John Maynard Keynes

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Aprendiendo del pasado, mirando hacia el futuro con Keynes
* Simulación de un viaje por el tiempo realizado por un periodista económico, a través de un programa de
realidad virtual capaz de reproducir el comportamiento pasado de la economía. Incluido en el libro
Momentos estelares de Econolandia
Estar en 1929 y no hablar con el que se considera por muchos el mayor
economista de todos los tiempos, John Maynard Keynes, sería un delito imperdonable.
Posiblemente, él podría explicarme, mejor que nadie, por qué se había producido aquel
tremendo debacle bursátil y las razones por las que podría tener efectos tan perversos y
generales.
Keynes nació en 1883, precisamente el mismo año en que murió mi anterior
entrevistado, Karl Marx. Su niñez se desarrolló también, como gran parte de la vida de
Marx, en la Inglaterra victoriana, con una esmerada educación en el selecto colegio de
Eton, célebre por la dureza de sus costumbres.
Sus estudios universitarios siguieron en otra institución elitista: el King´s
College de Cambridge, donde convivió con algunos de los grandes de la historia de la
ciencia económica como Alfred Marshall o su sucesor Pigou, que le invitaba a comer
todas las semanas para poder discutir con tan avanzado discípulo.
Keynes siempre fue un hombre con muchos campos simultáneos de interés,
dentro y fuera de la economía. Se integró en un reducido grupo de intelectuales que se
hizo célebre por la mordacidad de sus declaraciones, el círculo de Bloomsbury, al que
también pertenecían personas tan conocidas como Virginia Woolf, la célebre novelista y
feminista inglesa. Aunque Keynes no participó en la misma, se comentó mucho, en
aquella seria Inglaterra del momento, “la broma del acorazado de guerra” en que el
grupo se disfrazó de representantes del emperador de Abisinia e hizo que lo recibieran
con honores en uno de los acorazados de la flota británica.
En 1929, Keynes tenía 46 años y había ya realizado un largo camino vital. En
1907 había ingresado en la Administración, concretamente en el Departamento de la
India. Al cabo de dos años presentó su dimisión y se dedicó a su cátedra en la
Universidad de Cambridge, que ya nunca abandonó definitivamente. Durante los años
de la Guerra Mundial, fue llamado al Ministerio de Hacienda para ocuparse de las
finanzas británicas en ultramar. Al final del conflicto bélico asistió como jefe de
delegación a la Conferencia de Paz, que culminó en el Tratado de Versalles, con el que
siempre demostró su desacuerdo, publicando su libro Consecuencias económicas de la
Paz, presentando su dimisión y reintegrándose en la Universidad.
Pero Keynes no fue nunca un hombre de una sola actividad. Con un reducido
capital inicial se dedicó a especular en los mercados financieros internacionales,
llegando a ganar varios millones de dólares. Fue presidente de una empresa de seguros,
tesorero del King´s College, director del Economic Journal, autor de artículos de
opinión en la prensa, coleccionista de obras de arte, empresario de teatro, rector de
Cambridge y uno de los directores del Banco de Inglaterra.
Naturalmente, mi entrevista no podía celebrarse en un lugar más apropiado que
el antiguo y prestigioso “campus” de la Universidad de Cambridge, en su despacho del
edificio central del King´s College.
Como había visto muchas fotografías, no me sorprendió su cuidado aspecto. Era
un hombre elegante, con un rostro apuntado hacia la barbilla, nariz recta, bigote
recortado, labios gruesos y unos ojos inquisitivos y penetrantes bajo el arco de unas
gruesas cejas. Un profesor de constitución enjuta, aspecto ascético y mirada ardiente; un
hombre reconcentrado y profundamente serio. Me llamó la atención, durante nuestra
charla, su tendencia a esconder las manos dentro de la manga opuesta de su chaqueta, al
estilo de los mandarines chinos.
Yo quise ir directamente al tema de la crisis bursátil. Así que, después de una
presentación protocolaria, entré de lleno:
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He visitado hace unos días la Bolsa de Nueva York y he podido asistir a su
debacle. ¿Un economista de su experiencia, esperaba que esto pudiera ocurrir?
Ya sabe usted que a largo plazo, todos muertos. Así que después de una subida
de las cotizaciones, en algún momento tenían que corregirse ciertos excesos. Los
ciclos económicos son una realidad con la que tenemos que habituarnos a
convivir.
Es decir -insistí- que usted ya sabía lo que iba a ocurrir, no como su colega,
Irving Fisher, de la Universidad de Yale, que unos días antes del hundimiento
anunciaba que el país caminaba por una “elevada meseta permanente” de
prosperidad.
Conocer los riesgos de una situación y las sutiles leyes del funcionamiento de
una economía, no significa saber cuándo las cosas van a ocurrir y, por tanto, la
mayor o menor concentración de efectos.
La mirada penetrante de Keynes parecía querer ver mi interior. ¿Estaría
pensando si un periodista como yo merecía su precioso tiempo?. Por si acaso, intenté
dar un rasgo de erudición económica.
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Usted, profesor Keynes, avisó hace años que la imposición a Alemania de pagar
por reparaciones de guerra una suma tan enorme, superior a los 50.000 millones
de dólares, llevaría a una crisis internacional. ¿No es así?
Correcto. Advertí ya hace diez años que las medidas económicas, entonces
adoptadas, eran inadecuadas y que nos amenazaba el peligro de un rápido
descenso del nivel de vida de las poblaciones europeas, hasta el punto que
supondría para algunos el hambre y, arrastrados en su angustia, podrían incluso
atentar contra la estabilidad político-social del mundo.
Según su opinión, ¿entonces caminamos hacia el desastre económico?
Yo no creo en las depresiones definitivas –respondió con seguridad. Los
gobiernos de los países deben tener unas políticas económicas activas para
responder a los acontecimientos. Medidas equivocadas de largo alcance pueden
dificultar la marcha de la economía mundial, pero a posibles etapas de depresión
seguirán otras de recuperación. Lo importante es aplicar políticas adecuadas para
gobernar esas inevitables fluctuaciones.
Pero ahora, en 1929, con una fuerte convulsión bursátil en Nueva York que se
está transmitiendo al resto de países industrializados, ¿qué debería hacerse?
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Mire usted, Newsletter, el mundo económico se rige por el juego de la cuerda,
en que unos tiran de sus rentas para ahorrar y otros tiran en dirección contraria
para invertir. Lo ideal es que ambas fuerzas se compensen y ahí el sector público
puede tener un papel decisivo, ahorrando a través de un superávit presupuestario
o invirtiendo por encima de los recursos disponibles en ese momento,
endeudándose a futuro.
Hasta varios años más tarde, Keynes no concretaría mucho más sus ideas. Pero
en 1936, su Teoría general del empleo, el interés y el dinero, daría una respuesta que
guiaría la política económica de países durante décadas, empezando por la del New Deal
del presidente Roosevelt en EE.UU. El Gobierno, siguiendo los consejos de Keynes se
convirtió, en época de depresión, en un inversor de primera fila. Había que hacer
carreteras, presas, puertos, viviendas o incluso abrir y cerrar hoyos si no existiese otra
alternativa. Había que “cebar la bomba”, para que la máquina de la inversión privada se
pusiera en marcha.
Aunque sabía de antemano su contestación, no quise terminar la entrevista sin
pedirle su opinión sobre Marx y el comunismo. Algunos contemporáneos de Keynes,
habían pensado que su defensa de la actuación del estado era una forma encubierta de
socialismo.
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¿Cómo puedo yo aceptar la doctrina comunista que establece como Biblia
propia, por encima y más allá de toda crítica, un libro de texto anticuado, que a
mí me consta que no sólo es científicamente erróneo, sino que, además, carece
de interés y aplicación en un mundo moderno?. ¿Cómo puedo adoptar un credo
que, prefiriendo el barro a los peces, exalta al tosco proletario por encima de la
burguesía y de la intelectualidad que, con todas sus faltas, son la espuma de la
vida y llevan, con toda seguridad, dentro de sí las semillas de todos los logros
del género humano?
Visto con suficientemente perspectiva histórica no hay duda alguna de que
Keynes fue un conservador para el sistema capitalista de libre empresa, absolutamente
irreconciliable con una economía centralizada dirigida desde el Estado.
Pero también es verdad que abrió un resquicio, nunca cerrado, respecto a la
cuantía adecuada de intervención pública. Por eso, para los más liberales, en la tradición
más pura del Adam Smith de la “mano invisible”, las tesis keynesianas de un Estado
económicamente activo siempre resultaron sospechosas, si no ampliamente peligrosas.
Respecto a la trayectoria personal de Keynes, es bien conocido que durante el
inicio de la II Guerra Mundial retornó al departamento de Hacienda; que su influencia
se incrementó pareja con el triunfo político del que había sido su antiguo jefe en la
Administración, Winston Churchill; que en reconocimiento por todos sus servicios se le
designó miembro de la Cámara de los Lores; que ideó el sistema moderno que rigió
durante muchos años las relaciones económicas internacionales que se acordó en
Bretton Woods y del que nacieron el Fondo Monetario Internacional y el Banco
Mundial.
Durante toda su vida, Keynes fue fiel a uno de sus principales mandamientos
para cualquier economista, que bien podría ampliarse a otros muchos campos: “Estudiar
el presente a la luz del pasado, pero pensando en el porvenir”.
Antonio Pulido, Momentos estelares de Econolandia
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