LA REALIDAD DE LA LITURGIA En el numeral anterior de este subisidio, presentamos la liturgia como un espacio en donde actúa una sola presencia bajo diversas formas. Hablábamos de cómo Jesucristo, presente desde siempre en su Iglesia, se sirve de los elementos que conforman la acción litúrgica para hacernos partícipes de la salvación. Ahora, continuamos nuestra reflexión fijándonos en lo que resta del numeral sétimo de la Constitución sobre la sagrada liturgia “Sacrosantum Concilium”1. No para estudiarlo en sus detalles, que abarcaremos en publicaciones posteriores, sino para contemplarlo en su conjunto. Pues allí se completa y puntualiza esa visión propia del Concilio Vaticano II que nos interesa subrayar. Siguiendo, en efecto, la misma línea conceptual del numeral sexto, donde se presentaba a la Iglesia como el Cuerpo de Cristo que actúa siempre unido a su Cabeza, se dan indicaciones que podrían hacer pensar la liturgia como la unión convencional de signos. Podría creerse que la celebración está conformada por una serie de elementos que han sido asociados para crear un mundo nuevo de significaciones. Pero esto no puede ser lo que afirma el Concilio Vaticano II; porque una manera así de entender la liturgia nos llevaría finalmente a la negación de su veracidad. Si la liturgia se construyera vinculando elementos de naturaleza diversa, estaríamos ante un mundo de simples representaciones o evocaciones. No la diferenciaríamos de una bandera o de una señal de tránsito, que ciertamente nos hacen pensar en una realidad determinada; pero que permanecen siendo ajenas a ella y, por lo tanto, incapaces de hacerla presente de forma real. Pensemos, por ejemplo, en el costarricense que se encuentra en un país extranjero, donde adquiere una bandera de Costa Rica para recordar la tierra de la que está privado; no por tener esa bandera en sus manos puede decir que está «Realmente, en una obra tan grande por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a la Iglesia, su esposa amadísima, que invoca al Señor y por Él rinde culto al Padre Eterno. Así pues, con razón se considera a la liturgia como el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo en la que, mediante signos sensibles, se significa y se realiza, según el modo propio de cada uno, la santificación del hombre y, así, el cuerpo místico de Cristo, esto es, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público. Por ello, toda celebración litúrgica, como obra de Cristo sacerdote y de su cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no iguala ninguna otra acción de la Iglesia». “Constitución sobre la sagrada liturgia ‘Sacrosanctum Concilium’” n° 7: Concilio Ecuménico Vaticano II. Constituciones, decretos y declaraciones. Edición bilingüe promovida por la Conferencia Episcopal Española, p. 219. 1 abrazando una parte real de la Patria. Es más, con la actual organización de la sociedad mundial, es posible que ese trozo de tela ni siquiera haya estado nunca en el lugar que intenta representar. Si la liturgia tuviera esa misma lógica, la salvación no sería más que un anhelo inalcanzable para los cristianos de este tiempo. Pero no, lo que el Concilio Vaticano II nos trata de explicar es algo sumamente diferente. La liturgia no es la unión artificial de dos realidades distintas, sino la vinculación natural que se establece entre dos partes de una misma realidad. Dos partes que se necesitan la una a la otra para tener existencia plena y auténtica, porque son dos partes que comparten una sola existencia y que por eso crean un vínculo real entre quienes poseen una u otra. Para darnos a entender, podríamos pensar en un jarrón valioso que un día descubrimos que le hace falta una parte. Ese trozo que se le ha desprendido no tiene existencia plena si no se está vinculado al resto del jarrón, el cual tampoco es perfecto sin el trozo que le hace falta. Uno remite al otro, una parte necesita de la otra. Por eso, el que encuentra el jarrón quebrado necesariamente dirigirá toda su atención hacia el trozo que hace falta; de la misma manera que quien encontrase el trozo desprendido no podrá dejar de tender a la totalidad de la cual éste proviene. Así mismo funciona la liturgia, tal y como podemos verlo en la oración con la que se bendice el agua en la celebración del Bautismo2. Pues esa plegaria nos hace entender que la muerte como principio que da paso a una nueva vida está presente en el agua. Porque, en una inundación, este elemento es capaz de anegar un territorio que más adelante, fecundado también por la misma agua, termina produciendo una cosecha abundante. El agua es principio de una vida nueva a la que sólo se llega después de la muerte. De la misma manera, la muerte como principio de vida es lo que se manifiesta en la Pascua de Jesucristo. Pues al morir en la cruz y resucitar gloriosamente al tercer día, Jesucristo no vivió simplemente una reanimación, sino que inauguró una vida nueva, la vida eterna, como don que se comunica a la humanidad. No es de extrañar, entonces, que la liturgia se sirva del agua bautismal, que es principio de vida nueva que se adquiere a través de la muerte, para realizar nuestra vinculación a la cruz y a la resurrección de Jesucristo. Pues no se trata de asociar agua y Pascua como dos elementos distintos que se vinculan artificialemente, se trata de evidenciar que ambos son parte de una sola realidad. El agua y la Pascua participan de la dinámica de una vida que nace a partir de la muerte; por eso, están naturalmente asociadas en el Bautismo, que nos une a la Cf. Ritual de la iniciación cristiana de adultos reformado según los decretos del Concilio Vaticano II, promulgado por mandato de Pablo VI, aprobado por el Episcopado Español y confirmado por la Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino, Barcelona: Coeditores Litúrgicos, 20066, p. 105-107. 2 Pascua de Jesucristo. Al entender esto, podemos comprender con claridad lo que la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos nos enseñaba en su cuarta instrucción3; cuando nos decía que la liturgia sólo puede ser entendida y vivida si nos introducimos en el mundo cultural en el que tienen su origen los diversos elementos que la conforman. Pero además, desde esta perspectiva entendemos con claridad que las acciones litúrgicas no son una simple evocación caprichosa, no son signos representativos sin mayor trascendencia. La liturgia es realidad que se nos comparte para comunicarnos vida nueva. Es Cristo que se nos da, sirviéndose de elementos que sólo tienen pleno sentido vinculados a Él mismo. “La liturgia romana y la inculturación”: Andrés PARDO (éd), Documentación Litúrgica Posconciliar. Nuevo Enchiridion. De San Pío X (1903) a Benedicto XVI, Burgos: Editorial Monte Carmelo, 20082, p. 1305-1326. 3