Ética y Tecnología Por Germán Scalzo (*) Conferencia del autor en las 5tas Jornadas Regionales de Software Libre 20, 21, 22 y 23 de noviembre de 2005 Rosario, Santa Fe, Argentina. Muchos se preguntarán por qué hablar sobre ética en un congreso de tecnología, o que relación existe entre conceptos que se mueven en campos tan diversos, como el software y la cultura o la libertad. La respuesta es tan simple como desconcertante: porque la excesiva complejidad de la realidad nos exige un tratamiento multidisciplinario de las nuevas temáticas que van surgiendo a la vez que realizar un esfuerzo por orientar el modo de ser de la tecnología para que esté al servicio de la dignidad del hombre y no de intereses técnicos, políticos y económicos. Vivimos en una época caracterizada por la complejidad. Hace ya varias décadas, Ortega y Gasset advirtió que lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa. Cada vez más nos cuesta dar respuesta a las problemáticas que nos aquejan. Para comenzar a saber lo que nos pasa, es imprescindible advertir que la actual complejidad no es la de siempre. Lo propio de la nueva complejidad es que nos deja perplejos. Estamos –como ha dicho Habermasante una nueva inabarcabilidad. Nuestros recursos intelectuales y operativos son insuficientes para hacernos cargo de la complejidad, para reducirla y para gestionarla. El conocimiento del mundo, o sea la ciencia, se ha ido desarrollando y complejizando a lo largo de la historia; nuevas verdades han venido a reemplazar viejas verdades y están a la espera potencial de avances que las suplanten. Las masas de saber que la humanidad ha acumulado a lo largo de los años, dificulta enormemente mantener una visión global de la realidad y fomenta la especialización, que conduce a visiones parciales de la realidad. La nueva complejidad proviene entonces de una crisis de saturación e hiperespecialización. Esto se percibe en muchos campos, pero puede verse con especial claridad en el área de la información. Nuestro problema no es el de falta de información, sino de un exceso de mensajes. Nos hallamos cada día ante una información acumulativa y caótica. Nos sobran datos y nos faltan criterios. Cada vez más, la gigantesca proliferación de conocimientos escapa el control humano. Sin embargo, la centralidad del problema –si existe- no reside aquí sino en otro orden de cosas, en la repercusión que tiene esta forma de pensar en el plano de las realidades intra e inter-personales. Y allí, el progreso, tal como ha venido configurándose, favorece a algunos y margina a otros, generando brechas entre las personas cada vez mayores. Existe el peligro de una desaparición gradual e insensible de la atención hacia el hombre y todo lo que le concierne. Esta es la principal razón por la cual la sociedad actual tiene “conciencia de crisis”. Crisis, escuetamente, significa que ciertas convicciones pasadas han perdido su firmeza y no han sido renovadas. Se vuelve un imperativo entonces analizar cuales son estas convicciones que obstaculizan el perfeccionamiento del hombre y ponerlas en tela de juicio. Lograremos una mejor comprensión de la realidad actual si nos remitimos en el tiempo a las causas u orígenes de los procesos sociales que hoy predominan. Los presupuestos de la ciencia y la tecnología actuales comenzaron a gestarse a principios del siglo XVII con la idea de progreso indefinido, y se arraigaron en la segunda mitad del siglo XIX con el auge del positivismo. La idea de progreso se convirtió en el fin último que había que alcanzar y el método científico en la única forma de acceder a la verdad. La convicción generalizada de que aplicando la ciencia era posible conseguir un progreso lineal e indefinido en el mundo humano fue decisiva en la mentalidad del hombre moderno. Otra de las grandes empresas de la modernidad fue el afán de transformar el mundo. Tan significativo ha sido el impacto de estas aspiraciones que muchos aseguran que han dado lugar a una tercera revolución industrial (siendo la máquina a vapor la primera y la energía eléctrica la segunda). Profundicemos un poco más estos supuestos. La ciencia se mueve en un nivel eminentemente teórico, corresponde a lo que el hombre piensa del mundo que lo rodea, como lo explica. Sin embargo, la ciencia por sí sola no puede dar respuesta al problema del significado último de las cosas. Investigaciones recientes afirman que los primeros principios de la ciencia son metafísicos. De manera que el positivismo, que redujo lo metafísico a lo físico y lo físico a lo físico-químico, no encuentra respuesta a cuestiones fundamentales. Existen básicamente dos razones por las cuales se requiere otro tipo de conocimiento además del científico. En primer lugar, porque la ciencia versa sobre lo general y lo abstracto, y no hay nada menos general y menos abstracto que la persona singular y su intimidad. En segundo lugar, aunque no menos importante, en la conducta humana lo primero son los fines, y por tanto a la persona le importa el sentido de las cosas, su significado natural y propio. Sin embargo, el método científico aplicado a las acciones y situaciones humanas busca ante todo la descripción cuantitativa y analítica de ellas, y su explicación mediante causas anteriores en el tiempo, que nos remiten a las condiciones iniciales de los procesos, donde estaría la clave explicativa de todo. Esta mirada va hacia atrás, buscando cómo empezaron las cosas, y no mira hacia delante, hacia el fin que constituye su orden, sentido y significado: que llegan a ser. Este reduccionismo metodológico, tan propio del cientificismo, es decir, a la actitud explícita que defiende y trata de reducir todo el conocimiento humano al que proporcionan las ciencias positivas, impide contemplar las realidades humanas bajo una perspectiva teleológica (en orden al fin) que les dé su verdadero sentido. La aplicación práctica de esos conocimientos, es decir la ciencia aplicada, es lo que se denomina tecnología en un sentido amplio. Es un proceso dialógico entre la ciencia y la técnica (la tecnología es tekné y es logos, técnica y ciencia), el uso de un conocimiento científico para especificar modos de hacer cosas. Se diferencia de la ciencia en que busca resultados prácticos (productos, procesos, servicios). Se diferencia de la técnica -que es un procedimiento fijo, de resultados seguros- porque se desenvuelve en un marco de incertidumbre. Precisamente porque el contexto es incierto, la tecnología utiliza modelos (provenientes de la ciencia aplicada) para alcanzar los fines que se propone. El epistemólogo argentino Bunge, dice que la tecnología social o sociotecnología estudia las maneras de mantener, reparar, mejorar o reemplazar sistemas y procesos sociales existentes; y diseña o rediseña unos y otros para afrontar problemas sociales. Parece, entonces, que la aplicación de criterios tecnológicos podría cubrir las deficiencias señaladas del esquema científico, porque permitiría hacerse cargo de la vertiente estratégica que éste descuidaba: la gestión de oportunidades, la anticipación, el futuro, etc. La propuesta que nos hace Bunge, es que el estudio de la administración de sistemas sociales sea una rama de la tecnología por la oportunidad que nos ofrece para hacer frente a lo desconocido. Esto es así por el status epistémico de las sociotecnologías: en tanto la ciencia estudia el mundo, la tecnología idea maneras de cambiarlo: es el arte y la ciencia de hacer las cosas del modo más eficiente. Si se prefiere, la tecnología idea modos racionales de saltar del es al debería. En la ciencia, el cambio deliberado, como el que se produce en un experimento, es un medio para llegar al conocimiento. En tecnología es al revés: aquí, el conocimiento es un medio de modificar la realidad. Mientras que los científicos trabajan sobre problemas epistémicos que se materializan en sus mentes, los tecnólogos enfrentan cuestiones prácticas que son rasgos objetivos de la realidad, luchan por problemas sociales. La sociotecnología, encuentra su fundamento y razón de ser en el mundo social, y requiere hacer elecciones parciales. Si bien tanto la ciencia como la tecnología son objetivas, la primera es además imparcial. La tecnología se vuelve tendenciosa al prescribir el cambio, porque casi todos los cambios son susceptibles de beneficiar o perjudicar a algunas personas más que a otras. En otras palabras, en tanto la ciencia básica está libre de valores, la tecnología está limitada por ellos. Toda ciencia pura es buena o al menos indiferente ya que, por definición, se ocupa sólo de mejorar nuestros modelos del mundo, y el conocimiento es un bien intrínseco. En cambio la tecnología se ocupa de la acción humana sobre cosas y personas. Esto es, la tecnología da poder sobre cosas y seres humanos, y no todo poder es bueno para todos. Por ser moralmente ambigüa, la tecnología debiera estar bajo control. Precisamente por esto, es imposible separar tecnología y ética porque la ética se inmiscuye en el mundo objetivo a través de la acción personal, que es indivisible. De ahí la importancia de la formación ética para que el desarrollo científico y su correlativa aplicación técnica esté al servicio del hombre y no al revés. El conocimiento técnico y científico en una persona afectada por desorientaciones vitales hondas, puede ser contraproducente hasta para sí misma. En la actualidad, la tecnología ha pasado a dominar todos los aspectos de nuestra vida, sobredimensionándose el valor que de suyo le corresponde. De manera conciente o no, nos vamos acostumbrando al modo de ser de la tecnología, especialmente a la velocidad inherente a la misma. El ideal de la vida virtuosa fue relegado por un nuevo dinamismo que busca resultados en forma cada vez más rápida. “Nunca hemos corrido tan deprisa hacia ninguna parte” es una frase de la revista Times que resume esta necesidad actual de ser cada vez más eficientes. Vivimos más rápido y hemos multiplicado extraordinariamente el número, calidad e importancia de las obras humanas, y la facilidad para acceder a ellas. La subordinación del hombre a la marcha del progreso le encierra y le desorienta. No sabemos a dónde va la tecnología. Estamos comprometidos con la tecnología y no sabemos a dónde nos lleva ésta. Hoy ya no nos importa vivir bien –de manera humanamente digna- sino sobrevivir. Ahora la pregunta que se hace es para qué y al hombre de hoy cada vez le cuesta más encontrar respuestas a ese interrogante porque la cuestión de los fines “requiere otro tipo de conocimiento: aquel que se pregunta por el sentido de las cosas y busca la visión global. La ciencia no puede contestar las preguntas por el sentido, las que tienen que ver con la persona, su destino y su libertad de acción. Estas cuestiones tienen que ver con la razón práctica, los valores y la libertad, y por tanto están más allá de la ciencia: ésta no puede alcanzarlas, y para hacerlo hay que arbitrar otros modos de saber. Para ello, necesitamos hacer un replanteo más holístico, en palabras de Morin: una “reforma del pensamiento”, ya que “el enfoque reduccionista, que consiste en remitirse a una sola serie de factores para solucionar la totalidad de los problemas planteados por la crisis multiforme que atravesamos actualmente, es menos una solución que un problema” El mismo Einstein se percató de esta necesidad, al afirmar que “el mundo que hasta este momento hemos creado como resultado de nuestra forma de pensar, tiene problemas que no pueden ser resueltos pensando del modo en que pensábamos cuando lo creamos.” Planteada la problemática, el paso siguiente es delinear nuevas competencias para enfrentarnos a la realidad. El filósofo Allica nos sugiere que el tratamiento de un problema es posible desde distintos enfoques que deberían respetar un sentido de totalidad. Para esto se requieren dos trayectos, uno inductivo desde las ciencias positivas y la filosofía, y el segundo deductivo desde las disciplinas normativas: la ética, o sea el dominio del deber ser; las ciencias políticas o el dominio de lo conveniente, y la tecnología que versa sobre los medios concretos a implementar. Como consecuencia de la modernidad, existe la precipitación de valorar solamente la ciencia empírica y la tecnología, dejando a un lado los otros niveles de reflexión, que siempre están presentes, ya sea de manera implícita o explícita. Vimos como la razón moderna ha sustituido la actitud ética del perfeccionamiento humano por la pretensión técnica del dominio de la naturaleza. No obstante, la tecnología, que es útil para la transformación del mundo, resulta inútil para la transformación de la persona individual. A esto se refiere Polo cuando dice que si el hombre ha progresado, no es porque se haya ido perfeccionando, sino por que se ha apoyado en la dinámica especial de la técnica que marcha a partir de objetivaciones. Aquí encontramos un vestigio importante para explicar la crisis del mundo occidental, ya que si bien el hombre puede encontrar en la tecnología, medios para su perfeccionamiento como persona, cuando pierde su señorío sobre la misma se cierra a la posibilidad de desarrollarse como tal. A medida que la complicadísima maquinaria técnica se va desarrollando más, parece que la acción del sujeto individual es menos relevante, hasta llegar a transformarse en un objeto más de esa cadena. Cuando el hombre ya no domina la técnica sino que es dominado por ella, queda reducido a una pieza de la gran maquinaria, tal como afirma Ernesto Sábato en “Hombres y engranajes”. El hombre se convierte en un instrumento de producción; él mismo es transformado por ese proceso de posibilidades técnicas. ¿Qué importa ya lo que el hombre piense, sienta o diga? Lo único que cuenta es la función que desempeñe en el proceso de producción objetiva. El hombre como sujeto, como persona única e irrepetible, ya no cuenta para nada. Desde esta perspectiva, el conflicto entre humanismo y tecnología aparece en toda su crudeza. Efectivamente el sistema de productos técnicos impone sus propias exigencias, sometidas a parámetros valorativos de índole material y cuantitativa. El pensamiento moderno es eminentemente transformativo. Pero antes de transformar el mundo el hombre debe saber qué es y como debe comportarse en él. El hombre debe conocer lo que realmente es y estar al tanto de las exigencias de su naturaleza –humanidades, antropología- y de la formación de su carácter –ética-. La modernidad ha marginado los conocimientos que la humanidad ha ido sacando a luz sobre el hombre, sobre sus modos de perfeccionamiento, sobre su manera de relacionarse con los demás; es decir, se ha marginado lo que con propiedad se llama humanismo, el cual representa el conjunto de verdades decantadas por la historia sobre el auténtico modo de ser del hombre. El desafío frente a la especialización y fragmentación de saberes, es aspirar a la unidad para no despersonalizarse. La ética es precisamente ese saber unitario que aspira a la totalidad, que le permite al hombre adquirir una visión de conjunto de todos los saberes y armonizarlos entre sí, a partir de una visión más general del hombre y del mundo que le ha tocado vivir. Lo característico de nuestra situación cultural es precisamente que lo más radicalmente humano, que para los formas de pensar convencionales ha sido una cuestión marginal (los matices cualitativos, cuestiones valorativas, etc.) hoy está emergiendo y se hace menos marginal. Se requiere entonces una visión general de la ciencia y las humanidades, independientemente de las propias competencias específicas de cada profesional. Si no existe este nivel o metanivel reflexivo no se podrá superar la hiperespecialización que impide la integración de los saberes. Pero no se trata sólo de contenidos y procedimientos, sino también de actitudes. El trabajo de la razón compartida, requiere apertura a las posiciones de los otros para encontrar consensos teóricos y pragmáticos para las intervenciones eficaces, oportunas y adecuadamente rápidas. La máxima capacidad en los temas o contenidos de la ciencia, sus procedimientos y las actitudes para un trabajo eficaz y solidario es la creatividad. Hemos dicho que en la actualidad, la tecnología ha adquirido un valor en sí misma impulsada por una dinámica que no cede a ninguna otra consideración que ella misma. Sin embargo, este progreso aparente conlleva una gran pobreza en la medida que no está en función de las necesidades humanas, materiales e inmateriales, en un proyecto de sociedad comunitaria y solidaria. Aquí se halla el punto de intersección con la ética. La ética debe estar presente en todo proceso tecnológico, en toda situación problemática en el contexto de un mundo cada vez menos previsible. Un mundo cuya complejidad demanda, en palabras de Mc Luhan, “una visión menos técnica y más humana de la tecnología" para que el progreso del hombre sea verdaderamente tal. La empresa cumple su finalidad mediante el servicio prestado a los hombres y a la comunidad, logrando la realización total de la persona humana. Esto no significa que no deban tenerse en cuenta objetivos económicos, de utilidades o rentabilidad, pero debe lograrse una articulación entre ellos sin perder de vista el fin último, que es el que más fácilmente se relega. El fin de la empresa consiste en promover la mejora humana de cuantos con ella se relacionan y de la sociedad en su conjunto, mediante la gestión económica de los bienes y servicios que genera y distribuye, y de los que naturalmente se siguen unos beneficios con los que logra también subsistir como empresa. El presente trabajo se encuentra bajo licencia “Creative Commons” (www.creativecommons.org) (*) Germán Scalzo es Licenciado en Ciencias Empresariales por la Universidad Austral (Argentina), adscripto a la cátedra de "Ética y Negocios" en la Facultad de Ciencias Económicas de dicha Universidad. En el año 2004 fue elegido Joven Sobresaliente de la Provincia de Santa Fe por la Junior Chamber International. Actualmente es responsable del área de Recursos Humanos y Responsabilidad Social Empresaria en ''Openware'', empresa consultora de IT, redes y seguridad dentro del mercado latinoamericano. Participa de la Mesa Directiva del ''Pacto Global por la Defensa de los Derechos Humanos'' y es miembro de la ''Asociación de Recursos Humanos de Argentina''.