ANTE LA MUERTE DE TULIO HALPERÍN DONGHI

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TULIO HALPERÍN DONGHI (1926-2014): EL HISTORIADOR DE LA IRONÍA.
Gerardo Caetano
Siempre he sentido un impacto muy especial ante la muerte de un gran historiador y
vaya que Tulio Halperín lo era. Realmente sentí una profunda conmoción al enterarme
de su fallecimiento ocurrido el viernes 14 de noviembre, en Berkeley. Me abruma intuir
cuántas pistas documentales se han perdido, cuántas preguntas al pasado se han
silenciado, cuántos relatos a menudo irrecuperables ya no estarán más entre nosotros. Es
como si nuestra capacidad para indagar sobre el pasado hubiera perdido espesor y
densidad. Como una forma de la soledad radical, el impacto de esas muertes –como la
de Judt, Hobsbawm, Le Goff, Halperín o en el plano más local, como las de Pivel
Devoto o de mi maestro Barrán- configuran momentos de un enorme desafío para el
oficio de historiar, que solo pueden responderse desde el compromiso renovado con la
investigación.
En el caso de Tulio Halperín no solo se pierde a un gran historiador, tal vez el más
importante del último medio siglo en América Latina, con proyección genuinamente
mundial. Con su muerte desaparece un estilo singularísimo de hacer historia, casi
imposible de imitar y hasta de describir en sus mínimos detalles. Como el mismo
confesó en su autobiografía inconclusa “Son memorias”, se definía a sí mismo como un
“pesimista agnóstico”. De allí que desde un estilo muy irónico y a menudo demoledor,
se dedicara a enfrentar toda forma de “militancia retrospectiva” en el ejercicio de la
historia, toda visión en blanco y negro sobre el pasado, toda sabiduría convencional
demasiado instalada. Era un polemista temible, tal vez imbatible. Y su coraje se
agigantaba ante auditorios presuntamente adversos, ante los que a menudo se divertía en
desenmascarar solidaridades ideológicas encubiertas tras ropajes “académicos”, lecturas
teleológicas sobre un tema o un período, hipótesis aceptadas demasiado rápidamente
que no habían sido sometidas a filtros conceptuales rigurosos. Con su estilo barroco y
laberíntico, de este modo confesaba su rechazo a toda forma de historia militante en un
reportaje que le hicieran en el 2008: “Lo que lo vuelve a uno hacia el pasado es un
interés que surge del presente. Pero, al mismo tiempo, una de las cosas que
caracterizan al pasado es que lo que uno tiene que descubrir del pasado es que no es el
presente…”
De esa manera, pudo dejar una obra monumental, de lectura imprescindible, no solo
para Argentina sino para toda Iberoamérica: entre su primer libro (“El pensamiento de
Echeverría” en 1951) y el último (“El enigma Belgrano”, publicado hace apenas unos
meses) pasaron más de 63 años de una labor impresionante. Precisamente su último
libro despertó una fuerte polémica, en la que las reacciones académicas se cruzaron con
las políticas. Interrogado sobre si era conciente de que su libro provocaría un “debate
infernal” no vaciló en responder con sarcasmo: “Espero que su vaticinio no se cumpla y
si eso ocurre no es mi intención intervenir en él”. Por cierto que había mucho de lúdico
en esa vocación de provocación ante los grandes mitos nacionales e intelectuales. Pero
su gran contribución como investigador, como docente y como intelectual público, era
obligar a pensar desde otras perspectivas, descubrir los atajos argumentativos, en suma,
exigir al pensamiento de sus interlocutores.
Era plenamente conciente que su manera de encarar la disciplina lo llevaba
peligrosamente a las fronteras de la confrontación política, mucho más en una Argentina
en la que un antagonista irreconciliable con las lecturas históricas del “revisionismo” y
un antiperonista tenaz estaba casi condenado a caminar por la intemperie, incluso
asumiendo riesgos personales. En 1966 debió renunciar a su cátedra en la Universidad
de Buenos Aires por su oposición a la dictadura de Onganía, por lo que tuvo que
exiliarse y trabajar en el exterior, en muy prestigiosas universidades como Oxford o
Berkeley. “Toda mi vida fue afectada por la política. Fui antiperonista casi como un
destino; no es que lo eligiera, ahí caí y afronté las consecuencias”, confesó en sus
memorias.
Su obra es de lectura indispensable pero siempre difícil. Y como ante las grandes obras,
bien vale la pena dobles o triples lecturas, siempre devolverán cosas nuevas e
inteligentes, aunque cueste. Sobre su prosa se ha escrito y se ha dicho muchísimo, desde
las quejas de los estudiantes a las protestas de los colegas, exigidos a interactuar con
textos densos y brillantes, que no admitían lecturas dóciles ni simplificaciones
esquemáticas. Puede decirse que esa escritura tan difícil era la expresión de su
pensamiento profundo e irónico, de una arborescencia reflexiva que a menudo
desbordaba la gramática, con sus eternas digresiones y subordinaciones. Escucharlo
hablar era también una tarea fascinante pero exigente: cautivaba a sus interlocutores aun
provocándolos y sus argumentos siempre eran fundados aunque nunca lineales. En los
debates en los congresos seducía con su extraordinaria erudición y con su rapidez
mental, que en los últimos tiempos contrastaba tanto con la fragilidad manifiesta de su
cuerpo. Y sin embargo, hasta los últimos momentos, demostró mantener una mente
poderosa, aguda, punzante.
Murió lejos de la Argentina, país al que más allá de su estilo amaba y sobre el que
siempre mantuvo un interés casi obsesivo. También quería y conocía muy bien al
Uruguay, en donde siempre tuvo la mejor hospitalidad en la casa de sus entrañables
amigos, Juan Oddone y Blanca Paris. Fue en esas veladas interminables que muchos
historiadores uruguayos pudimos conocerlo de cerca, discutiendo, admirándolo, también
cuidándonos de no caer bajo su ironía inclemente. Tampoco fue casual su estrecho
vínculo con Carlos Real de Azúa, a quien quiso y admiró mucho, como da cuenta su
extraordinario prólogo al primer tomo de sus “Escritos”. Más allá de diferencias,
ambos tenían también mucho en común, en especial una inteligencia casi “maliciosa” y
un sentido del humor temible.
Como bien ha dicho su amiga Beatriz Sarlo, “nos hará falta”. Lo extrañaremos, aunque
de seguro podremos reencontrarnos con él leyéndolo y releyéndolo a fondo, hurgando
en su genialidad y en las pistas e hipótesis que ha dejado sobre el pasado
latinoamericano. Aunque era un argentino sin remedio (lo que sin duda nunca me
hubiera animado a decirle), nunca lo vi cultivar el nacionalismo historiográfico, esa
manera provinciana de historiar que no es para estos tiempos. Eso lo hacía más
universal y, al mismo tiempo, le daba la distancia necesaria para entender más los
enigmas argentinos, que tanto le obsesionaban. Lo recuerdo bien rechazando los elogios
que se le hacían, casi que enojándose con ellos. Sin embargo, cuesta mucho ante su
muerte no recordarlo como un maravilloso historiador, como un intelectual apasionado
con la indagación del pasado, que sin embargo no rehuyó la vía del ensayo para jugar
también su papel en la comprensión del tiempo que le había tocado vivir. Su vida y su
obra constituyen un rico testimonio de lo que puede ser el legado de un intelectual.
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