“El dogma de obediencia” de Leopoldo Lugones

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Lo pobre lindo, cultura y modos de organización.
“El dogma de obediencia” de Leopoldo Lugones
Fabricio Forastelli
CONICET-UBA-UNC
“Tradiciones críticas, revisiones y redefiniciones”: tal la cuestión que nos invita a pensar
hoy la historia de la crítica, sus operaciones y protocolos. Este enunciado interpela mi investigación para CONICET, en el marco del proyecto UBACyT “Acciones de la crítica”, dirigido
por Jorge Panesi y Silvia Delfino en el Instituto de Filología y Literaturas Hispánicas “Dr.
Amado Alonso”. Allí intento relevar y analizar los materiales de la literatura y la crítica sobre
la pobreza durante el siglo XX, como tema y motivo ineludible de las concepciones de la
crítica no solo respecto de sus polémicas ideológicas, sino de un problema que aparecería a
través de una modulación o intensificación modernista de esos materiales y de la crítica. La
pobreza, entonces, como tema y motivo ineludible, cuya relevancia pareciera estar en los modos en que los estudios literarios en la Argentina se lo formulan como parte de una pregunta
sobre su historicidad. Por ejemplo, del lugar de Leopoldo Lugones en la constitución de la
cultura política entre 1917 y 1921, cuando publica dos capítulos de “El dogma de obediencia”
(Lugones, 1921a y 1921b).
Mi lectura se produce, entonces, en el contexto de un congreso de historia de la crítica
académica y sus protocolos de investigación cuando incluye a los críticos respecto de su lugar
como docentes, editores, cronistas, escritores o periodistas en la producción de hegemonías
culturales. Por un lado, quisiera mencionar la reciente compra por parte de la Biblioteca
Nacional de una serie de manuscritos, documentos y cartas inéditos o poco conocidos de
Lugones, que incluyen precisamente “El dogma de obediencia”, previamente en manos de su
nieta Tabita Peralta Lugones. Se podrá acceder a 560 páginas, de las que previamente solo
se encontraban disponibles poco más de un centenar bajo la forma de dos capítulos editados
por Arturo Capdevila en el Boletín de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad
Nacional de Córdoba, en 1921. A esta adquisición puede sumarse la publicación de un texto
autobiográfico de la misma Tabita Peralta Lugones, así como el interés en el Departamento
por el rol de editora de Pirí Lugones. Por otro lado, la aparición en nuestro medio de dos
textos destacados de Miguel Dalmaroni (2006 y 2008) sobre Lugones, en el marco de la llamada generación nacionalista del Centenario, que quizás no aporten tanto en un sentido
documental sino desde las perspectivas críticas, se une a la ya larga bibliografía nacional
e internacional que incluye los trabajos de David Viñas, Beatriz Sarlo, Carlos Altamirano y
Horacio González, o los notables aportes del núcleo de Berkeley sobre modernismo argentino y latinoamericano realizados durante la década de los 80, por Francine Masiello, Gwen
Kirkpatrick y Julio Ramos.
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En efecto, ¿cómo explorar hoy en el discurso de la crítica académica argentina la relación entre una presencia ineludible y su relevancia en los estudios literarios, para interrogar
el estatuto del modernismo en las polémicas sobre la cultura nacional, si entendemos que es
menos una unidad autorreferida que un problema de su transformación (Panesi, 2000)? Y,
¿cómo pensar que aquello que resulta ineludible para los estudios literarios hoy es en verdad
también parte de una temporalidad de la crítica que permite formularnos la relación entre
representación, literatura y modos de organización? Sabemos que la crítica puede optar por
una formulación casi entusiasta, que produce lo nuevo y, a la vez, lo lee como una metamorfosis que enfoca tanto en el discurso crítico (historias, periodizaciones, historicismo) como
en la exaltación de la técnica literaria en tanto que problema histórico del gusto. Tal la propuesta de Miguel Dalmaroni (2008) en diálogo con investigadores sobre historia de la crítica
de las Universidades Nacionales de La Plata y de Rosario, Mónica Bernabé, Martín Prieto y
Juan Ritvo. Esta es una hipótesis que historiza la crítica desde la perspectiva del vínculo entre
la literatura y el proyecto de una “filología nacional” precisamente por los lugares del crítico
en su formulación y puesta en crisis.
En efecto, Miguel Dalmaroni (2008), en una reflexión que avanza respecto de lecturas
previas, como ha indicado Sergio Monteleone (2006), analiza en Lugones como un problema de gusto y anacronismo algo que pondría en escena la propia constitución del “campo”
de los letrados respecto del modernismo como problema, no de política cultural, sino de
valor estético. Esta política de la teoría desconfía de las posiciones que leen a Lugones (y
a la literatura en general) desde el paradigma de la ciudad letrada y la valoran de acuerdo
con su vínculo con “las necesidades del resto de las prácticas sociales” o la definen por su
“función social” (Dalmaroni, 2008: 164), expresadas en las posiciones alternativas de Ángel Rama, Jean Franco, Beatriz Sarlo y Graciela Montaldo. Dalmaroni propone resituar la
problemática en “el núcleo de la historicidad del arte: la producción de incertidumbre, el
atasco de la representación y el descalabro de la subjetividad” (Dalmaroni, 2008: 154), en las
tensiones entre “desgarramiento”, “funcionalidad o compulsión alucinatoria, estructuración
o disgregación, pedagogía o desintegración” (Dalmaroni, 2008: 163). Algo que podríamos
poner bajo el nombre de la fruición y su lugar en los “modos de leer” el nacionalismo, que no
excluye de la pasión crítica la voluntad de reordenar, acomodar, de dar las cartas de nuevo
(Dalmaroni, 2008: 150).
Esta propuesta, que desplaza la política del escenario, me llevó a preguntarme respecto
de mis materiales y la serie crítica ¿qué pemitiría registrar la condición política de la pobreza
si no está en la simple presencia del tema o del motivo, si no está en la representación misma?
Una respuesta posible quizás radique en el principio transformador que desde el modernismo se produce en las costuras de la crítica y la literatura como una suerte de interpelación
ineludible, sí, como un problema de acciones de la crítica en tanto que productora de valor.
En los últimos años he pensado estos problemas a través de la noción de lo pobre lindo en la
literatura argentina desde aproximadamente 1920, como una relación entre las interpelaciones de la pobreza y los conjuros abiertos por las mismas. Por pobre lindo refiero a una modulación de la crítica que constituye la producción del valor literario como una disonancia a
través de la sublimación y enaltecimiento de los materiales de la pobreza respecto de lo bello,
como un conjuro a la monstruosidad, el horror y el espanto, pero también como relevamiento
de las metamorfosis que produce para otorgarle un valor explicativo al intensificar su carácter
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polémico en la serie: politización abstracta y autonomía estética, epifanía y agotamiento, revolución y reforma. Cada vez que aparece el problema de la pobreza se produce una narrativa
totalizadora que intensifica los debates sobre lo bello, lo bien hecho o lo bien escrito.
Esta podría ser la historia del conjuro que Borges produce a través de la sublimación de
la pobreza (Forastelli, 2008 y 2009) en una transformación de su escritura del tono elegiaco
al paródico, como si la disonancia entre lo pobre y lo lindo fuera aquello que le da lugar a
ambos en su especificidad narrativa y formal. Como escritor y editor temprano, experimenta
sobre temas bajos en un tono sublime. Como periodista y cronista, produce los límites entre
la cultura de masas (el folletín y el cine) y la literatura, como si estos dependiesen tanto del
procedimiento elegido como del tipo de valor en juego. Entre la elegía de Fervor de Buenos Aires (1923) o El idioma de los argentinos (1928), que parodia una imagen imposible y perdida de
la sencillez, y lo paródico y satírico que estiliza desvergonzadamente los restos imposibles en
La fiesta del monstruo, se trataría de algo que se presenta, para Borges, real en su teatralidad
e irrealidad. Y produce una concepción de lo pobre como lindo que escamotea algo de esa
teatralidad que la funda en la que la epifanía de la literatura se realiza justo cuando aquellos
objetos que son de la repetición, del entusiasmo y del fervor (almacenes rosados, sepulcros,
cuadrículas de calles, poetas, pordioseros y malevos pobres) parecen ser también una representación imposible de “la prolijidad de lo real” que exige como escritor ciudadano. Volver a
esa prolijidad sería casi una obsesión en Borges, no solo respecto del peronismo al que considerará como masa monstruosa y banal, sino de las transformaciones de su propia escritura
cuando, hacia 1936, todo aquello que era bello y armonioso en su pobreza se convierte en
“las sobras de Buenos Aires” (“Insomnio”, 2005: 168). No se trata del trivial episodio de alguien que piensa una cosa en 1920 y otra después de 1945. Más bien se trata del modo en que
la crítica construyó como parte de su autonomización esta tensión entre los materiales nobles
que podían producir los pobres y los aspectos siniestros que podía producir su organización,
y le destina una escritura a algo que, pareciera, solo tiene voz.
Enrique Pezzoni (2009) y Jorge Panesi (2000), sin embargo, han indicado que estos problemas se leen tanto en el conjunto de los procedimientos literarios como de las modulaciones de la institucionalización de esos procedimientos. La rutina de la ruptura y la transgresión como marca de la modernidad no es solo parte de la figuración del escritor profesional
y de su secularización y una marca del proceso de autonomización de la cultura respecto de
la política, sino también del congelamiento o tensión entre la teoría y la escritura como inscripción ideológica, como problema de lenguaje. Pezzoni, por ejemplo, observa que los procedimientos del retrato y del autorretrato en Borges “circunscriben el espacio aparentemente
elegiaco en Fervor de Buenos Aires. Antielegía, en verdad –dice Pezzoni–: no lamento por lo
desaparecido, sino afirmación de la continuidad del propio Yo, que elige con gesto soberano
el Modelo y se elige a sí mismo como su perpetuación” (2009: 106). Jorge Panesi, también
indica el campo de saberes del nacionalismo (la pedagogía, la técnica, las doctrinas) que
Borges va, paradójicamente, tanto a combatir como a alimentar a través de una concepción
de lenguaje que se entiende en “la interioridad del límite literario” (2000: 138).
Pero, ¿en qué marco puede ser producida una interrogación que convoca el lenguaje, la
pobreza y la cultura como modos de organización respecto de la literatura y de la crítica? Y,
esta pregunta, ¿indicaría que esa distinción respecto de los roles del crítico entre la cultura
y la política desaparece, o está reformulada no meramente como tema, sino además en los
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vínculos con sus acciones? Esto nos plantearía un primer problema: ¿qué entender por modos
de organización? Podría decirse que para la crítica literaria los modos de organización social
de la literatura son un tema de sus estudios, en tanto forman parte del canon para analizar
el proceso de modernización, tal como fue revisado por Noé Jitrik, Adolfo Prieto, Josefina
Ludmer o David Viñas: alfabetización, autonomización, profesionalización. Sin embargo, el
sentido que nos interesa hoy de lo pobre lindo no es concebido en tanto redistribuye lugares
en la cultura letrada como canon dominante, ni explora un estado de inquietud respecto de
los modos de organización social que traduciría o materializaría a golpes de ruptura y transformación. De hecho, la historia de la crítica ha propuesto la ruptura como un problema en
sí mismo en la medida en que no lleva inscripta necesariamente una transformación de la
literatura en general. No sería solamente la historia de los grupos, de las asociaciones y las
afiliaciones y desafiliaciones que ocupan a la historia crítica de la literatura, ampliamente
desarrollada por otro lado por David Viñas, Graciela Montaldo, Jorge Monteleone, Beatriz
Sarlo y Carlos Altamirano, Noé Jitrik o Nicolás Rosa. Más bien, se lee conjuntamente con
ella, cuando la relación entre ingenuidad política y dogmatismo estético se transforma en
su núcleo ideológico durante el positivismo. No sería así una revisión de los temas y motivos
de la organización de los pobres, de su carácter episódico, marginal o central, sintomático u
orgánico, ni de sus “tretas” y “miserias” de subalterno, sino de las operaciones y protocolos a
través de los que se los integró en los estudios críticos para pensar lo “lindo”.
Por nuestra parte, entendimos algunos de estos problemas de organización a través del
vínculo crítico entre lenguaje e ideología en el análisis de la producción de la categoría de
autoritarismo en las ideas argentinas a partir de 1918. En este contexto, registramos precisamente una operación de la literatura respecto de la cultura y sus fuerzas organizativas que
desplazaba la pregunta ¿quién manda? a ¿cómo obedecer? Sabemos que en lo que respecta a
estas problemáticas sobre el modernismo, la crítica ha enfocado, por ejemplo en los trabajos
de María Teresa Gramuglio y de Miguel Dalmaroni, en la estetización de “una política del
mando y [que] politizan a su vez un arte que se quiere aristocrático pero enmascara a medias su ilusión monarca” (Dalmaroni, 2006: 214-215), así como al indicar los lugares donde
el modernismo se deshilacha en sus límites con la cultura popular como un llamado a la
acción en medio de mezclas doctrinarias que la vanguardia redefinía aceleradamente. Así, lo
que Dalmaroni define como la relación entre “figura de escritor, saber superior del iniciado
y mandato o misión fatalmente predestinada de intervención en la política” (2006: 217) correspondería en parte a lo que llamamos modos de organización. Es decir, la pregunta por
la autonomización es consistente también con el cuestionamiento al valor de la obediencia
en la cultura del nacionalismo.
Hemos visto más arriba que esta metamorfosis fue leída posteriormente como parte
de las condiciones de la crítica después de 1983, al explorar la metáfora de Ángel Rama
sobre las máscaras del modernismo en la formulación del canon de literatura latinoamericano para resituar las polémicas y debates de la democracia, pero también la localización
múltiple de críticos y docentes respecto de Estados Unidos. En la trama que revisamos hoy
encontramos algunos materiales para entender precisamente las tensiones que recorren las
premisas de la crítica respecto de la tensión entre democracia y acción en Lugones, respecto
de un momento que su biógrafo interesado Irazusta (1968) llamó “la inubicable ubicación
política de Lugones”.
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Durante el año 1921, Lugones publica en el Boletín de la Facultad de Derecho y Ciencias
Sociales de la Universidad Nacional de Córdoba dos capítulos de “El dogma de obediencia”,
y el escritor y poeta Arturo Capdevila (director de la publicación) lo saluda con fervor excesivo
como “Apóstol del Idealismo” y exponente de la filosofía de la historia en la Argentina. En
él, Lugones elabora una idea, que podríamos rastrear ya desde sus años en el periódico La
Montaña, pero ciertamente de modo más sistemático en los artículos que reúne en 1917 en Mi
beligerancia, donde analiza la “rearticulación de fuerzas reaccionarias” clericales y militaristas
que habrían llevado a la guerra en los Balcanes y a la Primera Guerra Mundial. Lugones llama a esa rearticulación de los sectores reaccionarios “el dogma de obediencia”.
En las dos secciones publicadas de las cinco originalmente publicitadas –las otras juzgadas peligrosas o inadecuadas– Lugones desarrolla su teoría del “dogma de obediencia” en la
Filosofía de la Historia y del Derecho en las lecturas sobre el Imperio romano a partir de una
máquina interpretativa que tiene dos núcleos, al menos en los materiales disponibles. El primero, son los géneros de la diatriba y la relación entre dominio y saberes de los escritores en
la filosofía de la historia: es decir, cómo los escritores y filósofos han producido históricamente connivencia con el poder de turno cuando leen la historia romana. Esto no es menor: los
géneros de la diatriba son aquellas sátiras que deforman la interpretación de los eventos históricos, producidos por los escritores para congraciarse, a través de una combinación entre
burla y elegía, con los que mandan, en los que se produce una reinterpretación de la historia
en una dirección reaccionaria. El sentido y los matices de esos versos satíricos y burlescos están dados, así, por el movimiento de la historia con los que se construye el valor cultural de la
historiografía como herramienta para los que mandan, en una tensión autorrepresentativa:
el cálculo de ingenuidad y de fuerza está dado por la modulación connivente respecto de
quienes mandan, pero a la vez no puede dejar de indicar una crisis de ese poder, atravesado
por los temas de la libertad, los derechos y la igualdad.
En un segundo núcleo, Lugones elabora una teoría de la acción directa del pueblo como
ruptura de esa lógica de la obediencia instaurada por el dogma de origen “oriental”, acción
ya no posible por la mediación de la representación política, deformada por los intereses de
la aristocracia, sino fundada en los valores universales de la libertad, el bien y la filantropía.
La libertad entonces se presenta en conflicto con la distribución política del poder que la
tiene como principio. Pero, ¿cuál podría ser esa libertad posible? Y, ¿cómo se vincula con las
figuraciones de escritor de diatribas que denuncia Lugones? No se trata solo de una visión
del mito nacional encapsulado y modulado por la figura del imperio, en la búsqueda de un
cosmopolitismo e internacionalismo que parecen estar allí para afianzar el lugar de la nación
argentina en el concierto del panamericanismo y de la crisis de los valores universalistas de
la posguerra.
No, tampoco, de la deriva completa y desenfrenada hacia el autoritarismo que se funda
en eso que el nacionalismo católico lee como una revelación del discurso lugoniano que lo
lleva al suicidio: la imposibilidad de corregir “un poder defectuoso” o de terminar felizmente
una tarea intelectual (en este caso, la historia del general Roca). Se trata más bien de un llamado a la acción ante una democracia que Lugones ve como parte de la decadencia del proyecto oligárquico que él antes sirvió y al que servirá después, quizás de otro modo, pero que
ahora ve agonizando en el proyecto de Yrigoyen; crisis a la que él destina la constitución del
mito de la revolución como acción directa del pueblo, y que refiere a algo que podría estallar
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en la misma construcción de los modos de autoridad respecto de ese pasaje a la acción de la
plebe a la ciudadanía, que significaría llevar la lucha a todas partes, a todos los frentes.
Por entonces, José Ingenieros (1918) también producía su secuencia sobre la revolución,
en tono académico y sociológico, en la que llama a profundizar la democracia siguiendo el
modelo de la revolución rusa: la burocratización de la estructura de mando y conducción a
través de la representación directa de los grupos sociales correspondería al momento de la
ampliación de las luchas políticas democráticas. En ambos parecería fundamentarse algo del
orden de la desobediencia civil para la organización revolucionaria del Estado pero, sobre
todo, pareciera tratarse de denunciar un vicio o defecto en el modo en que está constituido
el poder mismo, tal como se expresa en las tensiones entre revolucionarios y reformistas,
fuerzas progresistas y reaccionarias; tensiones que van templándose en el sentido moderno
de las contradicciones que recorren la historia intelectual (reaparecerá con fuerza, por ejemplo, en José Luis Romero, pero también en los trabajos de Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano).
Tensiones que producen una clara pero no menos violenta separación entre una cultura
democrática y republicana y otra autoritaria y conservadora, y sobre las que se construyen
la confluencia entre lo que Gramuglio y Dalmaroni llaman el escritor artista y el intelectual
escritor respecto de esas masas, confluencia donde la pobreza adquiere un rasgo heroico
mientras mantiene su ambivalencia respecto de la organización colectiva.
Pero esta teoría de la acción directa que suspende las mediaciones de la política no debe
entenderse como una suspensión asimismo de la tarea que Ingenieros le daba a la filosofía
política respecto del carácter director y conductor de “las minorías revolucionarias” y del rol
de la “mayoría pasiva” (Ingenieros, 1918: 161) o sobre el llamado a desobedecer los valores
de la civilización occidental que se suicida en masa en los campos de guerra europeos en “El
suicidio de los bárbaros” (1916). La pregunta sobre qué autoriza a mandar es concomitante
a la pregunta sobre obedecer que se hacen. Pero en ningún caso estas tensiones entre revolución y reformismo parecían implicar para ellos una exclusión de la tradición democrática,
sí quizás de la particular versión agónica de la tradición liberal conservadora construida en
estas referencias a la acción de latinos, cordobeses, mexicanos o soviéticos.
Esto se traduce en una materia literaria, si dialogamos precisamente con la pregunta sobre el valor de las autorrepresentaciones del escritor y del crítico respecto del terreno de las
estrategias discursivas del nacionalismo. ¿Cómo entender que el problema se plantee como
obediencia? ¿No sería que a través de esta Lugones encuentra precisamente un nombre para
su disponibilidad política, se ofrece al mercado, busca lectores mientras busca un amo, escribe crónicas y notas que denuncian la guerra y la posguerra mientras trama un lugar para
la literatura en la política: el del poeta nacional? Por eso el lenguaje adquiere una presencia
material en estas disputas, ya que produce el problema del pasaje o diferencia entre las ingenuidades de la tradición democrática y el dogmatismo de la tradición autoritaria. Por eso,
en poesías, diarios y conferencias tanto como en sus discursos más explícitamente políticos,
parece existir esa evidencia de que no se trata de meros ejercicios de evasión y autoenaltecimiento, del disfraz romano, sino de desarrollar una concepción del lenguaje como dominio
a través de cuya construcción los escritores miden su capacidad de acción histórica. El gesto
del modernismo, entonces, radica en estas inflexiones sobre acción y organización que los
escritores articulan a los debates sobre la constitución democrática del Estado y, después, en
el caso de Lugones, como parte de su boicot y oposición activa.
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Pero respecto de este momento de Lugones, parecería conveniente volver sobre el problema de la diatriba en los escritores cortesanos y en los moralistas cristianos, ya que allí
Lugones resitúa una relación cara al modernismo, que Ingenieros por otra parte ya había
revisitado previamente: la relación entre ingenuidad y astucia política como arco para medir
la libertad o autonomía por parte de aquellos que saben respecto de quienes mandan, que
en el caso de Ingenieros es un debate sobre 1810 en el tono de 1918: la temporalidad de la
crítica está siempre fuera de quicio respecto de su historicidad. Y lo que vemos en este Lugones es una resituación de este problema que, en un sentido general, no cambia lo dicho por
los estudios sobre modernismo: que la autonomía produce una interrogación al dominio al
preguntarse si no hay inscripta en sus procedimientos menos una libertad de los antiguos
que la docilidad o auto-neutralización de los modernos.
Es cierto que esta frontera dependerá de cómo la tensión pueblo/“proletariado
urbano”/“democracia integral”-Estado/“aristocracia”/“dictadura democrática” se constituya
en el trabajo intelectual, porque efectivamente también de aquí parecen emerger lo que podríamos llamar sus argumentos antipopulistas contra el radicalismo. Es cierto también que
en este texto Lugones dice estudiar precisamente el momento de la transición de la república
al imperio en la historia romana, como parte del conflicto sobre los saberes de la cultura
europea en que se fundarían las relaciones entre los que saben y los que mandan, cuando
detrás del sentimiento de simpatía universal y el concepto estoico de filantropía como principio de la armonía y la justicia social todavía se oyen los fragores de la guerra civil entre el
partido aristocrático y la plebe. Es cierto además que podemos ver cómo la teoría de la deformación por intereses particulares de la oligarquía, como característica de la opacidad del
autoritarismo, ya está presente. Y es cierto que el mito de la patria como operación abstracta
de desposesión de la ciudadanía de la plebe por parte de la aristocracia es contradictorio con
la tensión entre la nación común y los modos simbólicos y materiales de organización de la
autoridad, y que parece indicar esta “enfermedad agazapada” que late en todo nacionalismo
según Jorge Panesi: la del imperio. El momento elegido por Lugones es, precisamente, el
del imperio como fuerza democratizadora, cuando extiende la ciudadanía a todos y cuando
mujeres, niños y esclavos se convierten en sujetos de derechos. Pero también ya laten aquí las
modulaciones entre reforma y revolución después de 1917, que tienen al Estado como objeto
y a la nación como su ideal y que plantean el abandono de la política representativa como
espacio de las luchas y fundamento para la “ justicia social” y la “igualdad cívica”, respecto de
un pueblo tan idealizado y enaltecido como vacío de todo contenido. La pregunta parece ser
aquí, no ya quién manda, sino cómo obedecer y cuál es el radio de acción de la libertad que
pondría en juego la acción directa.
Pero entonces es cierto que la pregunta sobre la organización se convierte aquí en el momento en que la filosofía de la historia otorga al juicio crítico la capacidad de una visión de
algo que, de lo contrario, quedaría opaco y, sin embargo, está a la vista en las propias formas
de la crisis general, y que se manifiesta como una mística negativa del vínculo entre libertad y
autoridad. Y por eso hay un momento entusiasta en el que el máximo de libertad comenzaría
a coincidir con el autoritarismo. Se pone en juego una tensión extremadamente perturbadora también, que parece indicar que cualquier mística puede proveer de un fundamento a
cualquier poder ya que la posición del escritor intelectual, cruzado entre la nación y la clase,
está atravesada también por su autoridad en la cultura, por un momento de metamorfosis.
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Y esto es, diríamos, plenamente literatura. Si en Ingenieros toda la ecuación nacionalista se
sostiene sobre un vínculo casi inherente entre democracia y sociología (la sociología sería
instrumento de gobierno) y en Coriolano Alberini, hacia 1934, la clave estaría en una solución ecléctica entre los ideales iluministas y los procedimientos historicistas, en Lugones
radica en la elevación de una mística negativa de la autoridad, de la que se ha extraído “la
trascendencia ideológica” que sitúa en el fraude de los escritores los motivos de los errores
de quienes gobiernan, y declararía la plena disponibilidad de los escritores tanto como su
pasión por mandar.
El horror a lo que María Elena Legaz llama “cuerpos sudados”, citando a Roberto Arlt,
sigue presente, elaborada y sublimada ya en figuras abstractas (el pasaje de la plebe a la ciudadanía sin política) o en personajes estetizados (la figura del poeta escritor pobre que se
sacrifica en la acción pública; la figura arcaica y mesiánica a la vez de la plebe y el pueblo;
la figura mitad senador mitad estatua que sanciona leyes injustas). Es ese horror, manifiesto
en una teoría de la acción directa, el que le da a Lugones un lugar en una cultura percibida
como decadente. El material de estos relatos sería la propia energía de la acción agónica
–diría David Viñas– enaltecida en los umbrales en los que el modernismo produce su propia
figuración epifánica en la exaltación de la violencia y la acción de obedecer. Esto le da un
lugar paradojal a las autorrepresentaciones, hechas no solo para definir qué saberes poner a
disposición de los que mandan, sino para hablar de esa situación de dependencia y obediencia de sí mismos. Algo que para Enrique Pezzoni se transformará en Borges (pero también
en Arlt) en un problema de la ficción de lo nacional. Algo que en Jorge Panesi no sucedería
sino en la crítica como problema de cultura nacional, que incluye sus propias crisis de saberes
desde y sobre el lenguaje.
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CV
Fabricio R. Forastelli es doctor en Letras por la Universidad Nacional de Córdoba y
doctor of Philosophy por la University of Nottingham. Investigador Adjunto de carrera
del CONICET y del Instituto de Filología y Literaturas Hispánicas Dr Amado Alonso,
FFyL, UBA. Ha escrito “Lecturas y lectores en Ricardo Piglia”, Orbis Tertius revista de
teoría y crítica literaria; “Communication et culture dans les luttes politiques. Débats sur
le genre et le queer en Argentine” (con Silvia Delfino), Questions de Communication; “Tema
y motivo en los protocolos para la configuración del tema de la pobreza en la crítica
literaria argentina”,
Arena. Catamarca, Doctorado en Ciencias Sociales y Humanas,
Universidad Nacional de Catamarca; “Las tramas literarias y críticas de lo pobre lindo
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de la Escuela de Letras, 5; Medios de comunicación y discriminación: desigualdad de clases
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I JORNADAS DE HISTORIA DE LA CRÍTICA EN LA ARGENTINA 107
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