre occidental tiene de su tiempo y de su espacio deja que
aparezca una estructura de rechazo, a partir de la cual se denuncia una palabra como algo que no
es lenguaje, un gesto como algo que no es obra, una figura como algo que no tiene derecho a
ocupar un lugar en la historia. Esta estructura es constitutiva de lo que es el sentido y el nosentido; o más bien, de esta reciprocidad que los liga uno a otro; sólo ella puede dar cuenta del
hecho general de que no puede haber en nuestra cultura razón sin locura, por más que el
conocimiento racional que tenemos de la locura la reduce y la desarma, prestándole el débil
estatuto de accidente patológico. La necesidad de la locura a lo largo de toda la historia de
Occidente esta ligada a este gesto de decisión que recorta del ruido de fondo y de su monotonía
continua un lenguaje significativo que se transmite y se acaba en el tiempo; es decir, está ligada a
la posibilidad de la historia.
[164].
Esta estructura de la experiencia de la locura, que pertenece por completo a la historia,
pero que se asienta en sus confines, y ahí es donde se decide, es el objeto de este estudio.
Es decir, que no se trata en absoluto de una historia del conocimiento, sino de los
movimientos rudimentarios de una experiencia. Historia no de la psiquiatría sino de la locura
misma, en su vivacidad, antes de cualquier captura por el saber. Será preciso pues atender,
asomarse a ese murmullo del mundo, tratar de percibir tantas imágenes que nunca llegaron a ser
poesía, tantos fantasmas que no lograron alcanzar los colores de la vigilia. Pero sin duda se trata
de una tarea doblemente imposible: porque nos obligaría a reconstruir el polvo de estos dolores
concretos, de estas palabras insensatas que nada amarra al tiempo; y sobre todo porque estos
dolores y estas palabras no existen y no se dan a sí mismas y a los demás sino en el gesto de la
partición que las denuncia ya y las domestica. Tan sólo en el acto de la separación y a partir de
él es posible pensarlas como polvo todavía no separado. La percepción que intenta captarlas en
estado salvaje pertenece necesariamente a un mundo que ya las ha capturado. La libertad de la
locura no se entiende sino desde lo alto de la fortaleza que la mantiene prisionera. Pues "ahí no
dispone sino del moroso estado civil de sus prisiones, de su experiencia muda de perseguida, y
nosotros no tenemos más que su filiación de evadida."
Hacer la historia de la locura querrá decir así: hacer un estudio estructural del conjunto
histórico - nociones instituciones, medidas jurídicas y policiales, conceptos científicos - que
mantienen cautiva a una locura cuyo estado salvaje nunca puede ser restituido en sí mismo; pero
a falta de esta inaccesible pureza primitiva, el estudio estructural debe remontarse hacia la
decisión que une y separa a la vez razón y locura; debe intentar descubrir el perpetuo
intercambio, la oscura raíz común, el enfrentamiento originario que da sentido a la unidad tanto
como a la oposición del sentido y de lo insensato. De este modo podrá reaparecer la decisión
fulgurante, heterogénea al tiempo de la historia, pero inasible fuera de él, que separa del lenguaje
de la razón y de las promesas del tiempo a este murmullo de sombríos insectos.
*
¿Hay que asombrarse de que esta estructura sea visible sobre todo durante los ciento
cincuenta años que han precedido y dispuesto la formación de una psiquiatría considerada por
nosotros como positiva? La edad clásica _ de Willis a Pinel, de los furores de Orestes a la
Quinta del Sordo y a Julliette - cubre este periodo preciso en el que el intercambio entre la locura
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y la razón modifica su lenguaje, y de modo radical. En la historia de la locura, dos
acontecimientos señalan esta alteración con una limpieza singular: 1657, la creación del Hospital
general, y el "gran encierro" de los pobres; 1794, liberación de los encadenados de Bicêtre.
Entre estos dos acontecimientos, singulares y simétricos, algo pasa, algo cuya ambigüedad ha
puesto en apuros a los historiadores de la medicina: represión ciega en el regimen absolutista,
según unos, y, según otros, descubrimiento progresivo, por la ciencia y la filantropía, de la locura
en su verdad positiva. De hecho, por debajo de estas significaciones reversibles, se forma una
estructura que no desata esta ambigüedad, sino que la decide. Esta estructura es la que da cuenta
del paso de la experiencia medieval y humanista de la locura a esta experiencia que es la nuestra,
y que confina a la locura en la enfermedad mental. En la Edad Media y hasta el Renacimiento,
el debate del hombre con la demencia era un debate dramático que le enfrentaba con las
potencias sordas del mundo; y la experiencia de la locura se obnubilaba entonces en imágenes en
las que de lo que se trataba era de la Caída y del Cumplimiento, de la Bestia, de la Metamorfosis,
y de todos los secretos maravillosos del Saber. En nuestra época, la experiencia de la locura se
cumple en la calma de un saber que, por conocerla demasiado, la olvida. Pero de una a otra de
estas experiencias, el paso se ha dado por un mundo sin imágenes ni positividad, en una especie
de transparencia silenciosa que deja aparecer, como institución muda, gesto sin comentario,
saber inmediato, una gran estructura inmóvil; ésta no es ni drama ni conocimiento; es el punto en
el que la historia se inmoviliza en lo trágico que la funda y a la vez la recusa.
En el centro de esta tentativa de realzar, en sus derechos y en su devenir, la experiencia
clásica de la locura, encontraremos pues una figura sin movimiento: la partición simple del día y
la oscuridad, la sombra y la luz, el sueño y la vigilia, la verdad del sol y las potencias de
medianoche. Figura elemental, que no permite otro tiempo sino el del retorno indefinido del
límite.
Y es propio también de esta figura inducir al hombre a un poderoso olvido; esta gran
partición, iba a aprender a dominarla, a reducirla a su nivel propio; a que el día y la noche se
hicieran en ella; a ordenar el sol de la verdad con la débil luz de su verdad. Haber domesticado
su locura, haberla captado, liberándola, en las cárceles de su mirada y su moral, haberla
desarmado empujándola a un rincón de sí mismo, autorizaba finalmente al hombre a establecer
consigo mismo esta especie de relación que se llama "psicología".
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Fue preciso que la Locura dejara de ser la Noche, y se convirtiera en sombra fugitiva en la
conciencia, para que el hombre pudiera pretender detentar su verdad y solventarla en el
conocimiento.
En la reconstrucción de esta experiencia de la locura, una historia de las condiciones de
posibilidad de la psicología está escrita como por sí misma.
*
En el transcurso de este trabajo, en ocasiones he utilizado materiales recogidos por
algunos autores. Los menos posibles sin embargo, y sólo cuando no he podido tener acceso al
documento mismo. Y es que fuera de toda referencia a una "verdad" psiquiátrica", era preciso
dejar hablar, por si mismos, estas palabras, estos textos que llegan por debajo del lenguaje, y que
no estaban hechos para acceder a la palabra. Quizá, a mi entender, la parte más importante de
este trabajo es el lugar que he dejado al texto mismo de los archivos.
Por lo demás, ha sido preciso mantenerse en una especie de relatividad sin recurso, no
buscar salida en ningún abuso de autoridad psicológica que descubriera las cartas y denunciara la
verdad desconocida. Ha sido preciso hablar de la locura solamente en relación con ese "otro
modo" que permite a los hombres no estar locos, y ese otro modo, por su parte, no ha podido
describirse sino en la vivacidad primitiva que lo compromete a un debate indefinido ante la
locura. Era pues necesario un lenguaje sin apoyos: un lenguaje que entrara en el juego, pero que
permitiera el intercambio; un lenguaje que, rehaciéndose sin pausas en un movimiento continuo,
fuera hasta el fondo. Se trataba de salvaguardar a cualquier precio lo relativo, y ser
absolutamente comprendido.
Ahí, en este simple problema de elocución, se escondía y se expresaba la dificultad
mayor de la empresa: era preciso hacer emerger a la superficie de la razón una partición y un
debate que necesariamente deben quedar detrás, ya que este lenguaje no cobra sentido sino más
allá de ellos. Era preciso pues un lenguaje lo suficientemente neutro (lo bastante libre de
terminología científica, y de opciones sociales o morales) como para que pudiera aproximarse al
máximo a estas palabras primitivamente enmarañadas, y para que se aboliera esa distancia por
medio de la cual el hombre moderno se protege contra la locura; pero también un lenguaje lo
suficientemente abierto como para que pudieran inscribirse en él, sin traición, las palabras
decisivas mediante las que se constituyó, para nosotros, la verdad de la locura y de la razón.
Únicamente he retenido una regla y un método, el que se contiene en un texto de Char, donde
puede leerse también la definición más apremiante y retenida de la verdad: "Retiré de las cosas
la ilusión que producen para preservarse de nosotros y les dejé la parte que nos conceden 3".
*
En esta tarea que obligadamente era un poco solitaria, todos aquellos que me ayudaron
merecen mi agradecimiento. Y Georges Dumezil el primero, sin el cual este trabajo no habría
comenzado - ni comenzado durante la noche sueca ni acabado al sol testarudo de la libertad
polaca. Debo dar las gracias a Jean Hyppolite, y, entre todos, a Georges Canguilhem que leyó
este trabajo cuando todavía era informe, que me aconsejó cuando no estaba todo tan claro, me
ahorró no pocos errores, y me mostró el valor que puede llegar a tener ser escuchado. Mi amigo
Robert Mauzi me proporcionó sobre este siglo XVIII que es el suyo conocimientos que me
faltaban.
Deberían citarse otros nombres que aparentemente no importan. Saben sin embargo, mis
amigos de Suecia y mis amigos polacos, que algo hay de su presencia en estas páginas. Que me
perdonen por haberlos sentido tan próximos, a ellos y a su felicidad, de un trabajo en el que no se
trataba sino de lejanos sufrimientos, y de los archivos un poco polvorientos del dolor.
*
"Compañeros patéticos que apenas murmuráis, marchad con la lámpara apagada y
devolved las joyas. Un misterio nuevo canta en vuestros huesos. Desarrollad vuestra extraña
legitimidad."
Hamburgo, 5 de febrero de 1960.
3
. Char (R.), Suzerain, en Poèmes et Prose, pág. 87.
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