4º Consejo: Fortaleza y presencia de Dios

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4º Consejo: Fortaleza y conocete
Eudaldo Formet padre de familia, catedrático de Metafísica en la Universidad Central de Barcelona
San Agustín, en el pasaje en que da veintitrés consejos a a juventud,
recomienda: «No actúes con debilidad, ni tampoco con audacia».
En este cuarto consejo, al desestimar los vicios de la cobardía y la audacia
temeraria, se pide que las acciones se emprendan desde la virtud de la fortaleza.
En los tiempos nada fáciles que nos ha tocado vivir, es importante reflexionar
sobre esta virtud. Ella sitúa los deseos de bienes difíciles en el orden de la razón
iluminada por la fe, lo cual permite superar el miedo y moderar la audacia
imprudente.
Los enemigos del hombre
San Agustín, comentando el versículo 24 del salmo 104 (la tierra está llena de
tus criaturas), escribe: «La vida presente está combatida por las olas de las
tentaciones, agitada por las tempestades de las tribulaciones y turbada
por las borrascas de las pasiones, pero no hay otro camino». La I vida está
llena de estas tres clases de peligros, uno interno y dos externos.
No se puede dejar de permanecer Y avanzar por este mar de dificultades.
«Aunque el mar se agite, se embravezcan las olas y rujan las
tempestades, por él hay que pasar».
Es natural que la travesía por este mar hostil y peligroso produzca temor. Se
puede caer en la «debilidad» de ánimo, por carecer de energías suficientes para
resistir y afrontar estos peligros continuos.
Esta cobardía con la que, como pide san Agustín en este cuarto consejo a la
juventud, no se debe actuar nunca se puede relacionar con el llamado respeto
humano. Por el miedo al qué dirán, que es otra potente ola de este mar
tenebroso del mundo, muchas veces dejamos de practicar el bien o incluso nos
dejamos llevar conscientemente por las olas.
Los peligros del vicio
Además de este vicio por defecto de valor, hay otro vicio que se da precisamente
por exceso de éste y que se materializa de dos formas: la indiferencia y la
temeridad.
Con la primera actitud se ignoran los peligros de nuestro propio desorden
interior, de los atractivos del mundo y de los engaños del espíritu del mal. No se
les teme debiendo hacerlo.
Con la segunda, nos exponemos a estos peligros imprudentemente y sin causa
justificada. Siempre se pueden presentar de una manera imprevista y repentina,
pero el temerario no se protege o les sale al encuentro por necedad o por
soberbia.
San Agustín en el consejo dice también que no debe actuarse con esta audacia
temeraria, porque, al igual que la cobardía, finalmente es vencida por las
contrariedades, las adversidades y los obstáculos de todo tipo que aparecen en la
mar de la vida.
Para que el hombre pueda tener siempre y en toda la virtud de la fortaleza que
permite resistir frente al mal e incluso, cuando es posible, atacar a nuestros
enemigos del alma con el bien, reprimiendo o exterminando el mal, necesita la
ayuda de Dios.
Por ello, añade en este comentario: «Mientras peregrino en esta tierra de los
que mueren, elevo a ti mis clamores y digo: (...) eres mi esperanza en la
tierra de los que t1lueren y mi herencia en la patria de los que viven (...)
Aunque me encuentre en medio del mar ya agitado por las olas, me
considero seguro. No te duermas, Señor; y si te duermes, te despertaré
para que des orden a los vientos, calmes el mar y yo pueda gozar en el
arribo a la patria» (Enarraciones sobre los Salmos, 103, IV, 4).
La búsqueda de Dios
Se podría preguntar a san Agustín dónde encontrar a Dios para que nos
proporcione apoyo, seguridad y fortaleza de cara a navegar y luchar contra este
mar. Su respuesta es muy sencilla y fácil: en el hombre mismo. En su famosa
autobiografía espiritual, Las Confesiones, nota que debe seguirse el viejo
imperativo de Sócrates: «Conócete a ti mismo».
Sin embargo, san Agustín descubre que para conocerme a mí mismo, para llegar
a mí mismo, a mi propio yo, debo encontrar a Dios. Si estoy lejos de mí mismo,
estoy lejos de Dios; y a su vez si estoy alejado de Dios, estoy alejado de mí
mismo, pierdo mi verdadera identidad y sólo me encuentro con oscuridad.
El imperativo agustiniano es, por ello: «No quieras salir fuera de ti; vuelve a
ti mismo» porque «en el interior del hombre habita la verdad» (De la
verdadera religión, 39,72).
Reconocerá después en Las Confesiones: «Tú estabas más dentro de mí que
lo más íntimo de mí, y más alto que lo más sumo mío» (Confesiones, III,
6,11).
En la propia intimidad se descubre que Dios está más cerca de mí que yo mismo.
Dios está en lo más profundo de mi interior en una misteriosa presencia, pero
más auténtica y real que mi propia intimidad.
En otro pasaje de esta obra en la que los hombres, como decía Juan Pablo Il, «se
han encontrado y se siguen encontrando así mismos» (Augustinum
hipponensem, 1), san Agustín, refiriéndose a su vida antes de su conversión
milagrosa, decía: «Tú estabas, ciertamente, delante de mí, mas yo me
había alejado también de mí, y no acertaba a hallarme, ¿cuánto menos a
ti?» (Confesiones, V, 2, 2).
Había salido fuera de sí mismo, pero su conversión fue precisamente dejar la
extroversión, la disipación exterior y dispersión y encontrarse con Dios en la
interioridad.
Inmediatamente después de morir, cuando Dios juzgue la sucesión de toda
nuestra vida consciente y moral, y nos muestre nuestro destino eterno, infierno,
purgatorio o cielo, nos daremos cuenta claramente de esta presencia constante
de Dios durante toda nuestra vida.
Se nos manifestará entonces que su
presencia y realidad era más verdadera que nuestro propio ser.
También se advertirá que, cuando se ha ofendido a Dios por el pecado, se ha
hecho ante él cara a cara y que siempre se podía recurrir con confianza a este
Dios amantísimo para recibir su gracia.
En nuestro juicio particular, en definitiva, se experimentará con total intensidad
la famosa frase del primer párrafo de Las confesiones: «Nos hiciste, Señor,
para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti»
(Confesiones, 1, 1, 1). .
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