El altiplano boliviano se halla situado a una altura apl`oximada a

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(DEL EN AYO SOCIAL DEL INDIO BOLIVIANO)
El altiplano boliviano se halla situado a una
altura apl'oximada a tres mil ochocientos metros Robre el nivel del mar. Esta elevada meseta
de casi cien mil kilómetros cuadrados, no presenta habitualmente una nube en el cielo, y
en la tierra nada turba el horizonte. Siempre
la estepa de color pardo y rojizo, cubierta a
trechos por una raquítica vegetación y en grandes extensiones campo de inmensos salares o
asiento de apacibles lagos azules. Bajo ese purí,ümo azul genovés del cielo andino, parece 'la
inmensa pampa que estuviera cubierta por un
fanal de cristal afirmado sobre el granito y las
nieves de las cumbres andinas. La oberbia cordillera se ha abierto en amplio círculo al atrave¡.;ar el suelo boliviano, bifurcándose en dos
grandes cadenas de montañas, la cordillera
oriental, en cuyas estribaciones nacen los extensOR llanos que lindan con el Brasil, y la cordillera occidental, casi cortada a tajo obre el
mar, y ele cuyas elevada' cumbres y violentas
quiebras se miran las aguas del Pacífico.
Aquella visión que presenta el páramo boliviano, con los enormes nevados que lo rodean,
destacándose en esa trasparencia luminosa de
una atmósfera diáfana, enrarecida por la considerable altura en que se encuentra, hiere con
tal fuerza la pupila, que insertsiblemente hace fruncir el ceño y nubla la mirada. Y en el
rostro del indígena resulta ser al final, un gesto
permanente, dibujado sólo por la influencia de
aquel medio físico tan lumino o, único artífice
de esa desagradable expresión que da al indio
la contracción de . u faz, que a \Teces parece re,'elar menguadas condiciones espiritua'les. Esto, unido a ::;u actual mL ería orgánica, cubierta
de andrajos, danle un aspecto desagradable.
Pero nadie creyera que el aymara, especialmente -ya que el quechua tiene presencia simpática y ha ·ta atrayente-, nadie creyera al
verlo, que aquel ser de expresión equívoca y
casi repulsivo, egtá pleno de energía y riquezas
espirituales.
La vida del aymara es paralela a la del cóndor, a í como la de'l quechua, tiene todos los
dulce::; contorno de la existencia de la Llama.
Ambas las analizamos áparte, en ensayos especiales. El aymara, aquel fuerte habitante del
bra vío escenario del antiguo Collasuyo, tostado al viento y al sol de las duras intemperies,
está dotado de un espíritu fiero, revolucionario,
a la par que esencialmente sensible y sentimental, siendo gran afectivo de cuanto le rodea. En e a soledad y aislamiento de la cOl'dillera, una de las .más e1evadas del globo, ha adquirido, físicamente, contornos hieráticos, de
frialdad de hielo, y su alma, en contraste, se ha
predi puesto a una sensibilidad excesiva, a la
"hiperestesia aguda y continua" que es mal de
alturas. De ahí esos cambios bruscos del indio
aymara, que pasa de la fría serenidad de las
nieves a la repentina explosión de los volcanes.
Por eso, también, u versatilidad, que nunca
sabe lo que quiere, que a nada da importancia
y que de todo se olvida. En esas cumbres plenas
de silencio y en el recogimiento solemne de
las estepas, el hombre tan pronto pone su e píritu en ten~ión, como relaja y esparce su ánimo. Por eso su innata desconfianza por las aptitudes de sus :;:;emejantes, a quienes los juzga
siempre con su propia tónica. Concentrado, busca la felicidad en su aislamiento, en el que
encuentra emociones más intensas; pero sus
impresiones son fugaces y dependen siempre
del viento que sopla, cambiando en la misma
forma que el pampero convierte el plácido celaje en negra nube de tormenta. Pasa espiritua1mente del frío al calor, con la mi ma facilidad con que físicamente experimenta ambas
sensaciones, al pasar del sol quemante de la
puna, a la sombra inmediata, en que el cuerpo
se congela . sólo al contacto del aire helado de
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la cordillera. (Los indios Amautas, especie de
consejeros y legisladores, comienzan generalmente sus exhortaciones con fríos y vigorosos
conceptos que reflejan una firme voluntad, y
los terminan en llanto.)
Que el hombre tienda ¡;;iempre en las cumbres andinas a buscarse la felicidad por medio
de profundas reacciones, es casi un fenómeno
mecánico de mero equilibrio. Reacción espiritual contra la presión material del medi? físico. Así, sólo por reacción contra aquella dura
naturaleza, el indio busca una existencia suavizada por una floja y dulce placidez. Esta modalidad es definitiva en el indígena de 1a cordillera. Ella le formará, después, todas sus directivas espirituales. Y de la misma manera
que la viva luz dei Ande le hiere las pupilas,
aHí también le hará daño la excesiva luz de
la cultura, que ¡;;ólo la acepta, por eso, cuando
le llega uavemente.
Dentro de esa especie de "concentración psíquica" que embarga al aborígen de los Andes,
el alma juega por lo general el papel de un opa(;0 y dulce refugio. Por eso aquel tímido retraimiento del indio, las plácidas normas de su
vida de familia, así como las dulces y monótona¡;; melodías que modula con sus instrumentos musicales. Pero esta tónica interior la refleja principalmente en u vida sentimental. "La
india, hermética y casi inexpresiva para el que
no la conoce -apunta el peruano Eguren de
Larrea-, es en el amor y en la intimidad, de
una plácida dulzura. Apenas habla, pero se encienden SU¡;; ojos en un húmedo y maravilloso
fulgor, y hay en su sonrisa y en sus actitudes
una ternura tan humilde y cálida, que estoy
seguro -dice Eguren-, que sólo por excepción
puede encontrarse tal poder de encantamiento
en mujeres de otras razas ... El amor no es
para el indio guerra de sexos. El amor para
él, ef': paz del alma, bien del corazón, secreta
y ,'uprema alegría. Esta raza no concibe el
amor como las otras, con inquietudes, martirios, engaños, crueldades mutuas."
Pero cuando el alma del indígena sufre una
intensa emoción, son tremendas también las
reacciones que experimenta. Hay un episodio
en la historia de la conquista española en América, que revela el alma compleja del indígena
y la presenta en toda su belleza oculta. Cuén-
tase que Quisquis, famoso general quiteño, retenía en la sierra de Vilcaconga a los tercios
castellanos que invadían el Imperio del Sol,
mientras las indiadas de1 Perú se organizaban
en el valle de Caxihuana. Nada se había previsto en aquel vasto territorio para contener
una invasión en el interior del país, y los conquistadores se paReaban de un punto a otro, no
como viento huracado que todo lo abate, sino
como céfiro traidor que todo lo quebranta, sacudiendo profundamente los órganos sensorios
de la civilización quechua que con el contacto
de esos sereR extraños parecía percibir la misma angustia que deben sentir las plantas sen¡;;itivas que se contraen y pliegan cuando se las
toca.
Chalcuchimac, de la familia de aquel Hualcopo Duchicela de la dinastía de los Scy'rÍs de
Quito, había tomado el mando de las fuerzas
indígena¡;;; pero, caído pronto en poder de los
españoles, a consecuencia de un cerco, el primero de que serían aquellos presa ingenua, fue
acusado de inspirar las sublevaciones de las
indiadas que seguian al ejército invasor, y condenado, como infiel, a ser quemado vivo. Mas
en lugar de amedrentarse ante el martirio con
que 10 amenazaron, protestó fiero por la mañosa y astuta invasión que hacían 'los extranjeros, abusando de la sencillez de espíritu y de
la ingenua mentalidad de su pueblo, que los
recibía confiando en que hacían una visita de
amü;tad al imperio.
y entonces aquel exponente de esa raza tan
fuertemente confundida con la tierra americana, tuvo un gesto heroico, de aquellos que hasta ahora desconciertan en los aborígenes de
nuestras montañas. Sin aceptar los auxilios del
cristianismo "que no entiende", aceptando el
cual se le ofreció aliviar la crueldad de su ejecución, ordenó a sus propios guerreros que alimentasen la pira preparada por sus verdugos, y
a ella se encaminó el héroe magno, haciendo
la más terrible manifestación del coraje de su
raza. Chalcuchimac entró en la hoguera, empujado por su propia e irreductible voluntad, y
murió invocando el nombre de' Pachacamac, padre del universo. Zenóo, en el pódico de Atenas, no hubiera dictado a sus discípulos mejor
lección de estoicismo, como 10 hizo a su raza,
el gran guerrero indio, sobre la hoguera a1'-
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diente del valle de CaxlhLlana. El primer apóstol de il"redenti~mo indígena abrió en ella, al
mundo, el duro y hermético cofre que guarda
el tesoro de América, que e~ el corazón del indio, forjado en acero, animoso para las empre~a¡; arriesgadas y duro para sufrir los más terribles golpes. i Be'lla y admirable facultad del
indio de la América andina, que nunca será
apreciada justamente! Aquel día, ante la mirada atónita de los peninsulares, el viejo abanderado del Imperio del Sol, enseñó al mundo
por primera \'ez, el frlo temperamento del indio
de nuestras montaña::;, quien, como ningún otro.
guarda "ilencio, cuando brama su corazón. El
admirable indio, pausado en decidirse, pero que
al negarle su hora y ver el ejemplo en sus jefe¡;, cuando le inflama el amor patrio, menosprecia todo, hasta la muerte que, dentro de sus
ocultas ideas, es apenas el nacimiento de una
nueva vida astral, y ciego de coraje y desconociendo los peligros, salva los obstáculo , vence
las distanciaR. y, renunciando al encanto de su
casucha levantada en las quiebras de los Andes, se dirige, tocando su quena, a derramar su
sangre }lor la patria. Y así baja desde las inacceRibles cumbre:'\ donde el sol no destruye las
nieveR, hasta las Relvas ardientes donde sus rayos hacen escoria de la tierra.
Dice la historia,. que quedaron ahí en el valle de Caxihuana, las cenizas del viejo abanderado del ejército andino, confundidas con los
rojos tizones de 1a hoguera, y que, devotamente recogidas por algunos fieles guerreros de
su comitiva, fueron piadosamente enterradas
en una huaca, dentro de un vaso de oro, el mismo \'aso de oro simbólico, en que deben guardarse la cenizas de aquellos héroes indígenas,
que sin ningún interés oculto, van sencillamente a derramar su sangre por la santa tierra de
sus mayores. Afirman las viejas crónicas que
cuando los españoles levantaron sus cuarteles
y se alejaron del vane de Caxihuana, al trasmontar la inmediata serranía, vieron que de la
mancha negra de aquella hoguera, se elevaba
al cielo, en un tenue penacho de humo, el alma
maravillosa del viejo guerrero; lo mismo que
nuestras actuales legiones de indios que dejaron el Chaco, debieron contemplar desde la se-
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nanÍa del Aguarague, aquellas ardientes llanuras cubiertas ele pajnnales y de bosques, bajo
un tenue vapor en el que quedaba flotando por
!-',iempre el alma ele nuestros heroicos indios
que cayeron en defeni'la de la heredad patria,
En la fiera grandeza de los escenarios andinos, los rasgos del espíritu del indio son siempre así. Siempre plenos de sentimiento. De un
hondo sentimiento, traducido ya sea en un admirable coraje o en una infinita ternura, 'la
misma ternura que alumbra el alma indígena
con un opaco y dulce fulgor.
La historia del Tahuantinsuyo nos muestra
también otro a::;pecto fundamental del espíritu
elel indio. Refiere ella que en el Cuzco los Incai'l
habían levantado un templo a In t i, su deidad,
y que en la comtrucCÍón de este templo pusieron 'los indios toda la expresión ele su alma.
El enol'me edificio estaba situado al Sol naciente, y en el tabernáculo, colocado en el muro occidental. se hallaba la imagen sagrada, un gran
disco de oro y esmeraldas con rostro humano
circundado de rayos. Los primeros resplandores de la aurora penetraban, antes que en ningún otro edificio de la capital de los Inca , en
la gran na\'e del templo de INTI-HUASI, pasando al través de las planchas de berenguela
que protegían sus grandes ventanalei'l. Aquellas hermosa's piedras estaban toscamente pulidas, pero tenían una delicada trasparencia, y
al pmmr la luz por sus ho.ias discoloras, tomaba
un baño blanco, ele un blanco lechoso, entrando
jaspeada con las tin Hs divetsa, que corrían por
sus ,'enas, ' pintando la luz de suaves y policromos colores. Como se re\"ela el alma al través
de la figura humana, así pasaban los rayos del
sol por aquella grosera berenguela, filtrándose
en hilo!'! luminosos; hilos de azul de zafiro, de
rojo, de amaril'lo, de violeta, de verde, de rosado, de plata. pero todo:; envueltos en una vaga
tonalidad de luz que pareCÍa esfumada en un
tenue polvo de carbón ... Llegaban así a posan.,e 10K rayo:; del sol en la imagen de la deidad, dando al interior de INTI-HUASI, una
hel'mORa pero opac¡;l. y misteriosa coloración de
luz extrañamente matizada. Al cruzar esos rayos por en medio ele la nave, eran el símbolo del
eHpÍritu de aqu~1 pueblo .. Esa vaga y luminosa
línea s~guirú siendo por siempre la imagen dulJ
cemente opaca de nuestro indio de la América
andina.
Esa opaca luminosidad del alma indígena, representada antaño en el principal templo a su
deidad, la encontramos en todas las manifestaciones de su cultura y de su vida individual
y social. Sus viejas normas le garantizaron una
plácida existencia en la que no sufría inquietudes materiales. El trabajo, dura ley que esclaviza al hombre, fue siempre la mayor satisfacción del indio, que lo facilitó en la labor colectiva. :tleg-rándolo con cánticos y realizándolo
al ritm0 de bailes. de convites y de reunione¡;;
regionales. Su vida familiar ha sido siempre
de admirable sosiego, y de un encanto tan espontáneo como aquel su permanente estado espiritual que se traduce en su música, la que
busca justamente la belleza en 'la repetición de
los mismos motivo¡;;, reflejando las plácidas y
uniformes escena:; de su vida campesina. Al
contemplar esta raza y estudiar las páginas de
su historia, siempre nos encontramos con las
suaves y extraña!'! tonalidades de luz del templo de INTI-HUASt que tienen las mismas
pinceladas románticas de los cielos andinos,
durante los incomparables amaneceres o las
pueRta8 de sol cuyos colores quedan estampados luégo, como reflejo, en los tejidos indígenas
que a veces tienen toda la gama del arco-iris.
La melancolía del indio, la reserva y el mutismo de su espíritu, su conformidad con una
vida apacible sin grandes ansias y sin inquietudes, ese apocamiento mismo que 'llega a diluirle la uer, onalidad, su carácter dócil y RU
música melancólica, surgen precisamente por
reacción contra la grandiosidad y dureza del
escenario en que vive, por la presión de esas
formidables fuerzas que emanan de los Andes,
y que aplastan y destruyen todas las resistencias. Quebranta al indio la grandiosidad del
paisaje, y en medio de esa inmensa desolación
de los páramos y en el silencio de las cordilleras, \TU formando aquélla su plácida y serena
compostura, que es el reflejo de la hierática
actitud de la:::; montañas andinas y del sereno
estoicismo de las estepas.
y es tal la formidable influencia de aquellas montañas. que tanto al sur, como al centro
y norte del continente, cortan a tajo con sus
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afiladas aristas de roca y de hielo, la tenue
gasa azul del cielo de las alturas, que no sólo
el hombre -sea aymara, quechua, cañari, ma.v a o azteca-, sino hasta la propia tierra que
:-;e halle al pie de eso: inmensos macizos, parece que se aplanara a yeces, humillándose, al
dilatarse en infinitas extensiones, sólo ante
e~'aR formidables fuerzas que deben originar
esas gigantes moles de mineral formadas por la
contracción (~e la corteza terrestre. Al pie de
esas montañas el hombre aplana su espíritu,
como la tierra pierde el vigor de sus perfiles.
Hé ahí por qué está aplanado 1 espíritu de
l1ue~tra nacionalidad . Sólo la mente se agita,
vibrando con la intemla vibración del éter de
la:,; alturas, y a \'eces se ele\·a también el pensamiento sobre esos inmensoH picachos; pero
tiene que "descender" como aquellas aves gigal1t~s que, después de dar grandes círculos. se
posan a mascar la nieve ...
El Illimani y el Illampu, el lVIisti, el Chimboraza, el Tolima, el Popocatepetl y el Orizaba,
han hecho, al final, que el alma el el indígena
acepte las disciplinas de la tierra; pero han tenido también la virtud de levantarle la mente
b.a~ta alturas in('onmensurables, donde los vien-
tos helados apagaron por siempre las cálidas
emociones de su espíritu.
y es así como se ha formado el alma indígena, que vence ahora, poco a poco, a la mermada sangre hispana. Cada "cz el alma de
América, y sobre todo de nuestra patria, es
más expresión de la Madre Tierra. En toda su
masa de población encontramos profundamente
las modalidades que hemos apuntado en el e~­
píritu indígena. Las emociones ::le concentran,
IOIi espíritus se OpacaD. Se han invertido las
normal::> de la ética espafíola. Nadie se detiene
a levantar la piedras amontonadas en el camino, para que ¡meelan pasar los que vienen detrál::>. El indio fruncido el ceño y torva la mirada, camina aislado y gileneioso, dejando entrever la opaca luminosidad de su alma . Se ha perdido la alegría elel peninsular. Ya no existen 1M
('xplosionel::> sentimentales ni los hidalgos gestos caballerescos. Mucho menos la noble y bulliciosa rebeldía de la sangre de Castilla.
UIl enorme alud descolgado de la nieve de
aquellas montañas parrce Que está congelando
el alma nacional El alma indígena se ha apoderado de nuestra patria.
ALFREDO SANJINES
La Pa.r.---1935.
©Biblioteca Nacional de Colombia
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