Mi encuentro con Jesús 4 monólogos para mujeres Por Keila Ochoa Usado con permiso La suegra de Pedro Betty No soy la princesa del cuento, todo lo contrario. Soy… la suegra. Y ustedes saben, sobre todo si son suegras, que no tenemos la mejor fama. Nos llaman metiches, o fisgonas, o curiosas o muchas cosas más. Y yo no era la excepción. Lamentaba mucho que mi hija se hubiera casado con un pescador. Así nunca llegaríamos a ricos. Para colmo, mi yernito tenía un carácter un poco impulsivo, y aquí entre nos, hablaba de más. Siempre. Cometía muchas indiscreciones, y yo también. No sé cómo mi hija nos toleraba. Yo, como mi marido había muerto, vivía con ellos. Entonces mi yerno empezó a comportarse extraño. Un día pescó de más, y al otro nos avisó que ya no se dedicaría a la pesca. Que sería seguidor de un rabino. Ahora que rabinos había miles en esa época, pero ninguno aceptaría a mi yernito ni por mil monedas de plata. Mi yerno era un pescador, no tenía estudios. Sin embargo, como este rabino lo aceptó, mi hija decidió no quejarse, y yo tampoco. Pero como él faltaba en el hogar y mi hija estaba embarazada otra vez, yo me encargué de todo. Ustedes saben, limpiar, cocinar, lavar ropa. Entonces me enfermé. Ni me acuerdo cómo fue. Solo recuerdo que estaba en cama con mucha fiebre. Justo entonces, a mi yerno se le ocurre invitar a su rabino y a los otros discípulos a la casa. Yo conocía bien a algunos de ellos, pues habían pescado con mi yerno. Dos de ellos tenían el carácter terrible, y el otro era hermano de mi yerno. ¿Y saben? Cuando vi a mi yerno con ojos tristes al mirarme en cama, decidí que no era tan malo, después de todo. ¿Y saben qué hizo? Corrió con su rabino y le pidió que me sanara. ¡Todos le suplicaron por mí! ¡Hasta los que no me conocían! Entonces Jesús hizo algo curioso. Se puso de pie junto a mi cama y reprendió la fiebre. Me sentí mejor de inmediato. ¡Podía pararme! ¡Y alguien debía atender a las visitas! Así que ni tarda ni perezosa hice lo que más me gusta hacer: preparé una comida. No conocía la receta del mole, si no, seguramente le hubiera preparado un molito poblano o unas enchiladas, pero supongo que al maestro le gustó mi sazón, pues siempre que volvía por allí, pasaba a comer conmigo. No dejé que pasara hambre, eso sí que no. Y la familia de mi hija ya no fue igual. Mi hija sonreía, mi yerno traía un propósito en la vida, ¿y yo? ¡Me dediqué a servir al rabino cuanto pude! Y por supuesto, hice lo que toda buena suegra hace: disfruté a mis nietos. La mujer de flujo Cristy Estaba desesperada. ¿Cómo más lo puedo decir? Sufría de una hemorragia continúa. ¡Doce años de sangrar! ¿Lo imaginan? Entre mujeres puedo decirlo. Era una pesadilla. Imaginen una menstruación continua, abundante, todos los días. En mis tiempos una mujer que sangraba cada mes se recluía y se consideraba impura mientras duraba su tiempo de menstruación. Pero una vez que esta concluía, salía de su casa como si nada. ¿Pero yo? Yo todo el tiempo estaba impura. Me había quedado sola. Mi marido me abandonó. Mis hijos se fueron con sus abuelos. Aún más, visité todo tipo de dotores. Malgasté todo lo que tenía para pagarles, pero nunca mejoré. De hecho, me puse peor. Ya no sabía qué hacer. Entonces oí de Jesús. Él sanaba enfermos. De toda clase. A todas horas. No ponía condiciones. Solo regalaba la salud. Por eso me acerqué. Pero ¿qué decirle? ¿Que me sanará solo así? Si él descubría que yo le hablaba, me ignoraría como lo habían hecho los fariseos y sacerdotes todo ese tiempo. Debía ser astuta. Así que pensé que si tan solo tocaba su túnica, sanaría. Verán, él era diferente a los demás. Lo podía percibir. Una multitud lo rodeaba, pero me hice paso lo mejor que pude. Alargué mi mano y toqué su túnica, apenas una parte de abajo. Al instante, la hemorragia se detuvo. No puedo describirles lo que sentí. Era la primera vez en doce años que me sentí limpia, sin ese constante malestar. Pensaba huir, pero Jesús se dio cuenta que había salido poder sanador de él, así que se dio vuelta y preguntó a la multitud: «¿Quién tocó mi túnica?». Sus discípulos le dijeron: «Mira a la multitud que te apretuja por todos lados. ¿Cómo puedes preguntar: “¿Quién me tocó?”?». Sin embargo, él siguió mirando a su alrededor para ver quién lo había hecho. Entonces, asustada y temblando al darme cuenta de lo que me había pasado, me acerqué y me arrodillé delante de él y le confesé lo que había hecho. Y él me dijo: «Hija, tu fe te ha sanado. Ve en paz. Se acabó tu sufrimiento». Esas palabras me han seguido toda la vida. Mi fe me sanó. Mi sufrimiento se había acabado, pero no solo fue porque físicamente sané, sino porque algo aquí adentro cambió ese día para siempre. Entendí que Jesús era más que un sanador o un profeta. Lo reconocí como el Mesías, el Enviado, y seguí de cerca su carrera hasta su muerte. Pero luego escuché que había resucitado y desde entonces vivo para él. Ya no estoy desesperada. Estoy agradecida. Y te puedo decir algo, no hay imposibles para Dios. Ningún médico puede hacer lo que él hace. Él nos da algo que nadie más da: paz. Y puedo asegurarte, que eso es más importante que incluso la salud. ¿Has experimentado su paz? La viuda de Naín Andrea Era el día más triste de mi existencia. Hacía unos meses había enterrado a mi marido, y ahora enterraba a mi hijo, mi único hijo, un joven. Sucedió en un accidente. Jamás olvidaré cuando me dieron la noticia. Sentí que la tierra se abría y me tragaba. No sabía si llorar o morir con él. En serio, me daban ganas de aventarme a un hoyo y desaparecer. Pero nadie parecía entender mi desdicha. Me refiero a que aunque lloraban conmigo, no comprendían lo profundo de mi pena. Me había quedado sola, sin nadie, sin nada. Esa mañana salíamos en la procesión fúnebre. Ya no me quedaban lágrimas, y aunque una multitud de vecinos y parientes me acompañaban, me sentía sola, profundamente sola. Entonces vi a un hombre diferente. Parecía un rabino, pues traía alrededor a sus alumnos y seguidores. Pero él se acercó, y leí en sus ojos un corazón compasivo. Su mirada era diferente a la del resto. Parecía penetrarme y entenderme. Me dijo: «No llores». Pero ¿cómo no iba a llorar? Me pedía algo imposible. Y sin embargo, en esos momentos, paré de llorar. Él se acercó al ataúd y lo tocó y los que cargaban el ataúd se detuvieron. «Joven — dijo Jesús—, te digo, levántate». No lo creerán, ¡mi hijo se incorporó y comenzó a hablar! Corrí a su lado, apreté a mi hijo contra mi pecho, pero de inmediato busqué a Jesús con la mirada. Él asintió y sonrió. Yo no sabía cómo expresar mi gratitud, solo sabía que Dios había visitado mi hogar, mi corazón, mi ser. Jesús no me dejó sola. Me devolvió a mi hijo. Pero ¿te confieso algo? Solo lo recibí para poderlo entregar de nueva cuenta. Verás, como madre, creía que mi hijo me pertenecía, pero ese día en que le vi volver de los muertos, se lo entregué al Señor. Y el Señor lo aceptó. Mi hijo lo siguió de lejos durante unos años. Lo vio morir y luego en Pentecostés creyó en él. Cuando le damos a nuestros hijos a Jesús, él los cuida, los protege, los usa. Y no hay mejor lugar para tenerlos que en sus brazos. ¿Y yo? Yo soy una viuda que sirve a Jesús con lo que puedo. Soy una mujer que ha aprendido a amar. Pues soy amada. La mujer samaritana Peke Está bien, debo reconocerlo. No fui una madre ejemplar, mucho menos una esposa digna de admirar. Mi vida, en pocas palabras, era un caos. Tenía que salir a juntar agua al pozo a medio día porque ninguna de mis vecinas quería codearse conmigo. Llámenme como quieran, la paria del pueblo, la más vil pecadora. Eso era. No quiero, ni puedo negarlo. Entonces lo conocí a él y todo cambió. Pero no me malentiendan. No se trató de un encuentro romántico ni mucho menos. Fue, sencillamente, el encuentro más importante de mi vida. Llegué esa tarde a sacar agua y él estaba allí. Me dijo: —Por favor, dame un poco de agua para beber. Estaba solo. No había nadie más con él. Lo reconocí como un judío de inmediato: el acento, la ropa, el corte de cabello. —Usted es judío, y yo soy una mujer samaritana. ¿Por qué me pide agua para beber? Él contestó:—Si tan sólo supieras el regalo que Dios tiene para ti y con quién estás hablando, tú me pedirías a mí, y yo te daría agua viva. —Pero señor, usted no tiene ni una soga ni un balde —le dije—, y este pozo es muy profundo. ¿De dónde va a sacar esa agua viva? Me contestó:—Cualquiera que beba de esta agua pronto volverá a tener sed, pero todos los que beban del agua que yo doy no tendrán sed jamás. Esa agua se convierte en un manantial que brota con frescura dentro de ellos y les da vida eterna. —Por favor, señor —le pedí—, ¡déme de esa agua! Así nunca más volveré a tener sed y no tendré que venir aquí a sacar agua. ¿Se imaginan? No tener que cargar un balde. No soportar a mis vecinas. Pero entonces, él me descubrió. No sé porqué me pidió traer a mi esposo. Yo, por supuesto, le dije que no tenía esposo. Era la verdad. Pero él, de algún modo, se enteró de mi pasado. Me dijo que yo había tenido cinco esposos, y con el que vivía ahora, ni siquiera era mi marido. Esa soy yo, una mujer que ha tenido cinco matrimonios. Que no puede vivir sin un hombre, pero que tampoco sabe vivir con ellos. Supuse que aquel hombre era un profeta. ¿Cómo más adivinaría mi malestar? Y quizá para desviar el tema, o porque no sabía qué más decir, le pregunté: —Dígame, ¿por qué ustedes, los judíos, insisten en que Jerusalén es el único lugar donde se debe adorar, mientras que nosotros, los samaritanos, afirmamos que es aquí, en el monte Gerizim donde adoraron nuestros antepasados? —Créeme, querida mujer, que se acerca el tiempo en que no tendrá importancia si se adora al Padre en este monte o en Jerusalén —respondió—. Se acerca el tiempo —de hecho, ya ha llegado— cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad. El Padre busca personas que lo adoren de esa manera. Pues Dios es Espíritu, por eso todos los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad. Yo sabía sobre el Mesías, y así se lo dije. Entonces él me miró con seriedad y dijo unas palabras que jamás olvidaré: —¡Yo Soy el Mesías! Me quedé muda, pero justo en ese momento, volvieron sus discípulos. Se sorprendieron al ver que Jesús hablaba conmigo, pero como no quería discutir, dejé mi cántaro junto al pozo y volví corriendo a la aldea mientras les decía a todos: «¡Vengan a ver a un hombre que me dijo todo lo que he hecho en mi vida! ¿No será éste el Mesías?». Así que la gente salió de la aldea para verlo. Le rogamos que se quedara. Así que Jesús se quedó dos días, tiempo suficiente para que muchos más escucharan su mensaje y creyeran. ¿Saben dónde se hospedó? Adivinan bien. Han sido los dos días más felices de mi existencia. Aprendí mucho de él, pero sobre todo comprendí que el verdadero amor viene de un encuentro con Jesús. Ya no ando rogando gotas de amor. Ahora sé que Jesús me ama, me acepta, me quiere. Adoro al único Señor del universo y no tengo miedo. No he sido una buena madre, pero quiero mejorar. No he sido una buena esposa, pero ya no tengo más hombres a mi lado. Viviré el resto de mis días para aquel que me rescató. Soy una nueva mujer, soy una nueva persona, pues conocí al que es realmente el Salvador del mundo. www.obrerofiel.com. Se permite reproducir este material siempre y cuando no se venda.