¡Estén atentos y preparados!

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¡Estén atentos y preparados!
30 de noviembre 2014
Comenzamos un nuevo año litúrgico, hoy primer domingo de Adviento, tiempo
que nos hace mirar al futuro con ilusión y esperanza, para prepararnos a recibir a Jesús, en
su Segunda Venida gloriosa, como también a celebrar su primera venida, “en la humildad
de nuestra carne”, en la celebración de la Navidad. Y no hay mejor forma que comenzarlo
con el texto de San Marcos (Mc 13), al que llamaremos “pequeño apocalipsis marcano”,
por su estilo impresionante, cargado de símbolos e imágenes, que lejos de atemorizarnos,
intentan alentar la esperanza, el optimismo y la serenidad, tanto de nosotros que
esperamos al Señor con ilusión, como de aquellas comunidades, a las que escribía San
Marcos, que también vivían esta tensión de la Venida (próxima, para ellas), de Cristo, el
Señor Resucitado. El texto es un discurso de Jesús, que trata del fin de los tiempos.
Entrando, pues, al capítulo 13 de San Marcos, nos encontramos con la sentencia de
Jesús: “no quedará piedra sobre piedra, todo será destruido” (Mc 13,1-2); sentencia
motivada por el estupor de los discípulos
ante los exvotos y las grandes piedras
del templo de Jerusalén. En el diálogo
que sigue, de Jesús con sus discípulos
Pedro, Santiago, Juan y Andrés, ellos le
preguntan: “¿cuándo sucederá eso y
cuál es la señal de que todo eso está a
punto de suceder?” (Mc 13,4). El
Evangelio intenta responder a esto, pero
no de forma directa, pues el acento está
en la salvación que viene de Dios, “a
congregar a sus elegidos desde el
extremo de la tierra al extremo del cielo”, es decir, desde los cuatro puntos cardinales, de
todas partes del mundo (ver Mc 13,27).
En este discurso, que es más bien una instrucción, Jesús aborda varios aspectos, a
saber, la necesidad del discernimiento sobre el desarrollo de la historia (Mc 13,5-23),
luego la segunda venida del Hijo del Hombre (Mc 13,24-31), el día en que tendrá el fin del
mundo (Mc 13,32), y lo que tenemos que hacer en el tiempo presente (Mc 13,33-37, el
texto de hoy). Por eso, ante la pregunta por la señal que le hacen sus discípulos (ver Mc
13,4), Jesús se las da: su venida ocurrirá cuando ya no haya injusticias, ni dolor, ni
sufrimientos o violencia que engendra más sufrimientos. El texto de hoy nos debe
ilusionar, pues se genera en nosotros la esperanza de la victoria definitiva de la salvación,
la presencia gloriosa de Cristo Resucitado (Hijo del Hombre), al final de los tiempos.
En el versículo 32, se nos previene acerca de los cálculos que muchos han hecho,
acerca de la fecha del fin del mundo: “en cuanto al día aquel y a la hora, nadie sabe nada,
ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre...”. Con esto, Jesús no quiso satisfacer
la curiosidad de los discípulos, ni tampoco la nuestra, a propósito del fin del mundo, del
que tanto se ha especulado. Al contrario, quiso que ellos (y nosotros hoy), se
comprometieran en hacer desaparecer un tipo de “mundo” marcado por la injusticia, que
provoca la muerte de los seres humanos, como vemos hoy día y a cada momento.
Evidentemente, el mundo tendrá su fin, pero es inútil que nos dediquemos a andar
especulando sobre el cuándo sucederá. Lo importante es luchar por la justicia, para que
desaparezca este “mundo” injusto y surja una nueva sociedad, plenamente fraternal e
igualitaria. El resto del capítulo 13 de este “Apocalipsis de Marcos” (ver Mc 13,28-37), nos
muestra lo que han de hacer los discípulos de Jesús y hoy nosotros, hasta que llegue el fin
del mundo: ¡mantenernos vigilantes y practicar la justicia, ya que es el único camino
posible!
Ahora bien, hay gente que todavía sigue preguntándose, como los discípulos de
Jesús: ¿cuándo será el fin del mundo? (Mt 13,32). No faltará quien ande buscando fechas,
o grupos cristianos haciendo cálculos, o adivinos, charlatanes y personas que asustan a la
gente, especulando en torno a ciertos meses, días y años (¿recuerdan ustedes, todo lo que
se dijo sobre el fin del mundo, a finales del año 2000?). Pues sencillamente no lo sabemos,
ni el mismo Jesús lo sabe. El Señor no responde a estas curiosidades y ocurrencias,
quitando, además, cualquier seguridad sobre el día señalado, como si pudiéramos dejar
para la víspera, lo que debemos hacer hoy.
Al no saber, entonces, cuándo sucederá todo esto, Jesús nos invita a la vigilancia
activa y serena, recurriendo a dos comparaciones: la de la higuera (Mc 13,28-29), y la del
hombre que se va y ausenta (Mc 13,33-36), para terminar diciendo: “estén atentos y
preparados” (v.37). En efecto, repitiendo el refrán: “estén prevenidos” (Mt 13,33.37), San
Marcos nos propone hoy una parábola: la del dueño de la casa, que al alejarse (simboliza
la “ausencia” de Cristo entre la primera y segunda venida), encarga a sus siervos (es decir,
a toda la comunidad), y al portero (vale decir, a los apóstoles, que tienen el poder de las
llaves), para que desempeñen su trabajo y respondan por él, cuando el dueño de casa
regrese de pronto (recordemos que los primeros cristianos esperaban que la venida del
Señor sucediera en breve). Mientras Cristo está físicamente ausente, su causa se nos
confía a nosotros (Mt 25,13-15. 24. 42; Lc 19,12-13).
El evangelio de este primer domingo de Adviento es, pues, una llamada a la
vigilancia, ya que no podemos calcular el fin de los tiempos, con la correspondiente venida
del Señor. Porque la vigilancia sería innecesaria, si todo lo tuviéramos “fríamente
calculado”: una fecha, un acontecimiento, etc. Vigilancia en este tiempo de Adviento y en
toda nuestra vida cristiana, significa que debemos asumir nuestras responsabilidades,
como las obligaciones que el dueño de casa (símbolo de Cristo), les impone a los criados
(es decir, a nosotros). Es una actitud de tensión y de esperanza firme, que prohíbe la
planificación humana de la vida, como si tuviéramos aquí, ya en este mundo, nuestra
morada definitiva. Es un esfuerzo para vivir expectantes, atentos, sin pereza o modorra,
sin dejarnos vencer por el sueño, la oscuridad y las tinieblas...
De allí que la preparación a la Navidad empieza hoy..., recordando a la vez que un
día se producirá nuestro nacimiento a la vida eterna, en el momento en que venga “el
Dueño de la casa”, es decir, Jesucristo resucitado y glorioso. Debemos estar preparados
para cuando Él llegue. Esta es la invitación de la Iglesia, como espera activa, fiel y de
servicio en la Iglesia, ante el Señor, que un día ha de venir en gloria, y al que también
esperaremos en la próxima Navidad, fiesta de gozo y salvación.
“Preparen los caminos del Señor”
7 de diciembre 2014
Hemos llegado al segundo domingo de Adviento y dos figuras muy importantes del
tiempo del Adviento, encontramos en la Biblia: el profeta Isaías y Juan el Bautista, pues
anuncian y preparan la venida del Señor. Recordemos que, en medio de crisis y
desesperanzas, los profetas mantenían encendida la esperanza del pueblo de Israel. De allí
que, en estos domingos de Adviento, los textos de la primera lectura de la misa dominical
son anuncios mesiánicos, que han de ayudarnos a nosotros también a aguardar a Cristo.
Pero, para entender bien la primera lectura de hoy, vamos a repasar un poco la historia
bíblica.
Han pasado casi 200 años desde la muerte del profeta Isaías. El reino de Judá (al
sur de Palestina), había perdido poder y había sido desterrado en Babilonia (años 587- 539
a. C). Pero Babilonia y su imperio tenían sus días contados. Ciro, rey de los persas, venció
a Astiages, rey de los medos, tomó Babilonia y se proclamó rey de reyes y señor de
señores. En aquellos años (550-539 a. C.), otro profeta, quizá discípulo lejano del profeta
Isaías de Jerusalén, al que llamamos “Segundo Isaías”, se dirige en nombre del Señor a los
judíos que, como él, vivían desterrados en Babilonia.
Sus palabras, recogidas en los 15 capítulos que van del 40 al 55 del libro de Isaías
(Is 40-55), están cargadas de esperanza: “Consuelen, consuelen a mi pueblo, dice tu
Dios…” (Is 40,1). Es aquí donde tenemos que ubicar la primera lectura de hoy (Is 40,1-5.911). Pues bien, el Segundo Isaías se abre con este grito de consuelo a un pueblo que gime
y sufre en el destierro. Y anuncia que ese exilio está a punto de terminar.
Es el anuncio feliz de la visita de Dios, que pone en movimiento a los desterrados,
como en un nuevo éxodo. El profeta ve al Señor caminando delante de su pueblo, en
marcha hacia la patria definitiva. Siglos más tarde, Juan el Bautista repetirá a sus
compatriotas estas palabras del Señor, para mover a los corazones del pueblo judío a la
conversión, poco antes de llegar Cristo (Mc 1,1-8). Por eso, en el tiempo del Adviento, la
Iglesia nos hace oír este vibrante mensaje, con el que comenzó el “Libro de la consolación
de Israel”, como también es llamado el Segundo Isaías (Is 40-55).
Destaquemos algunos elementos del texto: varias veces Dios invita a “consolar” a
su pueblo, porque en el destierro, la gente se sentía desconsolada por su situación (ver
Lam 1,9; Ez 37,11). Por eso, el Señor invita también a hablarle al corazón del pueblo (es
decir, convencerlo), de que terminó su cautiverio, su castigo y su sufrimiento (vv.2-4).
Luego, se oye una voz que grita: “Preparen en el desierto un camino para el Señor” (Is
40,3).
La voz no sabemos de quién viene. Lo importante es que la Palabra de Dios se pone
en movimiento hasta llegar a sus destinatarios. La frase del texto de Is 40,3, está
ligeramente modificada en el texto de Marcos: “una voz grita en el desierto”, para
presentar a Juan, el heraldo de la salvación (Mc 1,2-3). “La gloria de Dios” es la presencia
del Señor, su grandeza y su salvación, que conduce a los desterrados en su camino hacia la
liberación.
La ciudad de Jerusalén, a la que se le anuncia el fin de sus sufrimientos (Sión, en el
versículo 9), se convierte en el heraldo o mensajera de la buena nueva de la salvación, a
todos los habitantes de Judá. Y grita que viene el Señor, presentado, por una parte, como
un guerrero victorioso que rescata al pueblo de sus enemigos y, por otra, como un pastor
bueno y cariñoso, en especial con los débiles y marginados.
El Evangelio de San Marcos comienza con una especie de prólogo (Mc 1,1-13) o
introducción, dentro del cual ubicamos el texto del Evangelio de hoy (Mc 1,1-8). En él, se
nos presenta el anuncio de la Buena Nueva de Jesucristo, Hijo de Dios, que es el tema
central de su evangelio: presentar la persona y la obra de Cristo como Hijo de Dios (ver
también Mc 15,39), su identidad que poco a poco se irá revelando a lo largo de este
Evangelio (que lo escucharemos en todo el año 2015, del ciclo B de la liturgia),
comenzando con la persona de Juan el Bautista, uno de los personajes claves de este
tiempo de Adviento.
En los versículos siguientes tenemos la misión de
Juan el Bautista (Mc 1,1-3), su predicación (Mc 1,4), su
éxito (Mc 1,5), y la forma como vive (Mc 1,6), para
terminar con el anuncio de la llegada de Jesús. Juan
aparece aquí como el profeta que viene a cumplir las
esperanzas mesiánicas del pueblo de Israel y abrir así
tiempos nuevos. En el texto evangélico de hoy,
encontramos varias citas del Antiguo Testamento: Éx
23,20; Is 40,3 y Mal 3,1, que le sirven al evangelista San
Marcos para presentar a Juan como precursor de Cristo. Su
predicación se realiza en el desierto, el lugar de la prueba,
del encuentro con Dios y de la peregrinación del pueblo de
Israel, en los tiempos del éxodo. Desde allí, Juan lanza su
mensaje de conversión y llamamiento a la purificación,
dirigido a todo el pueblo judío, que gustoso lo escucha y acoge su apremiante llamada que
es decisiva y determinante, porque es la última llamada de Dios.
Esto lo reafirma su forma de vestir, que recuerda al profeta Elías (2 Rey 1,8), el
gran profeta de Israel, que debía de hacerse presente en los comienzos de los tiempos
mesiánicos (ver Mal 3,22-24; Mc 9,11-13), Juan es el profeta Elías de los tiempos
definitivos, el heraldo anunciado por Isaías (Is 40,3), y el que anuncia a su vez, a Jesucristo,
el Mesías esperado, que bautizará con toda la fuerza y el poder del Espíritu Santo, como
era anunciado por los profetas del antiguo Israel (Mc 1,8; Is 9,6; 11,2; 42,1; 61,1).
Los textos bíblicos de este domingo insisten en esa actitud de espera y preparación
(ver también el domingo anterior). El Señor viene a nosotros, vino en su nacimiento hace
más de dos mil años, vendrá al final de los tiempos y viene cada día, en nuestra vida
cotidiana. Pero, para poder descubrir y experimentar su presencia, es necesario un
terreno preparado. Que el mensaje y la predicación de San Juan Bautista, nos ayude a
“allanar sus caminos”, como preparación a la celebración de la Navidad del Señor.
Juan, el testigo de la luz
14 de diciembre 2014
En este tercer domingo de Adviento, la Iglesia nos presenta a Juan el Bautista como
el testigo de la luz, que es Cristo, la Palabra encarnada del Padre, que ha venido al mundo
como luz en las tinieblas (Jn 1,6-8.19-28). Ante su venida, hoy la Iglesia nos invita a
alegrarnos y a prepararnos para su llegada en la celebración de Navidad
El profeta al que llamamos “Tercer Isaías”, distinto del Segundo Isaías (ver texto
anterior), y cuyos vaticinios los encontramos en Is 56-66, invita a la comunidad judía
recién llegada del destierro de Babilonia, a vivir en la esperanza. Y no era para menos: los
recién llegados veían con asombro las ruinas y los escombros de la ciudad santa de
Jerusalén, sintiendo que las promesas de Dios difícilmente se podían cumplir, en especial,
las promesas del Segundo Isaías, lo que leíamos en la 1ª lectura del domingo anterior (ver
Is 40,1-5.9-11).
Por eso, la ciudad en ruinas será transformada y convertida en un centro de
peregrinaciones y a ella acudirán todos los pueblos de la tierra. Es una realidad muy dura
con la que se enfrentan estos pobres judíos: pobreza, tristeza, desaliento… a causa del
destierro. Por eso, el profeta se dirige al pueblo, en especial, a los marginados, para darles
las buenas noticias, de que pese a su difícil situación, pueden, con la ayuda de Dios, salir
adelante. Y les dice que el Señor no los abandona.
Aunque las dificultades los desalienten, el Señor ha fortalecido a su pueblo, “lo ha
revestido de ropas de salvación”, le ha hecho retornar a su tierra y así como está, hace
germinar los frutos, pues quien hace germinar la justicia y la alabanza es el Señor. El texto
en sus comienzos nos presenta la vocación del profeta, que es ungido y consagrado por el
Espíritu Santo, para llevar la buena nueva a los pobres y para salvar al pueblo de todas sus
esclavitudes y sufrimientos (Is 61,1-2.10-11)
Sabemos que el texto se ha cumplido plenamente con Jesucristo que, en la
sinagoga de Nazaret, anunció la llegada de los tiempos mesiánicos en su persona, su vida y
sus signos a favor de los humildes de Nazareth (ver Lc 4,16-21). Que Él es el Mesías
llamado por Dios a evangelizar a los pobres y que cumple a plenitud las promesas del
Señor a favor de Israel (Lc 4,21).
En la 2ª lectura de hoy domingo, vemos cómo el apóstol San Pablo invita a la
comunidad de Tesalónica a la fidelidad (1 Tes 5,16-24). La vida de la comunidad
presentaba algunas dificultades: problemas con los animadores de la comunidad, pleitos,
desánimos, falta de fe y desórdenes sexuales. Es una comunidad que se ha convertido del
paganismo a la fe cristiana (1 Tes 1,9), que ha dejado los ídolos, sus dioses, para seguir al
Dios verdadero, pero que le cuesta desprenderse del todo de sus tradiciones antiguas, de
su legado cultural. Al parecer, la exigencia de la comunidad, no era del todo satisfactoria
para muchos que se sentían desilusionados.
Es por eso que san Pablo les llama la atención. Reconoce que ha sido una
comunidad que se ha esforzado por seguir a Jesús, que posee el Espíritu del Resucitado,
pero que puede dar más… El Apóstol los invita a estar alegres, a orar constantemente, a
no dejarse desanimar. No se trata de rechazar todo lo que viene de afuera y que les
impide la vida de comunidad. Se trata de examinar todo y quedarse con lo bueno. Les
llama a ser fieles y a continuar en el camino que han emprendido. No hay que dejarse
desanimar por los problemas que siempre habrá; se trata de ser fieles al camino
comenzado y vivirlo con alegría, pues estamos convencidos de que es el camino de la
felicidad.
El Evangelio de San Juan, nos presenta el testimonio de Juan el Bautista, el gran
profeta del Adviento y precursor de Cristo (Jn 1,6-8.19-28). La lectura nos introduce
diciendo que este es el testimonio de Juan y luego nos cuenta que de Jerusalén, los
dirigentes judíos enviaron delegados para preguntarle si él era el Mesías. La respuesta de
Juan es ambigua: si bien no se reconoce como Mesías, tampoco se reconoce como Elías
que habría de venir. Sí se reconoce como aquel que clama en el desierto, para preparar la
venida del Mesías. Su respuesta provoca una pregunta lógica en los emisarios judíos: “Si
no eres… entonces ¿Por qué bautizas?” Y su respuesta es parecida a la primera. El
bautismo de agua es un bautismo purificador, si se quiere externo, pero quien vendrá a
Israel traerá un bautismo que purificará a todo el ser humano y ante el cual, el bautismo
de Juan es sólo un anticipo.
Es claro que la figura de Juan el Bautista tenía gran importancia para las primeras
generaciones cristianas. Además de homologarlo con el profeta Elías, muchos de los
seguidores de Juan pertenecieron a las primeras comunidades cristianas. Por otra parte,
fue muy crítico ante el poder dominante de los romanos y de Herodes Antipas, lo que le
llevó a la muerte. Fue un hombre que supo entregarse a su misión y que supo ver en aquel
futuro que se avecinaba, los tiempos esperados como tiempos de salvación.
Jesús es la luz verdadera, que viene a
iluminarnos, capaz de alumbrar nuestras vidas, a
veces tan oscuras. Su luz está a punto de llegar. Esta
es la gran noticia del Adviento. Pero mucha gente, a
lo mejor quienes más la necesitan, no se da ni
cuenta, entre tantas luces y propaganda de la
Navidad consumista y comercial, ya que se ponen a
encender bombillos y luces por aquí y por allá, sin
saber que Alguien, como Cristo, es la auténtica luz…
(Jn 8,12)
Preguntémonos este domingo: ¿Cómo podemos ser nosotros testigos de esta Luz?
¿Cómo dar a conocer la Buena Nueva de que está llegando? La Navidad, pese a sus
contradicciones, es un tiempo que facilita a muchos alejados reencontrar algún punto de
contacto con su fe medio olvidada y descuidada, y eso se debe aprovechar. Sabemos que
no es fácil. El mismo Juan el Bautista se sentía interpelado por todas partes y él mismo
reconocía: “Yo soy la voz que grita en el desierto”. Porque la luz no puede permanecer
escondida… ¡Ha de ser manifestada a todos! (Mt 5,14-16).
“He aquí la esclava del Señor”
21 de diciembre 2014
Ya casi vísperas de la celebración del misterio de la Navidad, la protagonista de la
Palabra de Dios y de la liturgia de hoy, es María Santísima, que fue preparada por Dios y se
preparó ella misma, para recibir a su Hijo amado Jesús. Por eso es una figura clave en este
tiempo de Adviento. Y va muy bien que lo sea, porque precisamente ella es modelo y
ejemplo de las actitudes cristianas propias de Adviento. Hace casi dos semanas, en la
fiesta de su Inmaculada Concepción, también centrábamos nuestra atención en María y
ese día escuchábamos y meditábamos el mismo Evangelio de hoy (Lc 1,26-38). Pero en
este domingo el tono de la celebración es distinto: hoy veremos cómo María acoge la
Palabra de Dios en su corazón.
La 1ª lectura, tomada del Segundo libro de Samuel, nos cuenta que deseando el
rey David construirle una casa al Señor, Dios le dirigió su palabra por medio del profeta
Natán, para decirle que no sería él quien edificaría la casa de Yahvé, sino al contrario: Dios
mismo le hará una casa a David (ver Sam 7,1-14). Como era común y corriente en aquellos
tiempos, la palabra “casa” se entendía de varias maneras, como templo, morada,
descendencia o dinastía. De forma que la profecía de Natán anuncia una descendencia
para David, de parte de Dios.
Es decir, la permanencia de su linaje sobre el trono de Israel. Esta es la primera
promesa que hace el Señor a David y que la tradición posterior interpretará en relación
con el Mesías, como hijo y descendiente de David. Estas palabras, la primitiva Iglesia las
entendió en relación con Jesús, el verdadero Mesías. De allí que san Mateo y san Lucas se
esfuerzan por presentar, en sus genealogías, a Jesús como descendiente de David (Mt 4,117; Lc 3,23-28), y varias veces a Jesucristo se le llama “hijo de David” (Mt 20,29-31; 21,9;
22,41-46). Jesús es el Mesías esperado, en Él se cumplen las promesas de Dios hechas a su
pueblo (2 Sam 7,1-5.8-11.16).
La 2ª lectura, tomada de la Carta de Pablo a los Romanos (Rom 16,25-27), nos
presenta una oración de alabanza a Dios, una doxología, con la que concluye toda la carta.
La oración está dirigida a Jesucristo, en el cual se revela el misterio de Dios, que había
estado oculto por siglos, pero que ahora, gracias a la Escritura y a la predicación del
mismo Jesucristo, fue dado a conocer a todos, en especial, a los paganos para la
obediencia de la fe. El texto termina con una bendición tomada de las costumbres judías.
Reconocemos que el misterio oculto por los siglos, es Jesús mismo que ahora nos revela el
rostro del Padre y que se convierte en salvación, para todos los hombres y mujeres de
este mundo.
En el Evangelio de este domingo,
escuchamos el texto tan conocido de la
anunciación a María (Lc 1,26-38). El
anuncio de su maternidad, por parte del
ángel Gabriel, convierte a María es
discípula y evangelizada, pues escucha la
Palabra de Dios, es capaz de reconocer que
la acción de Dios pasa por los más
pequeños, los pobres y los humildes. María
era una muchacha sencilla y pobre, de un
pueblo perdido al norte de Israel, Nazaret,
que, en la práctica, no contaba para nada,
no era tenido en cuenta y estaba situado
fuera del margen de las instituciones judías
(ver Jn 1,46). Recibe el anuncio del ángel,
que en un principio la sorprende, pero que
sabe reconocer la acción y la presencia de
Dios en este anuncio. Ella le dice “sí” a Dios.
A diferencia de Zacarías, el esposo de
Isabel, el signo que pide no nace de la
incredulidad, sino de la necesidad de poner por obra las palabras del ángel (ver Lc
1,18.34).
San Lucas pone de manera consecutiva el anuncio a Zacarías (Lc 1,8-20), y el
anuncio a María (Lc 1,26-38), para poner de manifiesto que la acción de Dios se manifiesta
fuera del templo, es decir, del lugar sagrado, en medio de los pobres, los marginados y los
humildes, como lo era María, que estaba excluida en aquella sociedad, sencillamente por
ser mujer (y no varón), por ser pobre y además, una jovencita. Precisamente en ese lugar
de marginación y de exclusión como era Nazaret, una aldea sencilla y perdida en tierras de
Galilea y en aquella situación de marginación y de pobreza de sus gentes, entre ellos la
Virgen María, es donde el proyecto de Dios se hace posible para poder dar fruto, gracias al
sí de María y de todos aquellos que se identifican con ella.
El niño que ha de nacer es el Salvador, el Mesías, el Hijo o descendiente de David,
anunciado a éste, su antepasado (ver 2 Sam 7,12-14). Siendo un hombre como él, los
hombres y mujeres hemos de ser semejantes a Dios. Pero no lo hace en contra de la
voluntad humana. María, con su generoso sí al proyecto del Padre, introduce a Jesús en la
historia humana y en la historia de su pueblo, cuando Él se hace “carne” (Jn 1,14).
Por medio de María, Dios realiza sus planes de salvación, cuando ella acepta el plan
que el Señor le propone. La encarnación de Hijo de Dios es posible, porque halla en María
un corazón bien dispuesto. En este sentido, la madre de Jesús es modelo y ejemplo de
todos los cristianos, abiertos a la acción de la Palabra eficaz de Dios: “hágase en mí, según
tu palabra”, le responde al ángel, en especial a Dios Padre. Ella es la mujer de la Palabra, la
escucha, la hace suya, está atenta, la discierne y la acepta. Como enseña el Papa emérito
Benedicto XVI, en su Carta sobre la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia (Verbum Domini
27):
Ella (María), desde la Anunciación hasta Pentecostés, se nos presenta como mujer
enteramente disponible a la voluntad de Dios. Es la Inmaculada Concepción, la “llena de
gracia” por Dios (cf. Lc 1,28), incondicionalmente dócil a la Palabra divina (cf. Lc 1,38). Su
fe obediente plasma cada instante de su existencia, según la iniciativa de Dios. Virgen a la
escucha, vive en plena sintonía con la Palabra divina; conserva en su corazón los
acontecimientos de su Hijo, componiéndolos como en un único mosaico (cf. Lc 2,19.51).
Que, como ella, en estos días de Adviento y Navidad, sepamos acoger a la Palabra
de Dios, escucharla, estar atentos y a discernir los planes de Dios en nuestras vidas.
Acojámosla, como un día María recibió al Niño Jesús, en la noche de su nacimiento.
Fiesta de la Sagrada Familia
28 de diciembre 2014
Dentro del ciclo de Adviento, Navidad y Epifanía, en especial, después de haber
celebrado el misterio del nacimiento del Señor, el recién pasado 25 de diciembre, nuestra
mirada se dirige, este domingo, al “portal en vivo” de la Sagrada Familia de Nazaret, en la
cual vivió Jesús, desde niño. Y con él, a sus padres, a María y a José. Celebramos, pues, la
fiesta de la Sagrada Familia, que nos recuerda cómo Jesús tuvo necesidad de nacer y
desenvolverse en el seno de una familia, como las tenemos nosotros, por lo general. La
Navidad es una celebración eminentemente familiar, donde, bajo su abrigo, podemos vivir
las enseñanzas que se desprenden de la Palabra de Dios, en este domingo navideño.
En la primera lectura de hoy (Gén 15,1-6; 21,1-3), el pasaje nos presenta una doble
escena. En la primera, el patriarca Abrahán se encuentra en su tienda, siendo de noche y
tiene una visión de Dios, quien se le presenta como escudo y recompensa, invitándolo a la
confianza. Pero Abrahán se queja, ya que se siente estéril y otro será su heredero y no el
hijo que Dios mismo le había prometido (ver Gén 11,30; 12,4). El Señor afianza su
promesa, haciéndolo salir y mirar las estrellas, como signo de su fecundidad (Gén 22,17).
Abrahán cree a la palabra del Señor, es decir, pone su confianza en Dios, ya que la fe se
realiza creyendo en las promesas del Señor (ver Rom 4,3). Esa confianza en Dios es
reconocida como garantía.
Por eso, el texto salta al cumplimiento de la promesa, cuando el Señor hace posible
su maternidad. Nace por fin Isaac, el hijo de la promesa y cuyo nombre significa “risa”, o
también, en boca de Sara, que exclama: “¡Dios me ha hecho reír y todos los que lo oigan,
reirán conmigo…!” (Gén 21,6).
El pasaje de la segunda lectura de hoy, de Heb 11,8.11-12.17-19, el autor quiere
poner de manifiesto la fe de Abrahán, ya presentada en el texto de Gén 15 que hemos
visto, una fe que lo hace salir de su tierra, dejándolo todo, para ir a la tierra de sus
descendientes. Sólo la fe y la esperanza hicieron que tanto a Abrahán como a su esposa,
se pusieran en movimiento, pues ambos creyeron en el Dios de las promesas, pese a la
esterilidad de Sarahy y a la vejez que, aparentemente, estaba contra ellos. Incluso hasta
casi perder a Isaac, cuando estuvo a punto de ser sacrificado (ver Gén 22,1). La lectura de
este bello texto de la Carta a los Hebreos, pone de manifiesto el caminar de la fe de los
antepasados, que supieron fiarse del Señor, con la seguridad firme de que Dios tiene
poder incluso para devolver la vida a los muertos.
Seguidamente, para entender el hermoso texto de este domingo de la Sagrada
Familia, destaquemos en el pasaje de la presentación del Señor las siguientes ideas:
“Cuando llegaron los días de la
purificación…” ¿De quién o de quiénes? El
evangelista San Lucas no lo tiene claro. Es
evidente que de María y no de José (ver Lev
12,4.6). De forma que, en este “despiste
lucano”, el interés no se centra en la
purificación de María, sino en la presentación
de Jesús (Lc 2,22-23.27), que aparece como el
verdaderamente “Santo” (v.23), es decir, el
Consagrado a Dios, el verdadero “nazireo” o
consagrado (ver Mt 2,23, Núm 6,10), por el que
se ofrece al Señor el sacrificio de dos tórtolas o
pichones (Lev 12,8; Lc 2,24). Un nazireo era un hombre o mujer israelita que se
consagraban a Dios por un tiempo o de por vida, siguiendo una serie de prescripciones o
ritos, según el libro de los Números (ver Núm 6,1-21).
El texto, pues, habla de la “purificación”, no de María ni de José, sino del pueblo de
Israel, en el sentido del texto de Jn 2,6: con Cristo, todo es renovado, purificado y
transformado (ver Jn 2,13-22). Entrando en el templo para ser consagrado a Dios, Jesús
“purifica” al pueblo judío, del que Jerusalén y su templo son símbolos. Allí, en el templo,
en brazos del anciano Simeón, éste saluda en el niño Jesús, la salvación de Dios y la gloria
de Israel (v.30-32).
Como en su oportunidad en Belén, en la primera Nochebuena, el niño Jesús se
manifiesta a los pobres y a los sencillos, representados por Simeón y por Ana, la profetisa
dedicada por entero al servicio de Dios. El anciano bendice a los padres y anuncia a María
la señal de contradicción que será su Hijo (cuando llegue a ser adulto), para el pueblo de
Israel. Y, sabemos, esto fue una constante en la vida de Jesús: “quien no está conmigo,
está contra mí y el que no recoge conmigo, desparrama” (Lc 11,23). Siempre encontró
admiración, cariño, acogida y aprecio en el pueblo, como también oposición, rechazo y
persecución, especialmente en los dirigentes judíos (Lc 19,47; Jn 12,44-50).
María sufrirá por “la espada que atravesará su alma”. Es decir, la palabra de Dios
(Is 49,2, Sab 18,15), la Palabra que es su Hijo y la palabra misma de Cristo, que es como
espada de doble filo (Ap 2,12.16; 19,15.26; Heb 4,12). Ella, como creyente y discípula de
su Hijo, se “enfrenta” y se deja penetrar por la palabra de Cristo, pues acoge y guarda los
acontecimientos en torno a Él (Lc 2,19.51), aun cuando esto le podía acarrear sufrimientos
(Lc 2,48-51). Gozo y dolor, aceptación y crecimiento (Lc 8,15), avanzando en la
peregrinación de la fe, en medio de las pruebas y oscuridades, son como una espada que
atraviesa el corazón de María. Concluye el Evangelio con la vuelta a Nazaret de esta
familia tan singular y el desarrollo del niño Jesús en la oscuridad y sencillez de este
pueblito, en el seno del hogar de sus padres, después de haber cumplido las normas de la
ley mosaica, con la colaboración de sus padres y de sus cuidados paternales. Como vemos,
el niño Jesús es introducido en la fe de Abrahán y formará parte de la gran familia de los
creyentes.
La familia que nace de la encarnación y nacimiento del Hijo de Dios, es una familia
en la que Dios es nuestro Padre, y Cristo es el
hermano que nos hermana a todos los demás.
Por eso, la familia está convocada, en estos días
tan familiares, en torno a la mesa para
participar, como cada domingo, del banquete
del Reino de Dios, del banquete de los
hermanos, que es la Eucaristía, la celebración de
la Iglesia doméstica, que es nuestra familia y de
la Iglesia universal, local, parroquial, etc. Que
todos los hogares sigan el ejemplo y las
enseñanzas de Jesús, María y José, en estos
bellos días de Navidad, celebrados y disfrutados “en familia”.
“Hemos visto su estrella”
4 de enero 2015
Celebramos en este primer domingo de enero, la solemnidad de la Epifanía,
manifestación o revelación de Cristo, el Hijo de Dios nacido de María, el Mesías de los
judíos y la Luz de los pueblos. El Señor se ha revelado y hoy queremos que el Evangelio de
san Mateo de esta celebración (Mt 2,1-12), junto con las lecturas de la Palabra de Dios de
la liturgia, ayude a todos ustedes a captar el mensaje de la Palabra. Para ello, les invitamos
a buscar las lecturas en sus Biblias, o en los textos bíblicos de la misa de este día, para que
vivamos sus enseñanzas.
El texto de la 1ª lectura de este domingo, es de Is 60,1-6. Lo debemos ubicar
dentro de los capítulos 60 al 62, y que constituyen el núcleo del mensaje del llamado
“Tercer Isaías” (Is 55-66), un profeta anónimo que profetizó en Jerusalén, durante el
tiempo de la reconstrucción del templo y de la ciudad de Jerusalén (años 537- 500 a. C).
En el pasaje citado, la ciudad santa aparece bellísima y radiante, el lugar de la
manifestación del Señor a todos los pueblos no judíos y a los pobres, como los
destinatarios de la salvación que ofrece el Señor. Además, aparece revestida de luz y,
hacia ella caminan, como un río inmenso, todos los pueblos en peregrinación, a modo de
romería.
“A tu luz caminan los pueblos y los reyes al resplandor de tu aurora... todos se
reúnen y vienen a ti, tus hijos llegan de lejos, a tus hijas las traen en brazos”. La intuición
del profeta es novedosa y de un valor teológico fundamental en la revelación bíblica.
Enseña que el Dios de Israel es el Dios de todos los pueblos. Por su parte, el salmo
responsorial de este día (Sal 71), proclamado en la liturgia de la Palabra, muestra el
cumplimiento en Jesucristo, de las esperanzas de un Rey manifestado y adorado por los
reyes (o los pueblos) paganos (ver Núm 24,17; Is 49,23), en especial, los versículos 10-15,
que encajan muy bien con el misterio que hoy celebramos. Por eso, demos gracias a Jesús
que hoy se nos manifiesta y exclamemos con la Iglesia en este domingo: “Se postrarán
ante ti Señor, todos los pueblos de la tierra…”
El profeta había anunciado el lugar del encuentro de todos los pueblos de la tierra
con el Señor (1ª lectura de Is 60,1-6). Ahora, este encuentro se realiza en Jesucristo, nos
enseña san Pablo en la 2ª lectura de hoy (Ef 3,2-6). En efecto, “desde ahora ha sido
revelado por el Espíritu... que también los paganos son coherederos” (de las promesas
recibidas por Israel), “miembros del mismo cuerpo” (el cuerpo de Cristo: la Iglesia como
comunión de comuniones), “y partícipes de la misma promesa” (el reino, la plena y
definitiva comunión con Dios, con los pobres y entre nosotros), “en Jesucristo” (lugar de
comunión: unidad en la diversidad, muchos y unos a la vez), “por el Evangelio”.
El autor presenta al Apóstol Pablo como un instrumento de la revelación de Dios,
“del misterio que no había sido manifestado a los hombres” (Ef 3,2-3.5-6), que
precisamente consiste en reunir a todos los pueblos de la tierra en un mismo lugar, la
única asamblea de Cristo, su Iglesia. La asamblea eucarística se expresa (siendo muchos y
diferentes), en un “solo Cuerpo” (el de Cristo Resucitado), y, a la vez, une, en un mismo
lugar, el futuro y el presente con el origen.
Por su parte, el texto del Evangelio de hoy, por lo demás bellísimo, es toda una
página de teología, de fuerte sabor oriental y muy rica en símbolos (Mt 2,1-12). San Mateo
nos ubica en el tiempo (cuando Herodes era rey de Judá) y en el lugar (Belén), donde
nació Jesús. El texto del profeta Miqueas, del versículo 6 (ver Miq 5,1), en el centro de
todo el relato y nos ofrece la clave cristológica: Belén es la ciudad en la que, según las
profecías, debía nacer el Mesías. Jesús es presentado como el Rey Mesías, descendiente
del rey David, oriundo de Belén. Sin embargo, la narración está presentada con base de la
doble reacción, delante de la
revelación
de
la
dignidad
mesiánica de Cristo: la búsqueda
valiente y perseverante de los
sabios de Oriente y el miedo o
desconfianza del rey Herodes y de
toda la ciudad de Jerusalén (v.3).
El destino del Rey Mesías se
presenta paradójico desde el
principio, a través de las actitudes
de los personajes y de los grupos:
los sabios o magos, guiados por la estrella, llegan al lugar del nacimiento del Mesías
(Belén), después de haber consultado las Escrituras. Herodes y los jefes de Jerusalén, pese
al testimonio de la Escritura, no llegan a conocer el mesianismo de Jesús. La alarma de los
judíos, la convocación de los maestros o escribas, el interrogatorio al que son sometidos
los magos, nos hace pensar en el juicio inicuo que sufriría Jesús, años más tarde en
presencia del Sanedrín (ver Mt 26,57-68).
En el presente relato, Mateo resume el rechazo que sufre Jesús por parte de los
suyos (tema fundamental de su Evangelio), y la aceptación, por otra, de los paganos al
Evangelio y su mensaje, simbolizados en los magos. Por otra parte, el relato está
construido con ricos elementos simbólicos de la Biblia y del ambiente judío, que
acompañaban las narraciones de nacimientos de personajes famosos: la aparición de una
estrella o luz reveladora, la reacción hostil de ciertas personas, la liberación del
protagonista, etc. Los sabios o magos del relato, son personajes de pueblos lejanos,
dedicados al estudio de la astrología.
Los regalos que ellos ofrecen al Niño, son propios del “descendiente de David”. En
este homenaje se expresa, de acuerdo a las antiguas profecías, el reconocimiento
mesiánico de los pueblos
llegados de lejos (1ª lectura).
Los magos, que simbolizan a los
pueblos no judíos o paganos,
venidos del mundo de la cultura
y de la sabiduría que busca a
Dios con corazón sincero,
experimentan “una inmensa
alegría” (Mt 2,10). Es el gozo
mesiánico que se difundía entre
los paganos, cuando entraban a
nformar parte de la Iglesia de Cristo, en los comienzos de la predicación evangélica (Hech
13,48).
En resumen: la Epifanía o manifestación de Cristo, es la gran fiesta del
universalismo de la salvación: Dios ha llamado a todos los seres humanos de todos los
pueblos, a participar de la novedad mesiánica traída por Jesús. Que los textos de la
Palabra de Dios y la celebración de la Eucaristía, nos hagan reflexionar sobre el misterio
que hoy celebramos.
“Tú eres mi hijo amado”
11 de enero 2015
Normalmente el domingo que sigue a la fiesta
de la Epifanía del Señor, es dedicado en la Iglesia a
celebrar el bautismo de Cristo y, a la vez, señala la
culminación de todo el ciclo de la manifestación del
Señor (Adviento, Navidad y Epifanía). Es también el
domingo que da paso al tiempo durante el año,
llamado también Tiempo Ordinario. Hoy celebramos
ese momento importante de la vida de Jesús, cuando
es bautizado por Juan Bautista, en las aguas del
Jordán, cuando el Espíritu desciende sobre Él,
ungiéndolo para su tarea mesiánica y cuando el Padre Celestial lo proclama como su hijo
amado y predilecto (Mc 1,7-11).
En la primera lectura, tomada del profeta Isaías (Is 42,1-7), escuchamos el llamado
“Primer cántico del Siervo del Señor”, un poema en el cual se habla de un “siervo”,
especialmente llamado y elegido por Dios, en el que podemos pensar en Ciro, rey de los
persas que, en aquel momento histórico de la vuelta de los desterrados, permitió a los
judíos el regreso a su tierra (ver Is 45,1, en el que Ciro es llamado “mesías” o “ungido del
Señor”). Lo cierto es que este siervo puede significar un profeta o el mismo pueblo de
Israel. Con el paso del tiempo, la figura del Siervo se interpretó en sentido mesiánico,
como figura anticipada de Cristo. Por eso, en las palabras que Dios Padre pronuncia en el
bautismo de su Hijo, resuenan las primeras palabras de este cántico (ver Is 42,1, Mc 1,11).
Llama poderosamente la atención el carácter universalista de la misión de este
siervo: será enviado al pueblo elegido, pero las naciones (llamadas aquí “las islas”), es
decir, aquellos países desconocidos por Israel, también serán iluminadas por su luz y para
ellas también establecerá el derecho y las leyes divinas, derecho y leyes que en nuestra
lectura, están a favor de los pobres y de los oprimidos. Podemos darnos cuenta cómo
estas profecías se han cumplido plenamente en Jesucristo, Ungido del Padre (ver Lc 4,1421).
Con el salmo responsorial (Sal 28), este día la Iglesia alaba a Dios, que se manifiesta
en el fragor de la tormenta. A su voz, que sacude con su ímpetu las fuerzas de la
naturaleza, responde Israel y también la Iglesia, con su alabanza litúrgica en una sola
palabra “¡Gloria!”, en este día en que Dios se manifestó, en la teofanía del bautismo de su
Hijo.
En la segunda lectura, tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles (Hech
10,34-38), se nos presenta un fragmento del discurso de Pedro en la casa del centurión
Cornelio, un oficial del ejército romano destacado en Palestina, a quien Dios ha querido
dar a conocer la Buena Nueva de Jesucristo. Así se cumplen las palabras del profeta Isaías:
no sólo a los judíos sino también a los paganos, a todos los seres humanos sin distinción
alguna, está destinada la salvación. Es Jesús de Nazaret quien la trae, como paz, salud y
liberación, es decir, como redención. Ese Jesús, a quien Juan bautizó en el río Jordán y a
quien Dios ungió, es decir, llenó completamente con la fuerza creadora y salvadora de su
Espíritu Santo.
Durante todo este año litúrgico, la Iglesia nos presentará al evangelista San Marcos
en la lectura del Evangelio dominical. Este evangelista escribió su obra con la finalidad de
revelar la auténtica identidad de Jesús. Ya lo vemos en la introducción de su Evangelio:
“Comienzo de la Buena Noticia de Jesucristo, Hijo de Dios”. De hecho, el título “Hijo de
Dios” aparece 6 veces en su Evangelio (Mc 1,1.11; 5,6; 9,7; 14,61; 15,38), en los mismos
comienzos del ministerio de Jesús con su bautismo, como también en las tentaciones o
pruebas que tuvo que pasar (Mc 1,9-13). En este domingo, nos detendremos en el
acontecimiento del bautismo de Jesús, pues, cuando es bautizado, sólo Jesús oye la voz
del Padre quien le dice: “Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco” (Mc 1,11).
Como vimos en el segundo domingo de Adviento, Juan el Bautista anunciaba la
llegada inminente del Mesías, que es Jesús, quien llega al río Jordán para ser bautizado. El
texto de Mc 1,7-11 evoca una serie de textos del Antiguo Testamento, que hablan de un
elegido de Dios, un profeta o siervo especial, ungido por el Señor. También de un hijo
adoptivo de Dios en sentido mesiánico (ver Gén 22,2; Éx 2,11; Is 11,2; 42,1, 63,11.19, Sal
2,7).
Ese siervo, hijo predilecto o profeta es Jesús, que cumple plenamente las
esperanzas del Antiguo Testamento, cuando al sumergirse en las aguas del Jordán, los
cielos se rasgan (ver la 1ª lectura del Primer Domingo de Adviento, de Is 63,16-17.19;
64,2-7), para poner de manifiesto que Dios se comunica con los seres humanos; que su
palabra se oye resonar (en este caso para proclamar la filiación de su Hijo), y su profunda
identidad: el Hijo amado, que es ungido por el Espíritu Santo.
Jesús el Mesías acreditado por Dios, se hace solidario con la humanidad pecadora,
siendo hombre tan “humano” como nosotros. El breve texto de San Marcos pone el
acento en la revelación divina, de la cual solamente Jesús fue testigo. Encontramos en ella
la clave para descifrar el Evangelio de Marcos: Jesús, el Hijo predilecto, es elegido para
salvar al mundo, aceptando la misión del Siervo descrito por Isaías (ver 1ª lectura de hoy).
Desde ese momento, al final de su vida oculta, Jesús se dedicará a revelar a Israel y
al mundo su condición mesiánica, de Hijo amado del Padre y de Siervo. Fiel a Dios y en
obediencia plena a Él, ofrecerá su vida como Hijo, para que nosotros, por la aceptación de
fe y el bautismo, obtengamos esa misma condición de hijos adoptivos y amados del Padre
Celestial. Por eso, con San Marcos, podemos exclamar este domingo:
“Hoy el cielo ha roto su silencio, el Espíritu ha vuelto a moverse sobre las aguas, la
voz de Dios se ha dejado oír de nuevo. Ha tenido lugar la revelación que la voz desde el
cielo le ha dirigido a Jesús, presentándolo como el Hijo amado del Padre y el Espíritu lo ha
invadido y penetrado en profundidad, en todo su ser. De forma que hoy Jesús ha
descubierto su profunda relación filial con el Padre Celestial. Los únicos protagonistas son
Él y Dios. Nadie más… Porque ese misterio es invisible e inaccesible a todos nosotros”.
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