s. XVII-XVIII Barroco

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INDÍCE
Página
1- Europa I:
A- Textos de Crítica:
TEXTO 1:
HAUSER ARNOLD, Historia social de la literatura y del arte, vol. II, Ed. Guadarrama, Madrid, 1974
TEXTO 2:
TAPIE VICTOR L., Barroco y clasicismo, Ed. Cátedra, Madrid, 1991
TEXTO 3:
BIALOSTOCKI JAN, Estilo e iconografía, Ed. Barral Editores, Barcelona, 1973
TEXTO 4:
ARGAN GIULIO, El concepto del espacio arquitectónico, Ed. Nueva Visión, Bs. As., 1973
TEXTO 5:
WITTKOWER RUDOLF, Sobre la arquitectura en la edad del humanismo, Ed. Gustavo Gili,
Barcelona, 1979
B- Textos de Época:
TEXTO 1:
FUENTES Y DOCUMENTOS PARA LA HISTORIA DEL ARTE; Barroco en Europa, edición a cargo de J. Fernández Arena y B. Bassegoda i Hugas, Ed. Gustavo Gili, Barcelona,
1983
4
9
34
44
53
66
Página
2- Europa II: España
A- Textos de Crítica:
83
TEXTO 1:
HERNANDO, JAVIER: Arquitectura en España, 1770-1900, Ed. Cátedra, S.A., Madrid, 1989
TEXTO 2:
FERNÁNDEZ ARENAS, JOSË: Renacimiento y Barroco en España, Colección "Fuentes y Documentos para la Historia del Arte", Editorial Gustavo Gili, S.A., Barcelona, 1982 (INCLUIDO EN MODULO II)
TEXTO 3:
DÍAZ-PLAJA, FERNANDO: La vida cotidiana en la España del Siglo de Oro, Crónicas de la historia,
Editorial EDAF S.A., Madrid, 1994
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1
3- América:
TEXTO 1:
RAMÓN GUTIERREZ, Arquitectura y urbanismo en Iberoamérica (CAPÍTULOS 6 y 7)
Ed. Cátedra, S. A.,1983, Madrid (INCLUIDO EN MODULO II)
TEXTO 2:
Pedro Rojas, Historia general del arte mexicano, Época colonial, Editorial Hermes, S. A.,
México – Buenos Aires, 1963 (INCLUIDO EN MODULO II)
TEXTO 3:
Damián Bayón, Sociedad y arquitectura colonial sudamericana. Una lectura polémica, Colección Arquitectura y Crítica, Editorial Gustavo Gili, S.A.España (INCLUIDO EN MODULO II)
TEXTO 4:
Historia de la vida privada en la Argentina, País antiguo. De la colonia a 1870, Tomo 1, bajo la dirección de Fernando Devoto y Marta Madero, 1999, Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S.A. Buenos Aires
98
4- Listado de obras
107
5- Bibliografía complementaria
109
6- Fichas de obras
111
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Europa I
Textos de Crítica
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3
Historia social de la literatura y del arte
Arnold Hauser
Volumen II
Ediciones Guadarrama Colección Universitario de Bolsillo Punto Omega. Madrid, 1974
El concepto del barroco
El Manierismo correspondió como estilo artístico a un sentido de la vida escindido, pero igualmente extendido por todo el Occidente; en el Barroco se exterioriza una mentalidad en sí más homogénea, pero que en los
diversos países cultos de Europa adopta formas diferentes. El Manierismo fue, como el Gótico, un fenómeno
europeo general, aunque se limitó a círculos mucho más estrechos que el arte cristiano del Medioevo; el Barroco
comprende, por el contrario, esfuerzos artísticos tan diversificados, los cuales surgen en formas tan varias en los
distintos países y esferas culturales, que parece dudosa la posibilidad de reducirlos a un común denominador. No
sólo el Barroco de los ambientes cortesanos y católicos es completamente diverso del de las comunidades culturales burguesas y protestantes; no sólo el arte de un Bernini y un Rubens describe un mundo interior y exteriormente distinto del de un Rembrandt y un Van Goyen. Incluso dentro de estas mismas dos grandes corrientes
estilísticas se marcan otras diferencias tajantes. La más importante de estas ramificaciones secundarias es la del
Barroco cortesano y católico en una dirección sensual, monumental y decorativa "barroca" en el sentido tradicional, y un estilo "clasicista" más estricto y riguroso de forma. La corriente clasicista está presente en el Barroco desde el principio y se puede comprobar como corriente subterránea en todas las formas particulares de este
arte, pero no se hace predominante hasta 1660, en las especiales condiciones sociales y políticas que caracterizan
a Francia en esta época. Junto a estas dos formas fundamentales del Barroco eclesiástico y cortesano hay en los
países católicos una corriente naturalista que aparece automáticamente al comienzo de este período estilístico, y
que tiene sus representantes especiales en Caravaggio, Louis Le Nain y Ribera, pero que más tarde impregna el
arte de todos los maestros importantes. Gana finalmente en Holanda el predominio, lo mismo que en Francia, el
clasicismo, y en estas dos direcciones se expresan de la manera más pura los supuestos sociales del arte barroco.
Desde el Gótico se fue haciendo cada vez más complicada la estructura de los estilos artísticos; la tensión entre los contenidos psicológicos se hizo de día en día mayor, y de acuerdo con esto los diversos elementos
del arte se conforman cada vez más homogéneamente. Antes del Barroco se podía, desde luego, decir siempre si
la intención artística de una época era en el fondo naturalista o antinaturalista, integradora o diferenciadora, clásica o anticlásica; pero ahora el arte no tiene ya carácter unitario en este sentido estricto, y es a la par naturalista
y clásico, analítico y sintético. Somos testigos del contemporáneo florecimiento de direcciones artísticas completamente opuestas, y vemos que personas como Caravaggio y Poussin, Rubens y Hals, Rembrandt y Van Dyck
militan en campos completamente diferentes.
La denominación del arte del siglo XVII bajo el nombre de Barroco es moderna. El concepto fue aplicado en el siglo XVIII, cuando aparece por primera vez, todavía exclusivamente a aquellos fenómenos del arte que
eran sentidos, conforme a la teoría del arte clasicista de entonces, como desmesurados, confusos y extravagantes.
El clasicismo mismo estaba excluido de este concepto, que siguió siendo el dominante casi hasta el fin del siglo
XIX. No sólo la posición de Winckelmann, Lessing y Goethe, sino también la de Burckhardt, se orienta en el
fondo según los puntos de vista de la teoría neoclásica. Todos rechazan el Barroco a causa de su "falta de reglas", de su "capricho", y lo hacen en nombre de una estética que cuenta entre sus modelos al artista barroco que
es Poussin, Burckhardt y los puristas posteriores, como, por ejemplo, Croce, que son incapaces de liberarse del
racionalismo frecuentemente estrecho del siglo XVIII, perciben en el Barroco sólo los signos de la falta de lógica
y de tectónica, ven sólo columnas y pilastras que no sostienen nada, arquitrabes y muros que se doblan y retuercen como si fueran de cartón, figuras en los cuadros que están iluminadas de modo antinatural y que hacen gestos antinaturales como en la escena, esculturas que buscan superficiales efectos ilusionistas, cuales corresponden
a la pintura, y que, como se subraya, debían quedar reservados a ésta. La experiencia del arte de un Robin —
debería pensarse— habría de bastar ya en sí para aclarar el sentido y valor de tales esculturas. Pero las salvedades contra el Barroco son, en general, también salvedades contra el Impresionismo, y cuando Croce truena contra el "mal gusto" del arte barroco, representa a la vez prejuicios académicos contra el presente.
El cambio en la interpretación y valoración del arte barroco en el sentido actual, hazaña que fue realizada
principalmente por Wölfflin y Riegl, sería inimaginable sin la admisión del Impresionismo. Ante todo las
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categorías wölfflinianas del Barroco no son sino la aplicación de los conceptos del Impresionismo al arte del
siglo XVII, es decir; a una parte de este arte, pues lo inequívoco del concepto del Barroco lo compra el mismo
Wölfflin al precio de dejar en sus consideraciones en lo esencial intacto el clasicismo del siglo XVII. Tanto más
cruda es la luz que a consecuencia de esta unilateralidad cae sobre el arte barroco no clásico. A ello hay que
adscribir que el arte del siglo XVII aparezca para él casi exclusivamente como antítesis dialéctica del arte del
XVI, y no como su continuación. Wölfflin subestima la significación del subjetivismo en el Renacimiento y la
sobrestima en el Barroco. Comprueba en el siglo XVII el comienzo de la intención artística impresionista, de la
"más capital desviación que conoce la historia del arte", pero, desconoce que la subjetivización de la visión
artística del mundo, la transformación de la "imagen táctil" en "imagen visual", del ser en parecer, la concepción
del mundo como impresión y experiencia, la comprensión del aspecto subjetivo como lo primario, y la
acentuación del carácter transitorio que lleva en sí toda impresión óptica, se completan ciertamente en el
Barroco, pero son ampliamente preparadas por el Renacimiento y el Manierismo. Wölfflin, a quien las premisas
extraartísticas de esta imagen dinámica del mundo no le interesan y que comprende todo el transcurso de la
historia del arte como una función cerrada y casi lógica, pasa por alto, con las condiciones sociológicas, el
verdadero origen del cambo de estilo. Pues aunque es completamente exacto que un descubrimiento como, por
ejemplo, el de que una rueda girando, para la impresión subjetiva, pierde sus rayos, contiene una imagen del
mundo nueva para el siglo XVII, no hay que olvidar que la evolución que lleva a este y otros descubrimientos
semejantes comienza ya en la época gótica con la disolución de la pintura de ideas simbólicas y su sustitución
por la imagen de la realidad siempre más pura ópticamente, y está en relación con el triunfo del pensamiento
nominalista sobre el realista.
Wölfflin desarrolla su sistema apoyado en cinco pares de conceptos, de los que cada uno contrapone un
rasgo renacentista a otro barroco, y que, con la excepción de una sola de estas antinomias, señalan la misma
tendencia evolutiva de una concepción artística más estricta a otra más libre. Las categorías son: 1ª, lineal y
pictórico; 2ª, superficial y profundo; 3ª, forma cerrada y forma abierta; 4ª, claridad y falta de claridad; 5ª,
variedad y unidad. La lucha por lo "pictórico", esto es, la disolución de la forma plástica y lineal en algo movido,
palpitante e inaprensible; el borrarse los límites y contornos para dar la impresión de lo ilimitado,
inconmensurable e infinito; la transformación del ser personalmente rígido y objetivo en un devenir, una
función, un intercambio entre sujeto y objeto, constituye el rasgo fundamental de la concepción wölffliniana del
Barroco. La tendencia desde la superficie hasta el fondo expresa el mismo sentido dinámico de la vida, la misma
resistencia contra lo permanente y contra todo lo fijado de una vez para siempre, contra lo delimitado; con ello el
espacio es concebido como algo que se va haciendo in fieri, como una función. El medio preferido por el
Barroco para hacer sensible la profundidad espacial es el empleo de primeros planos demasiado grandes, de
figuras que se acercan al espectador en repoussoir, y de la brusca disminución en perspectiva de los temas del
fondo. El espacio gana así no sólo un carácter ya de por sí movido, sino que el espectador siente, a consecuencia
de la elección demasiado cercana del punto de vista, que la espacialidad es una forma de existencia dependiente
de él y por él creada. La inclinación del Barroco a sustituir lo absoluto por lo relativo, lo más estricto por lo más
libre, se manifiesta, sin embargo, con la máxima intensidad en la preferencia por la forma "abierta" y atectónica.
En una composición cerrada, "clásica", lo representado es un fenómeno limitado en sí mismo, cuyos elementos
están todos enlazados entre sí y referidos unos a otros; en este aspecto nada parece ser superfluo, ni tampoco
faltar. Las composiciones atectónicas del arte barroco producen, por el contrario, siempre un efecto más o menos
incompleto e inconexo; parece que pueden ser continuadas por todas partes y que desbordan de sí mismas Todo
lo firme y estable entra en conmoción; la estabilidad que se expresa en las horizontales y verticales, la idea del
equilibrio y de la simetría, los principios de superficies planas y ajustamiento al marco pierden su valor. Siempre
un lado de la composición es más acentuado que el otro, siempre recibe el espectador en lugar de los aspectos
"puros", de frente y de perfil, las visiones aparentemente casuales, improvisadas y efímeras. "En última instancia
—dice Wölfflin— existe la tendencia a presentar el cuadro no como un trozo de mundo que existe por sí, sino
como un espectáculo transitorio en el que el espectador ha tenido precisamente la suerte de participar un
momento... Se tiene interés en hacer aparecer el conjunto del cuadro como no querido"... La intención artística
del Barroco es, en otras palabras, "cinematográfica"; los sucesos representados parecen haber sido acechados y
espiados; todo signo que pudiera delatar interés por el espectador es borrado, todo es representado como si fuera
aparente voluntad del acaso. A este carácter improvisado corresponde también la relativa falta de claridad de la
representación. Las frecuentes y a veces violentas superposiciones, las diferencias de tamaño en
desproporcionada perspectiva, el abandono de las líneas de orientación dadas por los marcos, la discontinuidad
de la materia pictórica y el tratamiento desigual de los motivos son otros tantos medios de dificultar la
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abarcabilidad de la representación. Una cierta participación en el creciente desvío contra lo demasiado claro y
evidente le trae sin duda consigo la propia evolución, dentro de una cultura artística, en continuo despliegue de
lo sencillo a lo complicado, de lo claro a lo menos claro, de lo manifiesto a lo oculto y velado. Todo público que
se hace más ilustrado, más entendido en arte, más pretencioso, desea este realce de excitantes. Pero junto al
estímulo de lo nuevo, difícil y complicado, se expresa aquí también ante todo el afán de despertar en el
contemplador el sentimiento de inagotabilidad, incomprensibilidad, infinitud de la representación, tendencia que
domina en todo el arte barroco.
En todos estos rasgos se exterioriza, frente al arte clásico, el mismo impulso hacia lo suelto, lo ilimitado,
lo caprichoso. En una sola de las características estilísticas estudiadas por Wölfflin, en la del afán de unidad; se
expresa una acrecida voluntad de síntesis, y con ello un principio más estricto de composición. Si el desarrollo
transcurriera según una lógica unívoca, como supone Wölfflin, la inclinación a lo pictórico, espacialmente profundo, atectónico y no claro, estaría ligada a una tendencia a lo vario, a la acumulación y coordinación de los
motivos. Pero en realidad el Barroco muestra casi por todas partes en sus creaciones la voluntad de síntesis y
subordinación. En este aspecto —que Wölfflin descuida señalar— es continuación del arte clásico del Renacimiento, no su antítesis. Ya en el primer Renacimiento se podía observar, frente a la composición por adición de
la Edad Media, un afán de unidad y subordinación; el racionalismo de la época halló su expresión artística en la
indivisibilidad de la concepción y en el carácter consecuente de la disposición. Sólo si el espectador no tenía que
cambiar su punto de vista, es decir, su criterio de verdad natural, durante la recepción de la obra, podía, según la
opinión dominante, surgir una ilusión. Pero la unidad en el arte del Renacimiento era simplemente una especie
de coherencia lógica, y la totalidad de sus representaciones era nada más que un agregado o una suma de pormenores en la que todavía se podían reconocer los distintos componentes. Esta relativa autonomía de las partes
desaparece en el arte barroco En una composición de Leonardo o Rafael los elementos se pueden gozar todavía
aislados; en una pintura de Rubens o Rembrandt, en cambio, ningún detalle tiene sentido por sí solo. Las composiciones de los maestros del Barroco son más ricas y complicadas que las de los maestros del Renacimiento, pero
son a la vez más unitarias, están llenas de un aliento más amplio, más profundo, más ininterrumpido. La unidad
en ellas no es un resultado a posteriori, sino la condición previa de la creación artística; el artista se acerca con
una visión unitaria su objeto, y en esta visión se hunde finalmente todo lo particular e individual. Ya Burckhardt
reconoció un rasgo esencial del Barroco en que cada una de las formas es presentada en su propio sentido, y
Riegl acentúa repetidas veces la falta de importancia y la "fealdad", es decir, la falta de proporción de los pormenores en las obras del arte barroco. Lo mismo que el Barroco en la arquitectura prefiere las ordenaciones colosales, y allí donde, por ejemplo, el Renacimiento separaba cada uno de los pisos con organización horizontal, realizada con filas corridas de columnas y pilastras, también se esfuerza principalmente en subordinar los pormenores
a la conformación de los motivos principales y en dirigir el vértice de la representación a un efecto único. La
composición pictórica resulta así dominada muchas veces por una única diagonal o una mancha de color; la forma plástica, por una única curva; la pieza de música, por una voz que domina en solo.
Wölfflin quiere reconocer en la evolución de lo estricto a lo libre, de lo simple a lo complicado, de la
forma cerrada a la abierta, un proceso histórico-artístico típico, que vuelve a repetirse siempre en el mismo tono.
La historia estilística del Imperio romano, del Gótico tardío, del siglo XVII y del Impresionismo son para él fenómenos paralelos. En estos casos siempre, según su idea, sigue a un clasicismo, con su rigidez formal objetiva,
una especie de barroco, es decir, un sensualismo subjetivo y una disolución de las formas más o menos radical.
La polaridad de estos estilos le parece a él que es precisamente la fórmula fundamental de la historia del arte. Si
es posible en alguna parte, aquí, piensa él, debe tratarse de una regla de la historia universal, de una periodicidad
del desarrollo en su conjunto. Y de este retorno de estilos artísticos típicos saca él sus tesis de que en la historia
del arte domina una lógica interna, una necesidad propia e inmanente. El método antisociológico de Wö1fflin
lleva a un dogmatismo antihistórico y a una construcción de la historia completamente arbitraria. El "barroco"
helenístico, el medieval tardío, el impresionista y el propiamente barroco tienen en realidad sólo los rasgos comunes contenidos en sus momentos de semejantes premisas sociales. Pero aun si en la sucesión de clásico y
barroco hubiera que ver una ley general, nunca se podría explicar por razones inmanentes, es decir, puramente
formales, por qué la evolución en un determinado momento camina desde lo estricto a lo libre y no de lo estricto
a lo más estricto. No existe ninguna de las llamadas "cumbres" en la evolución; se alcanza una altura y sigue una
inflexión cuando las condiciones generales históricas, esto es, sociales, económicas y políticas, terminan su desarrollo en una dirección determinada y cambian su tendencia. Un cambio estilístico sólo puede ser condicionado
desde fuera; no existe ninguna necesidad interna.
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Al arte clásico de la época barroca no pueden aplicársele la mayoría de las categorías wölfflinianas.
Poussin y Claudio de Lorena no son ni "pictóricos" ni "oscuros", ni la estructura de su arte es atectónica.
También la unidad de sus obras es distinta del exagerado afán de unidad, voluntariamente hipertenso,
violentamente arrebatado, de un Rubens. ¿Pero es que puede hablarse todavía de una unidad estilística del
Barroco? De un "estilo de época" unitario, que domine en toda ella, propiamente no se podría hablar nunca, pues
en cada momento hay tantos estilos diversos cuantos son los grupos sociales que producen arte. Incluso en
épocas en las que la producción artística principal se apoya en una única clase cultural, y de las que nada más
nos ha quedado el arte de esta clase, habrá que preguntar si las creaciones artísticas de otros grupos no habrán
sido sepultadas o perdidas. Sabemos, por ejemplo, que en la Antigüedad clásica, junto a la elevada tragedia,
había un mimo popular, cuya importancia era seguramente mucho mayor de lo que se podría creer fundándose
en los fragmentos conservados. También en la Edad Media las creaciones del arte profano y popular deben de
haber sido más importantes, en comparación con el eclesiástico, de lo que permiten suponer las obras llegadas a
nosotros. La producción artística no era, incluso en esta época de predominio no compartido de una clase, del
todo unitaria, y mucho menos lo era en un siglo como el XVII, cuando ya existen varios círculos culturales
orientados de manera completamente diversa en el aspecto social, económico y religioso, los cuales plantean al
arte tareas a menudo completamente diversas. Los objetivos artísticos de la Curia de Roma eran esencialmente
distintos de los de la corte monárquica de Versalles, y lo que tenían entre sí de común una y otra no puede en
absoluto ponerse al lado de la voluntad artística de la calvinista y burguesa Holanda. Sin embargo, se pueden
señalar algunos rasgos comunes. Pues aparte de que el desarrollo que promueve la diferenciación espiritual
siempre sirve a la integración, al facilitar la difusión de los productos culturales y las mutuas influencias entre las
distintas zonas culturales, una de las más importantes creaciones de la época barroca, la nueva ciencia natural y
la nueva filosofía orientada sobre esta ciencia, era desde el primer momento internacional; el sentido general del
mundo que en ella se expresaba dominó también en las diferentes clases en que se dividía la producción artística.
La nueva visión del mundo basada en la ciencia natural partió del descubrimiento de Copérnico. La doctrina de que la Tierra gira alrededor del Sol, en lugar de considerar, como hasta entonces, que el Sol gira alrededor de la Tierra, cambió definitivamente la tradicional posición señalada por la Providencia al hombre en el Universo. Pues tan pronto como la Tierra no se juzgase el centro del Universo, el hombre no podía ya significar el
sentido y finalidad de la creación. Pero la doctrina copernicana no significaba sólo que el mundo cesara de girar
alrededor de la Tierra y de los hombres, sino que aquel ya no tenía ningún centro, y estaba constituido por otras
tantas partes iguales y de igual valor, cuya unidad se mostraba única y exclusivamente en la general validez de
las leyes de la Naturaleza. El Universo era, según esta doctrina, infinito, y, sin embargo, unitario; un sistema de
mutuas influencias; algo continuo, organizado según un principio propio, para una conexión vital orgánica; un
mecanismo ordenado y en buen funcionamiento: una máquina de reloj ideal, para hablar con la época. Con la
concepción de la ley natural, que no conoce ninguna excepción, surgió el concepto de una nueva necesidad,
completamente distinta de la teológica. Pero con ello estaba conmovida no sólo la idea del arbitrio de Dios, sino
también la del derecho del hombre a la divina misericordia y a participar en la existencia supramundana de Dios.
El hombre se convirtió en un factor pequeño e insignificante en el nuevo mundo desencantado. Pero lo más curioso fue que, ante esta nueva situación, adquirió un sentimiento nuevo de confianza en sí mismo y de orgullo.
La conciencia de comprender el Universo, grande, inmenso, implacablemente dominador, de poder calcular sus
leyes y con ello de haber vencido a la Naturaleza, se convirtió en fuente de un ilimitado orgullo hasta entonces
desconocido.
En el mundo homogéneo y continuo en que se había transformado la antigua realidad dualista cristiana
apareció, en lugar de la antigua visión del mundo antropocéntrica, la conciencia cósmica, esto es, la concepción
de una infinita interdependencia de efectos, que abarcaba en sí al hombre y también la última razón de la existencia de éste. El sistematismo ininterrumpido del Universo era inconciliable con el concepto medieval de Dios,
de un Dios personal existente fuera del sistema del Universo; en cambio, una visión inmanentista del mundo, que
había disuelto el trascendentalismo medieval, reconocía sólo una fuerza divina que actuaba desde dentro. Esto,
como doctrina desarrollada sistemáticamente, era nuevo, pero también el panteísmo, que formaba el compendio
de la nueva teoría, procedía, como la mayor parte de los elementos progresistas existentes en el pensamiento del
Renacimiento y del Barroco, de los inicios de la economía monetaria, de la ciudad de la Baja Edad Media, de la
burguesía y del nominalismo. "La creación del panteísmo europeo moderno —dice Dilthey— es obra de la revolución espiritual que sigue al siglo XIII y llena casi tres siglos". Al final de este desarrollo en lugar del temor
al Juez del Universo aparece el "estremecimiento metafísico", la angustia de Pascal ante el "silence éternel des
espaces infinis", el asombro ante el largo e incesante aliento que penetra el Todo.
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Todo el arte del Barroco está lleno de este estremecimiento, del eco de los espacios infinitos y de la correlación de todo el ser. La obra de arte pasa a ser en su totalidad, como organismo unitario y vivificado en todas
sus partes, símbolo del Universo. Cada una de estas partes apunta, como los cuerpos celestes, a una relación
infinita e ininterrumpida; cada una contiene la ley del todo; en cada una opera la misma fuerza, el mismo espíritu. Las bruscas diagonales, los escorzos de momentánea perspectiva, los efectos de luz forzados: todo expresa un
impulso potentísimo e incontenible hacia lo ilimitado. Cada línea conduce la mirada a la lejanía; cada forma
movida parece querer superar a sí misma; cada motivo se encuentra en un estado de tensión y de esfuerzo, como
si el artista nunca estuviera completamente seguro de que consigue también expresar efectivamente lo absoluto.
Incluso detrás de la tranquilidad de la vida diaria representada por los pintores holandeses se siente la intranquilizadora infinitud, la armonía siempre amenazada de lo finito. Esto es, sin duda, un rasgo unificador, pero ¿es
suficiente para poder hablar de una unidad del estilo barroco? ¿No resulta tan vano querer definir al Barroco por
este afán de infinitud, como querer derivar el Gótico simplemente del espiritualismo de la Edad Media?.
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Barroco y clasicismo
Victor L. Tapie
Ensayos Arte Cátedra, Ediciones Cátedra S.A., Madrid, 1991
Libro I
Capítulo II
Roma triunfante
1600: año jubilar y de relativa paz en el continente, va a arrastrar hacia Roma a multitud de peregrinos.
Bajo el pontificado de Clemente VII (1592-1605), el Papado puede evaluar los éxitos que en menos de cuarenta
años ha logrado en el mundo. Si bien la victoria de Lepanto, cuya memoria siempre se celebrará con resolución,
no marcó la caída del Islam y aunque la lucha entre la Media Luna y la Cruz se prolonga en pleno territorio húngaro a poca distancia de las fronteras del Imperio, el peligro de una invasión parece conjurado. La Santa Sede,
desde entonces, considera la conversión de Alemania, luterana o calvinista, con un realismo sin ilusión. Gracias
a la fidelidad de los príncipes se mantuvieron algunas posiciones, en Baviera y en las regiones alpinas (Estiria).
Pero lo que queda por hacer es inmenso. Los soberanos pueden prestar grandes servicios, pero son hombres
cambiantes o débiles y el Papado se abstiene de adoptar con respecto a ellos una actitud que podría limitar o
hipotecar para el futuro su propia libertad de maniobra.
En España reina el Rey cató1ico, pero la supremacía española en una parte de Italia presenta graves inconvenientes al situar a un numeroso clero italiano bajo la dependencia de Madrid. La alianza entre el Papa y el
Rey de España es una oportunidad; no debe convertirse en una norma. Por este motivo resulta favorable que otra
potencia católica, Francia, equilibre a la española y la principal preocupación de los Papas será prevenir cualquier conflicto entre ellas. Conflicto, que se llegará a evitar durante treinta y cinco años más y que, al declararse,
los Papas tratarán —sin éxito— de terminar lo mas rápidamente posible. Ya que, si la guerra se prolonga, se
romperá el equilibrio, y el soberano vencedor, sea cual fuere, experimentará la tentación de imponer su ley a
Europa y de hacer del Papa su capellán. Todavía no estamos en 1600. Por el contrario, se cuenta entonces entre
los éxitos más brillantes de la Iglesia la conversión al catolicismo del Rey de Francia, Enrique IV, el interés con
el que este príncipe, con su libertina vida privada y que podría ser escéptico si se tomara el tiempo de reflexionar, reivindica su papel de Muy Cristiano, el casamiento que concierta ese mismo año con María de Médicis,
princesa italiana y sobrina del gran duque de Toscana, la protección que concede a los Jesuitas, a pesar de las
resistencias de la opinión francesa. Paradoja si se quiere, pero realidad de hecho; a pesar del Edicto de Nantes,
promulgado dos años antes y que consolida al protestantismo en Francia, Enrique IV tranquiliza a Roma más de
lo que lo hizo el emperador Rodolfo, elevado en España.
Sin embargo, ¡cuantos estímulos al éxito proceden de fuera! El pontificado de Clemente VIII ha conocido, cuatro años antes, otra victoria. En Polonia se realizó la unión entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa
en Brest-Litvosk. Aunque conservando sus propios ritos, su liturgia y precisamente esa comunión calixtina tan
importante (de la que no se dejará de decir que fue la mayor dificultad para Alemania), los ortodoxos volvieron
al seno de Roma; resultado al que contribuyeron los Jesuitas, sobre todo dos: un italiano, Possevino, un polaco,
Skarga, patriota, si los hubo. Kiew va a convertirse en un centro de la reforma católica, en el que se reanudará la
enseñanza teológica y se imprimirán tratados y catecismos y cuya influencia (Kiew es una ciudad rusa) se irradiará hacia la vecina Rusia. Además, el mismo Possevino había negociado con Iván el Terrible. ¿Quién puede
decir que no se obtendrá la conversión de Rusia? No son quimeras: las dificultades no pueden dejar de ser grandes, pero el futuro es de los audaces.
Era necesario recordar estos hechos para apreciar mejor un factor importante de la atmósfera moral de
Roma a comienzos del siglo XVII: el justificado sentimiento de éxito, casi de triunfo que iba a ejercer su influencia sobre el desarrollo de las artes y las costumbres en los años siguientes.
La reacción de la Contrarreforma contra la sensualidad o el paganismo del Renacimiento es innegable y,
en parte, explica la austeridad de ciertos aspectos del arte, después del Concilio. Pero el suntuoso gusto del Renacimiento y de la antigua Roma no estaba agotado. Desde ese momento lo reanimaría un nuevo clima de gloria
en concordancia con los triunfos del Papado.
A fines del siglo XVI el arte en Roma presenta una dualidad de inspiración que no se tiene
suficientemente en cuenta, cuando se insiste en la severidad de la Contrarreforma o en el despertar del Barroco.
Sin conciliar los extremos, lo que domina la evolución de las artes, es la preocupación por aplicar normas bien
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definidas a condiciones nuevas, entre las cuales, como para el Gesú, la obligación de edificar rápidamente y las
necesidades funcionales son imperiosas.
Las obras de Vignola, que muere en 1573, de Palladio, muerto en 1580, y cuyos Cuatro libros de arquitectura datan de 1570, van a ejercer una influencia duradera en los constructores. Los artistas, en lo que respecta
a la técnica, se consideran discípulos del Renacimiento: los órdenes, las pilastras, los frontones curvados o triangulares, les proporcionan los elementos de los que sacan partido. Agreguemos que, al no ser en su mayoría romanos de origen, quizá una predilección religiosa los lleva a inspirarse en las iglesias florentinas. La nave única,
por influencia del Gesú, la planta de la cruz latina, la fachada de dos pisos superpuestos, otorgan sus caracteres
más frecuentes a las iglesias de la Contrarreforma. Les prestan regularidad y simplicidad.
Esta severidad de las fachadas romanas de la Contrarreforma no debe interpretarse como la única expresión del arte, ya que en esos mismos años la riqueza decorativa y la suntuosidad se manifiestan en las capillas de
Santa Maria Maggiore. Domenico Fontana otorga gran majestad al orden palladiano, en la fachada lateral de San
Juan de Letrám. Para fundir en un estilo nuevo las dos tendencias se encontró un artista: Carlo Maderno (1556i629), que llega a ser uno de los primeros maestros del Barroco, sin pensarlo y sólo porque buscaba una solución
a los problemas que se le planteaban. Era sobrino de Domenico Fontana y había trabajado junto a él en los años
fecundos del pontificado de Sixto V. (...)
Hay otro elemento del edificio religioso al que los arquitectos del siglo XVII acordaron su predilección:
la cúpula. El arte antiguo y el arte florentino habían transmitido los modelos: el Correggio le había dado más
prestigio todavía, decorándola en el interior con una pintura que parecía abrir perspectivas sobre el cielo y sobre
el mundo sobrenatural. Pero, en sí misma, la cúpula es un símbolo religioso y cósmico. Es al mismo tiempo la
imagen de la esfera celeste y la del Universo entero. Evoca, por su forma perfecta, la equidistancia de todos los
puntos al centro, el infinito y a Dios mismo. Sostenida por un tambor, más o menos alto, que la desprende de la
masa arquitectural, está rebordeada con nervaduras, esférica u ovoidal, rematada con una linterna o una linternilla que parece reproducir, en más pequeñas proporciones, el tambor y la cúpula misma.
La Roma barroca la adopta y su ejemplo es seguido en los demás países de Europa. En San Andrea della
Valle, Maderno levanta la cúpula más alta después de la de San Pedro; en Santa Maria Maggiore, a la cúpula con
que Dominique Fontana había coronado a la Capilla Sixtina (reformada por Sixto V) corresponde la cúpula de la
Capilla Paulina (la de Pablo V), realizada por Ponzio y Cigolo; San Carlo-ai-Catinari, en honor de San Carlos
Borromeo, en la suya, y también Santa Maria dei Monti, SS. Martina e Luca, en el Foro, en espera de las cúpulas
de Bernini, de Borromini, de Rainaldi; de modo que, en todos los barrios de Roma, en el transcurso del siglo, se
levantan cúpulas. Dan al paisaje de la ciudad un carácter tan particular que desde entonces allí donde el viajero
encuentra una iglesia con cúpula evoca el recuerdo de Roma. La cúpula, además, da a la vista una familiaridad
con la línea curva, afición que los arquitectos barrocos seguirán hasta la exageración. Por medio de ella hallaron
cautivadoras invenciones, que los partidarios de la regularidad les reprocharon despiadadamente.
Esta Roma del triunfo jubilar de 1600 y de los grandes encargos del Papa Pablo V, que le siguen, no sólo
estaba preocupada por problemas religiosos y construcciones de iglesias. Entre los cardenales de la familia Farnesio, se transmitía, de abuelo a nieto, la tradición de un mecenazgo. El hijo de Alejandro Farnesio, Eduardo, un
hombre muy joven, fue llamado después desde Parma a Roma, para recibir la púrpura en 1591. Fue a vivir en el
palacio de su familia. El alma de un joven prelado de la Contrarreforma no se cerraba completamente a las glorias de este mundo. Tan pronto como se instaló, Eduardo Farnesio pensó en decorar con frescos la galería y las
salas, tomando como tema los importantes hechos de la casa Farnesio. Pero, habituado desde su juventud a la
luminosa riqueza de Correggio y de los pintores venecianos, experimentaba poco gusto por el estilo un poco seco
y la falta de vuelo de los pintores toscanos y umbríos que recibían entonces los encargos en Roma. Hizo llamar a
tres artistas cuya reputación era grande en Bolonia, ciudad en la que habían fundado una Academia. Eran los tres
Carracci: dos hermanos, Anibal y Agustín, y su primo, Luis. Aníbal, el jefe del equipo, había admirado apasionadamente a Correggio en Parma y las obras de los venecianos. A través de ellos, el norte de Italia iba a tomarse
la revancha, en esa Roma en la que, en esa época, los más grandes artistas eran arquitectos y no pintores.
El cardenal Eduardo no mantuvo su proyecto de un himno a la gloria de su dinastía parmesana. Los Carracci desarrollaron poemas mitológicos en las bóvedas del palacio Famesio. Sin embargo, esta obra no anunciaba un arte nuevo, ni en su inspiración general, ni por las cualidades superiores de su realización: la perfección
del dibujo y la riqueza de la luz. Se vinculaba al Renacimiento, al de Rafael y Giulio Romano. Pero los Carracci
habían llevado a sus discípulos: Guido Reni y el Domenichino, que trabajaron con ellos. Más tarde llegó Guercino. Desde entonces Roma contaba con un equipo de grandes pintores, solicitados por los encargos más variados,
tanto para la decoración profana de los palacios como para la de las iglesias.
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En el primer género, La Aurora de Guido en el actual palacio Rospisgliosi, la de Guercino, en el casino
Ludovisi, que adoptó por ese motivo el nombre de Casino de la Aurora consagraron el éxito de una pintura culta, académica, de gran elegancia aristocrática.
La pintura de iglesia tomó otro carácter. Se sometió a los principios recordados por el Concilio. Quiso
ser una enseñanza. Celebró, no sin elocuencia, el sufrimiento aceptado por los mártires, la gloria, cuyo sacrificio
había pagado el Cielo. Estas fueron las grandes composiciones: la Crucifixión de San Pedro, de Guido; la Apoteosis de Santa Petronila, realizada por Guercino; la Ultima comunión de San Jerónimo, por Domenichino. Se
trata de obras bellas, exageradamente alabadas por las primeras generaciones que las vieron, y más tarde caídas
en un injusto descrédito.
Estos pintores boloñeses tenían al mismo tiempo oficio, facultades e inventiva. Sin duda, también alguna
convención en su búsqueda de lo patético. Pero eran sensibles a la profusión de obras, que la ciudad en la que
trabajaban ofrecía como espectáculo para sus reflexiones y su encantamiento. Los discípulos de los Carracci no
eludían, a causa de esto, la influencia de un pintor genial, cuyo estilo y las circunstancias habían hecho de él el
adversario y el enemigo de sus maestros: el Caravaggio. Este, un hombre de pueblo, apasionado y violento, de
formación incompleta, pero de un extraño poder, atraía por sus logros cuya calidad, la gente que sabía pintar no
podía desconocer. Era, como se dijo: "uno de los que mejor supieron evocar el duelo entre la luz y la sombra".
Pero desagradaba a cierta clientela por sus prejuicios por el realismo. Se comprende que escenas como el Enterramiento, la Muerte de la Virgen, el San Mateo destinado a la iglesia de San Luigi de'Francesi, hayan podido
contrariar, por su brutalidad, el refinado gusto de los medios aristocráticos. A algunos no les gustaba ver a la
Virgen o a los santos bajo esa apariencia popular. Pero era imposible que a otros los cuadros religiosos de Caravaggio no les parecieran admirables por las mismas razones. En sus rostros, marcados profundamente por el aire
libre y el esfuerzo cotidiano, los humildes reconocían sus dolores y esperanzas. Hasta su manera propia de expresar los sentimientos la reencontraban en las actitudes y los gestos de los personajes, cuyos modelos el pintor
había tomado en la calle sin forzarlos a posar en el estudio. La incomparable Madona de Loreto, compuesta en el
momento del jubileo de 1600, es sin duda, como Jean Delumeau lo demostró en un conmovedor comentario, un
documento histórico de primer orden sobre la vida de los peregrinos. Pero de los dos ancianos arrodillados ante
la Virgen que los acoge se desprende una poesía religiosa, una fe pura y verdadera.
En el movimiento religioso de la Contrarreforma, en el que existe la tentación de ver sobre todo Papas,
cardenales y teólogos, el pueblo humilde participaba brindando el apoyo de su adhesión y sus esperanzas. Ante
una obra religiosa de esta época, siempre es necesario pensar en el público al que estaba destinada: en número
superaba ampliamente al pequeño círculo de donantes.
Roma, a comienzos del siglo XVII no por un cambio súbito de opinión, sino por el progreso de un movimiento manifestado desde el Concilio, se había convertido, y así continuaría todavía durante mas de cien años,
en una ciudad de arte, centro de actividad artística. Ciudad cuya población crecía, en la que se planteaban, más
que en otra parte, problemas de urbanismo y de edilidad, cuya solución se buscaba y encontraba: era necesario
acondicionar calles y plazas, adornarlas, introducir agua potable y construir fuentes. Pero no era una ciudad como lo habían sido las del Renacimiento y como lo serían más tarde los puertos del gran comercio atlántico y las
ciudades de la época industrial. Por su utilización de entonces, era una ciudad de espectáculo religioso, lo cual
no quiere decir que sólo se llevaba una vida de oraciones y edificación. Por su aspecto, no era una ciudad de
penitencia y recogimiento, sino una ciudad de triunfo, a la que se acudía, desde lejos, para celebrar la victoria de
la Iglesia católica contra la herejía o el paganismo. Su magnificencia no sólo traducía las alegrías de esta victoria, siro que debía dar a los corazones e imaginaciones el reflejo de una magnificencia aun más grande, la del
Paraíso. Todo debía contribuir a ese fin. Inspiraba la obra de los artistas un genio diferente al del Renacimiento,
un orden de valores que daba prioridad no al hombre en este mudo, sino al hombre en función de los méritos
espirituales y en la conquista de la bienaventuranza eterna.
De este modo se formaba una atmósfera de entusiasmo, de portento, que alentaba en la búsqueda de un
arte diferente al del Renacimiento y en la que el equilibrio y la regularidad ya no debían ser las cualidades exclusivas. Se comprende entonces cómo pueden surgir y afirmarse tendencias que se convertirán por excelencia en
las del Barroco romano.
Pero eso sucedía en Roma, en la ciudad del Renacimiento y de lo antiguo. Aunque se habían condenado
algunos aspectos paganos del Renacimiento, no puede creerse que se renegó del Renacimiento y que no se
continuara conservando sus enseñanzas. La riqueza del Renacimiento en particular no parecía condenable en sí,
solamente derivaba en provecho de la Iglesia. El estilo de sus arquitectos y pintores no era en absoluto
menospreciado: sus obras perduraban a los ojos de todos y cada uno tenía libertad para inspirarse en ellas. Se
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podría decir otro tanto de la antigüedad. La Roma del siglo XVII no desdeñaba lo antiguo, lo anexaba. Con un
impudor que sorprende a nuestros espíritus, sometidos al respeto por la arqueología hasta el punto en que toda
modificación nos parece sacrílega, estaba dispuesta a transportar a otras partes una columna o a inspirarse en un
templo antiguo, lo mismo que en una cantera de piedra o una obra en construcción, pero esto era un abuso de
familiaridad y no descrédito de la obra antigua. Lo bello que habían hecho los paganos servía entonces para la
gloria de Dios, Emile Male, en el prefacio a las Eglises de Rome, ha recordado ingeniosamente que Bramante,
antes de levantar San Pedro, decía, simbólicamente, que colocaría la cúpula del Panteón sobre las bóvedas de la
basílica de Constantino. El historiador añadió a continuación que el Renacimiento era la antigüedad
engrandecida por el cristianismo. Cuando se oye a Bernini comparar con la Rotonda la capilla oval que imagina
para el Louvre, se reconoce en ese propósito su constante admiración por las obras antiguas.
Corresponde imaginar a la Roma de entonces bajo este aspecto de la realidad, convertida en un centro artístico. No sólo una ciudad en la que se quieren hacer cosas bellas y a la que se quiere hacer bella en sí misma,
sino la ciudad depósito de belleza, a la que se acude para conocer lo bello e inspirarse, sin pensar que esto se
logre de una sola manera.
En toda Europa se estableció la reputación de que Roma es el lugar más apropiado para la formación de
un artista. Y todos los que quieren crear se precipitan a ella. No para ajustarse de inmediato a la manera de Maderno, o más tarde a la de Bernini, para admirar la obra de Rafael o de Miguel Ángel o copiar los cuadros del
Domenichino, sino para ver, estudiar, aprender a conocerse a sí mismos. Todos pasaron por Roma: Rubens, Velázquez, Vouet. Pero Poussin y Claudio de Lorena se quedaron y prefirieron permanecer en Roma antes que en
cualquier otra ciudad. Esto prueba que en ese momento, en la misma Roma, se podía llegar a ser barroco o clásico. Por otra parte, los contemporáneos no empleaban ninguno de estos términos. Percibían en Roma dos corrientes que valoraban igualmente: la antigua y la moderna. Pero esta palabra tenía para ellos una acepción muy amplia, que se aplicaba al mismo tiempo al Renacimiento y al arte en plena elaboración. Se tenía el presentimiento,
desde comienzo de siglo, de que de este arte moderno se desprendía en Roma un estilo particular, que llevaba el
sello del ideal romano y de la sociedad de Roma en ese entonces, ya que en Francia se hablaba de monumentos a
la romana, pero todavía no captaban todas las virtualidades que esto contenía y que, tan rápido, iban a conducir a
Bernini y Borromini. Este arte, que merece, por su originalidad, un nombre particular y al cual se aplica el epíteto de Barroco, se desarrollará y difundirá en el resto de Europa y del mundo.
Libro II
Capítulo II
Francia entre el Barroco y el Clasicismo
La obra de Richelieu había asegurado a Francia más prestigio entre las naciones de Europa, más orden
en la sociedad, condición necesaria para el trabajo y el progreso económico. Pero, con objeto de mantener la
guerra fuera, el Cardenal había exigido de la nación un esfuerzo muy pesado. Para gobernar, había quebrantado
por la fuerza todas las oposiciones. Francia entera se había doblegado bajo su implacable despotismo. Pero seguía siendo una sociedad viva, compuesta por grupos diversos, cada uno de los cuales conservaba su individualidad, de provincias de sólido particularismo. Era imposible hacerle aceptar un estilo único, ya fuera en las letras o
en las artes. Durante mucho tiempo sólo se quiso ver una cosa en la literatura francesa de la época de Richelieu:
que anunciaba el Clasicismo. El Cardenal, al fundar la Academia francesa, ¿no había establecido la institución
que daría a conocer las reglas y juzgaba el valor de las obras? Actualmente se ha revisado esta interpretación: se
sacan a la luz las obras ajenas al Clasicismo, maravillándonos por su acento que todavía nos conmueve. Se
muestra la variedad de los géneros: poesía galante y poesía lírica, tragicomedia, farsa, novela pastoril y novela de
aventuras.
¿Se trata, pues, esta vez de un Barroco que precede al Clasicismo, en lugar de seguirlo? En realidad, este
Barroco se desprende de otro Clasicismo, el del humanismo y la Pléyade. Está influenciado por la literatura rebuscada y culta de España e Italia. Los personajes de la literatura italiana: los del Orlando furioso, así como los
de la Jerusalén libertada, se tornan familiares a todas las personas cultas. Pero no se aprecian menos que esas
grandes obras de la poesía preciosista de Marino, los cuarenta y cinco mil versos del Adonis. Se cree encontrar
en ellos el mismo clima de delicadeza, de gracia y encantamiento. Por otra parte, la mayoría de los escritores
franceses de la primera mitad del siglo XVII conoce el italiano: muchos residieron allende los montes.
En la arquitectura y las artes todo es yuxtaposición de gustos y tendencias: la inspiración gótica no está
agotada. El Renacimiento de Fontainebleau (e incluso un segundo Renacimiento de Fontainebleau, inspirado en
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la época de Enrique IV por los manieristas italianos), el Renacimiento clásico de Lescot, siempre proponen sus
enseñanzas. Las obras realizadas en la época de Richelieu son bellas, pero manifiestan eclecticismo. Francia es
la encrucijada en la que se encuentran las influencias llegadas de diversos puntos de Europa. Los artistas
flamencos son muy buscados: forman una pequeña colonia en París; se aprecia a los caravaggescos y a los
manieristas loreneses. Rubens decora la galería del Luxemburgo con un opulento poema monárquico y
mitológico. Simon Vonet, primer pintor del rey es un barroco, formado tras larga permanencia en Italia. Poussin,
a quien Luis XIII hizo regresar de Roma, adopta, quizá entonces, en los medios franceses que frecuenta, más
resolución para apartarse de un arte brillante y fácil y dar a su obra la calma y la armonía que harán de él el
maestro del Clasicismo. Lemercier, el arquitecto de Richelieu, como más tarde Mansart, se inspira en las iglesias
romanas para las bellas capillas con cúpulas: la de la Sorbona, más severa, y la del Val-de-Grâce, más rica y
animada. Parece que en los medios allegados a Richelieu, un grupo de partidarios de las normas, Sublet de
Noyers y sus amigos, los Fréart, buscaron y creyeron obtener la victoria de un orden regular sobre el gusto por
una ornamentación cargada, que era todavía el de la multitud, y sobre el placer de la invención, al que cedía un
arquitecto tan sabio como el padre Derand, autor de la fachada de Saint-Paul-Saint Louis.
Pero, cuando murió el Cardenal, ninguna de estas tendencias prevaleció, sobre las demás ni se impuso
como soberana. Al tomar Mazarino el poder después de él, se esforzó por cautivar a la opinión. Pensó que para
ello era necesario devolver la vida brillante y ligera a París, divertir a la capital. Estaba acostumbrado a esas
muchedumbres italianas que disfrutaban con las diversiones públicas y las fiestas. La palabra francesa nos expresa mal lo que significaba entonces la palabra italiana: la festa. Era un alborozo de toda la ciudad, que asistía a un
desfile de coches y caballos, a una cabalgata, a la llegada de grandes personajes, a un torneo, a juegos, a iluminaciones. No porque los franceses y los demás pueblos no conocieran los carruseles, los torneos, las justas y los
fuegos artificiales y porque no se complacieran en esos alardes. Sin embargo, los suyos eran algo más toscos y
más simples. Desde hacía mucho tiempo, los italianos habían logrado una mayor maestría en el género, ya que
habían adquirido una verdadera ciencia en la construcción de artefactos, se los llamaba tramoyas, que producían
efectos maravillosos. Los ingenieros habían buscado y encontrado, para las obras de asentamiento, la elevación
de las aguas y el desplazamiento de las masas, toda suerte de procedimientos que sustituían el esfuerzo del hombre por el de aparatos, permitiendo multiplicar los movimientos, los cambios de lugar, todo ello con notable rapidez. Habían generalizado el empleo del sistema biela-manivela para transmitir el esfuerzo entre dos organismos. Algunos de ellos habían explicado sus métodos en tratados como: Le livre des machines, de Valturio de
Rímini, que había contado, desde 1472, ediciones sucesivas en Venecia, en Verona, en Bolonia e incluso en París.
Se sabe que Leonardo de Vinci sentía verdadera pasión por las máquinas, en las que trabajaba sin cesar
para inventar algunas nuevas que pudieran moverse completamente solas por el juego de sus elementos y que
proporcionarían al hombre el medio para mantenerse en el aire o de desplazarse bajo el agua. Incluso se ha tratado de saber al respecto si buscaba proporcionar a los hombres el dominio del universo o si sólo se preocupaba
por dotar a las fiestas italianas de aparatos destinados a multiplicar los efectos de sorpresa e ilusión. En una época en la que las actividades técnicas se confundían, los italianos eran al mismo tiempo ingenieros de guerra, relojeros, decoradores, pirotécnicos y arquitectos. El número de estos técnicos era tan grande y su fama tan difundida
que se los veía empleados en todas las cortes y capitales italianas, desde Nápoles hasta Venecia, y los soberanos
extranjeros, hasta en Rusia, reclamaban sus servicios. Por medio de ellos se difundía el gusto por estos espectáculos en los que la escena del teatro se transformaba ante los ojos de los asistentes. En lugar del telón de fondo y
del decorado ordinario, que exigía por parte del público mucha buena voluntad para procurar ilusión, había perspectivas simuladas con tanto ingenio que la impresión de profundidad llegaba a ser perfecta y los grupos de personajes volaban y se desplazaban por el aire, sin que se pudiera sospechar la estratagema. Lo mismo que en las
cortes y los medios aristocráticos de Florencia, Roma, Parma, Módena, los círculos populares, sobre todo en
Venecia, eran muy aficionados a estas representaciones. La música contribuía con su seducción. El público italiano apreciaba una música matizada, viva, con numerosos y variados instrumentos, cada uno de los cuales con
su función y matices, y en las que las voces agudas de las sopranos daban al canto un carácter muy alejado de la
palabra y llegaban a realizar verdaderas proezas; un ritmo rápido, y el conjunto para producir un placer y una
turbación que verdaderamente transportaran a otro mundo. Algo muy sabio y muy sutil en los procedimientos
aplicados, pero cuyo resultado era un embeleso general. En todas las clases sociales, las disposiciones naturales
para la emoción artística se encontraban alertas y satisfechas. Las fiestas italianas, la música italiana, el teatro
italiano se convertían de este modo en ocasiones de alegría para un pueblo entero. Los placeres a los que las
demás naciones estaban acostumbradas no eran en comparación más que diversiones llenas de torpeza y pesadez.
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Mazarino, refinado aficionado del teatro italiano, quiso asegurar su éxito en París, donde la sociedad,
desde hacía más de medio siglo, era una apasionada del italianismo como para no saber con qué se complacían
allende los montes. Pero el Cardenal quería poner al público ante lo que éste solo conocía por su reputación, sin
lograr imaginarlo totalmente. El primer intento fue el de una obra de teatro con tramoyas que se había representado en Venecia en 1641, la Finta Pazza. Giulio Strozi había escrito su texto y el músico Sacrati compuso la
música. A decir verdad, no se trataba de una ópera ni de una comedia con música, era una "fiesta teatral", en la
que las transformaciones del escenario y los ballets tenían en la representación un papel tan importante como el
libreto o los instrumentos. El tema estaba sacado de la leyenda de Aquiles: el héroe disfrazado de mujer buscaba
huir para no casarse con la princesa Deidamia, a la que había seducido: pero ésta, fingiendo estar loca (Finta
pazza), conseguía enternecerlo. Un tema cuyo valor principal era el de proporcionar pretextos para los cantos,
los bailes y la sorpresa de los cambios de decorados. La Reina había solicitado tramoyistas, músicos y cantantes
al duque de Parma. Este le envió al mejor tramoyista de allende los montes: a Torelli, personaje muy renombrado, que había montado obras de teatro con gran éxito en Venecia y cuyas múltiples actividades como matemático, arquitecto, poeta y mecánico revelaban una naturaleza de las más dotadas. El italiano adaptó la representación a las particulares circunstancias de la corte de Francia. El Rey, entonces pequeño, asistiría al espectáculo. A
fin de interesarlo por medio de diversiones proporcionadas a su edad, Torelli agregó bailes de monos, de negros,
de eunucos y sobre todo un ballet de avestruces "que, por un ingenioso mecanismo, alargaban sus cuellos para
beber en una fuente y un ballet de indios que hacían volar papagayos". La escena transcurría, en cierto momento,
en el puerto de Sciros (isla de Quío), pero, por medio de un audaz cambio, se percibía, al fondo, el Pont-Neuf,
con la estatua de Enrique IV, las casas de la ciudad y las torres de Notre-Dame.
La fiesta se ofreció en el teatro del Petit-Bourbon, muy próximo al Louvre, el 14 de diciembre de 1645.
La Gazette elogió la invención del señor Torelli, "los admirables cambios de escenarios, hasta entonces desconocidos en Francia y que por medio de imperceptibles movimientos transportan tanto los ojos del espíritu como los
del cuerpo". Voiture felicitó a Mazarino "grande y divino prelado", por quien "...désormais, tant de faces changeantes... Sont dessus le théâtre et non pas dans l'Etat?
En el mismo año, hicieron furor en la Corte artistas italianos llegados a Paris; en primer lugar, la cantante Leonora Baroni, de la que las malas lenguas de inmediato contaron que era una antigua amante del Cardenal,
pero a la que la Reina favoreció; luego, el castrado Atto Melani. La sociedad se embriagó de cantos italianos,
descubriendo allí la música vocal en su perfección. En ese momento, las vicisitudes políticas de Roma inclinaron
hacia nuestras orillas a la antigua clientela de Urbano VIII, alcanzada por la desgracia de Inocencio X, cuyos
efectos ya se vieron. Llegaron, en primer lugar, los sobrinos del antiguo Papa: los cardenales Barberini y el príncipe de Palestrina, quienes habían ofrecido tantas soberbias fiestas en el palacio y el teatro construidos por Bernini. Encontraban entre nosotros a esos prelados de allende los montes: Bichi, Bonzi, Ondei, a quienes la Reina
había concedido obispados en Francia. Los Barberini se apresuraron a estimular el gusto por las fiestas italianas.
Algunos meses después, el 13 de febrero de 1646, en la sala del Palacio Real, que había hecho edificar Richelieu
y que era la más bella de Paris, con el lujo de sus balaustres de oro, se representó el Egisto, de Cavalli, ópera de
solos. La Reina, refugiada de Inglaterra, Enriqueta de Francia, el príncipe Tomás de Saboya, el cardenal Antonio
Barberini acompañaban a la Reina regente y a Mazarino. Por consejo del cardenal Antonio se decidió dar un
paso más y preparar para el invierno siguiente, una gran ópera italiana: el Orfeo, de Luigi Rossi sobre un libreto
del padre Buti. Compositores, castrados y músicos italianos fueron convocados nuevamente: todos los artistas de
primer orden, famosos en Roma o en Florencia. Los soberanos les concedían licencia para entrar en Francia al
servicio de la Reina.
La primera representación tuvo lugar en el Palacio Real, el 2 de marzo de 1647. Los preparativos habían
sido demasiado largos y la fecha, un sábado víspera de la Quincuagésima, se encontraba ahora muy cercana a
Cuaresma. Sin embargo, hubo tal afluencia, que no se pudo situar a todo el mundo, ni a cada uno en su lugar
según la etiqueta. La Reina, que quería comulgar el domingo por la mañana, no siguió todo el espectáculo, pero
disfrutó mucho y retornó el domingo por la noche.
La ópera de Rossi encantaba por toda clase de razones. Del conjunto musical se desprendía el aire, "el
aria", que expresaba, en los menores matices los estados de ánimo de los personajes. El oído estaba embelesado
por la calidad vocal de las sopranos, pero la emoción procedía sobre todo de la riqueza expresiva que la música
italiana agregaba a las palabras y a las situaciones. Se descubría un nuevo campo artístico. El tema de los amores
de Orfeo y Euridice daba lugar a las transformaciones más sorprendentes: especialmente en el tercer acto, el del
descenso de Orfeo a los infiernos y su retiro a los desiertos de Escitia. Encantaba animales y los árboles
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comenzaban a danzar. Al final se veía la Lira de Orfeo elevarse al cielo, convertirse en una constelación y
abrirse como la flor de lis de Francia.
El éxito de la obra coincidía y, de alguna manera, reforzaba el pronunciado gusto del público —sobre
todo en los medios aristocráticos— por la imaginación y la fantasía. Sin embargo, el Orfeo no fue recibido sin
reservas. Las menores dificultades eran quizá las de la lengua y la complicación del espectáculo. Para vencerlas,
se entregaron libretos al público, explicando las peripecias de la ópera. De este modo comenzaba una costumbre
que debía proseguirse a lo largo del siglo, en todas las ocasiones en que un espectáculo cargado, una decoración
alimentada de alusiones y símbolos corrían el riesgo de no ser lo suficientemente inteligibles para todos. Por el
momento sólo se trataba de un problema material fácil de superar.
De mayor importancia era la inquietud que despertaba, en ciertos grupos parisienses, la atmósfera de
complacencia sensual, de inverosimilitud, de peligrosa y confusa fantasía, inseparable del nuevo placer. Poco
importaba que los cardenales, de los cuales uno por otra parte no era sacerdote patrocinaran la ópera. La Reforma católica francesa había hecho más exigentes la noción del pecado y principalmente la de la tentación. Se
comete un error, si se habla a este respecto de hipocresía y de falsa mojigatería. Se trata de algo mucho más grave: un espíritu de cristianismo austero que se encontraba al mismo tiempo entre los católicos y los protestantes,
pero también entre mucha gente que, sin un particular fervor ni exceso de celo, abrigaban fuertes convicciones y
no imaginaban una vida que no fuera seria. Se alarmaron por el comportamiento de la Reina, porque a sus ojos el
bien común podía depender de ella. La Reina era viuda. Las ideas de la época hacían de la viudez un estado semejante al de la religión y su respeto era señalado por una costumbre especial. La Reina era piadosa y protegía
las obras. Aunque una mujer de cuarenta y cinco años, en esta época, no fuera ya joven, su rango y su bello aspecto, que todavía conservaba encanto, la exponían más que a otra a ciertos peligros. Si se complacía con espectáculos excitantes, cuyo poder de emoción resultaba sospechoso, ¿no había que temer que se viera arrastrada y se
prestara al escándalo? Por añadidura, el país estaba siempre en guerra. Las exigencias fiscales se tornaban cada
año más terribles. Se encontraba dinero a fuerza de abrumar al pobre pueblo de las ciudades y del campo, pero ¡y
qué! "El dinero que solicito no es para jugar, ni para hacer gastos descabellados, había dicho cierto día Luis XIII
al Parlamento de París. No soy yo quien habla, es mi Estado." Lenguaje de un rey austero. E1 dinero que se exigía en nombre del Estado ¿iba pues a servir a gastos sin sentido, al juego de los histriones y castrados?
En suma, Mazarino, en el plano político, había fracasado con su experiencia. Unos meses más tarde se
produciría la Fronda en el transcurso de la cual la muchedumbre parisiense amenazó a los artistas italianos con
echarles maleficios
Así, pues, una parte de la opinión se sustrajo al encantamiento prometido. Sin embargo, en los círculos
literarios el gusto de los escritores se inclinaba hacia lo novelesco y buscaba para el triunfo de una obra teatral el
apoyo de los espectáculos con transformaciones. Corneille estaba en gran vena de fecundidad. Ofrecía una obra
por año: después de la comedia del Mentiroso, las tragedias reales y novelescas: La muerte de Pompeyo;
Rodoguna, Heracles, Teodoro, historia llena de peripecias —demasiadas peripecias— de una mártir cristiana.
Pocas semanas después de la representación del Orfeo escribía una tragedia, Andrómeda, tomando el tema de las
Metamorfosis de Ovidio. Se había puesto en relación con Torelli y la obra que imaginaba debía prestarse a los
efectos del tramoyista italiano. Todo lo contrario de la unidad de lugar o, como la llamaba Corneille en el
examen, la obligación de situar las partes de la acción en diversos lugares particulares, forzaba a llevar un poco
más allá de lo corriente la extensión del lugar general que los comprende y constituye su unidad. Los decorados
se transformaban ante los ojos de los espectadores. Desde el primer acto, el cielo se abría y (citamos el texto de
Cornielle) "hacía ver en una profunda lejanía la estrella de Venus que sirve como tramoya para traer a esa diosa
hasta el centro del teatro. Avanza lentamente sin que la mirada pueda descubrir dónde está suspendida". Los
mirtos y los jazmines que formaban un jardín maravilloso, en el segundo acto, se transformaban en el tercero en
horrorosos peñascos: Perseo en el aire, sobre su caballo Pegaso caracoleaba en torno para salvar a Andrómeda, a
la que los vientos habían aferrado allí. Los coros mezclaban sus cantos al recitativo. El conjunto era una obra
extraña, en la que la noble lengua de Corneille y los artificios de Torelli se unían a los atractivos de la fábula y la
mitología. Y, sin embargo, el poeta confesaba que "su principal objetivo había sido satisfacer la vista con el
brillo y la diversidad del espectáculo y no conmover al espíritu por la fuerza del razonamiento o al corazón por la
delicadeza de las pasiones... Esta obra es para los ojos". "Las tramoyas —añade— no están en esta tragedia
como adornos aislados: son tan necesarias que no podríais suprimir ninguna sin hacer caer todo el edificio. El
señor Torelli se superó a sí mismo al ejecutar los diseños y tuvo invenciones admirables para hacerlas actuar
oportunamente". Andrómeda, más que una tragedia de Corneille, era una tragedia de tramoyas, obra común de
Corneille y Torelli. El primero, por otra parte, sólo cobró por su parte 2.400 liras y Torelli 12.000 por la suya.
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Pero no pueden compararse sus salarios, pues el tramoyista debía hacerse cargo de gastos que no existían para el
poeta.
La obra no fue representada en la fecha prevista. Una intervención del partido devoto, transmitida por
San Vicente de Paúl, obligó a la Reina a postergar el espectáculo. Este sólo tuvo lugar, pero con todo el lujo
anunciado, después de la primera Fronda, en el mismo mes de enero de 1650, cuando la Reina, al hacer detener
al príncipe de Condé, intentaba retomar su poder contra la facción de príncipes, así como en agosto de 1648
había querido recuperarlo contra el Parlamento. Pero de una y otra intervención real surgía la guerra civil
Este período de la Fronda es, en la historia de nuestro país y de su orientación espiritual, uno de los más
difíciles de conocer. Durante mucho tiempo se señalaron los episodios pintorescos y novelescos: motines populares, barricadas, fugas de la corte, encarcelamientos y evasión de príncipes, batallas, el cañón de la Bastilla disparando contra el ejército del rey, la princesa de sangre real y las damas nobles mezclándose en la guerra como
las Amazonas. Como todas las clases de la sociedad estaban interesadas en la trágica aventura, las diversas causas se enmarañaron con una complicación extrema y la autoridad real, la primera amenazada, terminó por triunfar, porque ningún partido había sabido encontrar el programa adecuado para atraer a los demás. Hoy se sabe
hasta qué punto fue profunda la crisis: del lado del Parlamento y de los oficiales ponía en juego el poder absoluto, tal como lo había construido Richelieu y continuado Mazarino, pero el principio era discutido por los diversos grupos de privilegiados, cada uno de los cuales defendía sus derechos tradicionales y sus libertades. La principal reivindicación se levantaba contra los intendentes. Expresaba el rechazo de los oficiales a admitir, por encima de ellos, el control de agentes del poder, que, provistos de comisiones y que tampoco poseían cargos, introducían en la administración del reino un nuevo elemento, ajeno a las antiguas costumbres. A causa de esto puede
parecer que la Fronda, la del Parlamento y más aún la de los pueblos sublevados contra los excesos del fisco,
traducía el viejo espíritu nacional de independencia y libertad, frente a un gobierno cuya política era menos provechosa para el país que para los abastecedores de guerra y para los financieros. Pero no es falso decir que había
en juego un interés más general del Estado y de Francia.
A pesar de las torpezas o de la injusticia de los medios aplicados, por empirismo, por imposibilidad de
realizar una gran reforma durante una regencia y en tiempo de guerra, si el poder real no se apoderaba de la dirección de los asuntos, se caería en la anarquía y el desorden. ¿En provecho de quién? De los Grandes, capaces
de unirse durante un momento contra el ministro, pero abocados a la guerra los unos contra los otros, y que lanzarían a la lucha a sus camarillas. ¿De quién más? De los oficiales de justicia y finanzas de la provincia, es decir
de una aristocracia local, autoritaria, molesta y de cortas miras. Aún más: de España, que debemos recordar estaba muy débil por no haber sacado mejor partido de semejante tumulto en todo el reino. Cuando se habla de la
Fronda, el viejo término francés de desarreglo que se empleaba entonces para designar esos trastornos adquiere
un sentido más fuerte. Todo lo que era norma de conducta, de honor, de fidelidad al Rey, de ejercicio de los cargos, obligaciones feudales, se hallaba en tela de juicio. Por lo tanto, no pueden desconocerse las afinidades de
esos acontecimientos públicos de ese humor general con la indecisión del gusto, que actúa, en esos mismos años,
ya se trate de arte o de literatura.
No porque puedan proyectarse en los círculos literarios los colores de las facciones políticas y decir, por
ejemplo, que con su romanticismo o sus violencias los elementos de la Fronda tenían humor barroco o que los
partidarios de las normas también debían serlo del restablecimiento de la autoridad real. Nada sería más erróneo:
el gusto italiano contaba con las preferencias de la Corte y había partidarios de las normas entre la camarilla del
coadjutor o del Príncipe de Condé. Pero, sin embargo, las peripecias de la lucha, los inverosímiles vaivenes de
las alianzas que se establecían o se anulaban entre adversarios irreconciliables de la víspera, no dejaban de acostumbrar a los espíritus a lo inverosímil y a todas las complacencias de la imaginación. Un indicio de esto lo
constituye el gusto por esas novelas de la Calprenède y de Mlle. de Scudéry, entre las cuales las diferencias eran
profundas, por supuesto, pero cuya abundancia —millares de páginas— suponía algo de febril en el autor y también alimentaba una fiebre en el público. Podría decirse lo mismo del prestigio del héroe y de sus proezas, así
como de las complicaciones del preciosismo, que quería ser una reacción de delicadeza contra lo grosero de las
costumbres, favorecido por los disturbios.
Durante los mismos años, en los cenáculos cultivados, los de Montmort, del abate de Marolles, del abate
de Aubignac, de Ménage, de Furetière, se afirmaba el gusto por el razonamiento cartesiano, la curiosidad por las
ciencias, la preferencia por el orden y el respeto de las normas en las obras escritas. El número de gente instruida, susceptible de traducir sus preferencias en doctrina, aumentaba en Francia desde hacia una o dos generaciones. El público también se ampliaba y era capaz de tomar partido en las querellas literarias y de afirmar su elección entre diversas formas de arte.
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Después de la Fronda, cuando la vida se reanudó en Paris y el ministro objeto de tantos odios fue acogido en la capital, con una nueva y paradójica confianza, la Corte se vio solicitada por dos preocupaciones opuestas. Había tanta miseria en la ciudad y en sus alrededores más próximos que la Reina tenía ante sí una gran tarea
para aliviarlos según su doble deber de soberana y de cristiana. Fue una época de gran esplendor de la caridad, a
instigación de San Vicente de Paul. Pero las desgracias públicas no impedían que se reanudaran los placeres. El
joven Rey estaba ya en edad de apreciarlos. Volvieron a ponerse de moda los antiguos ballets de la corte, pero
empleándolos como pretexto para obras con tramoya. En 1655 se representó Les Noces de Thétis et de Pelée,
ingeniosa combinación de ballet de corte y de ópera, del que Carlo Caproli había compuesto la música y el abate
Buti el libreto. Los personajes llegaban del cielo sobre nubes, las perspectivas cambiaban, surgían palacios. En el
prólogo avanzaba una montaña de la que descendían jóvenes señores con trajes de seda y tocados de pluma. Uno
de ellos era el mismo Luis XIV, que representaba el papel de Apolo. Por otra parte, éste era un apasionado de la
música italiana, aunque la superintendencia de música de su cámara siguiera confiada a un francés, Jean de
Cambefort. El joven Rey se complacía en esa vida de fiestas y de representaciones. Cabe preguntarse si entre las
obras de la Reina madre y los placeres del joven Rey, el Cardenal no salía ganando, ya que era el único en detentar el poder.
El jueves 26 de agosto de 1660 el día se anunciaba espléndido en París. Un bello sol de verano iba a
prestar su fulgor a la capital decorada con arcos de triunfo para la entrada solemne del Rey y la Reina. Gracias a
las victorias del ejército y a la diplomacia del Cardenal se había restablecido la paz en toda Europa. Esta reconciliaba a Francia y a España. Por el tratado de los Pirineos, Felipe IV había cedido a Luis XIV Artois y el Rosellón, dos provincias que redondeaban el reino y hacían que las fronteras fueran más seguras. Le había concedido
la mano de la Infanta mayor. Las guerras que se prolongaban en el norte entre Suecia y Polonia, Brandeburgo y
Dinamarca, acababan de terminar con la Paz de Oliva, el 3 de mayo de 1660, y la de Copenhague, el 4 de junio.
Francia había servido de mediadora.
Si se añade que la monarquía estaba restaurada en Inglaterra y que el rey Carlos II resultaba ser pariente
cercano y aliado de Luis XIV, se comprende la alegría de toda Europa al conocer uno de los respiros que devuelven a los pueblos la fe en el mañana. Ya no más guerras civiles, ya no más guerras extranjeras: "todo estaba
en calma en todas partes". La esperanza de un futuro dichoso. De esa paz tan deseada, del amor en el que se
afectaba creer era la razón profunda del matrimonio real (gran tarea diplomática), la ciudad de París había querido hacer el tema de la fiesta que ofrecía a sus soberanos para su jubilosa entrada. Ya que era Paris el que los
recibía, asumiendo los gastos de la ceremonia, eligiendo los decorados, manifestando su alegría, con todo el
pueblo en las ventanas o apiñándose en las calles y en los puentes. Paris parecía ser así el interprete de Francia, y
más aún porque en sus muros la afluencia de provincianos era considerable para esta ocasión. Finalmente, el
Consejo de la ciudad podía sentir orgullo por haber realizado a tiempo sus proyectos, ya que el gobierno y la
Corte no habían logrado tan bien los suyos. A pesar de todo el celo de Colbert, intendente de Mazarino, los trabajos conjuntos del arquitecto Le Vau y del decorador italiano Vigarani, la nueva sala de teatro que se había
querido construir en las Tullerías no estaba lista. No sería posible representar en ella inmediatamente la ópera
Xerse del compositor Cavalli, el más apreciado de Venecia. En mayo, la ciudad firmaba aún contratos con el
escultor Regnaudin para las estatuas "en piedra de Troussy y de Saint-Leu, de la mejor y más escogida", o con el
maestro carpintero Fleurant le Noir para un arco de triunfo "de madera de abeto de orden dórico", según el diseño de Melin, pintor ordinario del Rey, arco de triunfo que sería demolido después que la entrada se hubiera hecho y del que Fleurant le Noir recuperaría la madera. La exactitud de los artistas y artesanos parisienses para
entregar sus obras el día fijado había sido una condición esencial del éxito esperado. Era justo reconocer "que
sólo París y Paris floreciente como lo está hoy, era capaz de proporcionar los obreros suficientes y los cuidados
infatigables de sus oficiales municipales, perfectamente secundados por la inteligencia y la asiduidad del señor
Noblet, arquitecto del Rey y jefe de obras de la ciudad"
La fiesta comenzaba fuera de los muros, a poca distancia de Vincennes, en una gran plaza que, desde
entonces y durante mucho tiempo, llevó el nombre de la plaza del Trono. Allí se había erigido un estrado. Bajo
un dosel, el Rey y la Reina asistidos por el canciller de Francia, recibieron los homenajes de los cuerpos
constituidos. En previsión de la longitud del desfile, que debía durar toda la mañana, una pasarela unía el estrado
con una casa vecina, en la que de tanto en tanto los soberanos iban a descansar un poco. También desfilaron el
clero de las parroquias de París, detrás de sus cruces y cantando las letanías de los santos, luego la Universidad
de Paris representada por cuarenta y dos doctores en medicina, ciento dieciséis doctores en teología, seis
doctores en derecho canónico, todos revestidos con la toga y la muceta de armiño. Pasaron las corporaciones
mercantiles y, ante todo, los Seis Cuerpos privilegiados, luego las Cortes soberanas: la Corte de las Monedas, la
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Corte de los Impuestos, el Parlamento de París. Cuando el grupo llegaba ante el estrado, un orador se apartaba y
subía las gradas para pronunciar, de rodillas ante los soberanos, la arenga de bienvenida. Todos esos discursos
elogiaban la paz y el matrimonio real, como cabía esperar, pero a través de elogios difíciles se sentía la opinión
profunda de la capital, y después de tantas vicisitudes a lo largo de tantos años, su conmovedora aspiración a la
paz. También se encontraba la idea de que una prolongación de la guerra hubiera llevado, sin duda, a nuevas
victorias y a nuevas conquistas, pero que nada era preferible a la paz, para un pueblo que había sufrido, y que la
medida establecida por el Rey a sus legítimas ambiciones construía su mayor beneficio.
El rector de la Universidad de París, lamentando que su corporación no fuera en verdad la más feliz y la
más poderosa como otrora, pero pretextando de que seguía siendo la más celosa, la más constante y la más fiel al
servicio de sus reyes, se declaraba incapaz de compartir sus cumplidos entre el Rey y la Reina. Pero les brindaba
las mismas acciones de gracias, ya que los franceses les debían mismas cosas: “los bienes, la vida, el descanso,
la seguridad la paz, en una palabra la paz, después de la paz ya no se puede decir nada" El preboste de los comerciantes pronunció aun palabras más explícitas: "También, Señor, no ocultaremos que vuestros triunfos nos
son mucho menos agradables en la guerra que en la paz, y si podemos decirlo sin menoscabar vuestro valor, os
son aún menos ventajosos Sí, Señor, ya que en la guerra todo sucumbía a la verdad, bajo el poderoso esfuerzo de
vuestras armas, pero todo se resistía y en la paz el amor que no puede ser forzado os obedece y aquellos que se
oponían más a la grandeza de Vuestra Majestad acuden a ella y le presentan lo que tienen de más grande y mejor.
El lugarteniente civil de Chatelet anunció “La posteridad no podrá ver sin asombro la grandeza de los
éxitos que se ofrecían a las armas victoriosas de Vuestra Majestad y la moderación del espíritu que le ha hecho
preferir el descanso de la paz a las conquistas seguras de tantas provincias."
Finalmente, el presidente de la Corte de las Monedas afirma que el ardiente afecto que el Rey había tenido por la persona de la Reina le había llevado a firmar la paz, que es la cumbre de todos nuestros bienes, y el
primer presidente de la Corte de Impuestos exclama: "No podemos agradecer lo suficiente a Vuestra Majestad
los dos presentes que ha hecho a su reino: la Reina y la paz."
Eran las dos de la tarde cuando pudo ponerse en marcha para entrar en la ciudad un nuevo cortejo, la cabalgata de la Corte. La casa de Mazarino, las del rey y de las reinas, los caballos de las caballerizas reales, la
cancillería, desfilaron todos. Luego el canciller Séguier, como Le Brun nos ha dejado la imagen, vestido con una
sotana y traje de consejo, de paño de oro, con un sombrero de terciopelo negro, cargado con un cordón de oro.
Montaba en una hacanea. Cuatro pajes y seis lacayos vestidos de raso y de terciopelo le rodeaban y dos de ellos
le protegían del sol con sus sombrillas de paño violeta.
Luego pasaron los mosqueteros, la caballería ligera, el prebostazgo, los gobernadores, los oficiales de la
corona y, finalmente, el mismo Rey, con deslumbrantes vestiduras. Le seguían muchos gentilhombres, su hermano, príncipes de sangre, entre los cuales Condé reconciliado parecía arrastrar tras de sí a esa nobleza por fin
sometida que todavía la víspera se creía lo suficientemente fuerte como para una última guerra feudal.
La Reina apareció en un coche descubierto, a fin de que todos pudieran verla y admirar en ella, a falta de
belleza, su juventud, la dulzura de sus ojos y su cabellera rubia. En un relato de la jornada escrito en versos burlescos el Padre Gaussart comenta así su paso:
Et voyons la Reine passer
O! qu'elle est belle! O! qu'elle est belle!
Sans doute c'est une Immortelle
De ces yeux viennent ces rayons
Qu'a son passage nous voyons
Los príncipes de la casa de Lorena: Guise y Elbeuf, y el embajador de España formaban la escolta particular de María Teresa.
El desfile tardó cuatro horas en cumplir el trayecto sinuoso que conducía desde la plaza del Trono hasta
el Louvre por la isla de la Cité. Paso bajo arcos de triunfo en los que todos los recursos del arte y del gusto, tal
como existían entonces en Paris, se habían desplegado.
Un primer arco de triunfo —precisamente el del contrato con Fleurant le Noir sobre diseño de Melin—
se elevaba en el Faubourg Saint-Antoine, a la altura de la abadía de Saint-Antoine-des-Champs. Era de madera,
imitando piedra. Entre seis columnas de orden dórico, se abrían tres arcos cuyas bóvedas eran de artesonado,
adornadas con rosas antiguas. Las columnas sustentaban friso y entablamento. Las metopas del friso presentaban
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alternativamente la flor de lis de Francia y la torre de Aragón. El entablamento contenía, sobre el arco principal,
una amplia inscripción latina, grabada en caracteres de oro, ofreciendo los deseos de Paris a los soberanos. Por
encima de los arcos laterales, un sol evocando al Rey y una luna, atributo de la Reina. Bajo el friso, las
inscripciones comentaban sus méritos:
Postquam terribili vicit rex omnia Marti
vincere quem posset Mars super unus erat
(Después que el Rey hubo vencido, todas las cosas con una terrible guerra, Marte (la guerra) era el único que le
quedaba por vencer
Victorem martis praeda spoliisque superbum
Vincere quae posset sola Theresa fuit.
(Teresa es la única en haber podido vencer al vencedor de Marte, cargado de botín y de despojos.)
Sobre el entablamento se veía una fila de estatuas, las de la Fidelidad, la Obediencia, la Alegría, el Reconocimiento, la Concordia, la Constancia, cada una reconocible por sus atributos. Los círculos cultos, familiarizados con las alusiones mitológicas y el gusto por el símbolo, entonces ampliamente difundido, se perdían a
veces en los refinamientos o rebuscamientos de cierto preciosismo. Pero era necesaria una verdadera ciencia para
comprender todos esos sistemas. Es así como se habían puesto en venta, como para la ópera, libretos que explicaban el sentido de la decoración, proponiendo traducciones y a veces perífrasis de las inscripciones latinas. Por
consiguiente puede creerse que los burgueses de París, incluso aquellos que bajo el uniforme de la milicia aseguraban en la ciudad el servicio del orden, habían consagrado sus ratos libres a una atenta visita de los arcos de
triunfo, sin lo cual apenas hubieran comprendido la fiesta.
El arco simulado del Faubourg, de aspecto muy clásico, inspirado en los de Roma, lejano precursor de
los del Carrousel actual, pretendía rivalizar "con los más grandes de los que la antigüedad había dejado restos"
Tenía diez toesas de frente por ocho de altura. Una escalera interior permitía el paso a los que tocaban el oboe,
los que, agrupados en el entablamento, brindaron una serenata a los soberanos.
El cortejo avanzó luego hasta la Bastilla. Las estatuas de piedra encargadas a Regnaudin, Hércules y Palas lo acogían en el puente durmiente. Allí se encontraba un arco de triunfo en piedra, clásico, pero más cargado.
En realidad, era una transformación de la puerta Saint-Antoine, restaurada en los tiempos de Enrique II, de la
que todavía se veía la cifra1. Este arco debía dar impresión de grandeza a los que abordaban la ciudad y su solidez se sumaba a la magnificencia. Presentaba en torno al arco central y en los montantes un bello trabajo de resalte. El arco tenía como clave de arco un busto de Luis XIV, según un dibujo de Poussin: dos estatuas recostadas del Marne y del Sena aparecían por encima del busto real, y luego un gran panel con una inscripción latina
del padre Gaussart (o Cossart):
Paci
Vietricibus Ludovici XIV. Armis
Felicibus Annae consiliis Augustis M. Theresae nuptiis
Assiduis Iulii Cardinalis Mazarii curis
Partae. Fundutae. Aeternum firmatae.
Praefect. urb. aedilisque Sacravere Anno MDCLX
1
Existe al respecto, un pequeño misterio, Vigarani. Gabriel Rouchos en el Inventaire des lettres et papiers manuscrits de Gaspare, Carlo et Ludovico
Vigarani conservés aux Archives d'Etat de Modène (1634-1684), París, 1913, analiza una carta de Ludovico Viagarini a la duquesa de Módena, Laura
Matinozzi, sobrina de Mazarino: Gaspar Vigarani había erigido arcos de triunfo para la entrada del Rey en París Estos le valieron felicitaciones.
especialmente el de la puerta Sant Antoine (carta 38, 16 de octubre de 1660, pág. 106) ¿Cómo debe comprenderse erigir y cuál sería la parte de Vigarani en
el trabajo de ejecución de los proyectos, que sin duda no eran suyos, ya que se conocen los autores de este arco de triunfo? No obstante, el autor de la
relación no nombra al de la puerta Sant Antoine Primero supuse que era Blondel. En verdad, Blondel reconstruyó este arco en 167l, ampliándolo con
nuevas puertas, pero conservó todo el decorado (estatuas, pirámides, inscripciones) En la 4ª parte, libro XII, cap. 11 de su Traité d'architecture, Blondel
analiza el trabajo hecho para reparar la puerta Sant Antoine que, según él nos dice, había servido de arco de triunfo a Enrique II y contaba con las figuras
de los ríos de Jean Goujon (el Marne y el Sena). Es curioso que no mencione el 26de agosto, ya que fue en esa fecha cuando la puerta Saint Antoine (o
mejor dicho, la falsa puerta) había llegado a su término y recibido las estatuas de Anguier, de Van Obstal, etc. Este silencio ¿no nos llevaría a suponer que
no quería nombrar a Vigarani? Por otra parte, éste en 1660 se hallaba ocupado en la construcción del Teatro de las Tullerías que no avanzaba. Se quejaba
de la lentitud de los equipos franceses, mientras que los obreros parisienses pusieron tanto celo en ejecutar las obras para la entrada real. En todo caso, los
proyectos de los otros arcos de triunfo no eran indudablemente de los Vigarani, cuyo papel sólo pudo ser muy secundario en la preparación de la fiesta. En
cuanto a la puerta reconstruida por Blondel en 1671, fue derribada definitivamente en 1778 y las estatuas de Anguier se hallan hoy en el museo Carnavalet.
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(A la Paz por las armas victoriosas de Luis XIV, los felices conejos de Ana [de Austria], el augusto matrimonio
de María Teresa, los cuidados asiduos de Julio, Cardenal Mazarino, procurada, fundada, y para siempre confirmada, el arco es consagrado por el prevoste de los comerciantes y los ediles de la ciudad de París, en el año
1660.)
Un amplio frontón triangular coronaba la parte central. Llevaba en su centro las armas entrecruzadas de
los esposos, en las pendientes, las estatuas recostadas de Francia y España, y en la punta la estatua erguida del
Himeneo con la antorcha y un pañuelo dorado, obra de Van Obstal. A lo largo de los montantes, dos grandes
nichos contenían las estatuas de la Esperanza de Francia (Spes Galliae) y de la Seguridad Pública, obras de
Anguier; encima, la nave de la ciudad de París, mientras que en las extremidades de los montantes las pirámides
terminaban con una flor de lis dorada. La antigua puerta de la ciudad, muy cercana, estaba solamente recubierta
por tapices y por un gran cuadro que representaba el cuerpo municipal ante Luis XIV, mientras que la Reina
aparecía en el cielo como una diosa.
El cortejo seguía la calle Saint-Antoine, hasta la actual calle François-Miron. Se detenía entonces ante el
hotel que Lepautre había construido cinco años antes para la fiel doncella de la reina Ana, madame de Beauvais,
nacida Catherine Bellier. La fachada se encuentra hoy mutilada, pero la escalera y el patio mantienen bajo nuestros ojos una de las más bellas obras de la época. En 1660 poseía un magnífico balcón con balaustrada, que había
sido coronado para la circunstancia con un dosel de paño. La Reina Ana se encontraba sentada en ilustre compañía: su cuñada, la Reina madre de Inglaterra, Turenne, el cardenal Antonio Barberini. Mazarino también estaba
allí, demasiado enfermo como para figurar en el cortejo, pero viendo desarrollarse éste podría disfrutar del triunfo de su política y, en el París que lo había odiado y dos veces expulsado, admirar esa fiesta, en muchos aspectos, italiana y barroca.
A pocos pasos de allí se levantaba un arco de triunfo ante el cementerio Saint-Jean, en el cruce SaintGervais. Representaba el Templo de las Musas. Era extremadamente complicado, por el número de personajes
representados y la animación de muchos de ellos. Abajo se abría una especie de gruta muy amplia, un cordón de
hojas de laurel serpenteando desde la base hasta la cima rodeaba los pilares. En el centro, un gran medallón oval,
y sobre la corona contenía los perfiles de los soberanos con esta divisa: Jungit Amor. Una virtud gigantesca le
levantaba en vilo, mientras que un poco más arriba, Eros y Anteros, dioses del amor y del amor recíproco, se
enfrentaban y parecían asegurar el equilibrio. En torno había gran agitación de ángeles, palpitación de alas y de
piernas entre las palmas. Un poco hacia atrás se veía en los olivos a los escritores ilustres de todos los tiempos.
Más arriba, para terminar el edificio, una pequeña montaña en torno a la cual siete musas hacían círculo, Talía en
el centro, agitando sus máscaras. En el extremo, Apolo, con la frente ceñuda de laureles, tocaba la viola entre
Calíope y Clío. Para asociar la gloria de las letras al triunfo de un recíproco amor, se había elegido el lirismo de
esta interpretación atormentada.
A la llegada de los soberanos, un coro cantó el himno que Duc Monta había compuesto sobre la letra del
abate de Boisrobert: (...)
El cortejo, por las calles Tissanderie y de la Vannerie, llegaba al puente de Notre-Dame y, a la entrada,
escuchaba un concierto de gaitas que daba a este punto de la fiesta un aspecto pastoral. Entre las casas
construidas a ambos lados, el puente era, de ordinario, uno de los caminos más atestados de París. El decorado
que había recibido lo convertía ese día en agradable galería. Las estatuas de Terminus, obras del escultor Vion,
alternativamente machos y hembras para honrar a uno y otro sexo, se continuaban a lo largo de las cadenas de
piedra. Se tocaban con los brazos tendidos, como en una figura de danza y parecían llevar grandes medallones,
cuyas inscripciones latinas evocaban el recuerdo de todos los reyes de Francia. Los protestantes de París tuvieron
que apreciar la divisa acordada a Carlos IX: Justitiam pietas acuit (su piedad aguzó su justicia) y la fecha de San
Bartolomé. En la desembocadura del puente, hacia la ciudad, el arco de triunfo erigido por los hermanos
Beaubrun tenía por tema: Et Mars quoque cessit Amori. Consistía en un arco de orden jónico (se sabe que el
orden jónico evocaba la gracia femenina) y un sólido entablamento. Sobre éste, un amplio motivo de drapeados,
con nudos, rodeaba un gran cuadro que representaba al dios Marte vencido, quien, ante un pequeño amorcillo
burlón, contemplaba los retratos del Rey y de la Reina. Resguardadas en el drapeado, dos estatuas pintadas en
mármol blanco, cada una a un lado del cuadro, significaban la Fecundidad y el Honor. Encima del drapeado, dos
estatuas recostadas de la Fe conyugal y de la Unión, que enarbolaban corazones enfilados en un mismo cordón,
y, entre ellas, las armas del Rey y de la Reina, que un amorcillo presentaba juntas con el mismo gesto. El cortejo
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atravesó la isla, hasta el Mercado Nuevo2. Entonces torció a derecha, siguiendo durante un momento el andén,
luego volvió a girar para internarse en la plaza Dauphine. El Mercado Nuevo estaba ocupado por un gran pórtico
a la italiana, obra de Dorigny y Tortebat. Sus alas, con columnas salomónicas en torno al arco, se curvaban en
arcos de círculo, a la manera de la fachada de Santa Inés. Una guirnalda de ollas adornaba la balaustrada. En el
centro, un gran cuadro entre dos drapeados estaba coronado por una gran popa de navío, el simbólico navío de
París. El cuadro representaba a Hércules con los rasgos de Luis XIV, desarmado por Minerva, que se asemejaba
a la Reina. Pequeños amorcillos despojaban al héroe de sus atributos. Mercurio, en el que se reconocía a
Mazarino, parecía felicitarlo por haber cedido a Minerva. Este espectáculo de fábula era contemplado desde el
cielo por las figuras de San Luis y de Blanca de Castilla, sentadas en las nubes. Se encontraba en esta
composición la idea expresada ya por la inscripción lapidaria, en el arco del Faubourg Saint-Antoine. Pero esta
mezcla de lo sagrado y de lo profano provocó críticas, al mismo tiempo entre los devotos, que la juzgaron
sacrílega, y entre los doctrinanos que denunciaron el poco acuerdo con las normas de unidad que debía seguir
una buena composición. Hasta tal punto que el autor de la relación de 1662 retomó esas críticas para defender al
respecto a los organizadores de la fiesta. Según él, "esta licencia estaba lo suficientemente justificada por las
obras de Rafael que puede, sin contradicción, servir de ejemplo a los más ilustres".
Al penetrar en la plaza Dauphine, que las gradas de un vasto anfiteatro ocupaban por completo, se llegaba al último arco de triunfo, de una magnificencia y un ingenio tales que los que ya se habían atravesado se veían
eclipsados. Para concebir la idea, para diseñar el proyecto, Le Brun había recurrido a sus cualidades más ricas:
su bella imaginación orientada hacia lo grande, su sensibilidad extrema, su cultura, su gusto, sus recuerdos de
Italia, su fervor monárquico y francés, en suma, todo. Había querido que en el extremo de la isla el arco de triunfo se elevara, con una altura de cien pies, como una puesta gigantesca de la ciudad, del barrio esencial que era el
París de la historia. Pero era necesario que esa puerta estuviera abierta para que en su arco se viera el caballo de
bronce, el Pont-Neuf, el Sena corriendo al pie del Louvre. Por encima de ella se elevaba un obelisco, como lo
había en Roma, llegado de las civilizaciones aun más lejanas y de la más antigua de la historia: Egipto. El obelisco se destacaba sobre el cielo, a manera de apoteosis. Más aún, si "toda la estructura de este arco sólo constituía un mismo cuerpo, sin embargo, podía ser considerada como dos partes reunidas", ya que el arco significaba
el pueblo y el obelisco el Rey. La primera parte se convertía en la base del obelisco, "a la manera en que el pueblo era la base y el fundamento sobre el que se levantaba la monarquía”.
Los temas del día glorificando el matrimonio y la paz, celebrados a lo largo de la fiesta, se veían retomados, pero, al mismo tiempo, ampliados a la medida de Europa y del mundo. Los grandes hechos recientes eran
comparados a los mayores recuerdos de la historia universal. Era la última estrofa de un poema en honor de la
monarquía y de Francia, detenida más que terminada en las perspectivas de la esperanza. Este es el sentido que
revela un pequeño análisis dedicado a Mazarino y cuyo autor probablemente es Félibien.
El arco parecía de mármol blanco. Sobre cada montante dos figuras d: Terminus, pintadas en bronce, se
daban la mano para representar los elementos reconciliados: el Fuego y el Agua, el Aire y la Tierra, elementos
que, según las ideas de entonces, estaban en relación natural con los cuatro humores con que estaban compuestos
los hombres. "Ahora bien, la paz sólo triunfa por la victoria que ha logrado sobre los humores de los diferentes
pueblos.”
Le Brun había vivido durante cuatro años en Roma, desde 1642 hasta 1646. Por lo tanto no había visto la
fuente de la plaza Navona, de carácter cósmico también, con sus cuatro ríos, símbolos de las cuatro partes del
mundo. Sin embargo, se había basado en el ideal italiano. Su bella composición, a la vez lógica y cargada de
misterios, atiborrada de detalles, tenía una nobleza general que retenía la atención sobre las líneas esenciales. En
eso se oponía al aspecto tumultuoso de una fuente de Bernini y podía merecer el epíteto de clásico. Pero nos
equivocaríamos sobre el carácter de ese clasicismo vinculándolo con lo antiguo y con la doctrina y al no sentir
cómo lo vivifica y anima la generosa savia de la Italia barroca.
Encima del entablamento, una falsa tapicería en un marco con frontón mostraba al Rey y a la Reina
sobre un carro conducido por Himeneo. De ambos lados de la tapicería una estatua de la Piedad y otra de la
Dulzura evocaban a la Reina madre y a la joven Reina. Esas estatuas estaban pintadas al natural. La de la Piedad,
vestida con un gran manto de púrpura y oro, tendía con una mano un corazón inflamado. Con la otra señalaba un
pelícano que se desgarraba el corazón para alimentar a sus pequeños, posados a su lado en un altar de tipo
2
La descripción -programa de la fiesta- anunciaba que el Rey y la Reina se detendrían en la catedral para orar. En realidad, no se produjo este alto, que se
preveía hubiera interrumpido el cortejo. Los soberanos debían retornar por la noche a Notre Dame para escuchar el Te Deum. Pero esta acción de gracias
fue postergada para el día siguiente, ya sea porque se decidió de ese modo, o porque se resignaron a ello, debido a la lentitud del desfile y la hora tardía en
que se llegó a Louvre.
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21
antiguo. Cerca, un lobo caído representaba a la impiedad vencida. Del frontón del marco se destacaba Atlas.
Levantaba un globo azul, cubierto con flores de lis oro, y los genios de Francia y de España, entre los trofeos y
las banderas, le ayudaban a sostenerla. Una Fama voladora con la trompeta en la boca pasaba por encima de
ellos. Este decorado con flanco de obelisco ocultaba, en parte, a éste. Pero no comprometía su efecto: se veía
elevarse la forma elegante en la que dos relieves dorados evocaban el nacimiento casi milagroso del Rey y sus
nupcias redentoras que traían la paz. En el vértice se levantaba la estatua de la Eternidad.
En la cara del obelisco orientada hacia el Sena una inscripción latina del padre Gaussart proclamaba los
éxitos supremos de la política real. Para leerla bien era necesario colocarse al pie de la estatua del gran antepasado. También él había devuelto la paz a su reino, después de los disturbios y la guerra extranjera, pero inferior en
esto a su joven heredero, no había podido extenderla a toda Europa.
Munus uterque suis pacem dedit: alter et orbi
Arbritriis pacans omniia regua suis.
(Los dos dieron a sus pueblos el beneficio de la paz: pero el segundo también al mundo, dejando a todos los reinos como único arbitrio el suyo).
Como esos monumentos de tela pintada y madera que imitaban piedra fueron demolidos al día siguiente,
esta jornada excepcional de embriaguez se borró muy pronto de la memoria y los historiadores la han cubierto
con un silencio ingrato. Ya que había dado de la situación del reino en cierta fecha, de los gustos de la capital, de
los recursos intelectuales y artísticos de Francia, una expresión tan precisa y matizada que no merecería el olvido.
Constituía el testimonio de un Estado poderoso entre otros de Europa, de un pueblo que, a pesar de los
sufrimientos de una larga guerra y de una revolución fallida, se regocijaba por haber llegado al punto en el que
se creía seguro del futuro, por las esperanzas de su dinastía y por la paz. No era un homenaje de corte. En esta
fiesta parisiense la opinión nacional se afirmaba. La calidad del éxito y su prontitud atestiguaban el valor y la
madurez de una civilización de la que, quizá, ninguna otra ciudad de Europa hubiera podido jactarse. Por cierto,
Roma, Venecia, Florencia poseían, en mayor abundancia, obras maestras del arte. Pero no tenían una población
tan numerosa y capaz de ser unánime en sentimientos tan razonados. Ninguna tampoco era la capital de un gran
reino que se regía por ella. Si bien el gusto había reflejado a menudo el de la Italia barroca, si vacilaba aún entre
la fórmula moderna y la doctrina antigua, podía creerse que no tardaría en hallar una expresión que le convendría
más particularmente y que sería realmente suya. Finalmente, todo este aparato pintado no parecía sino el esbozo
que anunciaba una obra definitiva. ¿No se haría duradero en la piedra lo que había sido sólo el decorado de un
día, pero cuya frágil expresión había recubierto sólidas realidades?
Al traspasar el arco de Le Brun, el cortejo había conducido al Rey a un palacio sin terminar, curiosa
mezcla de viejas piedras medievales y de obras nuevas, cuya incoherencia, sin comparación con la reputación de
un gran príncipe, sólo podía ser una etapa. Finalmente, ese joven Rey, que todavía hoy dejaba a un viejo ministro
la responsabilidad del poder, ¿qué retenía del espléndido desfile en el que había triunfado? ¿Escucharía el deseo
tan claramente proclamado por su pueblo y se consagraría, como Enrique IV, a las pacientes obras de la paz?
Después de la Fronda, muchos males que había pretendido combatir resultaron ser tan temibles como antes. El
Estado no había emprendido reformas profundas y sin duda éstas no eran posibles en las condiciones generales,
que no cambiaban. La estructura económica del país seguía siendo la misma; la miseria seguía reinando, a falta
de una circulación de mercancías mayor: se produciría un terrible periodo de miseria en 1662. Los ingresos del
Estado seguían siendo peligrosamente desequilibrados con respecto a los gastos. Como seguía siendo indispensable recurrir a los expedientes, más que nunca había que proteger a los financieros y a los comerciantes, sin
cuyos adelantos no se hubieran podido superar vencimientos difíciles. Pero también se les permitía alcanzar escandalosos beneficios. La opinión tenía un descanso, la ilusión de un futuro mejor. Las malversaciones continuaban; en suma, eran inherentes al sistema. Así se explicaba la prodigiosa fortuna de Foucquet, procurador
general del Parlamento de París y superintendente de finanzas, sin duda no más deshonesto que los demás, ni
menos buen servidor del Estado o del príncipe, pero al que su gusto por el lujo y las ocasiones a su alcance conducían a mayores imprudencias. Su caída estaba resuelta por un grupo de adversarios, guiados por Colbert, mucho antes de la muerte de Mazarino.
Foucquet, opulento señor, apasionado por las compras de tierras, por las obras de arte y edificios, había
querido hacer una morada principesca en sus tierras de Vaux-le-Vicomte. Había confiado las construcciones a
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Louis le Vau, el acondicionamiento de los jardines a Le Notre. Le Vau, alimentado en el Renacimiento francés y
en los ejemplos de Italia pero a la vez tradicional e inventor, había sabido combinar, de manera muy acertada, el
aspecto de un castillo, tal como se imaginaba siempre en Francia, con las nuevas exigencias del confort
ocasional y el destino del marco para una vida de fiestas. A estas respondían la disposición general de los
jardines y de las terrazas y, en el centro del castillo, la magnificencia de un gran salón ovalado, que ocupaba un
pabellón de dos plantas, coronado por una vasta cúpula sin nervaduras y una bonita linterna. El techo sería
pintado por Le Brun3 . Los gastos, en el curso de la ejecución, ascendían a mucho más de lo previsto en los
contratos, pero los visitantes de Vaux podían meditar sobre la suma de riquezas que se alcanzaba cuando se
manejaban los fondos del Estado. No se trataba de tomar burdamente del Ahorro Nacional, sino de un juego sutil
de copas, donativos, comisiones aseguradas en los contratos que se firmaban o se hacían firmar, todo un
mecanismo que escapaba a los profanos, pero que no podía considerarse exento de "latrocinios". Pensando
agasajar al Rey, Foucquet ofreció a Luis XlV una espléndida fiesta en su mansión. Había enviado un número
considerable de invitaciones, convidando incluso a extranjeros.
"Para ver en ese bello lugar al Rey más grande del mundo"4. Lo que sucedió el 17 de agosto de 1661 no
se parecía en nada a la bella, alegre, pero sólida jornada de París, casi en la misma fecha el año anterior. Las
ideas graves parecían estar descartadas. Todo era placer para los ojos, el oído y el goce de una incitación hacia
un mundo encantado. Los juegos de agua, escenas cambiantes en las alamedas, gracias a las tramoyas de
Toreilli, la música de un joven compositor florentino, Lulli, la diversión de una comedia de Molière, Les
Facheux, una colación magnífica, preparada por Vatel como si fuera otra obra de arte, y al llegar la noche, las
iluminaciones y el fluir de estrellas de los fuegos artificiales, ¿qué le faltaba a la fiesta para hacer olvidar la
realidad? Sin embargo, intentaba ser un homenaje a ese soberano sin par, al que se le atribuía el mérito de
Régler et ses Etats et ses propres désirs,
Joindre aux nobles travaux les plus nogles plaisirs.
Pero el elogio se transformaba insensiblemente en ironía. El poeta recordaba al Rey que entonces lo podía todo, cuando en realidad desde hacía seis meses, desde que había tomado personalmente la dirección de los
asuntos a la muerte de Mazarino, Luis no dejaba de comprobar, guiado por Colbert hasta qué punto sus recursos
le impedían hacer los gastos de gloria y de fiestas que le apetecían.
Es difícil conocer en esa época el estado de ánimo de Luis XIV. Abriga preocupaciones que nos parecen
contradictorias y que, sin duda, no lo eran para él. Intentaba restablecer el orden en su reino pacificado —
resolución de trabajo y de austeridad—, pero al mismo tiempo aspiraba a desplegar su juventud y su poder en
fiestas suntuosas, como si las juzgara indispensables para su gloria. No quería que una de esas ambiciones
cediera a la otra. Presentar el brillo italiano de la fiesta de Foucquet como una especie de desafío a los males del
país, que un rey austero se haya sentido ofendido por ello y ver, como se ha hecho, en el duelo del Rey y de su
ministro una especie de enfrentamiento entre una imaginación sin mesura y una cordura ya clásica, sería cometer
un grave error. Lo que Foucquet había hecho no escandalizaba a Luis XIV, sino porque hubiera querido hacerlo
en su lugar. El Rey, en el modo en que hizo detener a su ministro, reveló los aspectos más desagradables de un
carácter que, sin embargo, no carecía de grandeza5. Pero, por otra parte, no sólo se trataba de Foucquet. El
superintendente se convertía en la cabeza de turco de todo un grupo cuyas riquezas se empleaban en
construcciones fastuosas: Lambert, enriquecido en los despachos del Ahorro Nacional, para quien Louis le Vau
había edificado el magnífico hotel de la isla de San Luis, decorado por Le Brun; Groyn des Bordes, que muy
cerca de allí hacía construir la bella morada que más tarde adoptaría el nombre de Lauzun; Bordier, cuyo castillo
de Raincy había contado con el primer salón oval; el mismo Servien que había hecho transformar el castillo de
3
L Hautecoceur, op. cit., t. II, págs 101 y ss. La tradición se hallaba respetada por el aspecto general del castillo, con sus pabellones en ángulo La novedad
provenía de una distribución de los apartamentos más ingeniosa e íntima, con la profundidad de dos o tres piezas de vivienda y la presencia de baño.
El gran salón oval, tal como estaba dispuesto, hacia pensar en el del palacio Barberini.
4
Moliere, Oeuvres comnplètes, t. I, ed de la Pláiade, pág. 402.
Estos versos están extraídos del Prólogo de Les Facheux, comedia representada en Vaux, el 17 de agosto de 1671. Estaban dirigidos al Rey, pronunciados
por una Náyade que salía de una concha, en medio de veinte chorros de agua naturales y "d'un air héroique, prononçait les vers que Monsieur Pellisson
avant faits et qui servent de prologue”. Pellisson fue detenido y hecho prisionero días después, como amigo y colaborador de Fouquet.
5
Puede decirse que Luis XIV cumplía con su deber al castigar a un ministro prevaricador. Pero también es verdad que, según las palabras de la Reina
Madre, “le gustaba ser rico y no apreciaba a los que lo eran más que él”. Hasta el último momento, con todos los detalles del arresto ya previstos, agobió a
Foucquet con deferencias y pareció testimoniarle una total confianza. Luis XIV estaba convencido de que los grandes asuntos sólo podían llevarse a cabo
en medio del mayor secreto y, debido a la importancia de sus intereses, se justificaba a sí mismo por situarse fuera de la moral corriente.
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Meudon. Esta fiebre de construcción y de decoración al menos presentaba ventajas: mantenía en París a un
equipo de artistas y de artesanos, hacía un llamamiento constante a sus facultades de invención, forzándolas a
renovarse, a diversificarlas. Arquitectos, pintores, decoradores, creadores de artificios, comediantes, poetas,
músicos, italianos y franceses iban a la par, rivalizando en celo y en apetito, y, por supuesto, se detestaban los
unos a los otros, pero al fin y al cabo trabajaban y creaban
El estallido del asunto Foucquet, en sí una de las más asombrosas denegaciones de justicia que haya
habido nunca, no implicaba ninguna condenación de la actividad artística, ni de ninguna forma particular de
estilo. Significaba que la gloria de las artes y de la riqueza sólo debían servir a la reputación del Rey.
Entre los qué debían favores a Foucquet, un número reducido tuvo el valor de serle fiel. Pero, porque
había que vivir y eso sólo se podía lograr junto al Rey, la clientela del superintendente se orientó ampliamente
hacia Luis XIV. El invierno traía las distracciones que compartían la corte y la ciudad. La sala de teatro que
Mazarino había querido tener lista al regreso del Rey, por fin se había concluido en las Tullerías. Había sido
construida por Le Vau, según directivas de los Vigarani, y permitiría la representación de óperas de tramoya.
Procuraba al Rey el placer de poseer, por fin, en una de sus moradas parisienses, un teatro dispuesto a la manera
moderna, como los duques de Parma y de Módena tenían cada uno los suyos, orgullo de la corte y de la capital,
como también había uno en Venecia. Por el contrario, París, ciudad en la que tanto se gustaba del espectáculo,
no poseía teatros: aparte de la bella sala de Richelieu en el palacio Cardinal, convertido en Palais-Royal, por
entonces sólo quedaba el hotel de Bourgogne y la sala del Marais, ya que para ampliar el Louvre se acababa de
demoler la sala del Petit Bourbon. El 27 de febrero de 1662 pudo representarse en las Tullerías una ópera ballet
de corte: Ercole amante, de Cavalli. El libreto, una vez más, era del abate Buti; Lulli había escrito la música de
danza. La música de Cavalli era sabia y bella, digna del compositor del que Romain Rolland ha dicho que había
dominado toda la ópera italiana del siglo XVII, sin exceptuar al mismo Monteverdi. La pieza, montada por los
Vigarani, ofrecía todos los milagros de la tramoya: un globo descendía sobre la escena llevando quince personajes, los cortejos atravesaban el cielo y una tempestad se tragaba una barca. El prólogo volvía a celebrar la boda
real y al final de los actos se presentaban los ballets, en los que el Rey y la Reina figuraron en persona.
Sin embargo, la crítica de la ciudad no fue favorable: apreció los ballets más que la ópera. Quizá por
gusto. Quizá porque la acústica de la sala resultó ser mala y el placer de escuchar no llegaba a lograrse. Aún más,
porque volvía a formarse, como quince años antes, en la época del Orfeo, una camarilla contra los italianos, ya
fuesen compositores, cantantes, decoradores o simples artesanos. Se había lanzado contra los obreros italianos
que trabajaban en el Louvre la acusación de haber incendiado la galería de los Reyes, en febrero de 1661. Torelli
y el castrado Atteo Melani se habían visto afectados por el desastre de Foucquet. La gente de teatro del Marais
también estaba especializada en piezas de tramoya, de modo que adoptaban la ofensiva contra los Vigarani.
El músico Cambert denigraba a la ópera italiana. Pretendía sustituirla por un género mejor adaptado al
gusto francés: la comedia con música, en la que la canción tenía un lugar más importante. Lulli, que entonces;
tenía muy poca reputación en la corte, no temía abandonar a los compatriotas y mezclarse con el partido adversario. No poseía los dones de Cavalli, ni la riqueza inventiva, ni la bella escritura musical, pero tenía una fácil improvisación y una gran habilidad para sacar provecho de los ejemplos ajenos.
Mientras se encontraba un compromiso entre la música francesa y la italiana, daba su preferencia a la
primera. Sobre todo, encantaba al Rey por la gracia con la que componía y dirigía los ballets. En 1661 había
obtenido la superintendencia de música de cámara y cartas de naturalización. Mientras que se suspendían las
representaciones de la Ercole amante, como si fuera un fracaso, Lulli, como para poner fin a su vida de libertinaje, contrae matrimonio con la hija del músico Cambert. El Rey y la Reina firmaban el contrato de boda. Pero los
ballets y las diversiones ya no eran suficientes para Luis XIV, se había encaprichado con el pequeño castillo de
Versalles, un simple pabellón de caza que había construido su padre a cuatro leguas de París y que no parecía
merecer ninguna atención.
En 1664 decidió brindar a su corte "el placer de fiestas poco comunes" y eclipsar con éstas el recuerdo
siempre vivo de la fiesta de Vaux. Debía ser una apoteosis de su juventud y su gloria. Había medido el temor que
su poder, aún sin experimentar, inspiraba a los otros soberanos de Europa, al obtener la sumisión del rey de
Inglaterra y la del Papa, en querellas de etiqueta. También se sentía feliz en amores y hacía pública la relación
que mantenía desde hacía tres años con Mlle. de la Vallière. La Reina madre, a pesar de su piedad, la Reina, a
pesar de su ternura, se resignaban a esta audacia, como si a fuerza de repetir que el Rey lo podía todo ya nadie
viera límites a su voluntad, en ningún terreno. Les plaisirs de l'île enchantée se desarrollaron en Versalles a
partir del 7 de mayo de 1664. La principal diversión consistía en tres jornadas en torno al mismo tema, tomado
del Orlando furioso. Se trataba del episodio en el que Roger y sus compañeros se hallaban prisioneros en el
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palacio de la maga Alcine, entretenidos en placeres y finalmente liberados por la sortija de Angélica, que rompía
el sortilegio. La ordenación de la fiesta había sido confiada al duque de Saint-Agnan, en su calidad de primer
gentilhombre de cámara, y prácticamente a Vigarani. Tanto para el tema como para la puesta en escena se
recurría, como siempre, a Italia. La primera jornada comenzó con una cabalgata de gentilhombres disfrazados.
Esta se desarrolló en una zona del parque, especialmente dispuesta para llevarla a cabo. Los figurantes, entre los
cuales estaba el Rey, desempeñando el papel de Roger, y los principales señores, eran presentados por los
recitadores con pequeños poemas elogiándolos. Luego venía, conducido por cuatro caballos enganchados de
frente, un inmenso carro de Apolo, "deslumbrante de oro, estaño, hierro y plata", con los monstruos marinos,
atributos de ese dios. El Tiempo conducía el carro. El cortejo del Día y de los doce signos del Zodíaco les
seguían. La entrada en liza comprendía, además, desfiles de pajes con sus divisas y campesinos de pastorales.
Cuando cada grupo ocupó su lugar en un gran círculo, ante las ramas y los espectadores, Apolo y los Siglos
recitaron poemas compuestos por Benserade en honor al Rey y a la Reina.
El fragmento de Apolo hacía una curiosa alusión a los derechos que los descendientes de la Reina podrían pretender sobre las posesiones de España. A los placeres de una fiesta se sumaba la confesión de una ambición política, que ya se extendía a la medida del mundo. (...)
Entonces se disputaba una carrera de sortijas, cuyo vencedor resultó ser el marqués de la Vaillière, hermano de la favorita. Después de la carrera, las Estaciones y los signos del Zodíaco bailaron un ballet bajo las
luces. Las Estaciones reaparecieron luego, la Primavera a caballo, el Verano sobre un elefante, el Otoño montado
en un camello, el Invierno sobre un oso. Luego los jardineros, los cosechadores, los vendimiadores y los "ancianos helados”, que volvían a representar a las Estaciones, trajeron cestas y cuencos para la colación. Pan y Diana
se presentaron en ese momento "sobre una tramoya muy ingeniosa en forma de pequeña montaña sombreada con
muchos árboles". Lo más sorprendente era "que se la veía en el aire sin que pudiera descubrirse el artificio que la
hacía mover". Las Estaciones dirigieron cumplidos a la Reina y fue descubierta la mesa de la colación; ante ella
tomaron asiento cuarenta invitados. La Reina madre presidía entre el Rey y la Reina. Los pajes servían. Personajes disfrazados sostenían antorchas de cera y tal número de bujías que se veía como si fuese pleno día.
La segunda velada transcurrió en un teatro improvisado, escuchando un concierto y viendo la representación de
la Princesse d'Elide, comedia de Molière, mezclada con danza y con música, según partituras de Lulli. Poco
conocida actualmente, rara vez representada y nunca según la versión original, la Princesse d'Elide constituye,
en la obra de Molière, una pieza curiosa, en la que la prosa sucede a los versos a partir del segundo acto. Es una
comedia galante, con aspectos de pastoral. La princesa D'Elide afecta indiferencia, pero ama al príncipe Itaco;
Euríalo, que también la ama, y que para interesarla aún más finge frialdad. De modo que la historia es la de una
preciosa que casi cae en su trampa. La acción está mezclada con bufonería y el “gracioso de la princesa”, Moron,
desempeña con sus cabriolas el papel del sentido común y lo natural. El intermedio de la Aurora, con el que se
inicia el espectáculo, brinda un elogio al amor. Al escucharlo no se podía evitar pensar en los amores del Rey
(...)
Los intermedios daban pretexto para escuchar melodías de Lulli, como la que cantaba el pastor Tircis. La
música, sin búsqueda de efecto vocal, se ajustaba a la delicadeza del verso (...).
La tercera jornada pasaba en torno a un gran círculo de agua. Allí se veían tres islas: la mayor llevaba el
soberbio palacio de Alcine. En las otras dos, más estrechas, los timbales y los violines aparecieron a la llegada de
los espectadores y brindaron un concierto. Entonces Alcine y sus doncellas se instalaron en monstruos marinos
para llegar a la orilla, como si vinieran a rogar a los soberanos que las protegieran contra el ataque de su palacio.
Dirigieron elogios al Rey y a las Reinas. Pero las magas no podían esperar la protección de Ana de Austria (...)
Resignadas, volvían a defender su isla. Luego se danzaron seis ballets con gigantes, enanos, caballeros y
monstruos. Finalmente, la sabia Melisa, en forma de Atlas, trae la sortija que destruye el encantamiento y el palacio de Alcine se derrumba en medio de los cohetes de los fuegos artificiales, de una variedad, un ruido y una
duración extraordinarios.
Así terminaba la diversión que había dado su nombre a la fiesta. Pero ésta se prolongó varios días, con
justas, visitas a la colección de animales, representaciones de comedias y festines. Fue entonces, el 12 de mayo,
cuando se representaron por vez primera los tres actos de Tartufo, cuyas intenciones parecieron sospechosas.
¡Qué éxito, esos Plaisirs de l'île enchanté! Reuniendo la gracia de una corte joven y los recursos de las artes,
habían superado, por el ingenio y la variedad de sus espectáculos, todo lo que Francia mostraba de bello y de
suntuoso en las fiestas de los reinos precedentes. La Italia del Renacimiento ¿había conocido algo comparable?
Uno de sus príncipes, Segismundo Malatesta, había edificado, para su amante, un templo singular, con una
arquitectura inspirada en la antigüedad, pero cuya decoración, encantadora y complicada, traducía en la piedra
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las imágenes y los símbolos que ese letrado había evocado en poemas en honor a su bien amada. El rey de
Francia, había realizado, en un género más perecedero, algo del mismo orden, haciendo celebrar su juventud y
sus amores por medio de esta fiesta barroca en la que flotaba, a pesar de todo, un aire de libertinaje. Ese clima de
teatro y de fábula, en el que se transparentaban más alusiones de las que se comprendían, se alejaba mucho de la
razón y del equilibrio. Aunque las preocupaciones políticas no estaban ausentes, parecían buscar la gloria del
Rey en el brillo de las proezas y la atracción de los placeres. Esas jornadas se habían desarrollado distantes de la
capital, en un lugar del que hasta entonces casi se ignoraba la existencia. A comienzos de este siglo, el
historiador Lavisse señaló acertadamente que era más que una diversión de príncipe joven, era un esbozo de
opción, que los observadores podían preguntarse si luego no seguiría el reino. Se comprende muy bien que
Colbert, atento al. éxito de una política ambiciosa y gloriosa sin duda, pero basada en realidades concretas, haya
pensado que las grandes acciones del Rey necesitaban otro marco que no fueran esas frágiles maravillas. Su
primera tarea le pareció ser la de proporcionarle a Luis XIV, y en la capital, una morada digna de él, de sus
antepasados, tal que pudiera presentarse sin temor en el futuro. A esas ilusiones italianas que habían surgido
desde hacía veinte años, ora deliciosas ora detestables, según el humor de los pueblos y las circunstancias, ya era
hora de replicar con la realidad de una obra duradera. Se imponía terminar el Louvre. Pero ¿a quién confiar su
cuidado y dentro de qué espíritu?
Capítulo IV
Clasicismo y Barroco francés
Durante largo tiempo ha existido la tendencia a atribuir al orden político el mérito del Clasicismo francés
y de su triunfo, como el de la preponderancia de Francia en Europa, en el curso de un período que se extiende
desde 1660 a los años 1680. Actualmente, cuando se cree descubrir una explicación más justa en los fenómenos
económicos y en las corrientes de pensamiento que superan u orientan las voluntades individuales en lugar de
seguirlas, nadie se atrevería ya a achacar a un rey o a un ministro toda la responsabilidad de los éxitos alcanzados en su tiempo.
¿Cómo no observar que el período brillante del siglo de Luis XIV se desarrolla en un momento en que la
economía de Europa experimenta grandes dificultades? Se asiste entonces a una baja casi continua del precio de
los artículos alimenticios o de las producciones que forman la base del sistema, a una reducción general del mercado. ¿Cómo no iban a dejarse sentir sus efectos “retrasando u obstaculizando el impulso comercial y fabril que
Colbert trató de imprimir al país” según la acertada expresión de uno de los historiadores que mejor han estudiado estos fenómenos? A esto se suma el peso de una ambiciosa política, con exigencias fiscales que los pueblos
soportaban a regañadientes y contra las cuales se rebelaban constantemente.
Hay que admitir que estas dificultades no impidieron, sin embargo, grandes triunfos y que éstos, a su
vez, no pueden separarse de la voluntad que el Rey y sus ministros pusieron en obtenerlos. Una cosa contaba
para Luis XIV que confirman sus Mémoires pour l'Instruction du Dauphin: la voluntad de hacer un gran reinado.
Por tanto, toda negligencia le estaba vedada en cualquier terreno susceptible de interesar a su gloria. Ora tenía
que ocuparse personalmente de dirigir los asuntos, como la política extranjera, que le parecía el oficio particular
de un soberano, ora, en las cuestiones donde le hubiera resultado más difícil hacer él mismo una elección, la
razón le recomendaba una confianza prudencial, pero no ciega, en la opinión de las personas a las que sabía mejor informadas que él. Fue entonces cuando encontró a Colbert.
Ya se ha podido deducir, de las relaciones entre Colbert y Bernini, el afán del ministro por hacer del reinado de su señor algo excepcional. Esta ambición, empero, no le arrastraba a aceptarlo todo sin discriminación.
La gloria que para él constituía un ideal no era solamente la gloria de las armas. No admitía la jerarquía que
hubiera concedido el primer puesto a las acciones brillantes en el exterior y subordinado todo lo demás a las
exigencias de aquellas (en suma, la concepción de Richelieu). Concedía una importancia igual a las finanzas, a
las edificaciones, a las manufacturas, a los bosques, a la agricultura, a las letras y a los tapices de los Gobelinos.
Refiriéndose a éstos, Colbert declaraba un día a Bernini que el Rey tenía cincuenta años de vida ante él, durante
los cuales las cosas podían perfeccionarse mucho. Un factor esencial de su política era que consideraba al tiempo
como un aliado, lo veía plegarse a la duración de empresas pacientemente conducidas.
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Así pues, su mente metódica le obligaba a definir principios, bien él mismo, bien dejando que personas
más competentes lo hicieran en su lugar, pero principios lo bastante seguros para que su aplicación pudiese
llevarse a cabo en el curso de largos años de desarrollo y de acción. El mismo espíritu de continuidad, la misma
confianza en los buenos oficios de una doctrina ya definida han inspirado su política, una sola a pesar de sus
múltiples aspectos. Pensaba que únicamente circulaba, en el mundo, una cierta cantidad de oro y de plata. Por
consiguiente, el país de Europa que lo atrajese para su industria se convertiría en el más rico y el más poderoso.
Por un razonamiento análogo recomendaba a Errad que adquiriese para el Rey las obras antiguas o modernas que
se vendían en Roma, con objeto de llevar a Francia todo cuanto había de bello en Italia. Lo mismo que pretendía
instalar en París a los mejores fabricantes de paños de Flandes, a los mejores fabricantes de cristal de Venecia, a
los mejores orfebres de Alemania, quería hacer traer de Italia a los mejores artistas. Si enviaba a franceses a formarse en los talleres romanos era con la esperanza de que llegarían a ser tan eximios como los italianos. Superintendente de Obras a partir de 1664, Colbert reorganizó la Academia de Pintura cuya presidencia recibió Le Brun.
Confió a una pequeña Academia la tarea de componer o de verificar las inscripciones que se colocarían en los
monumentos en honor del Rey. Fundó la Academia de Francia en Roma, la Academia de Ciencias en 1666, más
tarde la de Arquitectura en 1671. Estos organismos definirían los medios de asegurar a las obras una calidad
superior, de hacerlas capaces de superar una moda pasajera y de alcanzar la posteridad, como las obras antiguas.
Forjado de acuerdo con tales métodos, el estilo de los artistas franceses se impondría como el mejor en la opinión de los hombres. Entonces, por buen juicio y por necesidad, las gentes del extranjero acudirían a Francia,
exclusivamente a Francia, para solicitar las enseñanzas que antaño se iban a buscar en otras naciones. Esta política concreta y lógica, subordinada a un propósito de gloria claramente vislumbrado, constituía ya un método
clásico al servicio de una idea que lo era mucho menos, puesto que esta voluntad de potencia contenía, heredada
de la antigua Roma y de la Italia del Renacimiento, más que inspirada en la fraternidad cristiana, un cierto paganismo, un egoísmo real o nacional cuyos posibles peligros igualaban a su grandeza. Aún así y todo, el Clasicismo francés se encuentra deudor de aquellos hombres que buscaban en él un elemento indispensable para su éxito. Ni Luis XIV ni Colbert pueden ser considerados como los creadores de un Clasicismo cuya elaboración había
comenzado mucho antes que ellos, y que ninguno de los dos poseían la suficiente competencia de definir. Todavía más: admitiendo que hubiesen podido hacerlo, su autoridad habría sido incapaz de plegar a su antojo la opinión del reino, si esta, por deseo propio, no hubiera estado preparada para acogerlo. Sea como fuere, sin ellos, el
Clasicismo francés no hubiera conocido jamás el mismo vuelo, sin la presencia de aquel Rey que encarnaba el
ideal monárquico de gloria, sin el celo de aquel ministro que daba ejemplo de trabajo para que los demás se sintieran arrastrados a secundarle.
Una lenta evolución había desembarazado, de tendencias diversas, a la mayoría de los principios que
iban a ser impartidos en las Academias. Pero, dado que no estaban constituidos en sistema y en doctrina, sólo
poseían el valor relativo y frágil de opiniones individuales.
En materia de arte, Le Brun se había convertido en el gran intérprete de la doctrina clásica. Sus ideas
comportaban una fe en el valor de los modelos antiguos; pero una fe justificada en razón y por argumentos de la
experiencia. Parecía evidente que los antiguos habían logrado un armonioso equilibrio entre la realidad, tal como
la presenta la naturaleza, y el ideal de perfección que puede concebir la mente humana. La razón recomendaba,
pues, no desviarse de la observación directa y no descuidar tampoco la anatomía. Más había que tender, por
encima de todo, a una expresión de nobleza y de conveniencia mediante una elección juiciosa, sin concesiones a
la fantasía o a la simple inspiración. Si Poussin aparecía a la sazón como modelo cuyos pasos seguir era porque
su obra se inspiraba cada vez más en la escultura antigua; en ella encontró nuevamente el secreto y la ciencia de
las justas proporciones. Félibien, otro portavoz de la Academia, proclama, poco más o menos en los mismos
términos que Boileau lo había hecho en el Art Poètique, la necesidad del genio, "luz del espíritu que no puede
adquirirse ni por el estudio ni por el trabajo". Pero, al mismo tiempo, establece el principio de que el genio, pues
de lo contrario corre el riesgo de tocar a su fin, debe ejercerse por medio de reglas, reflexión y asiduo trabajo.
"Hay que haber visto, leído y estudiado mucho para encauzar ese genio y para hacerlo capaz de producir cosas
dignas de la posteridad." La superioridad de los pintores romanos (aquí piensa en Rafael, pero la reflexión puede
abarcar a todos aquellos que se forman en Roma) dependía de que tenían ante ellos "la fuente inagotable de las
bellezas del dibujo en una bella elección de actitud, en la finura de las expresiones, en un hermoso orden de los
pliegues y en estilo elevado al que los antiguos han llevado la naturaleza". Así pues, Roma es escogida como
centro de estudios a causa de los antiguos y del Renacimiento, en lugar de Venecia, ciudad donde hay pocos
antiguos y donde la pintura ha triunfado, pero una pintura imaginativa, demasiado inspirada en la naturaleza, y
que proporciona sin duda, al aficionado una viva satisfacción, pero de calidad menos elevada. "Es una especie de
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creación que nos entretiene y desata nuestras pasiones." El color no es sacrificado, por principio, al dibujo, sino
que se convierte de cierto modo en su complemento, aunque este complemento sea necesario. La querella entre
los partidarios de Poussin y los de Rubens, la existente entre los discípulos del gran pintor clásico contra los
fieles del más grande de los barrocos, está contenida en germen en este orden de preferencias. En aquella época
críticos italianos alabaron a Colbert por la elección que hacia, por la doctrina cuya definición favorecía. Bellori
le dedica Le vite de’pittori; en dicha dedicatoria felicita al ministro por enviar a los jóvenes artistas franceses a
formarse en contacto con las obras antiguas, los arcos de triunfo, las columnas y el Capitolio. Bellori, admirador
del arte antiguo y del dibujo, rehusa el título de arquitecto a aquellos cuyo exceso de imaginación deforma
edificios y fachadas, rompiendo sus ángulos o retorciendo sus líneas. Habla poco más o menos del mismo modo
que Chambray. Blondel sostiene una opinión similar en su discurso pronunciado con motivo de la inauguración
de la Academia de Arquitectura, el 31 de diciembre de 1671, en la lección que imparte a continuación. Invoca la
autoridad de los teóricos, discípulos de Vitruvio, Vignola y Scamozzi, recomienda el respeto de los órdenes, la
justa observancia de las proporciones, la conveniencia en la elección de los motivos de ornamentación. No
extiende su admiración a los italianos modernos, ni a Pedro de Cortona, ni a Bernini. No lo desaprueba todo en
Borromini, pero al citar este nombre condena "al arquitecto que ha comenzado la iglesia de los Padres Teatinos,
en París, y que, queriendo seguir el ejemplo de Borromini, ha elegido sus prácticas más extravagantes".
El padre Guarini había proyectado, para Sainte-Anne-la-Royale, una iglesia barroca de planta central que
debía ser uno de los monumentos más interesantes de la capital y que quedó inacabado, víctima de la opción a
favor del Clasicismo.
Conviene recordar aquí la curiosidad y la simpatía que Guarini sentía por el estilo gótico. Blondel, por su
parte, permanecía hostil al arte antiguo de Francia que había proporcionado al genio francés una irradiación incomparable en Europa entera. Su idea de la arquitectura, aún sin ser siempre tan estrecha como se podría creer,
rechazaba las obras que no se atenían a ciertas reglas. No nos referimos a reglas sin más, puesto que tendría que
reconocer que el arte ojival había tenido las suyas, orgánicas y 1ógicas también; pero las auténticas, las únicas
reglas que podía admitir, eran las de la tradición de Vitruvio.
Guarini, más liberal, concedía a la arquitectura el derecho de ser lo más variada posible. Cuando se comparan sus opiniones y, por consecuencias de estas, el terreno ilimitado que se abría, de una parte, y el campo mas
restringido que se inscribía, de la otra, se mide todo el valor de una observación de Marcel Reymond: "De todas
las palabras que (el Barroco) ha dicho: belleza, júbilo, ternura, femineidad, y las de salud robusta, de fuerza y de
majestad, la palabra que continúa siendo para nosotros la más querida es la de libertad”.
Francia, en este último tercio de siglo, en tanto conservaba a su alcance, en sus diversas tradiciones, un
recurso infinito de modelos, optaba oficialmente por una doctrina a la vez atrayente y seria, que ofrecía el doble
mérito de elevarse hacia el ideal y de apartarse de la facilidad, pero también el peligro de reprimir todos los impulsos posibles y de vedar la audacia de las renovaciones.
La Corte y la ciudad; una Corte que es el centro de todos los favores, el único lugar donde se hace carrera, aunque ni se pertenezca, por nacimiento y por alianzas, al restringido mundo de los cortesanos; una ciudad a
la que hay que considerar como la capital, con sus complicados medios sociales de financieros, parlamentarios y
juristas, de burgueses del comercio y de la industria, de artesanos, pero que hay que ampliar a la élite provinciana, formada en los colegios, de un gusto un tanto atrasado con respecto al de París, aunque capaz, asimismo, de
seguir la producción literaria, de aceptarla o de rechazarla.
La Corte y la ciudad, de acuerdo en ocasiones, en pugna casi siempre, han consagrado la reputación de
los grandes escritores. Es la época de las grandes obras de Molière, de Racine, de La Fontaine, de Boileau, una
literatura de observación y de análisis, en la que el hombre ocupa el primer puesto, una composición equilibrada
sometida a una permanente exigencia de orden y de medida, una lengua que ha rechazado las imágenes brillantes
y el rebuscamiento del estilo barroco, que se ha vuelto concreta, sencilla, pero de una admirable flexibilidad,
capaz de seguir el pensamiento en todos sus matices. La posteridad admirará, en el fondo y en la forma, un
modelo clásico por excelencia. Mas los propios contemporáneos aprecian todo su valor, y muy pronto, en la
querella de los Antiguos y los Modernos, se alza la voz satisfecha de aquellos que, sin vanidad ni ridícula
jactancia, dicen: "Lo hemos hecho tan bien como los antiguos." Sin embargo, los antiguos habían dado ejemplo.
Para el género considerado noble, la tragedia, que debe tener la majestad de la historia, se escogen temas de la
Antigüedad romana y de la Antigüedad griega. Si ciertas alusiones parecen referirse a acontecimientos o a
personas contemporáneas, si hay demasiadas claves posibles —demasiadas tal vez, para las ingeniosas
investigaciones de los críticos de nuestros días— , no son estas alusiones ni estas claves las que aseguran el éxito
inmediato. El público francés del siglo XVII aprecia ante todo el arte de conmmoverlo y de complacerlo, la
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maravilla de hacerle sensible a las desventuras de esos grandes personajes semilegendarios, despertando su
simpatía por pasiones que comprende. En la comedia, la sátira y la fábula valora la descripción de las costumbres
y de las acciones humanas que a menudo le parecen injustas y malignas, pero en las cuales sabe que participa
también, porque el mundo de su época está hecho así y puede ser el de todos los tiempos. El placer de
comprender aportando un apoyo al arte de vivir, conduciendo todo este clasicismo a una satisfacción de la
inteligencia. Indudablemente, pero se trata de una inteligencia más vasta que la del razonamiento abstracto,
capaz de iluminar y de purificar la vida que pasa, de dar al corazón más empuje. Esa armonía entre las facultades
espirituales del hombre, la experiencia de la vida y la atracción de la forma, proporciona el secreto de ese
clasicismo interior, como lo ha llamado acertadamente, Antome Adam, y que no tiene nada que ver con el
academicismo y el conjunto de los procedimientos con los cuales se le confunde con excesiva frecuencia.
Mas en el momento en que aparecen estas obras, que la posteridad conservará después, para constituir
con ellas una especie de Thesaurus en el que los franceses de las generaciones siguientes aprenderán el arte de
bien pensar y de bien decir, otras corrientes podrían ahogarlas. Corte y pueblo: se inclinarían por Molière los
gustos del pueblo, de los espectadores de la cazuela que se mofan de los marqueses, y, por Racine, la Corte enamorada de la majestad solemne y antigua. En realidad, Molière necesita de la Corte y de la protección real. Racine, par su parte, no las busca menos. Los encargos reales piden comedias-ballet: El burgués gentilhombre, El
enfermo imaginario. No son, en origen, obras maestras menos perfectas que las piezas destinadas al teatro parisiense del Palais Royal. Ifigenia, la tragedia más estrechamente ligada al teatro antiguo, aquella cuyo tema comporta una gran lección y demuestra "que el cambio de las costumbres y las transformaciones de la sociedad apenas si afectan el fondo permanente de la sensibilidad humana", es representada primero en Versalles. Figura en
el programa de la extraordinaria semana de festejos de agosto de 1674, diez años después que los Plaisis de l'île
enchantée, en la que el Rey hace celebrar, esta vez, el triunfo de su política y de sus armas, la segunda y definitiva conquista del Franco Condado. No obstante, ¿qué sería del sufragio de la Corte si el público de París, a pesar
de las intrigas que rayan en el ridículo, no diese el suyo y no acudiese a llorar a su vez, a las representaciones del
Hótel de Bourgogne?
Junto al teatro en verso o en prosa, la ópera. En 1672 Lulli rescata de Perrin el privilegio de la Academia
de Música, fundada tres años antes, y se asocia con Carlo Vigarani para explotar este privilegio durante ocho
años consecutivos. Consigue el monopolio de las representaciones en verso con música en todo el reino. De la
pastoral con música surge la ópera francesa, cuya fórmula ha inventado el dúctil italiano. Le da como obertura
un prólogo, que canta las alabanzas del Rey, luego le confiere la construcción de la tragedia en cinco actos. La
orquesta desempeña un gran papel, pero la parte principal corresponde al recitado, a las arias que hacen que las
palabras resulten inteligibles. En toda la obra se mantiene un aire novelesco y galante de un espectáculo cortesano. Durante quince años, paralelamente a la dictadura de Le Brun sobre las Bellas Artes, se ejerce la de Lulli
sobre la música. Encarga a Quinault, y, más tarde, a Corneille, el libreto de sus óperas, a Bérain, los decorados y
los trajes: la serie comienza con Cadmo y Hermione en 1673, y termina en 1686 con Armida, cuya representación precede en algunos meses la muerte casi accidental de Lulli. Las óperas, que debían permanecer olvidadas
durante tan largo tiempo, le granjean a Francia la reputación hasta entonces reservada a la música de Venecia. En
Francia son seguidas con tanto fervor como las piezas de Racine o de Molière. Hay que pensar que Lulli ofrece
una ópera cada temporada, durante diez años en los que el teatro no puede presentar, justificadamente, ninguna
obra nueva, ni de Molière ni de Racine. El primero ha muerto en 1673, el segundo no produce desde 1677 (Fedra), habiendo renunciado al teatro para consagrarse a sus funciones de historiógrafo del Rey. Pero sobre todo,
como lo ha recordado Daniel Mornet, si se representaron en Francia, desde 1660 a 1699, durante cuarenta años,
aproximadamente trescientas cincuenta obras dramáticas pertenecientes a una docena de géneros diferentes,
fuerza es admitir que "por lo menos una vez de cada dos los contemporáneos de Molière y de Racine aplaudieron
obras dramáticas que estaban en mayor o menor desacuerdo con lo que, para la posteridad, debía representar el
teatro clásico”.
Así pues, la Corte y el pueblo coinciden en la consagración que confieren al Clasicismo, pero ni la una ni
el otro agotan en el Clasicismo todos sus gustos. Si el Clasicismo francés se afirma con características originales
que lo oponen al Barroco, no es menos cierto que se destaca sobre un fondo duradero de expresiones y de tendencias barrocas.
Libro III
Capítulo II
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Barroco imperial
Auf auf ihr, Christen! ¡En pie, en pie, cristianos! Continúa siendo la voz de cobre de Abraham de Santa
Clara, la que repica llamando a los fieles. Verano de 1683. Una ofensiva turca, desencadenada a raíz de las insurrecciones húngaras y transilvánicas, ha llegado hasta Viena. En la ciudad se abren las trincheras. Fecha perturbadora para la política europea: en estos momentos Europa se cree expuesta a las empresas del rey de Francia.
Explotando las cláusulas de los tratados que le han asegurado ventajas tan grandes como para dar por sentada
una preponderancia francesa (tratados de Westfalia, de los Pirineos, de Aix-la-Chapelle y de Nimega), Luis XIV
reivindica sin cesar nuevos territorios, haciendo valer los derechos que le asisten para ello y, allí donde no encuentra pretextos que justifiquen su acción, alegando la fuerza de la necesidad (anexiones de Estrasburgo y de
Casal). No quiere la guerra, pero tampoco la rechaza en lo más mínimo y despliega su poder militar como una
amenaza y una provocación. Los demás ceden ante él, porque le temen: ¿acaso no tiende a la monarquía universal? ¿De dónde vendrá la ayuda contra él? Inglaterra se muestra complaciente. El Emperador podría hacer algo si
Alemania se agrupase en torno a él, pero el más importante de los príncipes alemanes, el elector de Brandeburgo,
aconseja provisionalmente resignación. He aquí que en el frente oriental estalla la amenaza turca. La toma de
Viena equivaldría a dejar la ruta del imperio abierta al Infiel. El Papa Inocencio XI se alarma: amonesta a los
príncipes cristianos, los exhorta a reconocer el peligro que corre la cristiandad: la Media Luna contra la Cruz, esa
cruz que es la de los romanos, pero también la de los evangelistas y los ortodoxos. Polonia, cuyos territorios
están igualmente expuestos a la invasión turca, es la primera en tener consciencia del peligro. El rey Juan III
Sobieski concluye un tratado de asistencia con el Emperador. Él en persona toma el mando de su temible caballería. Al mismo tiempo, contingentes alemanes, proporcionados por los Estados del Imperio: Hannover, Sajonia,
Wurtemberg, Palatinado, Hesse-Cassel, Baviera, Anhalt, acuden a engrosar las filas, en los altos que dominan
Viena, del pequeño ejército imperial mandado por Carlos de Lorena. El 12 de septiembre de 1683 el ejército de
los cristianos, reunido, parece el de los Cruzados; el capuchino Marcos de Aviano, legado del Papa, predica al
estilo del carmelita Domingo de Jesús María, cuando la Montaña Blanca El rey Juan Sobieski, los príncipes alemanes católicos, Max Emanuel de Baviera y Carlos de Lorena reciben la comunión. Todos los ánimos están
decididos, y esta resolución, más que la ciencia de los estrategas, pone en fuga a las tropas del Sultán persuadidas como estaban de que no se produciría ningún combate serio antes de la primavera. Así pues, abandonan el
campo y, llenas de pánico huyen a la desbandada hacia Hungría.
Vanas discusiones de los historiadores, según sus preferencias ideológicas, cuando calculan el valor militar de la jornada, el mérito de la victoria, los celos inmediatamente surgidos entre los vencedores. Lo que sí es
seguro es el beneficio del resultado en provecho del Emperador. En adelante, sus ministros se afanaban por mantenerle un ejército fuerte que, bajo el mando del duque de Lorena y del margrave de Baden, se embarca en la
conquista de Hungría, recupera ciudades cada año y rescata Buda en 1686.
Plegarías en todas las iglesias celebraron el júbilo de la victoria. En Viena se organizaron fiestas. Multitud de estampas difundieron, de la forma en que lo harían las revistas de nuestros días, la imagen del Emperador
a la manera de un triunfador romano, sentado en un carro entre sus trofeos, arrastrando en pos suyo a los prisioneros musulmanes, los estandartes de cola de caballo y las altas siluetas melancólicas de los camellos, mientras
que en el cielo, en una gloria de nubes, la Iglesia le bendecía y le daba las gracias. Era el nuevo Constantino.
Poco importa que este nuevo Constantino, que no era militar, se hubiera quedado en Linz en tanto que los otros
príncipes rescataban Viena. Una parte de la opinión en sus Estados y fuera de ellos le atribuía la gloria del alto
hecho.
Este rescate de Viena, seguido de la reconquista de Hungría, abría un nuevo período en el que el sistema
territorial y político de los Habsburgo adquirió, en la coyuntura política, una fuerza que jamás había tenido antes
y desempeñó el papel de una gran potencia. Hasta la crisis de la sucesión de Austria, que la sacudió revelando
sus debilidades internas -sin derribarla, puesto que se rehizo y cobró más vigor— , transcurrieron cuarenta años
de éxito y de prestigio, uno de esos períodos en los que los territorios danubianos estuvieron a punto de constituir
un gran Estado y tal vez una patria, prolongando el Imperio y Alemania, aunque diferenciándose dentro de ella.
El sistema social que preconizaba hallóse reforzado; es decir la primacía acordada a la aristocracia y religiosa, a
los grandes dominios territoriales cuyo rendimiento económico mejoró, sin que se pensase en adaptar a las
nuevas circunstancias la suerte de los trabajadores que lo hacían vivir. Se trataba de un cierto paternalismo que
hay que comprender sin justificarlo, expresión de un mundo jerarquizado en el que la autoridad funcionaba, en
esencia, según un orden divino y natural, como la obediencia que la complementaba, la de los hijos a su padre, la
de los vasallos a su señor, la de los súbditos a su príncipe y de todos los poderosos a la ley divina. Una
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resolución de mantener las cosas tal como estaban a cada cual en la condición de sus padres un particularismo y
un espíritu de parroquia que carecían de cordura, con e! pretexto del buen sentido, de la experiencia y de una
cierta benevolencia familiar, un recurso exagerado a la costumbre y una creciente afición a la ostentación.
Impulsada por el hecho indiscutible de una vida mejor desde lo más alto a lo más bajo de la escala social y en
numerosos casos individuales, se creó la peligrosa ilusión de que todo estaba bien así, que se había obtenido un
orden sano y duradero, que bastaba ya con dejar que la máquina girase por sí misma alegando la imperfección de
la naturaleza humana y tapando con la excusa de la voluntad divina los fallos o las taras que no se podía dejar de
descubrir en aquélla. Estas circunstancias generales y la filosofía que de ellas se desprende han garantizado y
explican para el historiador, tanto en su conjunto como en particular, el logro de la civilización austríaca y el
nuevo auge del Barroco.
Mucho más que en el curso del período anterior, el Barroco adopta un carácter triunfal. ¿Se deja arrastrar
por esta corriente el propio Leopoldo I? De costumbres inalterablemente sencillas, siempre ocupado por la música donde su talento de compositor, por su armonía, su color y su variedad de invención, se sitúa al nivel de los
mejores de su época, se embarca en proyectos de los que hasta entonces parecía haber estado muy alejado. Igual
que al principio de su gloria Luis XIV había llamado a Bernini a París, Leopoldo, al ver que su potencia se afirma, invita a ir a Viena al autor del tratado de perspectiva, el fresquista deslumbrador de San Ignacio de Roma, el
hermano Pozzo6
Sin duda, el hermano Pozzo no ha dejado en Viena nada comparable a sus obras de Roma; pero ha pintado, con su soberbio estilo, el techo del palacio de verano de los Liechtenstein, en Rosau, en las afueras de Viena, y el talento del decorador jesuita brilla, en todo su frescor y su potencia, en la iglesia de la Universidad de
Viena, cuyo aspecto interior renovó. Ha bordeado la nave de una serie de columnas de mármol sustentando pequeñas tribunas con balaustres, luego, ornando la bóveda de artesonado, ha colocado en el centro una cúpula
falsa que parece elevarse o abrirse como una flor encantada, a medida que se penetra en la iglesia.
La huella romana es hasta tal punto fuerte que el visitante, si está también familiarizado con Roma, se
siente desconcertado y experimenta una emoción nostálgica: penumbra, espejeo de mármoles, incluso el olor, le
transportan a un santuario romano. Efecto de convergencias de civilización y de historia en un mismo lugar de
Europa: para llegar aquí ha sido preciso apartarse de las calles animadas y ruidosas de nuestra época y atravesar
la apacible plaza de Ignaz Seipel, situada entre el ala de la Vieja Universidad que mantiene el estilo austero de la
Contrarreforma, anterior al Barroco triunfal, y el armonioso palacio de Jadot (1755), de un Clasicismo sutil y
rebuscado. Obras tan diferentes que se podría rechazar, con respecto a ellas, una denominación común, pero que,
por el contrario, al pertenecer a un mismo mundo, demuestran la duradera riqueza de invención y de adaptación
del Barroco.
No menos significativa que el llamamiento hecho al hermano Pozzo es la invitación dirigida al arquitecto Fischer von Erlach. Como si ya no se contentase con el modesto castillo de Laxenburg, donde pasaba la estación de caza, y con el bonito retiro de la emperatriz madre Leonor, la Favorita, tan dañado durante el asedio,
Leopoldo pide a un arquitecto ya renombrado por las iglesias que había construido en Salzburgo un proyecto de
palacio para Schoenbrunn. Los planos son magníficos y se nota en ellos la intención de dar la réplica a Versalles
o de igualarlo: una imponente construcción sobre la colina (allí donde se alza actualmente la Glorieta), jardines
en forma de terraza y fuentes hasta el nivel de la llanura. Mas en esta fecha, a falta de recursos disponibles, porque las guerras contra el Turco o contra el rey de Francia absorbían una parte demasiado grande de ellos, Leopoldo aplaza la realización del proyecto. Corresponderá a sus hijos, los emperadores José I y Carlos VI, transformar la Hofburg, confiando a los Fischer von Erlach, padre e hijo, la edificación de un ala frontera al ala leopoldina, contrastando con ésta, por la amplitud de las proporciones, la majestuosidad de los pórticos, el ático
ornado de trofeos de la corona y preludiando el desarrollo del viejo palacio con un orden barroco. terminado,
bien es cierto, en el siglo XIX pero respetando la idea de los Fischer von Erlach.
Por su carácter personal, los dos emperadores, hijos de Leopoldo, han contribuido ciertamente más que
éste a la eclosión del Barroco triunfal. Las circunstancias, sea como fuere, se prestaban más a ello: Carlos VI
había vivido una experiencia española, cuando había sido competidor de Felipe V, si no en Madrid que sólo vio
de paso, por lo menos en Barcelona donde permaneció varios años. Allí se había iniciado en una nueva visión de
las cosas: política, economía, vida artística. Sobre todo cuando perdió España, los tratados de 1713 y de l714 le
conservaron Italia y Bélgica, y el de Passarawitz con los turcos hizo retroceder la frontera de sus Estados hasta el
6
Andrea Pozzo nacido en Trento en 1642, muerto en Viena en 1709. En sus cartas de Italia, el presidente de Brosses hizo gran elogio de sus obras.
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Save y el Aluta, en la pequeña Valaquia. Así pues, viendo Carlos VI el poderío de su casa rayar a una altura
jamás alcanzada desde Carlos V, podía pedir a los artistas que cantasen la gloria de la Casa de Austria.
A estos triunfos dinásticos hallábanse asociados generales, ministros, ricos desde antes, enriquecidos
todavía más por las liberalidades imperiales en recompensa de sus éxitos. Un indiscutible encumbramiento
económico, susceptible de mejorar las rentas de los dominios cuando éstos estaban bien administrados,
autorizaba generosos gastos en las construcciones. Tanto es así que, cuando visitó Viena en 1728, Montesquieu
pudo decir que el Emperador le parecía peor alojado que sus súbditos. ¿Qué carrera más triunfal, en efecto, qué
fortuna más rápidamente amasada y empleada con fines suntuosos que la del príncipe Eugenio, ese humilde
abate de Saboya cuya deserción había tolerado Luis XIV desdeñosamente y que, convertido en el vencedor de
los turcos y en uno de los liberadores de Hungría, a más de adversario a menudo afortunado del rey de Francia, a
quien en 1709 empujaba al desastre, podía desempeñar un papel de primer plano en los asuntos internacionales?
Mecenas abierto a influencias intelectuales que preparaban el Aufklärung, el príncipe Eugenio murió en 1736
habiendo sostenido con sus encargos el gran período de creación barroca. Mas lo que se dice de él podría
aplicarse a los jefes de las grandes familias nobles. Poniendo en práctica los principios de Eusebio de
Liechtenstein, hacían una cuestión de honor el edificar bellas moradas donde, si bien dedicándose ellos mismos a
una vida íntima muy sencilla como conviene a terratenientes, se complacían en el éxito de fiestas mundanas,
conciertos, banquetes y bailes, como en una necesaria manifestación de su prestigio. Gracias a la aristocracia
latifundista y a su filosofía general se estableció desde 1690 hasta mediados del siglo siguiente, incluso mas allá,
una curiosa emulación artística entre Viena y Praga. La primera, residencia principal del Emperador, es ya la
capital económica y administrativa de una monarquía que, según la frase del príncipe Eugenio, tiende a
convertirse en un todo; la segunda, con la aparición de nuevos palacios en el barrio de Malá Strana (algunos,
pero pocos, en la vieja y la nueva ciudad), se revela como una capital aristocrática. Sucede a veces que ciertos
poderosos
Barroco
tenganimperial
moradasy en
triunfal,
las dostanto
ciudades.
para la dinastía como para la aristocracia. Existe un tercer Barroco procedente de condiciones análogas: es decir, una ideología de prestigio a la cual los recursos territoriales le ofrecen
el medio de expresarse y de afirmarse, el Barroco de las abadías.
El ejemplo de Lecce es significativo para captar en su aspecto de fenómeno europeo esta forma de autonomía de las empresas abaciales o conventuales, en plena época barroca. Contradice una interpretación del Barroco abacial de Europa central, en el cual el aspecto triunfal solamente se asociaría a las victorias de la Contrarreforma sobre países protestantes. No cabe duda de que la religión católica ha recobrado influencia y prestigio.
Pero, tanto en los países de tradición fiel como en los de la reconquista, encontramos el mismo gusto general por
el aspecto ostentoso de los santuarios, mientras que las condiciones económicas del gran dominio territorial aseguran más recursos para estos gastos. De ahí la afluencia de monasterios barrocos en Alemania, en Austria, en
Hungría.
Cada abadía adquiere su propia fisonomía, que le viene de la alianza entre estas grandes preocupaciones
de orden teológico y apologético y las tradiciones particulares del lugar, la veneración de una imagen privilegiada, milagrosa o dispensadora de gracias, los recuerdos de los fundadores laicos o de los antiguos abades, el fervor de una devoción reciente. Así pues, para apreciarla debidamente y captar plenamente su mensaje, convendría
leerla como se lee un libro y examinar detalladamente su iconografía como las estampas de un misal. Sólo de
esta manera se puede comprender la etapa que representa en el desarrollo general del arte barroco y el testimonio
particular que aporta del ideal y de la sensibilidad religiosa de un grupo social, al cual prestaba un alma común,
una unidad espiritual.
De este modo, por lo que a la parte estética se refiere, se puede seguir una evolución, en el sentido biológico del término, que lleva de un Barroco impregnado de tradición italiana, si bien emancipado, pero netamente
triunfal, arrebatado de entusiasmo, a un arte más sinuoso, más delicado, más próximo, como se ha dicho, a la
porcelana que a la piedra y que sería el Rococó. Ottobeuren, en Suabia (1748-1767), participa de ambos estados
y es posible que sea de esta dualidad, ya que no se trata en absoluto de ambigüedad de donde obtiene su principal
efecto. Philippe Minguet lo ha subrayado con firmeza: "La iglesia de Ottobeuren, excepto el trabajo de los ornamentistas, es, a pesar de su fecha, tributaria de los esquemas barrocos". Pero es difícil, y Philippe Minguet lo ha
expresado mejor que cualquier otro, aislar una arquitectura y una ornamentación realizadas a la par, aunque arquitecto y decoradores tuvieran conflictos en ocasiones. En suma, se pueden admitir etapas cronológicas desde
1680 a 1780: las grandes abadías, las iglesias de Asam, en las que la decoración es un reflejo del teatro profano,
lo que no quiere decir que estén desprovistas de emoción religiosa; las iglesias de peregrinación, incluso anejas a
un monasterio (Birnau), que, por su aspecto no ya triunfal sino alegre, por sus colores vivos, por su suavidad,
simbolizan una religión de reconocimiento y de cánticos.
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Estas presentaciones, a la vez triunfales y macabras, sorprenden actualmente al historiador que las sabe
contemporáneas de un esfuerzo a todas luces notable para someter el culto de las reliquias a una crítica más razonable y más exigente.
Tres grandes arquitectos, Johann-Bernard Fischer von Erlach, cuyo continuador sería, con un temperamento diferente, su hijo Joseph-Emmanuel, Hildebrandt y Prandtauer. El primero, nacido en 1656, hijo de un
escultor de Graz, oriundo de Estiria por tanto, pasó dieciséis años de juventud en Roma, donde vivió en compañía de Carlo Fontana, sobrino y continuador de Bernini. Se permitió el placer de estudiar los monumentos de la
Roma barroca. Destinado a la escultura, escogió convertirse en arquitecto. Llamado a Viena en 1687, enseñó
dibujo al archiduque, quien más tarde, siendo emperador, le confió el cargo de inspector general de los edificios
de la corte. Mas su brillante carrera ya se había desarrollado en el Imperio. En Salzburgo edificó dos iglesias en
las que son evidentes las influencias italianas: la Trinidad (1694) y la Collegienkirche (1696). Ambas evocan,
aunque sin seguirla servilmente, la manera elegante de Borromini. Una fachada curva, una cúpula asistida de dos
torres: se piensa inmediatamente en Santa Agnese. Esto no quiere decir, sin embargo, como tampoco por lo que
se refiere al palacio de las Cuatro Naciones, en París, que el arquitecto haya copiado deliberadamente, antes
bien, es su espíritu lo que se aprecia en la fachada de la Trinidad.
Se ha atribuido a Fischer von Erlach el mérito de haber inventado un estilo nuevo, el estilo Imperio, en el
cual se habría obtenido la fusión de dos corrientes que, treinta años antes, parecían inconciliables: el Barroco
romano y el Clasicismo francés. Semejante interpretación resulta demasiado estricta. Cierto que Fischer, a falta
de una visita a París, conocía los álbumes de Marot y los planos de Le Vau. En su obra, Entwurff einer historischen Architektur, dio la medida de su cultura, desplegada a partir de la antigüedad egipcia y romana y de su riqueza de invención; a través de su experiencia y de sus observaciones llegó a captar la conexión necesaria entre
las obras capitales de los contemporáneos y la etapa histórica de la cual son el reflejo. Por consiguiente, Bernini
había sido el intérprete del papado triunfante de Urbano VIII y de Alejandro VII; los clásicos franceses, Le Vau,
Mansart, los de la monarquía francesa en la plenitud de su gloria; Wren, el de la potencia británica en el momento en que contenía la hegemonía del rey de Francia e iba a conquistar los mares. Al servicio, a su vez, de soberanos que tenían a la sazón fuerza y poder, de señores cuyo género de vida convertía en príncipes, guerreros prestigiosos y conquistadores como los héroes de la antigüedad, Fischer von Erlach experimentaba el sentido de su
vocación. A él le correspondía, pues, traducir las enseñanzas tradicionales de la arquitectura y de las artes en una
obra adaptada a aquella clientela ilustre, cuya imagen brindaría. La fuerza de aquel que es grande, unida al encanto de aquel que es amable. A la solidez y al aspecto imponente de lo que dura, sumar la gracia de lo que pasa,
como la música, el arte preferido de aquella sociedad. A falta de Schoenbrunn, del que sólo dejó los proyectos,
aunque muy bellos y evocadores, su hijo terminó, en materia de arquitectura civil, la Hoflburg, y, por lo que
concierne a la arquitectura religiosa, la Karlskirche.
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Estilo e iconografía
Contribución a una ciencia de las artes
Kan Bialostocki
Biblioteca de las historias Serie iconoclasta
Barral editores, S.A., Barcelona, 1973
«Barroco»: estilo, época, actitud
Cuando con motivo de las exposiciones de 1956 dedicadas al renacimiento y al manierismo se empezó a
preparar una exposición del arte europeo perteneciente a la llamada época barroca, se puso de manifiesto que los
participantes en esta fase preparatoria no se podían poner de acuerdo sobre el concepto «barroco europeo». Finalmente, la exposición fue inaugurada en Roma bajo el nombre de «Seicento europeo» y tuvo lugar entre diciembre de 1956 y febrero de 1957.
No obstante, en el subtítulo se encontraban los tres conceptos de estilo: realismo, clasicismo y barroco,
de tal modo que se puso de manifiesto la dificultad de definir el concepto de barroco de un modo más amplio. Ya
en 1950 Giuliano Briganti había hecho notar la poca confianza que inspiraba esta expresión y lo necesario que
era definirla de nuevo. En 1954 John H. Mueller sometió la utilización de este concepto a una crítica profunda
(sobre todo en lo que se refiere a su empleo en la música), llegando a la conclusión de que «la diferenciación
entre las diversas tendencias existentes durante el ‘período’ barroco debía ser el primer paso para llegar a una
determinación más exacta del concepto»; finalmente, John Rupert Martin se vio obligado a decir que «no existe
ningún estilo barroco unitario, sino que, al contrario, se debe afirmar que el siglo XVII se caracteriza por una
diversidad de estilos». Por esta misma época fueron publicadas numerosas monografías sobre pintores que habían sido considerados como maestros del barroco (Caravaggio, los Carracci, Guido Reni, Bernini), y el mismo
concepto de «barroco» fue nuevamente investigado en las asambleas científicas celebradas en los Estados Unidos, Suiza e Italia..
Todos estos hechos deben ser suficientes para demostrar la actualidad del problema. No se trata sólo de
que el concepto y su contenido se encuentran muy lejos de una interpretación unánime y de una ordenación definitiva, sino que además siguen siendo un objeto perturbador, y no sólo para los historiadores y teóricos del arte;
el barroco como «línea de fuerza cultural», como universo de formas, impulsa a los especialistas y teóricos de la
cultura a presentar medidas de valor siempre nuevas. Ya en 1929 Benedetto Croce dijo: «El historiador no puede
valorar el barroco como un elemento positivo, sino sólo negativo: como negación de todo el arte y de toda la
poesía, de una forma casi total. Se puede hablar de la época y del arte barroco, pero no debemos olvidar que el
verdadero arte no tiene nada que ver con el barroco, y que algo barroco nunca será arte. El barroco sólo es mal
gusto». Pero al mismo tiempo, el teórico español de la cultura Eugenio d'Ors recitaba sus «Letanías poéticas» en
honor del barroco, porque veía en él un arte verdadero y extraordinario.
I. Para comprender la confusión existente en el concepto de barroco, debemos recordar su historia, tal y
como es presentada por Heinrich Lützeler, o bien en los estudios más recientes y completos de Tintelnot.
Esta historia comienza ya con la propia palabra de «barroco», que en sí misma significa algo curioso e
inusitado, y sobre la que se basan en buena parte los reproches y los juicios defensivos que se han hecho sobre
él. Croce ha determinado el mismo sentido de la palabra desde el año 1570 aproximadamente, aunque no en una
significación de tipo estético. Y así, el adjetivo «baroque» aún se encuentra en el diccionario francés y es empleado en este sentido en los juicios emitidos sobre cuestiones estéticas, aunque sin establecer una relación clara
con las «formas artísticas». Ernest Chesnau utilizó la palabra en su informe sobre el Salón de 1865, refiriéndose
a la «Olimpia» de Mariet; por su parte, los pintores parisinos de 1900 consideraron la torre Eiffel como barroca.
Según algunos especialistas, la palabra procede de la expresión silogística Baroco, lo que por otra parte
no hay que descartar por completo; según otra suposición, la palabra procede de la denominación que daban los
portugueses a ciertas perlas de formas irregulares; sin embargo, esto no tiene la menor importancia para el desarrollo de nuestras consideraciones. Finalmente, el adjetivo adquirió un sentido estético en el siglo XVIII.
Al parecer, la palabra fue utilizada en las carpinterías para referirse a ciertas líneas mal trazadas de los
muebles, y los pintores empezaron a emplearla cuando hablaban de contornos quebrados e indefinidos: cuando el
presidente de Brosse empleó la palabra «barroco» en 1739 ante el Palazzo Pamphili, en Roma, su utilización era
aún una excepción. Pero desde mediados del siglo XVIII el sentido estético de la palabra cristalizó sobre todo en
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Francia, relacionándola con determinadas tendencias artísticas de los siglos XVII y XVIII. En la Enciclopedia de
Diderot se puede leer: «Barroco, adjetivo de la arquitectura, es un grado de lo estrambótico. Si se quiere es su
finura, o, si se pudiera expresar así, su forma máxima. La idea del barroco lleva consigo un alto grado de
risibilidad. Borromini ha dado los mayores ejemplos de lo estrambótico, y Guarini puede ser considerado como
modelo del barroco». Esta interpretación no tarda en extenderse también a la música y en 1768 Jean-Jacques
Rousseau escribe en su Diccionario de Música: «Barroco: música con armonías confusas, recargada de
modulaciones y disonancias, con un canto duro y menos natural, con una entonación difícil y tiempos
afectados».
El próximo paso es el de relacionar esta expresión de estilo con obras pertenecientes a una época histórica determinada, o sea desde finales del siglo XVI hasta principios del XVIII. Pero antes de que se empleara la
denominación de «barroco» para designar el arte de esta época, dicho arte ya había sido enjuiciado por los teóricos clásicos (sobre todo en lo que se refiere a la arquitectura), como Teofilo Gallaccini y Bellori. Como neoclasicista, Milizia ataca al barroco y relaciona el concepto con Borromini, Guarini, Pozzo, Marchione: «El barroco
es la forma máxima de lo estrambótico». Por otra parte, clasifica a los maestros del barroco en consecuencia:
«Borromini en la arquitectura, Bernini en la escultura; Pietro da Cortona en la pintura, y Marino en la poesía, son
como la peste del gusto». Esta fase del desarrollo encuentra su posición correcta en Jacob Burckhardt, cuando en
1855, en su Cicerone, no designa el arte barroco como estrambótico, inusitado y no armónico, sino que parte de
la denominación de «renacimiento exagerado». En Cicerone se puede leer: «El arte barroco habla el mismo lenguaje que el renacimiento, aunque se trata de un dialecto más salvaje».
La historia posterior del concepto de «barroco» se parece a la de los demás conceptos estilísticos que al
principio recibieron una valoración estética denigrante, como el gótico y el manierismo. Poco a poco, el barroco
se convirtió de «renacimiento degenerado» en una categoría estilística independiente. Este hecho se produjo
sobre todo hace unos 70 años; en 1887 apareció el primer tomo de la historia del arte del barroco, de Cornelius
Gurlitt (conocido también por sus investigaciones sobre el barroco de Sajonia), titulada Historia del estilo barroco en Italia, a la que siguieron otros dos tomos dedicados a Francia y Alemania; en 1888, Carl Justi publicó la
primera monografía monumental del gran maestro del barroco, Velázquez, y ese mismo año apareció la obra más
importante sobre todo el problema: Renacimiento y barroco de Heinrich Wölfflin.
II. Como alumno de Burckhardt que había sido, el futuro autor de Arte clásico se hallaba demasiado atado al ideal clásico como para que su juicio sobre el barroco pudiera encontrarse a la misma altura que el emitido
sobre el renacimiento; sin embargo, merece ser destacado su intento de definir el barroco como una realidad
independiente, con sus propias leyes. A partir de ahora, el barroco, valorado hasta entonces como un bastardo
degenerado del renacimiento, se convertirá en su antítesis dialéctica, dotado de sus propios criterios de belleza.
Wölfflin fue el primero en ofrecer un análisis inequívoco sobre el barroco, o, para decirlo mejor, de lo
que él creía era barroco. Partiendo de los hechos del arte italiano, emplea las dos categorías estilísticas, barroco y
renacimiento, desde el momento en que las considera en general como una percepción artística de las formas
básicas. Este diálogo de Wölfflin entre el renacimiento y el barroco tiene una cierta analogía con las ideas del
joven Nietzsche; el Nacimiento de la tragedia, publicada en 1872, contiene una clasificación muy sugestiva del
arte: «apolíneo-plástico y dionisíaco-musical». Por eso no es nada extraño que Wölfflin aplique sus categorías a
la música, obedeciendo a toda la ciencia musical alemana. La atribución de un carácter «apolíneo» al clasicismo,
y de un carácter «dionisíaco» al barroco aparece sorprendentemente aún en 1954, en la concepción historiográfica de Louis Hautecueur.
Esta etapa en el desarrollo del concepto de barroco, que se inaugura con la aparición en escena de
Wölfflin, tiene tres aspectos a ser considerados. En primer lugar, Wölfflin dio al barroco un lugar autónomo en
la historia de los estilos, desde el momento en que definió su naturaleza como tensión, dinámica, poderosas
dimensiones, sugestión de lo infinito y efectos pictóricos luminosos de lo misterioso. A través del desarrollo de
criterios muy amplios en la realización del análisis, hizo posible extender dichos criterios a otros campos de la
actividad artística y humana; partiendo de la idea de una polarización de la percepción de las formas, obtuvo el
concepto de la época y del hombre barroco. Finalmente, su concepto de la polarización del estilo justificaba los
más caros pensamientos de Nietzsche del dualismo de la inspiración artística, colocando con ello al barroco
fuera del desarrollo histórico. Por otro lado; Wölfflin no incluyó en su obra ningún capítulo dedicado al
«barroco» de la antigua Roma (aunque en este sentido podía haber seguido a su maestro Burckhardt que
descubrió elementos del rococó en un grupo de iglesias románicas alemanas). Pero otros historiadores no se
olvidaron de aplicar estas categorías al arte antiguo y gótico. El mismo Wölfflin se encargó de ampliar su teoría
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del estilo en su obra Conceptos básicos de la historia del arte (1915), donde presenta sus cinco conceptos de
estilo para definir las dos clases principales de la visión artística, la clásica y la barroca. Las categorías son bien
conocidas: 1. lineal y pictórica; 2. superficie y profundidad; 3. forma abierta y cerrada (tectónica y atectónica); 4.
pluralidad (coordinación) y unidad (subordinación); 5. claridad condicionada y no condicionada.
A pesar de lo mucho que podamos estimar la labor de Wölfflin como fundador de los conceptos de estilo, debemos admitir al mismo tiempo que la amplitud de su doctrina, la generalidad de sus categorías y sobre
todo su concepto formalista de las capacidades de percepción siempre en transformación (lo que representa una
oposición subjetiva a la Vida de las formas, de Focillon), no han hecho más que oscurecer el problema. Durante
el desarrollo posterior de estas ideas, los historiadores del arte obtuvieron los conceptos de época barroca, hombre barroco, forma de vida del barroco, y buscaron al mismo tiempo una base ideológica común para la totalidad
de tales problemas. Llegados a este punto, el concepto formalista de Wölfflin sólo serviría para arrojar más confusión sobre la cuestión. A pesar de algunos ejemplos tomados de diversos países europeos, Wölfflin construyó
su teoría basándose principalmente en el arte italiano. Después, sus seguidores, basándose entonces en la unidad
del proceso del desarrollo europeo, emplearon estas máximas para referirse a toda una época del arte y de la
cultura europeas. Subordinaron al concepto expresado por Wölfflin toda una serie de fenómenos muy diversos
que, condicionados por actitudes ideológicas y sociales muy diferentes, se apoyaban sobre tradiciones y gustos
contrapuestos. Es muy difícil encontrar, a la hora de estructurar y clasificar un período de 150 años de la cultura
europea, el suficiente número de puntos comunes, tanto desde el punto de vista estilístico como ideológico del
problema; ni siquiera la contrarreforma y el absolutismo existieron en el siglo XVII en todos los países de Europa.
Por otra parte, nosotros analizamos el concepto general de estilo, y queremos aclarar aquí que si se desea
emplear fructíferamente el concepto de estilo en la historia del arte, entonces no se le debe entender como una
totalidad de elementos formales. «El estilo es sobre todo un conjunto de formas de expresión con propiedades
características que ponen de manifiesto la naturaleza del artista y la mentalidad de un grupo. También es el medio de transmitir ciertos valores dentro de los límites de un grupo, haciendo visibles y conservando los que se
refieren a la vida religiosa, social y moral a través de las insinuaciones emocionales de las formas. Para los historiadores de la cultura y los filósofos, el estilo es la expresión de la cultura, que contiene la totalidad de los signos
visibles de su unidad». En este caso, ¿representa toda la cultura europea del siglo XVII una unidad homogénea?
Wilhelm Pinder introduce el concepto de generación en su metodología y utiliza el concepto de «Stillage» para
designar la situación resultante de la simultaneidad y actuación al unísono de diversas generaciones en la formación de un arte. Kautzsch quisiera ver en todo estilo el resultado de dos corrientes antitéticas, lo que nos recuerda
un poco la doctrina defendida por los representantes del materialismo histórico que ven en cada época cultural
dos corrientes antagónicas: una progresista, y otra reaccionaria. Desde luego que hay historiadores que consideraran el barroco como un bloque monolítico, como también hay otras épocas que son menos uniformes desde el
punto de vista del estilo; pero en la actualidad parece predominar la tendencia a fragmentar la «época». Las investigaciones exactas han conducido a divisiones cronológicas, topográficas y sociológicas de la categoría superdimensional que representaba el barroco.
III. Durante el primer cuarto del siglo XX la idea del manierismo tomó forma en el arte como una fase
de desarrollo independiente que ponía término al renacimiento, separándolo del barroco. Existe un hecho cada
vez más patente: el arte lleno de contradicciones, de inquietud y al mismo tiempo de virtuosismo y dominio, que
se cultivó en el palacio de los Medici en Florencia, en Praga alrededor de la corte de Rodolfo II, y en Fontainebleau, y que produjo una serie de monumentos como la Biblioteca Laurenziana, El Escorial, la Villa Giulia y el
Palazzo del Te, no es un arte ni renacentista ni barroco, sino un arte autónomo cuyo principal motivo ideológico
es la contrarreforma. Al mismo tiempo, la controversia entre Werner Weisbach y Nikolaus Pevsner ha demostrado que el manierismo no debe ser considerado únicamente como expresión de la nueva ideología de la Iglesia, al
menos bajo determinados puntos de vista, cuyos resultados siguieron actuando en el arte del Seiciento e incluso
del Settecento.
El reconocimiento del manierismo como una categoría «positiva» obligó a efectuar una revisión de las
categorías de Wölfflin, así como de todo su diálogo filosófico entre el renacimiento y el barroco. Hans
Hoffmann, un discípulo de Wölfflin, llegó a importantes conclusiones sobre el desarrollo del arte italiano en el
siglo XVI en su obra Alto renacimiento, Manierismo y barroco. En esta obra, que fue completada con otros
estudios, el erudito suizo desarrolla la categoría del «primer barroco», y analiza las diferencias entre las tres
fases del estilo del siglo XVI en todas las artes bajo los siguientes aspectos: espacio, estructura y luz. Según
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Hoffmann, las características del renacimiento son: espacio tranquilo, equilibrio y luz oscilante. El manierismo
es caracterizado por medio de la «fuga del espacio», la tensión, el alargamiento de la estructura y finalmente la
luz resbaladiza. En cuanto al barroco, hace notar un espacio estancado, contracción sobre sí mismo,
hinchamiento de la composición y una luz que lo inunda todo. Hoffmann sitúa la «fuga del espacio» del
manierismo entre la superficialidad del renacimiento y la profundidad del barroco; la perfecta pluralidad del
renacimiento tenía que ser destruida por el manierismo, para que el barroco pudiera crear la nueva «unidad»:
dinámica.
A la definición del manierismo siguió la del primer barroco. Desde este punto de vista merece la pena
dedicar una atención especial a los estudios de Walter Friedlaender; frente al arte anticlásico del manierismo
opuso el arte antimanierista de alrededor del año 1590. El final del siglo XVI y los comienzos del XVII, o sea el
período comprendido entre los años 1590 y 1615, es un período artístico uniforme que se manifiesta como una
fuerte reacción frente a la vaciedad del manierismo, que se hizo tan patente en la pintura, sobre todo en Roma
(en los demás centros artísticos no se nota esta fase con tanta claridad). Esta doble forma de reacción, que se
expresa en el naturalismo de Caravaggio y en el academicismo de los Carracci, ha sido sometida a profundas
investigaciones; de este modo salieron a la luz las ideas de los dos teóricos del movimiento, Agucchi y Bellori.
La originalidad artística es bien patente; se nos muestra en la nueva actitud de Caravaggio con respecto a
la naturaleza, y en la interesante interpretación que hace el joven Bernini de los Carracci. En el programa teórico
de Agucchi y de Bellori, la «idea» del artista se convierte en fuente de la creación artística (como en el caso de
los manieristas), pero apoyada en la naturaleza (como en la estética renacentista). Esta teoría sería el fundamento
de la posterior estética clásica. Entre las dos escuelas, la «naturalista» y la «academicista», existe algo en común:
su repulsa contra el manierismo y su solidaridad con el alto renacimiento. Caravaggio se inspira en Giorgione y
Lotto, mientras que los Carracci se inspiran en Rafael y Tiziano. Galileo Galilei, el pensador más representativo
del primer barroco en el campo del humanismo, muestra una actitud similar; critica el manierismo de Tasso y la
teoría de Kepler, mientras que valora muy alto a Ariosto y la filosofía de Copérnico.
Nos encontramos aquí con el problema clave del primer barroco. En pintura, no hay la menor duda de
que éste comienza con Caravaggio, los Carracci, el joven Rubens, Elsheimer, Lastman, Fetti, Liss y Strozzi. Sin
embargo, la cuestión ya se complica más en el campo de la arquitectura y de la escultura, donde el primer barroco se halla fuertemente unido con el manierismo. Para Chastel y Pevsner, la iglesia de Il Gesù de Roma (comenzada en 1568) es una obra manierista, aunque aún deriva del renacimiento. Zürcher y Hoffmann ven elementos
de ambos estilos en las obras de Vignola y della Porta: manierismo y primer barroco. Este hecho es característico. Nos muestra lo imperfectos que son nuestros criterios. Se determina que una iglesia tan importante para la
arquitectura posterior, un modelo extendido por toda Europa por los jesuitas y por la contrarreforma victoriosa,
no es más que un «bastardo» y el ejemplo del nuevo estilo. Lo «nuevo», o sea lo colosal y lo monumental, está
implícito en el espacio interior de la idea de cúpula, mientras que en la fachada, de acuerdo con el manierismo,
se expresa en la idea del eje central, en donde se evita el «movimiento» y la plasticidad del barroco. La concepción neoalbertiana solo se libera de los acentos manieristas en la iglesia de San Andre della Valle (tan evidentes
en El Escorial, por ejemplo).
Zürcher ha indicado felizmente la aparición de la plasticidad y del volumen en movimiento en la obra de
Vignola. La rigidez de la «presión en la arquitectura, tan característica de esta época tan torturada, así como la
relación de su contenido con la ideología de los jesuitas, han contribuido a que a esta arquitectura tan rica en
elementos manieristas se le de el nombre de «estilo del concilio de Trento» (o estilo trentino), expresado por
primera vez por el erudito español Camón Aznar para su «primo barocco».
Sin embargo, la reflexión puramente formal del teórico suizo no parece conducir a ningún lado; ya que
sólo una concepción formal e ideológica al mismo tiempo, que tenga en cuenta los aspectos geográficos, cronológicos y sociales, puede aclarar esta situación tan difícil que se produce en la arquitectura de finales del siglo
XVI y principios del XVII.
La amplia definición del barroco ha sido atacada también en otros puntos. Desde 1921 Hans Rose fragua
el concepto de barroco tardío, predominante en Francia y en los países sometidos a su influencia entre los años
1660 y 1760 —aunque en cualquier caso sobre una base clasicista—. Esta concepción no satisfizo a los franceses
porque, sobre todo, no podía explicar el arte de la primera mitad del siglo XVIII, dominado por el rococó. Por
otra parte, éste exigía una definición más exacta. Es la época en que el barroco y el rococó experimentan un gran
florecimiento en el sur de Alemania y en los países eslavos. Si el concepto quería denominar una fase estilística
independiente, tenía que ser tan amplio que incluyera no sólo a Sanssouci, Wies y obras de Kändler, sino
también a Maulbertsch, Boucher, Watteau, Guardi y Gainsborough. En 1956, Paul Hofer opinó: «El rococó ya
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no es barroco... Los divertimenti de un neomanierismo, de una musicalidad y espiritualidad sublimes, ya hace
tiempo que no son cultura plástica en un escenario que se ha convertido en algo tan poco profundo». Desde
luego, es muy difícil encontrar algo en común entre la columnata de Bernini en San Pedro y el Zwinger de
Dresden, al igual que entre el refinamiento del espacio de un Borromini y las paredes lisas de cristal de los
palacios rococó, aunque sólo defendamos un punto de vista puramente formal.
Pero más complicada aún que la situación cronológica es la geográfica en relación con la amplia extensión que experimentó el lenguaje artístico del barroco tardío durante la segunda mitad del siglo XVII y la primera del XVIII por los países europeos del este y del oeste. Quedamos asombrados ante la similitud de la arquitectura barroca de los países latinoamericanos con las obras de Dientzenhofer, ante las analogías existentes entre el
barroco polaco de las fronteras orientales de aquella época y la riqueza ornamental de las iglesias mexicanas y
brasileñas. Los recientes intentos de abarcar el desarrollo de la arquitectura barroca tardía en la Europa oriental
dentro del conjunto del estilo, han hecho aparecer cuestiones inesperadas hasta ahora, demostrando que debemos
revisar las concepciones sobre la última- fase del barroco. Todo parece indicar que unas investigaciones más
profundas sobre el arte del siglo XVIII nos conducirían a una definición más exacta del arte de la primera mitad
de este siglo, que en tal caso debería ser considerado como una fase estilística autónoma que no podría ser llamada ni «barroca», ni «rococó». Sin embargo, las cuestiones geográficas antes citadas nos obligan a admitir que
el barroco no representa una época homogénea del arte europeo, aún cuando lo delimitemos cronológicamente.
IV. El problema más importante en cuanto se refiere a la división topográfica de la época nos lo plantea
el arte francés del siglo XVII. Los historiadores franceses prohiben desde el principio la utilización de la palabra
«barroco» para referirse al arte de la época de Luis XIII, Luis XIV y Luis XV, manteniéndose apegados a la
denominación general de «clásico», o bien a la división convencional establecida según los períodos de gobierno
de cada uno de los reyes, que se refiere más bien a la definición de una moda que a la de un estilo. Pierre Lavedan dice lo siguiente sobre el barroco en L'Architecture Française: «No podemos aceptarlo para Francia, porque
su papel consiste precisamente en oponerse al barroco».
Y, sin embargo, diversos manuales de historia del arte citan Versalles como un ejemplo de residencia barroca. En numerosos y amplios estudios sobre el siglo XVII se habla del barroco y del clasicismo como dos corrientes de la época que se interfieren, pero cuyo carácter básico difiere entre la católica Francia por un lado e
Inglaterra y Holanda por otro. Este hecho se presenta con bastante claridad en la arquitectura: la de Francia, Inglaterra y Holanda es más rígidamente racionalista y está más de acuerdo con las obras académicas del siglo XVI
que la arquitectura de Italia, España y el sur de Alemania. Por otra parte, en Francia también existe la catedral de
Versalles, la de La Rochelle, la iglesia Val-de-Grace (con su altar que refleja la influencia de Bernini) y los frescos de la cúpula de Mignard; en Holanda tenemos el ayuntamiento de Amsterdam, y en Inglaterra los edificios
de Wren y Vanbrugh. El llamado clasicismo no es, desde luego, la única corriente, aunque sí la predominante. El
mismo problema nos encontramos en la pintura, como ha demostrado un breve pero profundo estudio de Charles
Sterling sobre la pintura francesa. Sterling subraya la riqueza de las tendencias y de la expresión hasta que la
academia dirigida por Luis XIV dio rienda suelta al desarrollo de las individualidades.
En el Museo Nacional de Varsovia se encuentra una pintura de Daniel Seghers, «Los jesuitas de Amberes», en donde representa un «monumento» dedicado a Poussin; el cuadro opuesto se encuentra en el Museo de
la Universidad de Princeton y representa a Rubens; ambos pintores han sido retratados en forma de medias figuras, rodeados de guirnaldas de flores: Poussin como bajorrelieve y Rubens como pintura. Así pues, tenemos una
representación de los dos maestros de corrientes contrapuestas de la pintura, y una especie de ilustración precoz
de la disputa entablada entre los «poussinistas» y los «rubenistas». Pero esta contraposición sólo fue posible en
estos dos cuadros y en las disputas entabladas después de la muerte de ambos artistas, porque en realidad no era
tan grande la oposición entre Rubens y Bernini por un lado, y Poussin, «el maestro del clasicismo», por otro. Se
ha resaltado en numerosas ocasiones la patente pluralidad del «clasicismo»: el de Poussin no era ni el de Rafael,
ni el de Ingres; en cada uno de estos casos llevaba implícito el sello de su tiempo. Para tener una idea clara sobre
la escasa efectividad de una división rígida del arte del siglo XVII en barroco y clasicismo, sólo hay que comparar al principal representante del arte clasicista, Poussin, con Bernini, el patriarca del barroco romano.
Poussin estaba muy lejos de despreciar a los artistas italianos pertenecientes al «barroco»: valoraba por
igual a Valentin de Boullogne (su repulsa contra Caravaggio tiene, en mi opinión, motivos de tipo personal y
social) y a Bernini. De hecho, en la obra de Poussin es claramente barroco el primer período de su actividad
artística, cuando estaba profundamente impresionado por la tradición colorista veneciana (sobre todo de
Tiziano), y por obras llenas de dinamismo y de inquietud, como «El martirio de San Erasmo» en el vaticano, o
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«la matanza de los santos inocentes» en Chantilly. ¿Y qué se puede decir de los dibujos de Poussin, de su
lenguaje impresionista, rico en contrastes y sugestivo, que no determina nada con exactitud, de esa intuición del
espacio paisajístico que se expresa en la mayor parte de sus bocetos y que consigue por medio de una línea
etérea, temblorosa, semejante a un hilo de lana? ¿Cómo se puede llamar a la «ultima maniera» que dio Poussin a
una obra como «Apolo y Dafne»? En los «Pensamientos sobre la pintura», ya citados aquí, y recopilados por
Bellori, Poussin explica la naturaleza de la «grande maniere». Está «compuesta de cuatro cosas: el material, la
concepción, la forma y el estilo». Y más adelante dice: «Al fin y al cabo, el estilo es algo personal, una
determinada costumbre de pintar y dibujar, que sólo se puede desprender del talento especial de quien lo hace y
de la utilización de la idea; este estilo, al. que también se puede llamar manera o gusto, es una cuestión de la
naturaleza, al igual que la inteligencia». Aunque esta definición está tomada de la obra Dell'Arte Historica, de
Agostino Mascardi (1636), podemos suponer que Poussin la toma como propia. Aquí se describe con exactitud
el talento personal, la capacidad subjetiva y la relación entre el sujeto y la idea, confirmando así la presencia de
elementos barrocos en su mundo artístico.
Dirijamos ahora nuestra atención a Bernini, quien fue acusado durante su estancia en Francia de rechazar
el clasicismo francés. Sus ideas, conocidas a través del diario de Chantelou, justifican nuestra suposición de que
el maestro romano no se hallaba tan lejos de la teoría francesa porque, al igual que los franceses, pensaba que el
estudio del arte antiguo debía preceder al de la naturaleza. También creía que el ejemplo de un gran maestro
enriquecería la experiencia de un artista joven; para no caer en el eclecticismo, tuvo que «Barroco»: observar y
escuchar a los grandes, para luego llevarlo a la práctica», según sus propias palabras. También estaba de acuerdo
con los franceses en lo que se refiere a la elección de los artistas dignos de ser tenidos en cuenta. Además de los
antiguos, eligió por lo menos a Rafael, Tiziano, Annibale Carracci y Poussin. En el aspecto social exigía que el
artista se encontrara al servicio de un mecenas, pero a condición de que éste supiera valorar correctamente el
papel de su arte. Bernini también estaba de acuerdo con la doctrina académica sobre la importancia del decorum
y del costume y en ocasiones era incluso más rígido en este aspecto que los propios franceses (como por ejemplo
en su crítica contra Veronese y Bassano).
Las ideas de Bernini ya eran menos claras en lo que se refiere a la imitación; no obstante, el precursor
del barroco coincidía con los clasicistas cuando veía la tarea del arte en «multiplicar lo hermoso» y «en evitar lo
odioso». Bernini exigía: la dignidad de la idea, el dibujo-diseño que ya se había convertido en una tradición desde el manierismo, su perfección, su claridad de la concepción y precisión y calidad de la ejecución. Creía que las
construcciones monumentales debían ser «de una gran unidad y de una perfecta sencillez». Consideraba que el
secreto de la belleza estaba en la «proporción». De hecho, Bernini admiraba las imágenes de Poussin porque en
ellas se materializaba este postulado estético, y reconoció su especial importancia para la pintura de caballete;
estimaba al pintor francés por sus ideas y por la concepción intelectual de sus cuadros. Seguía los principios
académicos hasta en la crítica de las obras arquitectónicas, cuando, por ejemplo, censuro las tumbas reales de
Saint-Denis por su «escasa invención», y sus «pequeñas maneras».
Esta actitud opuesta nos muestra que la contradicción entre el clasicismo y el barroco italiano no se encontraba en los principios teóricos, sino en el «estilo», en la forma e interpretación individual de las teorías clásicas, en los diversos postulados que no sólo caracterizaban la actitud personal de Bernini, sino la de todos los
maestros del barroco, cuyo propósito principal era el de «impresionar al espectador». Las proporciones ideales
debían ser transformadas en la escultura con objeto de impresionar más al espectador, y, así, la mano extendida
en el espacio debía ser más grande de lo que era en realidad.
Pero lo curioso es que, tras la superación de las diferencias (y en Poussin también se pueden encontrar
postulados tan subjetivos), se comprueba lo cerca que se hallaban en sus teorías los maestros del barroco y del
clasicismo. De aquí se desprende una doble conclusión: 1°. un debilitamiento del antagonismo entre la corriente
clasicista y la barroca; 2ª. la división interior de los artistas barrocos, que en la teoría se mostraban básicamente
de acuerdo con las ideas clásicas y racionalistas. Hofer subraya correctamente en el arte de Bernini la conjunción
de los elementos: «el orden rígidamente racional de las fachadas de los palacios clásicos» (como en el boceto del
Louvre de 1665), y la «exuberancia del tabernáculo de San Pedro». Este dualismo existe desde el principio del
barroco: pensemos solamente en las obras de arte tan contrapuestas que pudieron aparecer en Roma durante el
primer decenio del siglo XVII: obras de los Carracci, de Caravaggio, de Rubens, y de Elsheimer.
También se han llevado a cabo diversos intentos de definir esta época desde el punto de vista social.
Grautoff dividió el arte francés en dos corrientes: la «oficial» y la «burguesa»; otros críticos hablaron de
«clasicismo parisién» e de «realismo provinciano». También en Italia, cuna del barroco, ocurrió que la estructura
social, política y cultural creó condiciones totalmente diferentes, al igual que en todo el arte europeo. Esta teoría
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se emplea sobre todo en relación con el arte «burgués» holandés. Pero hoy, cuando descubrimos elementos
barrocos cada vez más claros en las obras de Poussin, también establecemos muchas analogías entre la pintura
holandesa y el barroco. No sólo Rembrandt, a quien Schmidt-Degener opuso al barroco holandés, nos parece
hoy muy barroco, sobre todo en su primera fase expresiva, pero también en su período contemplativo, llamado
clásico, sino también el caravaggianismo de Utrecht, el luminismo de Vermeer, la riqueza de Steen, la alegoría
de van de Venne. Igualmente patentes son los acentos religiosos, y a menudo católicos (como por ejemplo en
Dujardin), así como los elementos monárquicos y absolutistas. Los estudios sobre las decoraciones en Huis ten
Bosch y el artículo de Slive sobre el papel del protestantismo en la pintura holandesa han aportado importantes
correcciones a este esquema sociológico abrumado de cuestiones por parte de Taine. Numerosos intentos de
interpretación de los cuadros de Vermeer, de la naturaleza muerta y de las escenas de género, muestran su gran
riqueza alegórica. Las más recientes investigaciones sobre Rembrandt demuestran que el gran pintor holandés se
basó a menudo en los libros de emblemas y en los gráficos codificados de los libros iconológicos. Estos hechos
aportan una nueva luz en la interpretación de ese arte que, para los positivistas del siglo XIX, sólo había sido una
imagen lírica reflejada de la realidad. Con el creciente conocimiento de los artistas, las obras y los mecenas,
también aumenta la problemática de la división en categorías. Pero a pesar de esta desmembración y de la
desconfianza frente a la definición del barroco, existen algunas tendencias que se diferencian de todas las demás,
como el realismo en el arte de Caravaggio y de sus seguidores holandeses, el clasicismo de los Carracci y de los
franceses, y el arte decorativo, impresionista y dinámico de Bernini, Velázquez o Rubens —o sea todo el arte del
siglo XVII. Es cómo si un buen conocedor dijera: esta pintura, esta escultura, este edificio proceden del siglo
XVII, y téngase en cuenta que de vez en cuando hay que considerar la opinión de los buenos conocedores, sobre
todo cuando los teóricos no encuentran ninguna solución. E1 terminus technicus es lo de menos importancia. Se
trata sencillamente de una época, cuya cultura suele ser denominada barroca; y quizás sea correcto hablar de un
barroco clasicista, realista y decorativo, como exige Luigi Salerno.
V. Cuando nos servimos de la expresión «barroco», para determinar todo aquello que caracteriza al siglo
XVII, nos encontramos con que esta palabra no sólo designa un estilo, en el sentido original de la expresión. Al
contrario, se trata de fenómenos que se llevan a cabo en la «época barroca». Como el propio concepto fue creado
tras la generalización de observaciones formales, deberíamos definirlo ahora desde un punto de vista fundamental. Si «barroco» ha de ser un concepto fundamental que contenga todos los problemas de forma y contenido
artísticos del siglo XVII citados más arriba (e incluso otros fenómenos que van mucho más allá de los verdaderos hechos de las artes plásticas), entonces este concepto no debe sobrepasar las ideas y los modos generales de
la percepción. En tal caso, el barroco no puede ser definido a través de formas visuales, acústicas o literarias,
sino sólo por medio de formas de comportamiento humano muy importantes y típicas. Sólo bajo esta condición
podría tener sentido la expresión de hombre barroco, y en este caso, la expresión sólo podría ser utilizada para
referirnos a las obras más representativas, como opina Stechow.
En su obra Aportaciones a la historia estilística del primer y alto barroco, Pevsner emprendió hace más
de treinta años un intento en este sentido, con objeto de superar las analogías ideológicas demasiado generalizadas que había presentado Weisbach, con el sentimiento religioso de la contrarreforma, o Viëtor, con el sentimiento del absolutismo. Pevsner pretendía basar todos los hechos artísticos, ideológicos y políticos en una sola
categoría, que él llama estilo de vida. Pero, como muy bien apunta Mueller, un procedimiento de esta clase sólo
es un circulus vitiosus: primero se generaliza el análisis de las obras, otorgándoles la categoría de un espíritu del
tiempo o estilo de vida, que después se aplica a las mismas obras. Por otra parte, Pevsner sólo se ocupa de la vida
política y religiosa; partiendo de las conclusiones que obtiene, presenta entonces hechos artísticos. Concibe el
concepto de estilo de un modo extraordinariamente amplio cuando escribe: «La unidad del estilo no significa un
concepto estéril de la identidad, sino un sentimiento común de la vida, cuya naturaleza es diferente del sentimiento preexistente y del que existirá después. Todos los portadores de este sentimiento están entrelazados por
determinadas ideas fundamentales, independientemente de todas las posibles oposiciones relacionadas con las
ideologías y la forma artística».
Para Pevsner, las ideas principales del primer y segundo barroco son: materialización, sensibilización y
secularización en el campo religioso, lo que condujo a la «teatralización» de las formas artísticas, típicas del
barroco. El «proceso ético» del ennoblecimiento de las costumbres entre protestantes y jansenistas; el continuo
contacto con lo infinito, que no se produce sin una cierta conexión con el concepto filosófico y científico de lo
infinito; la confianza en la naturaleza, y su verdad, que puede ser conocida por los hombres; la confianza de que
la moral «natural» condiciona —e1 vivere secundam naturam (vive de acuerdo con la naturaleza) de Charron y
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de los antiguos estoicos—; y el sistema de las diversas ciencias y de la cultura. Todo ello forma los problemas de
esta época. Pevsner también ha emprendido la difícil tarea de clasificar el arte y la literatura francesa del siglo
XVII; tras aceptar la tesis de Rose, que adscribía la segunda fase del «clasicismo» francés (después de 1660) al
barroco tardío, Pevsner pretendió extender el concepto de barroco a la primera fase clásica (entre 1630 y 1660).
Oponiéndose a Wölfflin y a Brinckmann buscó elementos no armónicos y no clásicos en la cultura francesa del
segundo y tercer tercios del siglo XVII. Apoyándose en Klemperer, subrayó su aspecto apasionado y dramático,
que aparece en contraposición a la «Raison»: se trata aquí de la lucha contra las «pasiones», existentes en la
tragedia francesa, y la identificación de lo «irracional» con lo «antinatural», introducida por Boileau, que
Pevsner considera como la colocación de una máscara clásica sobre los sentimientos. En sus conclusiones finales
presenta una analogía entre el carácter retórico del arte francés y el estilo de la poesía barroca del Seicento
italiano, desde el momento en que no existe ninguna gran diferencia entre la concepción básica de la vida en el
barroco primero y tardío por un lado, y la actitud existente en la cultura francesa del segundo tercio del siglo
XVIII por el otro.
John Rupert Martin ha intentado recientemente presentar de nuevo teorías similares, basándose en el
concepto ideológico del «barroco», y, al parecer sin tener en cuenta los trabajos de Pevsner, Martin subraya la
necesidad de considerar el arte barroco desde el aspecto del contenido. Según él, la primera categoría del barroco
es el naturalismo, considerado como reacción frente al manierismo; teóricamente, este naturalismo encuentra su
expresión en la filosofía aristotélica del arte de Bellori —el más importante teórico del arte durante el siglo
XVII—. Caravaggio, Rembrandt, Rubens, los holandeses y los representantes de la ciencia y de la filosofía aceptan esta nueva actitud frente a la naturaleza. La differentia specifica de este naturalismo es una tendencia hacia la
alegoría; según Martin, el «equilibrio entre el naturalismo y la alegoría» es una de las características del barroco.
Otras características son menos predominantes, como el interés por la psicología, la visión y el éxtasis, la muerte
y el suplicio. No obstante, los elementos más importantes del arte barroco son la sensación de infinitud y el empleo de la luz como medio de expresión. Esto es lo único que tienen en común Rubens, Poussin, Bernini y Puget—porque Martin es escéptico en lo que se refiere a la unidad del barroco. El historiador de la literatura Helmut Hatzfeld declara que el problema principal de la época es «una conexión de los elementos perceptibles, realistas y psicológicos, más evocativa que narrativa, introducida en la abstracción heredada del renacimiento».
Fritz Strich, otro notable historiador de la literatura barroca, cree que lo más importante de esta época se
encuentra en la tensión existente en el ámbito de los sentimientos y de las tendencias: por una parte la vanitas, la
sensación de fugacidad y frivolidad del mundo; por otra parte, y como una especie de compensación, el afán de
vida sensorial inspirado en la antigüedad, el carpe diem. Por el contrario, Hans Barth opina que frente a la vanitas hay una gran preferencia por la representación y la suntuosidad. Por ello trata de probar en relación con el
carácter barroco de la filosofía de Leibniz que la época está representada por la categoría de la «tensión» entre
los conceptos de «tiempo» y «eternidad», de «relatividad» y «estabilidad», de «nulidad humana» y de la «universalidad de Dios».
En su libro The Age of the Baroque, Carl Friedrich afirma que la época se caracteriza por una «insaciable
sed de poder». El hombre es consciente tanto de su fuerza como de sus debilidades; esto ya lo había dicho con
claridad Hobbes en 1651: «La vida humana es un afán continuo, que llega hasta la muerte, por alcanzar el poder» (Leviathan, 1651).
Este elemento tan general es, sin duda alguna, una de las características principales de la época. Pero,
como ya hace notar Stechow, esto ya era conocido en el renacimiento, que tantas cosas tiene en común con el
barroco. Una vez más, se confunden aquí los límites entre las dos épocas. En general, la siguiente fórmula de
Stechow parece ser aceptable: lo importante para la actitud barroca no es sólo la conciencia de dominar la tierra,
sino también la voluntad de conseguir un equilibrio entre los poderes religioso y secular (recuerdo del renacimiento), junto con un elemento tan característico del barroco como es la «conciencia del estilo», y de la voluntad
incondicional de expresar toda la escala de las experiencias humanas, tanto en el contenido como en la forma de
representación. Pero tampoco esta fórmula nos satisface por completo, aún cuando quizás sea totalmente cierta.
Al parecer sólo nos queda un medio eficaz para no rechazar desde un principio este tipo de
consideraciones, que aparecen a menudo como una debilidad intelectual de los filósofos de la cultura —nos
referimos a la búsqueda desesperada de un esquema que ponga en entredicho los progresos de nuestros
conocimientos exactos de los hechos y de las situaciones históricas—. Este medio es el análisis exacto de las
ideas filosóficas y teórico-artísticas de la época que tuvieron una misma importancia para todas las artes, sin
limitarse a las particularidades de cada una de las disciplinas artísticas. Las investigaciones más recientes,
llevadas a cabo sobre todo por italianos como Giulio Carlo Argan, han demostrado la extraordinaria importancia
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que tuvieron para la cultura barroca las ideas basadas en el concepto de la retórica: de ahí procede una nueva
versión del barroco como forma artística de la retórica, y de la importancia admitida que tiene el concepto
persuasio.
VI. La teoría del arte, presentada en el siglo XV y desarrollada posteriormente en el XVI, tuvo que recorrer caminos secundarios, pasando por la retórica, para llegar a las teorías artísticas de la antigüedad, a falta de
tratados que expresaran las teorías de aquella época sobre las artes plásticas. Leone Battista Alberti formuló los
principios de la pintura moderna basándose en las divisiones y conceptos de la retórica, según han puesto de
relieve Gilbert y Spencer. La conexión entre los fundamentos de la pintura y de la poesía aparece en el renacimiento veneciano con la tradición aristotélica (Almoró Barbaro), y encuentra su mejor expresión en la «poesía»
lírica de la pintura de Giorgione y de Tiziano. En Lomazzo, Lodovico Dolce y otros teóricos de la época manierista se nota el lema de Horacio: ut pictura poesis, donde el papel y las posibilidades de la pintura y de la poesía
se unen cada vez más. A finales del siglo XVI y principios del XVII la idea de la poesía experimenta una notable
transformación: si al principio fue lírica y narrativa, ahora es didáctica y moralizadora. El platonismo de Ficino y
de Miguel Angel se aparta del aristotelismo, la poesía retrocede ante la elocuencia, y el arte poético ante la retórica.
En 1570 se editó la traducción de la Retórica de Aristóteles; por aquella época, su influencia era aún relativamente pequeña, pero durante el barroco dominó el espíritu de los artistas en toda Europa. La sentencia de
Cicerón afirma: «El mejor orador es aquél que instruye, alegra y mueve el espíritu de sus oyentes por medio de
su oratoria. El enseñar es una obligación, el alegrar es honroso, y el mover a los demás, necesario (de optimo
genere oratorum, 1, 3, 4)». Las mismas ideas encontramos en Johann Albert Bannius, el teórico holandés de la
música: «La música debe instruir, alegrar y mover. Y esto se debe aplicar tanto a los músicos como a quienes les
escuchan, aunque los primeros deben emplear otros medios diferentes a los que utilizan los segundos». También
encontramos la misma idea en Boileau, aunque él prefiere abandonar el «permovere» (mover), y sólo desea instruir y agradar (lo que aparece de nuevo en Gerard de Lairesse), así como en la ya citada obra de Bellori Remarques sur la peinture (Observaciones sobre la pintura).
Un fragmento de Poussin, tomado de Qumtiliano, explica el concepto de la retórica en su arte a través
del análisis del gesto: «Dos instrumentos dirigen el ánimo de los espectadores: acción y exposición. El primero
es tan efectivo que Demóstenes le concede un papel predominante sobre el arte retórico. Por ello, Marco Tulio le
llama el lenguaje del cuerpo; Quintiliano le otorga tanta fuerza que sin él considera inefectivos los pensamientos,
las demostraciones y las expresiones; las líneas y los colores también son inefectivas sin la acción». En otra observación se dice: «La forma de cada cosa se caracteriza por su propia naturaleza o su propósito; algunas causan
risa, otras indignación, y todas están de acuerdo con sus formas». La forma de un objeto es su función, su objetivo. «En pintura, los colores son como reclamos para enganar a los ojos, al igual que la belleza sensible de los
versos en la poesía».
El carácter retórico de esta definición —independientemente de que haya sido tomada directamente de la
teoría de la retórica— , se patentiza por medio de la continua relación del artista con el espectador, en la acentuación del poder de la elocuencia, uno de los principales conceptos en la estética del Seicento. Hasta entonces,
el arte tuvo por objeto admirar la belleza o perfeccionar la naturaleza representada de una forma objetiva; la actitud del espectador ante la obra de arte era igual o se parecía mucho a su propia actitud ante la realidad; sin embargo, en el siglo XVII se produce un cambio: en las ideas del artista nace un dualismo de espectador y obra. La
obra deja de ser un hecho objetivo para convertirse en un medio de acción.
De este modo aumenta la importancia de los valores «ilusionistas» de la forma, el papel del delectare al
servicio del permovere y del docere. Poussin dice sobre el pintor: «emplea su inteligencia para hacer maravillosa
su obra, por medio de una preferencia por la ejecución». En su brillante investigación sobre las relaciones entre
la retórica y el barroco, Argan dice: «El arte del siglo XVII ya no estudia la naturaleza, sino el alma humana,
empleando para ello una frialdad casi científica, y buscando todos los medios para impresionar al propio hombre
y estimular su actividad». La teoría de la sensación, expresada en el segundo libro de la Retórica de Aristóteles,
explica uno de los elementos del arte que debe sorprender: impulsar al hombre. Argan piensa incluso que el
despliegue y preferencia por determinados temas (como el paisaje, la naturaleza muerta o las escenas de género),
así como por los nuevos medios de expresión artística, se explican más por la nueva forma con que el espectador
se introduce en la reflexión artística, que por una nueva actitud ante la realidad. La retórica mezcla lo verdadero
con lo probable; ambos aspectos pueden convertirse en un medio para convencer al espectador. De ahí procede
el ilusionismo, lo fantástico y lo subjetivo que existe en el arte barroco, que oscurece la técnica, alcanzado un
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efecto y una impresión subjetiva de la realidad. El aspecto teatral del barroco también se basa en esto; tanto el
teatro como las artes plásticas, la literatura y la vida oficial están sometidas al mismo principio de la ilusión y del
convencimiento.
Argan continúa desarrollando una teoría del convencimiento y explica que esta actitud se convirtió en el
fundamento del pensamiento artístico del barroco. Como prueba, cita la preferencia de los artistas por ciertos
temas religiosos, especialmente apropiados para emocionar al hombre. En su opinión, el arte religioso del barroco no representa una prueba del espíritu religioso de los artistas, sino de aquellas personas a quienes les gusta el
arte. El ilusionismo, como forma especial de l’art pour l’art, cuyo ejemplo más conocido quizás sea la columnata de Borromini en el Palazzo Spada, se entiende según este concepto retórico del barroco. «Las bóvedas en
perspectiva de Bernini y Borromini pueden ser consideradas como un ilusionismo gigantesco, donde la lógica y
la dialéctica de la perspectiva ofrecen visiones irreales, pero probables, de lo que es la realidad».
Sin embargo, Argan comprende que el aspecto religioso, social y político del arte barroco no se puede
explicar sólo a través del programa retórico. La gran función de persuasión del arte no depende tanto de las
grandes ideologías religiosas cuanto de la nueva actitud social, y «sobre todo de la consolidación de la burguesía
en el marco de las grandes monarquías europeas». La retórica, comprendida como agente impulsor de la vida
social, se puede transformar en fundamento de una interpretación secular del arte barroco, que ha sido visto tan a
menudo como una expresión exclusiva de las ideas religiosas. Argan dice al respecto: «El arte barroco quiere
transformar el ideal religioso en un ideal burgués, para convertirlo en norma de la vida social y política».
Tanto en Corneille como en Marino, en Poussin como en Fischer von Erlach y en los hermanos Asam,
existe otra idea aristotélica: el papel metafórico del arte. La parábola es una cuestión inapreciable, dice el filósofo. La literatura barroca prefiere la metáfora, porque ésta corresponde a la representación simbó1ica de las artes
plásticas. Nos encontramos en el período de los grandes programas iconográficos, donde los dogmas de la teología, los sistemas políticos y las ideas filosóficas aparecen con el extraordinario esplendor de las formas artísticas
más conmovedoras. Nos los encontramos en la luz dorada y llena de espacio que hay bajo la cúpula de San Pedro y en la capilla Cornaro, en la suntuosidad de las columnas salomónicas, en el maestoso de las delgadas cúpulas y de las bóvedas ilusionistas, que ofrecen al espectador visiones celestiales; en el misterio de los reflejos dorados que rodean algunos de los cuadros de Rembrandt. El baldaquino de Bernini, su cátedra Petri y su columnata de San Pedro; el Et in Arcadia ego de Poussin; el rico simbolismo de toda la obra artística de Versalles; la
Armonía del campo de Rembrandt; Las Meninas de Velázquez; La tocadora de laúd de Caravaggio, o la Karlskirche de Viena; todas estas obras de arte forman una sola unidad en la forma de representación simbó1ica e
iconológica, a pesar de todas sus diversidades en la expresión. La realidad de los objetos y de las formas artísticas siempre es en primer lugar una señal de la idea, incluso en el naturalismo más fiel a la forma.
De acuerdo con todo lo dicho hasta ahora, el criterio común a todas las formas artísticas de aquella época
se encuentra en el mundo del pensamiento de Aristóteles, en oposición al renacimiento, cuyas raíces se hallan en
el pensamiento de Platón. Pero esta época impresionante del arte europeo sólo podía tomar forma en un mundo
tan rico en modos de comportamiento, ideas y creaciones artísticas tan diversas entre sí. No obstante, este método de interpretación no puede solucionar al mismo tiempo todos los problemas, ni siquiera teniendo en cuenta la
validez general y las pruebas exactas aportadas por los textos con relación a lo dicho hasta ahora.
Un estilo aparece en un momento y lugar determinados como expresión de una situación ideológica que
se pone de manifiesto en un juego de formas y contenidos que representan los rendimientos individuales de la
actividad creadora, nacida de una actitud determinada frente a la transmisión artística Más tarde, el estilo puede
ganar influencia sobre otros círculos, puede ser transmitido; pero en cuanto traspase los límites de su ambiente,
de su país y de su tiempo, pierde su contendido de ideas y sólo puede ser «normas», «moda» o «modelo». Por
ello nuestros conceptos estilísticos no son más que generalizaciones. Para Wölfflin el renacimiento clásico sólo
fue una estrecba arista de la perfección, la frontera entre el crecimiento de esta perfección en el transcurso del
Quattrocento y la decadencia manierista del siglo XVI. Estas son solamente las ideas básicas extraídas trabajosamente de la realidad. Aunque extendamos el concepto del estilo, entendido como conexión de ideas, a los artistas, grupos y generaciones, nos veremos obligados a tener en cuenta los siguientes hechos: seguimos una tendencia peligrosa a ordenar la historia según nuestras categorías, que no consideran ni la individualidad y singularidad de la obra aislada, ni su situación histórica.
Por ello y a la vista de la pluralidad del problema, debemos aceptar un compromiso: por un lado se debe
subrayar la rica variedad del arte del siglo XVII, y por otro lado el hecho de que el carácter «retórico» común de
sus creadores y de todas sus obras es propio de un arte que no fue creado ni para Dios ni para alcanzar una
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perfección ideal y objetiva, sino sobre todo para ejercer su efecto sobre los hombres, ilustrándoles, cautivándoles
y conmoviéndoles.
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El concepto del espacio arquitectónico
desde el Barroco a nuestros días
Guilio Carlo Argan
Ediciones Nueva Visión S.A.I.C. Buenos Aires, 1973
Lección I
Introducción al concepto del espacio
Los componentes del concepto del espacio: la naturaleza y la historia
El tema de estas conferencias gira en torno a la evolución del concepto del espacio en la arquitectura
desde el Barroco hasta nuestros días. El título mismo del curso nos revela desde ya que cuando hablamos de
espacio no nos referimos a una realidad objetiva, definida, con una estructura estable, sino a un concepto, es
decir, a una idea que tiene un desarrollo histórico propio y cuyas transformaciones son expresadas totalmente o
en parte —esto ya lo veremos más adelante— por las formas arquitectónicas en particular y por las formas artísticas en general. Por lo tanto, el concepto del espacio es una creación histórica, y como tal deberemos examinarla. Premisa de esta concepción histórica es que el concepto del espacio no es verificable solamente en cada una
de las formas arquitectónicas, sino más bien en el conjunto de los edificios, en la relación que existe entre ellos,
y por ende también en el más amplio desarrollo de la arquitectura que es el urbanismo, el cual constituye también un aspecto esencial del desarrollo histórico desde el Renacimiento hasta nuestros días.
Uno de los primeros puntos que deberemos analizar será entonces el de los componentes del concepto
del espacio. ¿Qué elementos concretos concurren a definir una concepción del espacio? Sin considerar el problema (que sería un problema puramente filosófico) de definir dicho concepto, tenemos que reconocer ante todo
que un componente esencial de este concepto es la concepción del mundo, de la naturaleza en su relación con el
individuo y con la sociedad humana, un aspecto que podemos entonces llamar naturalista. No hay duda de que el
problema de la naturaleza es un componente del concepto del espacio. Más aún, han existido períodos históricos
en los que el problema de la naturaleza predomina sobre cualquier otro, y tan es así que en ellos se afirma que "el
arte es la representación de la naturaleza".
Evidentemente, el concepto de un "arte como representación de la naturaleza”, concepto típico del Renacimiento, no se limita a las artes plásticas. La relación entre el artista y la naturaleza en el Renacimiento se plantea sobre la base de la imitación de la naturaleza, de la mímesis, y los teóricos del renacimiento establecen la
diferencia entre la actividad del pintor y del escultor por un lado, y la del arquitecto por el otro, en el sentido de
que la pintura y la escultura son imitaciones de la realidad, mientras que la arquitectura es una imitación que
podríamos llamar indirecta de la realidad.
Me voy a limitar por el momento a subrayar esta diferencia, que es puramente de comportamiento Pero
la idea de que también la arquitectura es una imitación de la naturaleza aparece ya desde el Renacimiento integrada por otros pensamientos: por ejemplo, por el concepto de que la arquitectura en particular, y todas las demás artes en general, son una imitación de lo antiguo, más precisamente de la antigüedad clásica. Aquí la relación se invierte: la arquitectura puede ser una verdadera imitación de la arquitectura clásica (o sea una especie de
mímesis directa de dicha arquitectura), mientras que la pintura y la escultura se encuentran, en relación con el
arte clásico, en una posición distinta, ya que debiendo representar contenidos modernos (casi siempre contenidos
religiosos, que naturalmente en la antigüedad clásica eran diferentes), la imitación de lo clásico resulta menos
directa que para la arquitectura. De aquí surge un elemento que se agrega al tema puro de la naturaleza, y es el
tema de la antigüedad como historia. Por ello, si queremos considerar los elementos que componen el concepto
del espacio arquitectónico en el Renacimiento, deberemos agregar a la idea de naturaleza la idea de historia.
Precisamente en el Renacimiento se ha planteado el problema de la relación entre naturaleza e historia,
entre la naturaleza y lo clásico. ¿Cómo se resolvió este problema? Reconociendo que los antiguos artistas, pensadores, literatos, eran profundos conocedores de la naturaleza; que eran ellos quienes realmente poseían el secreto de 1a naturaleza, y que los antiguos filósofos, o mejor dicho aquel filósofo antiguo cuyo pensamiento constituye la base fundamental del pensamiento occidental desde la Edad Media en adelante —Aristóteles— era el
verdadero filósofo de la naturaleza.
Es indudable que la actividad filosófica de Aristóteles permitía una afirmación de este tipo, porque la
filosofía aristotélica es una filosofía de la experiencia y por lo tanto una filosofía fundada sobre el conocimiento
de la naturaleza. Pero también es cierto que el pensamiento cristiano de la baja Edad Media y de principios del
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Renacimiento fue llevado necesariamente a admitir que los antiguos tenían un conocimiento de la naturaleza
mayor que los modernos. ¿Por qué? Porque se admitía que el hombre moderno, o sea el hombre del 300 y del
400, poseía una filosofía mucho más amplia, puesto que esa filosofía se fundaba sobre la revelación divina, sobre
la revelación cristiana. Siendo la verdad revelada por Dios, es evidente que la experiencia de la naturaleza no era
ya la única fuente de la verdad, sino que, en cierto sentido, era una fuente menos importante y menos directa: si
Dios mismo había revelado la verdad, no era necesario buscarla en la naturaleza.
Pero se planteaba entonces el siguiente problema: este mundo antiguo, clásico, de la historia, que continuamente se estudiaba a través de los clásicos y se admiraba como un mundo casi perfecto, era entonces un
mundo que no tenía posibilidad de salvación, que no poseía la verdad. La respuesta era la siguiente: que la Divina Providencia, antes de la Revelación, había hecho las cosas de manera tal que los hombres pudieran conocer la
verdad a través de la naturaleza, a través de la creación, remontándose así desde la cosa creada al Creador. Así,
pues, los antiguos eran los más grandes conocedores de la naturaleza, puesto que eran los que en la naturaleza y
de la naturaleza debían extraer todos los elementos. de su vida espiritual. Por ero, ya desde comienzos del Renacimiento existe el concepto de que la verdadera naturaleza, la naturaleza en su sustancia y no solamente en su
apariencia, es aquella que nos es revelada por los antiguos, por los poetas; y en este caso sobre todo por Lucrecio, por Virgilio y Ovidio, y también por el arte figurativo.
A principios del 400 existe ya una especie de identidad entre naturaleza y arte clásico. Los artistas admiten que la naturaleza es algo mucho más complejo de lo que nos es dado conocer por la experiencia empírica; y
que, sobre todo, la naturaleza no puede ser representada en sus apariencias dado que éstas se trasforman continuamente, sino que debe ser representada a través de sus formas fundamentales, de sus elementos estructurales,
o, en otros términos, de sus leyes. Por lo tanto, la antigüedad, el arte clásico, aparece como el arte que mejor que
cualquier otro manifiesta las leyes fundamentales, las formas esenciales de la naturaleza.
Por consiguiente, también en lo que se refiere a la construcción de una "idea del espacio", el factor “experiencia de la naturaleza” por un lado y el factor “'experiencia de la historia” por el otro se identifican. Mas en
el mismo momento en que este pensamiento se manifiesta surgen otros problemas; por de pronto —y trataremos
más adelante de establecerlo con exactitud—, el problema de definir qué es el arte clásico y cuál es el significado
de sus formas.
Debemos hablar aquí de la formación, del desarrollo, y sobre todo de la trasformación del concepto del
espacio desde el Barroco hasta nuestros días. Pero no debemos olvidar que la arquitectura, y precisamente la
arquitectura barroca, no inventa las formas fundamentales del edificio, las toma de la antigüedad. Hace una arquitectura de columnas, de arcos, de cúpulas, de arquitrabes, de pilastras o sea de elementos que se toman de la
antigüedad en su aspecto tipológico y que luego son trasformados, pero que inicialmente se eligen porque se
supone que poseen en sí mismos la capacidad de manifestar, representar y construir el espacio. Mas, ¿de dónde
se toman esos elementos? Se dice que de los monumentos antiguos, los monumentos de Roma. Pero estos monumentos (que los artistas podían ver aunque más no fuera en ruinas) ocupan un período de cinco siglos por lo
menos, si consideramos desde el siglo I antes de Cristo hasta el IV d. C., o sea la época de las grandes basílicas.
Y entonces, ¿cuál es realmente el arte clásico? ¿Aquel del primer siglo, del segundo, del tercero o del
cuarto? Por orto lado, se va desarrollando y ampliando el conocimiento de los monumentos romanos antiguos
que no se encuentran en Roma. ¿Cuál será entonces verdaderamente el arte que puede proporcionar ese modelo
formal, el arte que se encuentra en Roma o el que, por ejemplo, se puede observar cerca del Rhin, en Alemania,
o en Provenza, o en el Cercano Oriente, o en Africa del Norte? Por lo tanto, resulta necesario establecer cual es
verdaderamente el arte clásico. Existen los tratados, en particular el de Vitruvio, pero ese tratado de ninguna
manera proporcionaría solución del problema por el simple hecho de que los datos, las medidas de Vitruvio no
corresponden, prácticamente, casi nunca a las medidas de los edificios antiguos.
Por este motivo, ya a comienzos del 500 un teórico como Serlio puede preguntarse: ¿Quién tiene razón,
los antiguos que construían los edificios, o Vitruvio que escribía la teoría de la arquitectura? En la carta dirigida
a León X que trata de monumentos antiguos —escrita por un desconocido que hasta hace poco había sido identificado como Rafael, y que hoy Förster atribuye a Bramante— se dice muy claramente que Vitruvio sirve para
reconstruir el arte antiguo, pero no es suficiente. Se dice precisamente: Me ne porge una gran luce Vitruvio, ma
non tanto che basti; o sea que existe por un lado una teoría como la de Vitruvio, por otro una experiencia del
monumento: surge así una contradicción casi continua entre las dos fuentes. Por esto es necesario, cuando se
habla de experiencia del arte clásico como base fundamental para la morfología y tipología de la arquitectura del
Renacimiento, del Barroco, etc., tener presente la variedad, la multiplicidad y a veces la contradicción de estas
fuentes.
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“Arquitectura de composición" y "arquitectura de determinación formal"
A medida que avancemos en nuestro curso, veremos cómo el problema de la concepción del espacio y de
su representación a través de las formas arquitectónicas se va trasformando continuamente. ¿Cuál es la transformación más profunda, más radical, la que deberá señalar la línea alrededor de la cual veremos agruparse los fenómenos que estudiaremos? Existe un hecho fundamental que debemos tener en cuenta: desde el Barroco hasta
nuestros días el concepto del espacio se trasforma en el sentido de que sí, todavía a principios del 600, la arquitectura es pensada como representación del espacio, a medida que se avanza en el tiempo se plantea como determinación del espacio. Lo que trataremos de demostrar aquí es que el arquitecto del 500 o de principios del
600 considera todavía que está representando en su edificio una realidad que existe por fuera de sí mismo, una
realidad objetiva aunque sea a través de interpretaciones que pueden ser formalmente muy distintas. Mientras
que en el 600 comienza a aceptarse la idea de que el arquitecto no representa un espacio, una realidad que existe
por fuera de él, sino que esta realidad se va determinando a través de las mismas formas arquitectónicas. Ya no
se trata del arquitecto que representa el espacio, sino del arquitecto que hace el espacio.
Si se considera la arquitectura contemporánea, la de nuestros días, la idea de que es el arquitecto el que
determina el espacio en el que se desarrolla la vida de la comunidad es una premisa ya completamente aceptada
y fundamental Por lo tanto, nuestro objetivo será llegar a comprender cómo se ha formado históricamente, desde
el Barroco hasta hoy, esta concepción del arquitecto que hace el espacio, que determina el espacio.
Empezaremos considerando las distintas actitudes con respecto al trabajo del artista y del arquitecto que
implican estas posiciones distintas. El arquitecto que se propone representar el espacio utiliza ciertos elementos
formales que tiene a su disposición y que compone en su edificio. El arquitecto que pretende hacer o determinar
el espacio no puede aceptar las formas arquitectónicas preestablecidas, cada una de las cuales tendrá un valor de
determinación preestablecido; tendrá que inventar sucesivamente sus propias formas. La gran antítesis, las dos
grandes posiciones antitéticas y a menudo en relación dialéctica entre ellas que deberemos tener en cuenta serán
precisamente éstas: por un lado, un arquitecto que podríamos llamar compositivo, o sea un arquitecto cuya originalidad puede consistir solamente en combinar de distintas maneras esos elementos formales ya dados; por el
otro, una arquitectura que podríamos llamar de determinación formal, que no se fundamenta ni acepta un repertorio de formas dadas a priori, sino que determina cada vez sus propias formas.
La "arquitectura de composición" parte de la idea de un espacio constante con leyes bien definidas, o sea
de un espacio objetivo; la "arquitectura de determinación formal" cree ser ella misma la determinante del espacio, o sea que rechaza lo a priori de un espacio objetivo. La "arquitectura de composición" no es necesariamente
una arquitectura que repita siempre las mismas relaciones; siempre se ha admitido que la interpretación de la
naturaleza o la interpretación de la historia puede cambiar de individuo a individuo y de un periodo histórico a
otro, pero esta interpretación puede cambiar también en el ámbito de una realidad objetiva dada. En la "arquitectura de determinación formal" no se da ninguna premisa histórica u objetiva, y justamente la determinación del
valor del espacio se realiza con la determinación de la forma arquitectónica.
Continuando nuestro análisis podemos llegar a una distinción aún más profunda. La "arquitectura de
composición" es una arquitectura que se funda sobre una concepción objetiva del mundo y de la historia, de la
naturaleza y de lo clásico; es por lo tanto una arquitectura que se plantea ella misma como concepción del mundo: es una arquitectura Weltanschauung. La "arquitectura de determinación formal no acepta una concepción
objetiva del mundo y de la historia y puesto que la forma se determina en el mismo proceso del artista y este
proceso es un proceso vital, un proceso de vida, se puede decir que la "arquitectura de determinación formal"
entra en el ámbito de aquella actividad espiritual que no es concepción del, Weltanschauung, sino concepción de
la vida, Lebesansschauung, Lebenswelt.
Si se tiene presente esta importante diferenciación en dos grandes categorías, será muy fácil descubrir
que en su transformación la arquitectura no ha hecho otra cosa que seguir un desarrollo que pertenece a todo el
pensamiento europeo, desde fines del 500 en adelante. Pues en qué consiste la gran transformación del pensamiento y de la cultura a partir de fines del 500 hasta hoy sino en la eliminación del sistema, la eliminación de la
estructura aceptada a priori como estructura inmutable de la verdad? ¿Qué sucede en la concepción del mundo
cuando se pasa de la concepción ptolomeica a la concepción copernicana? Sucede que en lugar de aceptar una
estructura del mundo como la revelada por la suprema autoridad espiritual—en este caso la Iglesia—, se trata de
descubrir la realidad, la verdad, en el desarrollo de la experiencia individual, esa experiencia individual que comienza justamente en el Renacimiento con Leonardo y que se desarrolla con Galileo.
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Este deseo de renunciar al principio de autoridad por el principio de experiencia es el mismo que encontramos en la arquitectura. Bastará recordar que en la naturaleza —y cuando se habla de naturaleza se entiende
naturaleza revelada, o sea creación— también existe un principio de autoridad. Hemos hablado de los clásicos,
de la obligación que tienen los artistas de imitar el arte clásico, y esto ya significa afirmar el principio de autoridad del arte clásico. Hemos hablado del arte como inspiración, como mímesis, pero el que quiere imitar reconoce
la autoridad del objeto que imita. Por lo tanto esa concepción que hemos llamado: de la "arquitectura de composición”; es una concepción con una base sistemática; una concepción que admite la existencia de un sistema ya
sea el sistema del cosmos, el sistema de la naturaleza, o el sistema de las formas arquitectónicas expresadas por
los monumentos antiguos y por los tratados. Pero de todas maneras admite el sistema y la autoridad del sistema.
La arquitectura que hemos llamado de "determinación formal", en cambio, no admite la autoridad del sistema y
hace residir todo el valor del arte en la metodología del realizarse, del hacerse del arte.
En el 600, o sea en plena época barroca, tenemos esta antítesis muy claramente expresada: la antítesis
entre Bernini y Borromini. Bernini es el hombre que acepta plenamente el sistema, y cuya gran originalidad consiste en el “agruparlo”, magnificarlo, en encontrar nuevas maneras para expresar plenamente en la forma el valor
ideal o ideológico del sistema. Con Borromini, en cambio, comienza la crítica y la eliminación gradual del sistema la búsqueda de una experiencia directa y por lo tanto de un método de la experiencia; y no es casual que los
antecedentes de la concepción del espacio de la arquitectura moderna se hayan buscado en la arquitecta de Borromini o de sus sucesores, en toda esa arquitectura que viene de la tradición de Borromini, mientras que nada
similar se ha podido encontrar en la arquitectura de Bernini.
Debemos agregar que si trasportamos nuestra observación del campo puramente artístico al campo más
amplio de la historia de la cultura, advertiremos que el proceso de transformación es el mismo. En la filosofía,
desde Descartes a Spinoza y Leibniz, se renuncia al sistema del escolasticismo, y se trata de establecer el pensamiento como única fuente de la experiencia y luego aclarar de la manera más evidente cuáles son los procesos a
través de los cuales se realizan el pensamiento y la experiencia. En el campo de la literatura, en el campo de la
poesía, nos encontramos frente a fenómenos análogos: se renuncia a la representación de un mundo sistemático y
se pasa a la representación de la vida interior, de los sentimientos, de la representación de la vida moral, sentimental, psicológica del individuo: del individuo en un ámbito social.
Es muy fácil comprobarlo: el paso del Orlando Furioso de Ariosto a la gerusalemme Liberata de Tasso
es justamente el paso de una visión exterior, brillante, plástica, bellísima, como la de Ariosto, a la concepción del
mundo interior de Tasso. Por ello el paso de la objetividad a la subjetividad, también aquí, y no solamente en
este campo de pura cultura humanística, es fácil de comprobar. Lo encontramos también en la vida social y política, en el pasaje de la concepción de la política como expresión de la autoridad pura a una concepción extremadamente más diferenciada, que no sólo toma en consideración los grandes va1ores representados por la Iglesia o
por el Imperio o por cualquiera de estas grandes instituciones, sino también los valores de la vida del individuo
en la comunidad.
Es típico el pasaje de la historiografía de Maquiavelo a la historiografía de Guicciardini en Italia, o a la
concepción política de un Montaigne en Francia. Es evidente que si al "hombre del sistema" el mundo se le presenta como una estructura constante, el espacio se le presenta como una realidad geométrica y por lo tanto es
inmutable en sus leyes. Por otro lado, el hombre que resuelve aceptar los movimientos de su propia vida interior,
tratará de aclarar cómo se desarrolla esa vida y también será inmediatamente llevado a considerar el desarrollo
de su propia vida en relación con la de los demás, en un ámbito inicialmente más restringido (como puede ser el
de los afectos más cercanos) o en un ámbito más amplio (que puede ser el de la ciudad, el del Estado, etc.).
Si consideramos entonces estas dos posiciones como diametralmente opuestas, veremos que la posición
del hombre del sistema es una posición contemplativa y la posición del hombre del hacer, o del hombre del
método es una posición activa. En lo que se refiere a la concepción del espacio, ¿qué diferencia se desprende de
estas dos posiciones? Para el hombre del sistema, para el hombre contemplativo, el espacio es un dato revelado.
Si la Iglesia enseña que existen siete cielos, siete órdenes en el cielo, aunque evidentemente yo no los he visto y
no han sido objeto de mi experiencia simplemente creo que es así, y contemplo esta imagen que me ha sido dada.
Pero si parto del principio de que la experiencia es lo que cuenta, ocurrirá que mi existir en la realidad podrá
constituir la determinación continua de un espacio. El espacio que yo recorro, el espacio en el que me muevo, el
espacio que efectivamente veo, todo esto me interesa. Y si en el primer caso tengo una constancia de valor de
espacio, en el segundo existe una transformación continua de valores de espacio, una trasformación que está
ligada con la actividad —mi actividad, la actividad de los demás, la actividad del grupo social al cual
pertenezco—. Este es el pasaje de una concepción "sistemática" a una concepción "metodológica". El pasaje de
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una posición contemplativa a una posición activa será también el pasaje de una concepción metafísica a una
concepción social del espacio.
Hablar hoy a los arquitectos de concepción social del espacio es superfluo, porque toda su obra se desarrolla precisamente según esta concepción. Pero la concepción social del espacio no ha nacido de la nada; la
concepción social del espacio (la concepción del espacio no como realidad metafísica, sino como condición determinada y determinante de la existencia) nace de la crítica de la concepción precedente, así como la concepción del Estado democrático nace de la crítica del Estado autoritario. Hay aquí dos concepciones que hemos
comparado como si fueran dos grandes bloques contrapuestos; será oportuno en cambio observarlas en su relación dialéctica continua, porque el arista que tiene como problema expresar, manifestar, realizar en el arte su
propia experiencia del mundo, necesariamente debe relacionares con hechos concretos, con hechos inmanentes.
Pero a estos hechos deberá también contestar con formas, formas que deberá deducir de alguna experiencia precedente; por otra parte, aquella experiencia de cultura preexistente en su búsqueda constituye también un gran
objetivo de la realidad. Este es un punto que hay que tener en cuenta en todo nuestro desarrollo.
Es posible que un artista, un arquitecto como Borromini, por ejemplo, se rebele y no quiera aceptar ese
patrimonio de formas clásicas que se consideraban casi canónicas; de todos modos, no puede hacer que este patrimonio no exista, que no sea el que utilizaban los otros arquitectos que están en una posición ideológica distinta
de la suya; no puede hacer de manera que su propia obra, en lugar de ser una invención perfectamente libre, sea
una crítica de aquella cultura que es la cultura aceptada y dominante en su época; no podrá dejar de deducir su
propio lenguaje de esta crítica del lenguaje histórico; y tampoco podría hacerlo por otra razón muy grave y fundamental: si él no realizara la critica de la cultura existente y dominante en su época, si él quisiera inventar un
modo totalmente libre para sus propias formas, caería justamente en esa concepción de la arquitectura sistemática contemplativa de la que quiere liberarse.
¿Por qué? Ante todo, porque el concepto que este artista ha debido eliminar es el concepto de invención.
La invención es la creación. La creación es proponer algo totalmente nuevo, es ponerse en una posición similar a
aquella de la Divinidad que crea de la nada, es la mímesis, la imitación humana del acto divino, así como el arte
que hemos llamado de "contemplación" o de "mímesis"—arte que admite el principio de autoridad— se plantea
como arte de imitación del gesto creativo divino. Querer inventar o crear significa afirmar la propia autoridad;
significa atribuirse a sí mismo ese principio de autoridad que se quería anular, destruir.
El arte de invención es el típico arte del sistema, y no es casualidad que ese gran clásico —el más grande
de todos los clásicos de la arquitectura italiana— que es Bernini haya sido un gran inventor. Mientras que quien,
como Borromini, ha renovado profunda y totalmente la arquitectura —y no solamente la italiana— no ha sido un
gran inventor, y no hubiera querido serlo nunca; porque la invención es siempre algo que se superpone al mundo
histórico, es como el vértice que uno cree poner a la gran montaña de la experiencia. Se creía que la experiencia
humana crecía sumándose a sí misma por grados; en cambio, hombres como Borromini pensaban que la experiencia humana se desarrollaba a través de crítica de las experiencias anteriores y no a través de una ampliación
de la concepción precedente.
Por eso podemos agregar todavía otras cualidades a las dos clases de arquitectura que hemos indicado:
"arquitectura de composición", por un lado, o sea "arquitectura de representación del sistema", de aceptación de
un principio de autoridad, de "mímesis", de "invención"; por otro lado, "arquitectura de determinación de la forma", de "determinación del espacio" a través de la forma, arquitectura no de representación, sino de respuesta
directa a las exigencias de la vida, no de concepción del mundo, sino de actividad vital y con un proceso no inventivo, sino esencialmente crítico.
Nuestro curso proseguirá entonces tratando de determinar, por un lado, cómo se desarrollan estas
concepciones sistemáticas del espacio y, por otro lado, cómo se desarrolla una crítica de estas concepciones
sistemáticas y una nueva concepción del espacio; cómo el espacio de la vida sustituye en la arquitectura a la
concepción del espacio del cosmos representada en la forma. A través del desarrollo de esta crítica de los
grandes conceptos espaciales y formales del clasicismo, trataremos de llegar a interpretar qué transformaciones
han nacido en la morfología y en la tipología arquitectónica, y sobre todo cuáles son las grandes creaciones
históricas que han surgido de la nueva concepción del espacio, es decir concepción del espacio como "dimensión
de la vida social”, de la vida de la comunidad. Diré como anticipo que la creación histórica más importante del
600 como consecuencia de la nueva concepción espacial es la idea de la "ciudad-capital", o sea la idea de la
ciudad como organismo político funcional en relación con un Estado que es ya un Estado moderno. A través de
la crítica de esta posición veremos cómo se ha llegado a la concepción de identidad entre arquitectura y
urbanismo y a la concepción de un espacio como dimensión de la experiencia alejado de toda sistematización a
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priori, concepción, que es propia de la arquitectura moderna y de cualquier otra forma del pensamiento o de la
cultura moderna.
Preguntas
¿Cuál es la relación que existe entre invención y creación?
El término invención, en el sentido que posee en la teoría e historiografía del 500 al 700, está vinculado
con toda la literatura sobre arte del Renacimiento y sobre todo con el término diseño. Vasari dice: L’invenzione é
propiamente il disegno dell’opera. La primera definición de diseño la encontramos en el tratado de arquitectura
de L. B. Alberti: "el diseño es toda idea separada de la materia; es la imagen de la obra independientemente de
los procesos técnicos y de los materiales necesarios para realizarla; dada la invención, se buscan los modos de
realizarla". El diseño, entonces, representa la línea general de la obra que el artista concibe; la solución técnica
viene después.
La técnica puede obligar a modificar la invención parcialmente, pero ésta siempre quedará definida en
sus líneas generales. Cuando los teóricos hablan de invención se refieren, en arquitectura, a las formas generales
del edificio y, en pintura y en escultura, a los conceptos generales del hecho narrativo de la composición. Ese
principio está ligado, por un lado, con la creación de una forma que sea una representación (un hecho histórico,
etc.) y, por otro lado, se remonta siempre a la historia, o sea al arte clásico, a la antigüedad. Pero hay que tener
en cuenta también que entre la "invención artística'' y la “imaginación fantástica” hay una gran diferencia. Si
imagino un animal fantástico no realizo una invención, sino que cumplo un acto arbitrario; en cambio, la invención está siempre dentro del límite de lo posible. Para Aristóteles, la "poesía" es siempre una invención de lo
posible, y es solamente posible lo que ya ha acaecido; por lo tanto, hay que basarse en la historia, hay que permanecer en el hecho histórico, es imposible ir más allá.
Con referencia al Barroco podemos tomar el caso de Bernini. En arquitectura, Bernini debe mucho a
Bramante, y por eso podemos establecer una relación entre la arquitectura de Bramante —por ejemplo el templete de S. Pietro in Montorio— y la de Bernini —la columnata de S. Pedro—, en la que se nota un desarrollo históricamente coherente. Toda creación de la mente que sigue principios fundamentales —ya sea de la naturaleza, ya
sea de la historia humana—, es decir, dentro del sistema del mundo natural o histórico, es una invención; por
fuera de ese sistema ya no es posible la invención. Bernini, durante su estadía en Francia en 1675, dice que mientras los pintores y escultores toman en sus obras como norma las proporciones del cuerpo humano, Borromini
hace su arquitectura como imitación de las Quimeras, o sea que crea fuera de lo verosímil. Por lo tanto, no crea
en realidad porque, desde el punto de vista teológico, se puede crear solamente la naturaleza (como Dios), y más
allá de aquélla se crearía el mal, lo negativo. El artista inventa, es decir, crea formas completas de edificios separadamente de toda materia; sólo después viene el hecho de la ejecución, que puede ser fiel o no al proyecto, puede acercársele más o menos, pero no se identifica jamás con él, de la misma manera que un hombre o un objeto
no se identifica jamás con esa "idea" en la teoría platónica. "Diseño", entonces, es igual a "invención" e igual a
"creación" (en el sentido de cosa natural), e igual a "teoría", puesto que la "invención" es siempre descubrimiento (en el sentido etimológico latino, invenire quiere decir descubrir), pero descubrimiento de una ley más allá de
las apariencias. Así, para Alberti, el "hacer ideal de la invención” es encontrar la exacta forma original de lo
antiguo; por eso representar la naturaleza o la historia es siempre un "descubrimiento"
Un valor de invención lo encontramos también en Borromini y en Guarini; pero ya se ha producido una
nueva situación: el aislamiento de la técnica (antes ligada al "obrar") y la deducción de ésta de las ciencias físicas
y matemáticas. A fines de. 500 se disocia la figura del arquitecto: para Domenico Fontana, por ejemplo, lo
"bello" tiene valor en el orden de la vida natural, mientras que el "decoro" es un valor en el orden de la vida
social. Y surge también la figura del urbanista. Para Borromini o para Guarini, la invención está en el orden de
un procedimiento operativo, nace de la operación gráfica figurativa; para Borromini, el "diseño" es imaginar la
forma del conjunto de manera esquemática precisando luego la composición de los elementos; para Bernini, cada
vez que se pasa de un proyecto al siguiente se vuelve a “inventar”' el proyecto. Cuando Borromini diseña" S.
Carlino comienza con un rectángulo, después curva los contornos, agrega capillas que luego serán también
óvalos, etc., o sea que se produce una trasformación continua de la forma que evita los estutos planimétricos
diversos, cada uno de los cuales supera al precedente. En el primer caso —Bernini—, el "diseño" tiende a ser
algo concreto, concluido, y la obra realizada será solamente algo inferior. En el segundo caso —Borromini—, no
hay solución de continuidad, no existe una "praxis" separada; la materia adquiere un valor, no alcanza ningún
"diseño" dado a priori, más aún, es un valor que sin lugar a dudas es superior a cualquier "diseño" dado. Lo
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mismo puede observarse desde un punto de vista social: en Bernini, el sabio, es la autoridad de la cultura la que
define la forma que luego se lleva a la práctica; en Borromini es el artesano quien, a través de su proceso creador
lleva la técnica a su máximo valor. Por eso Bernini considera la técnica como la aplicación de un valor ya dado.
A través de la técnica no se inventa nada; la técnica solamente perjudica, y es un hecho socialmente inferior.
Borromini, más moderno, considera que el hombre puede realizar su finalidad a través de la técnica; ella es el
valor por excelencia, y todo hecho está envuelto en el carácter operativo de la técnica.
¿Cuál es el alcance de los términos "sistema" y "método?
El sistema es un conjunto de afirmaciones lógicamente relacionadas entre sí y que contesta a priori cada
problema que el hombre pueda plantearse frente a lo que el mundo, ya sea que se trate del "mundo natural" o del
"mundo histórico". Desde Aristóteles, y luego con Santo Tomás y el escolasticismo, hasta Descartes, se afirma
que Dios ha creado el mundo con una estructura rígida, geométricamente ordenada, por lo que nosotros vemos el
mundo natural como un mundo geométricamente creado. La historia, en cambio, es la reconstrucción de los
advenimientos pasados según una sucesión lógica, ya que de otra manera sería el "destino". Para los humanistas
la historia se desarrolla, en la antigüedad, a través de una evolución progresiva que llega a su culminación con el
Imperio Romano, donde hay una época de claridad; los responsables de la caída del Imperio son los bárbaros,
que representan la "desgracia", el "destino", algo accidental, pero que no es la historia. La misma actitud adoptan
los humanistas frente a la naturaleza. Hay una identidad entre el concepto de "perspectiva" y el concepto de
"historia", fundados contemporáneamente: la "historia" —reconstrucción lógica del pasado— es al tiempo como
la "perspectiva" —ordenación del espacio— es al ámbito físico. Esta visión racional se asume porque siendo
Dios racionalidad pura, todo lo que deriva de su voluntad es racional; pero a veces suceden hechos que alteran
esta claridad lógica, hechos considerados diabólicos, porque el diablo es lo irracional. La conciencia de un mundo natural histórico, racionalmente organizado, formando un mundo cerrado, representa el sistema. El deber del
artista frente al sistema es imitarlo ("mímesis"), pero no siempre de la misma manera: Rafael, por ejemplo, lo
hará a través de la forma, mientras Tiziano lo hará a través del color; hay una coherencia entre la estructura plástica de Rafael y el uso del color de Tiziano. Una " actitud sistemática" será entonces la de aquel que admite la
existencia de valores objetivamente dados y constantes.
En cambio, el método es el proceso de aquel que no acepta los valores dados, sino que piensa determinarlos él mismo en un "hacer"; ese "hacer" tendrá una coherencia no de tipo constante —de la naturaleza o de la
historia—, sino que la coherencia existirá por el hecho de que todo lo que él hace tiene una finalidad. Será entonces un "arte sistemático" el que admite valores dados a priori y se realiza a través de un proceso de "mímesis"; mientras que un "arte metodológico" no mira hacia esos valores, sino que llega a su término buscándose a sí
mismo. Así también, en el campo filosófico, son filosofías sistemáticas las que aceptan —como el escolasticismo— una organización del mundo a priori, las que tienden a la teología y a la cosmología; mientras que son
filosofías asistemáticas o metodológicas las que buscan justificación por la experiencia, como sucede desde Descartes en adelante, cuando se rechaza el principio de la autoridad en favor de la experiencia; lo que interesa es,
en este momento, establecer cuáles son los procesos mediante los cuales mi ser entra en contacto con el mundo.
Lección VIII
La arquitectura en el norte de Italia
Las posteriores manifestaciones de la arquitectura del 600, y especialmente de la que significó una ruptura con todos los esquemas tipológicos de distribución espacial, son interesantes de observar sobre todo en dos
capitales italianas, las cuales se desarrollan, tanto desde el punto de vista urbanístico como desde el punto de
vista arquitectónico, en el 700, siguiendo naturalmente—aunque en direcciones diversas—aquel concepto de la
calificación monumental de la ciudad capital que se había afirmado en Roma y que había determinado hacia el
final del 600 los primeros grandes desarrollos urbanísticos en Londres y en Paris.
Las nuevas teorías filosóficas y la arquitectura de Guarino Guarini
Guarino Guarini, que trabaja en Turín a fines del 600 y a principios del 700, es una de las figuras más
interesantes en este sentido porque es también un teórico. Guarini era un padre teatino, y en su orden estaban
ampliamente desarrollados los estudios de matemáticas; él mismo realizó estudios de esta índole y escribió
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algunas obras que tienen un fundamento esencialmente matemático, aparte de otras obras de carácter literario
poco imperantes. Guarini se formó en Roma, estudiando allí sobre todo a Borromini, aun cuando en su
formación no falten elementos berninianos; después trabajó en Sicilia, en Paris y en Turín. En Paris, Guarini
estuvo ciertamente en contacto con algunas corrientes de pensamiento filosófico y .científico muy destacadas.
Sin duda hay una relación entre la teoría arquitectónica y la arquitectura de Guarini y la corriente filosófica que
encabeza Malebranche y que se llama "ocasionalismo". No es el caso de resumir aquí los principios
fundamentales de esta corriente film6fica; me limitaré a señalar algunos de sus postulados.
Según los ocasionalistas—que parten del pensamiento de Descartes, pero que al mismo tiempo plantean
las primeras objeciones, también de carácter religioso, a la teoría racionalista de Descartes—la racionalidad del
pensamiento humano no es una estructura absolutamente constante, uniforme, fundada en principios inmutables.
Si así fuera, dicen los ocasionalistas, no habría lugar para la participación de la Divinidad en el destino del mundo. Dios habría creado probablemente de una vez para siempre a la naturaleza y a los hombres, y su obra habría
concluido con la Creación. Pero esto parece absurdo, ya que siendo Dios infinito, y además creador, su obra no
puede ser creación individual. ¿Qué es entonces la racionalidad humana? Es un proceso que ofrece continuamente la ocasión, la oportunidad, al manifestarse de Dios. ¿Y cómo se manifiesta Dios? Dios se manifiesta por medio de los milagros. La razón humana, pues, esa técnica interna del pensamiento humano, es la ocasión para el
continuo determinarse del milagro divino.
Eliminamos ahora el aspecto teológico de esta filosofía, y tendremos que la razón humana, en lugar de
proceder según un esquema preordenado e inmutable, da lugar continuamente al verificarse de los milagros.
Considerando la razón como técnica interna del pensamiento humano será característica de éste el dar lugar continuamente al milagro —milagro que traducido de términos religiosos a términos laicos significa descubrimiento
o invención formal—. Pero esta "invención" tiene un sentido muy distinto del que tenía la palabra "invención"
en la teoría clásica, porque mientras en aquel caso la "invención" era la delineación de una totalidad formal; bien
construida en sus estructuras, aquí la invención" es lo imprevisto, que se manifiesta a lo largo del curso coherente de un razonamiento. Esta coherencia no es ya una coherencia dada a priori, una coherencia en términos de
simetría y proporciones, sino que es la relación de necesidad entre un pensamiento y el pensamiento que es pensado inmediatamente después, entre una acción y la acción que se cumple inmediatamente después, entre una
forma que se realiza y otra forma que es realizada inmediatamente después. Para traducir todo esto en términos
de metodología y técnica arquitectónica, debemos tener en cuenta lo siguiente: en primer lugar, que el proceso
lógico matemático es absolutamente fundamental, pero no en el sentido de que constituye un valor racional dado
a priori, sino en el sentido de que es un proceso de búsqueda y descubrimiento de valores; la matemática misma
no es ya una teoría conclusa y eterna, inmutable en sus postulados y en sus teoremas, sino que es un proceso de
investigación. Naturalmente, como proceso de investigación la matemática tiende a superar continuamente sus
propios resultados, y a presentar por lo tanto un desarrollo indeterminado, infinito. En la medida en que matemática y geometría sirven pata la mensura y definición del espacio, es claro que la búsqueda de un espacio matemático se convierte en la búsqueda de un espacio infinito. Veremos luego en las obras cómo este pensamiento de
una búsqueda espacial infinita, y por ende de una determinación formal igualmente indeterminada o infinita,
puede también resolverse mediante la repetición rítmica de las formas, en lugar de hacerlo en su composición
simétrica y proporcional. En segundo lagar, esta teoría matemática, este procedimiento lógico matemático que se
ha indicado como procedimiento general del pensamiento humano, es inseparable de su aspecto práctico. Y ello
es así porque este procedimiento 1ógico que busca la verdad—verdad en el orden científico, verdad formal en el
orden artístico—no es simplemente una deducción de verdades ya dadas, ni parte de ellas; y al no aspirar a ser la
verificación de esas verdades dadas, evidentemente debe tender a determinar verdades, verdades concretas—no
verdades abstractas colocadas en el plano de los valores absolutos y eternos—, verdades del mundo fenoménico.
Se cree que la matemática es el tejido 1ógico en el que se inserta continuamente el milagro de la. creación: resulta claro que los infinitos fenómenos que constituyen la creación deben encontrar su justificación, deben insertarse en este desarrollo lógico matemático del pensamiento. Por lo tanto, este pensamiento matemático como técnica del pensamiento humano está en relación directa con este mundo real, y da lugar a hechos que entran en el
orden concreto de los fenómenos.
Veamos ahora cómo Guarini trasporta al plano artístico esta concepción suya, revolucionaria para el arte,
del procedimiento técnico de la arquitectura como determinante de espacios. En la iglesia de San Lorenzo en
Turín realiza su concepción en las dos cúpulas, la que cubre el cuerpo de la iglesia y la que está sobre el altar,
retomando extrañamente —pero sin duda con conocimiento— los esquemas del arte árabe español, y
precisamente de la catedral de Sevilla. Este retorno hacia una temática antigua no tiene ningún valor de revival,
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sino simplemente un valor de aceptación indiscriminada de valores formales y espaciales del pasado como
objeto de análisis, independientemente de la elección de gusto, que hasta ese momento había llevado a los
arquitectos a limitar el ámbito de las propias experiencias formales al arte del clasicismo.
Como se ve en la planta, la cúpula es el resultado de una serie de arcos que se entrecruzan a la vista,
creando así un "trasparente', esto es, una estructura abierta hacia la luz que viene de lo alto de la linterna y que es
refractada por estos elementos. El corte de la cúpula nos demuestra cuál es la concepción de Guarini. Es fácil ver
que el origen de esta concepción, de este organismo que aquí se presenta como un verdadero y propio instrumento arquitectónico —casi como una máquina arquitectónica—está todavía en la idea de la cúpula tal cual la hemos
visto en Sant'lvo alla Sapienza, de Borromini: una cúpula en la cual los elementos compositivos tradicionales,
tambor, casquete y linterna, están fundidos, indistintamente, hasta tal punto que el tambor, en el exterior, elimina
casi totalmente el casquete, y en el interior éste elimina casi totalmente al tambor, mientras que la linterna, como
elemento de impulso vertical y como máximo horizonte o centro luminoso de toda la composición, toma un desarrollo mucho mayor. En efecto, en el exterior tenemos, tal como en Sant´Ivo, un tambor que no es portante,
sino que es un puro tambor de revestimiento que esconde la forma del casquete en el exterior; en el interior, en
cambio, el tambor prácticamente ha desaparecido, y la cúpula se realiza casi exclusivamente por medio de estos
arcos que se entrecruzan y que comprenden en si las grandes fuentes luminosas, tanto las que están dispuestas en
círculo en torno al tambor cuanto las que provienen de lo alto. Es evidente que aquí la determinación de la forma
arquitectónica está ligada al organismo, al recorrido de aquellos arcos, que concluyen y retoman las formas circulares del interior de la iglesia, de modo que podemos ya advertir cómo la espacialidad arquitectónica no ha
sido preestablecida, dada a priori como principio de distribución formal de los elementos, sino que se ha determinado a través del juego dinámico de los elementos mismos Además hay un hecho muy interesante, aun, cuando se refiere más bien a datos de visión que a datos estáticos precisos: en estos arcos que se entrecruzan está
claro que los puntos de máximo encuentro de fuerzas no son tanto los apoyos de los arcos mismos, cuanto los
puntos en que los arcos se cruzan; se tiene en realidad, sobre todo como dato de experiencia formal, un desplazamiento de los centros de máximo interés estático desde el perímetro del edificio y los muros de carga hacia
puntos libres en el espacio, hacia puntos espaciales donde la neutralización reciproca de las fuerzas produce centros de irradiación de direcciones espaciales. De tal manera el espacio, que en toda la arquitectura clásica había
sido definido como algo bien limitado—algo semejante a una gran caja en la que se colocan los objetos—, aparece aquí, por el contrario, como determinado por órbitas y direcciones de movimiento que parten de puntos de
encuentro y tienden a irradiarse en lo que podríamos llamar sencillamente la extensión ambiental, determinándola cada vez como forma arquitectónica.
Lo que en Borromini era la búsqueda de una difusión luminosa por medio de las sugerencias lineales de
los estucos blancos en las bóvedas blancas, adquiere aquí una evidencia lineal muy acentuada. Pues, como
hemos visto ya en Borromini—y lo vemos ahora claramente en Guarini—, los que se convierten en factores predominantes en la composición arquitectónica son justamente esos elementos empíricos y fenoménicos del espacio que son la atmósfera y la luz; elementos que la arquitectura clásica, y la misma arquitectura berniniana de
comienzos del 600, no elimina sino que emplea únicamente como elementos reveladores de la estructura y de la
proporción del espacio. En cambio aquí la luz es precisamente la condición del realizarse de aquel fenómeno
formal que se manifiesta en Guarini, del realizarse del milagro en el pensamiento de los ocasionalistas.
La forma de Guarini, que sin embargo tiene una funcionalidad interna propia fundada sobre una búsqueda geométrica sumamente compleja y que se extiende hasta la geometría proyectiva, es siempre una forma
ornamentadísima, es una forma que, puede decirse, tiene horror al vacío, pues cada punto de esta forma debe
poseer una evidencia fenoménica. En una arquitectura de tipo clásico, la decoración integra las pequeñas dimensiones de la espacialidad determinada por las grandes estructuras del edificio, pero en realidad los elementos de la arquitectura clásica son solamente reveladores de la estructura simétrica y proporcional interna que se
atribuye al espacio; aquí, en cambio, las formas deben ser continuamente movidas y animadas para constituirse
como fenómeno a lo largo de esta trayectoria de líneas, de trazados geométricos y matemáticos; es decir, deben
manifestar fenoménicamente esta estructura, que no es más una estructura estática, sino una estructura dinámica.
Esta es la razón por la cual en la arquitectura de Guarini, que aparentemente—dadas sus premisas 1ógico matemáticas—debería ser casi desnuda, casi experimental, encontramos en cambio una profusión de ornamentación
casi excesiva, redundante. Se trata a menudo de una ornamentación muy extraña, nueva especialmente en su
constitución formal, pues su finalidad es justamente la de la revelación fenoménica, punto por punto, de la forma
que determina al espacio.
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Sobre la arquitectura en la edad del humanismo
Ensayos y escritos
Rudolf Wittkower
Editorial Gustavo Gili S.A., Barcelona, 1979
Francesco Borromini, su vida y su carácter
Paradójicamente, estamos más informados sobre los últimos días de Borromini que sobre cualquier otro
período de su vida. Durante el verano de 1667, el anciano artista padeció unas violentas fiebres y presentó síntomas alarmantes de desequilibrio nervioso. Y desde luego, él comprendió que padecía una enfermedad grave,
quizá fatal, porque el 1° de agosto comenzó a redactar su testamento. Agotado, pasó una noche sin dormir, su
situación empeoró debido a las órdenes de su médico de que se le mantuviera callado a toda costa y no se le
permitiesen luces después del crepúsculo. Durante aquellas horas de insomnio llegó a obsesionarse con la idea
de acabar con sus sufrimientos y, en un momento de desesperación extrema, se atravesó con su propia espada.
Aunque mortalmente herido sobrevivió lo bastante para firmar, con una lucidez mental sin igual, un testamento
adecuadamente redactado ante testigos, dictar y firmar un relato completo de su noche de sufrimientos y recibir
los Sacramentos. Inmediatamente después de su muerte se realizó un inventario exhaustivo de todos los bienes
que contenía su casa. Se han conservado los tres documentos -el testamento, la descripción de su suicidio y el
inventario. Constituyen un complemento precioso a los magros hechos que conocemos sobre él.
Los suicidios no son corrientes entre los artistas y la autodestrucción de Borromini ha dado lugar a bastantes especulaciones. ¿Fue el resultado de un impulso repentino, una crisis producida por meses de fiebre debilitadora, o el último acto de un hombre melancólico con tendencias suicidas? En suma, ¿estaba afectado por una
enfermedad física, o mostraba signos de desorden mental? La mayoría de los estudiosos de la historia de la arquitectura prefieren no entrar en estos temas. Pero al menos un historiador del arte, el profesor Hans Sedlmayr,
le ha concedido bastante atención. Utilizando la tipología psicosomática de Kretschmer llega a la conclusión de
que Borromini era un tipo «esquizotímico», es decir, un individuo cuyas condiciones esquizoides se mantienen
en general dentro de los límites de la normalidad pero detecta en las últimas obras de Borromini, las realizadas a
partir de 1650, indicios de una esquizofrenia creciente, en otras palabras, de una grave condición patológica, y
basa su opinión en el carácter exótico de algunas estructuras del maestro como las cúpulas de Sant'Ivo y Sant'Andrea delle Fratte. Además, asegura que, según todas las informaciones, la conducta de Borromini en la última
década de su vida corrobora estas suposiciones.
Tal vez sea cierto que, dentro de la actual terminología clínica, Borromini fuese un tipo esquizoide pues
en la vida cotidiana mostraba —como ya veremos— sus características principales: era insociable, excéntrico,
hipersensible y fácilmente excitable. Sin embargo, hasta donde sabemos, ni en su juventud ni en su madurez
sufrió nunca anormalidades mentales ni la clase de perturbaciones emocionales que hoy se consideran sintomáticas de las diversas formas de esquizofrenia.
La obra arquitectónica de calidad exige, aparte de ideas imaginativas y creadoras, una mente clara, un
pensamiento penetrante y una gran capacidad técnica, y nadie puede negar que Borromini desplegó todas estas
cualidades hasta el final. Incluso puede afirmarse que la minuciosidad de sus proyectos brilla muy por encima de
todos sus competidores. Y desde luego, tales facultades son incompatibles con una esquizofrenia progresiva.
Otra cosa es que Borromini fuese un hombre difícil, desgraciado y excéntrico. Probablemente comparte rasgos
de carácter y conducta con otros excéntricos de la historia del arte. Y así, el profesor Argan ha señalado similitudes entre Caravaggio y Borromini, remarcando la influencia de esas limitaciones de carácter sobre sus peculiaridades y su intensidad como artistas. Pero la reciprocidad entre la vida emocional del artista y su obra sigue siendo algo muy discutible en el caso concreto de Borromini, presentaré más adelante unas conclusiones diametralmente opuestas a las de Sedlmayr.
Los biógrafos nos ayudan a formarnos una idea justa del aspecto, la personalidad y los hábitos de
Borromini. Según Passeri, era hombre bien parecido («di buona presenza»), pero llamaba la atención por ir
siempre con una anticuada vestimenta española. Pascoli, un autor más joven al que probablemente informó
Bernardo, sobrino de Borromini, añade que era alto, de miembros largos, y musculoso; tenía el cabello negro y la
tez bronceada; vivía casto y puro y siempre vestía de negro». El siempre bien informado Baldinucci se muestra
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más lacónico pero corrobora esta descripción; le llama «hombre» de esbelta y bella apariencia con miembros
fuertes y largos» y señala también «que era moderado en la comida y se mantuvo casto toda su vida».
Otros comentarios de Baldinucci y Passeri encajan perfectamente en este cuadro: vivía enteramente para
su trabajo: era anormalmente suspicaz, quemó numerosos dibujos poco antes de su muerte para que no pudieran
caer en manos de sus enemigos «quienes o los publicarían como suyos o los cambiarían»; era también una persona muy celosa de su libertad y, como dice Baldinucci «no quería aceptar dinero más que en la medida que le
permitiese como él mismo decía — trabajar exactamente como le gustaba», Baldinucci se muestra asimismo
muy explícito respecto a su propensión a deprimirse y mortificarse: «Normalmente sufría una disposición melancólica o, como le dijo uno de sus íntimos, hipocondría: debido a esto, junto con sus continuas especulaciones
sobre el arte, llegó un momento en que se encontró tan absorto y obsesionado con sus continuas reflexiones que
evitaba todo posible contacto social permaneciendo solo en casa sin otra ocupación que aquel inacabable darle
vueltas a sus lúgubres pensamientos».
Combinando todas estas informaciones podemos afirmar ahora que Borromini era un hombre atlético, de
gran integridad y autodisciplina (de ahí su amor a la libertad, su desinterés por el dinero y su templanza), aunque
al mismo tiempo era introvertido, se apartaba de su entorno y presentaba cierta propensión a manías persecutorias (según él, sus enemigos iban detrás de sus dibujos) y tal vez incluso al exhibicionismo (¡su atuendo!), lo cual
quizá fuese meramente una compensación a sus inhibiciones. Pero más adelante veremos que este exhibicionismo tenía unas motivaciones racionales.
El encuentro de Borromini con Bernini, los dos gigantes del Barroco romano, condujo a un problema
humano de proporciones históricas. Borromini nunca pudo olvidar la desigual rivalidad entre ambos que con
toda seguridad constituyó para él en numerosas ocasiones fuente de frustraciones y desalientos. Bernini fue la
calamidad de su vida. Habían nacido con menos de un año de diferencia, Bernini en 1598, Borromini en 1599.
Los dos siguieron al principio la profesión de sus padres: Bernini la de escritor, Borromini la más humilde de
cantero. Pero, mientras Bernini fue un prodigio que floreció muy pronto en todas las actividades imaginables y
supo ganarse la aclamación general no sólo como escultor sino también como pintor, dramaturgo, escenógrafo,
actor y arquitecto, Borromini se desarrolló lenta, metódica y tenazmente hacia el único objetivo que se había
fijado: elevarse por encima de los simples mortales y convertirse en arquitecto.
Bernini se situó claramente en la línea de los uomini universali del Renacimiento: era un hombre completo y un talento completo que habría merecido la calurosa aprobación de un Alberti. Borromini representaba
una tradición distinta y más reciente: pertenecía a esa hermandad de profesionales y. por tanto, descendía en
línea directa de Antonio da Sangallo, Vignola, Giacomo della Porta y Maderno, todos ellos arquitectos cuya obra
está asociada a San Pietro. No es extraño, pues, que Borromini considerara que Bernini era un simple aficionado
en una actividad en que él mismo descollaba por su adiestramiento y su vocación. Estamos ante el clásico enfrentamiento entre el profesional, que persigue unos objetivos perfectamente delimitados, y el hombre universalmente dotado, cuyo genio no reconoce límites; en esto estribaba, en el fondo, el antagonismo entre Borromini
y Bernini. Visto así, Borromini ejemplifica o, cuando menos, prefigura el molde riguroso del hombre moderno:
en cambio, Bernini pertenece a, o al menos recuerda, la tradición humanista de la cultura del pasado Renacimiento. Los dos tenían veintitantos años cuando Urbano VIII ascendió al trono papal en 1623. Bernini, ya con
fama de ser el talento más prodigioso de Roma después de la muerte de Miguel Angel, recibió inmediatamente
deslumbradores encargos papales que le aseguraban una brillante carrera. Al mismo tiempo, Borromini, desconocido aún para el público y todavía con su nombre familiar de Francesco Castelli, realizaba sus bajos deberes
como cantero y tallista en piedra para San Pietro.
A pesar de sus éxitos sin precedentes, de sus muchas dotes, sus polifacéticas actividades y sus estrechas
relaciones con los grandes y los cultos, Bernini seguía siendo un hombre cordial y franco, totalmente ajeno a
cualquier frustración. Tenía el egoísmo, la confianza en sí mismo, las pretensiones y las virtudes del burgués
bien situado. Es un carácter fácilmente descifrable. De un hombre así, cabe esperar la devoción ortodoxa, la aspiración al reconocimiento y la respetabilidad sociales y un saber gozar de la convivencia. Amante ardiente de
soltero, fue marido y padre ejemplar tras su matrimonio; acumuló con el tiempo riquezas considerables y vivió
noblemente con su numerosa familia en un gran palacio, centro de relaciones sociales.
Borromini fue el reverso de esa moneda en todos y cada uno de sus aspectos. Tímido y misántropo,
acosado por complejidades psicológicas, este solterón sempiterno nunca supo lo que es el amor o la compañía de
una mujer; y hay indicios de que sus ideas religiosas no eran totalmente ortodoxas. Vivió modestamente cerca de
San Giovanni de Fiorentini con la única compañía de un asistente y una criada. A juzgar por el inventario, sus
habitaciones estaban sobriamente amuebladas, pero era un ávido coleccionista de toda clase de objetos que
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amontonaba en cajones y apilaba sobre mesas y estantes. Amontonados también en estanterías y cajones,
guardaba amorosamente los casi mil volúmenes de su biblioteca. Sólo una parte relativamente pequeña de estos
libros se referían a la arquitectura y temas afines, como la geometría o la perspectiva. Es asombroso que en el
inventario no se mencione ni un solo título. Pero estamos autorizados a pensar que buena parte de la biblioteca
estaba compuesta de libros de ciencia, filosofía y teología. Passeri dice que Borromini era un hombre erudito e
inteligente que sabía de todo. Y su bibliomanía queda de atestiguada por el «procuratore» de Don Camillo
Pamfili, quien se quejaba de que el arquitecto, en lugar de atender las obras de Sant’Agnese, «se pasaba las horas
muertas en las librerías de la Piazza Navona sin entrar en el edificio».
¿Qué otra información nos da el inventario? Dejó poca ropa; su vajilla era casi toda la de lata: su cocina
estaba casi desnuda. Evidentemente empleaba poco tiempo y dinero un en su persona o su confort. Además, el
inventario revela que los objetos reunidos en su casa tenían siempre una significación muy personal y especifica
para él. Veamos algunos ejemplos, Había dos retratos de Inocencio X, el único Papa que sintió afecto por Borromini y le distinguió como su arquitecto favorito: había también un retrato de su influyente amigo y protector
Virgilio Spada, a quien Borromini debía más que a nadie. Estos retratos eran muestras de gratitud, signos de la
devoción que Borromini sentía por aquellos hombres. La copia en escayola de un busto de Miguel Angel es un
testimonio de la veneración que Borromini sentía hacia el que consideraba el «Príncipe de los Arquitectos». Finalmente, había un busto en escayola de Séneca. ¿Por qué Séneca? Antes de intentar una respuesta, diré unas
palabras sobre las cláusulas del testamento.
El testamento pone de manifiesto la gratitud, el afecto y la previsión de Borromini para con un reducidísimo número de personas, todas ellas pertenecientes a su pequeño círculo. Pero nos chocan sobre todo unas
cuantas provisiones bastante extrañas. Pide que se le entierre en San Giovanni de Fiorentini, en la tumba de su
amado maestro Carlo Maderno y deja una considerable suma de dinero a Giovanna, hija de Carlo, como compensación por las molestias que le causará su petición. Entre los generosos legados a los sacerdotes de San Giovanni de Foirentini figura una donación de cien velones, aunque si su cuerpo (supongo que quería decir su ataúd)
se exhibía en esa iglesia, los velones debían regalarse a otra. Hace manda para su asistente Francesco Massari
«en reconocimiento de los muchos trabajos y molestias que se había tomado por él» (En cierto sentido, Massari
era responsable de la muerte de Borromini, pues fue él quien se negó a encender las velas en aquella noche fatídica.) Pasando por alto muchos otros legados, mencionaré finalmente el que hacia a su sobrino Bernardo, hijo de
su hermano Domenico Castelli, nombrándole heredero universal pero con la condición de que casara con la hija
de Giovanna Maderno, es decir, con la nieta de Carlo. Del mismo modo que deseaba fervientemente unirse a su
maestro en la muerte, anhelaba también que sus descendientes más directos se uniesen en vida. Quizás alguien
piense que esto era una idea obsesiva, resultado de una sensibilidad morbosa. Yo creo que es algo más.
En su extraña vida todo tenía significado y hasta los últimos momentos sus razonamientos se expresaron
en actuaciones de contenido simbólico. Recordemos su vestimenta española. En 1548, el ducado de Milán había
pasado a ser un enclave español en Italia y así, durante los años más impresionables de su vida —los años que
estuvo en Milán antes de cumplir veinte— Borromini expuesto a una intensa influencia española y su adhesión a
esa nación debió alcanzar raíces muy profundas. En mi opinión, vestía a la española para manifestar sus convicciones y sus vestidos constituían una protesta implícita contra el afrancesamiento de la sociedad y la política de
la Roma de Urbano VIII, así como contra los prejuicios antiespañoles del pueblo romano. No es casual que su
primer encargo independiente, San Carlo alle Quattro Fontane, le llegara de una orden española, los trinitarios
descalzos; como tampoco lo es que le encargaran la reconstrucción del Palazzo di Spagna, residencia del embajador español, que entre sus mejores amigos hubiese una mayoría de españoles o proespañoles, ni que mediara
durante el pontificado de Inocencio X, cuya política y cuyos gustos se inclinaban mucho más hacia España que
hacia Francia.
Se ha dicho de Felipe II que «su afición a vestir de negro se debía a consideraciones astrológicas», por
ser el negro un color muy apropiado para un temperamento saturnal. En el mismo sentido, me caben pocas dudas
de que Borromini vestía también de negro por creerse hijo de Saturno: su melancolía y todas las características
temperamentales que lleva asociadas, como la sensibilidad, la melancolía, la excentricidad, y ese anhelo de soledad y vida contemplativa contribuyen a probarlo.
Este es el momento de volver al busto de Séneca. Este filósofo había alabado la contemplación sublime y
la sabiduría estoica, la templaza y la pureza, la tranquilidad y la constancia del alma ante los males del mundo
sensibilidad y los azares de la ciega Fortuna. Tanto temperamento saturnal como el estoico se centran en la
contemplación. Pero aparte de esto, la filosofía de Cenefa parece haber sido para Borromini un sano correctivo y
un antídoto contra las siniestras dotes de Saturno. Conviene recordar que el mensaje de Séneca había fascinado
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siempre al mundo postantiguo, especialmente porque enseguida se atribuyeron connotaciones cristianas a su
filosofía. E1 interés de Borromini por Séneca se sitúa en la misma línea que el renacimiento estoico que trajo
consigo Justus Lipsius, y su entusiasmo quizá recibió el estímulo de los jesuitas quienes publicaron, a lo largo de
todo el siglo XVII, sus tratados Seneca Christianus.
Ahora comprendemos algunas contradicciones que aparecen en los textos de los biógrafos de Borromini,
cuando nos informan de los aspectos oscuros de su carácter y elogian al mismo tiempo sus cualidades estoicas,
su «mente vigorosa y llena de conceptos nobles y elevados», su temperamento exaltado y la nobleza de su conducta, su templanza y castidad, y su desinterés por los tesoros mundanos; Passeri llega incluso a hablar de una
vida solitaria transcurrida en libertad y con una gran serenidad mental —pasaje que muy bien pudiera haber escrito el propio Séneca—. Ahora comprendemos también por qué Bernini dijo en cierta ocasión de Borromini que
era un «buon Heretico».
Evidentemente, durante toda su vida el contacto diario entre Borromini y el entono fue fuente continua
de conflictos. Passeri y Baldinucci nos informan —y no tenemos ninguna razón para desconfiar de ellos— de
que el joven cantero de San Pietro, en lugar de compartir con sus compañeros de trabajo las horas de ocio, pasaba en soledad el tiempo del almuerzo y la cena aprovechándolo para realizar numerosos dibujos de detalles de la
iglesia, práctica que difícilmente le granjearía la amistad de sus compañeros más sociables, pero que en cambio
fue una auténtica tarjeta de recomendación para su pariente Carlo Mademo, arquitecto que estaba entonces en la
dirección de las obras. La veracidad de la tradición literaria viene confirmada por un puñado de dibujos de Borromini que han llegado hasta nosotros y en los que aparecen detalles de los órdenes arquitectónicos de San Pietro (estos trabajos se conservan ahora en la Albertina de Viena). No conocemos la fecha exacta de estos estudios,
pero sabemos que Maderno empleó a Borromini como dibujante de la cúpula de Sant'Andrea della Valle ya en
1622; y en 1623-1624 lo encontramos haciendo dibujos para Maderno en San Pietro, actividad que normalmente
no correspondía a las competencias de un scarpellino o un intagliatore, denominaciones ambas que se adscriben
indiscriminadamente a Borromini en los documentos de esos años. Al mismo tiempo, Maderno le presentó a lo
que hoy podríamos llamar diseñador-jefe de las obras de San Pietro v del Palazzo Barberini. Según Baglione,
Borromini supervisó (soprintendeva) los proyectos de Maderno para ese palacio, que estaba en la etapa de proyecto entre 1625 y 1627 y cuyas obras se iniciaron en 1628. En otras palabras, a pesar de su continua actividad
como cantero, Borromini seguramente se consideraba en 1627-1628 en camino de acceder al rango de arquitecto
profesional, al menos ante el hombre que más significaba para él
Entre tanto se planteó en San Pietro una situación que tendría importantes consecuencias para la historia
del arte en general y para Borromini en particular. En el verano de 1624, Urbano VIII confío a Bernini el encargo del baldaquino. Maderno estaba todavía lleno de actividad y, en rigor, a él debería corresponder esta importante obra como parte de sus deberes de «arquitecto de San Pietro». Que yo sepa, nunca se ha dicho que la acción del papa constituyese una declaración de desconfianza en la habilidad del anciano maestro. Aunque no se
recoge en ningún documento la reacción de Maderno, debió sentirse profundamente herido. Tampoco conocemos los sentimientos de Borromini sobre esta cuestión. Pero como estaba absolutamente identificado con los
intereses de Maderno hemos de suponer que consideró a Bernini como el principal culpable de falta tan imperdonable. En mi opinión, su aversión por Bernini debió nacer en este temprano episodio. Pero luego habría más
motivos.
En 1627 se asignó a Borromini una modesta obra de albañilería para el baldaquino, que fue su primer
encargo- directo en una empresa dirigida por Bernini y esto ocurrió justamente en el momento en que, como
hemos visto, Borromini seguramente se sentía a punto de alcanzar la ambición de su vida. En aquellas fechas y
durante los años siguientes, Borromini tuvo que tragarse su orgullo y vivir silenciosamente, con la convicción de
ser algo más que un peón del intruso. Y para demostrarnos que su actitud era esa hay un acto simbólico muy
significativo: se cambió de nombre. En efecto, Francesco Castello aparece como Francesco Borromini en los
documentos desde abril de 1628 en adelante. Los críticos se han dejado confundir por este paso, pero ahora
sabemos que el apellido «Borromino» pertenecía a la familia de su madre y que la combinación «CastelliBorromino» se había utilizado en ocasiones. El propio Borromini siguió esta costumbre en 1619, tal vez
inmediatamente después de su llegada a Roma. Sin embargo, durante los años de la década de 1620 utilizó
siempre el nombre de Francesco Castello. A mi juicio, en 1628 se sintió atraído por el apellido Borromino, en
primer lugar, porque le recordaba al gran milanés San Carlo Borromeo y a su primo el arzobispo Federico, dos
figuras sobresalientes de la Contrarreforma en Milán, donde él había vivido casi al mismo tiempo que ellos; y en
segundo lugar a causa de la extraña aliteración «Borromino-Bernini». El nombre de Borromino quizá significase
para él algo así como «el rival de Bernino llegado del Norte». Todo esto es, desde luego, pura especulación, pero
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en- caja perfectamente con esa inclinación de Borromini a los símbolos, de la cual ya he hablado antes. En
cualquier caso, los rasgos específicos de su carácter excluyen la posibilidad de que asumiese ese apellido por
motivos utilitarios.
Maderno murió el 30 de enero de 1629 y Bernini le sucedió en el cargo de arquitecto de San Pietro y del
Palazzo Barberini. De muy buena gana mantuvo a su lado a Borromini y ello por dos razones: porque se trataba
de un buen diseñador y un técnico experto y, además, porque estaba perfectamente compenetrado con las intenciones de Maderno. La información que nos proporciona Passeri sobre la situación entonces planteada es tan
circunstancial que hemos de suponer le llegó directa e indirectamente del propio Borromini. Según nos dice,
Bernini hizo a Borromini generosas promesas, ninguna de las cuales llegó a cumplir. Y Passeri añade que Bernini puso arteramente la obra de albañilería de San Pietro en manos de un tal Antonio Radi —a quien considera
erróneamente cuñado de Borromini—, insinuando que las intenciones de Bernini al privar a Borromini de un
salario regular era vincularlo permanentemente a su servicio personal. Esta acusación es fantástica, pues Bernini
empleaba a Radi desde 1624 en las obras de Santa Bibiana, y este último había trabajado con Borromini en numerosas ocasiones antes de que Bernini se hiciese cargo de las obras y continuaron trabajando juntos después de
este nombramiento. Según Passeri, Borromini comprendió enseguida el doble juego de Bernini y la participación
consciente de Radi en la maniobra, y rompió con los dos Sólo la enfebrecida imaginación de Borromini pudo
crear esta historia, pues los documentos prueban fehacientemente que es falsa.
En un manuscrito de la Vida de Borromini que se conserva en la Biblioteca Nazionale de Florencia (y
que suele considerarse erróneamente un borrador de Baldinucci, aunque tengo buenas razones para creer que
procede de la pluma de Bernardo, sobrino de Borromini, y que por tanto, es una fuente fiel sobre las opiniones
de éste), se afirma que Bernini, carente de toda experiencia como arquitecto, se ocupo sólo de la escultura y dejó
en manos de Borromini todo trabajo realmente arquitectónico. Esta insinuación, también refutada por los documentos, arroja una luz muy clara sobre la idea deformada que Borromini tenía de su propia participación en la
empresa común con Bernini durante los años de 1629 a 1632.
No obstante, hay parte de verdad en todo esto. Aunque Borromini continuó, en colaboración con Radi y
otros, a cargo de algunas obras de albañilería del Vaticano y el Palazzo Barberini hasta el verano de 1632, Bernini le utilizó cada vez más como dibujante arquitectónico a partir de los últimos años de la década de 1620. En
un documento de 10 de febrero de 1631, Borromini aparece por primera vez como assistente dell architetto en el
Palazzo Barberini, y otros documentos mencionan el hecho de que entre abril de 1631 y enero de 1633 hizo
grandes dibujos de todos los detalles del coronamiento del baldaquino. Siempre se ha aceptado que Bernini quedó profundamente impresionado por tan insólito ayudante, pero, por otro lado, todas las evidencias de que disponemos indican que se mantuvo en todo momento al frente de la dirección y que dejó a Borromini un margen
de libertad estrictamente limitado.
El 15 de septiembre de 1632, Borromini fue nombrado «arquitecto de la Sapienza» de por vida. Hay
buenas razones para aceptar la versión de que el propio Bernini le recomendó para este puesto vacante: al parecer ya había tomado la decisión de «desembarazarse» de tan incómodo colaborador a la primera ocasión. Las
negociaciones de Borromini con el procurador general del monasterio de San Carlo alle Quattro Fontane (San
Carlino) debieron empezar poco después; pues la primera piedra de los dormitorios se colocó el 15 de ju1io
1634.
Al fin, Borromini veía realizado el sueño de su vida. Su tratamiento ingenioso y heterodoxo de los problemas casi insolubles que planteaba el monasterio y la iglesia de San Carlino le dieron inmediatamente un renombre especial. Pronto llegaron otros encargos y en 1637, cuatro años antes de la terminación de la iglesia de
San Carlino, ganó el concurso, abierto a los arquitectos de toda Italia, para el vasto complejo del oratorio de San
Felipe Neri. Afortunadamente, el amigo y protector de Borromini, Virgilio Spada, miembro de la Congregación,
estuvo en todo momento al lado del arquitecto no sólo prestándole su apoyo, sino también comentando con Borromini sus planes e ideas. Spada actuó tal vez por vez primera en la historia como «escritor-testigo» de un arquitecto y lo hizo con elocuencia y habilidad, pese a lo cual su obra, que suele citar- se como Opus architectonicum Equitis Franncisci Borromini, no se publicó hasta 1725.
En 1644 Virgilio Spada tuvo que renunciar a su cargo en la Congregación debido a que Inocencio X le
nombró limosnero papal (elemosiniere segreto). Mientras Spada estuvo a cargo de las actividades constructivas,
a Borromini le fueron bastante bien las cosas, pero cuando se lee el Opus architectonicum se saca la impresión
de que su relación con los padres fue siempre difícil. En el Prefacio, se pide a los «benévolos lectores consideren
que tuve que servir a una Congregación integrada por mentes tan tímidas que estuve atado de manos y pies
mientras se hizo la declaración y en consecuencia a menudo tuve que obedecer más a sus deseos que a las
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demandas del arte». Esas «mentes tímidas» no perdían detalle o insistían en que todo se hiciera dentro de la
economía más estricta: «y si me excedía en algo, aunque fuese por muy poco, la ley caía sobre mí y tenía que
escuchar quejas durante bastante tiempo». Tras la salida de Spada se produjo, como era previsible, una ruptura
abierta. En 1650 Borromini dimitió de su cargo como «arquitecto de la Congregación».
La historia de otros encargos demuestra que el susceptible maestro sólo podía cooperar con patrones que
congeniasen con él. En San Carlo alle Quattro Fontane disfrutó de la amistad del procurador general y de amigos
tan devotos como el marqués de Castel-Rodrigo. Al igual que en el monasterio e iglesia de San Carlino, en la
restauración de la Basílica Lateranense —una de las tareas más importantes que Inocencio X confió a Borromini
en 1646— las obras se desarrollaron a gran velocidad y con la máxima precisión gracias a que Virgilio Spada
había sido nombrado superintendente y pudo actuar como árbitro y moderador. La construcción de Sant’Agnese
en Piazza Navona progresó rápidamente entre agosto de 1653 y diciembre de 1654, es decir, desde el momento
en que Borromini asumió la responsabilidad ante la mortal enfermedad de Inocencio X, a quien el arquitecto
veneraba profundamente. El propio papa había prestado a Borromini todo su apoyo. Tras su muerte el 7 de enero
de 1655, los acontecimientos tomaron un giro catastrófico. La entrometida Donna Olimpia, cuñada del papa, que
siempre había sido enemiga de Borromini, cogió inmediatamente las riendas pero pronto pidió a su hijo, Don
Camilo Pamfili, que se ocupase de la superintendencia del edificio. En aquella atmósfera de desconfianza y hostilidad mutuas, la actitud de Borromini se agrió cada vez más hasta exasperar a Don Camilo y sembrar el descontento entre los obreros, quienes tuvieron que soportar sus irresolutas directrices. En enero de 1657, el «procurador de la Fábrica» informaba de que «hacía más de un mes que Borromini no se había presentado ni dado órdenes. «No trabaja —se dice en el informe— y otros se llevan las culpas».
Todos pedían la destitución de Borromini. La Congregación pidió consejo al cardenal Imperiali, tesorero
del papa Alejandro VII. Su respuesta de 3 de febrero de 1657 fue demoledora: recomendaba la destitución porque le parecía imposible terminar el edificio mientras estuviese en manos de ese arquitecto; expresaba además su
admiración por la inagotable paciencia de Don Camilo con Borromini pues este último era un hombre de carácter intratable. Esta fue la gota que rebasó el vaso. Cuatro días después «Borromini fue destituido porque era imposible continuar con él a causa de su naturaleza difícil y obstinada»
La adversidad en sus relaciones humanas, la falta de simpatía y comprensión transformaron al más alerta, concentrado, escrupuloso y puntilloso de los expertos en un chapucero incoherente, desconcertante y hasta
vago. O así lo parecía. Su carácter intratable muy bien pudo ser el resultado de un esfuerzo consciente por ocultar un temperamento desgraciado y vencer la humillación. Elevarse por encima de los demás era la lección que
había aprendido de Séneca. Su visita a las librerías de la Piazza Navona, registrada en los documentos en fecha
coincidente con los días en que los asuntos de Sant’Agnese iban de mal en peor, muy bien pueden interpretarse
como un gesto simbólico de desafío: él hacía gala de un espíritu lleno de estoica tranquilidad delante de los
hombres que se ocupaban del edificio. La crisis de Sant'Agnese, que pone tan dramáticamente de manifiesto el
aislamiento y los problemas psicológicos de Borromini, se había venido gestando durante mucho tiempo. Ante
sus detractores, su carácter apareció a una luz particularmente desfavorable durante el asunto de los infortunados
campanarios de San Pietro, obra de Bernini. Los viejos agravios de Borromini contra Bernini salieron nuevamente a la luz debido al error técnico de su rival que puso en peligro la fachada de Maderno. Furioso además por
las afirmaciones de los partidarios de Bernini, según los cuales los cimientos de Maderno no eran tan fuertes
como cabía esperar, Borromini se alzó en defensa de su maestro. En junio de 1645 durante una reunión de la
Congregación de la Fábrica de San Pietro, arremetió despiadadamente contra Bernini. Su ataque fue valeroso
pero inoportuno desde un punto de vista diplomático. Y le granjeó nuevos reproches, ahora de ingratitud y celos.
Unos años después, un infortunado incidente ocurrido en San Giovanni in Laterano, arrojó una luz aún más desfavorable sobre su temperamento irascible. En diciembre de 1649, cuando las obras de la basílica avanzaban a
buen ritmo, sorprendió a un hombre «in flagantri dañando algunos ornamentos y sobre todo aplastando, escupiendo y desfigurando algunas piedras». Hizo que ese hombre fuese tan brutalmente golpeado por sus obreros
que murió ese mismo día. Borromini arguyó en su defensa «la fatiga adquirida en la construcción de la noble
basílica» e imploró el perdón del papa, obteniéndolo.
Por otra parte, hacia mediados de siglo, la facción clasicista tomó fuerza en Roma y los edificios de Borromini fueron sometidos a una crítica pública cada vez más intensa especialmente San Carlino, el Oratorio de
San Felipe Neri y Sant'Ivo. No estaban muy lejanos los días en que Bellori, el todopoderoso portavoz de los clasicistas, calificara San Carlino de «edificio feo y deforme» y a su constructor de «gótico ignorante y corruptor de
la arquitectura».
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Hay indicios de que la creciente hostilidad, real o imaginaria, que se dirigía contra él movió a Borromini
a organizar su defensa. Poco antes de la muerte de Inocencio X, Fra Giovanni di San Bonaventura, procurador
general del monasterio de San Carlo alle Quattro Fontane, escribió una historia sobre la estructura. Todo el que
la lea con atención descubre inmediatamente, a través de las palabras de Fra Giovanui, la autodefensa del propio
Borromini. Basta mencionar los siguientes puntos: el elogio del más excelente de los arquitectos, Carlo Maderno
cuyo ejemplo había seguido su pariente en San Carlino; la extrema baratura de esta estructura, así como de otras
del mismo autor, lo cual demuestra el error de quienes afirman «que sus edificios son bellos, pero demasiado
costosos», la admiración universal que San Carlino despertaba en alemanes, flamencos, franceses, italianos, españoles y hasta indios, quienes continuamente molestaban a Borromini con peticiones de proyectos; su liberalidad extraordinaria y desinteresada («senza interesse nessuno») le llevaba a soportarlo todo en sus trabajos; la
convicción de los conoscenti de que no había mejor arquitecto que él («ninguna persona que entienda realmente
de edificios se siente satisfecha a menos que tenga al Signor Francesco como arquitecto»); la descripción pormenorizada de cómo había ganado el concurso del Oratorio de San Felipe Neri por sus propios méritos y no gracias
a las recomendaciones de individuos influyentes; el hecho de que Inocencio X le eligiera para la reconstrucción
de San Giovanni in Laterano prefiriéndole a todos los demás arquitectos romanos y por último la admiración que
sus dotes como proyectista y su experiencia profesional provocaban en todo el mundo: «él mismo —dice el texto— dirige la llana del albañil, enseña al estuquista a utilizar su cuchillo, al carpintero la sierra, al cantero su
punzón, al pizarrero su martillo y al herrero su escofina» y enseña a todos estos artesanos cómo trabajar mejor y
más deprisa. Todos estos argumentos y muchos otros, atestiguan el carácter polémico del texto: el procurador
general recogió indudablemente el tono de los comentarios de Borromini.
Consideremos ahora el Opus architectonicum, escrito en estrecha colaboración entre Borromini y Virgilio Spada: el texto fue redactado en 1648, y en esa fecha probablemente se concibió como una justificación de
los procedimientos del maestro para superar graves dificultades. Pero el manuscrito quedó inacabado durante
años. Significativamente, Borromini volvió a él menos de un año antes de su destitución de Sant’Agnese. Y fechó la dedicatoria a su amigo y protector el marqués de Castel-Rodrigo, el 10 de mayo de 15656, prueba segura
de que quería publicar este trabajo en un momento precario.
En consecuencia, creo que Borromini decidió, en un momento crítico de su carrera, cuando una oposición hostil tanto a su carácter como a su arquitectura cobraba fuerza con rapidez, parar los golpes dirigidos contra su integridad como hombre y como artista promoviendo dos publicaciones especializa- das cuando todavía
gozaba de la protección y la amistad de Inocencio X. La primera, un elogio escrito por un mecenas casi neutral y
dedicado a Borromini, habría refutado en términos generales todas las críticas que se le hacían; la segunda, el
análisis más detallado y más profesional que se había hecho hasta entonces de un edificio, escrito en primera
persona, habría silenciado las envidiosas campañas de murmuraciones de sus colegas y además habría convencido a los aficionados de sus sobresalientes méritos.
Creo además que fue la tragedia de febrero de 1657 la que le hizo abandonar estos proyectos. Seguramente, le parecieron entonces totalmente inútiles, y prefirió replegarse sobre sí mismo y presentar al mundo esa
imagen de recluso solitario que tan bien describió Baldinucci.
Ambos textos, el del Opus y en menor grado el de la historia de San Carlino nos ofrecen perspectivas
nuevas de la mentalidad de Borromini. El Opus se centra en un penetrante análisis de los fines y necesidades,
teniendo en cuenta incluso las eventualidades más insignificantes. Por ejemplo, se nos informa de un sistema
novedoso de hacer ventanas a prueba de ladrones: o de las perfeccionadas y modernas instalaciones sanitarias y
las precauciones tomadas para proteger de la humedad las ricas prendas de ceremonia.
Al leer el Opus, descubrimos que su aproximación al vasto proyecto de San Felipe Neri no estaba
recargada de consideraciones y especulaciones teoréticas. La obra terminada pone de manifiesto también que
supo trascender el programa empírico mediante una sublimación artística de rara audacia en los anales de la
historia de la arquitectura. El mismo se refería a este proceso de sublimación artística cuando utilizaba
expresiones como «bizzaria», «scherzo», «disegno vago» y «fantasticare», términos con los cuales expresaba no
simplemente un incontrolado vagabundeo de la imaginación, un juego voluntarioso con las formas, sino más
bien la reflexiva elaboración de conceptos atrevidos, cuyo crecimiento puede seguirse muchas veces en el
fascinante corpus de sus dibujos. «Fantasticare» implicaba romper con la tradición, investigar soluciones
artísticas nuevas. Y se apoyaba en Miguel Angel para afirmar que «sólo recogemos con retraso los frutos de
nuestro afán». Su infatigable empirismo se conjugaba con una independencia de criterio y una inagotable
libertad de inventiva que le colocan al margen de todos los demás arquitectos de su tiempo. Estos rasgos son las
marcas indelebles no sólo de su grandeza sino también de su modernidad. De ahí que su obra aparezca como una
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proyección de los aspectos positivos de su carácter o incluso como la inversión de sus facetas más oscuras; en su
obra, la seguridad en sí mismo vence a la timidez, la autodisciplina al desánimo, la racionalidad a la obsesión.
En sus últimos diez años, que van desde la destitución de. Sant'Agnese a su muerte en 1667, estuvo muy
ocupado y produjo buena parte de sus obras más notables como las fachadas del Collegio di Propaganda Fide y
de San Carlino, y el campanil y la cúpula de Sant'Andrea delle Fratte. Este estallido de energía y de creatividad
puede resultar sorprendente, pero en mi opinión es perfectamente explicable por la complejidad de su carácter.
Se lavaba las humillaciones de 1657 provocando una extraordinaria liberación de todas sus facultades creadoras.
En las últimas obras se resuelven represiones profundas; eran la catarsis tras el infierno. El dramatismo y la densidad de estas estructuras recuerdan las obras de ese otro gran solitario, Miguel Angel, ídolo de Borromini. Borromini fue el único que resucitó en los últimos años de su vida la proverbial terribilità de Miguel Angel, aunque
dotada de una imaginación más viva.
Al prestar homenaje a su genio y a la enorme grandeza de su obra, hoy, trescientos años después de su
muerte y una vez pasado un largo período de olvido, recuerdo las proféticas palabras del procurador general de
San Carlino: «Il tempo darà notizia per li effeti della Valentia del suo sapere et scienza».
Guarini, el hombre
En mis tiempos de estudiante, allá por los primeros años veinte, el nombre de Guarini era completamente
desconocido. Entonces sólo era una figura tangible, fuera de Italia, para un centenar escaso de historiadores del
arte. Ni siquiera la «fortuna» de Borromini había sufrido tan tremendo eclipse. La hostilidad de la generación
neoclásica había caído sobre él con una severidad casi sin precedentes. Por supuesto, Milizia encontró en su obra
formas «extravagantes y toda suerte de caprichos» y concluía: «Deseo buena suerte a todo el que guste de la
arquitectura de Guarini... siempre y cuando la incluya entre los caprichos.» Incluso un hombre tan moderado
como Ticozzi pensaba que Guarini había sido nombrado arquitecto del duque de Saboya «porque en esa época se
había perdido hasta la noción del buen gusto... [Varias] ciudades padecieron el infortunio, que no la fortuna, de
contar con edificios suyos... En ello todo es arbitrario, sin norma, artificioso. Murió, para bien del arte, en 1683».
Sin embargo, medio siglo después, unos cuantos estudiosos, más imparciales y sensitivos, comenzaron a invertir
esta escala de valores. Recuerdo sobre todo el excelente trabajo sobre Guarini que Sandonnini publicó en 1883,
así como el capítulo que le dedica Gurlitt en su Geschictte des Barockstiles in Italien (1887). Posteriormente
vuelve el silencio durante más de una generación: en realidad, hasta después de la Primera Guerra Mundial. Que
yo sepa, la crítica moderna de Guarini comienza con la Histoire de l’Art de Michel (1921), donde se dice de él
que abrió una nueva época y fue uno de los maestros más originales e interesantes de toda la historia de la arquitectura. Los años veinte y treinta presenciaron el renacimiento de Guarini, con estudios de figuras como Bricarelli, Chevally, Rigotti y, sobre todo, Oliveri, Brinckmann y Argan.
El período de preeminencia reconocida de Guarini fue relativamente breve; el de olvido, largo y el de su
resurgir, penosamente lento. Recordemos que su vocación originaria no fue precisamente el arte ni la arquitectura. Un vistazo a su vida nos la muestra dividida en tres períodos principales. Nacido en Módena el 17 de enero
de 1624, ingresó en la Orden Teatina en 1639, marchó a Roma ese mismo año y no volvió a su ciudad natal hasta
1647, donde fue ordenado sacerdote a los veintitrés años. Esta primera fase de su vida, los años de formación,
tocaba a su fin. Roma le había ofrecido posibilidades ilimitadas para explorar los innumerables campos que
atraían su curiosidad intelectual: aparte de teología, estudió filosofía, matemáticas, astronomía y, por supuesto,
arquitectura militar, civil y eclesiástica.
Durante la siguiente fase de su vida, que duró casi veinte años, enseñó filosofía y matemáticas en Módena y Messina, residió en Parma y Guastalla. Probablemente viajó bastante y por último enseñó teología en París;
por otro lado, simultaneó todas estas actividades con la obra arquitectónica. Pero este ajetreado período se nos
presenta ahora como una mera preparación de sus últimos diecisiete años, pasados en Turín, donde Carlos Manuel II le nombró «Ingegnere e Matematico Ducale» en 1668, dos años después de su llegada. Si hubiese muerto
en 1665, a los 41 años, probablemente nadie lo recordaría hoy.
Estos últimos diecisiete años —entre los cuarenta y dos y los cincuenta y nueve—contemplaron un
increíble estallido de energía, una liberación de capacidades creativas casi sin precedentes en toda la historia del
arte. Presenciamos en vertiginosa sucesión el diseño y la ejecución de un gran proyecto tras otro, todos edificios
importantes y muy conocidos: San Lorenzo, la capilla de la Santissima Sindone, la Iglesia de la Inmaculada
Concepción, el Palazzo Carignano, el Collegio dei Nobili (por nombrar sólo los más importantes), todos ellos
edificios de un carácter revolucionario que plantean en cada caso problemas nuevos e inesperados. Y al mismo
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tiempo que alzaba estos grandes edificios en Turín, se demandaban sus diseños desde otros lugares: Casale
Monferrato, Racconigi, Oropa, Vicenza, Módena y, mucho más lejos, Lisboa y Praga.
En Módena y Messina había comenzado a labrarse cierto prestigio como arquitecto original, principalmente dentro del círculo de su Orden. No es casual, pues, que los teatinos de París le llamaran en 1662 para que
les construyera una iglesia que se financiaría con una suma considerable, legada por el cardenal Mazarino, muerto el año anterior. Este gran templo fue demolido a comienzos del siglo XIX. Parece ser que por entonces la reputación de Guarini era todavía bastante limitada. Cuando Bernini pasó seis meses en París en 1665, su fiel guía,
el Señor de Chantelou, no menciona ningún encuentro entre el príncipe de los artistas y el arquitecto teatino,
pero el 14 de junio Bernini inspeccionó la iglesia, ya en construcción, sin que Guarini estuviese presente. Los
padres teatinos estaban pendientes del veredicto de Bernini pues, al parecer, se sentían algo inquietos ante tan
aventurado diseño. Bernini seguramente compartía sus sentimientos ya que se limitó a decir: «Credo che riucirà
bella».
En aquellos días un joven científico inglés, Christopher Wren, que entonces contaba treinta y tres años,
estaba también en París. Igual que Guarini, se había sentido atraído por la arquitectura bastante tarde y en 1665
visitó París para recoger información sobre el panorama arquitectónico del Continente. Se esforzó por entrar en
contacto con Bernini; y estudiar su proyecto para el Louvre. Cuando al fin lo consiguió, el encuentro no fue precisamente un éxito. Según el propio Wren, «yo hubiera dado mi piel por el proyecto que Bernini había hecho
para el Louvre, pero aquel italiano viejo y reservón sólo me permitió verlo unos minutos...». Hay buenas razones
para suponer que Wren inspeccionó también Sainte-Anne-la-Royale, pero no menciona para nada ni la iglesia ni
a su arquitecto.
Teniendo en cuenta la posición relativamente oscura que ocupaba Guarini en 1665, resulta aún más prodigioso que al año siguiente se le concedieran en Turín unos poderes ejecutivos realmente extraordinarios. De
pronto, un aura de grandeza empezó a rodearle y sus abrumadoras responsabilidades le estimularon para realizar
más de un tour de force intelectual. Su carrera como escritor y dramaturgo se había iniciado en 1660 con una
tragicomedia moral titulada La Pietà trionfante. Cinco años, en 1665, publicó su segundo libro en Paris, la Placita philosophica, obra de gran erudición en la que defendía, bastante sorprendentemente por lo tardío de la fecha,
la concepción geocéntrica del Universo contra Copérnico y Galileo. Curiosamente, cuando se estableció en Turín
aumentó el ritmo y la diversidad de sus publicaciones. A pesar de que estaba totalmente ocupado por su actividad como arquitecto, se las arregló para continuar con sus estudios de geometría, fortificaciones y arquitectura, y
prácticamente todos los años enviaba un libro a la imprenta: en 1671, L'Euclides adauctus...; en 1674, Del modo
di misurare le fabbriche; en 1675, el Compendio della sfera celeste; en l676, el Trattato di fortificare; en 1678,
las Leges temporum et planetarum; y, por.último, en 1683, año de su muerte, las tablas planetarias Caelestis
Mathematicae... Su gran tratado arquitectónico, cuya preparación le llevó muchos años nunca llegó a terminarse.
En 1686, tres años después de su muerte, se publicaron las láminas sin texto y con el título de Disegni di architettura civile ed eclesiastica. Esta obra fue de gran importancia para la difusión de los principios arquitectónicos
de Guarini. Su texto —que en el momento de su muerte estaba aún sin ordenar y, a mi juicio, no terminado —lo
editó Vittone junto con las láminas en 1737
Aparte de esta actividad casi increíble como arquitecto y escritor, Guarini siguió cumpliendo sus obligaciones de sacerdote. La posición que ocupaba dentro de la Orden viene demostrada por el hecho de que en 1655
—cuando tenía 31 años—le nombraron preboste de los teatinos en Módena, aunque la oposición del duque Alfonso IV d'Este le obligó a salir de la ciudad. Veintitrés años después se le concedió nuevamente el mismo honor: fue elegido preboste de los teatinos en Turín. En 1680, año en que Guarini celebró la primera misa en San
Lorenzo —quizá estemos ante un caso único de coincidencia de arquitecto y sacerdote en la misma persona—
Emanuele Filiberto Amadeo, príncipe de Carginano, le nombró «teologo»de su corte. En el oficio de nombramiento, el príncipe menciona los «ingeniosos y extraordinarios principios» aplicados a San Lorenzo, el Palazzo
Carignano y el Castello di Racconigi y afirma a continuación que «éstas cualidades insólitas se combinan con el
más excelente conocimiento de las ciencias filosóficas, morales y teológicas como corresponde a un celoso y
digno miembro de una orden. religiosa». En mi opinión, estas palabras describen fielmente el especial caso de
Guarini: la triple unión de sacerdote, erudito y artista que, aunque no carece totalmente de precedentes en ninguna otra persona se dio con tanta plenitud y armonía. Saber que él llevaba tres vidas en una y que supo atender a
la perfección lo que cada una de ellas le exigía nos ayuda a comprenderle mucho mejor y a entender su éxito y
hasta la naturaleza de su arquitectura.
El texto de la Architettura civile nos da una buena medida de este hombre. Deseo comentar brevemente
aquí cuatro características sobresalientes de este tratado. En primer lugar, su estructura nítida, en gran medida
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exclusiva de Guarini e independiente de todos los demás tratados de arquitectura, en la cual da muestras de
criterios abiertos y un gran realismo. Desde el comienzo mismo nos advierte contra el despilfarro —«el
arquitecto debe proceder con discreción»— y más adelante vuelve sobre el mismo tema: «uno ha de hacerlo todo
con el menor gasto posible». Tras formular once reglas para la construcción de escaleras, concluye: «Sé que es
difícil cumplir todas estas condiciones en cada escalera». Las referencias a las exigencias de la «costumbre» y a
la subjetividad de los juicios recorren a lo largo de toda la obra: «La arquitectura puede modificar las reglas
antiguas e inventar otras nuevas». Los propios romanos, nos dice, no siguen al pie de la letra a Vitruvio, ni los
modernos obedecen siempre a los antiguos La arquitectura cambia al cambiar los hábitos de los hombres. Por
tanto, es obvio que «las simetrías de la arquitectura se pueden variar sin causar desarmonía entre las partes». Este
relativismo también se puede aplicar, claro está, a los órdenes clásicos de la arquitectura, que son placenteros
para la vista, pero «es muy difícil saber cómo se produce ese placer, tan difícil como comprender de dónde
obtenemos el goce de un precioso vestido. «Y aún más, no sólo cambia constantemente la mentalidad de los
hombres de suerte que llegan a odiar como deforme lo que ayer admiraban como bello, sino que toda una nación
gusta de aquello que disgustará a otra. En nuestro propio caso, por ejemplo, los godos despreciaron la
arquitectura de los romanos, del mismo modo que nosotros despreciamos hoy la arquitectura gótica». Y llega a
la conclusión de que es imposible que todos aplaudan las invenciones del arquitecto; no sólo hay personas «muy
pagadas de sí mismas», envidiosas e ignorantes que «no saben sino hablar mal de los demás», sino que existe
también el hábito que influye en nuestros gustos, e incluso hay que considerar las características físicas
constitutivas que llevan a ciertas personas a preferir la ornamentación excesiva a la sencillez y viceversa.
Aunque tales ideas tienen una filiación más francesa que italiana, creo que nadie las expresó nunca con tanta
claridad y, en cualquier caso, prueban que Guarini era un hombre con amplitud de miras y una mente abierta a la
argumentación racionalista única del siglo XVI, un hombre al que, desde luego, no se puede tachar ni de fanático
ni de excéntrico.
Mi segundo punto refuerza esta impresión. La cultura que Guarini despliega en su tratado es enorme, y
aunque nunca acepta a ciegas el principio de autoridad, sus críticas y polémicas son mesuradas. Por ejemplo,
reprocha a Palladio el exponer tan superficialmente «aquello que para él es un error»; en sus frecuentes polémicas con su contemporáneo el español Juan Caramuel se complace en el empleo de una ironía sutil. Y así, en una
ocasión refuta sus aseveraciones por ser «en mi modesta opinión, más una broma que una instrucción sensata», o
en otra ocasión dice: «El [Caramuel] corrige una falta cometiendo otra mayor, y para desembarazarse de un error
cae en muchos otros».
Guarini se nos muestra, pues, un escritor y polemista ágil, diestro e inspirado, que sabe presentar con
elegancia su enciclopédica cultura y se aproxima a la tradición con la seguridad de quien no ha dejado piedra
sobre piedra antes de hacer suya una conclusión. Y esto nos lleva a mi tercer punto. El mismo espíritu de exploración escrupulosa que aplicaba a la tradición literaria caracteriza también su tratamiento de la tradición visual.
Utiliza gran número de monumentos para ilustrar sus tesis. Por ejemplo, en su célebre capítulo sobre arquitectura
gótica demuestra conocer muy a fondo las catedrales de Sevilla, Salamanca, Reims, París, Milán y Siena, entre
muchas otras.
Por último, en largos capítulos de su tratado incorpora la gran lección que sólo él, entre los italianos,
había aprendido de las avanzadas matemáticas francesas. Este tema se expone en la Introducción al Trattato IV,
titulado «Dell ortografia gettata», donde explica que el método «es absolutamente necesario al arquitecto, aunque poco comprendido en la arquitectura italiana, pero espléndidamente utilizado por los franceses en muchas
ocasiones». Extensas partes de su tratado están basadas en la geometría proyectiva de Desargues —que había
armado gran revuelo en los círculos cultos de París durante la estancia de Guarini— y no hay duda de que el
mismo Guarini enriqueció la nueva disciplina con teoremas propios. Ahora sabemos que esta nueva geometría
fue la que proporcionó la base científica de las atrevidas estructuras de Guarini, especialmente las cúpulas. Se
ocupa también de este tema en otras publicaciones, sobre todo en Modo di misurare le fabbriche, donde aborda
el problema de medir con exactitud superficies inconmensurables, como paraboloides, conos, esferoides, etc., y
donde observa que «la parábola y la hipérbola apenas si son conocidas por los arquitectos», pese a que «muy
bien podrían servir para la construcción de cúpulas».
Todas las secciones del tratado demuestran que teoría y práctica eran para Guarini dos caras de la misma
moneda y que existe una íntima ligazón entre su tratado y su arquitectura. Por tanto, hemos de creerle también
cuando afirma hedonísticamente que «el objetivo de la arquitectura es el placer de los sentidos», o cuando nos
dice que «aunque la arquitectura se basa en las matemáticas, es no obstante un arte que complace..., de modo
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que, si el ojo se sintiese ofendido por la adhesión a las reglas matemáticas, cambiémoslas, abandonémoslas e
incluso contradigámoslas».
He comentado ciertas características del tratado principalmente para ilustrar qué clase de hombre era
Guarini y en concreto para poner de manifiesto que le separaba un abismo de Borromini, cuyas primeras obras
había eliminado por completo de su recuerdo. Se ha dicho de Guarini que era «carácter atormentado que casi
sufría de paranoia, y se quejaba constantemente de ser maltratado, incomprendido y menospreciado». Pero no he
podido encontrar evidencia alguna de que sufriera una condición patológica, obsesiva e hipocondríaca, similar a
la que empujó a Borromini al suicidio. Por el contrario, la imagen de su personalidad que emerge del estudio de
sus escritos y de su vida indica equilibrio, moderación, constancia, tolerancia, cualidades todas que, al parecer, le
pertenecían de modo natural y se nutrían de su gran cultura y su vocación sacerdotal. Portoghesi, en su monografía sobre Guarini, afirma acertadamente que el retrato que aparece en la portada de la Architettura civile muestra
«una expresión de tristeza absorta», pese a lo cual encuentra en el carácter de Guarini «la fuerza de una imparcialidad ejemplar, y esa capacidad para adaptarse y aprender que hicieron de él un auténtico europeo como intelectual y como arquitecto». Era un hombre perfectamente equilibrado que creó un lenguaje arquitectónico tan
original, fantástico y extraño que, visto con perspectiva histórica, desafía todo intento de clasificación.
El estudio y los procedimientos metódicos, los nuevos descubrimientos matemáticos, una experiencia visual excepcionalmente amplia y receptiva y un intenso fervor religioso se fundieron de algún modo dentro de su
apasionada imaginación para producir obras de un misterioso atractivo y una variedad casi infinita. Toda persona
con sensibilidad que visite Turín por primera vez quedará impresionada ante los edificios de Guarini. Plantarse
ante el Palazzo Carignano o el Collegio dei Nobili después de haber contemplado las obras elegantes y serenas
de la primera mitad del siglo XVII significa penetrar de golpe en un mundo turbulento, un mundo de energía
concentrada, de contradicciones dramáticas y focos fascinantes, un mundo que forzosamente cautiva al observador. Estoy seguro de que todos concordarán conmigo en que la llegada de Guarini transformó aquella capital de
provincia ambiciosa, pero todavía provinciana, en un centro de auténtica importancia internacional. Y una vez
ganada esa posición gracias a él, Turín la mantuvo durante todo un siglo.
Es iluminador también considerar la figura de Guarini dentro del contexto general italiano. Significativamente, no pertenece a la generación de los grandes maestros barrocos: Bernini, Borromini, Cortona, Fanzago y
Longhena nacieron todos en la década de 1590, así como Algardi, Sacchi y Duguesnoy. Todos se situaron profesionalmente en los años 1620 y los que aún vivían hacia 1660, en los comienzos de Guarini, estaban entrando en
la última fase de sus carreras. Sus obras no ofrecen claves claras para descifrar el fenómeno Guarini. Y ninguno
de sus contemporáneos de la Italia central presenta una evolución similar a la suya. Consideremos, por ejemplo,
el caso de Carlo Fontana, algo más joven que Guarini y cuya carrera profesional comenzó también, en los años:
1660. Fontana es fácilmente explicable desde su propia experiencia romana, pues, al contrario que Guarini, fue
el heredero de los grandes maestros de Roma. Su estilo —culto, académicamente limitado, clasicista y con una
tendencia a las soluciones escenográficas en detrimento de las dinámicas— es la quintaesencia de su época.
En el plano internacional, la figura más homologable a Guarini es, por extraño que parezca, Sir Christopher Wren, a quien me he referido antes. Éste comenzó su carrera en 1657 como profesor de astronomía y, al
igual que Guarini, nunca perdió el interés por las empresas puramente intelectuales o científicas. En los años
1660, cuando volvió su atención hacia la arquitectura, aplicó —también igual que Guarini— sus conocimientos
matemáticos y su empirismo erudito a la proyectación; los principios estructurales que detectamos en muchas de
las iglesias que construyó en Londres a partir de 1670 son nuevos, audaces y de inspiración antiautoritaria. Pero
el paralelismo con Guarini no va más allá, pues el repertorio wreniano de formas arquitectónicas es convencional
y la fría reserva de su estilo corresponde literalmente al clasicismo barroco de la segunda mitad del siglo XVII
en toda Europa.
La obra de Guarini debe estudiarse contra este trasfondo. En el último cuarto del siglo XVII, el clasicismo internacional, impuesto en buena medida por la Academia Francesa, perdió su atractivo. Presenciamos el
nacimiento casi milagroso de un nuevo espíritu antidogmático, vigoroso y entusiasta, de un nuevo dinamismo
barroco, discernible en el maravilloso resurgir de la pintura veneciana, en el nacimiento de la lujuriante decoración barroca de Génova y de la gran arquitectura de Sicilia y el sur de Italia; presenciamos asimismo el inesperado florecimiento de un Barroco alemán y austríaco, la vuelta a una arquitectura barroca más viril y dramática en
Inglaterra y a un exuberante estilo decorativo en España. Guarini es uno de los padres, y probablemente el más
importante, de este extraordinario movimiento europeo. Pero la mayor parte de los grandes maestros de esta
nueva era revolucionaria no había nacido aún cuando murió Guarini.
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Dotado de una mente excepcionalmente viva y original y de una capacidad de trabajo casi sobrehumana,
cada una de las tareas que se marcó habría bastado para llenar con creces la vida entera de un hombre normal; su
Placita philosophica es una summa de doctrinas filosóficas articuladas de modo que constituyen un sistema coherente; su Euclides adouctus fue concebido y escrito como un corpus de conocimientos matemáticos comprimidos en un grueso volumen, de la misma manera que su Caelestis mathematicae persigue la omnisciencia astronómica y su Architettura civile la arquitectónica. Este cerebro infatigable y enciclopédico abordaba cada tarea
constructiva como si tuviera que dilucidar un embrollado haz o una serie infinita de problemas específicos: de
modo comparable a su producción literaria, todos y cada uno de sus edificios son como una summa arquitectónica que viniera dictada por demandas particulares. Por esa razón las obras se detenían en cuanto faltaba su supervisión personal. Y así, cuando se estaba levantando la cúpula de la Santissima Sindone, Madama Reale hubo de
requerirle para que regresara inmediatamente de Módena: «Es absolutamente imposible —escribía la señora—
proseguir sin la asistencia del padre pues sólo él sabe cómo dirigir la obra».
Del mismo modo que sus diversas producciones literarias están recíprocamente relacionadas como partes
integrantes de una gran enciclopedia setecentista del saber, sus estructuras arquitectónicas presentan numerosas
propiedades comunes (a pesar de su variedad); paradojas y aparentes contradicciones, incongruencias deliberadas y hasta disonancias pertenecen a un mismo lenguaje arquitectónico; sus famosas interpenetraciones de las
diferentes unidades espaciales, la colocación de ringleras irrelacionadas unas encima de otras, su empleo de secciones de elipsoides y nervios parabólicos, su complacencia en milagros estructurales aparentes, la yuxtaposición
de pastosas formas ornamentales manieristas con configuraciones cristalinas extremadamente austeras, la densidad de motivos (como la inacabable repetición de la estrella en el patio del Palazzo Carignano), todas estas características y muchas otras se repiten en su obra reiteradamente, como se ha señalado con frecuencia. Uno desea
ardientemente comprender esa aparente vacilación tan suya entre una aproximación hedonista a la arquitectura y
la-sugestión de infinitud que hay en sus diáfanas cúpulas o por decirlo de otro modo, entre su racionalismo y su
misticismo. Me permitiré indicar que, para Guarini, intelecto y emoción no tenían por qué ser incompatibles.
Hasta las matemáticas, esa firme y sólida base de la arquitectura eran para él una ciencia increíble y preñada de
maravillas. Nos desvela este secreto cuando escribe en Euclides adouctus: «Thaumaturga Mathematicorum miraculorum insigni, verèque Regali architectura coruscat»>. «La magia de los matemáticos prodigiosos brilla
resplandecientemente en la maravillosa y auténticamente majestuosa arquitectura».
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Europa I
Textos de Época
Barroco en Europa
Fuentes y documentos para la historia del arte
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Edición a cargo de José Fernández Arenas/Bonaventura Bassegoda i Hugas
Editorial Gustavo Gili, S.A., Barcelona, 1983.
I. Italia
IA. Teorías y técnicas artísticas
8. Teofilo Gallacini, Tratado sobre los errores de los arquitectos (1767) 7'
Es este un curioso tratado que aparentemente no encaja en la cultura arquitectónica barroca. Se trata
de un durísimo alegato contra cualquier tipo de licencia en el lenguaje clasicista, y una defensa del valor absoluto de la norma vitruviana y del modelo antiguo. Parte de una concepción de la arquitectura puramente morfológica, sin casi ninguna referencia a los valores espaciales. Aplica el concepto de error y de abuso, que procede
de la tradición moralista sobre las imágenes sagradas (Gilio, Paleotti), a la arquitectura, e intenta, sin demasiado éxito, hacer lo mismo con el concepto de decoro. El tratado fue escrito en 1621, es decir cuando la arquitectura barroca de Bernini, Borromini y Pietro da Cortona aún no existía, de ahí que no podamos interpretarlo
como un simple escrito antibarroco, sino como un alegato contra la arquitectura manierista, o mejor como un
complemento, en forma de catálogo de errores, a la posición teórica de Vignola. Un esfuerzo por liquidar cualquier investigación sobre el lenguaje arquitectónico y establecer un código cerrado y permanente. Por este sentido autoritario se acerca a las posiciones del clasicismo de Agucchi y Bellori, pero con un bagaje teórico muy
inferior. Los neoclásicos en su afán antibarroco hicieron de Gallacini un precedente ilustre de algunas de sus
preocupaciones, aunque en el fondo el modelo de depuración formal deseada por ellos es muy distinta al modelo
de arquitectura propugnada por nuestro autor.
De los errores de los arquitectos al colocar las cosas fuera de su lugar
8.1. No hay duda alguna que el Sumo Hacedor todo lo hizo perfecto en número, peso, medida y en conveniente posición, y que si el Arquitecto de la máquina del Mundo hubiese puesto en el lugar de la tierra el agua
y en el lugar del aire el fuego, no sólo hubiera logrado una obra monstruosa, un nuevo caos y una mole totalmente basta, como dice Ovidio en las Metamorfosis, sino que ésta no hubiera podido subsistir. Del mismo modo, sí
al formar al hombre hubiese puesto la cabeza en el lugar de los pies, o los ojos en el pecho, en lugar de haber
formado a un hombre habría resultado un monstruo, ya que la cabeza al estar colocada en el lugar más bajo, no
hubiera podido hacer el oficio de los pies, y por la misma razón los ojos no hubieran podido mirar tan fácilmente
a su alrededor y hacer de vigías en defensa de las demás partes.
8.2. Lo mismo vemos a veces que sucede, por error de los arquitectos, en las construcciones, cuando éstos no disponen las partes en el lugar debido; ya que, además de hacer las obras del todo imperfectas y monstruosas, quitan a cada una su fin proporcionado y natural. Así sucede cuando se colocan las partes principales en
el lugar de las no principales y añadidas y cuando las no principales se acomodan a la función y en el lugar de las
principales, es decir, como partes que sustentan y que forman el mayor y principal ornamento del edificio. También cuando en los ornamentos de los altares y de las puertas los marcos aguantan todo el peso de las cornisas y
del frontispicio y se colocan aquí y allá las columnas laterales en las juntas, casi como de relleno. Y cuando, a
veces, se resalta el arquitrabe de las puertas, justo encima del vano, colocándole encima el friso, la cornisa, el
frontispicio o cualquier cartela o adorno de ventana, de manera que todo el peso parece recaer sobre el vano. Lo
cual además de ser lo más contrario a las buenas reglas de la arquitectura es también lo más erróneo.
8.3. Por esto a cada peso y parte superior siempre se le debe colocar debajo algo só1ido o lleno para que
haga la función de base y de apoyo de las partes superiores de las construcciones. Así, cuando encima de las
7
El sienés Gallacini no fue arquitecto sino médico y profesor de matemáticas. Su tratado quedó inédito y fue publicado por Antoni Visentini en Venecia en
1767 con el título Trattato sopra gli errori degli architetti, que también comentó y amplió la obra con sus Osservazioni di… architetto veneto che servono
di continuazione al trattato del Gallacini, Venecia, en 1772. Es Visentini quien nos informa que la fecha de redacción del libro de Gallacini es la de 1621
Traducimos de la edición facsimilar publicada por Gregg International Farnborough Hants, Inglaterra, 1970, pp. 38 a 41, 44 a 46 y 49 a 50. Aparte de las
referencias de Schlosser y Grassi, véase el artículo de Eugenio Battisti, “Osservazioni su due manoscritti intomo all’architettura. I, .”Sopra gli errori degli
Architetti" de T. Gallacini, en Bolletino del centro di Studi per la Storia dell’Architettura, vol. XIV, 1959, pp. 28 a 38.
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columnas o encima de los pilares se adelanta el arquitrabe junto con el friso y la cornisa, se hace continuar más
hacia atrás el mismo arquitrabe y se muestra que el resto del entablamento queda suspendido y sin base alguna,
ya que la columna o el pilar están colocados solamente para sostener el arquitrabe que resalta, junto con lo que
está encima, pero no para sostener lo que sobra que aparece como suspendido en el aire. Esto no sucede cuando
el arquitrabe se hace continuado y corrido sin resaltar, ya que de esta manera la obra se sostiene en lo vivo y lo
só1ido de los pilares y de las columnas tal y como se requiere y conforme a las enseñanzas de la Naturaleza.
Hay, además de éstos, otros errores acerca de la posición de las partes de los ornamentos y especialmente en lo que se refiere a los miembros que no pueden, con conveniencia, colocarse juntos, como la columna toscana y la dórica con el capitel corintio o la compuesta y la dórica con la jónica, y así todos los demás órdenes
que intercambian las bases, los capiteles, las cornisas y los pedestales [...].
8.4. Finalmente, es un notable error cuando en los ornamentos de los templos, las capillas, los altares y
las puertas, en lugar de hacer remates y frontispicios enteros se colocan rotos creyendo con la rotura dar gracia al
ornamento. En verdad los frontispicios no son otra cosa que el coronamiento o techo del edificio. Y ¿quién es
aquel que quisiera romper el techo de su propia vivienda para dar mayor gracia al aspecto de la casa? Ciertamente nadie. Tampoco se ha visto nunca que los antiguos utilizasen el frontispicio roto, sino que lo utilizaron siempre entero, o redondo, o angular con dos vertientes que comúnmente se suele llamar a dos aguas, es decir a dos
vertientes de aguas. Y si a pesar de ello, siguiendo la práctica moderna, quisiera romperse el frontispicio se incurrirá en uno de estos dos inconvenientes: o al hacerse la rotura correspondiente a lo sólido de las columnas la
parte del frontispicio será demasiado estrecha, o, por el contrario, al hacerse esta parte mayor que la anchura de
las columnas, saldrá fuera de lo sólido y quedará suspendida. Y éstos son dos notables defectos nacidos de la
rotura de los frontispicios. No porque haya sido su inventor Miguel Angel Buonaroti, llamado el Divino, excelente en escultura, pintura y arquitectura, quien lo hizo movido por la necesidad, deberá realizarse semejante uso
en toda ocasión, en todo lugar, sin necesidad ni gracia alguna. Ya que lo que una vez y por causa excepcional ha
sido utilizado no puede ni debe servir de regla al buen trabajar, que las excepciones fuerzan a los artífices a salirse de la rectitud de su arte, y tal violencia no ocurre siempre, sino a voces y por eso no debe hacerse regla, que la
regla es siempre buena.
De los errores que consisten en el abuso de algunos ornamentos introducidos por los arquitectos modernos
8.5. Así como el abuso de algunas costumbres en las ciudades y en las comunidades destruye la rectitud
del vivir político, y en las artes y en las ciencias es causa de que lleguen a ser dañinas, así el abuso de algunos
ornamentos en la arquitectura suprime la bondad de las obras y es la causa de la imperfección de los edificios y
también destruye la reputación de los arquitectos. Así, cualquiera de ellos, a quien mucho importe conservar su
honor, debe procurar mantenerse alejado de los perniciosos abusos. Y para mostrar desde un principio en qué
consiste el abuso en algunas construcciones, diremos que consiste en dejar de lado los ornamentos que nos enseñaron los buenos arquitectos antiguos y que nos han sido mostrados en las ruinas de los edificios antiguos de
Roma y de otras ciudades de Italia y de Grecia, y en la excesiva afición por encontrar nuevas invenciones, ya
disminuyendo, ya cambiando, ya rompiendo los miembros principales, y finalmente convirtiendo todo abuso en
regla y abandonando toda recta norma de trabajo y toda buena razón de arquitectura. Esto sucede por no entender que en los edificios de cualquier estilo los ornamentos tienen una forma determinada, y no se pueden inventar sin tomar excesivas licencias y sin acercarse a las costumbres bárbaras o a los caprichos y fantasías de los
orfebres y plateros, de los maestros de la madera, de los tallistas, de los estucadores y de los pintores.
8.6. Para ceñirnos ya al tema presentaremos algunos de los errores para que conocidos de los arquitectos
puedan evitarlos. Decimos pues que se produce abuso de los ornamentos de los edificios cuando se añaden en la
fachada elementos no necesarios, ni para sostener miembros, ni por correspondencia con las partes. Y para
decirlo con claridad, cuando todo el cuerpo ornamental es perfecto sin estos elementos añadidos, como cuando a
los pilares se les añaden remates, o resalto de cornisas, o nuevos miembros postizos y añadidos que hacen la obra
seca, vulgar e innoble y que no corresponde a la so1idez y magnificencia del resto, como se ve en Roma en el
segundo orden de la fachada de San Pedro y en los ornamentos de entre las columnas, en donde se muestran
ornamentos más propios de una obra de madera y de estuco que de una obra de piedra, ya que no representan la
firmeza de la piedra, como hacen las cornisas, las columnas y los pilares. Pues la manera del ornamento que es
propio de la madera y el estuco no conviene a la piedra, puesto que en la madera y el estuco no se desdice el
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utilizar cierta libertad y añadir algún capricho de propia invención, porque en estos trabajos los elementos
añadidos son siempre postizos, no tienen una conexión real con el conjunto y no nacen con él, sino que se le
unen a base de hierros, clavos y cola. Por eso estos trabajos junto a las columnas principales son demasiado
vulgares y secos y no muestran la misma nobleza y grandiosidad que ellas, como se ve en las puertas colocadas
entre las tres principales, que por su poca obertura del vano y por sus ornamentos se muestran de una manera que
no se corresponde con el conjunto de la fachada, ni con la grandiosidad y la majestad del templo. Pues en un
templo tan grande y en una fachada conforme con esta grandiosidad no le corresponden puertas tan pequeñas,
del mismo modo que tampoco le convienen puertas y luces grandes a un templo muy pequeño. No sólo es
necesario mirar la grandiosidad de la iglesia para colocar proporcionadamente las puertas, sino también el
número de la población y la frecuencia con que suele concurrir según las ocasiones.
8.7. Es también un gran abuso romper los arquitrabes y los frisos para aumentar los vanos, como se ve
algunas veces en los ornamentos de los altares y concretamente en Siena en la Iglesia de San Agustín en los altares de los Bargagli y de los Biringucci. Es éste un error mucho más grave que romper los frontispicios ya que en
todos los edificios los arquitrabes son las partes principales y necesarias que junto con las columnas sustentan
todo el peso del edificio. Puesto que ni el friso ni la cornisa están destinados a sustentar, sino que son una parte
del peso que se apoya en el arquitrabe, ya que los miembros colocados en las partes altas no pueden ser, a un
mismo tiempo, sustentadores y sustentados, sino solamente sustentados. No es una buena respuesta decir que a
veces al suprimido arquitrabe le sucede el marco del vano en su lugar, ya que el fin del marco es el unir y terminar el vano con ornamento. Este abuso se acompaña con la rotura del friso y de la cornisa para colocar sobre el
arquitrabe algo como una cartela, o un escudo, o una estatua, o cualquier otra cosa, según el humor del arquitecto. Lo cual no se hace sin incurrir en un notable error porque se rompe la continuidad de los ornamentos, se desune el conjunto, se deshace la unión de las partes entre sí y con él todo y finalmente se daña la uniformidad.
8.8. También se incurre en otro abuso cuando se adaptan en los extremos de las galerías, de los pórticos
o de las fachadas de los palacios o de las iglesias, pilares o columnas que no abrazan los ángulos sino que los
dejan detrás, resaltando la columna y el pilar sin hacerlo con la cornisa por lo que ésta aparece como suspendida
o, como se dice, en falso. Se falta así a las reglas de los antiguos que nos enseñan a hacer pilares que tomen los
ángulos, a poner columnas cuadradas y a doblarlas en grosor, dejando en el resto de la obra las columnas redondas, pues de este modo el edificio recibe mayor estabilidad y firmeza. Esto se hace por buenas razones ya que la
estabilidad de las construcciones reside en las esquinas que cierran y comprimen toda la obra, por eso la perpetuidad de los edificios reside en las esquinas.
De los errores que suceden en la inobservancia del decoro.
8.9. De todos los errores que provienen de los arquitectos uno es oponerse a la perfección y a la belleza
de los edificios, por lo que su apariencia no demuestra gracia, ni nobleza, ni sorprende a quien los mira. Este
error es la no observancia del decoro, lo cual creo que se entenderá más cuando declare qué cosa es el decoro.
Digamos pues que el decoro no es sino la belleza y la gracia de las cosas nacidas de una justa distribución, según
la cual se da lo que conviene a cada parte. Pero para adaptar a nuestro propósito esta definición se dice que el
decoro en los edificios no es otra cosa que una belleza causada por la conveniencia de las partes, cuando según
una justa y proporcionada disposición, se ha concedido a cada parte lo que convenía. Para que comprendamos
estos errores se dice que cualquier edificio, a imitación del cuerpo humano, está formado por miembros, ya que
en el edificio encontramos cabeza, espalda, costados, vientre y piernas; Y cada miembro tiene asignados ornamentos, por lo que los que pertenecen a la espalda o a los costados no son propios de la cabeza y viceversa. Pues
es un abuso poner los mismos ornamentos particulares y la misma distribución de miembros, de vanos y de partículas en los costados, en la espalda, en la frente o en la cara, que es la parte principal y cabeza del edificio [...].
Además de en esto se yerra en el decoro no se da a los miembros su debido adorno, al igual que cuando en la
fachada no se coloca el coronamiento o el frontispicio [...].
8.10. Se peca contra el decoro cuando se usan por ornamento cosas no adecuadas a los lugares sagrados
y a los profanos, y cuando se adoptan, sin ninguna consideración y fuera de toda correspondencia, los órdenes de
la arquitectura, es decir, donde conviene más la firmeza del orden toscano o del dórico y de la manera rústica
aplicar el jónico, el corintio o el compuesto, y viceversa, y lo que conviene a un sexo o a una condición atribuirlo
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a otro8. Finalmente, también se yerra cuando no se da a los miembros las debidas medidas y las proporciones
conformes a cada tipo de orden, cuando no se da la correspondencia de ornamentos, la unión uniforme tan
necesaria, y cuando las alturas y las anchuras son desproporcionadas sin que la causa sea el lugar o el punto de
vista, y, finalmente, cuando por una particular ventaja que se quiera obtener se daña y se confunde la
composición y se interrumpe el orden de los ornamentos de la fachada. Todos éstos son los más notables errores
que suceden al olvidar el decoro en los edificios.
9. Guarino Guarini, Arquitectura Civil (1737)9
La arquitectura fascinante y originalísima de Guarino Guarini tiene en este tratado su complemento
teórico. Estamos ante la antítesis de la concepción de Gallacini y ante uno de los pocos autores que defienden el
experimentalismo formal del barroco. Según Guarini la teoría arquitectónica no debe ser norma que excluya
sino instrumento para sistematizar en normas plurales la práctica arquitectónica. Por eso amplía el número de
órdenes, considera las principales variantes dentro de cada uno, y concibe el orden no como un fin en sí mismo
sino como un medio para la configuración del espacio. La finalidad del edificio es el deleite, la emoción, y ésta
no depende de una normativa permanente y eterna, sino de la costumbre y de la moda. La oposición GuariniGallacini recuerda la que encontraremos en Francia entre F. Blondel y C. Perrault, aunque Guarini no profundiza teóricamente —como si hace Perrault— esta intuición experimentalista. Uno de los temas en que mejor
vemos la amplitud de criterio de nuestro autor es la valoración de la arquitectura gótica, auténtica excepción en
el contexto del siglo XVII. No se trata sólo de una reivindicación arqueologista o histórica, sino de un esfuerzo
real por entender un sistema alternativo de lenguaje arquitectónico, que tiene sus razones internas, susceptibles
de readaptarse en parte al lenguaje clasicista, como el campo de las cubiertas cupulares, uno de los temas favoritos de Guarini.
La arquitectura puede rectificar las reglas antiguas e inventar nuevas
9.1. La belleza de los edificios reside en un proporcionado acomodo de sus partes, para cuya obtención
los antiguos con Vitruvio dieron ciertas y determinadas reglas, de las cuales algunos son defensores tan tenaces
que no se apartarían de ellas ni una pulgada. Pero yo, como juzgo con discreción y por lo que ocurre en cualquier
profesión, estimo que algunas reglas antiguas se pueden corregir y que se pueden añadir otras. En primer lugar,
la misma experiencia demuestra que las antigüedades romanas no son exactamente como las reglas de Vitruvio,
ni tampoco las proporciones de Baroccio [Vignola] o de otros modernos que siguen en todas las medidas a los
documentos antiguos, ya que, como se puede ver, muchas nuevas proporciones y muchos nuevos modos de ejecutar se han descubierto en nuestros tiempos que no utilizaban los antiguos [...].
Las simetrías de la arquitectura pueden, sin desconcierto entre ellas, ser varias
9.2. Se prueba por el hecho de que no existe ciencia alguna, por evidente que sea, que no tenga no solamente varias sino incluso opiniones contrarias, y ocurre lo mismo en materias muy graves de fe, de costumbres y
de intereses, de donde, ¿cuánto más variada podrá ser la arquitectura que no se complace sino en agradar a los
sentidos, ni la gobierna otra razón que la complacencia de un razonable juicio y de una juiciosa emoción? Esto se
experimenta en las diferentes proporciones que dan los ingeniosos y célebres arquitectos modernos, y en las
antigüedades romanas que discrepan de las opiniones de Vitruvio. Se puede reconocer también esto en la arquitectura gótica, que debía agradar en aquellos tiempos y en cambio hoy no sólo no es apreciada, sino que hasta es
escarnecida a pesar de que aquellos hombres, en verdad ingeniosos, han erigido con ella edificios tan artificiosos
que considerados con justicia, aunque no son exactos en su simetría, no dejan de ser maravillosos y dignos de
muchas alabanzas [...].
8
Se trata de una alusión al viejo tópico vitruviano de la adscripción sexual de los órdenes: dórico y toscano varoniles, jónico y compuesto femeninos.
Según N. Carbonieri, la Architettura Civile fue de los últimos tratados que escribió el padre teatino Guarino Guarini (1624- 1683). Se publicó póstumo
por mediación de Bernardo Vittone en Turín; 1737, aunque ya en 1686 se publicó una selección de sus láminas. Existe una moderna edición crítica a cargo
de Nino Carbonieri y B. Tavassi La Greca, Edizioni Polifilo, Milán, 1968, que es la que hemos usado para la traducción, pp. 15, 19, 126 a 127 y 207 a 210.
Sobre Guarini véase la edición crítica, las noticias de Schlosser y Grassi, el breve libro de Paolo Portoghesi, Guarino Guarini, Milán, 1956, y las actas del
Congreso guariniano de 1968, Guarino Guarini e l’internazionalitá del Barroco, Turín, 1970.
9
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Del número de órdenes y su definición
9.3. Los órdenes arquitectónicos no son, según Carlo Cesare Osio, nada más que la conclusión de varias
partes proporcionadas, resultante de la estabilidad de los muros, y que deleita y satisface la vista de quien lo
mira. Es muy difícil saber cuál sea la raíz de este deleite, no menos que difícil es saber la raíz de la belleza de un
hermoso vestido. Como máximo sabemos que los hombres cambian las modas y que lo que antes era admirado
por bello es después aborrecido por deforme, y que lo que gusta en una nación disgusta en otra, y que en nuestro
mismo asunto vemos que la arquitectura romana primero disgustaba a los godos, y la arquitectura gótica no nos
gusta a nosotros, por lo que parece necesario, antes de continuar, ver a quién se debe agradar, y si a cualquiera o
solamente a los juiciosos y razonables, y sobre todo a los entendidos en arte [...].
De los órdenes excesivos o insuficientes
9.4. Además de los órdenes ya nombrados, quien quiera abarcar dentro de los límites de la arquitectura
toda forma de construcción, es necesario que admita también dos órdenes, uno de los cuales se puede llamar
excesivo, que es el gótico, pues excede a toda proporción griega y romana; el otro es el «atlántico» o «cariatídico»10, que es inferior a toda proporción señalada, y de los cuales trataremos en este capítulo.
Del orden gótico y sus proporciones
9.5. Los godos, si bien muy fieros y gente más propensa a destruir que a edificar, se acostumbraron gradualmente a los aires más suaves de Italia, de España y de Francia, y llegaron a convertirse finalmente, no sólo
en cristianos, sino en más que religiosos y piadosos, y de destructores de templos pasaron a ser no sólo generosos, sino también ingeniosos constructores. Así, con su modo de construir, ya traído de su país, ya inventado en
los países conquistados, Europa se pobló de diferentes templos. Este modo de construir fue continuado durante
mucho tiempo, incluso después de que los godos fuesen abolidos y reducidos a la nada, por eso encontramos en
España, entre otras, la gran iglesia de Sevilla en Andalucía y la catedral de Salamanca en Castilla, la catedral de
Notre Dame de Reims en la Champagne y la catedral de Notre Dame de París en Francia, la catedral de Milán y
la Cartuja [de Pavia] en Lombardia, la iglesia de la ciudad de Bolonia, la catedral de Siena en. La Toscana, y
muchas otras edificaciones costosas y no exentas de gran arte. Ahora bien, que se sepa, de esta arquitectura no se
han dado nunca preceptos o asignado proporciones. Nacida sin maestro se ha ido propagando, imitando con respeto los nietos lo que han visto ejecutado por sus abuelos. Y como los hombres de aquel tiempo tenían por original elegancia el aparecer esbeltos y gráciles, como se ve en los retratos antiguos, así les complacía hacer lo mismo en sus iglesias, las cuales tenían respecto a su anchura una proporción muy elevada, por lo que siguiendo este
estilo en todo, hicieron también las columnas muy esbeltas, y cuando la necesidad les llevó, por el peso excesivo,
a hacerlas más gruesas, para no perder su deseada esbeltez, las unieron e hicieron un pilar compuesto, cada uno
de los cuales formado por los cuatro que forman la bóveda de crucería, tipo de bóveda en la que mucho se deleitaron. Y además de esta tan ambicionada esbeltez parece que también tenían otra intención totalmente opuesta a
la arquitectura romana, porque esta última tuvo por principal intención la fortaleza, remarcándola, incluso en la
s61ida disposición de los edificios, mientras que el gótico tuvo por meta erigirse muy fuerte, pero con apariencia
débil, y que fuese como un milagro el mantenerse en pie. Por lo que encontraremos gruesas agujas de un campanario apoyadas con estabilidad en delgadísimas columnas, arcos que se doblan sobre su pie suspendido en el aire
sin apoyarse en columnas que lo sustenten, torrecillas perforadas terminadas en agudísimas pirámides, ventanas
extremadamente altas, bóvedas sin soportes laterales.
9.6. E incluso tuvieron el atrevimiento de colocar la esquina de una altísima torre sobre un arco, como se
ve en la iglesia mayor de Reims, o encima de una columna, como en el templo de Notre Dame de París, o bien
asentarlo en la cima de una bóveda o sobre cuatro columnas, como en San Pablo de Londres, o una altísima
cúpula sobre cuatro columnas, como en la catedral de Milán. De esta ambición nace el hacer torres inclinadas,
como la torre de los Asinelli en Bolonia y la torre de la catedral de Pisa, que, si bien no son agradables a la vista,
10
Guarini se refiere a los atlantes y a las cariátides, es decir figuras masculinas y femeninas en función de columnas. Son formas muy frecuentes en la
arquitectura manierista.
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asombran al intelecto y dejan atemorizados a los espectadores. De estos dos fines opuestos, cuál sea el más
glorioso sería digno problema de un ingenio académico. Estos ejemplos góticos han hecho más audaz la
arquitectura romana, que finalmente ha osado levantar cúpulas sobre cuatro pilares, como vemos en Florencia,
en San Pedro de Roma y en muchos otros lugares de Roma y en otras ciudades de Italia.
9.7. Pero volviendo al orden gótico existen en él tres tipos de columnas, unas son de 20 módulos, otras
de 18 y otras de 15. Los capiteles normalmente no sobrepasan el módulo, ni tienen volutas, pero del cuadrado
pasan en bisel al círculo u octógono; otros capiteles imitan los capiteles dóricos. Las hojas de esos capiteles son
diferentes, pero siempre en bajo relieve y no dobladas hacia fuera, esculpidas normalmente como hojas de cardo,
que es el tipo de hoja más apreciada en las obras góticas. El ábaco consiste ordinariamente en un grueso cordón
introducido en la superficie. La base es una gola reversa con una gran escocia separada de sus listeles, o bien una
escocia acabada en una gola reversa. Las estrías son en espiral, con partes convexas y partes cóncavas, pero anchas y con diferentes listeles.
9.8. Este orden no tiene cornisa ya que los góticos impostaban los arcos directamente sobre las columnas, y tampoco adoptaban las columnas si no era para sostener los arcos, las bases de la crucería y de las bóvedas; así, los pilares de sus iglesias estaban formados de tantas columnillas unidas entre sí e inscritas en un gran
pilar cuantos eran los arranques de las bóvedas que debían colocarse sobre ellas. Si una bóveda era más baja y la
otra más alta, sin interponer una comisa y hacer un nuevo orden o disminuirlo, hacían seguir la columna, pasado
el primer capitel, y la prolongaban hasta el segundo bajo el arco más alto para sostenerlo. Así pues, las cornisas
las hacían debajo de los aleros o en las partes exteriores de los templos que creían más adecuadas, decoraban las
cornisas con columnatas o series de pilares que terminaban en arcos que formaban triforios. Las cornisas estaban
entretejidas de arquillos de varios tipos interpuestos y superpuestos entre sí, o bien, formaban bandas esculpidas
de diferentes modos, sobre todo con círculos conectados entre sí y con adornados follajes. La variedad de este
tipo de cornisas es grande y no queda comprendida bajo reglas determinadas por lo que no se les puede adjudicar
una cierta ordenación, sólo vemos que utilizaban poco las gulas y mucho los astrágalos, las guías reversas y los
listeles [...].
II. FRANCIA
IIA. Teorías y técnicas artísticas
34. Roland Fréart de Chambray, Paralelo entre la arquitectura antigua y la moderna (1650)11'
Con esta obra Fréart inicia la polémica arquitectónica del siglo XVII francés, que al igual que en el caso de la pintura va a desbordar las posiciones de su iniciador y va a tomar otros caminos y va a tener otros
protagonistas. En el campo de la pintura disputarán Roger de Piles y Félibien, en la arquitectura lo harán
Claude Perrault y François Blondel. Nuestro autor se limita a formular una opción de gusto, propia de lo que él
es en realidad, un aficionado más o menos leído y no un profesional ligado a la Academia y a los problemas
concretos. Esta opción consiste en desautorizar el experimentalismo formal de la tradición manierista aún viva
en el barroco angustiado de Borromini, a la que califica de simple libertinaje artístico. Consiste también en
exaltar el retorno a la pureza, a la simplicidad, al decoro de lo verdaderamente antiguo, es decir a los tres órdenes griegos: el dórico, el jónico y el corintio. Por eso no es casual su reivindicación de los arquitectos y teóricos del XVI no manieristas, como Palladio y Scamozzi. La posici6n teórica de Fréart no puede tener continuidad porque sus argumentos no van más allá del principio de autoridad: la superioridad de lo antiguo, justo en
un momento que Aristóteles y Galeno son contestados en el terreno de las ciencias; y pronto ocurrirá lo mismo
en el campo literario y artístico con la polémica entre antiguos y modernos. En cambio su labor técnica, es decir el intento de ofrecer un repertorio de proporciones unificado, sí que va a tener continuación en la obra de
personas como Perrault, aunque difieran de él en la concepción de lo que es el orden y la proporción. Esto es
posible porque en definitiva existe una voluntad de orden y claridad común a todos los teóricos del siglo XVII,
sea cual sea su idea de la tradición.
11
Este Paralléle de l’architecture antique et la moderne, París 1650, es la primera obra que publica Fréart. Se tradujo al inglés en 1664, con varias
ediciones posteriores, y se volvió a editar en Francia en 1702 y en 1766. Existe una moderna edición facsímil por Minkoff Reprint en Ginebra, 1973.
Traducimos de la edición de 1766, pp. VIII a X, y XII a XVI. Sobre Fréart véase las referencias de Schlosser, Grassi y la antología de Françoise Fichet, La
théorie architecturale a l'age classique. Essai d'anthologie critique, Pierre Mardaga éditeur, Bruselas 1979.
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Prólogo
34.1. Esta obra debe su origen a la idea que se me ha ocurrido de separar en dos ramas los cinco órdenes
de la arquitectura, y de formar un cuerpo aparte con los tres que hemos recibido de los griegos, que son: el
dórico, el jónico y el corintio, que con razón pueden ser llamados la flor y la perfección de los órdenes, ya que
no sólo contienen todo lo bello, sino también todo lo necesario de la arquitectura. En efecto, sólo hay tres
maneras de edificar, a saber: la só1ida, la media y la delicada, las cuales están perfectamente expresadas en estos
tres órdenes. Por consiguiente no necesitan de los otros dos, el toscano y el compuesto, que al ser latinos son
relativamente ajenos a los tres primeros, y parecen como de otra clase, de manera que cuando están mezclados
no hacen buen efecto juntos. Esto se admitirá fácilmente, por poco que uno se quiera desnudar de todo prejuicio,
sobre todo si se considera que no se encuentra ningún ejemplo antiguo en el que los órdenes griegos se empleen
junto con los latinos.
34.2. Mi deseo no es apresurarme hacia la novedad, al contrario, quisiera remontarme, si es posible, hasta el origen de los órdenes y extraer de él las imágenes y las ideas completamente puras de los admirables maestros que los inventaron, y aprender su uso de su propia boca. Pues, sin dada, los órdenes han decaído mucho a
medida que se han alejado de su origen y que se los ha como trasplantado al extranjero, donde han degenerado
tan notablemente, que apenas serian reconocibles para sus autores. Porque, hablando francamente, ¿tenemos aún
razón al nombrar dórico y jónico y corintio a estos tres órdenes, maltratados y desfigurados, tal como lo son
todos los días por nuestros artífices? ¿Les queda un sólo miembro que no haya recibido alguna alteración? Ahora
apenas en ejemplos de la Antigüedad. Todos quieren componer según su fantasía, piensan que la imitación es un
trabajo de aprendices, y para ser maestros hay que producir necesariamente alguna novedad. ¡Pobre gente si
creen que al fantasear una especie de cornisa particular, o alguna otra cosa, han creado un orden nuevo, y que en
esto consiste sólo lo que se denomina invención! Como si el Panteón, ese maravilloso e incomparable edificio
que aún hoy se ve en Roma, no fuera una invención de quien, lo edificó, porque no hay nada cambiado en el
orden corintio en el que está enteramente compuesto.
34.3. No se ve el talento de un arquitecto en el detalle de las partes, hay que juzgarlo por la distribución
general de su obra. Los espíritus mezquinos que no pueden llegar al conocimiento universal del arte, ni abarcar
toda su extensión, están forzados a detenerse en esto por su incapacidad, y se arrastran continuamente alrededor
de estas minucias. También, como su estudio no tiene otro objeto, y ellos son ya estériles en sí mismos, sus ideas
son tan bajas y desgraciadas que no producen más que mascarones, infames cartelas y cosas parecidas, grotescas,
ridículas e impertinentes, de las que la arquitectura moderna está completamente infectada. Los otros, a los que
la naturaleza ha dotado mejor y que tienen una más bella imaginación, se dan cuenta de que la belleza verdadera
y esencial de la arquitectura no reside simplemente en cada parte tomada por separado, sino que resulta principalmente de la simetría, que es la unión y concurrencia de todas las partes, y que logra formar una armonía visible que los ojos limpios e iluminados por la inteligencia del arte consideran con gran placer. Lo malo es que el
número de estos bellos genios es siempre muy reducido, mientras que los artífices vulgares hormiguean por todas partes [...].
34.4. Yo creo que cada uno es libre de apreciar lo que le parezca bueno de las artes mixtas, tales como la
arquitectura, cuyos principios al estar únicamente fundados en la observación y en la autoridad de los ejemplos
no tienen ninguna demostración precisa. Esta es la razón por la que me serviré del privilegio de juzgar como me
plazca, pues también lo dejo a los demás. Distingo en los tres órdenes griegos una belleza tan particular y excelente, que los otros dos latinos no me impresionan nada en comparación con los primeros. También el lugar que
se les ha dado muestra que no hay lugar para ellos más que en los extremos, como si fueran lo sobrante por una
parte y por la otra. La rusticidad y pobreza del toscano lo ha exiliado de las ciudades y lo ha devuelto a las casas
de campo, no ha merecido entrar en los templos ni en los palacios, y ha permanecido el último como simple introducción. En cuanto al otro, que quiere exagerar el corintio y que se denomina compuesto, está, para mí, aún
más fuera de razón y me parece incluso indigno del nombre de orden, ya que ha sido la causa de toda la confusión que se ha introducido en la arquitectura, desde que los artífices se han tomado la licencia de dispensarse de
lo que los antiguos habían prescrito, y «gotizar» según su capricho una infinidad de obras que nos presentan bajo
este nombre.
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34.5. El buen Vitruvio ya en su tiempo previó las malas consecuencias que los de la profesión iban a
producir por el amor a la novedad, que ya los llevó al libertinaje y al desprecio de las reglas del arte que deben
ser inviolables, de forma que es un mal empedernido que empeora cada día y casi no tiene remedio. Sin embargo, si nuestros modernos quisieran limitar sus licencias y permanecer dentro de los límites del orden romano,
que es el verdadero compuesto y que tiene sus reglas igual que todos los demás, no tendría nada que censurar, ya
que se ven ejemplos entre los vestigios de los siglos más florecientes, como el arco de Tito Vespasiano, al que el
Senado, después de la toma de Jerusalén, hizo erigir un arco de triunfo magnífico que es de este orden; pero no
hay que emplearlo más que muy a propósito, y siempre solo. Es así como lo usaron sus inventores que, al conocer su debilidad en comparación con los otros, evitaban compararlo con ellos [...].
34.6 Los que tendrán curiosidad por hacer esta investigación [contrastar los modernos autores con las
obras antiguas], que no será infructuosa, encontrarán al principio bastantes dificultades en la confusión de las
diferentes formas de medir de estos arquitectos, que en lugar de trabajar sobre la relación del módulo de las columnas, que es el método natural y particularmente adecuado a las proporciones de la arquitectura, usaron palmos, pies y otras medidas generales, como hubieran hecho simples albañiles; esto complica de tal modo la imaginación, que es bastante difícil aclararse y se pierde mucho tiempo en adaptar las medidas a la escala del módulo, sin lo cual todos estos estudios serían inútiles. Es principalmente a esto a lo que he procurado poner remedio,
reduciendo todos los diseños de este libro a un módulo común, que es el medio diámetro de la columna dividido
en 30 minutos, con el fin de aproximar la precisión tanto como ha sido posible. Puede ser que esto no sea al principio aprobado por la mayoría de los arquitectos, ya que no están acostumbrados a investigar tan exactamente las
cosas de su oficio.
34.7. Quiero, sin embargo, para prevenir su censura, remitirlos a los escritos de Andrea Palladio y de
Vincenzo Scamozzi, los dos mayores maestros que tenemos en la profesión, quienes en sus tratados sobre los
cinco órdenes han tomado el diámetro entero de la columna por módulo y le han dado 60 minutos, que frecuentemente subdividen en mitades, tercios o cuartos, según lo juzgan necesario. Se verá que en esta recopilación he
reproducido exactamente sus diseños, uno en parangón del otro, por un método tan fácil que en un momento se
puede ver en qué y cómo difieren entre sí, de tal manera que por medio de esta comparación cada uno tiene la
libertad de escoger según su fantasía y seguir al que quiera de los autores que propongo, porque en todo son
generalmente aprobados.
34.8. Para no errar en esta elección y para no proceder a la ligera, es necesario estar previamente bien
instruido en los principios de la arquitectura, y haber hecho algún estudio sobre los antiguos, que son la regla del
arte. No es que indiferentemente todos los antiguos sean dignos de imitación, al contrario, hay pocos buenos y
muchos mediocres. De aquí procede la confusión de nuestros autores, que al tratar los órdenes y sus medidas han
hablado de ellos de formas muy distintas. Por esto estimo que es más seguro ir al origen y seguir con precisión
las molduras y las proporciones de los edificios antiguos que tienen el consentimiento y la aprobación universal
de los de la profesión, como el teatro de Marcelo, el templo de la Rotonda12, y las tres columnas cerca del Capitolio en Roma, y algunos otros monumentos parecidos, cuyos perfiles mostraré aquí en cada uno de los órdenes,
y seguidamente los de los arquitectos modernos, a fin de que confrontándolos con estos bellos ejemplos que son
los originales del arte, se los pueda probar como en la piedra de toque, cosa que he hecho con gran placer al trabajar en esta obra, y que ahora cada uno podrá hacer tan bien como yo, y con más provecho, ahorrándose el
tiempo que he empleado en abrir el camino.
35. Claude Perrault, Sistema de los cinco órdenes de columnas (1683)
Claude Perrault fue un célebre médico y biólogo, miembro de la Academia Real de Ciencias, aunque
hay lo conocemos sobre todo por su labor en el campo de la arquitectura. Fue un espíritu independiente que
12
Se trata del Panteón de Agripa, que fue cristianizado por Bonifacio IV en el siglo VII con el nombre de Sancta Mariae ad Martyres y que a partir del año
mil se le da el nombre de Sancta Mariae Rotundae. Cfr. Christian Huelsen, Le chiese di Roma nel Medio Evo. Cataloghi ed appunti, Florencia, 1927, p.
363.
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cuestionó uno de los puntos más delicados de la teoría de la arquitectura desde el Renacimiento: el origen de la
belleza en arquitectura. Para él la belleza reside en las proporciones que forman el orden clásico, pero estas
proporciones no son <naturales>, y objetivas, es decir análogas a las que constituyen la armonía musical y
derivadas en su componente formal de la imitación de la naturaleza, sino que son subjetivas y arbitrarias, es
decir que sólo las sentimos bellas gracias a la costumbre. Su argumentación no nos lleva al relativismo y a la
desconfianza hacia el orden clásico, sino que se trata simplemente de ofrecer una nueva explicación teórica
para una praxis ya consagrada por la historia y firmemente establecida. Es el nuevo espíritu crítico y racional
gestado en el campo de las ciencias de la naturaleza, que se aplica por vez primera a una reflexión artística.13
La teoría de Perrault creó un enorme desconcierto en la Academia de Arquitectura, ya que se respetaba la
enorme erudición de su autor sobre Vitruvio pero al mismo tiempo no se podía aceptar una teoría que liquidaba
el sentido <naturalista>, cósmico y de alguna manera sagrada que hasta el presente había tenido la creación
artística. Presentamos aquí un fragmento del amplio prefacio de este libro de Perrault, que es en donde expone
con más detalle su concepción de la belleza, aunque las ideas de base ya las había formulado diez años antes en
las notas a su traducción de Vitruvio.
Prefacio
35.1. Los antiguos creyeron con razón que las reglas de las proporciones que producen la belleza de los
edificios fueron tomadas sobre las proporciones del cuerpo humano y de igual modo que la naturaleza ha formado los cuerpos propios al trabajo con una talla maciza, y ha dado una más ligera a los que deben tener destreza y
agilidad; hay también reglas diferentes en el arte de edificar según las diversas intenciones de hacer un edificio
más macizo, o uno más delicado. Estas diferentes proporciones, acompañadas de los ornamentos que les convienen, forman los diferentes órdenes de arquitectura, en los que los caracteres más visibles que los distinguen dependen de los ornamentos, de igual modo que sus diferencias más esenciales consisten en los tamaños que tienen
sus partes, unas respecto a otras.
35.2. Estas diferencias de los órdenes, tomadas de sus proporciones y sus caracteres sin demasiada exactitud ni precisión, son lo único que la arquitectura tiene bien determinado. Todo lo demás, que consiste en las
medidas precisas de todos los miembros y en un determinado contorno de sus figuras, no tiene aún reglas sobre
las que estén de acuerdo todos los arquitectos. Estos han procurado dar a estas partes toda la perfección de que
son capaces, y principalmente en lo que respecta a la proporción, varios de ellos, aunque de maneras distintas, se
han acercado igualmente al juicio de los inteligentes. Lo que demuestra que la belleza de un edificio tiene algo
en común con la del cuerpo humano es que ésta no consiste tanto en la exactitud de una determinada proporción,
en la relación que tienen las medidas de unas partes con respecto a las otras, como en la gracia de la forma, que
no es otra cosa que su agradable modificación, pues se puede fundar una belleza perfecta y excelente sin que se
observe exactamente un tipo de proporción. Del mismo modo un rostro puede ser feo o bello con la misma proporción, pues el cambio que se advierte en sus partes cuando, por ejemplo, la risa empequeñece los ojos y agranda la boca, es semejante al que se produce en el mismo rostro cuando llora, pero este mismo cambio de proporción es placentero en un caso y desagradable en el otro. También dos rostros con proporciones diferentes pueden
tener una belleza igual. Se ven también en arquitectura obras con proporciones diferentes que tienen atractivos
que suscitan la aprobación de los que son inteligentes y están provistos del buen gusto de la arquitectura.
35.3. Pero hay que quedar de acuerdo en que, si bien una determinada proporción no es absolutamente
necesaria para la belleza de un rostro, es, sin embargo, cierto que existe una de la que no es posible alejarse
mucho sin perder la perfección de la belleza. También hay en la arquitectura reglas de proporción, no sólo en lo
general, por las que he dicho que los órdenes son distintos unos de otros, sino también en el detalle, de las que
uno no puede separarse sin hacer perder al edificio gran parte de su gracia y de su elegancia. Pero estas
proporciones tienen una extensión suficientemente amplia como para dejar a los arquitectos la libertad de
aumentar o disminuir las dimensiones de las partes según las necesidades que las circunstancias pueden motivar.
13
Puede citarse como relativo precedente de esta posición de Perrault a Pierre Nicole autor de un breve Traité de la vrai et de la fausse beauté, publicado
en latín, y de forma anónima, como prólogo a la edición de epigramas Delectus Epigramaticus (1659). En él Nicole distingue una belleza inmutable o
verdadera que no se somete a la moda y una belleza física que depende del azar de la moda y del gusto subjetivo de los que la aprecian. Nicole no condena
este segundo tipo de belleza, pues admite una necesaria contaminación de ambas en cualquier obra artística (cfr. Wladyslaw Tatarkiewicz, History of
Aesthetics, vol III, Mouton, La Haya-París y Polish Scientific Publishers, Varsovia, 1974, pp. 363 a 365).
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Es en virtud de estos privilegios que los antiguos realizaron obras en las que las proporciones son tan
extraordinarias, como las de las cornisas dóricas y jónicas del Teatro de Marcelo y las del frontispicio de Nerón,
en las que las dimensiones sobrepasan en la mitad a las que deberían tener según las reglas de Vitruvio. Es por
esta raz6n que todos los que han escrito sobre arquitectura se contradicen unos a otros, de manera que nunca se
encuentra ni en los restos de los edificios antiguos, ni entre el gran número de arquitectos que han tratado las
proporciones de los órdenes, dos edificios ni dos autores que estén de acuerdo y hayan seguido las mismas reglas
[...].
35.4. Aunque con frecuencia las proporciones conformes a las reglas de la arquitectura gustan sin saber
por qué, es cierto también que debe haber alguna razón para que gusten, y la dificultad reside únicamente en
saber si esta razón es siempre algo positivo, tal como son los acordes de la música, o si sólo está fundada en la
costumbre, pues si lo que hace que un edificio guste a causa de sus proporciones es lo mismo que hace que un
vestido de moda guste a causa de aquéllas, las cuales no tienen nada de positivamente bello, ni que deba gustar
por sí mismo, ya que cuando la costumbre y las otras razones no positivas que los hacen amar cambian, las obras
dejan de gustar aunque permanezcan sin variación.
35.5. Para juzgar bien sobre esto es necesario suponer que hay dos clases de belleza en la arquitectura:
las que están fundadas sobre razones convincentes y las que no dependen más que de la predisposición. Denomino bellezas fundadas sobre razones convincentes aquellas por las que las obras deben gustar a todo el mundo,
porque es fácil conocer su mérito y su valor, tales como la riqueza de la materia, el tamaño y la magnificencia
del edificio, la precisión y la acurada ejecución, y la simetría que significa el tipo de proporción que produce una
belleza evidente y notoria. Hay dos tipos de proporciones: una, la que es difícil de percibir y que consiste en la
relación de razón de las partes proporcionales, que es la que las medidas de las partes tienen unas con otras, o
con el todo, como el ser la séptima, la quinceava o la veinteava parte del todo. La otra, la proporción que se denomina simetría y que consiste en la relación que las partes tienen entre sí debido a la igualdad y paridad de su
número, tamaño, situación y orden. Esto es may notorio y las faltas nunca se dejan de percibir. Así lo vamos en
el interior del Panteón, donde las fajas de la bóveda no se corresponden con las ventanas que están debajo, por lo
que causan una desproporción y una falta de simetría que todo el mundo puede conocer fácilmente, y que si
hubiese sido corregida habría producido una belleza más visible que la de la proporción que hay entre el espesor
de los muros comparado con el vacío del interior del templo, o que la de las otras proporciones que se encuentran en este edificio, como la del pórtico, que tiene de anchura las tres quintas partes del diámetro de todo el
templo.
35.6. Así pues, opongo a estos tipos de bellezas, que denomino positivas y convincentes, las que denomino arbitrarias, porque dependen de la voluntad que se ha tenido en dar una determinada proporción, figura y
forma a cosas que podrían tener otra sin ser deformes y que se han convertido en agradables no por las razones
de las que todo el mundo es capaz de apreciar, sino sólo por la costumbre y por la unión que el espíritu establece
entre dos cosas de distinta naturaleza. Por esta unión sucede que la estima que el espíritu admite en las cosas
cuyo valor conoce, genera una estima por las otras cuyo valor le es desconocido y llega insensiblemente a estimarlas por igual. Este principio es el fundamento natural de la fe, que no es más que un efecto de la predisposición, por la que el conocimiento y la buena opinión que tenemos de aquel que nos asegura una cosa de la que no
conocemos la verdad, nos dispone a no dudar de ella en absoluto. Es también la predisposición la que hace que
nos gusten las cosas de la moda y las formas de hablar que el uso ha establecido en la corte, pues la estima que
se siente por el mérito y la cortesía de las personas de la misma hace que gusten sus vestidos y su forma de
hablar, aunque estas cosas en sí mismas no son positivamente agradables, ya que algún tiempo después contrarían sin que hayan sufrido cambio alguno en si mismas.
35.7. Esto también es así en arquitectura en la que hay cosas que la sola costumbre hace tan agradables
que no se podría soportar que fueran de otro modo, aunque en sí mismas no tengan ninguna belleza que
infaliblemente deba gustar, ni necesariamente hacerse aprobar, tal es la proporción que los capiteles tienen
generalmente con las columnas. Hay incluso cosas que la razón y el buen sentido deberían considerar deformes y
chocantes, y que la costumbre ha hecho soportables, como la situación de los modillones en los frontones, de los
dentículos debajo de los modillones, la riqueza de los ornamentos de la cornisa dórica, la simplicidad de la jónica
y la posición de las columnas en los pórticos de los templos antiguos que no están a plomo sino inclinados hacia
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el muro. Todas estas cosas, que deberían disgustar porque van contra la razón y el buen sentido, fueron
primeramente soportadas porque estaban unidas a bellezas positivas y finalmente se han convertido en
agradables por la costumbre, que hasta ha tenido el poder de hacer que aquellos de los que se dice que tienen el
gusto de la arquitectura no las puedan soportar cuando son de otro modo [...].
35.8. Los arquitectos modernos que han puesto por escrito las reglas de los cinco órdenes de arquitectura
han tratado este tema de dos formas. Unos no han hecho otra cosa que recopilar en las obras, tanto de los antiguos como de los modernos, los ejemplos más ilustres y aprobados, y como estas obras contienen reglas diferentes, se han contentado con presentarlas todas y compararlas entre sí sin determinar apenas nada sobre la elección
que de ellas se deba hacer. Los otros han creído que, en esta diversidad de pareceres en que se hallan los arquitectos sobre las proporciones que deben ser seguidas en todos los miembros de cada orden, les estaba permitido
dar su juicio por encima de las opiniones de los gran- des autores, y para creer en una mala elección no han tenido reparo alguno en proponer como regla su opinión particular. Porque se puede decir que es así como han actuado Palladio, Vignola, Scamozzi y la mayor parte de los célebres arquitectos, que no se han preocupado por
seguir puntualmente a los antiguos, ni por ponerse de acuerdo con los modernos.
35.9. Sin embargo, el objetivo de estos arquitectos ha sido loable, en la medida que han procurado establecer reglas ciertas y determinadas, que siempre se deben buscar en todas las cosas que son capaces de tenerlas.
Pero hubiera sido de desear, o que alguno de ellos hubiera tenido la autoridad suficiente para hacer leyes que
fueran inviolablemente observadas, o que se hubieran podido encontrar reglas que tuvieran en si mismas verdades evidentes, o por lo menos reglas probables o razones capaces de ser preferibles a todas las demás que se han
propuesto a fin de que de una manera u otra se hubiera tenido algo fijo, constante y determinado en la arquitectura, por lo menos respecto a la proporción de los cinco órdenes, cosa que no sería demasiado difícil, porque las
proporciones son una materia sobre la que no hay estudios, averiguaciones y descubrimientos que hacer, mientras que si los hay respecto a la solidez y a la comodidad de los edificios, donde es evidente que se pueden inventar muchas novedades de utilidad may considerable. Además las proporciones de los órdenes no son de la naturaleza de las proporciones requeridas en las obras de la arquitectura militar y en la construcción de todas las máquinas, en donde tienen la mínima importancia [...].
35.10. Por lo que respecta al éxito de mi empresa, si no es favorable, esta desgracia no deberá disgustarme demasiado, pues seré igual a los más ilustres, puesto que ni Hermógenes, ni Calímaco, ni Filón, ni Ctesifón,
ni Metágenes, ni Vitruvio, ni Palladio, ni Scamozzi con toda su capacidad no han podido obtener una aprobación
suficiente para hacer que sus preceptos sean las reglas de las proporciones de la arquitectura. Si se me objeta que
el método que propongo no es demasiado difícil de encontrar, que no cambio casi nada de las proporciones, y
que no hay apenas ninguna que no se encuentre en alguna de las obras de los antiguos o de los modernos, reconoceré que no he inventado en absoluto nuevas proporciones, sino que es esto precisamente lo que pretendía,
porque en esta obra no he tenido otro fin que, sin ofender la idea que los arquitectos tienen de las proporciones
de cada miembro, todas puedan reducirse a medidas fácilmente mensurables, que yo denomino verosímiles. Pues
tenemos muchas pruebas de que los primeros inventores de las proporciones de cada orden no las hicieron tal
como las vemos en las obras antiguas, que solamente se aproximan a estas medidas fácilmente mensurables, sino
que las hicieron más simplificadas. Así, por ejemplo, no dieron a las columnas corintias nueve diámetros y medio, dieciséis minutos y medio, como tienen en el pórtico del Pante6n, ni diez diámetros once minutos, como
tienen las tres columnas del Foro de Roma, sino que las hicieron algunas veces de nueve diámetros y medio, y
algunas de diez, pues la negligencia de los obreros de los edificios antiguos es la única causa de la deficiencia
que hay en estas proporciones, que no siguen exactamente las verdaderas, que como es razonable creer fueron
establecidas por los primeros inventores de la arquitectura [...].
35.11. Puedo decir, pues, que tengo motivos para creer que, si los cambios en las proporciones que los
arquitectos posteriores a Vitruvio han introducido no tienen ninguna razón que nos sea conocida, los cambios
que propongo se encuentran aquí fundados sobre razones claras y evidentes, tales como la facilidad para hacer
las divisiones y para recordarlas. Lo nuevo que propongo no es tanto para corregir lo antiguo, como para intentar
restablecerlo en su antigua perfección. No pretendo hacerlo por mi sola autoridad, ni siguiendo las luces que me
son particulares, sino fundándome siempre sobre algún ejemplo tomado de las obras antiguas, o de los escritores
autorizados, empleando sólo raramente razones y conjeturas de las que creo, sin embargo, que no se me debe
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negar el uso, pues las propongo con entera sumisión a los inteligentes, que aceptarán hacer el esfuerzo de
examinarlas.
35.12. Mi idea es que, si las obras antiguas que tenemos son como los libros en los que debemos aprender las proporciones de la arquitectura, estas obras no son los originales hechos por los primeros y verdaderos
autores, sino solamente copias diferentes entre sí, de las cuales unas son fieles y correctas en una cosa y otras en
otra, de manera que en arquitectura para restituir el verdadero sentido del texto, si se puede decir así, es necesario ir a buscarlo en estas diferentes copias que, al ser obras aprobadas, cada una debe contener alguna cosa correcta y fiel, y cuya elección debe verosímilmente estar fundada en la regularidad de las divisiones no rotas sin
razón, sino fáciles y cómodas, tal como están en Vitruvio [...].
35.13. No hay nadie de los que han escrito sobre los órdenes de la arquitectura que no haya agregado y
corregido algo de lo que se pretende que los antiguos hayan establecido como reglas y leyes inviolables. Estos
escritores que, excepto Vitruvio, son todos los modernos, lo han hecho según el ejemplo de los mismos antiguos,
que en lugar de libros han dejado obras de arquitectura, en las que cada uno puso algo de su invención. Así pues,
estas novedades siempre han sido consideradas como el fruto del trabajo, del estudio y de la investigación que
genios inventivos han hecho para perfeccionar aquello en lo que los antiguos habían dejado alguna imperfección.
Si bien algunos de estos cambios no han sido aprobados, hay sin embargo muchos admitidos y seguidos incluso
en cosas muy considerables. Así vemos que el cambio de fe en este género de cosas no es una empresa temeraria
y que el cambio para mejor no es de ningún modo tan difícil como los admiradores apasionados de la Antigüedad nos quieren hacer creer [...].
36. François Blondel, Curso de arquitectura (1675)14
François Blondel matemático, ingeniero y arquitecto es el encargado de contestar por escrito las heterodoxas opiniones de C. Perrault sobre el origen de la belleza de la arquitectura. A ello dedica buena parte del
libro sexto de su Cours d'Architecture. Recogemos aquí esta airada y a voces irónica respuesta de Blondel, que
en realidad no contesta en la medida que no opone argumentos nuevos, sino que se limita a repetir con ejemplos
los principios tradicionales, tales como las nociones vitruvianas de solidez y comodidad o la idea del fundamento natural y antropomórfico de la simetría y la pro porción.
36.1 [...] Pronto tendremos una obra del señor Perrault sobre el tema de las proporciones de la arquitectura que, viniendo de él, sólo puede ser excelente, aunque en las notas que ha hecho sobre Vitruvio parece ser de
una opinión extremadamente alejada de la de este autor cuando dice: «La proporción de los miembros de la arquitectura, que según la mayor parte de los arquitectos es algo natural, se ha establecido por un consenso de los
arquitectos que han imitado las obras los unos de los otros, y han seguido las proporciones que los primeros
habían elegido, no porque tuvieran una belleza real, convincente y necesaria, y que sobrepasara la belleza de las
otras proporciones, sino solamente porque estas proporciones se encontraban en obras que tenían otras bellezas
reales y convincentes, tales como la belleza de los materiales y la precisión de la ejecución, que hicieron que
gustara la belleza de sus proporciones, aunque no tuvieran nada real en su naturaleza. Esta razón de que las cosas
gustan por familiaridad y por costumbre se encuentra en casi todas las cosas agradables, aunque no se crea por
falta de haber reflexionado sobre ello». Estos son los términos de que se sirve. Esta idea es singular y extraordinaria, pero tengo una considerable inclinación a no creerla en absoluto verdadera [...].
36.2. Aunque importe poco a los arquitectos que las bellezas que dan a sus obras estén fundadas sobre
principios naturales, o de costumbre, pues es suficiente que su trabajo sea agradable y que plazca a la vista de
quienes lo miren, también es bastante justo que yo alegue alguna razón en defensa de Vitruvio, de Alberti, de
Filandro, de Barbaro, de Palla- dio, de Scamozzi, del caballero Woton y de la mayoría, para no decir a todos los
que han tratado sobre arquitectura, y que han creído que la razón por la que un edificio construido dentro de las
14
Este Cours d'architecture enseigné dans l’Académie royale d'Architecture, París, 1675-1683 es el resumen de sus cursos en la Academia Real de
Arquitectura de la que fue director desde su fundación. Se reimprimió en 1688. Nuestra traducción procede de la ya citada antología de Françoise Fichet,
pp. 149 a 155. Sobre Blondel véase el capítulo quinto del libro de Herrmann, op cit., que trata de la polémica entre Perrault y Blondel.
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reglas place infinitamente a nuestros ojos, no es otra que la belleza se entrega a nosotros y se insinúa en nuestra
alma más por la naturaleza que por la opinión, que en la forma de un bello edificio hay algo que nos sorprende,
que excita nuestra alma, que se hace sentir inmediatamente, y que nos place necesariamente por el mismo
principio que nos hace sentir aversión por las cosas deformes [...].
36.3. Para impedir, por consiguiente, que parezca que considero a la ligera una causa por la que he dicho
tener mucha inclinación, viene ahora a propósito que hable en su favor y que trate de apoyarla con algunas razones, sea que las tome del seno de la naturaleza, sea que me hayan sido sugeridas por la costumbre. Diré pues en
primer lugar que no veo que se tenga el derecho de suponer que las bellezas que en un edificio están producidas
por las legítimas proporciones de la arquitectura, no sean «convincentes», puesto que no hay persona alguna a la
que no gusten y que no las apruebe desde el momento de verlas, y que no esté enteramente «convencida» de que
de esta belleza deriva todo el placer y la satisfacción que siente. Además, no sé en qué sentido se puede decir que
estas bellezas, o mejor las proporciones que las producen, no son «necesarias», ya que todo el mundo sabe que
son de una prioridad tan absoluta, que toda la belleza de un edificio se desvanece desde el momento en que se
cambia algo esencial para la simetría. De manera que si se puede decir que una cosa es necesaria para la otra,
cuando esta última desaparece cuando la primera le falta, no hay nada, a mi entender, tan necesario para la arquitectura como las proporciones legítimas, ya que toda su belleza, toda su gracia, y todo lo que tiene que pueda
gustar se destruye y se esfuma desde el momento que deja de haber proporción.
36.4. Pero como no estamos obligados a creer que la belleza de un edificio tenga su fundamento más en
la naturaleza que en la opinión y la costumbre, aunque se pueda reconocer que esta belleza es de alguna manera
«convincente» y que hay «alguna necesidad» en las proporciones de la arquitectura, viene al caso profundizar
con mayor detalle en un tema en el que parece que hasta ahora nadie ha entrado más que muy superficialmente.
En todos los animales no hay nada tan natural como trabajar para conservar lo más preciado que tienen,
que es la vida. Así, todo lo que pueda contribuir a este fin es necesariamente natural. También por la misma razón, lo que nos hace vivir con mayor comodidad y más placer es también natural para nosotros. De donde se
deduce que en primer lugar el arte de edificar en general nos es natural, ya que los hombres no vivirían, o al menos sufrirían terribles incomodidades, si no tuvieran la precaución de hacerse habitáculos con el fin de ponerse a
cubierto de las injurias del tiempo y de los insultos de las bestias feroces y de los ladrones. Establecido esto,
como hay cosas que son de necesidad en la construcción de los edificios, otras que lo son para la comodidad, y
otras que sólo existen para el decoro y el ornamento, parece que, primeramente, las cosas de necesidad tienen un
fundamento cierto y real en la naturaleza, y que es absolutamente natural que una habitación esté cubierta, que se
pueda entrar, que tenga alguna abertura para recibir la luz o para dar salida a las inmundicias y al humo, que
tenga peldaños, si es necesario subir, y otras mil cosas de esta naturaleza.
36.5. Se puede decir más o menos lo mismo respecto de las cosas necesarias para la salubridad, o para la
comodidad, como son la situación y la orientación de un edificio, la disposición de sus partes, su tamaño, su
ordenación, la altura y la anchura de los peldaños de las escaleras, los marcos de las ventanas, etc. De todo ello
podemos sacar una conclusión: todo lo que produce la salubridad, la solidez y la comodidad de un edificio nos es
aproximadamente tan natural como la necesidad de vestirnos, de comer y de buscar lo que nos es conveniente y
huir de lo que nos perjudica.
36.6. Hay una dificultad algo mayor para comprender de qué manera sentimos el decoro y la ornamentación de los edificios, y en saber si lo que nos gusta procede de algo real y necesario que tenga su fundamento en
nuestra naturaleza, o por el contrario procede de la predisposición y de la costumbre. Digo en nuestra naturaleza
porque creo que nadie debe negar que los que son seres reales tienen su fundamento en la naturaleza en general.
Para aclararlo bien sería bueno ante todo convenir en un punto que es el de saber si las producciones de las artes
pueden hacer nacer en nosotros algún placer que nos sea natural, o si todo lo que nos gusta en las obras creadas
por el arte no pertenece más que a nuestra imaginación, si ciertos manjares condimentados de cierta manera por
un buen cocinero nos parecen sabrosos y agradables al gusto sólo por costumbre; si la violencia de las diferentes
pasiones que la poesía o la retórica engendran a veces en nuestra alma, sólo están producidas por la familiaridad
y la costumbre; si la mezcla de los acordes de música dispuestos bajo la medida de ciertas proporciones no nos
producen un placer que nos es natural y otros mil ejemplos más de esta naturaleza.
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36.7. Pues si se dice que todo placer sólo existe porque estamos acostumbrados a juzgarlo como tal, estoy en condiciones de reconocer en este tema que la satisfacción que nuestros ojos reciben de las proporciones de
la arquitectura, no procede más que de la sola costumbre. Pero, si al contrario, se admite que las artes mediante
sus producciones son capaces de engendrar en nuestros sentidos, o mejor en nuestra alma, placeres que les son
naturales, no veo que se deba excluir a la arquitectura de entre ellas, a menos que haya alguna razón convincente
y necesaria que pueda demostrar lo contrario. Así, cuando se me conceda que la satisfacción que recibo de las
obras de la pintura y de la escultura tiene algo de real en nuestro espíritu, porque están conformes con las bellezas que se encuentran en los cuerpos que estas artes representan, diré por la misma razón que las bellezas que
nos encantan en la arquitectura tienen también un fundamento real y natural en nosotros, que hace que nos gusten porque están conformes o están hechas a imitación de las que se ven en las obras de la naturaleza.
36.8. Así, digo que la belleza de una columna bien recta, bien redonda y disminuida según las reglas nos
produce un placer natural porque está hecha sobre el modelo de los árboles, que nunca son tan bellos en la naturaleza como cuando son rectos, redondos y disminuyen insensiblemente desde el pie hasta la cima. También digo
que la puerta situada en el centro de un edificio y las ventanas a derecha e izquierda a distancias iguales del
mismo centro, de la misma altura, de igual anchara en las que se corresponden, del mismo nivel, sobre la misma
vertical, etc., nos producen un placer natural porque estas disposiciones imitan de cerca lo que produce la belleza
de una cara o de un cuerpo, es decir, la situación regular de la boca en el centro, la de los ojos, de las ventanas de
la nariz, de las cejas, de las mejillas, de las orejas, de los brazos, de las piernas, etc., que son de la misma altura,
del mismo tamaño, de la misma forma y que están al mismo nivel y a distancias iguales a derecha e izquierda del
centro del cuerpo o de la cara. Esto nos demuestra que no es por imaginación que un pórtico colocado en el centro de un edificio al que es proporcional con las alas o pabellones iguales en todos los sentidos y a distancias
iguales del centro, produce un bello efecto a la vista de los que lo miran.
36.9. Además se puede decir que las principales partes de los entablamentos y de los frontones son también de alguna manera naturales, ya que, según el relato de Vitruvio, están hechos a imitación de los edificios
comunes de los primeros griegos, que al seguir entonces la simplicidad de la naturaleza no daban a sus edificios
más que lo que era de pura necesidad, o como máximo un poco de comodidad. Así, los arquitrabes no son menos
naturales que las vigas que se ponían sobre la cima de los postes colocados en pie, los triglifos representan los
extremos de las vigas del techo, las cornisas son las partes salientes de los tejados, los mútulos y los dentículos
representan los extremos de las jambas y de los cabios de la cubierta, los frontones marcan la pendiente de los
tejados, y muchas otras son piezas que se pueden considerar naturales en cualquier tipo de edificio, porque son
imagen de las que antiguamente eran naturales y esenciales en los edificios comunes de los primeros griegos
[...].
II.
IIIA.
PAÍSES BAJOS Y ALEMANIA
Teorías y técnicas artísticas
49. Johan Bernhardt Fischer von Erlach, Ensayo de una arquitectura histórica con la representación de
diferentes y famosos edificios de la Antigüedad y de pueblos extranjeros (1721)15
Fischer von Erlach (1656-1723) después de una larga estancia de aprendizaje en Roma, donde trabajó
con Bernini, y de repetidos viajes por distintos países europeos, se establece definitivamente en Viena como
arquitecto oficial de la corte imperial austríaca, bajo José I y Carlos VI. Como arquitecto, su obra más importante es la iglesia de San Carlos de Viena, donde pone en práctica su bagaje de arquitectura histórica en un
programa de exaltación cesárea.
La edición del libro es realmente lujosa, en texto alemán y francés y contó con la colaboración del
famoso numismático Carl Gustav Heraeus, destacando especialmente los grabados de gran precisión. En la
temática no sólo se incluye la arquitectura occidental, sino también la asiática y especialmente la preocupación
15
Entwurf einer historischen Architektur se publicó en Viena, pero existe otra edición posterior aumentada, Leipzig, 1725, y dos más en lengua inglesa,
1730 y 1737. La traducción de los textos elegidos se ha realizado de la edición facsímil hecha sobre la primera de Viena por Die bibliophilen
Taschenbücher, Harenberg, Dortmund, 1978.
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por el templo de Salomón, para lo cual acude a la obra del P. Villalpando, texto que hemos seleccionado para
esta antología.16
Prólogo
49.1. Si se antepone este prólogo al libro no es ni para entretener al lector con discursos superfluos ni para seguir la moda de los que quieren erigirse en autores. La vanidad de hacerse valer tiene aún menos parte. El
único deseo que existe es el de disculparse por ciertos errores que se consideran inevitables en una obra donde se
ha visto obligado a acudir a las relaciones de otros y a los trabajos de un buril que han exigido más tiempo del
que se les ha podido conceder. El autor ha iniciado la obra por una especie de entretenimiento, en un momento
en el que las armas victoriosas de su Majestad el Emperador dejaban poco tiempo para ocuparse en la arquitectura civil. En cuanto a lo que corresponde a los demás, si son del número de los jueces desinteresados, la reputación ajena no me hiere y verán que se ha propuesto ofrecer a los amantes del arte contrastar todas las clases de
arquitectura y a los que se ejercitan en ellas las fuentes de nuevas invenciones más que de instruir a los sabios
[...].
49.2. Como se trataba principalmente de representar estos famosos edificios que el tiempo ha destruido,
se ha pensado que sólo se debía fiar de los testimonios más auténticos, como las historias contemporáneas, las
medallas antiguas que han conservado sus imágenes y, sobre todo, las ruinas que aún permanecen. Porque, aunque no tengan forma, no por eso dejan de servir para organizar las ideas, más o menos como los huesos de un
cuerpo muerto sirven para idear el tamaño y la figura que tenía antes.
En cuanto a los dibujos más modernos de algunos edificios antiguos, algunos de los cuales no son más
que reproducciones de una imaginación arbitraria, no les hemos prestado demasiada atención. El lector avisado
se dará cuenta, si se toma la molestia de comparar las siete maravillas del mundo aquí representadas, con las que
han aparecido anteriormente, que la mayor parte sólo son reconocibles por el título.
49.3. En ciertos casos no hemos tenido inconveniente en aprovechar las opiniones e investigaciones de
otros autores, pero no les hemos robado la alabanza que se merecen. Se hace una mención especial, entre otros,
del célebre Villalpando por su Templo de Salomón; se ha tenido en cuenta también a Palladio, Serlio, Donato,
Ligorio y algunos otros cuyos dibujos pueden servir para salvar de las injurias del tiempo los monumentos más
importantes de la antigüedad y las memorias de sus ilustres fundadores. Para el resto nos hemos tomado alguna
libertad para los ornamentos, pero la invención sólo ha tenido ocasión cuando han faltado autoridades y cuando
las conjeturas razonables lo han permitido.
49.4. Con todas estas particularidades se puede confiar en que este Ensayo de una Arquitectura diversificada, no sólo agradará a las personas curiosas y de buen gusto sino que también podrá ofrecer ocasión para cultivar más y más las ciencias y las artes. La misma historia hallará medios seguros para alegrar la memoria de los
lectores y para explicar cosas de una manera más clara y distinta de lo que se pudiera hacer por precisas descripciones. Los dibujantes podrán observar y ver que los gustos de los pueblos no difieren menos en la arquitectura
que en las maneras de vestirse o de preparar las comidas y comparando unos con otros podrán hacer una selección. Se podrá observar que el uso puede autorizar libertades en el arte de construir, como son los ornamentos en
la época del gótico, las bóvedas de ojiva, las torres de la iglesia, los ornamentos y los techos indios, sobre los que
la diversidad de opiniones es tan discutible como la de los góticos, a pesar de que haya ciertos principios generales y comunes en la arquitectura contra los que no se puede luchar. Tales son las reglas de simetría, las que facilitan todo lo que conduce a la falsedad y otras de la misma naturaleza...
El Templo de Jerusalén
49.5. En la cumbre escarpada del monte Moria tan bien defendido como los otros valles, por un muro de
300 codos17 de altura que rodea el recinto con una balaustrada, como se ve en la elevación del templo. Hay que
16
Sobre Fischer von Erlach, véase: Ilg, Die Ficher von Erlac, Viena 1895; G. Kunoth, Die historische architectur Fischers von Erlach, Düsseldorf, 1956;
Kunstchronik X (1957) (número dedicado a Fischer con motivo del centenario de su nacimiento) y H. Sedlmayr, J. B. Fischer von Erlach, Viena, 1956.
17
Se trata de una medida antigua que recibe varias denominaciones: amma, codo, y su equivalencia es aproximadamente 0,444 metros.
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señalar que Josefo al hablar de la columnata restablecida por Herodes en la parte oriental, menciona los restos de
este muro, como obra de Salomón que no había sido destruida por los saqueos anteriores. Estaban fabricados con
piedras de mármol blanco colocadas sin mortero.
Eran sin duda las grandes piedras de las que hablaba Jesús con admiración y estaban fuera del templo.
En el segundo templo no hay nada que haya igualado a esta magnificencia. Y no es menos admirable ver que
para cumplimiento de la profecía, no haya quedado una piedra sobre otra. Naturalmente se habrán utilizado semejantes piedras de mármol para otros edificios o para hacer esculturas. Encima de este muro de magnífico empedrado, que terminaba por un lado en esta balaustrada y a 37 codos en el recinto, había un edificio cuadrado
equilateral con 687 codos de anchura y 30 de altura. El lado interior de este edificio encerraba el atrio de los
Gentiles donde entraban tanto los paganos como los judíos. De este lugar expulsó Jesús a los vendedores de corderos y palomas para que no fuera profanado el Templo con su tráfico, porque el atrio de los Gentiles estaba
rodeado por la columnata de Salomón, donde había tres pórticos y cuatro filas de columnas acanaladas, casi tan
altas como el lado exterior del muro de un orden al cual los corintios atribuyen todas sus bellezas.
49.6. Cada lado del atrio de los gentiles era de 50 codos de ancho y 600 de largo, y estaba limitado por la
fachada de un edificio que encerraba los nueve patios interiores, igualmente grandes, en forma de cuadrado de
400 codos de largo y de 100 de altura. Interiormente estaban sostenidos por un triple pórtico compuesto por dos
filas de columnas y otras tantas de pilastras. Las escaleras que ha señalado el P. Villalpando corresponden a la
amplitud de los pórticos en la parte baja y a las galerías que conducen a los apartamentos en la alta.
El frontispicio tiene cuatro columnas separadas y el vestíbulo es igual a las otras dos entradas del norte y del sur.
Las tres entradas al atrio de las levitas tienen el mismo orden excepto la escalinata. Es decir que tienen por dentro 25 codos de ancho por 50 de largo.
El número de columnas de todo el Templo, sin contar las pilastras, es de 1453, entre las cuales había algunas que
tenían 3 toesas de circunferencia y 30 codos de altura. Las más pequeñas tenían 15 codos de altura de una sola
pieza.
49.7. En el atrio de los levitas se hallaba, a la entrada a la derecha, la Mar de bronce sobre doce toros. El
agua que la llenaba conducida por canales cubiertos servía para la purificación de los sacerdotes. Villalpando le
calcula un peso de 8640 talentos después de haber examinado su espesor y su circunferencia según las medidas
mecánicas que ofrece la Sagrada Escritura.
Este peso sobrepasa al del coloso de Rodas, cuando se calcula sobre los restos que se llevaron los sarracenos cargando 900 camellos. La consideración de tal peso y de 36.000 libras de agua que contenía este mar ha
conducido al autor a colocarle sobre los toros en el dibujo que ofrece en el frontispicio de sus vasos.
Se ha seguido la idea de Villalpando colocando al pie de la fuente un recipiente capaz de contener cierta
agua que caía de arriba, para comodidad de los sacerdotes que debían lavarse antes de entrar en el templo, y que
desaparecía por el suelo.
49.8. En medio de este atrio estaba el altar de los holocaustos. Su cuerpo de bronce tenía 12 codos de
circunferencia en la parte baja y 12 en la alta. La altura de tres pisos de que estaba compuesto hacía 10 codos.
Según Villalpando el bronce de este altar que era hueco pesaba 20.000 talentos. La mesa de los pacíficos y los
diez lavabos de bronce que servían para limpiar los sacrificios y los utensilios estaban ordenados a ambos lados.
Estos lavabos de bronce que pesaban 2.000 talentos cada uno estaban como los demás vasos adornados
con figuras de querubines, ángeles, leones, etc. La situación de este altar de la antigua alianza, colocado hacia la
parte occidental del templo es mística y significaba que la luz de las revelaciones tenían necesidad de esclarecimiento por el Evangelio. Después ordinariamente se han colocado los altares en el lado de oriente, para significar que después de las sombras de las prefiguraciones ha salido el sol de los cumplimientos. Digo ordinariamente
porque la Iglesia no ha ordenado nada sobre ello y el mismo papa León declaró que él era indiferente a la orientación de los altares [...].
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Europa II: España
Textos de Crítica
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Arquitectura en España, 1770-1900
Javier Hernando
Manuales Arte Cátedra
Ediciones Cátedra, S.A., Madrid, 1989
Capítulo II
La arquitectura neoclásica
La intervención urbana
Las opciones arquitectónicas revolucionarias, producto de la generación ilustrada finisecular, acaban disolviéndose en lo urbano. La construcción de la ciudad ex novo representaría, por tanto, la máxima aspiración de
estos jóvenes arquitectos. Una ciudad diseñada bajo los nuevos preceptos estéticos e ideológicos, pero con uno
por encima de todos ellos: el de la igualdad. El urbanismo revolucionario es el de la ciudad igualitaria, apartándose de ese modo de la tradicional ciudad jerarquizada del Antigio Régimen que tiene su continuidad en la ciudad ilustrada. Aunque es cierto que esta última incorporará novedades de no poca trascendencia, no lo es menos
que de acuerdo con su ideología reformista no alterará los valores propios de la ciudad barroca, organizada como
un gran escenario de exaltación regia. En este sentido se trataba de un espacio jerarquizado, antiigualitario; justamente la antítesis de lo que la ciudad revolucionaria pretendía. Naturalmente, como en el objeto arquitectónico
individualizado, predominará el reformismo, quedando relegada la práctica urbana revolucionaria a proyectos no
ejecutados.
El reformismo borbón tuvo una vertiente relevante en las intervenciones en las ciudades ya existentes.
Madrid, bajo el patrocinio directo del Monarca, empeñado en convertir a la capital del Reino en una ciudad a
tono con esa categoría, se constituyó en banco de pruebas.
Lo más interesante de esta política urbana reformista, al margen de la permanencia barroca en su trazado, es la preocupación por la higiene, por la comodidad de la ciudad; dicho en otros términos, la toma en consideración en primer lugar de la infraestructura urbana, lo que se concreta en pavimentación de calles, instalación
de alumbrado público, apertura de calles, plazas y jardines, etc.
La ciudad existente variará su imagen en mayor o menor medida pero dichas alteraciones no suponían
una ruptura con la concepción de la ciudad tradicional.
El diseño de la plaza se halla condicionado por el mantenimiento de dos funciones tradicionales: la actividad comercial —mercado— y la actividad lúdica —caso taurino. Tales permanencias se manifiestan en una
serie de «servidumbres* que acaban tiñéndola de conservadurismo, como ha resaltado Antonio Bonet. En las
corridas, los balcones cumplirán la función de localidades públicas que bien a través del Ayuntamiento o de manera directa los propietarios ponen al servicio de los espectadores.
La nueva clase burguesa que descolla al lado de la nobleza ilustrada comienza a plantearse la adquisición de las
viviendas de estos núcleos como operaciones especulativas a medio plazo. Los promotores invertirán sus capitales con la finalidad de rentabilizarlos a posteriori mediante el alquiler de las casas una vez construidas. Es el
despegue de la economía liberal. La de Madrid, remodelada tras el incendio (1790) por Juan de Villanueva ve
sustituida su imagen barroca por la neoclásica. Para ello la cerró completamente —hasta entonces, como prototipo que era de plaza barroca, estaba abierta— y uniformizó su alzado, respetando la traza de los arcos inferiores
que diseñara Juan Gómez de Mora en el siglo XVII.
Capítulo III
Del Neoclasicismo al Academicismo
Pervivencia del clasicismo barroco
La instauración en España de una arquitectura clasicista y cosmopolita, similar a la que triunfaba en
Francia, Italia y Centroeuropea desde comienzos del siglo XVIII, encontró muchos opositores, pero poco a poco,
logró imponerse hasta enraizarse profundamente. El racionalismo barroco que los ingenieros militares habían
plasmado en sus arquitecturas civiles e industriales, mientras de manera simultánea los arquitectos locales
continuaban insertos en los esquemas del barroco casticista, encontraría una continuidad perfecta en el taller del
Nuevo Palacio Real madrileño. De ahí surgirá la Academia que refrendará y difundirá con todos los medios a su
alcance las nuevas formas. Por consiguiente, cabe preguntarse qué es lo que se difunde. Se difunde
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academicismo. El siguiente paso consistiría en interrogarnos acerca de la unidad o dispersión de ese
academicismo. De alguna manera cuando señalaba esa triple orientación: continuidad del barroco clasicista,
desvirtuación del neoclasicismo más puro y derivación hacia el eclecticismo, quedaba implícitamente apuntada
la dispersión. Sin duda la Academia se orientaba hacia la primera alternativa. Al fin y al cabo se hallaba ligada al
mismísimo origen de su existencia. Por consiguiente su enseñanza y supervisión a través de la Comisión de
Arquitectura se inclinaría por esa vertiente. No podrá evitar la penetración de corrientes más heterodoxas,
aunque sí podrá impedir su expansión, cercenando proyectos o arrinconando a los arquitectos que los diseñan.
Con todo, Villanueva, Pérez y otros nombres de menor ingenio o suerte, al desbordar los límites del
academicismo, ejercerán implícitamente de guías alternativas del neoclasicismo académico. Sus seguidores serán
también académicos en casi todas sus obras, pero la impronta vilanovina, por poner un caso, se reflejará en ellas
dando como resultado un producto peculiar dentro de la estética dominante.
Centrémonos ahora en el primer aspecto, que da título a este apartado. Desde mi punto de vista, hay un
nombre indiscutible que representa el punto de partida, la institucionalización y la difusión de este academicismo, incluido con cierta, pero general ligereza, en el neoclasicismo. Me refiero a Ventura Rodríguez. Iniciador,
porque él fue uno de los primeros arquitectos españoles que se imbuyeron de ese nuevo barroco importado por
Felipe V. Con gran premura demostrará su comprensión, participando en las obras del Nuevo Palacio, no como
alumno sino con responsabilidades superiores. Enseguida, en 1744 con veintisiete años, será nombrado aparejador y su intervención en la Capilla Real de Palacio, aunque no completamente aclarada, sí que debió ser importante. Institucionalizador, porque participó en labores docentes en la Academia desde los inicios de dicha institución, aunque siempre encontrará problemas en ella. Difusor, porque con su vastísima obra, diseminada por toda
la Península y centrada de forma mayoritaria en intervenciones parciales: fachadas, tabernáculos, capillas ejemplificó con generosidad en que consistía el nuevo estilo oficial.
La arquitectura doméstica
La historia de la arquitectura suele escribirse hasta el siglo XIX sin tomar en consideración los edificios
de viviendas. Es cierto que son los elementos menos perdurables de la ciudad, sobre los que se acumulan construcciones sucesivas. Por eso, aunque cuantitativamente superen a otras tipologías arquitectónicas, el número de
ellos que han sobrevivido al curso de la historia es escaso. Por otra parte, su mayor elementalidad, su aparente
desconexión con la arquitectura culta, les había mantenido en un segundo plano, que comenzaba por la misma
inhibición de los arquitectos importantes en el diseño de estos objetos, dejándolos en manos de nombres secundarios, maestros de obras que en muchos casos no pretendían alcanzar el reconocimiento artístico de sus renombrados colegas.
Sin embargo, es indudable que la arquitectura doméstica constituye el grueso de la trama urbana. De ahí
su importancia. A medida que las ciudades vayan adquiriendo proporciones más extensas este tipo de arquitectura ira ganando posiciones, no sólo cuantitativas, sino exclusivamente arquitectónicas. Su valor como objeto individualizado se irá elevando, reduciendo distancias, cuando no igualándose, con otras tipologías tradicionalmente
reconocidas. La sociedad burguesa con su moderna preocupación por la comodidad, la consolidará definitivamente en el siglo XIX. La ciudad burguesa estará en buena parte construida por edificios de viviendas, que ya no
desentonarán por su calidad y decoro del resto de los edificios notables. La especulación no será ajena a este
rápido desarrollo. Existe por tanto un paralelismo entre la evolución de la ciudad decimonónica y la arquitectura
doméstica. Las reformas interiores y los ensanches propiciaran dicho incremento.
La arquitectura doméstica es deudora de los diseños severos desornamentados y funcionales del neoclasicismo. La austeridad formal y la proporcionalidad volumétrica serán sus señas de identidad. También en este
terreno la Academia velará por su cumplimiento en aras de la imagen decorosa de la ciudad.
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La vida cotidiana en la España del Siglo de Oro
Fernando Díaz-Plaja
Crónicas de la historia
Editorial EDAF S.A., Madrid, 1994
Prólogo
Hay que empezar por recordar que el llamado Siglo de Oro no corresponde a una centuria precisa y limitada. Se acuñó la frase para referirse a la época de mayor esplendor español tanto en las armas como en el arte y
en las letras; en términos generales, abarca desde el último tercio del siglo XVI hasta el del siglo XVII.
Durante este periodo, un viajero que llegara a nuestro país podía cruzarse en la calle con Spínola, Velázquez, Tirso de Molina, Murillo, Juan de Austria, Zurbarán, Moreto, Quevedo, Villamediana, Ribera, Cervantes,
Lope de Vega. En él, la gloria militar está levemente desfasada de la cultural. En 1580, con la anexión de Portugal y sus posesiones ultramarinas, España se jacta de que en sus dominios no se pone el sol. En 1643, tras la
separación portuguesa y la derrota de Rocroi, la hegemonía hispánica ha pasado a la historia, pero las letras y las
artes mantienen unos años más un auge impresionante.
En ese marco y con esos protagonistas, la vida diaria era fascinante. Convencidos de la superioridad de
su raza, de su rey y de su religión sobre los demás pueblos, los españoles se movían en busca de sus placeres y
obligaciones con un sentimiento de orgullo que alcanzaba desde los más altos a los más bajos. La Dignidad con
mayúscula se imponía en el trato social, en la comida, en el viaje y en la diversión.
En las páginas que siguen procuro describir cómo ella dicta el comportamiento en las diferentes horas
del día y de la noche, alternando con otra característica nacional muy presente entonces: la pasión. Por la Monarquía, por la Iglesia, por la mujer, por el juego de armas y, sobre todo, por sí mismos.
*
*
*
Este libro trata de las costumbres del hombre corriente, el que se encontraba por la calle. Quien se interese por la existencia de los que estaban por encima, puede consultar mi Vida íntima de los Austria, publicado por
esta misma editorial.
La variopinta calle
La muchedumbre era bulliciosa y variopinta: soldados, estudiantes, escribanos, sacerdotes, médicos, cada uno de éstos reconocible por su atavío —distinto y particular—, criados de casa grande que tenían poco trabajo en un lugar donde sobraban, pero también poco sueldo, con lo que intentaban aprovechar sus ratos de ocio
realizando trabajos varios, como llevar mensajes o ayudar a cargar algún encargo demasiado pesado para el artesano que va a entregarlo. También pícaros, campesinos recién llegados a la ciudad que iban admirándolo todo.
La calle está animada desde primeras horas porque el español del tiempo se levanta con el día. "Amanecerá Dios y medraremos". La insuficiente iluminación de la noche, apenas unas lámparas de aceite ante imágenes piadosas, permite la abundancia de delincuentes en ella a pesar de los esfuerzos de las rondas que circulaban,
bien armadas, para detenerlos. De todas maneras, el botín es magro. Los caballeros van siempre acompañados de
criados tan armados como ellos, las damas llevan también protección humana, los pobres están tan necesitados
como los ladrones, y sólo algún modesto comerciante que vuelve a su casa con el resultado económico de la
jornada o el forastero inexperto puede valer la pena de ser asaltados.
Es más fácil para los amigos de lo ajeno aprovechar la muchedumbre que se instala en las calles y plazas, para cortar alguna que otra bolsa que se llevaba colgando del cinto al no existir bolsillos en la ropilla o el
jubón. Es uno de los pocos inconvenientes que existían en la vida callejera de entonces, que, por su variedad,
resultaba —en eso concuerdan nativos y viajeros— una fiesta para la vista, una diversión para el oído y diversas
sensaciones, no todas buenas, para el olfato.
En ese teatro vivo, sin embargo, el escenario resulta un poco incómodo. Las calles pavimentadas, que
son las principales, porque la mayoría siguen siendo de tierra, lo están con unos guijarros irregulares colocados
con la base hacia abajo y la punta hacia arriba; la razón que se daba para esa extraña disposición, era que así se
desgastaban menos las piedras, aunque lo hicieran más los pies de los transeúntes. ¿Y éstos no protestaban? En
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aquella época, la persona de calidad, hombre o mujer, se servia del caballo, el coche o la silla de manos, ésta
especialmente para señoras o algún anciano importante. Con lo que las posibles quejas quedaban reducidas a
humildes viandantes que no tenían voz en un mundo organizado de forma jerárquica y absoluta.
Por si fuera poco, sobre ese incómodo suelo no existía ley de tráfico alguna, con lo que los coches que se
enfrentaban en la mal llamada calzada, tenían que disputarse la precedencia de acuerdo, no con el lugar que ocupaban, sino con la posición social del dueño en la vida del país. Tocaba a los respectivos cocheros y lacayos
discutir entre ellos y aun llegar a las manos para defender el derecho de su señor a pasar antes por el estrecho
lugar donde cabía un solo vehículo, con lo que el ya difícil tránsito se hacia todavía más caótico durante un rato
hasta que "don Fulano" imponía su prioridad a "don Mengano".
Para evitar problemas, podía uno arrimarse a la pared, pero eso, especialmente de noche, no era recomendable, porque era fácil que de alguna ventana surgiera el grito de "agua va", y cayera sobre el transeúnte el
contenido de una bacinilla donde el agua era sólo parte del contenido. Los detritos eran arrojados al arroyo, al no
existir en las casas de la época lugar idóneo para retenerlos y depurarlos.
Con todos estos inconvenientes, la calle seguía siendo el foro por antonomasia donde todos se veían...
Trato social, comercio, amor, aventura se mezclaban en continuo movimiento.
El transeúnte podrá asomarse por las tiendas establecidas desde hacía tiempo. Los comentaristas acostumbraban a satirizar el comportamiento del mercader ávido de ganancias; Francisco Santos lo compara incluso
con una fiera al acecho del paleto recién llegado a la ciudad:
Qué es un mercader codicioso cuando está escondido en su tienda sino un león embrocado...
aguardando el lance y la presa...
En pasando el labradorcillo... a quien puede engañar y comprarle la sangre, sale luego a atraerle
con palabras halagüeñas y blandas. Dice:
— Ven acá, hermano, tomad el refino, el velarte, que os lo daré muy barato dentro de la tienda.
Engáñale con palabras falsas y halagüeñas para atraerle, y, si es menester, le lleva a su casa y le
sienta a la mesa, y lo que pretende con eso es comer de sus carnes, sacarle la viña, casa o la cosecha del
trigo que está por venir.
(F. Santos: El no importa de España, cit. Santa Marina.)
Pero también existen mercaderes honrados como el descrito por el padre Vega. Aquí, el codicioso es el
comprador...
Llegáis en casa de un mercader a comprar paño o terciopelo para vestidos; tratando del precio,
después de haber regateado de una parte y de otra, dice el mercader:
—Señor, no nos cansemos; si queréis, tomadlo al precio que me costó, y si no, perdonad. A tantas
tiendas vive un hijo mío: de él os podéis informar del precio que lo llevó, que a ese mismo lo tengo de dar.
(Fray Diego de la Vega: Empleo y ejercicio santo sobre los evangelios de las dominicas, Barcelona, 1612. Cit. Santa Marina.)
Este comercio sedentario se complementaba con el comercio ambulante, a menudo realizado por buhoneros franceses que ofrecían productos para boca, cara y manos, bisutería y objetos de tocador, todo anunciado a
gritos:
Santarén
¿Compran peines, alfileres,
Trenzaderas de cabello,
Papeles de carmesí,
Orejeras, gargantillas,
Pebetes finos, pastillas,
Estoraque y menjuí
Polvos para encarnar dientes,
Caraña, capey, anime,
Goma, aceite de canime,
Abanillos, mondadientes,
Sangre de drago en palillos,
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Dijes de alquimia y acero,
Quinta esencia de romero,
Jabón de manos, sebillos,
Franja de oro milanés,
Listones de adobe en masa?
(Tirso de Molina: Por el sótano y el torno, II-9.)
Algunos españoles se lanzaban a la calle para ganarse algún dinero aprovechando la galantería del galán
para la mujer que quería obsequiar. Un informe policiaco denunciaba esa forma de venta forzada.
En el Prado, paseos y fiestas públicas, se han introducido muchas mujeres y algunas mozas, y no de mal
parecer ni mucha modestia, vendiendo limas, rosquillas y otras golosinas, llegándose a todos los coches y
corrillos de hombres y mujeres... y porfían para que las mujeres pidan y los hombres les den, hasta arrojar
lo que llevan en los coches y faldas de las mujeres aunque no lo pidan ni quieran, y de todo llevan precios
excesivos, y se valen de estas mujeres los hombres para enviar recados a los coches y solicitar conversación y lo que les parece.
(Cit. Miguel Herrero García: Oficios populares en la sociedad de Lope, Madrid 1977.)
Esa forma de gastar pensando más en el qué dirán que en lo que uno tiene, aunque usual en la Corte, no
era común a todos los españoles. Francisco Santos narra las diferencias en un diálogo entre un castellano y un
valenciano a la hora de comprar.
—¿Pensáis —respondió el otro que somos los castellanos tan miserables como vosotros los valencianos? Pues os engañáis, que más queremos los pies pulidos y limpios, que el valor de la capa, y aunque fuera de la tela más rica del mundo, si se ofrece, ha de limpiar los zapatos, que todo el daño no importa.
—Harto importa —respondió el valenciano, pues echáis a perder un ferreruelo por unos zapatos.
—No me espanto —replicó el castellano que diga eso quien, cuando sale a comprar de comer,
toma en la mano el tanto que ha de gastar, ni más ni menos, y lo primero que hace es llegar al carnicero,
diciendo:
"—Dame seis dineros de chuletas, y no más.
"Luego, habiéndole obedecido, pasa a la fruta, y por dos dineros le llenan una cesta. Pasa luego al
arroz, y pide tres dineros, y no más; y de este modo compra lo muy necesario, con que el dinero que sacó
vuelve sobrado; pero un castellano, cuando sale a comprar de comer, u otra cosa que se ofrece, llena las
faldriqueras como quien ataca un cohete, y aún le parece que lleva poco.
"Sale un día de fiesta de su casa, va a la plaza, y lo primero que ven sus ojos es un montón de
gente que rodea a una frutera, procura saber qué fruta es, nota que cermeñas; por no verlas en manos de
otro, pide con grande ansia unas pocas, conócele la que las vende, que no es poco que conozcan cuando
tienen buena venta; pregúntale que cuanto quiere, dícele que cuatro libras; pésaselas Dios sabe cómo y pídele seis reales.
"Sale de aquella apretura, y ve en las manos de un conocido unos pepinos; pregúntale dónde los
hay, dícelo, y parte más ágil que el muchacho cuando le suelta el maestro de la escuela; ve a la que los
vende, pide unos pocos, dáselos debajo de la manga y llévale por la libra a ocho cuartos.
"Con eso va a la gallinería, y por un conejillo que apenas tiene tres cuarterones, le llevan ocho reales, y de haberle alcanzado, va más contento que un necesitado socorrido.
"Endereza a la carnicería, y en una tabla de vaca donde conoce, pide que le den; danle un pedazo
grande, y llama a un esportillero, pregunta cuanto debe, y paga. Compra luego carnero y tocino, sin preguntar cuánto posa, sino cuánto debo.
"Va luego a la verdura, ve a una revendedora con repollos, y por uno de dos libras le lleva dos reales. Va al pan, y carga con lo mejor, cueste a como costase; echa luego mano a la faldriquera, y no encuentra seis cuartos. Dice entre sí:
"—¡Jesús mil voces! De cuarenta reales, y más, que traía yo, ¿en qué se han ido? Pero un día es.
No importa.
"Esto un pobre oficial lo hace, que el que más puede más gasta, y aunque no quede para vino, no
falta el no importa; y así id con Dios con vuestras chuletas, y vuestro arroz, y sandías, que yo por un buen
melón, si es de los primeros, doy un real de a ocho, aunque no me quede blanca.
— Buena locura- dijo el valenciano y excusado gasto.
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— Andad—replicó el castellano, que no importa, que con nuestro no importa comen y triunfan
cuantos extranjeros hay.
(Francisco Santos: El no importa de España, B.A.E.)
Los pobres
Al final de la escala social, pululan por las calles de las grandes ciudades, juntándose en ellas tanto los
indígenas desprovistos de bienes como los forasteros que han acudido desde los pueblos para mejorar en lo posible su ínfima condición. Algunos son, por naturaleza, trashumantes, como el ciego que fue el primer amo del
Lazarillo de Tormes; éste admiraba sus dotes de pedigüeño.
Pues, tornando al bueno de mi ciego y contando sus cosas, vuestra merced sepa que, desde que Dios crió
al mundo, ninguno formó más astuto ni sagaz. En su oficio era un águila. Ciento y tantas oraciones sabía
de coro. Un tono bajo, reposado y muy sonable, que hacía resonar la iglesia donde rezaba; un rostro
humilde y devoto, que con muy buen continente ponía cuando rezaba, sin hacer gestos ni visajes con boca
ni ojos, como otros suelen hacer.
Allende de esto, tenía otras mil formas y maneras para sacar el dinero. Decía saber oraciones para
muchos y diversos efectos; para mujeres que no parían, para las que estaban de parto, para las que eran
malcasadas que sus maridos las quisieran bien. Echaba pronósticos a las preñadas; si traía hijo o hija.
Pues, en caso de medicina, decía que Galeno no supo la mitad que él para muelas, desmayos, males de madre. Finalmente, nadie le decía padecer alguna pasión que luego no le decía:
Haced esto, haréis estotro, coced tal hierba, tomad tal raíz.
Con esto, andábase todo el mundo tras él, especialmente mujeres que cuanto les decía creían.
Destas sacaba él grandes provechos con las artes que digo, y ganaba más en un mes que cien ciegos en un
año.
(Anónimo: El Lazarillo de Tormes, 1554.)
A fin de cortar esa invasión, las autoridades de Madrid dictan bando tras bando para que los mendigos
enfermos entren en el hospicio creado a tal efecto y los sanos se exilien o se dediquen a trabajar o a servir, bajo
pena de un año de cárcel para las mujeres y cuatro años de presidio en África para los hombres.
Digo bando tras bando porque tenían que repetirlo año tras año, en vista de la poca efectividad de las
amenazas.
Y no se iban porque su manutención estaba más o menos asegurada en las calles de ciudades grandes; al
orgulloso español le complacía sentirse superior regalando algo a un desgraciado, y la herencia árabe, que fija
como obligación la limosna para ganarse el cielo, hacía el resto. "Pedir limosna no es afrenta, afrenta es negar el
socorro a un pobre", dice F. Santos.
El problema mayor que se le presentaba al pobre español del tiempo de los Austrias era la cercanía de la
muerte, porque en su carácter de desvalido económico no podía pagarse los gastos del entierro y, lo que era peor,
las misas, que se consideraban entonces imprescindibles para la salvación de su alma. Por eso existían las "declaraciones de pobre", en las que se especifican varios datos de la existencia pasada y la petición de auxilio a conocidos más o menos importantes. A menudo, en esos momentos, la situación financiera es más grave a causa de
los gastos de la enfermedad que le ha acercado a la tumba.
El 22 de octubre de 1670, Pedro González del Pontón hace testamento en el Hospital General, donde se
halla esperando la muerte. "Yo no llevé al matrimonio bienes algunos —recuerda—, y la dicha mi mujer
trajo en dote y casamiento y propio caudal suyo muchos bienes: muebles... ropa blanca... y otras cosas, las
cuales durante el tiempo de nuestro matrimonio en enfermedades y trabajos que he tenido me he valido de
ellas y las he vendido para socorrer mis necesidades". A pesar de lo cual, aún le quedan varias deudas que
no puede pagar, por lo que pide a sus acreedores que se las perdonen.
Otras veces, es la magra herencia paterna la que se ha ido diluyendo entre fiebres y dolores.
He vivido en compañía de mi hermana doña Maria Chumas y Herasso -dice doña Teresa Chumas y Herasso -, y para el remedio de nuestras enfermedades hemos vendido de todo lo que heredamos. Al presente, ni
muchos días ha no tengo bienes algunos y que me ha sustentado la dicha hermana con su trabajo... la cama
en que duermo es alquilada, que la ha buscado mi hermana... los pocos trastos que hay en el cuarto son de
la dicha hermana...
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Cuando moría un pobre en los hospitales de Madrid, los ropavejeros compraban las prendas que había
dejado, por viejas y usadas que fueran, y lo eran mucho. Se supone que, una vez limpias y arregladas, encontrarían su destino en otro pobre vivo y más necesitado aún que el difunto. En algunos casos, esta compra se hacía
mediante subasta.
La obsesión religiosa del pobre está unida por entonces a la vanidad que tiene que acompañar a todo español incluso más allá de la muerte. Este sentimiento obliga al enfermo a preocuparse de que sus funerales sean
lo más vistosos posibles. Quien no gastó en vida porque no pudo o no quiso, anhela, sin embargo, que las exequias fúnebres sean buenas, y para conseguirlo deja empeñados los mínimos objetos de valor que posee o pide
que se cubran los gastos con el dinero que se saque de las propias pertenencias en la subasta ya indicada.
Minorías, moriscos y gitanos
Una minoría contra la que se vuelcan los improperios de la mayor parte de los escritores españoles de
entonces; incluso el generalmente ecuánime Cervantes acusará a esos vestigios de la dominación árabe en España de todos los pecados, especialmente de falsos cristianos y de insolidaridad con sus compatriotas. Al no servir
en el ejército (no se fiaban de ellos), no perdían a ninguno de sus miembros en la guerra; al no entrar en religión,
tampoco se les iba ningún padre posible, y con ello iban aumentando año a año de número, hasta resultar lo que
hoy llamamos una posible "quinta columna", más capaz de ayudar a un posible ataque turco o berberisco a las
costas españolas que a combatirlo.
Años más tarde, Cervantes matizará ese duro juicio presentando a un morisco simpático, muy distinto
del "canalla" de antes, pero aun este llamado "Ricote" admitirá que la decisión de Felipe III de expulsar a su
pueblo estaba basada en la razón y en la justicia.
Me parece que fue inspiración divina la que movió a Su Majestad a poner en efecto tan gallarda resolución, no porque todos fuésemos culpados, que algunos había cristianos firmes y verdaderos; pero eran tan
pocos, que no se podían oponer a los que no lo eran, y no era bien criar la sierpe en el seno teniendo a los
enemigos dentro de casa.
(Cervantes, Don Quijote, II-54.)
Otra minoría famosa, entonces como ahora, es la de los gitanos, por los que Cervantes, que los debió conocer a fondo en sus viajes, sentía una atracción ambivalente. Les acusa de ladrones, pero admira su independencia y su libertad de costumbres siempre que se guarde el respeto al mayor de la familia y la fidelidad en la
pareja.
Iglesia para rezar, mirar... y pecar
Mas que lugar santo, era centro social y punto de reunión para verse y apreciarse en aspecto y modales.
La familiaridad de los españoles con las cosas sagradas impresiona al francés Muret. Si los confesores
toman rapé en el ejercicio de su profesión, los confesados tampoco son demasiado respetuosos...
Vi todavía tomarlo —dice— en la misma iglesia (se refiere a los dominicos del Rosario, en la calle madrileña Ancha de San Bernardo) a dos confesores que tenían a sus penitentes arrodilladas a sus pies ante todo
el mundo, las cuales decían sus pecados de la manera más sorprendente, es decir, teniendo continuamente
un abanico entre las manos, con los que se daban aire sin cesar, tan pronto cogiendo la mamo del padre
como lanzando grandes carcajadas, con las que no dejaban de alcanzar una absolución muy gesticulante, y
aproximábanse al mismo tiempo a la santa mesa.
(Muret: "Lettres enviées de Madrid en 1666 et 1667 par Muret, attaché à l'Ambassade de Georges
d'Aubusson, Archeveque d'Embrun", París, 1819. Ref. 1666.)
Además, en la devota España del Siglo de Oro, bajo capa de la religión, se cometían diversos abusos que
la Inquisición intentaba cortar de forma drástica. La autoridad con que actuaban los confesores con sus penitentes hacía propicio que alguno de ellos las engañase obligándolas a satisfacer unos deseos lúbricos preconizados,
según ellos, por el mismo Jesucristo. Este tipo de sacerdote era llamado "solicitante" y, si se le descubría, sufría
penas graves, tanto en lo penal como en lo religioso.
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A veces, el sacerdote actuaba más como sádico que como lujurioso, como en el caso de Fray Francisco
de Torrijos.
Contaba cuarenta y cuatro años y era fraile franciscano. Según el guardián del convento que tenía la Orden
en Puertollano, los penitentes se quejaban de que les mandaba penas de azotes que les propinaba él mismo. El marido de una mujer que había sido así penitenciado por fray Francisco se quejó enérgicamente de su comportamiento
ante el guardián, pero éste no fue el único incidente, pues también hubo sucesos parecidos en Cedillo, Illescas, Alcalá y Puertollano. En Cedillo, había seguido hasta su casa a una moza que se había resistido a disciplinarse, y allí
mismo, por la fuerza, le suministró los azotes que ella se había negado a darse. Según el padre guardián, la moza,
que era honesta y de mediana esfera en el lugar, andaba muy desconsolada. Con motivo de este suceso, hubo un
gran escándalo en el pueblo. Y luego se recibió en el convento una nota en la que se recomendaba al padre Torrijos
que no volviese por el lugar ni pasase por la casa de la muchacha en cuestión si no quería recibir una paliza
En Puertollano también había azotado a una mujer, y a otra la perdonó en el último momento. Según él
mismo confesó ante el Santo Oficio, a unos pastorcillos que no se sabían la doctrina también les había dado sus
buenos azotes.
Estos incidentes provocaban los sucesivos traslados de fray Francisco, que él achacaba siempre a malquerencia del prior de turno y de los frailes, hasta que finalmente, en 1661, fue el propio padre provincial el que decidió dar cuenta de los hechos a la Inquisición, recluyendo mientras tanto al escandaloso fraile en el convento de la
Orden en Alcalá.
A pesar de los quebraderos de cabeza que originó a su Orden, no parece que fray Francisco fuera otra cosa
que un hombre de pocas luces... Según declaró, nunca había visto en aquella cuestión nada pecaminoso, y sólo
había hecho con sus penitentes lo mismo que en cierta ocasión hiciera con él otro confesor. Con gran satisfacción
del padre provincial, que escribió al Santo Oficio una carta en este sentido, se le condenó a que abjurase del leví, se
le privó perpetuamente de confesar hombres y mujeres, y se le destinó a dos años de reclusión en un convento de
su Orden, y a seis de destierro de todos los lugares donde había protagonizado estos hechos.
Los curas solicitantes y los sádicos utilizaban la pena corporal porque los católicos españoles la consideraban necesaria para purgar las culpas cometidas contra Dios y su religión. De ahí la institución de los disciplinantes, que, cubiertos con una caperuza para no ser reconocidos, evitando así el pecado del orgullo, se golpeaban
rítmicamente las espaldas con vergajos o, los más valientes, con bolas de sebo donde iban incrustados pedazos
de vidrio. Muchos admiraban su gesta, pero otros espíritus más perspicaces veían en esa costumbre más petulancia que devoción; el anonimato era —argüían esos críticos— a menudo falso, porque se conocía al devoto por
sus andares y porque se detenía ante la mujer a quien brindaba esa muestra de coraje, convirtiendo el acto de
piedad en exhibición masculina.
Auto de fe
Cuando la Iglesia ofrecía mayor solemnidad y conseguía más público, no era en las procesiones o en las
fiestas celebradas en los templos en fechas señaladas. Su actuación más importante era el momento de juzgar a
los enemigos de la fe cató1ica —herejes, judaizantes—, de su moral —sodomitas, bígamos—, o a simples estafadores que, por ser sacerdotes, caían bajo la férula del Santo Oficio.
Los solemnes juicios se realizaban en la plaza Mayor de Madrid y en presencia de sus Majestades los
Reyes, quienes, además de proteger a sus súbditos de los enemigos políticos del cuerpo de la nación, estaban
obligados también, por su condición de defensores de la fe católica, a salvar su alma de las asechanzas de Lucifer.
Los actos los presidía el Monarca, pero constituían un espectáculo tan popular como podía serlo el de los
toros. Desde primeras horas del día, las gentes se apresuraban a llenar las gradas levantadas en la plaza desde
donde pudieran ver el espectáculo. Como pasa en esos casos, la gente llana u "ordinaria", como la llama despectivamente el cronista oficial, intenta colarse en los lugares reservados para autoridades...
Hizo hacer la Inquisición un tablado bajo; en la distancia de los tablados suyo y de los penitenciados, para gente
que pudiese estar sin que se diese lugar a que este sitio lo ocupase gente ordinaria que podía hacer ruido. Y aunque
la orden que se dio a las guardas fue que no subiesen al tablado, sino que estuviesen y guardasen los familiares (de
la Inquisición) como cosa que pertenecía a la Congregación, el concurso de gente fue tan grande, que obligó a que
las guardas subiesen a despejar muchas veces.
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En este preciso auto, celebrado en tiempo de Felipe IV, salieron a la plaza y a la vergüenza pública,
abucheados por la muchedumbre, varios procesados. Los primeros fueron un religioso y una mujer que decían
habían hecho pacto con el demonio. Ya dije que la Inquisición, que tan dura y cruel se mostraba con cualquier
individuo que pusiese en duda la virginidad de María o los milagros de Jesucristo, era escéptica respecto a esas
relaciones con el diablo, por lo que las sentencias se daban más por el escándalo despertado que por las
disparatadas creencias; por eso resultaban suaves para la costumbre penal de la época. Así, el sacerdote...
Fray Francisco de la Fuente, natural de Valladolid, de edad de veinte y cinco años, embelecador, y con pacto expresado con el demonio, fue desterrado de los distritos de la Inquisición de Toledo y Logroño por diez años, y los
cuatro primeros en Galeras y abjuración de vehementi.
Y ahora una mujer...
Fue traída al puesto señalado Inés del Pozo, natural de Toledo, de edad de cuarenta años, mujer de Bernabé Díaz,
difunto, fue sacada con coroza y soga a la gargante, por famosa hechicera, con pacto con el demonio; fue condenada en doscientos azotes, y desterrada del distrito por diez anos.
Y el bígamo...
Diego de Santiago, vecino de Madrid, natural de Granada, de oficio barbero, de edad de treinta y dos años, fue sacado en cuerpo, con coroza y soga, por casado dos veces; fue condenado a vergüenza pública y cuatro años de Galeras y abjuró de leví
Contra la creencia de mucha gente, en la plaza Mayor no se quemaba a nadie, operación que se realizaba
al terminar e intervenir la justicia real, que llevaba a los condenados en el acto religioso fuera de la ciudad; a ese
lugar les seguían los curiosos ávidos de ver cómo reaccionaban los sentenciados en el último momento, cuando
veían preparados los cadalsos con los haces de leña rodeando el palo. Aquélla era la ocasión de que el público
comprobase hasta qué punto valían las convicciones religiosas, cuando se trataba de elegir entre ser quemado
vivo, si se mantenían en sus trece, o si se arrepentían, con lo que se les agarrotaba antes de arrojarlos a las llamas. El cronista contemporáneo se asombra de que algunos no quisieran hacerlo, e igual se extrañaba la mayoría
de los asistentes. Con lo claro que resulta que sólo hay una religión, la católica, ¿cómo pueden seguir empecinados en el error?
Llegaron, con los condenados a fuego, al brasero que la villa había reedificado para esta ocasión fuera de la Puerta
de Alcalá, y por ser el número de siete, se había hecho de cincuenta pies en cuadro, y en él puestos los palos para
darles garrota con instrumentos, para que con facilidad pudiese el ministro de esta acción poner poco espacio entre
la vida y la muerte. Fueron atados a los palos y en ellos animados, y confesados de los religiosos, y, aunque cercanos al fuego, la dureza de sus corazones fue tal, que hasta este punto algunos de ellos no quisieron confesar su delito. Quiera Dios haber tenido misericordia de sus almas.
Esa extrañeza pasaba a la indignación y decepción cuando el condenado había hecho algo tan repugnante, para la inmensa mayoría de los españoles de entonces, como arrancar a un sacerdote la Hostia consagrada
durante la misa y pisotearla profanándola. En este caso, el público llano acogió con exclamaciones de dolor y
rabia la exposición de los hechos
... pusieron a este sacrílego en un tablado mucho más alto que se ha acostumbrado, con otros delincuentes, para que
todos le viesen más bien, y allí le leyeron su culpa, oyéndose, al tiempo de referir el sacrílego suceso, alaridos, llantos, bofetadas, araños y mesamientos de barbas y cabellos de todo el gran número de devoto y católico pueblo que
estaba repartido en plaza, balcones y terrados...
...y que luego acompañó en mayor número que de costumbre al reo al suplicio, quedando defraudado
cuando, con su arrepentimiento tardío, se salvó de morir en la hoguera a que fue entregado el cadáver.
... y habiéndose acabado de leer su culpa, fue entregado a la justicia ordinaria, la cual, conforme al mérito de su
culpa, le condenó a quemarse y así le dieron garrote, y le pegaron fuego hasta hacerle ceniza, y aunque se echó a
misericordia, por cuya causa no le quemaron vivo, dicen todos en general no tienen satisfacción fuese más de
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temor del dolor del pecado cometido, que cuanto decir había errado, y pedir misericordia. Su Majestad sintió como
tan católico en extremo el desacato de aquel hereje, y así él, como la reina nuestra señora, infantes y criados de su
Casa, y señores de la Corte, en señal de debido sentimiento, se vistieron de luto, asistiendo a la misa, y vísperas,
que con toda solemnidad ha ofrecido su Real Capilla, oyendo los más de ellos misa de pontificial y diferentes
prelados, y cada día sermón de los más graves y doctos predicadores de la Corte.
Peregrinos
El camino a Santiago de los europeos pasaba por Roncesvalles, lugar donde eran albergados y alimentados. También resultaba un buen punto de observación para describir a los peregrinos de distintos países, como
muestra un cronista del tiempo.
Muchos de los peregrinos de estos tiempos son religiosos que acuden a este Santuario. Los italianos y alemanes pasan a Santiago; los que son provincianos y franceses, después de haber visitado este Santuario, algunos pasan a
Santiago, mas los más se vuelven a sus monasterios (el retirarse a sus monasterios es la verdadera peregrinación);
los religiosos españoles, por la mayor parte, pasan a Roma, unos a negociar, otros a visitar aquellos Santos Lugares
y a sus Capítulos Generales. Los estudiantes y sacerdotes españoles pobres, unos van a visitar los Santos Lugares
de Roma, otros a pleitear beneficios y pretenderlos; éstos y todos los eclesiásticos de cualquiera nación que sean,
son tratados con mayor estimación y cuartos aparte, y en todos los Hospitales de consideración se tiene este cuidado. Y si alunas personas religiosas que por sus puestos y letras son dignas de mayor agasajo, los lleva a su casa el
hospitalero y los regala con especial cuidado, por estar así dispuesto por el señor prior y Cabildo.
Otros peregrinos de este tiempo son los que vienen y continúan este viaje de Francia, Italia, Alemania y
otras partes septentrionales. Y éstos, por la mayor parte, son labradores y hacen su peregrinación ordinaria con devoción y quietud, y entre ellos es una prerrogativa grande, para ocupar los cargos de la república en sus tierras, el
haber estado en Santiago de Galicia, y para prueba de esto llevan de retorno conchas sobre las mucetas, y plumas
de gallo y gallina de Santo Domingo de la Calzada en los sombreros.
(En recuerdo del gallo que resucitó el Santo, milagro que se conmemora en el animal vivo que, aún hoy,
canta en la iglesia de Santo Domingo.)
Las peregrinaciones podían alternar la ida a Santiago con la de Roma y, los más aventurados, con la de
Jerusalén. Había guías profesionales que recogían a los viajeros en Roncesvalles para llevarlos hasta Galicia
aunque ya existían entonces folletos de información turística para estos desplazamientos.
Otro género de peregrinos hay que continuamente andan en este ministerio, y destos unos van de España a Roma a
visitar los Santos Lugares, y otros de la Italia que vienen por la Francia a España y andan por toda ella y vuelven al
cabo de tres años o cuatro a Roma y acaban su vida en esta peregrinación. Éstos no son muchos en número. Otros
hay que sirven de guías a las tropas de peregrinos que van a Santiago, y les pagan su salario los que los conducen
porque, aunque en todas las lenguas tienen Itinerarios en que se expresan los hospitales del camino romeage, con
todo eso tienen conveniencia en llevar los tales guías; y uno de estos guías me dijo que había estado veintiocho veces en Santiago, y que la gente que él había guiado conoció eran grandes católicos, y que hacían sus peregrinaciones con mucha devoción.
Éstos son de alabar... pero luego hay los falsos peregrinos, ya mencionados, los que entran en España para aprovecharse de la general simpatía de la gente hacia los romeros.
... En la segunda clase se pueden asentar los vagabundos, holgazanes, baldíos, inútiles, enemigos de trabajos y del
todo viciosos, que ni son para Dios ni para el mundo. Por la mayor parte son castigados y desterrados de sus propias tierras, los cuales, para encubrir sus malas vidas, échanse a cuestas media sotanilla y una esclavina, un zurrón
a un lado, calabaza al otro, bordón en la mano (atavío típico del peregrino a Santiago) y una socia con título fingido
de casados, y discurren por toda España, donde hallan la gente más caritativa, y por otras partes de la cristiandad
sin jamás acabar sus peregrinaciones, ni volver a sus tierras o por haber sido azotados o desterrados de ellas.
El cronista alude también a los franceses que pasan a España sencillamente por no gastar en su tierra y
aprovecharse del ambiente caritativo. Tampoco le agradan los buhoneros del país vecino, que venden baratijas
de mucho aspecto y poco valor, sacando buenos dineros de ello.
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Puédense agregar a los superiores los buhoneros franceses, llamados en común merchantes, una gente muy lucida
como hortigas entre yerbas, entre cristianos son como cristianos, y, entre herejes, como ellos. Discurren por los
poblados sonando con cascabeles y sonajas y con cajas colgadas por los cuellos llenas de dijes y de cosas baladíes
con cuya variedad de colores que agradan a la vista engañan las gentes menores, ignorantes y simples, mayormente
por las aldeas, vendiéndoles cosas falsas e inútiles, y, como dicen, gato por liebre.
Pero los peores peregrinos son los que ni siquiera creen en nuestra santa religión y son espías o se aprovechan de ella y de la caridad española.
Los de la última clase son los más perniciosos por ser herejes, de los cuales sin duda suelen pasar muchos principales y plebeyos, los primeros movidos de curiosidad por ver a España y las grandezas de sus reyes; otro por espías,
mayormente en tiempos de guerra, con bordones y esclavinas, o con hábitos de frailes. Éstos no solamente no entran en la iglesia pero ni se quitan los sombreros, pasando por delante de ella; y si alguna vez entran, es por cutiosidad por ver las antiguallas de Roldan y Oliveros, y, por no ser notados, hacen las ceromonias de cristianos, y se
acogen en el hospital y reciben las raciones. De la gente común herética pasan infinitos, como son labradores, cabecequias, paleros, ganaderos y de otros oficios, particularmente guadañeros. Éstos por la mayor parte son bearneses; penetran en la Castilla y Aragón, y, en acabando de cortar los henos, vuelven a sus tierras con el dinero que
han ganado, y, a la ida y a la vuelta, no dejaran de hacer alto en el hospital y recibir sus raciones.
Es lástima cuánta de esta chusma herética anda por España vestida y disfrazada con pieles de ovejas siendo lobatones contra la religión cristiana. Dios lo remedie.
(Cit. Vázquez de Parga, Luis Lacarra, José Maria Uría: Los peregrinos a Santiago de Compostela, Madrid,
1949, Tº 3º.)
Sangre limpia
Un cronista analiza la petulancia del noble que presume de "sangre limpia", viendo los "sambenitos" que
la Inquisición ponía en las iglesias recordando el nombre de quienes habían sido procesados por el Santo Oficio
por judíos o judaizantes. Juan de Zabaleta se guardará mucho de criticar esa medida en 1654, pero sí censura al
orgulloso de su linaje, por despreciar a quienes no tienen culpa de lo que hicieran sus antepasados pero están allí
expuestos a la vergüenza pública.
Acábase la misa, salen al cuerpo de la iglesia, afirmase a un poste a hablar con otros, alza los ojos el linajudo, y ve
colgados en una pared unos lienzos con unos letreros que vulgarmente llaman sambenitos, donde están escritos los
nombres y las culpas de algunos que ha castigado el Santo Oficio de la Inquisición, y pónese a leerlos muy despacio. Esto no es injusticia, que para esto están allí puestos; pero es menester grande prudencia para usar de aquestas
noticias. El que se conoce sin cordura para gobernarlas, tuviera por cordura que no las adquiriera. El leer aquellas
inscripciones suele ser bueno para estas dos cosas. Lo primero, para huir de la culpa con el horror de la pena, que el
escarmiento siempre es granjería. Luego, para conocer la sangre de los vecinos de su República y no mezclarse con
ella en los casamientos suyos, ni de su familia, porque es inhabilitar a los que de ellos descendieren para tantas venerables colocaciones como en España piden limpieza de sangre; y no lo piden vanamente (dispute lo que quisiere
la natural filosofía), que la experiencia ha enseñado que por la mayor parte está la fe solamente firme en la sangre
que nunca flaqueó en la fe. El cariño reverente de la Naturaleza nos está siempre guiando a pensar que es lo mejor
lo que hicieron nuestros antepasados, principalmente en la religión. Por este natural reverente cariño, por lo menos
los de sangre inficionada se suelen ir hacia el error de los que les dieron la sangre; y los de sangre limpia, como los
lleva el cariño y la reverencia hacia la verdad, están siempre en la verdad muy firmes. El leer, pues, aquellas inscripciones suele tener estos peligros: desestimar al prójimo que descienda de aquella sangre, por saberle aquella tacha, siendo injusticia desestimar a nadie por defecto ajeno. Necesario es tener al enemigo presente para ofenderle
con otras armas; en el ausente hiere la lengua.
... El defecto que se sabe, aún no tiene la costa de fingirse; no ha menester labrarle la malicia en el entendimiento, sino sacarle de la memoria. Lo que se puede hacer fácilmente, fácilmente se hace. Tiene en la memoria el
ofendido que su ofensor es de sangre castigada, y dice ligeramente lo que tiene en la memoria.
(Juan de Zabaleta: El día de fiesta por la mañana, BAE, 33.)
Así se explica el orgullo con que se presentaban individuos de condición socialmente humilde pero genealógicamente importante. Era algo que impresionaba a los extranjeros de paso por España y que se refleja en
las palabras del labrador Pedro Crespo a su hijo:
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Por la gracia de Dios, Juan,
eres de linaje limpio
más que el sol, pero villano.
Le recordaba ambas circunstancias para que se conformara con su suerte material, pero sin olvidar que
tenía una tradición impoluta de la que estar orgulloso.
Sí; el español más pobre —y puede serlo mucho— tiene una riqueza invisible que le permite presumir
incluso ante gente mejor dotada económicamente o perteneciente a la nobleza. Es la "sangre limpia" sin ascendencia mora ni judía, el lado tradicional que podríamos llamar genérico. Pero hay otras manchas modernas, como pueden ser las doctrinas protestantes, que están dominando a varios países de Europa y han intentado ya
entrar en España. ¿Y cómo llega uno a "inficcionarse" (como se decía entonces, por infectarse) con esas teorías
nuevas? Cediendo a la curiosidad malsana y queriendo enterarse de lo que dicen unos libros que pretenden interpretar nuestra religión, cuando lo que hay que hacer es aceptar lo que nos dicta la Iglesia a través de sus ministros, sin arriesgarse a demasiadas preguntas. Por ello, lo mejor es ser analfabeto, con lo que el riesgo de ser llevado al brasero (hoguera) o al burdel desaparece; así lo asegura el candidato a la alcaldía de Daganzo cuando le
preguntan si sabe leer:
Bachiller: ¿Sabéis leer, Humillos?
Humillos: No, por cierto;
ni tal se probará en mi linaje
haya persona de tan poco asiento,
que se ponga a aprender esas quimeras
que llevan a los hombres al brasero,
y a las mujeres a la casa llana.
Leer no sé, mas sé otras cosas tales
que llevan al leer ventajas muchas.
Bachiller: ¿Y cuáles son?
Humillos: Sé de memoria
todas cuatro oraciones, y las rezo
cada semana cuatro y cinco veces
Visitas
En aquella España de extremos, los pobres lo eran de forma dramática, y los ricos usaban de un lujo tal
que impresionaban incluso a alguien habituado a París y Versalles, como la condesa D'Aulnoy. Hablando de una
fiesta dada por la duquesa de Terranova, se extasía ante su palacio...
El palacio de Monteleón es espléndido. Los dormitorios, instalados en salas más largas que anchas, tienen la alcoba
en el fondo, separada del resto de las habitaciones por puerta de cristales.
Explica luego que los dos cuartos de señores mayores se habían decorado en tonos uniformemente grises; otros, con damasco verde y oro brochado de plata y puntillas españolas o terciopelo rojo sobre fondo de oro;
y los reservados a las jóvenes, con damasco blanco. Las piezas de esta crujía estaban separadas entre sí por medianeras de madera de sándalo; y, llegada la noche, se instalaban allí camas portátiles para seis doncellas.
El salón de recibo donde se reunieron aquella tarde más de sesenta visitas femeninas, sin una sola masculina, era
una amplia galería regiamente tapizada y amueblada con cojines largos y estrechos, de terciopelo carmesí, y franjas
de oro; bufetes con pedrería engastada de los que no se fabrican en España; mesas de plata, cómodas y espejos admirables, tanto por su tamaño como por la riqueza de sus marcos, siendo los más pobres de plata. Todavía me
agradaron más los escaparates, que son vitrinas repletas de objetos primorosos, de ámbar gris, porcelana, cristal de
roca, maderas rarísimas, coral, nácar, filigrana de oro y otras peregrinas materias.
Tras la decoración, la parte humana; como todos los extranjeros, la condesa se extraña de la costumbre,
heredada de los musulmanes, que obligaba a las señoras a sentarse en el suelo; describe luego su trato entre ellas,
su aspecto y maneras.
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Sentábanse las señoras en el suelo, cruzando las piernas a usanza mora; por mi parte, como no me habitúo a esa
postura, utilicé los cojines. Un grupo de seis se apiñaba en torno de un brasero de plata, desbordante de huesos de
aceituna, que dan calor si tufo. El enano o la enana de turno anunciaba a cada recién llegada, hincando una rodilla.
No se saludan estas españolas besándose, sino dándose la mano desenguantada; y tampoco se tratan con el título,
sino que se hablan de tú, llamándose por sus nombres de pila: doña María, doña Clara, doña Teresa. Procede esta
familiaridad de no estilarse aquí los matrimonios desiguales como en Francia, ni alternar nunca en el trato social
los nobles con quienes no lo son.
Muy calladamente, jugaban algunas al "hombre", en dos mesas prevenidas al efecto, con naipes de figuras
muy distintas de las nuestras y mucho más delgados. Observé cuán raras son las picadas de viruela, enfermedad
que ha de ser aquí menos frecuente que entre nosotros, a pesar de lo cual abusan del afeite, al punto de parecer charoladas, porque emplean un barniz hecho de clara de huevo batida con azúcar cande. Se depilan las cejas, dejándolas reducidas a una línea muy tenue, en lo posible continua, de sien a sien. Su principal belleza reside en los ojos,
vivos y expresivísimos. Los dientes, iguales y blancos, las favorecerían mucho también si no los descuidasen, estropeándolos además con el abuso del azúcar y el chocolate. Tienen, al igual que los hombres, el feo hábito de hurgárselos en público con un palito, y, cuando se los han de arrancar, recurren a los cirujanos porque no disponen de
especialistas.
La condesa D'Aulnoy cuenta la hora de la merienda, asombrándose del barro que mascaban, especie de
chicle de la época.
Llegada la hora de la merienda, circularon entre nosotras hasta dieciocho doncellas, llevando sendas bandejas de
plata llenas de dulces envueltos en papel dorado; por ejemplo: una ciruela, una cereza, un albaricoque, etc. Ello
permite no mancharse las manos ni los bolsillos, donde algunas señoras de las más ancianas guardaron hasta cinco
o seis pañuelos que habían traído aposta para hacer esa provisión, sin recato alguno. Se sirvió luego el chocolate en
tazas de porcelana, con platillo de ágata guarnecido de oro y azucarero semejante. Lo había frío, caliente, con leche
o con huevos. Se toma con bizcochos o tostaditas de pan, asadas ex profeso. Hay personas que se beben seis tazas
seguidas dos o tres veces al día, y así están ellas de resecas, porque es alimento muy cálido, aparte el abuso de las
especias propio de esta cocina. Algunas mascaban búcaros o barros, muy gustados aquí porque preservan, según
dicen, del veneno y de otros males. A mí me parecieron detestables. El vino es bastante malo; en cambio, el agua,
excelente, se bebe siempre fría, sobre todo después del chocolate, helada con nieve, más refrigerante que el hielo.
Esa costumbre indignaba también a los predicadores españoles, que no podían comprender gustos comparables, según ellos, con los de una apreciada pasta de azúcar y almidón.
Mujeres hay que comen barro y yeso, y aun algunas hay que comen carbón, y, lo que más espanta, que les
sabe bien y se saborean en ello y dicen:
—Oh, qué bueno está esto, más me sabe que un pedazo de alcorza.
(Vega: Empleo y ejercicio santo. Cit. Santa Marina, 1-77.)
La fiesta era para mostrar los lujosos regalos de boda de la anfitriona, y éstos llegan con gran ceremonia...
Concluida la colación, trajeron las luces. Entró un hombrecillo encanecido ya, que era el Primer Mayordomo y llevaba al cuello una cadena de oro con medalla colgante, regalo de boda de la Monteleón, e, hincando en tierra una
rodilla dijo en alta voz desde el centro de la galería:—¡Alabado sea el Santísimo Sacramento! Contestando todas:¡Sea por siempre! Hecha, según costumbre, esta jaculatoria, entraron por parejas hasta veinticuatro pajes, llevando
cada uno dos grandes candelabros o velones; y luego de la acostombrada genuflexión, los distribuyeron sobre mesas y escaparates, retirándose tan ordenadamente como entraron. Hiciéronse entonces las señoras unas a otras profundas reverencias, acompañándolas de frases análogas a las que se dicen cuando alguien estornuda. La recién casada ordenó luego que trajesen sus vestidos para mostrármelos. Vinieron las doncellas con treinta excusabarajas de
plata, del tamaño de las cestas que usamos ahí para llevar los cubiertos a la mesa, y tan pesadas, que habían de traer
cada una entre cuatro.
Contenían primores y riquezas de la moda actual en España. Llamaron mi atención seis pequeños justillos
de brocado de oro y plata, muy adecuados para traje de mañana, provistos cada uno con seis docenas de botones de
diamantes u esmeraldas. La ropa blanca y los encajes no desmerecían de lo demás. Me enseñó luego sus alhajas,
admirables también, pero mal montadas, como de costumbre, al extremo de que el brillante mayor parecía más pequeño que uno de treinta luises hábilmente presentado por cualquier joyero de Paris.
(D'Aulnoy, ob. cit.)
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Cuando la reunión era de ambos sexos, las mujeres permanecían en el estrado, hecho de madera y realzado unos centímetros sobre el suelo, mientras los hombres se mantenían fuera de pie, con el sombrero puesto
tras el saludo de entrada; sólo si se trataba de un visitante de gran alcurnia o de avanzada edad, se le proveía de
banqueta e incluso de silla, pero siempre en la parte baja del salón.
En lo demás —llegada de luces, comida, bebida—, la ceremonia se desarrollaba como la descrita por la
condesa D'Aulnoy para señoras solas.
La decoración de las casas españolas corrientes era menos elaborada, pero coincidía, eso sí, en el sempiterno brasero y las arcas donde se guardaban las ropas, ya que los armarios se usaban sólo como librerías. Esta
arca o cofre es de madera cubierta de cuero negro grabado, según las posibilidades del propietario, con tracerías
y hojarascas góticas rematadas con los hierros que aparecían en ángulos y cerraduras.
La dificultad de extraer de esas arcas documentos o papeles corrientes, dio lugar a la aparición de lo que
hoy llamamos bargueño y entonces se denominaba contador; colocado sobre una mesa o un pie apropiado, permitía su uso sin inclinarse. En el Siglo de Oro será lo más aparente de una casa normal y el orgullo de las nobles
y ricas.
Cuadros religiosos en las paredes siempre encaladas. La luz se obtenía gracias a un candil de aceite, porque la cera del velón resultaba de alto precio para la mayoría de los españoles.
Algunos se permitían usar la cama con dosel, pero todos estaban de acuerdo en usar colchones tan delgados, que hacían falta varios para conseguir cierto grosor. La cercana bacinilla reemplazaba el inexistente retrete y era vaciada por la noche, como dije, al grito de "¡agua va!".
Quien no podía permitirse una casa entera, vivía en uno de sus pisos. Dado que la posesión de éstos estaba sujeta a impuestos, a menudo se construía el último retrancado y por tanto invisible desde la calzada para
los inspectores municipales. A esos edificios se les llamaba "casa de malicia" por la que empleaban sus dueños.
Muchas casas contaban con zaguán donde se podía penetrar a caballo o en coche; en la parte exterior
junto a la puerta, se veían unos tubos de hierro donde se apagaban las antorchas utilizadas por los criados escoltando de noche a las damas y caballeros que iban de visita.
Si la calefacción estaba a cargo del brasero, para combatir el calor del verano se empleaba un sistema
tradicional que asombraba a los extranjeros. Eran unos búcaros llenos de agua que, al evaporarse a través de los
poros de barro, daban al visitante la sensación de entrar en una fresca cueva.
Los incómodos sillones que hoy llamamos frailunos, más alguna banqueta, servían de asiento a los hombres. Las mujeres, fuera de las comidas, se acomodaban en cojines o sencillamente en el suelo a la usanza mora.
Como hoy, ofrecer asiento al visitante era darle la bienvenida completa, y no hacerlo, grave descortesía.
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América
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Historia de la vida privada en la Argentina
País antiguo. De la colonia a 1870
Tomo 1
Bajo la dirección de Fernando Devoto y Marta Madero
1999, Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S.A. Buenos Aires
Una villa colonial: Potosí en el siglo XVIII
Enrique Tandeter
Honor y matrimonio
El estudio de Patricia Seed sobre el México colonial ha iluminado de modo notable las variaciones de las
concepciones que en el mundo hispano-colonial rodearon la cuestión de la elección matrimonial.18 Durante los
siglos XVI y XVII la Iglesia mantuvo una firme defensa de la libertad de los cónyuges para decidir su matrimonio, la que llegaba en casos de oposición familiar a celebrar matrimonios secretos. En el siglo XVIII, en cambio,
Seed ubica cambios en la sociedad y en la Iglesia por los que se llegó a cuestionar la idea de que las demandas
de la conciencia individual de parte de los hijos dependientes tenían prioridad sobre las ambiciones sociales,
económicas o políticas de la familia. Los padres comenzaron a argumentar que sus hijos sufrían de alguna forma
de voluntad inestable, y el amor pasó a ser descripto como un sentimiento avasallador que necesitaba ser controlado, disciplinado y sometido a otras fuerzas más racionales. Mientras en el siglo XVII los padres que se oponían
a las elecciones matrimoniales de sus hijos eran considerados prisioneros de una avaricia incontrolable, durante
el siglo XVIII el interés paterno pasó a adquirir legitimidad y a ser visto como una motivación sensata para sus
acciones. Según Seed, estas nuevas ideas se desarrollaron especialmente entre familias de elite, muy sensibles a
indicadores y fronteras de status, en un contexto en el que la justificación de la nobleza se desplaza del nacimiento y la virtud a la riqueza. La Iglesia dejó de intervenir activamente en defensa de la libertad de los cónyuges,
mientras que la Corona da expresión legal a las nuevas ideas mediante la "Pragmática real" aprobada en España
en 1776 y puesta en vigencia en América desde 1778. Por esa resolución, todos los menores de veinticinco años
debían solicitar el consentimiento paterno para contraer matrimonio. En el caso de conflictos no eran ya los tribunales eclesiásticos sino los reales los que tenían la potestad de intervenir.
Ámbitos, vínculos y cuerpos. La campaña bonaerense de vieja colonización19
Por supuesto, los hacendados20, cuando vivían en el campo (y no pocos de ellos lo hacían en forma más
que ocasional), tenían casas mucho más confortables. Si para los pastores o labradores la presencia de árboles es
variable, siempre hay durazneros, talas, acacias u ombúes en las casas de los hacendados (más tarde, hacia 1820,
habrá también álamos y a fines del período aparecen los eucaliptos). Estas casas, también con su gran cocina -en
las grandes estancias, la cocina era el espacio privilegiado donde peones y esclavos pasaban gran parte del díatenían techo de teja y paredes de ladrillos cocidos o de adobe. Alguna reja de madera -pocas veces de hierroadornaba dos o tres ventanas sin vidrios. Excepcionalmente hallamos una capilla. Un mobiliario y un menaje
más nutrido, pero no excesivo, podía poseer, además de lo evocado arriba, unas piezas de plata o peltre (platos,
cubiertos, candelabros), frasqueras de vidrio, chifles de guampa, tinajas, aceitera, la navaja y su piedra de amolar
y algunas armas de fuego -carabina, escopeta, trabuco-, discretos signos del poder del dueño de casa que, muy
probablemente, poseía un cargo en la milicias. Algunos libros religiosos -oraciones, vidas de santos- podían, en
ocasiones, acompañar este menaje hogareño.
En este espacio rural había algunos lugares que, por sus funciones múltiples, ocupaban un papel
primordial en la consolidación de las relaciones de vecindad. La capilla o la iglesia parroquial debe ser
considerada en primer lugar. Ámbito de reunión semanal, espacio privilegiado para la lectura -desde el púlpito
mismo- y afichaje de los bandos y decisiones gubernamentales (en esta sociedad enraizada en la monarquía
18
Patricia Seed, Amar, honrar y obedecer en el México colonial. Conflictos en torno a la elección matrimonial, 1574-1821. México, Alianza-Consejo
Nacional para la Cultura y las Artes, 1991.
19
En este trabajo llamamos “área de vieja colonización” a todo el espacio que se hallaba en el interior del río salado. Para dar una idea de su peso
demográfico, recordemos que en 1854 el 80% de la población total de la campaña vivía en ese espacio20
Llamamos aquí hacendados a los grandes propietarios y no estancieros, pues hasta fines del perìodo la palabra estancia se usa fundalmente para una
explotación pecuaria sin referencia a su extensión ni a la propiedad de la tierra.
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católica ibérica, esto le otorgaba desde ya un peso de autoridad simbólica innegable).21 Casi invariablemente, los
curas rurales son asociados a la mayor parte de las decisiones políticas relevantes, antes y después de la ruptura
independentista.
Pero la asistencia a la capilla significaba también las charlas femeninas en el atrio (en realidad, un patio
más o menos polvoriento con su piso de tierra recién regado) y los juegos masculinos en la cancha de bochas
adyacente o la taba rápidamente improvisada. La importancia de la capilla queda señalada, si recordamos que no
pocos de los pueblos de la campaña se originan en una de ellas: Luján (1682), San Isidro (1706), San Antonio de
Areco (1730), Nuestra Señora del Camino de Merlo (1730), San Nicolás de los Arroyos (1749), Capilla del
Señor (1750), Arrecifes (ca.1750), Pilar (1772), Magdalena (1776), San Vicente (1780)...
El otro espacio de sociabilidad era la pulpería (y más tarde, también la "esquina") a veces asociada a una
capilla. Almacén de ramos generales, despacho de bebidas, ámbito de reunión y de juegos: naipes -el truco, la
biscambra-, más raramente el billar. La guitarra "de la casa" estaba siempre a disposición de quien quisiera entonar alguna estrofa que le recordara su lejano pago de origen, allí en Santiago del Estero o en el valle de Calamuchita, y que le permitiera desafiar a otro paisano. Improvisar una carrera "de parejas" en sus entornos era algo
habitual. Si bien la presencia masculina es dominante, las mujeres no desdeñan en acudir cuando la ocasión lo
permite: bailes, fiestas cívicas.
El pulpero era -con cierta frecuencia- un personaje local de relevancia ocasionalmente era también tahonero, es decir, molinero y podía cumplir diversas funciones, como prestamista (muchas veces adelantando unos
pesos a cambio de cueros, trigo y otros productos), como escribiente en alguna carta de amor desesperado y como puntero político. No había pago que no albergara su pulpería: hacia 1815 había más de cuatrocientos cincuenta en toda la campaña (esto quiere decir, una pulpería cada noventa habitantes) y eran especialmente abundantes en las áreas agrícolas, como Lobos, Morón, San José de Flores o San Isidro.
Por supuesto, podía ocurrir también que una casa de la vecindad, gracias al carácter especialmente festivo de sus dueños" cumpliera parte de esas funciones y fuese lugar de reunión obligado para los circunvecinos y
transeúntes. Naipes, guitarras y bailes solían ser entonces la compañía indispensable en estas reuniones campesinas. Casamientos y "velorios del angelito" solían también ser la ocasión para reunir a los vecinos y hacer música,
después de haber compartido la mazamorra, el locro o un puchero. Tampoco faltaría el paisano que relatase junto
al fogón alguna de las innumerables aventuras de "Juan" el Zorro.
Pero, además, esta población campesina se relacionaba también con una red de pequeños pueblos en
donde muchas de esas funciones de sociabilidad se hacían más intensas al darse en un espacio más limitado. La
iglesia parroquial, las pulperías, la tienda, más raramente algún "café" o billar, la casa de los vecinos más prestigiosos, eran todos ámbitos de sociabilidad. En el pueblo vivían el alcalde de la Hermandad y desde 1821, el juez
de Paz -la máxima autoridad civil, política y policial-, el cura párroco, el maestro de la escuela, allí se realizaban
la mayor parte de las fiestas religiosas y cívicas de importancia. La elite lugareña de hacendados solía mantener
una casa "urbana". Muchas veces, esta casa era ocupada siguiendo un patrón, casi inmutable hasta nuestros días,
que está relacionado con el ciclo de vida del grupo doméstico: los jóvenes a trabajar al campo, ocupando la vieja
casa familiar, o si los hermanos eran varios, levantando la propia al hacer pareja; y más tarde, con los años, regreso de algunas de esas parejas al pueblo, corridas por los fríos del último invierno, para dejar el paso a la nueva generación, que a su vez viviría en el campo.
Una revolución en las costumbres: las nuevas formas de sociabilidad de la elite porteña, 1800-1860
Jorge Myers
Sociabilidades domésticas y círculos privados
El ámbito de sociabilidad por excelencia de la elite rioplatense fue el espacio interior del propio hogar,
antes y después de la Revolución. En primer lugar, los miembros de aquella elite -comerciantes, hombres
públicos, hacendados, o meros publicistas- participaban de los placeres cuestionables de la vida doméstica.
Inmersos en una red de relaciones familiares que los ponía en relación con una multitud de otros individuos, los
hombres y mujeres de la elite raras veces pudieron llegar a conocer la experiencia moderna de la soledad. En los
principales hogares de Buenos Aires aun se conservaba la costumbre clientelística de mantener parientes pobres
21
Sobre algunos aspectos de la vida religiosa en la campaña, consúltese M.E. Barral, “Una cofradía religiosa en la campaña bonaerense. Pilar. Fines del
siglo XVIII y principios del XIX”, mimeo, 1995 y “La iglesia en la sociedad de campaña rioplatense a partir de una práctica poco conocida: limosna,
limosneros y cuestores”, mimeo.
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y agregados bajo un mismo techo con los miembros -por lo general también muy numerosos- de la familia
nuclear. Algunos hogares porteños contaban con más de cincuenta personas -incluyendo esclavos, empleados y
huéspedes permanentes-, y si bien la tendencia secular impondría una progresiva disminución; aquellos números
abultados, la primera experiencia social de los integrantes de las "familias decentes" seguiría siendo la de su
inserción; desde la cuna, en una amplia red de parientes, conocidos y subordinados, que rodearía y acompañaría
al individuo durante todo su periplo vital. (...)
Si en las casas de elite se formaban los vínculos sociales primarios -aquellos determinados por el parentesco o por el matrimonio-, en ellas también discurriría una porción importante de la "vida social" de la época.
Desde la última etapa del Virreinato se había comenzado a difundir la moda francesa de los "salones", que en el
pequeño universo porteño tendió a resumirse en la figura más modesta de las "tertulias". Éstas -según el testimonio de más de un viajero manifestaban un estilo llano, sin mayor formalidad. Mientras que en países como Inglaterra o Francia la progresiva complejización de los modales y de las formas sociales había llevado a reforzar el
carácter exclusivo de los círculos aristocráticos -nobleza, alta burguesía, gentry- de principios del siglo XIX, la
costumbre rioplatense era más simple y menos cuidadosa en cuanto a los requisitos que se exigían para ser admitido en el círculo de los contertulios que amenizaban las noches en más de una casa de elite. Entre los muchos
testimonios que podrían citarse, puede destacarse el de Samuel Haigh -referido a los años en que Pueyrredón era
Director Supremo de las Provincias Unidas- por el detalle y la precisión de su retrato:
"La sociedad en general de Buenos Aires es agradable: después de ser presentado en forma a una familia, se considera completamente dentro de la etiqueta visitar a la hora que uno crea más conveniente, siendo
siempre bien recibido; la noche u hora de tertulia, sin embargo, es la más acostumbrada. Estas tertulias son muy
deliciosas y desprovistas de toda ceremonia, lo que constituye parte de su encanto. A la noche la familia se congrega en la sala llena de visitantes, especialmente si la casa es de tono. Las diversiones consisten en conversación, valsar, contradanza española, música (piano y guitarra) y algunas veces canto. Al entrar, se saluda a la dueña de casa y ésta es la única ceremonia; puede uno retirarse sin formalidad alguna; y de esta manera, si se desea,
se asiste a media docena de tertulias en la misma noche".
Aquellas tertulias que se aproximaran al ideal del "salón" al estilo francés fueron aparentemente escasas,
hasta el punto de que, en la memoria colectiva de la elite porteña, aquellas animadas por la muy desenvuelta
Mariquita Sánchez de Mendeville aparecieran destacadas por encima de las demás.22 Hay, sin embargo, también
testimonios acerca del "salón brillante" animado por Bernardo Rivadavia y su esposa cuando él era ministro, y si
bien el carácter literario e intelectual del original francés no fue demasiado común en Buenos Aires, en una época tan tardía como la década del 70, habrían existido, no obstante, algunas otras tertulias con estas características
-por ejemplo, aquella del acaudalado Miguel Olaguer Feliú (descendiente del Virrey) en cuya casa el atractivo
principal era la figura volteriana de Juan María Gutiérrez.
La estación social porteña estuvo puntuada por una larga serie de bailes, de fiestas, y de reuniones
privadas en las casas de las principales familias. En esas reuniones los concurrentes revalidaban sus títulos de
pertenencia a la elite, y tejían lazos de sociabilidad que por su mismo carácter informal tendían a ejercer un
influjo poderoso en la vida pública del nuevo Estado. Conviene subrayar que en una sociedad en la que los roles
sociales estaban fuertemente escindidos por género, tales reuniones constituían el ámbito por excelencia de las
mujeres, el único espacio en el que ellas podían participar abiertamente y de un modo que pareciera acercarse a
cierta "igualdad". Las "dueñas de casa" imponían el "tono", el estilo social que debía regir; y esa tendencia que
había venido insinuándose desde comienzos de siglo llevaría a que el hogar rígidamente patriarcal en sus formas
tanto cuanto en su fondo pareciera a los escritores de la generación romántica de 1837 un incomprensible
anacronismo. Más aún, allí también podían ejercer aquellas damas su influencia no siempre demasiado sutil
sobre los protagonistas de aquel espacio público del que estaban formalmente excluidas, el de la política. Para
las mujeres de elite, las reuniones privadas ofrecían una oportunidad y un medio por el cual hacerse oír -respecto
del destino de los hijos y maridos en primera instancia, pero también respecto de la marcha de los asuntos
generales del Estado-. Ese ámbito iría ampliándose progresivamente en el transcurso de la primera mitad del
siglo hasta incluir como una suerte de natural prolongación un recinto del cual también estaban por regla general
excluidas las mujeres, pero que se iría convirtiendo -por razones materiales bastante evidentes- en espacio para
la celebración en mayor escala de las reuniones sociales de la elite. Ese recinto era el de los clubes, que, a partir
de la fundación del Club del Progreso en 1852, proliferarían en las décadas siguientes. El ámbito de
recogimiento formado por la "casa de familia" comenzaría entonces a ceder su predominio, como ámbito de
22
Ver Victor Gálvez, Memorias de un viejo, Buenos Aires, Solar, 1942.
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sociabilidad, a otros de carácter más "público", en tanto que su núcleo correspondía menos a la unidad familiar
"exclusiva" que a la "clase".
Sociabilidades privadas en los espacios de uso público
Esa extensión de las prácticas de sociabilidad "domésticas" hacia otros ámbitos más públicos representaba una prolongación de comportamientos muy arraigados desde la Colonia, que si bien habían experimentado
cierta merma como consecuencia de la agitación popular inducida por la Revolución, nunca habían desaparecido
del todo. La elite porteña, al igual que sus émulas provinciales, utilizaba todos aquellos espacios públicos que
ofrecía el entorno urbano para su esparcimiento. El principal de ellos fue siempre el teatro dramático y musicalque debió competir por la preferencia de los porteños con los espectáculos deportivos -las corridas de toros, luego reemplazadas en el gusto de elite por las carerras de caballo-. Finalmente, en un plano de mayor informalidad,
los paseos públicos, las plazas, la orilla del río y otros lugares amenos de la ciudad atraían la concurrencia asidua
de la elite local.
El teatro constituyó una de las manifestaciones más significativas en la construcción de un imaginario
social durante la primera mitad del siglo XIX. Su historia es la de una progresiva diferenciación entre un público
"culto" y refinado y otro "rústico", iletrado, popular. En el teatro construido en Buenos Aires en 1792 se mezclaban promiscuamente todos los sectores sociales, aunque es de suponer que aquellos representantes del "bajo
pueblo" que concurrían a las representaciones escénicas provinieran de los sectores más altos, de aquellos que
podrían quizá denominarse "aristocracia orillera23. Algunos de los viajeros anglosajones refieren el disgusto que
les provocaba la contigüidad de personas de color en una misma sala, mientras otros acotaban que un disgusto
aun mayor era el que les provocaba aquella otra práctica "extraña" de segregar a las mujeres de los hombres en el
interior del teatro durante las funciones." Esa mezcla social en los teatros, como también en otros ámbitos, servía, sin embargo, para escenificar la existencia concreta de la elite. En su vestimenta, en sus modales, en sus
actitudes ante el espectáculo que observaban, ésta se exhibía como tal ante la masa de la población, y rozándose
corporalmente -como denunciara un testigo inglés- con esclavos y marineros y reconociéndose unos a otros en su
diferencia. (...)
El proceso recorrido por el teatro desde la Revolución hasta mediados del siglo XIX dibujaría así un periplo cuyo elemento determinante fue la transformación de un ámbito de sociabilidad que correspondía originalmente a la esfera de lo privado en otro integrado en forma superlativa a la esfera de lo público. Al mismo tiempo, ese magma igualitario que traslucía la mezcla de condiciones sociales en la platea del teatro porteño comenzaría a desglosarse, hacia la segunda mitad del siglo, en un público jerárquicamente heterogéneo. Para esa nueva
imaginación sociocultural, el teatro, aunque siguiera soportando la concurrencia de personajes rústicos que ignoraban las convenciones que definían aquella actividad, constituía, sobre todo, un espacio reservado a la fruición
de una elite ampliamente adiestrada en el desciframiento de códigos culturales indudablemente complejos y no
asequibles a la masa. Desde una perspectiva semejante, la presencia de elementos populares en el público representaba una intrusión, no la condición intrínseca de una configuración social republicana.
Como quiera que sea, ese público mixto también se encontraba en otros espacios de esparcimiento urbano, como la plaza de toros, que hasta su prohibición definitiva, en 1819, constituyó el principal espectáculo deportivo de que disfrutaba la población de Buenos Aires; o como los paseos y plazas de la ciudad. A ver "los toros" concurrían -al menos en las fiestas más importantes- muchas de las principales familias porteñas encabezadas por las autoridades locales. Ignacio Nuñez cuenta haber visto en una de aquellas celebraciones taurinas al
virrey Sobremonte en compañía de su mujer; y poco antes de que decidiera su abolición definitiva, el Director
Supremo Pueyrredón -según testimonio de Samuel Haigh- también solía ser visto asistiendo a "la fiesta de los
toros". Patrocinada por la elite más encumbrada del Virreinato -española en su parte más visible-, no es del todo
improbable que la decisión de proceder a su completa supresión haya estado motivada tanto por un sentimiento
antiespañol cuanto por el deseo de realizar los ideales humanitarios de la Ilustración.24 De hecho, Núñez denostaba la tauromaquia en sus memorias como deporte de españoles -"los únicos en el mundo que conservaban esta
costumbre"-, a la que contraponía el teatro, diversión que juzgaba más sana para las familias. Si aquella prohibición -acompañada, según Núñez, de la demolición de la Plaza de Toros- tuvo en el Río de la Plata más éxito que
en la España borbónica, ello fue consecuencia de la mayor permeabilidad que, en el nuevo contexto social y
cultural posrevolucionario, ofrecía el espacio de lo privado a los imperativos de lo público.
23
24
Ver “Un inglés”, Cinco años en Buenos Aires 1820-1825 (1825), Buenos Aires, Hyspámerica, 1986.
Ver Ignacio Nuñez, Autobiografía, Buenos Aires, Academia Nacional de la Historia, 1996, p55.
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Esa prohibición también testimonia la mutación progresiva que afectaba la propia elite, ya que en aquella
situación de fragilidad o de - en que, según muchos de sus miembros, se encontraba- ella propendería a elevar
aquellos de sus títulos a una posición jerárquica que aún poseía legitimidad en el nuevo espacio de poder
republicano. Desde esta perspectiva, la prohibición de "los toros" manifiesta, además del nuevo espíritu
"patriótico", la identificación de la elite con los valores de la Ilustración. Más aún, comprueba su voluntad de
aceptar, para reforzar su propia constitución, la necesidad de someterse a un proceso de autodisciplinamiento,
que coartara su propio espacio cultural tradicional tanto cuanto el de los otros sectores sociales.(...)
También en las fiestas religiosas y civiles, o en sus paseos cotidianos por los espacios públicos de la
ciudad, los miembros de la elite alternaban con otros sectores sociales. La Alameda -paseo público cuya
construcción fue comenzada en tiempos del Virreinato y en el que seguían haciéndose obras de prolongación en
tiempos de Rosas- constituyó uno de los espacios colonizados por la elite y transformado en su significación
topográfica por esa asociación tan íntima. De día, la Alameda era el escenario de intercambios cordiales de
saludos entre las principales familias "decentes" al cruzarse en sus paseos, como también entre éstas y familias e
individuos extranjeros residentes en la ciudad. Al atardecer, según numerosos testimonios, se transformaba en un
lugar de cortejo en el cual se encontraban grupos de hombres jóvenes con otros grupos -separados- de jóvenes
mujeres. Al igual que en las veladas del teatro, había cierto elemento muy marcado de exhibición en aquel
desfile cotidiano de hombres y mujeres vestidos a la mode que se paseaban en sus elegantes -aunque escasoscarruajes.25 El paseo público permitía enfatizar la distancia cultural expresada en la vestimenta, en los modales,
en la gestualidad- que separaba la elite de los sectores populares. (...)
Ello aparece constatado en relación con otra práctica que se desarrollaba en la Alameda: la costumbre
porteña de bañarse de noche en el río. Hombres y mujeres acudían allí en grupos -en general familias- para disfrutar de los placeres que ofrecía el agua. Como en el teatro, pero sin el atenuante que para el pensamiento de la
época implicaba la segregación de los sexos, en la orilla fluvial se rozaban, unos contra otros, comerciantes y
empleados, familias "decentes" y aquellas que no lo eran tanto. Los observadores extranjeros reaccionaban ante
esta costumbre por lo general con sorpresa o escandalizados.(...)
Las fiestas en Buenos Aires durante el Antiguo Régimen expresaban una escenificación altamente formalizada del orden social tradicional, cuyas jerarquías eran exhibidas tangiblemente en los órdenes de precedencia de los distintos funcionarios y de las distintas corporaciones en las procesiones religiosas y en los actos civiles. Las frecuentes luchas que se suscitaban entre miembros del Cabildo, o entre éste y otras corporaciones del
Estado (como el Consulado o la Real Audiencia), cobraban extraordinaria virulencia precisamente porque aquello que se discutía no era simplemente un mero formalismo ritual, sino la escenificación gráfica de las jerarquías
que realmente organizaban la sociedad. Como en los estados teatrales de Bali estudiados por Clifford Geertz, la
puesta en escena del microcosmos social durante las fiestas públicas en las sociedades del Antiguo Régimen
constituía un elemento central de la administración del poder social en su interior. La escenificación del orden
que articulaba los distintos estamentos y corporaciones entre sí se producía en un universo cultural para el cual la
diferenciación tajante entre un ámbito de lo puramente simbólico y otro de la realidad concreta o material del
poder carecía de sentido. Mostrar el orden social equivalía a realizar su plenitud, a cimentar en el acto de su corporización ritual el conjunto de estaciones y funciones que componían la Monarquía. Así como la Misa para la
doctrina católica no era simplemente un recordatorio ritual, una simbolización del sacrificio mesiánico, sino ese
sacrificio "actualizado" en la celebración de la eucaristía, reproducido, vuelto a producir en la transubstanciación
que hacia del pan carne y del vino sangre de Cristo, las fiestas públicas, tanto religiosas como cívicas, actualizaban la transubstanciación sociopolítica, por cuya intervención el orden simbólico se transformaba en un orden
real, y la palabra o la representación, en la cosa representada, durante el breve lapso que duraba la fiesta. Si
aquella noción de la centralidad de las fiestas en la vida de la ciudad había comenzado ya a decaer durante los
principados ilustrados de los últimos borbones, la celebración de fiestas públicas en el período posrevolucionario
tendió a revincular el sentido de la fiesta a aquella antigua concepción, aunque invirtiéndola: ahora las fiestas
públicas debían servir para mostrar o "transparentar" la ausencia de jerarquías en una sociedad republicana, poniendo de manifiesto, en cambio, la igualdad que mancomunaba a todos los ciudadanos entre sí. En este nuevo
clima cultural, el papel que le cupo desempeñar a la elite era complejo y ambivalente.
Por un lado, las antiguas fiestas religiosas seguirían celebrándose, quizás con menos aparato en Buenos
Aires que en las ciudades del interior 26(hasta el punto de que Juan Bautista Alberdi y Juan María Gutiérrez
25
26
Ver Samuel Haigh, Bosquejos de Buenos Aires, Chile y Perú (1829), Hyspamérica, 1986, Buenos Aires.
Ver Henry M, Brackenridge, Viaje a América del Sur, Tomo II, Buenos Aires, Hyspamérica, 1988.
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declararían su sorpresa al ver las frecuentes fiestas religiosas que puntuaban el año civil genovés, cuya
celebración ellos contrastarían con la ritualidad cívica y secular del calendario porteño). Sin embargo, ellas,
como los demás signos externos del culto católico, se convertirían progresivamente en un ámbito dominado por
la presencia de las mujeres. En aquellas fiestas, en las procesiones, en las misas, el rol de las mujeres de elite era
visible y significativo, ya que se operaba en el interior de una matriz cultural que tendía a reforzar una imagen de
la sociedad más próxima a los holotipos del Antiguo Régimen que a aquellos que representaban la nueva
sociedad. Allí, como en aquellas otras actividades gregarias desarrolladas por la elite en los espacios públicos de
la ciudad, la exhibición fastuosa de riquezas contribuía a graficar la pertenencia de aquellas damas aun sector
social encumbrado. Henry Brackeuridge, por su parte, ha dejado una descripción relativamente detallada de la
fiesta de Corpus Christi -coloreada es cierto por sus prejuicios protestantes- en la que resalta la centralidad de la
participación femenina.
En los rituales nuevos que conformaron las fiestas cívicas, con los cuales el nuevo Estado buscaba sustituir el calendario del Antiguo Régimen por otro republicano y patriota, el papel reservado a la elite sería a la vez
claro y ambiguo. Claro porque en su participación un poco retraída de los festejos centrales, la diferencia social
aparecía puesta de manifiesto sin ninguna duda; ambiguo, porque la relación entre las celebraciones más privadas de la elite y aquellas ofrecidas al pueblo suponía el carácter necesario del vínculo entre elite y pueblo en la
sociedad revolucionaria, y simultáneamente implicaba borrar la diferencia entre una y otra sección como realización plena de la sociedad republicana. El contraste, sin embargo, entre el decoro y elegancia de la celebración
del 25 de Mayo por la elite porteña en los salones del Club del Progreso y el desarrollo de los festejos "populares" -en los que participaban los hombres de la elite en su condición de dirigentes políticos- no podía ser más
explícito.
Desde la década del 20 se había generalizado también la costumbre de celebrar reuniones privadas, generalmente cenas o banquetes, en ocasión de tales efemérides. Durante la hegemonía rosista, la porción "aristocrática" de la Sociedad Popular Restauradora -la única reconocida públicamente como tal por Rosas- desarrolló la
costumbre de celebrar banquetes, no sólo en las fechas patrias, sino también en aquellas que recordaban los principales hitos del ascenso al poder de Rosas. Tales reuniones solían consistir de una cena seguida de numerosos
"brindis", que eran realmente discursos formales, cuyo propósito era defender la marcha del gobierno. Esa práctica -que demarcaba un espacio de sociabilidad exclusivamente masculino- se generalizó entre todas las facciones y grupos políticos en que se repartía entonces la elite. Incluso asociaciones que pretendían instaurar algún
tipo de ruptura con las modalidades de asociación política desarrolladas hasta entonces en el Río de la Plata -por
ejemplo, la Asociación de la Joven Generación Argentina- acostumbraron celebrar aquellas fiestas cívicas con
banquetes y brindis. Una de esas reuniones, celebrada entre los miembros de esa Asociación residentes en la
provincia de San Juan, muestra hasta qué punto aun ceremonias sociales deliberadamente retraídas del escenario
más popular de los festejos generales debían responder ante las demandas que unos sectores populares movilizados por la retórica y por la politización revolucionarias se sentían autorizados a dirigir contra la elite: "llegó el
día 25 de Mayo. Con tal motivo, quiso dar un banquete la juventud sanjuanina. Todos o gran parte de los concurrentes, asistieron a él llevando en el ojal del frac o levita la escarapela azul y blanca. Hubo brindis, exaltación
patriótica [...]. Un hombre humilde que con otros servía la mesa, mezclaba su voz de vez en cuando a la nuestra.
[...] Algunos manifestaron descontento por ello, otros reían de su candor intempestivo. A este propósito Sarmiento tomó la palabra y dijo más o menos lo que sigue: 'Dejadlo hacer y decir, señores, es menester no ver en la
animación de este hombre sino una ingenua aspiración al principio de igualdad consagrado por la revolución de
este día. Dejadlo hacer y aplaudamos en él uno de nuestros dogmas, el más santo de nuestros dogmas"27
Ante la "marea plebeya", la tendencia más natura de las “familias decentes" era la de retirarse
de los escenarios públicos más expuestos a aquella presión para refugiarse en la intimidad de las
reuniones privadas o del hogar. Como lo demuestra esta anécdota, semejante solución debió haber
sido menos eficaz de lo deseado; más aún, si una de las funciones sociológicas que cumplían aquellas
prácticas volcadas hacia el interior de los círculos y de las familias -hacia "lo privado"- fue la de
reforzar la propia conciencia grupal, el desconocimiento deliberado de la distancia social que había
autorizado la Revolución tendería, sistemáticamente, a entorpecer aquella función, obstaculizando la
cristalización plena de una conciencia de clase dominante. Efectivamente, la ideología republicana
traicionaba las pretensiones sociales de los miembros de la nueva elite criolla en Buenos Aires y en las
27
Ver Benjamín Villafañe, Reminiscencias históricas de un patriota, Tucumán, ediciones Fundación Banco Comercial del Norte, 1972.
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provincias, aun en aquellos espacios en teoría más resguardados del contagio externo. En esta
anécdota la situación vivida por los jóvenes patriotas mostró su costado benévolo; en los relatos que
contemporáneamente circularon a media voz respecto del espionaje rosista en Buenos Aires,
protagonizado en las propias casas de las "familias de elevado tono" por sus criados y esclavos,
aparecía en cambio un aspecto de esta actitud de "desconocimiento" -de deferencia negada- bastante
más preñado de amenazas.
De lo privado a lo público: la sociabilidad de los cafés
Las diferencias que separaban a estas reuniones privadas o semiprivadas de "la sociabilidad de los cafés”
eran pequeñas hasta el punto de tornarse en algunos casos casi insensibles, pero no por ello dejaban de ser decisivas. Todas las formas de sociabilidad discutidas hasta aquí han sido aquellas cuyo elemento común era su
orientación hacia el "interior" del espacio social de elite, aun cuando hayan debido desarrollarse en escenarios
que perdían rápidamente su exclusividad social. Tanto las salidas al teatro o los paseos por la Alameda, como las
reuniones en las casas o los esparcimientos semiabiertos que acompañaban las fiestas públicas, compartían un
anclaje en el imaginario social de la intimidad: todas eran actividades que se desarrollaban en compañía de parientes o amigos, en círculos cuya pertenencia estaba claramente pautada por sus propios miembros y en cuyo
interior podía suponerse que todos se conocieran en mayor o menor grado. En cambio, si en las acciones concretas que sus participes desarrollaban muchas veces no había mayores diferencias entre las prácticas sociables de
los banquetes patrios y aquellas que tenían por escenario los cafés, la imaginación social que informaba cada una
de esas actividades, imprimiéndole un sentido propio, difería sustancialmente.
Los cafés, según todos los testimonios, se convirtieron en la primera mitad del siglo XIX en el lagar de
encuentro público por excelencia, representando desde este punto de vista una forma que pudo ser imaginada por
muchos como "transición" entre una sociabilidad privada o tradicional y otra pública -o incluso política- y moderna. Al contrario de otros espacios urbanos, ellos se definieron muy pronto como zonas reservadas exclusivamente a la elite (o al menos a un público que no era visiblemente popular), adquiriendo en algunos casos un decorado fastuoso que subrayara aquella identidad social. En su interior, lazos de sociabilidad más efímeros y menos formales que los que pautaban las reuniones "privadas" pudieron desarrollarse, como también pudieron
hallar un ámbito idóneo para su expansión aquellas redes de sociabilidad previamente consolidadas en el espacio
privado.
A semejanza de los modelos europeos que imitaban los cafés porteños patrocinaron un conjunto de actividades bastante más variadas que la consumición de infusiones o comestibles: en ellos se leían y discutían libros y periódicos, se jugaba a las cartas, se comentaban los chismes públicos y privados, y se incurría, según
algunos testigos, en actividades menos toleradas por la moral contemporánea.
Aunque la relación entre el Café de Marcos y la Sociedad Patriótica pudo parecer en la década del 20 lo
suficientemente original como para ser resaltada en el lidro que entonces preparaba Núñez, esa transformación
en el tipo de actividad que podía legítimamente albergar proseguiría su curso, si bien con menor estruendo. La
sociedad de café siguió representando en la imaginación pública de los años 20 y 30, un dispositivo político por
excelencia. En los cafés se reunían los lideres de las distintas facciones, se recibían y leían periódicos, se discutía
en voz alta, se "militaba" en épocas electorales. En ellos se daban cita aquellas asociaciones informales literarias, filosóficas, burlescas que, con cierta regularidad, surgían en el ambiente local para marcar la entrada
en "el mundo" de jóvenes estudiantes, o para proponer reformas trascendentes que la juventud rioplatense destinaría a la sociedad en su conjunto. Aun cuando paulatinamente entre los últimos años de la década del 20 y mediados de la del 30, a moda europea de los gabinetes literarios iría desplazando los cafés de su monopolio de la
sociabilidad pública informal, de todas formas ellos seguirán ocupando un lugar central en la sociabilidad de la
elite porteña hasta fines del siglo XIX (aunque la identidad social de los cafés se haya ido diversificando también
en ese transcurso. De cualquier manera, los cafés -ámbitos de un esparcimiento en teoría circunscripto al espacio
de la vida privada- experimentaron en la primera mitad del siglo XIX una creciente politización que sólo lentamente iría disminuyendo al compás del fortalecimiento de la sociedad civil porteña durante las décadas posteriores a 1862, y sobre todo al amparo de la "paz política" del roquismo. En el primer medio siglo de vida independiente, en cambio, ellos manifestaron la misma permeabilidad a las demandas de "lo público" que tantas otras
instituciones que, en sociedades de mercado más consolidadas, aparecían enteramente al margen de cualquier
dinámica política demasiado evidente.
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Vida privada y vínculos comunitarios: formas de sociabilidad popular en Buenos aires, primera mitad del
siglo XIX
Pilar González Bernaldo
Las pulpería como ámbitos de ocio popular
Si la calle, la plaza, la alameda eran lugares que se prestaban a los encuentros, la ciudad poseía desde su
fundación un espacio que se impuso como lugar de reunión: la pulpería. Desde la primera fundación de Buenos
Aires se atesta la importante presencia de estos almacenes -comercios de venta al menudeo-, en donde uno podía
aprovisionarse de yerba, velas, vino, aguardiente y otros artículos. La pulpería se ubica generalmente en las esquinas, topográficamente lugar de intersección y de encuentro. A principios del siglo XVIII cuando se reglamenta por primera vez sobre las reuniones en pulperías, funcionan en la ciudad trescientos de estos comercios para
una población de 8908 habitantes, es decir, una proporción de una pulpería por 30 habitantes. Para fines del siglo
XVIII Johnson y Socolow cuentan 428 pulperías, para una ciudad cuya población conoce un crecimiento indiscutiblemente mayor. Las cifras continúan siendo elevadas en la época del gobierno independiente. En 1826 el
almanaque de Blondel indica la existencia de 464 pulperías, cifra ligeramente corregida por Kinsbruner. Aunque
el número de pulperías con relación al crecimiento demográfico haya disminuido progresivamente, su desarrollo
es considerable si lo comparamos con otras ciudades latinoamericanas. Sin duda, estas cifras deben evaluarse en
función del dinamismo económico de la ciudad. Ellas dan testimonio, sin embargo, de la intensidad de una sociabilidad urbana, en todo caso de su potencialidad. Estos negocios de frecuentación diaria se convierten poco a
poco en ámbito de sociabilidad masculina. A ello contribuyó ampliamente el hábito, cada vez más extendido, de
consumir bebidas en el propio local de ventas. Los locales fueron acomodándose a esta nueva función, que rápidamente se asoció a otra: la del juego de naipes y dados, que luego fueron prohibidos por ser considerados como
causa de pendencias, pleitos y puñaladas, aunque algunos fueron tolerados, como el truque-nuestro actual truco.
La manifestación étnica de la sociabilidad plebeya
Buenos Aires conoció otros espacios de sociabilidad comunitaria de clara impronta étnica. Se trata de las
llamadas "Naciones Africanas”, denominadas también "candombes" o "angos de baile", que congregaban, durante la primera mitad del silo XIX, a esclavos y libertos según sus “naciones" de origen. Esta forma de sociabilidad, aunque identificada con la "plebe", se distingue claramente de los encuentros en las pulperìas. No se trata
aquí de un comercio de expendio de bebidas sino de reuniones en habitaciones privadas o en terrenos baldíos en
zonas suburbanas o poco edificadas de la ciudad, en las que se reunían los domingos y las festivos los negros y
morenos de Buenos Aires para bailar al ritmo del tambor. A diferencia de la pulpería, el acceso no es totalmente
“libre”. Aquí, hombres y mujeres parecen congregarse según sus orígenes étnicos y no en función de hábitos de
sociabilidad masculina. Lo hacen para tocar música, danzar y organizar las tradicionales fiestas del calendario
africano, en particular las festividades de San Baltazar, santo venerado por la población negra. La represión de la
policía tampoco falta aquí, pero se debió menos a la "vagancia" ligada a la presencia de alcohol y juegos prohibidos, que a la falta de decoro público que suponen para las autoridades y la "gente decente", ciertas danzas de
tambor a: son de Un ritmo musical que incitaba a la indecencia.
Familia, parientes y clientes de una provincia andina en los tiempos de la Argentina criolla
Beatriz Bargoni
Pocas instituciones han tenido estructuras elásticas y adaptativas como la familia.
Desde los primeros tiempos coloniales, la Corona española encontró en ella un instrumento valioso para
asentar su dominio en los vastos territorios americanos que formaron parte del Imperio. Aquel modelo familiar
ibérico reconocía semejanzas importantes con los de otras sociedades mediterráneas, aunque en su despliegue
americano conoció matices importantes en las regiones densamente pobladas en el momento de la conquista.
Organizadas alrededor de la figura del padre, su autoridad era sostenida por la Iglesia y el Estado por cuanto se
convertía en un medio de socialización de la moral y la política.
Sin embargo, si estos registros socioculturales se convertían en el escenario normativo de la sociedad
colonial, las prácticas sociales muestran caminos fragmentarios que recorren la tensión casi siempre existente
entre normas y comportamientos. Una muy variada literatura iberoamericana ha venido señalando esos matices e
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inflexiones entre el comportamiento esperado y el registrado por protagonistas célebres, como por miles de
personajes anónimos. La desmitificación de comportamientos sociales rígidos y esperables se complementa con
resultados altamente significativos de la vida de la familia. En los últimos años, ellos han mostrado que aun en
las pampas, las unidades domésticas reducidas eran tan relevantes como las ampliadas, y que esa tradición se
remontaba épocas bastante lejanas.
Esos visos que despejan viejas certidumbres se corresponden también con el universo doméstico de los
clanes familiares tardocoloniales. Sin embargo, es difícil ponderar la dimensión privada de sus prácticas cotidianas por cuanto la familia y la parentela representaba una especie de atributo que la conectaba estrechamente con
la comunidad a través de diversos tipos de lazos.
Al parecer casi toda Iberoamérica, en las primeras décadas del ochocientos, asistió al lento peregrinar del
poder social de las familias cuyos orígenes se remontaban a los tiempos coloniales. En la periferia de estos territorios, la nostalgia con que el samjuanino Domingo Faustino Sarmiento evocaba en 1850 la decadencia de los
Albarracín parece ilustrar el camino que siguieron muchos otros linajes provincianos en un escenario atravesado
por modificaciones económicas y conflictos políticos relevantes. En su lugar, y en los márgenes aún sinuosos de
la Argentina criolla, nuevos linajes familiares crecieron entre las luces y las sombras del siplo XIX. A pesar de
ello, la vida familiar mantuvo muchas de las características que identificaron a sus antecesoras. Más bien, sobre
sus entretejidos internos pudieron establecerse nuevas jerarquías sociales que mitigaron el lugar ocupado por el
prestigio en favor de la riqueza. De todas maneras, los diferentes itinerarios que señalan ese derrotero no dejan
de mostrar un abanico de situaciones novedosas que harán desplazar a la familia al mundo privado en sentido
estricto, como sostiene Shorter.
La descripción entonces de cualquier familia permite comprender los avatares de la vida privada de sus
integrantes. Sin embargo, ese plano de relaciones domésticas presenta situaciones que no sólo son asimilables al
discurrir personal de la experiencia de sus mujeres o de sus varones. En el cruce de sus acciones íntimas, de sus
deseos y expectativas, se filtran los estímulos y condicionamientos de los sistemas normativos que, como se
sabe, tampoco están exentos de contradicciones.
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107
Listado de obras
Obras de Italia:
Borromini
1- Iglesia San Carlino (Italia, Roma, 1634-1667)
2- Casa y Oratorio San Filippo Neri (Italia, Roma, 1637)
3- Iglesia Sant’ Ivo Alla Sapienza (Italia, Roma, 1642-1650)
4- Iglesia de Sant’ Agnese en Piazza Navona (Italia, Roma, 1652)
Bernini
5- Iglesia Santa Andrea al Quirinale (Italia, Roma, 1658-1678)
6- Plaza de San Pedro (Italia, Roma, 1657)
7- Palacio Barberini (Italia, Roma, 1633)
Pietro da Cortona
8- Iglesia Santa Maria Della Pace (Italia, Roma, 1656)
Carlo Rainaldi
9- Iglesia San Lucas y Santa Martina (Italia, Roma, 1634)
10-Iglesia Santa Maria en Campitelli (Italia, Roma, 1663-1667)
Guarino Guarini
11-Iglesia de San Lorenzo (Italia, Turín, 1668)
12-Iglesia Santa Sindone (Italia, Turín, 1667)
13-Palacio Carignano (Italia, Turín, 1679)
Filipo Juvara
14-Palacio Madama (Italia, Turín, 1718-1721)
Baldassare Longhena
15-Iglesia de Santa Maria de la Salutte (Italia, Venecia, 1630)
Urbanismo:
16-Plan de Sixto V (Roma)
Obras de Alemania:
Baltasar Neuman
17-Iglesia de los catorce Santos (1734-1772)
Obras de Austria:
Fisher Von Erlach
18-Iglesia San Carlos Borromeo (Viena, 1716-1729)
Obras de España:
Filipo Juvara
19-Palacio Real (España, Madrid, 1738-1764)
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Juan Gómez de Mora
20-Plaza Mayor (España, Madrid, 1617-1634)
Francisco De Hurtado
21-Sacristía de la Cartuja (España, Grananda, 1727-1764)
Obras de Francia:
Le Vau - Mansart
22-Palacio de Versalles (Francia, 1624-1708)
Le Vau – Le Notre
23-Palacio Vaux Le Vicomte (Francia, 1657-1661)
Obras de Iberoamérica:
24- Iglesia de Santa Prisca. (Taxco. México. 1751-1758)
25- Iglesia de San Francisco. (La Paz. Bolivia. 1744-1784)
26- Iglesia del Pilar. (Buenos Aires. Argentina. 1716-1732)
27- Casa del Marqués de Torre Tagle. (Lima. Perú. 1735)
28- Casa Colorada. (Chile. 1769)
29- Casa Patronal Calera del Sauce (Chile, 1724)
30- Catedral de Córdoba (1677-1758)
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Bibliografía complementaria
EUROPA
AUTOR
1 ARGAN, GIULIO CARLO
LIBRO
El concepto del espacio arquitectónico,
desde el barroco hasta nuestros días.
2 ARGAN, GIULIO CARLO
Borromini
3 BECKET, WENDY
Historia de la Pintura
4 BENEVOLO, LEONARDO
La Arquitectura del Renacimiento
5 BENEVOLO, LEONARDO
Introducción a la arquitectura
6 BLUNT, A.
Borromini. Ed. Alianza Forma
7 BLUNT, A.
Arte y arquitectura en Francia 1500 - 1700.
8 CHUECA GOITIA, F.
Historia de la Arquitectura Occidental VI Barroco.
9 CHUECA GOITIA, F.
Breve Historia del urbanismo
10 DUBY, GEORGES - PHILIPPE ARIÉS
Historia de la vida privada.
11 EDITORIAL AGUILAR
La arquitectura barroca
12 EDITORIAL GARRIGA
Arquitectura tardobarroca
13 EDITORIAL VISCONTEA
La arquitectura barroca
14 EDITORIAL KONEMANN
El Barroco
15 GOMBRICH
La Historia del arte
16 HAUSER, ARNOLD
Historia Social de la Literatura y el Arte
17 HIBBARD, H.
Bernini. Xarait ediciones
18 KOSTOF, SPIRO
Historia de la Arquitectura, Vol. 2
19 MARTIN, JR
Barroco. Xarait ediciones
20 MORRIS, A.
Historia de la forma urbana.
21 MUMFORD, LEWIS
La cultura de las ciudades
22 NORBERG SCHULTZ, C.
Arquitectura Tardobarroca
Desde sus orígenes hasta la Rev. Industrial.
23 PATETTA, LUCIANO
Historia de la Arquitectura (Antología crítica)
24 PEVSNER, N.
Esquema de la Arquitectura Europea
25 PIJOAN
Historia del Arte
26 RAMIREZ, J.A.
Edificios y sueños
27 SUMMERSON, JOHN
El lenguaje clásico de la arquitectura
28 SIDYE, J.
El despliegue de Europa 1648-1688. Siglo XXI
29 TAPIE, VICTOR
Barroco y Clasicismo
30 WITTKOWER, RUDOLPH
Arte y Arquitectura en Italia. 1600-1750
31 WEISBACH
Barroco y Contrareforma
32 WÖLFFLIN, HEINRICH
Renacimiento y Barroco
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AMERICA
AUTOR
LIBRO
1 ACADEMIA DE BELLAS ARTES
Documentos de arte americano. Cuadernos I al XI.
2 ARZANA Y VELA
Crónica de la villa imperial de Potosí
3 BAYÓN, DAMIÁN
Historia del Arte colonial Sudamericano
4 BAYÓN, DAMIÁN
Sociedad y arquitectura colonial sudamericana
5 BENEVOLO, LEONARDO
Diseño de la ciudad 4
6 BUSCHIAZZO, M
Historia de la arquitectura colonial en Iberoamérica
7 CAVERI, CLAUDIO
CAVERI, CLAUDIO
Los sistemas sociales a través de la arquitectura
Mirar desde aquí o la visión oscura de la arquitectura
8 CESPEDES
Metal del diablo
9 CEDODAL
Revistas DANA
(Documentos de Arquitectura Nacional y Americana)
10 DE PAULA, ALBERTO
La ciudad de la Plata. Sus tierras y su arquitectura
11 EDICIONES SUMMA
Documentos para una historia de la arquitectura argentina
12 EDITORIAL TAURUS
Historia de la vida privada en la Argentina,
13 EDITORIAL GARRIDA
Arquitectura iberoamericana
14 FLORES MARINI
Casas virreinales en la ciudad de México
de la colonia a 1870. Tomo 1
15 GISBERT, TERESA
Arquitectura andina
16 GIURIA, JUAN
la arquitectura en el Paraguay
17 GUTIERREZ, RAMÓN
Arquitectura y urbanismo en Iberoamérica
18 GUTIERREZ, RAMÓN y otros
Pueblos de Indios
19 GUTIERREZ, RAMÓN
Arquitectura de los Valles calchaquíes
20 HARDOY, J
La urbanización en América Latina
21 IGLESIA, RAFAEL
Arquitectura en el Altiplano jujeño
22 INSTITUTO DE ARTE AMERICANO
Anales del IAA
23 IÑIGUEZ, ANGULO
Historia de la arquitectura peruana
24 IÑIGUEZ, ANGULO
Historia de la arquitectura virreinal
25 MORENO, CARLOS
Las cosas de la ciudad
26 MORENO, CARLOS
De las viejas tapias y ladrillos
27 ORTIZ MACEDO
El arte de México virreinal
28 ROJAS, P
Historia general del arte mexicano
29 ROMERO, J
Latinoamérica, las ciudades y las ideas
30 TEDESCHI
La plaza de armas del Cuzco
31 VELARDE
Historia de la arquitectura peruana
32 VICENT VIVES
Historia social y económica de España y América
33 WETHEY, HAROLD
Arquitectura virreinal en Bolivia
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Fichas de obras
1- SAN CARLO ALLE QUATTRO FONTANE. Roma
Observad la planta de San Carlino y decid que forma tiene: hay un medio óvalo en la entrada, otro en el vano absidial; hay además fragmentos de otros dos óvalos en las capillas de derecha e izquierda. Estos cuatro sectores de figuras
geométricas se encuentran, penetran uno en otro, en una composición de planta que nada tiene del claro escandir o de la
métrica eurítmica del Renacimiento. ¿Y en elevación? Un artista del siglo XVI habría diferenciado el edificio de la cúpula,
contraponiendo sus volúmenes; más Borromini concibe unitariamente toda la visión espacial en la compenetración de la
quinta elipse de la cúpula en la continuidad de ambiente inferior, y modela todo en la envoltura espacial a fin de acentuar y
exasperar esta interpenetración de figuras espaciales con una continuidad de tratamiento plástico. (ZEVI, Bruno. Saber ver
la arquitectura)
La iglesia de San Carlos de las Cuatro Fuentes, comenzada en 1663. Tan pequeño es el interior que sería posible
encajarlo dentro de uno de los pilares que sustentan la cúpula de San Pedro. Pero a pesar de su reducido tamaño, es una de
las composiciones espaciales de mayor ingenio del siglo.
La más brillante de todas las variaciones sobre el tema del óvalo es la iglesia de San Carlos de Borromini. Esta
iglesia se presta mejor que cualquier otra para analizar las posibilidades que se le ofrecían al arquitecto barroco con el empleo de la composición elíptica, en lugar de con rectángulos o círculos. Durante el Renacimiento la preocupación fundamental había sido la claridad espacial, de tal manera que la mirada del espectador podía correr de una parte a otra sin interrupción y apreciar sin esfuerzo alguno el sentido del conjunto, tanto en su totalidad como en sus partes. Pero en San Carlos
resulta imposible a quien se encuentre en su interior comprender inmediatamente qué elementos lo componen y cómo se
relacionan entre sí para producir su característico efecto de serpenteo y ondulación. Para analizar la planta es preferible no
partir del óvalo en ángulo recto con la fachada, que en términos generales parece determinar la forma de la iglesia, sino de
la cruz griega cupulada del Renacimiento.
Borromini concedió a la cúpula un predominio absoluto sobre los brazos. Las extremidades de éstos están recortadas de tal manera que los muros bajo el óvalo de la cúpula parecen revestir la forma de un rombo alargado que se abre en
capillas de poca profundidad; éstas últimas no son otra cosa que los brazos achicados de la cruz griega original. Las capillas
situadas a derecha e izquierda representan segmentos de óvalos. Si se prolongaran, se tocarían en el centro del edificio. Los
huecos de la entrada y del altar mayor son igualmente segmentos de óvalos que justamente tocan los óvalos laterales. De
este modo, cinco complicadas formas espaciales se integran en una sola. No puede uno situarse en ninguna parte de este
interior sin participar en el ritmo ondulante de alguna de ellas. El espacio parece ahora como labrado por mano del escultor
y los muros como modelados en barro. Este afán de Borromini por poner muros enteros en movimiento alcanza su grado de
mayor atrevimiento en la fachada de San Carlos, agregada a la iglesia en 1667, la fecha de su muerte. La planta baja con su
cornisa lanza el tema principal del conjunto: cóncavo-convexo-cóncavo. A éste la planta superior responde con un movimiento cóncavo-cóncavo-cóncavo, complicado por la interposición de una especie de pequeño templete elíptico de forma
achatada, que llena el hueco central, de tal suerte que este tramo parece convexo, siempre que uno no fije la atención en la
parte superior. Tales juegos de volumen y espacio pueden parecer cosa seca cuando uno los describe. Sin embargo, al contemplarlos se aprecia su brío y su pasión; además, hay algo indudablemente voluptuoso en este movimiento y ondulación,
que nos recuerda el cuerpo humano desnudo. (PEVSNER, Nikolaus. Esquema de la Arquitectura Europea)
Borromini, dentro del convento de las Quattro Fontane, comienza a planificar, con paciente meticulosidad, el pequeño solar donde debe construir una iglesia dedicada a San Carlos, con el claustro, las dependencias necesarias para la
comunidad e incluso un jardín. La iglesia, cuyo desarrollo está condicionado por la presencia del chaflán de la fuente, se
basa en otro modelo distributivo del alto renacimiento, la sala con cúpula tetrabsidial, si bien aquí ingeniosamente deformada en sentido longitudinal. Borromini trata de caracterizar este vano con la misma intensidad que en San Lucas, pero sin
utilizar la ya conocida casuística de asociaciones entre pilastras y columnas, ligada a la frontalidad de los planos y a la jerarquía entre el espacio principal, situado debajo de la cúpula y los espacios secundarios de los ábsides, y adosa a las paredes un orden de columnas que se presta a resolver del mismo modo los puntos de intersección e intermedios de los ábsides.
(BENÉVOLO, Leonardo. Historia de la arquitectura del Renacimiento)
La primera iglesia que manifiesta su genio es la iglesia de San Carlo alle Quattro Fontane (San Carlino) (16381641), una iglesia de convento muy pequeña, en la que un estrecho espacio obtuvo maravillosos efectos de gracia y
recogimiento. Dieciséis columnas corintias desde la entrada hasta el coro redondeado rodean con su trazado sinuoso la nave
en elipse, manteniendo en ella un movimiento y un ritmo sin violencia, como el de un corazón que late. Es un logro del
Barroco, tan perfecto, que podría creerse al artista que lo obtuvo incapaz de mantener sus cualidades, al ejercitarlas en
espacios más amplios. Sin embargo, sería muy injusto creer a Borromini un maestro del bibelot y un cincelador, ya que ante
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todo era arquitecto. Pero su delicadeza, su refinada sensibilidad no se ajustaban a las colosales proporciones, de las que
gustaba su época. (TAPIE, Víctor. Barroco y clasicismo)
Examinemos cómo proyecta y dibuja Borromini, y tomemos por ejemplo la iglesia de San Carlino. Es una iglesia
pequeñísima, nacida de un organismo rectangular del cual en un segundo momento Borromini redondea los ángulos; en el
mismo momento, al lado, nace el pequeño claustro, también como un organismo rectangular cuyos ángulos se curvan en
cambio en forma convexa. Lo que significa que de un esquema tradicional, descompuesto luego idealmente en dos círculos,
se llega a una planta elíptica en la cual se estudian capillas, o sea organismos complementarios dispuestos sobre la diagonal
y sobre los ejes.
En este punto Borromini siente la necesidad de integrar y cerrar más aún su organismo plástico, y pasa a una planta
que sustancialmente es todavía una planta oval, en la cual las capillas se transforman simplemente en nichos contrapuestos
al gran saliente de las columnas; estas columnas no tienen ninguna función portante, sino solamente el objeto de ser grandes
fustes cilíndricos inscriptos en los lados de la cavidad de los nichos. Se trata entonces de un procedimiento de planimetría
que no se desarrolla por una sucesiva elaboración de los fundamentos mismos del plano, o por superposición de la temática
de un tipo de plano a otro, sino que nace justamente mediante la modelación del espacio disponible para la construcción de
la iglesia como si se modelara en arcilla. Y lo mismo sucede con el desarrollo de los elementos tectónicos, que no están
definidos por exigencias distributivas o proporcionales, sino que primero se dibujan y luego se modelan, con una adherencia
absoluta a la espacialidad implícita en el proyecto.
Por este motivo podemos decir que para Borromini diseñar los planos del edificio no representa una actividad preliminar separada del problema ejecutivo, sino que es absolutamente contemporánea con este hecho; el diseño de Borromini
es ya una fase ejecutiva, aunque todavía no haya empezado materialmente la construcción de la obra. Es entonces un proyectar que no tiene carácter de conclusión de ideas y definición de una forma que luego se podrá realizar con la materia,
sino que se trata de un proceso continuo, ansioso y febril, que llega hasta la definición, más aún, hasta la determinación de
los más pequeños detalles decorativos.
La última obra de Borromini es la fachada de la iglesia de San Carlino, que también fue su primera obra. Borromini
llega aquí verdaderamente al extremo de la descomposición de la fachada unitaria de la tradición barroca. Podemos ver en
ésta (que es de 1668) una descomposición total también del tipo de fachada, a través de una alteración de todas las relaciones proporcionales. En ella se produce una inserción casi forzada de elementos proporcionalmente muy distintos entre sí;
por ejemplo, la inserción de la abertura con pequeñas columnas con arquitrabe en esa otra abertura con arquitrabe y grandes
columnas, o también la inserción forzada de un elemento convexo en una concavidad. O sea que aquí el artista llega no sólo
a concebir una fachada que no tiene ninguna relación estructural con el interior, es suficiente recordar que en el interior,
donde el espacio está limitado, toda la composición está basada en el orden gigantesco, en el orden único, mientras que aquí
está basada sobre una fragmentación de los elementos en los planos, sobre el voluntario empequeñecimiento de los elementos formales-, sino que también el tema plástico de la fachada típica está completamente alterado, desintegrado, para alcanzar esa inquietud implícita en la determinación plástica del espacio: ese continuo pasar de acentos apenas murmurados a
acentos más destacados, por el cual se quiere alcanzar aquella libertad absoluta de toda concepción y medida métrica y
distributiva del espacio, que será propia de la arquitectura rococó. (ARGAN, Giulio Carlo. El concepto del espacio arquitectónico desde el Barroco a nuestros días)
2- SAN FILIPPO NERI. Roma
Borromini, recibe en 1637 el encargo del Oratorio de los Filipinos, da al convento una fachada de dos órdenes
como la de tantas iglesias romanas, aunque su audacia lo renueva todo. Esta fachada se curva en dos plantas, como también
se curva el frontón trilobulado que la corona. La parte central del orden inferior se hincha como una pequeña torre, de manera que el carácter principal proviene de la oposición entre sus elementos cóncavos y convexos. Se creaba así una nueva
decoración arquitectónica, se fundaba una tradición. En lo sucesivo la riqueza del edificio ya no se lograba por medio de los
ornamentos que se situaban desde fuera, ni tampoco por la majestad de las columnas, sino por el juego de las masas y las
líneas contrastadas. No era tanto el movimiento (que sin duda figura y sobre todo en los juegos de la luz italiana) como una
perpetua respuesta de un registro a otro, y en la piedra, la música de cantos alternados. En consecuencia, dedicada a la religión del Oratorio, una orden cuyo fundador recomendaba regocijarse siempre: “Gaudete semper”, esta fachada es sin duda
un himno a la alegría. En la Roma que se preocupa sobre todo por la grandeza y el triunfo anuncia la alegría y la fiesta interior, quizá sorprendentes desde esta fecha, y seguirán siendo los caracteres esenciales del Barroco, tanto como el aspecto
trágico y atormentado. (TAPIE, Víctor. Barroco y clasicismo)
La Casa e Oratorio dei Filippini (1637) fue un gran encargo que le brindó ocasión de proyectar un grupo extenso
de espacios diferentes. No es necesario explicar aquí la compleja historia de la casa, pero intentaremos llegar a sus
intenciones fundamentales. El proyecto es de asombrosa claridad a pesar del problema de adaptarse a la existente Chiesa
Nuova y su gran sacristía. Tomando como punto de partida las exigencias funcionales, Borromini incorporó la sacristía
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entre un cortile y un giardino creando una sucesión de espacios principales flanqueados por dos corredores largos. El propio
oratorio habría concluido la sucesión hacia la plaza que hay ante la iglesia, como se ve en uno de los diseños previos de
Borromini. A causa de pequeñas dificultades prácticas, el oratorio hubo que situarlo fuera del eje, introduciendo una
irregularidad en la planta. Todos los espacios principales están tratados como unidades espaciales integradas definidas por
una articulación continua de paredes y de ángulos redondeados. El oratorio es particularmente interesante, pues representa
un nuevo desarrollo de las ideas de la Capella del Sacramento. Tiene una disposición biaxial determinada por el altar del eje
longitudinal y la entrada proyectada desde el exterior del eje transversal. El espacio está unificado por medio de series
continuas de pilastras y por ángulos redondeados donde las pilastras están situadas diagonalmente. La bóveda tiene una red
de nervaduras entrelazadas y, en conjunto, el sistema tiene pronunciado carácter de esqueleto. La parte central de la fachada,
que habría de corresponderse con el propio oratorio, tiene superficie cóncava. Así debería recibir el edificio al visitante, es
decir, integrarse con el espacio urbano que tenía delante. Además de esa propiedad general, el exterior muestra abundancia
de rasgos nuevos. Los tímpanos de puertas y ventanas introducen la mayoría de las formas “sintéticas” que habrían de
caracterizar la arquitectura del Barroco tardío del siglo XVIII, el tímpano principal de la fachada es una síntesis de triángulo
y segmento; y, sobre todo, el entablamento principal se transforma continuamente en la tradicional voluta que una las alas
con la parte principal de la fachada. Por tanto, el principio de flexibilidad y metamorfosis se aplica a las formas singulares
sometiéndolas a cambios de acuerdo con su situación en el conjunto del edificio. El edificio también se adapta a los espacios
urbanos del contorno mediante cambios en la articulación, aunque el redondeamiento de las esquinas indica que el edificio
está totalmente situado dentro de un espacio exterior continuo. (NORBERG SCHULZ. Arquitectura Barroca).
3- SANT’IVO ALLA SAPIENZA. Roma
La iglesia de Sant’Ivo alla Sapienza, es la obra más lograda del artista. La planta se separa totalmente de los modelos tradicionales no sólo por su insólita forma exagonal, sino porque el exágono y los seis lóbulos que lo rodean, alternando
sus variantes, no pueden de ningún modo diferenciarse como espacio principal y espacios secundarios. En efecto, el muro
está decorado con un orden de pilastras que, situadas en arista entre un lóbulo y otro, no materializan en ningún punto el
prisma exagonal. El entallamiento del orden repite exactamente el contorno de la planta, y la bóveda nace directamente de
este contorno con la misma forma, que se va atenuando paulatinamente, por convergencia de las superficies arqueadas,
hasta el hueco circular de la linterna.
En este caso, la planta no procede de la elaboración de un modelo regular, sino de una construcción geométrica
original que utiliza, en una nueva combinación, figuras regulares: dos triángulos equiláteros entrelazados que forman una
estrella de seis puntas, sustituidas por seis círculos. Esta figura, perfectamente identificable, ordena la sección horizontal del
ambiente a cualquier altura, pero así como la bóveda se curva hasta hacer coincidir su plano con el horizontal, la figura
incide en forma cada vez menos pronunciada en la cubierta, hasta confundirse con la circunferencia de la cual nace la linterna.
También aquí, lo mismo que en San Carlos, la articulación del ambiente se confía a la anamorfosis, pero ésta se
desarrolla más bien en sentido altimétrico que planimétrico, y con arreglo a una ley necesaria, inserta en el propio organismo. Con este procedimiento, Borromini confirma la simetría del ambiente en torno al eje vertical, es decir, la naturaleza
perspectiva de la composición general, pero niega la jerarquía perspectiva habitual entre las partes y el todo, y convierte en
ambigua la función del orden arquitectónico, que sirve para explanar y dividir rítmicamente la figura directriz del organismo
-no para materializar las articulaciones entre los elementos espaciales del vano- y se funde con los demás remates decorativos de las paredes, respecto de los cuales hace el oficio de puro armazón bidimensional. Borromini demuestra así la posibilidad de generalizar las reglas compositivas y de alcanzar por otros caminos, utilizando trazados más complejos, la consabida racionalización de las relaciones espaciales. La obra equivale a una demostración práctica de este aserto; la norma compositiva no debe percibirse indebidamente en cada una de las partes, sino verificarse puntualmente en el conjunto para producir la “maravilla” teorizada por los literatos; las anomalías de este entresijo estructural quedan compensadas y justificadas
por la regularidad con que está resuelto.
Al orgánico ambiente interno se contrapone la independencia existente entre el interior y el exterior. Sant’Ivo,
como muchos otros organismos borrominianos, deriva de la superposición de dos soluciones diferentes, una se ofrece en el
espacio interior y la otra en el exterior. La necesidad de componer en ambos casos un espectáculo completo, aprovechando
al máximo las posibilidades, exige un alto grado de independencia entre uno y otro. En este caso, la iglesia queda sumergida
dentro del volumen del palacio de Jacobo de la Porta, y sólo la cúpula emerge por encima de la cubierta; de ahí que Borromini prefiera conformarla como un organismo autónomo -un alto tambor de seis lóbulos iguales, sobre una hiperbólica
linterna con coronamiento en espiral- que pueda confrontarse frontalmente a lo largo del eje del patio, o bien, oblicuamente
desde la plaza posterior, encima de la cornisa horizontal del palacio. (BENÉVOLO; Leonardo. Historia de la arquitectura del Renacimiento)
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Otra obra muy importante de Borromini es la iglesia de Sant’Ivo alla Sapienza. Esta iglesia se inserta en un patio
con loggias que data de fines del 500 y que Borromini se preocupa de conectar con su arquitectura mediante una fachada en
exedra, que concluye la perspectiva del pórtico, y coloca casi más allá del horizonte el desarrollo del edificio y de la cúpula.
Esto es importante, porque demuestra de qué manera Borromini interpreta la ambientación espacial de sus edificios: no a
través de la inserción de un cuerpo plástico en un espacio perspéctico, sino al contrario a través de la contraposición de
ciertas directrices espaciales con otras; aquí ha contrapuesto a la perspectiva en fuga del pórtico (dibujada también por las
líneas del pavimento), la súbita aparición, a lo largo de una vertical, del cuerpo de la iglesia.
Borromini es sin duda un seguidor de Miguel Ángel, porque en la iglesia de Sant’Ivo los elementos esenciales de la
composición arquitectónica, que hasta ahora habían sido minuciosamente distinguidos unos de otros en relación con su
función y con su eficiencia plástica, se encuentran fusionados. Por arriba de la exedra -que sigue el ritmo lineal- se yergue
este extraño cuerpo de construcción que no es, evidentemente, ni el cuerpo del vano de la iglesia ni una cúpula, sino simplemente un organismo de revestimiento, una especie de falso tambor que comprende dentro de sí la parte terminal del vano
de la iglesia y una parte de la cúpula. En el interior, en cambio, Borromini ha eliminado totalmente el elemento tambor.
El problema de la cúpula de Borromini es muy complejo. La cúpula había sido pensada siempre como elemento
conclusivo del edificio, mientras que Borromini no tiende a concluir el propio edificio, sino a continuarlo indefinidamente
en el espacio. Aquí, empero, es importante notar ya la falta de distinción entre los elementos compositivos, la eliminación
de la distinción tipológica entre el vano de la iglesia, el tambor, la cúpula y la linterna. En efecto, el verdadero casquete de
la cúpula tiene como única parte visible su terminación, que luego Borromini disimula aún más reduciéndola a una sucesión
escalonada, o sea a un enlace entre el anillo terminal del cuerpo de la iglesia y la linterna, que a su vez está enormemente
desarrollada. Para disimular más aún la forma conclusiva del casquete, Borromini ubica esos contrafuertes cuya curva se
contrapone netamente a la curvatura del casquete, de manera tal de crear, en lugar de un efecto de convergencia de los valores plásticos en este “centro plástico por excelencia” que debiera ser la cúpula, un efecto de divergencia, radial, evidente no
sólo en la disposición radial de los contrafuertes, sino también en la forma de la linterna y de su parte inferior (que consiste
en esquinas salientes con dos columnitas apareadas y con fuertes acentos de profundidad entre sí). Resulta así una composición en estrella que si bien desarrolla la estructura estrellada de la planta del edificio lleva necesariamente a una concepción
completamente opuesta, descentrada, radial, articulada alrededor de un eje y casi ilimitadamente extendida hacia el exterior
del espacio arquitectónico.
Además, tampoco en el cuerpo inferior Borromini ha querido crear la sensación del real volumen plástico de este
elemento, puesto que lo ha modelado según curvaturas siempre distintas, de manera tal de obtener una variación continua de
efectos de luz y sombra. Traduciendo la construcción de Borromini en un esquema de ejes, obtenemos simplemente la contraposición de un gran eje vertical, destacado por los vacíos, con una irradiación de elementos en el espacio. Llamaré la
atención hacia la planta, la famosa planta en la cual se ha querido ver, y tal vez con razón, una alusión a la forma de la abeja
barberiniana; también allí, en el cruce de los dos ejes, se advierte fácilmente que Borromini no ha concebido esta planta
central como una convergencia de masas, de llenos y de vacíos alrededor de un eje, sino como una irradiación de espacios
desde el eje central. En la conclusión en espiral de la interna, donde se nota claramente y una alusión simbólica, hay una
tensión, un prolongarse llameante del edificio hacia lo alto; es la prueba evidente de la intención de Borromini de desarrollar
la forma arquitectónica como un ritmo animado de líneas y de planos luminosos en el espacio, sin buscar una conclusión de
masas, una estructura unitaria, una monumentalidad en el sentido berniano.
En el interior existe la prueba evidente de esa irradiación espacial con respecto al eje central de la cual hablé anteriormente. No sólo es interesante ver cómo la cúpula carece completamente de tambor y se inserta directamente sobre la
cornisa que repite en lo alto el perímetro de la planta; los mismos salientes, los mismos hundimientos de la planta, se trasmiten además a la cúpula hasta concluir en el eje central fuertemente subrayado por la altísima linterna. Semejante perfil de la
cúpula representa una novedad también en el plano de la tipología, que tendrá consecuencias muy lejanas, sobre todo en la
arquitectura rococó, tanto en Italia como fuera de ella; debe advertirse también que, a medida que la arquitectura borrominiana avanza en el tiempo, los elementos compositivos -columnas, pilastras- tienden a hundirse en la pared, a presentarse
como delineaciones gráficas, como si el dibujo animado y vivo del arquitecto se reprodujera en la forma plástica de la construcción. (ARGAN, Giulio Carlo. El concepto del espacio arquitectónico desde el Barroco a nuestros días)
4- SANT’AGNESE. Roma
(Para) la iglesia de Sant’Agnese in Piazza Navona se emplearon muchos equipos de arquitectos: al principio los
Rainaldi, padre e hijo, hasta 1653, luego Borromini, quién conservó la dirección de la obra durante cuatro años.
Hoy se admite que la concepción general de la iglesia de Sant’Agnese (excepto su decoración cargada y suntuosa)
se debe sin duda a Borromini, la planta es una cruz griega, pero a causa de las capillas situadas entre los brazos de la cruz la
iglesia parece una rotonda. El orden interior es corintio, con magníficas columnas y pilastras acanaladas que sostienen las
arcadas y las pechinas en las que descansa la cúpula. En el retablo del altar mayor y en los nichos cóncavos de los altares
laterales hay grandes relieves de mármol. La fachada es una de las más bellas de Roma. Se incurva entre dos alas coronadas
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por campaniles con galerías, que se rematan en una pequeña flecha con forma de sombrero chino. El impulso de los
campaniles acompaña, con ligereza, la amplitud de la cúpula ovoidal, encima de un tambor atravesado por altas ventanas. El
conjunto es mesurado, de una majestad apacible.
Una broma de la época pretendía que en la admirable fuente de Bernini, ante la iglesia, la estatua del Nilo se vela el
rostro para no ver esta obra de Borromini. Se quiso tomar en serio una ocurrencia injustificable, ya que la fuente era anterior
a la iglesia. (TAPIE, Víctor. Barroco y clasicismo)
En Piazza Navona existía una pequeña iglesia de planta central -cruz griega- del 500, que Inocencio X decide ampliar. Encarga este trabajo a Girólamo y a Carlo Rainaldi, quienes después son alejados y reemplazados por Borromini,
aunque la obra es finalmente terminada por Carlo Rainaldi. Esta pequeña iglesia tenía un vestíbulo que se asomaba a la
plaza y que había sido conservado en el proyecto de Rainaldi. Borromini, en cambio, excava la línea a ras de la plaza y
sustituye el vestíbulo con una exedra que dilata ligeramente el espacio de la plaza en ese punto, de tal manera que la cúpula
gravita inmediatamente sobre la fachada. Esto es completamente nuevo: la cúpula ya no es más un elemento central, como
hemos visto en el 500, que se halla en relación con el esquema centralizada; tampoco es un elemento de fondo, como sucedía cuando la cúpula estaba ubicada en el transepto del edificio de planta longitudinal de fines del 500. Por el contrario, aquí
la cúpula es transportada casi a la fachada, o sea sobre el plano frontal del edificio.
Veamos cómo ha desarrollado esta cúpula. Mientras que en la de Sant’Ivo había eliminado el tambor, aquí construye un tambor altísimo y luego un casquete ojival claramente visible, al cual superpone una alta linterna. Evidentemente, la
concepción del conjunto está en relación con la forma alargada y con el eje horizontal de la plaza; es decir el artista ha ubicado la iglesia como un elemento de contraste con respecto al vano de la plaza, que tiene una forma histórica: la del circo
romano cuyas fundaciones fueron conservadas, puesto que todos los edificios de los alrededores apoyan sobe los muros
romanos. Borromini sabía que esta forma no podía modificarse. Y si comparamos su concepción con la del pórtico berniano, posterior, advertiremos las diferencias: allí hay un desarrollo de la forma cilíndrica y semiesférica de la parte terminal de
la cúpula en la forma elíptica del pórtico; aquí, una contraposición neta de ejes: a la expansión en sentido horizontal del
vacío de la plaza se contrapone la tensión de sentido vertical de la iglesia y la cúpula. Es fácil entonces notar cómo la cúpula, recuadrada entre los dos campanarios, ejerce una influencia directa sobre la concavidad de la fachada.
Tenemos aquí la primera base de lo que será, podríamos decir, la concepción moderna del espacio: un espacio ya
no concebido a través de límites perspécticos, sino a través de direcciones casi ilimitadas, indefinidas. Este espacio no es ya
una gran caja en la que se componen y distribuyen los edificios y cada uno de sus elementos; es un espacio que posee su
núcleo, su centro, su generatriz, en la forma arquitectónica, y que se determina cada vez en la forma arquitectónica misma.
Naturalmente, no debemos olvidar que el arquitecto debe tener siempre en cuenta la condición del ambiente. Pero éste no es
todavía el espacio en sentido arquitectónico; es simplemente un vacío que todas las veces se califica linealmente, plásticamente, lumínica y cromáticamente por la forma arquitectónica en su continuo desarrollo. Es decir, existe aquí la búsqueda
de una dinámica, y no de una composición de masa, como la que podemos ver por ejemplo en una escultura ubicada en la
misma plaza: la Fuente de los ríos, de Bernini; lo que desea lograr es precisamente una dinámica interior de la forma arquitectónica. (ARGAN, Giulio Carlo. El concepto del espacio arquitectónico desde el Barroco a nuestros días).
¿Cuáles son las cualidades arquitectónicas que dan a la Piazza Navona esa importancia? El espacio es largo y
relativamente estrecho, y podría caracterizarse como una calle agrandada. Por tanto, tiene una dirección que nos la hace
parecer como continuación de las calles del contorno. Pero, al mismo tiempo, está de tal modo limitada que es un “lugar”
más que una vía de tránsito. Esa limitación la produce el hecho de que una pared continua corre en torno a todo el espacio.
Los edificios tienen dimensiones homogéneas y más parecen superficies que masas. Así, las calles que conducen a la plaza
son muy estrechas y están situadas irregularmente. Calles anchas y simétricamente dispuestas habrían roto su carácter
recoleto. La continuidad se realza con la gama común de colores y con el empleo de detalles arquitectónicos adecuados. Las
casa más sencillas, así como la laboriosa fachada de Sant’Agnese, se articulan por medio de los mismos elementos clásicos;
constituyen “enunciados” distintos dentro del mismo “lenguaje”. La iglesia sirve de “centro” predominante. Si imaginamos
que no estuviera allí, el conjunto perdería su valor no solo porque la iglesia domina sino porque hace que los demás
edificios parezcan variaciones más sencillas de los mismos temas básicos, por lo cual obtienen un significado que por sí
solos no tendrían. La pared que limita la Piazza Navona resulta, así, una estructura jerárquica barroca. La fachada de
Sant’Agnese es parte orgánica de esa pared y contribuye a hacer que la plaza sea un “interior”: en efecto, la cualidad
fundamental de la Piazza Navona es constituir un espacio en el sentido barroco de la palabra. Más que una cualidad
abstracta y geométrica, vive en interacción continua con sus límites. Esto se evidencia en particular en la fachada cóncava
de Sant’Agnese. Borromini realizó en ella dos cosas: primera, la iglesia y la piazza se enlazaron en relación activa, por lo
cual el espacio exterior parece penetrar en el volumen del edificio; y segunda, la cúpula convexa queda en contacto con la
plaza. La cúpula de Sant’Agnese es la única masa grande que forma parte del conjunto, y la fachada cóncava de Borromini
lo evidencia con plena fuerza plástica. De ese modo se crea una relación espacio-masa típica de la arquitectura barroca.
También las tres fuentes cumplen misión importante en la composición: dividen el espacio en cuatro zonas distintas de
dimensiones “humanas” y, al mismo tiempo, “llenan” el espacio impidiendo la sensación de horror vacui. La gran Fontana
dei Quattro Fiumi, de Bernini (1648-1651), constituye el verdadero centro de la piazza. Su obelisco marca un eje vertical
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que mantiene y centraliza el movimiento horizontal del espacio, al mismo tiempo que sus figuras alegóricas introducen una
nueva dimensión de contenido simbolizando el poderío de la Iglesia, que se extiende a las cuatro partes del mundo
representadas por los ríos Danubio, Río de la Plata, Ganges y Nilo. La fuente también es una de las respuestas más
convincentes al deseo barroco de sintetizar los dos opuestos tradicionales: opera di natura y opera di mano. Además, el
ingenioso empleo del agua se hace aún más persuasivo a los ojos del espectador, el cual halla su completamiento en la
atractiva fachada de Sant’Agnese y la cúpula que la corona, obra del gran rival de Bernini. El aspecto general se debilita en
cierto modo por los dos campanili, que se construyeron mucho más altos que los proyectados por Borromini. (NORBERGSCHULZ. Arquitectura barroca)
5- SANT’ANDREA AL QUIRINALE. Roma
Lejos de desconocer el logro de un rival, Bernini se inspiró en él (Sant’Agnese), en la iglesia de Sant’Andrea al
Quirinale que construyó en 1568 para el noviciado de los Jesuitas. La planta del edificio es una elipse: la entrada y la capilla
del altar principal se enfrentan sobre el pequeño eje. La fachada es un alto pórtico con pilastras lisas y frontón triangular.
Sus severas líneas encuadran una arquivolta. Pero, un poco hacia adelante, dos columnas en diagonal, bajo un baldaquino
decorado, forman una especie de peristilo.
Todo es al mismo tiempo muy simple y muy sabio. Nada de contrastes violentos, sino matices, de los cuales cada
uno obtiene su efecto. Era necesario este peristilo para cortar la marcha del visitante e imponerle detenerse insensiblemente,
a fin de que no penetrara en la iglesia directamente desde la calle. Franqueada la puerta, de un sólo vistazo tiene una visión
del conjunto. Ve de pronto un decorado de pilastras acanaladas, entre las que se abren las arcadas de ocho capillas, en el
espesor de la pared, y, frente a sí, la capilla principal, en su sobria magnificencia. La preceden cuatro columnas compuestas,
ligeramente en saledizo. Sobre el arquitrabe se incurva un frontón, y se ahonda para acoger una estatua de San Andrés en la
gloria. El altar está bañado en la luz que cae hacia él desde una invisible cúpula, luz que hace irisar los oros de un gran marco, decorado con rayos y ángeles. La iglesia está cubierta en un solo impulso por una cúpula con artesonados y fuertes nervaduras, atravesada en la base por ventanas. Se destacan figuras de ángeles y angelotes en blanco sobre el fondo oscuro,
animadas y ligeras, parecen distribuidas como pétalos de flores. La obra, en la delicadeza y el refinamiento de los detalles,
es una perfecta composición, hasta tal punto que esta iglesia de Bernini revela indudablemente afinidades con el gusto de
Borromini, pero sin engañarnos al respecto.
En su rica y sabia decoración, esta arquitectura a la vez racional y funcional conserva las cualidades de una obra
clásica. La capilla de un noviciado, oratorio más que iglesia, debe responder a exigencias propias. No es necesario que sea
grande, puesto que sólo acogerá un pequeño número de asistentes. Pero los novicios acudirán muchas veces por día, para
prolongadas meditaciones ante el Santísimo Sacramento. La iglesia debe estar muy bien articulada: a cada lado del altar,
bajo una pequeña tribuna, una de las predilecciones del “modo”, puertas, por las que los jóvenes levitas efectuarán fácilmente entradas y salidas. De este modo se habituarán a envolver de dignidad y decencia gestos cotidianos. La presencia de capillas laterales garantiza una economía de tiempos: por la mañana se podrán celebrar muchas misas a la misma hora y hacer
que los Padres queden libres antes para las tareas de la jornada.
Por lo tanto, es una iglesia cuyos elementos se encuentran totalmente subordinados a la utilidad general. El conjunto une la magnificencia del decorado a la armonía de las proporciones. Sant’Andrea al Quirinale es uno de los santuarios
romanos en el que puede comprenderse mejor que el Barroco y el clasicismo no forman dos estilos impenetrables, que el
equilibrio de uno, la riqueza decorativa del otro pueden asociarse en la interpretación y utilización del espacio más conformes a los fines exigidos. (TAPIE, Víctor. Barroco y clasicismo)
Estamos ya en 1658; sin duda es evidente que el artista recuerda con claridad la solución de la Cortona para Santa
Maria della Pace (dos años anterior), y el hecho de que Bernini hablara muy mal de Pietro da Cortona no es una buena razón
para que a veces no aceptara alguna sugestión suya. Se trata de la iglesia de Sant’Andrea al Quirinale, una iglesia elíptica
con la orientación portal-altar mayor sobre el eje menor de la elipse, que resulta así una elipse extendida en el sentido del
ancho.
Bernini desarrolla el tema de la acentuación plástica de la fachada a lo largo de un eje mediano ubicando una pequeñísima fachada, fuertemente articulada, en el punto tangencial donde la curva de la elipse está más abierta. Luego hace
retroceder la iglesia con respecto a la línea de la calle y la enlaza con dos pequeñas exedras al frente de la calle, de manera
tal de crear una invitación hacia la iglesia. Probablemente también aquí ha recordado la solución de la exedra de Santa Maria della Pace. Pero lo que interesa es la fuerza plástica casi escultórica de esta pequeña, extraordinaria fachada. Para poner
en evidencia su característica esencial diré que ese arco que está sobre la superficie se rebate en la curva que constituye la
terminación del pequeño pronaos semicircular; o sea que este organismo plástico sobresaliente está expresado por ese recuadro.
Observemos cómo Bernini se ha preocupado de dar a ese pequeño recuadro, que en realidad no es otra cosa que la
ampliación de un portal -una puerta ampliada-, una corporiedad y una estructura plástica extraordinaria expresada a través
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de los elementos perspécticos de los lados, que hacen suponer que este cuerpo surge desde una profundidad mucho más
acentuada. Una perspectiva ilusoria, naturalmente, que cumple ante todo la función de destacar la cara plana de la curva de
la elipse; o sea que Bernini advierte que es una contradicción ubicar una fachada plana sobre una elipse, si bien ha elegido el
punto donde la curva está más abierta, intuye que, teniendo una planta elíptica, la fachada puede ser ubicada en cualquier
punto del perímetro elíptico. Entonces trata de destacarla con este expediente de perspectiva, como si fuera éste el frente de
una pequeña nave o de un vestíbulo, que no existe, sobresaliente de la fachada; no intenta adherirla, sino conectarla con una
articulación y destacarla al máximo del perímetro. Después se preocupa de excavar la fachada -y esto está también en
relación con aquella acentuación de perspectiva- haciendo aparecer vacíos perspécticos en este espacio tan limitado.
(ARGAN, Giulio Carlo. El concepto del espacio arquitectónico desde el Barroco a nuestros días).
6- PALACIO BARBERINI. Roma
En 1629 Bernini es enteramente el arquitecto de la corte pontificia, emprendiendo la dirección de las obras de la basílica Vaticana y del palacio Barberini, vacante a causa de la muerte de Maderno.
Este palacio, lo manda a construir Taddeo, principe de Palestrina, sobrino del Papa, en el sitio conocido por Quattro Fontane.
Consta esencialmente de tres pisos de órdenes con unas grandes loggia centrales y un piso superior de arcos en perspectiva.
Estos están construidos por dos arcos concéntricos, alzados sobre las dos bases de un trapecio simétrico, unidos por dos
planos inclinados respecto al de la fachada y por un tranco de cono.
En este palacio, las pinturas murales fueron encargadas a Pietro Barrettini da Cortona (1596-1669), quien realizo una representaciones alegóricas basadas en poesías de Bracciolini.
Organizó el Bernini una plaza delante del palacio Barberini, a semejanza de las que servían de esplendido punto de vista en
los otros grandes palacios romanos, la Novona, ante el Pampili, y la Colonna, ante el Chigi.
En 1640, esculpe para esta plaza la Fuente del Triton, basada en tres delfines que sostienen una pechina, sin ningún elemento arquitectónico.
Al hablar del palacio Barberini nos hemos referido a las pinturas alegóricas que para el realiza Pietro da Cortona, inspiradas
en poesías de Bracciotini.
Su autor se llama en realidad Pietro Barrettini, nacido en Cortona en 1596, siendo discípulo del florentino Commodi.
Arquitecto y pintor al mismo tiempo, en esta su segunda actividad, empieza estudiando los grandes maestros en Roma y en
Florencia, donde copia sus obras más características.
En el palacio Barberini, Pietro da Cortona nos da el primer gran conjunto monumental de noble categoría.
Un entablamento riquísimo de guirnaldas, poblado de personajes, rodea la visión gloriosa de un cielo en el que la luz resigue los contornos las nubes con líneas doradas al estilo del Tintoreto.
En las bóvedas aparece el cielo abierto, típico del barroco, con la Divina Providencia asomando desde lo alto, sobre un corro
entado formado por la Justicia, la Piedad, la Eternidad, la Sabiduría, la Potencia, la Verdad, la Belleza, y la Pudicicia. (A. C.
PELLICER, El Barroquismo)
Después de la muerte de Maderno en 1629, surgió una nueva situación. Bernini asumió como arquitecto en San Pedro y en el Palacio Barberini, y Borromini tuvo que trabajar bajo su cargo. Documentos permiten definir la posición de
Borromini: entre 1631 y 1633 recibió pagos sustanciales por dibujos a escala completa de volutas del Baldaquino y por la
supervisión de su ejecución, y en 1631 funciono oficialmente como “asistente del arquitecto” en el Palacio Barberini. El
carácter Borrominesco de las volutas como en algunos detalles del palacio, indica que Bernini le concibió notable libertad
de acción a su subordinado, y por lo tanto pareciera que Bernini en vez de Maderno preparó el terreno para la inminente
emergencia de Borromini como un arquitecto con todo su derecho. Pero su relación fue de largo conflicto.
Actualmente no es posible separar bajo ninguna pretensión final la activa contribución de Borromini al palacio Barberini.
Borromini se hizo cargo de los mayores problemas pendientes en el Palacio Barberini y lo llevo más allá, como a la alineación axial de varias partes del edificio, la conexión del gran vestíbulo con el hall de la escalera, y la fusión entre el vestíbulo
y el patio oval. (WITTKOWER, Art & Arquitecture in Italy 1600-1750)
La solución de planta abierta en forma de H que Bernini había utilizado en el palacio de Barberini de Roma a comienzos del 600.
Desde el punto de vista de la técnica verdadera, Borromini es un técnico, Bernini no; por eso la polémica entre ellos, en la
época de la construcción del palacio Barberini, depende justamente del hecho de que Bernini tuvo dificultades en resolver
problemas técnicos que Borromini, en cambio, pudo solucionar, atribuyéndose a Bernini el mérito de sus soluciones. (ARGAN, Giulio Carlo. El concepto del espacio arquitectónico desde el Barroco a nuestros días)
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SANTA MARIA DELLA PACE. Roma
Pietro de Cortona en la iglesia de Santa Maria della Pace, edificio realizado algunos años después, precisamente en
1656; es una iglesia que, a pesar de poseer una historia constructiva más bien compleja, no responde en su forma a una
tipología tradicional. El cuerpo interior de la iglesia está constituido por un espacio octogonal con capillas y nichos radiales
y con un brazo sobresaliente que es precisamente aquel sobre el cual Pietro da Cortona ha ubicado la fachada. Esta fachada
es muy interesante por varias razones. Antes que nada porque el artista vuelve a tomar aquí, para construir el pronaos de la
iglesia, un tema del 500: el de San Pietro in Montorio, de Bramante. Resulta así un extraño pronaos curvo, con columnas
apareadas, colocadas a intervalos tales que crean una alternancia de un vacío muy ancho con un vacío muy angosto. Cortona
lo realiza evidentemente porque quiere relacionarlo con la disposición central del cuerpo mayor de la iglesia; es decir, quiere hacer sentir hasta en la fachada que el cuerpo de la iglesia es central y no longitudinal.
Este tema lo vuelve a tomar y repetir también en el orden superior, de solución muy similar -como se advierte fácilmente- a las que hemos analizado anteriormente en la iglesia de los S. S. Luca y Martina, puesto que también aquí tenemos un desarrollo elíptico que se interrumpe a lo largo de la línea mediana y un saliente de contrafuertes perspécticos que
hacen sentir cómo se produce la relación entre este cuerpo plástico elíptico y aquellas alas rectilíneas mediante la inserción
de una forma plástica entre las dos alas perspécticas.
Aquí, empero, el problema resultaba para Cortona mucho más complicado por la situación del edificio, ubicado
entre varias casas en una pequeña plaza, con necesidades de visuales bien determinadas. Y tan es así que hoy poseemos no
sólo los dibujos y relevamientos realizados por Pietro da Cortona de todo el barrio en el cual debió ubicarse esta iglesia,
sino también un estudio de rectificación de las calles del barrio que permitía mejores visuales en la iglesia. Ésta cumplía
además una función notable en la Roma de mediados del 600, porque era la iglesia de la nobleza romana, y la pequeña plaza
y las calles de acceso y salida a la plaza cobraban importancia a causa de la circulación y el estacionamiento de los carruajes. Está absolutamente probado que Pietro da Cortona estudió esta solución en función urbanística por una serie de dibujos
que existen todavía hoy en la Biblioteca Vaticana.
Ante todo el artista necesita dar la impresión de que el cuerpo de la iglesia, el verdadero cuerpo de la iglesia, es
octogonal; y también señalar que aquella pequeña nave, muy limitada en su extensión, que se alargaba a los lados del octógono, no cumplía otra función que la de un vestíbulo, mientras que el lugar del culto era el octógono. Entonces conecta,
mediante dos alas cóncavas, el octógono con los edificios laterales, de manera tal de hacer emerger este cuerpo central de la
fachada desde una verdadera exedra que tiene función casi de fondo escénico. Es evidente que también en el tema de la
exedra se halla presente el pensamiento de Bramante, y Cortona podía muy bien seguir la tradición de Bramante en su posición cultural puesto que esta iglesia corresponde al convento de Santa Maria della Pace, cuyo claustro fue la primera obra
romana de Bramante en 1501. Con el sistema utilizado por Cortona, con la acentuación de la fachada como un cuerpo en
relieve con respecto a un fondo de artificio, el de exedra, se obtiene un efecto típicamente perspéctico; este efecto puede
captarse con mayor claridad observando los dos vacíos -que son dos pasajes practicables, reales-, que conducen a lo largo de
la pared lateral de la iglesia a otra iglesia que está ubicada con orientación opuesta: la iglesia de Santa Maria dell’Anima,
que era y es todavía la iglesia de la nación alemana en Roma.
Ahora bien, cuando Pietro da Cortona inserta estos elementos, tiene en cuenta la necesidad de una inserción perspéctica, contraponiendo a la perspectiva aguda de la exedra, con su curva suavemente cóncava, la visión en escorzo de estas
dos aberturas laterales y oblicuas que dan realmente la impresión de dos calles, y hacen pensar en aquellas pequeñas calles
en perspectiva que Palladio abrió en la escena del Teatro Olímpico. Se obtiene así, alrededor del cuerpo central, y mediante
ese organismo plástico casi autónomo sobresaliente que es el pronaos, una fuga perspéctica que hace resaltar vivamente el
organismo plástico central; mientras que en la parte superior, donde la curva está atenuada, se encuadra la superficie en
aquel plano tangencial que aquí está muy definido (porque esta vez no existe el problema de la cúpula) y que concluye también con un doble tímpano. De todas maneras vemos que Pietro da Cortona concibe la propia fachada como un organismo
espacial perspéctico muy completo, sin confiar el efecto espacial solamente a la sugerencia implícita en las pilastras y columnas, sino realizando dentro de sí mismo, como un verdadero hecho espacial perspéctico. (ARGAN, Giulio Carlo. El
concepto del espacio arquitectónico del Barroco a nuestros días)
Junto a la Piazza Navona hallamos otra plaza que es su opuesto directo en cuanto a tamaño, pues, en realidad, la
Piazza di Santa Maria della Pace es muy pequeña. Pero es uno de los escasos ejemplos de espacio urbano proyectados y
realizados por un sólo arquitecto y, sobre todo, es una de las obras más notables de la arquitectura barroca. La cualidad
peculiar de esta obra maestra de Pietro da Cortona es la activa relación mutua de masa y espacios. En 1656, la población de
Roma padeció gravemente con la peste y, al mismo tiempo, tenía la amenaza de la invasión francesa. El papa Alejandro VII
decidió reconstruir la iglesia de Santa Maria della Pace como “invocación a la misericordia y a la paz”. Se le encargó a
Pietro da Cortona, que tuvo que mejorar el acceso a la iglesia vieja, situada en la bifurcación de dos calles estrechas. La
única solución posible era crear una pequeña plaza. Un diseño de Cortona, que se ha conservado, muestra las demoliciones
necesarias para llevar a cabo el proyecto y también cómo dio intencionadamente a la plaza unos límites que hacían que la
iglesia se adentrara bastante en el espacio. Esta solución da al visitante la sensación de estar dentro de la iglesia en cuanto
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entra en la plaza; el profundo pórtico está en medio del espacio al mismo tiempo que forma una parte orgánica de la iglesia
que está tras él. La mampostería de los muros refuerza la integración de la iglesia y la plaza. Las casas, que forman una
superficie continua en torno a la plaza, tienen dos pisos y un ático de poca altura. La cornisa y la balaustrada de ese ático
continúan por detrás de las alas laterales de la iglesia, adentrándose a lo largo de una curva. Se puede hablar de una
compenetración de elementos pertenecientes a la plaza y a la iglesia respectivamente, a la vez que se refuerza el
movimiento proyectivo de la iglesia. Esta compenetración se subraya por el hecho de que las paredes curvas,
“pertenecientes a las casas, se articulan con pilastras que forman la continuación de los miembros del plano superior de la
iglesia. Se halla una continuidad más sencilla en torno a toda la plaza en el piso bajo. Por tanto, la iglesia se define, a la vez,
como volumen que se adelanta independientemente y como parte de un muro continuo en torno a la plaza. La solución
recuerda la fachada de Sant’Agnese, obra de Borromini, pero mientras Borromini curvó hacia adentro la fachada para
revalorizar la cúpula, Pietro da Cortona tuvo que dar valor plástico a la nave de la iglesia ya existente. El resultado es la más
atrayente de todas las entradas de iglesias barrocas. Ese efecto se refuerza con la disposición magistral de los detalles
plásticos, las luces y las sombras. La planta superior avanza convexamente y recibe la fuerte luz del sol, indicando el
volumen de la iglesia que tiene detrás, pero no como elemento separado; una abertura vertical en el medio y un pronunciado
frontón doble transforman el conjunto en amplia entrada. (NORBERG-SCHULZ, Norberto. Arquitectura Barroca).
7- IGLESIA DE SAN LUCAS Y SANTA MARTINA. Roma
La iglesia de San Lucas, levantada por Pietro da Cortona entre 1635 y 1640, con planta de cruz griega y cúpula central, es todavía solamente una excepción en la época de predominio del tipo del Gesù.
Pronto San Carlino de Borromini, vendrá a insistir sobre la planta centrada, que encuentra por fin su desarrollo en la segunda mitad del siglo.
A las curvas interiores de la planta siguen las exteriores. Después de tantas iglesias de planta circular y oval, o de cruz griega que encuentra el circulo en el tambor, empiezan las fachadas curvadas.
La primera iglesia de fachada curvada expresamente, es la de San Lucas, de Pietro da Cortona, ya citada como ejemplar
precoz. Los Santos Lucas y Martin es una de las raras fachadas convexas. (A. C. PELLICER, El Barroquismo p. 152-4)
(…) con Pietro da Cortona, el espacio interior de una iglesia se define con la modelación de las paredes, o sea con la
modelación del límite de ese espacio. Este desarrollo da lugar a una atenuación de lo que constituye el interés plástico monumental del edificio. El edificio ya no es pensado como una unidad en si misma, sino como un elemento de un desarrollo
vial, y no tiene ya su valor de definición monumental. Por ello, en esta nueva concepción de la ciudad como una ciudad de
calles y de plazas y no como una ciudad de bloques de edificios, es necesaria la determinación de algunos puntos de referencia que en su mayoría son monumentos, edificios con un valor representativo.
En Pietro da Cortona podemos advertir al artista que, con evidente intención, estudia la fachada en relación con un interior
concebido en función de planta longitudinal y de planta central en la iglesia de los santos Luca y Martina, alrededor de
1630. Ante todo voy a aclarar dos cosas: en primer término, que en este caso no se planteaba el problema de una función
urbanística determinada del edificio, puesto que el edificio surgía -como hoy todavía se puede ver- prácticamente aislado, al
margen del Foro Romano. Y luego, que el edificio está constituido por una iglesia superior y una iglesia inferior, una gran
cripta que utiliza los muros de una aula senatorial romana, es decir, que posee ya un perfil arquitectónico centralizado, que
luego es aprovechado por el artista en la iglesia superior.
Veamos ahora la fachada, Pietro da Cortona es un artista toscano, pintor, arquitecto y escultor, mucho más importante como
arquitecto que como pintor o escultor, como arquitecto ha tomado y elaborado nuevamente en pleno 600 temas fundamentales de Bramante. Aquí el artista se encuentra frente al problema de realizar una fachada que se halle en relación con el interior. En el interior cada uno de los cuatro brazo de la cruz terminaba con un ábside, es decir, con una curva. Por lo tanto, era
lógico que la fachada fuera una fachada curva, mas esta curvatura del interior era evidentemente demasiado acentuada para
que pudiera resolverse en la superficie espacialmente modulada de la fachada; por eso Pietro da Cortona atenúa la curvatura,
o sea que transforma lo que hubiera sido un arco de circulo en un segmento elíptico del cual aplasta la parte que e encuentra
sobre el eje central de la misma fachada. Además el artista siente que la fachada curva, le permite establecer una relación
con la cúpula, la relación fachada-cúpula es fundamental en un periodo histórico como el 600 que considera la cúpula como
un elemento casi indispensable en un edificio religioso, porque representa el cielo, un baldaquino, sobre el lugar de culto.
(…) Pero todo esto no era suficiente, porque el interior, como ya vimos es una fusión de planta central y de planta longitudinal, sobre la perpendicular, que requiere, de alguna manera, llevar también a la superficie a aquella curvatura que tomaba
nuevamente la curvatura axial del interior. Esta es la razón por la cual Pietro da Cortona hace sobresalir con mucha fuerza
esos dos elementos, que son como dos grandes espaldas, dos grandes contrafuerte laterales, llevándolos tan adelante como
para reconstituir un plano tangencial con la zona central de la fachada.
Es importante observar que en esta zona mediana de la fachada el artista ha acentuado el segmento plano que emerge de la
curvatura de la elipse no solo con esa coronación, sino también haciendo sobresalir el muro hasta alcanzar casi el nivel de
las columnas, de manera tal de dar la impresión de que se trata realmente de una faja plana ubicada a lo largo del eje central.
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Se obtiene en esta forma un plano tangente que determina la superficie, y en el interior de esta superficie desarrolla una
curvatura que recuerda el desarrollo central del interior. Así los elemento rectilíneos de las naves interiores concluyen en los
contrafuertes, mientras que el conjunto cùpula-absides concluye en la elipse. El enlace entre estas dos partes – o sea entre
aquellos contrafuertes que definen con mucha claridad mediante pilastras apareadas ese plano que he llamado tangencial-, y
el cuerpo convexo de la fachada esta realizado a través de la solución perspectica de los vacíos que se insertan entre el
cuerpo convexo y los contrafuertes. (ARGAN, Giulio Carlo. El concepto del espacio arquitectónico desde el Barroco a
nuestros días)
La iglesia de los Santos Lucas y Martina, manifiesto de la joven arquitectura, forma una cruz griega casi perfecta.
Pietro da Cortona cerco los cuatro brazos con una cúpula grandiosa, como para aplastar de forma más segura el espacio de
la nave y prohibir en el toda veleidad de movimiento. Juzgando solo por la planta, es el desquite del equilibrio, la negativa
de la trascendencia.
La fachada de Pietro da Cortona es tangente en el extremo de la nave, no hace sino rozarla y desbordarla ampliamente. Cortona continúo la fachada post-tridentina de dos pisos. Pero dando al frontón superior una anchura igual a la de la base, acabo
transformándola en una monumental cortina, sólidamente anclada por diez líneas verticales de columnas y pilastras, y disimulando la disposición teológicamente dudosa de la cruz griega y un barullo de sacristías a la vez.
En la planta y elevación de Santos Lucas y Martina hemos creído reconocer el espíritu de Bramante, un eco de las especulaciones de Leonardo de Vinci o de Filarete. Pero lo original de este espacio condenado por evidentes simetrías, es que sus
límites exteriores son incomprensibles. ¿Están detrás o delante de las columnas que se alzan en todos los puntos importantes, en los extremos de los cuatro brazos de la cruz y en su intersección? Las columnas están -en-- la nave, pero al mismo
tiempo la bordean. El muro debiera encerrarlas, pero en realidad el muro desapareció. Lo que la vista distingue entre los
intercolumnios tiene justo la anchura de una pilastra. Esta parece haberse convertido en lo accesorio. No “encierra” nada, no
precisa nada. Su única aportación visible, i bien no presenta sino superficies desnudas, es de orden pictórico. Participa,
como los fustes y las columnas, en los sabios cornisamentos y las urnas sin estatuas, con un discreto juego de luces y sombras. Contribuye simplemente a crear esa palpitación marginal que confiere al espacio interior su calidad, no ya de volumen
geométrico, sino de célula viva. (TAPIE, Víctor. Barroco y clasicismo)
8- SANTA MARIA IN CAMPITELLI. Roma
Tipológicamente nueva es, tanto en su planta como en su desarrollo, la iglesia Santa Maria in Campitelli (16621667); en ella domina, tanto en el interior como en el exterior, el motivo simbólico-alusivo de la columna (la solidez de la
fe, sostén de la Iglesia). Las columnas repetidas como los versículos de un salmo, son libres y acanaladas para hacer destacar la luz hasta en sus más mínimas gradaciones. La definición del espacio queda confiada ya, en su totalidad, al modelado
de los muros y a la cualificación colorista del claroscuro, como ocurre en las obras tardías de la pintura de Reni. (ARGAN,
Giulio Carlo. Ranacimiento y Barroco).
Santa Maria in Campitelli es la obra maestra de Rainaldi y una de las mejores iglesias barrocas de Roma. Después
de diversos ensayos de plantas centrales, Rainaldi vuelve a la organización longitudinal, pero sin perder por eso las experiencias espaciales que había conquistado el barroco. La iglesia esta concebida como un conjunto de espacios compartimentados, separados por un recurso escenográfico parecido a la de las bambalinas en el teatro. En los puntos decisivos, columnas enteramente libres acusan más el propósito deseado. El devolver a las columnas su entera prestancia y su valor de soporte aislado es lo que mejor caracteriza la estética del Rainaldi. Es, en cierto modo, una vuelta a la romanidad. Por eso el espectáculo que presenta Santa Maria es verdaderamente grandioso, como el de una sala termal romana, con énfasis barroco.
(CHUECA GOITIA, Fernando. Barroco en Europa).
Combinaciones complejas; como punto de partida de Santa Maria in Campitelli, Carlo Rainaldi tomó un elipse
longitudinal, a la que agregó un presbiterio circular cubierto con cúpula con linterna. El esquema es relativamente ‘normal’
pero la articulación es muy interesante, mostrando nuevo desarrollo de ideas de la Santa Teresa construida por su padre, así
como de San Luca, obra de Cortona. Todos los elementos espaciales están definidos por un entablamento (elíptico o
circular) apoyado en columnas. Al mismo tiempo, las columnas flanquean los ejes principales, a lo largo de los cuales se
organizan los elementos espaciales. Los elementos se tocan entre si y forman un sistema ‘abierto’ subrayando el eje
longitudinal donde de agregó un circulo completo. En el eje transversal se indican círculos análogos pero están ‘reducidos’ a
capillas de gorma lenticular. Solo en las diagonales del espacio principal se introducen pilastras sólidas, que contienen
aberturas secundarias y coretti. La solución tiene propiedades fundamentales en común con el sistema espacial de Kilian
Ignaz Dientzenhofer y puede considerarse una de las concepciones más avanzadas del Barroco romano.
También
es interesante la fachada, con una columnata de dos órdenes superpuestos ante la pared, con lo que se indica la general
transparencia espacial del proyecto, que tiene sorprendente parecido con la Zsweischaligkeitt (doble delimitación del
espacio) de la arquitectura religiosa del siglo XVIII en Europa central. Pero, al construirla, Rainaldi cambió el proyecto.
Todas las partes esenciales del primer proyecto están presentes, aunque la nave elíptica se transformó en vestíbulo biaxial.
El movimiento longitudinal en profundidad queda, así, muy reforzado; de hecho, el interior aparece como una sucesión de
edículos monumentales y el tema del edículo también caracteriza la fachada eminentemente retórica. El cambio
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posiblemente lo determinó el propio tema constructivo. Santa Maria in Campitelli se erigió, después de la peste, como
iglesia votiva y, en particular, como santuario de la Madonna milagrosa, por lo cual el espacio arquitectónico se dirige hacia
la imagen situada en el ábside y las columnas se emplean como símbolos de fe mas que como elementos estructurales. (…)
La iglesia de Reinaldi no representa un ideal teórico, sino la realización concreta de una situación individual. (SCHULZ,
Christian Norberg. Arquitectura Barroca).
9- SAN LORENZO De TURIN. Italia
Cerca de la capilla de la Santa Sindone construyó Guarini, a partir de 1668, la iglesia teatina de San Lorenzo. Aquí
tuvo libertad para proyectar la planta que puede considerarse su creación más fecunda por la influencia que tuvo sobre la
arquitectura eclesiástica ulterior. El organismo central se desarrolla en torno a un espacio ortogonal, cuyos lados están curvados hacia el interior. En el eje principal se agregó un presbiterio elíptico transversal, de acuerdo con el principio de la
yuxtaposición pulsante, con lo cual se introduce un eje longitudinal. En el eje transversal podían haberse agregado espacios
análogos pero no se hizo. Los pilares de las diagonales, que sostienen las pechinas, se transformaron en cerramientos que
delimitan capillas lenticulares. Sus columnas y arcos se corresponden con los de los ejes principales creando el efecto de
una armazón continua que circunda el espacio. La planta representa, por tanto, la aplicación del principio de la yuxtaposición pulsante a un agrupamiento centralizado de «células». En principio, el sistema es abierto pero Guarini sólo utilizó algunas de las posibilidades para agregar espacios secundarios creando, así, lo que se ha llamado «edificio centralizado reducido». (VISCONTEA, Arq. Barroca)
Casi igual de excitante que la capilla del Santo Sudario es la cercana iglesia de San Lorenzo. Guarini empezó la
obra en 1668; en 1679 estaba ya levantado el edificio pero no se terminó completamente hasta 1687. La forma básica de la
planta es un octógono con los ocho lados curvados hacia el interior del espacio principal. Cada uno de estos lados consiste
de un "motivo de Palladio" con un ancho arco abierto. Por esta razón es difícil e incluso imposible percibir el octógono
como forma constitutiva de la zona congregacional. La vista pasa por los arcos al límite verdadero de la iglesia. Detrás de la
mampara de 16 columnas de mármol rojo hay nichos con estatuas, blancas sobre fondo negro y enmarcadas por pilastras
blancas. Por esta razón, allí existe una cierta continuidad de motivos a lo largo de los bordes, pero complican más que simplifican la comprensión de la estructura; ya que tantas unidades diferentes y motivos similares se encuentran uno al lado del
otro, que no es posible una visión coherentes. El fuerte e ininterrumpido entablamento sobre los arcos da énfasis y clarifica
la forma octogonal. Pero en la zona siguiente hay un inesperado cambio de significado similar al de la capilla del Santo
Sudario.
Las pechinas están situadas en los ejes diagonales y a ese nivel el octógono, se transforma en una cruz griega con
brazos muy cortos. El hecho extraordinario consiste en que las pechinas y arcos de la cruz están funcional y enteramente
separados de sus soportes, que pertenecen, como ya hemos visto, a otra entidad espacial. Lo revolucionario del concepto de
Guarini, se ve cuando se la compara con la ligeramente anterior cruz griega de S. Agnese in Piazza Navona. Sobre la zona
de las pechinas hay una galería con ventanas ovaladas y entre ellas ocho paneles a partir de los cuales arrancan las nervaduras de la bóveda. Esas nervaduras están dispuestas de tal manera que forman una estrella de ocho puntas y en el centro un
octógono regular abierto. Estamos así frente a un rasgo híbrido parecido al que fue planeado para la iglesia de los Somascos
en Mesina. Y precisamente, tal como, en el proyecto de esa iglesia, aquí también, se levanta encima de la abertura central,
una linterna -que consta de tambor y cúpula - tan alta como la cúpula principal. Fuera, la cúpula tiene de nuevo la apariencia
de un tambor que está coronado por un segundo tambor más pequeño y una cúpula. A pesar de estos parecidos, San Lorenzo
es infinitamente más compleja. Hay que referirse particularmente, a la inserción de una zona con ventanas entre la cúpula y
la linterna. Estas recogen la luz a través de un anillo abierto de segmentos dispuestos alrededor del octógono interior de la
cúpula. Gracias a este dispositivo, la cualidad diáfana y misteriosa de la cúpula está considerablemente potenciada.
En el eje longitudinal de la iglesia, la circular Capella Maggiore, con cúpula de nervadura simple, se añade a la sala
de congregación.
La capilla está delimitada por dos motivos palladianos, uno abriéndose en un nicho de altar con bóveda oval, el
otro en el espacio principal. Así, el mismo motivo palladiano que aparece como una penetración convexa en la sala principal
forma el límite cóncavo de la capilla. A pesar de tales interpretaciones de entidades espaciales diferentes, cada uno de los
tres espacios de las cúpulas forma una unidad separada con características arquitectónicas propias. Con esta distribución,
Guarini se mantuvo en la tradición de la Italia del norte; además, el efecto escénico producido por su vista de corte longitudinal, une su proyecto a la tradición que va desde Palladio a Longhena. (Wittkower R., Arte y Arquitectura en Italia
1600-1750)
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10- SANTA SINDONE. Turín
En las obras de Guarini se lleva a cabo sistemáticamente el método general propuesto por Borromini. La actividad
de Guarini expresa bien el mundo ‘abierto’ del siglo XVII. (…) Después de instalarse en Turín en 1666, Guarini recibió el
encargo de Carlos Manuel II de terminar la capilla de la Santa Sindone, iniciada por Amadeo di Castellamonte (1657). La
capilla está unida al extremo oriental de la catedral, junto al palacio ducal. La planta circular ya estaba hecha, pero Guarini
le dio una interpretación totalmente nueva. Teniendo que incorporar tres entradas, dos desde la catedral y una desde el palacio, dividió el círculo en nueve secciones, uniéndolas de dos en dos con un arco amplio y destinando las tres restantes a
entradas. Como las dos rampas que conducen desde la catedral a la capilla inciden oblicuamente con la periferia de la capilla, introdujo espacios circulares de transición que interpenetran el espacio principal al mismo tiempo que determinan la
forma convexa de las escaleras. De ese modo se crea un movimiento continuo entre los dos niveles. Esos vestíbulos circulares atestiguan mejor que ninguna otra idea de Guarini su maestría en resolver problemas de espacio y la posibilidad de resolver transiciones difíciles valiéndose del principio de interpenetración. Los amplios arcos ya mencionados sostienen tres
pechinas en vez de las cuatro usuales. Tienen ventanales e igualmente los tienen por encima los tramos de entrada, con lo
cual se introduce un ritmo regular de seis elementos, que forman asombroso contrapunto con la división básica de nueve y
tres. Los tres arcos sostienen el consabido anillo sobre el que se apoya la cúpula muy poco corriente. El tambor esta perforado por grandes aberturas arqueadas, que forman parte del caparazón interior de una pared ‘doble’, afín a la solución anterior de Sainte-Annela-Royale. Los arcos de esas ventanas sostienen una serie de segmentos de nervadura, que unen los centros de los seis arcos. Sobre la nervadura se extiende una nueva serie que va de centro a centro de la primera, procedimiento
que se repite seis veces creando un sistema de 36 nervaduras arqueadas que definen seis hexágonos, tres de los cuales forman ángulo de 30 grados con los otros tres. Entre las nervaduras hay pequeñas ventanas que dan diafanidad a toda la estructura. (…) La capilla de la Santa Sindone es uno de los espacios más misteriosos y profundamente conmovedores jamás
creados. (SCHULZ, Christian Norberg. Arquitectura Barroca).
Resolvió Guarini, admirablemente, el problema de relacionar la Capilla del Sudario con la catedral por una parte y
con el palacio por otra, ya que pertenecía por igual al poder espiritual y al poder dinástico. Formó una gran capilla circular
en el eje del Duomo, detrás del altar mayor y en alto, para poder ser adorada la reliquia a través de un gran ventanal. En este
mismo eje y al fondo de la capilla se abre la puerta de comunicación con el Palacio. De este modo, el Príncipe y el Obispo
quedan ensamblados y como uncidos por este trascendental testimonio de la Redención. Lo curioso de esta disposición es
su semejanza, en la que nadie ha reparado, con los múltiples camarines que encontramos en la arquitectura española , generalmente para vírgenes de mucha veneración. La capilla de la Santa Sindone es el más espléndido y monumental camarín de
la historia de la arquitectura.
Al estar la capilla en alto, dispuso el arquitecto dos escaleras simétricas que se alinean
con los ejes de las naves menores de la catedral. Por medio de unos pequeños vestíbulos circulares, estas escaleras se insertan en la planta, también circular, de la capilla.
Sobre esta planta Guarini podía, simplemente, haber elevado una cúpula; era la solución natural, pero
busco otra más compleja y artificiosa. De la base del círculo, pasa una triangulación formada por unos arcos sesgados e
inserta en ella un círculo menor, base del tambor, muy elevado, de su cúpula. Luego ésta no es puramente una cúpula, sino
una estructura abierta formada por arcos que se apoyan unos en otros, formando algo así como una gran cesta pétrea. Estos
arcos se proyectan en planta, constituyendo hexágonos cada vez de menor radio conforme se asciende. El último exágono se
cierra por una estrella de doce puntas en cuyo centro planea la paloma del Espíritu Santo, que queda justo encima del altarrelicario. Se establece una relación simbólica entre la reliquia de la Redención y el cielo prometido, que transparece gracias
a la calada cúpula. La concepción guariniana está llena de tensión simbólico-dramática y al construcción, toda de piedra
oscura muy severa, acusa este dramatismo, propio a la vez de un panteón. (CHUECA GOITIA, Fernando. Barroco en
Europa).
11- PALACIO CARIGNANO. Turín
El palacio se construyó como residencia del príncipe Carignano y posteriormente fue sede del primer Parlamento italiano en
1860. El proyecto de Guarini tiene planta en forma de U, pero este esquema tan conocido alcanza nueva interpretación
gracias al tratamiento de la parte central del edifico, donde se halla una gran rotonda elíptica que termina en un cimborrio
sin cúpula y sobresale convexamente por ambos lados del palacio. En la planta baja sirve de vestíbulo que reúne todos los
“movimientos” dentro del palacio y también el tridente que irradia hacia el patio. En el piano nobile está la sala principal
del palacio con una cúpula rebajada sobre el alto tambos. Entre el volumen elíptico y la fachada principal, tramos curvos de
escalera unen las dos plantas. La fachada está en relación complementaria con los espacios inferiores y, al mismo tiempo,
forma una envoltura ondulante continua. El centro de la parte convexa se adentra para acoger un edículo de dos plantas y
muy convexo, variación de un tema del palacio de Propaganda Fide de Borromini. La articulación se basa en dos órdenes
gigantes superpuestos: el inferior es dórico surrealista, el superior es corintio muy libre también. La decoración surrealista
alcanza su cima en la fachada del patio, que se articula con filas de pilastras decoradas con estrellas. En general, el Palazzo
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Carignano tiene verdadera monumentalidad plástica y la interdependencia de las unidades espaciales es obra singular de la
arquitectura civil del siglo XVII. (EDITORIAL AGUILAR, La arquitectura barroca).
Es uno de los palacios más famosos de todo el barroco italiano. Forma un gran bloque con patio central. La fachada más
importante tiene una parte ondulada ceñida por dos cuerpos rectos. La parte central comprende el gran vestíbulo y una brillante escalera. Tan notable composición fue el objeto principal de las preocupaciones del arquitecto que diseño varias soluciones hasta llegar a la definitiva. La ordenación de las fachadas se hace mediante un orden basamental y otro gigante de
pilastras corintias. Todo en ladrillo fosco y oscuro. Los motivos decorativos son muy personales y libres. (CHUECA GOITIA, El barroco en Europa)
12- PALACIO MADAMA. Turín
Juvarra, que fue arquitecto de Vittorio Amedeo II desde 1714, desenvolvió en Piamonte una vastísima actividad, y figurativamente tan rica y llena de diversos hallazgos, cuanto rigurosa y empeñada en una problemática es la obra de Guarini. Bastaría la gran escalera del palacio Madama, que data de 1718, para demostrar hasta qué punto en Juvarra la perspectiva escenográfica ya alcanza esa amplitud, esa multiplicidad de direcciones, esa pluralidad de efectos a que nos referimos a propósito de las últimas obras de Vanvitelli; y hasta qué punto, en esa extrema y casi enrarecida especialidad, las formas individuales alcanzan una esbeltez, una fineza que, al permitir una graduación y una dosificación extremadamente sutiles de la luz y
de la sombra, confiere al espacio una claridad luminosa, una tenue vibración de tonos clarísimos.
Juvarra agregó a un antiguo conjunto edilicio, formado por las dos torres romanas de la puerta decumana y varias construcciones de los siglos XIII y XIV, un gran cuerpo frontal; en su interior desarrolló la gran escalera. (ARGAN, Giulio Carlo.
La arquitectura barroca en Italia)
Los períodos de construcción de muchas de estas construcciones (sus obras en Turín) son largos y poco claros y, por esta
razón, es difícil ver un desarrollo claro del estilo de Juvarra. Parecería más exacto diferenciar entre los estilos utilizados para
las diversas tareas, tales como la rica fachada articulada del Palacio Real en la ciudad, el Palazzo Madama, en contraste con
la sencillez clásica del real “refugio” de caza, Stupinigi, o la sobriedad de las residencias aristocráticas. Además, con su
absoluto dominio de los estilos históricos y contemporáneos, Juvarra, con una admirable facilidad, utilizó lo que consideraba apropiado para sus fines. Así, cuando diseñó las fachadas de S. Cristina o S. Andrea en Chieri (1728) se volvió hacia
Roma, mientras que el Palazzo Madama, se hizo como modelo de Versalles. La manera en que asimilaba y transformaba los
modelos que le servían de inspiración, muestra que era más que un ejecutante inmensamente dotado. En este sentido es muy
esclarecedora una comparación del Palazzo Madama con la fachada del jardín de Versalles. No hay ninguna duda de que el
primero es muy superior al segundo. En
vez de una pequeña coordinación de planta como en Versalles, el piano nobile
de Juvarra domina el diseño; e introduce unos acentos osados y una articulación determinada, que crea una fachada de palacio esencialmente italiana. El interior no tiene ninguna fuente de inspiración francesa; contiene uno de los más grandes
vestíbulos de escaleras de Italia, extendiéndose a lo largo de toda la actual fachada. Ofrece también una excelente oportunidad para estudiar el estilo decorativo de Juvarra, decoración que le pertenece enteramente. Deriva de una fusión de concepciones de Cortona y Borromini; motivos de la naturaleza tratados valientemente aparecen junto a dinámicas estilizaciones
planas; adornos exuberantes al lado de un tratamiento puro de pared, casi Neoclásico. (WITTKOWER, Rudolph. Arte y
Arquitectura en Italia 1600-1750).
13- SANTA MARÍA DELLA SALUTE. Venecia
Baldassare Longhena (1598 – 1682) (...) es fundamentalmente un arquitecto práctico que no parte de una idea
preconcebida del espacio si no de la consideración objetiva del ambiente y de la razón funcional del edificio. La iglesia della
Salute (de la Salud) proyectada en 1631, es una iglesia votiva (por el fin de la epidemia de peste) destinada a ritos de acción
de gracias. Diferencia en ella dos espacios vacíos, para la multitud y para los ritos: al primero le otorga forma redonda
mediante un giro de pilares que rige la cúpula, y al segundo forma oblonga, con una pequeña cúpula en el centro y dos
ábsides terminales. El emplazamiento (en la punta entre el Gran Canal y la Giudecca) y la función sugerían la planta central.
El ambiente estaba caracterizado, por un lado, por las cúpulas de San Marcos y, por otro, por las cúpulas palladianas de San
Giorgio y del Redentore: las dos cúpulas juntas de la iglesia della Salute unen a distancia estos tres puntos esenciales del
paisaje urbano de la laguna. Naturalmente, según la tradición veneciana, la cúpula es de casquete sin nervaduras, y no pesa
sobre el edificio sino que lo disuelve en el aire y en la luz. El anillo exterior, con capillas radiales, disimula el arranque de la
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cúpula, que parece impulsada hacia arriba por las grandes volutas radiales; puesto que la piedra es blanca y el revestimiento
de la cúpula gris claro, el organismo de la iglesia actúa como un núcleo de condensación e irradiación luminosa en un punto
que, extendiéndose la visión a los dos grandes espejos de agua, los colores y las líneas de paisaje tienden a desvanecerse en
vagas difuminaciones hasta el horizonte.
En el interior, las principales fuentes lumínicas son los ventanales junto al tambor, obteniéndose así una luz viva en
el vano central y una ligera penumbra en el anillo más allá de los pilares. Basta observar el moderado desarrollo dimensional de los elementos estructurales del primer orden para convencerse de que el sencillo colorismo de Longhena no tiene
ninguna relación con el pictoricismo barroco; la soltura de la articulación constructiva debe compararse más bien con la
soltura de la ejecución pictórica de un Fetti o un Liss. Lo confirman, además los palacios Rezzonico y Pesaro, en donde la
densidad de los elementos estructurales es creciente hacia arriba con objeto de ofrecer luz a la mayor masa de materia blanca e intensificar así el contraste con la sombra profunda de las ventanas. Naturalmente, una arquitectura como ésta exige,
para dar movimiento a las masas luminosas, amplias intervenciones escultóricas; el escultor que colabora con Longhena y
contribuye a su obra es el flamenco Giusto Le Court (1627-1679), que, en el altar de la Salute, desarrolla un pictoricismo
moderado y, en el fondo, clasicista, afín al de Dusquenoy.
(ARGAN, Giulio Carlo. Renacimiento y Barroco: El arte italiano de Miguel Ángel a Tiépolo)
14- PLAN DE SIXTO V. Roma
Otro de los atributos que distinguen a la arquitectura barroca con respecto a la precedente es un gran salto de escala;
en efecto, de las discretas arcadas de Brunelleschi y de los órdenes superpuestos de Alberti se pasa ahora a los vastos conjuntos que sobrepasan los límites de la percepción visual humana.
Este aumento de complejidad y escala fue una de las primeras manifestaciones del espíritu barroco, quedando perfectamente enunciado en el grandioso plan del papa Sito V para la transformación urbana de la ciudad de Roma. Aunque el
pontificado de Sixto V solo durase cinco años (1585-1590) su visión urbanística determinaría para siempre la configuración
de Roma. Esta reorganización general de la ciudad hay que entenderla como otra respuesta de la Contrarreforma; en parte
fue un esfuerzo por fomentar las visitas de los peregrinos a los lugares más santos de Roma, relacionados con los primeros
años del cristianismo. Cuando los cristianos construyeron las primeras iglesias en Roma, durante los siglos IV y V, especialmente las grandes basílicas, tuvieron que hacerlo en las afueras de la ciudad, es decir, en aquellos lugares que había
terreno disponible. Algunas de ellas, como las de Sant’ Agnese y San Pedros fueron erigidas sobre cementerios. En consecuencia, las grandes basílicas de San Lorenzo Extramuros, Santa Croce, San Juan de Letrán y, por supuesto, San Pedro,
estaban diseminadas por el perímetro de lo que había sido la antigua metrópolis romana; estas áreas periféricas estuvieron
muy abandonadas durante toda la edad media. La principal entrada a la ciudad, la Porta del Popolo, estaba situada en el
norte y daba paso a la irregular Piazza del Popolo. El acceso a esas antiguas basílicas dispersas desde la Piazza del Popolo
era bastante difícil y suponía atravesar grandes extensiones de ruinas de la antigua ciudad. Así las cosas, Sixto V decidió
poner un poco de orden a este caos.
Aunque fue el propio Papa quien concibió el esquema general, su puesta en práctica fue encomendada a su arquitecto
e ingeniero, Domenico Fontana. Entre ambos trazaron una nueva calle, la Strada Felice (Felice era el nombre de pila del
Papa), hoy Strada Sixtina, que unía la Piazza del Popolo con la gran basílica Santa María Maggiore, atravesando de norte a
sur el ruinoso centro de la ciudad antigua y prosiguiendo en línea recta hasta la Santa Croce en el sur de la ciudad. En las
cuatro esquinas de la encrucijada de la nueva Strada Felice con la existente Strada Pía se crearon las famosas cuatro fuentes
(San Carlino se edificaría más adelante.) Sixto V corrigió la alineación de la existente vía Gregoriana, que irradiaba de la
plaza de Santa María Maggiore y corría hacia la catedral de San Juan de Letrán, para mejorar su función circulatoria. Al este
de la ciudad se trazó una nueva calle que corría desde la Strada Felice hasta San Lorenzo extramuros. Además, se trazó una
nueva calle desde la plaza de Santa María Maggiore, el núcleo central del plan urbanístico de Sixto V, hasta las proximidades de la colina del Capitolio (el Campidoglio de Miguel Ángel) y centro de la Roma medieval. Sixto V planeó las otras
calles en su afán de unir todavía más las basílicas dispersas, pero no se construyeron inmediatamente. Además de la trama
de calles que se acaba de mencionar, Sixto v construyó un acueducto, llamado Aqua Felice (bautizado también con su nombre de pila), que constituía la primera aportación de agua potable a la ciudad desde tiempo de los romanos y cuyas aguas
vertían en un fuente pública de la Strada Pía.
Los nodos del plan urbanístico de Sixto V eran, cómo no, las grandes basílicas, y frente a cada una de ellas se abrió
una plaza. Para dar énfasis a estos puntos y hacerlos más visibles a todo lo largo de las rectilíneas calles de nueva creación,
Sixto V encargó a Fontana la proeza ingenieril de trasladar varios obeliscos egipcios que estaban dispersos entre las ruinas
de la ciudad antigua. Desde tiempos de los romanos no se habían desplazado ni erigido obeliscos de tales dimensiones y a
tal fin. Fontana tuvo que inventar la maquinaria necesaria y organizar los equipos sincronizados de hombres y caballos para
realizar la tarea. Así pues, a modo de guía e hito para los peregrinos, frente a cada una de las basílicas se alzó un nuevo
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obelisco reconsagardo. Uno de ellos es el obelisco del Vaticano, que se levantó frente a San Pedro en 1586, en torno a la
cual configuraría Bernini, más adelante, su famosa plaza.
Para los embajadores franceses del siglo XVII, y para los urbanistas del siglo XIX, como el barón Haussmann, la reestructuración de Roma por Sixto V fue un ejemplo de lo mucho que se podía conseguir en la remodelación del paisaje, si se
contaba con una voluntad firme y un poder centralizado. Irónicamente, en la época que Sixto V reorganizó Roma, el poder
secular del pontificado empezaba a declinar, de modo que muy pocos de sus sucesores fueron capaces de aglutinar los recursos necesarios para iniciar proyectos de esta dimensión. Sin embargo, paralelamente a este declive del poder Vaticano, se
iba incrementando el poder de las monarquías absolutas europeas, en especial la de Francia, de manera que muy pronto
tendrían capacidad para acometer planes más ambiciosos.
(ROTH, Leland. Entender la Arquitectura.)
Como muchos de sus predecesores, el papa Sixto V (Felice Petretti; r. 1585-1590) procuró reafirmar la legitimidad
de su posición apelando al uso de referencias a la historia del pontificado, al tiempo que intentaba presentar a Roma como
poder hegemónico europeo incorporando sus propias aportaciones al esplendor material de la ciudad. A pesar de la brevedad de su pontificado, Sixto V impulsó significativamente el desarrollo de Roma como capital europea moderna, siguiendo
el camino iniciado por Pablo III u Miguel Ángel. Aunque era franciscanos, Sixto V, como Sixto IV y Nicolás IV antes que
él, encargó proyectos cuyas dimensiones y grandeza negaban la norma fundamental de pobreza de la orden. Para todos estos
papas franciscanos las demandas de su cargo y sus responsabilidades como gobernantes temporales estaban por encima de
dichas exigencias de pobreza.
Para asegurarse que su amplia remodelación de Roma sería recordada, Sixto V conmemoró sus encargos arquitectónicos con una serie de grabados y publicaciones. Uno de ellos le presenta rodeado por sus proyectos constructivos como si
se tratase de uno de los antiguos retablos que mostraban a los santos rodeados por escenas narrativas de sus milagros.
Todos estos proyectos de Sixto, recogidos en los grandes grabados, se encuadran en un plan general de reordenación
urbana para hacer de Roma un lugar más cómodo e impresionante. Por lo común, responden a líneas de actuación ya establecidas, a fin de ampliar y rectificar las calles, proporcionando seguridad y fácil acceso al laberinto de la Roma medieval.
Sixto V y sus arquitectos, especialmente Doménico Fontana, planificaron los ejes fundamentales que atravesaban el tejido
urbano uniendo las principales basílicas de peregrinación.
A diferencia de los planes del papa Nicolás V, que pretendía reunir las oficinas burocráticas del papado en Borgo
Leonino ampliándolo desde San Pedro al Tíber, o de los planes de Julio II para conectar con la Vía Giulia zonas de la ciudad históricamente importantes, la concentración de Sixto de las grandes basílicas sugiere la vitalidad de la iglesia reformada y recuerda su ininterrumpida historia desde el periodo apostólico. Los ejes principales del gran plano urbano de Sixto se
extienden a través de toda la ciudad, desde la Piazza del Popolo al norte, una de las principales puertas de Roma y un importante enclave ceremonial, hasta Santa María la Mayor, la basílica más importante de la ciudad y además iglesia franciscana,
para a continuación desplegarse hasta la Santa Cruz de Jerusalén en el sureste, otra basílica de peregrinación construida
cerca de la muralla, en el lado opuesto a la ciudad antigua. Denominada la Strada Felice en honor a Sixto V, cuyo nombre
de pila era Felice, y como signo de la renovación de la felicidad de la ciudad bajo su pontificado, la calle proyectada llegó a
construirse casi en su totalidad desde la Santa Cruz hasta la Trinitá dei Monti, en lo alto de la escalera de la plaza de España.
Aún sigue siendo uno de los ejes principales en el plano de la Roma actual.
(PAOLETTI, John T. RADKE. Gary M. El arte en la Italia del Renacimiento)
15- IGLESIA DE VIERZEHNHEILIGEN (Los catorce santos). Franconia
(En) la iglesia de Neumann, empezada en 1743, desaparece la cúpula para no introducir elementos extraños que
desenfocarían, absorbiendo su dinamismo, el juego de las interpenetraciones espaciales. Tres óvalos de distinto tamaño se
subsiguen en la nave sin solución de continuidad, y a ellos se agregan dos círculos, restos de aquello que había sido el transepto. Pero, para hacer más dramático el espacio, el punto focal de la iglesia no está en el cruce de los dos brazos (como
antes bajo la cúpula), sino en el medio del óvalo central donde surge el altar de los Catorce Santos. Y, como si esto no bastase, hay todavía restos de un segundo transepto en altares suplementarios que ligan espacialmente la primera elipse con la
elipse principal. El todo está envuelto por una aparatosa decoración vivificada por efectos de luz, que nunca como en esta
época fue empleada como insustituible instrumento de eficacia arquitectónica. (ZEVI, Bruno. Saber ver la arquitectura)
La planta de la iglesia de los Catorce Santos de Neumann; una planta longitudinal en la que no se inserta un cuerpo
central, sino que casi insensiblemente se desarrolla en la solución trilobulada del transepto; asimismo vemos que incluso los
sostenes, los pilares de la nave central, en lugar de alinearse, determinan tres esquemas elípticos sucesivos, de distinta
amplitud, casi sugiriendo en la planta longitudinal expansiones espaciales con sentido centralizado. Se trata de una planta
que demuestra claramente independencia y superación con respecto a toda tipología compositiva. El interior nos permite ver
de qué manera esta iglesia está más allá de todo esquema tipológico, hasta al punto de realizar no sólo una síntesis sino
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incluso una mezcla de los esquemas central y longitudinal; hasta elementos de tradición gótica -como el deambulatorio
alrededor del altar- son retomados para crear continuas subdivisiones y divergencias de direcciones espaciales. Se trata de
crear un espacio que tienda a expandirse en todas las direcciones, ya no es más objetivado por planos y volúmenes plásticos,
sino un espacio que el ojo pueda recorrer libremente; espacios practicables en los cuales sea posible moverse, donde surjan
continuamente nuevas vistas que la decoración haga interesantes. También debe notarse cómo, justamente por esta
liberación de toda estructura espacial, los distintos elementos, por ejemplo las columnas, pueden adquirir una cierta
individualidad de objetos arquitectónicos con valor propio.
En el mismo interior puede observarse también la integración de elementos escultóricos pictóricos. La fachada
presenta desarrollos evidentes de algunos temas borromianos. Es curva y la razón de la curvatura es crear un intervalo entre
ella y la iniciación de la iglesia. Como toda fachada de iglesia, ésta tiene una función que, siendo religiosa, es función social; se transforma casi en una fachada de palacio (como ya vimos también en Bromo), con una sucesión de tres órdenes de
ventanas. Los mismos campanarios laterales, que también en la arquitectura barroca romana han alcanzado cierto desarrollo
(pensemos en Santa Inés de Plaza Navona), no son ya elementos que sirven de marco a la cúpula, acentuando la simetría,
sino verdaderas formas de empuje hacia lo alto, de libre desarrollo en altura de la superficie arquitectónica. (ARGAN, Giulio Carlo. El concepto del espacio arquitectónico desde el Barroco a nuestros días)
La iglesia de peregrinación de Vierzehnheiligen en Franconia, (fue) construida entre 1743 y 1772. Al entrar en esta
inmensa y solitaria iglesia, la primera impresión que causa es de gozo y elevación espirituales. Todo es claro: blanco, oro y
rosa.
Sin embargo, el estilo de Vierzehnheiligen no es fácil de comprender. No basta para gozarlo plenamente conque
nos sintamos asombrados, sino que requiere una comprensión exacta, lo cual corresponde ya al experto. Es arquitectura de
arquitectos, como la fuga es música de músicos. El altar elíptico del centro, colocado en medio de la nave central, es posible
que encante a los rústicos creyentes que se arrodillan alrededor de esta magnífica pieza, mitad arrecife de coral, mitad litera
de hadas. Habiendo saboreado esta maravilla de merengue, el hombre lego, levantando los ojos, se verá rodeado de una
decoración rutilante, mezcla de oleaje, espuma y fuegos artificiales, que le gustará enormemente. Pero si comienza a recorrer el interior, pronto será presa de la más completa confusión. De nada le sirve aquí todo cuanto ha aprendido respecto a
naves central y laterales y presbiterio. Esta confusión en la mente del lego, así como la emoción que estremece al experto, se
deben a la planta, la cual constituye una de las obras de trazado arquitectónico más ingeniosas, que jamás hayan concebido.
Vista desde afuera, se creería que la iglesia tiene nave central y laterales, y una cabecera de planta centralizada, con el ábside y los brazos del crucero de forma poligonal; pero la verdad del caso es que el ábside es elíptico, los brazos del crucero
son redondos y la nave central está integrada por dos óvalos, uno tangente al otro, de manera que el primero de éstos, el
primero de éstos, al cual se entra tras haber pasado la ondulante fachada borrominesca, es del mismo tamaño que el del
ábside, y el segundo es considerablemente mayor. En este último es donde se halla el altar de los catorce santos. Por tanto,
es aquí donde se encuentra el centro espiritual de la iglesia. Por tanto, es aquí donde se encuentra el centro espiritual de la
iglesia. Surge así, cuando se penetra en el interior, una angustiosa contraposición entre lo que al exterior aparenta ser el
centro y lo que en realidad lo es, o sea entre el lugar donde la nave central y los brazos del crucero se encuentran, y el centro
del óvalo principal. En cuanto a las naves laterales, no son más, diríamos, que residuos espaciales. Al recorrerlas uno tiene
la penosa impresión de hallarse detrás del escenario. Lo único que importa es la acción recíproca de los óvalos que, a la
altura de la bóveda, están separados por arcos entrecruzados. Éstos, sin embargo, no son simples fajas que corren desde una
columna de la arcada a la de enfrente. Son tridimensionales, inclinándose unas hacia otras, igual que lo habían hecho en
menor escala los arcos colgantes del siglo XIV -otro de los muchos paralelos entre Gótico y Barroco. Esto produce en el
crucero un efecto sumamente conmovedor y desconcertante. En este punto, en una iglesia del tipo del Jesús (y desde afuera
la de Vierzehnheiligen parece pertenecer a este tipo) se esperaría encontrar una cúpula para rematar la composición. Pero en
lugar de ésta, como ya se ha dicho, hallamos en el mismo centro el crucero, precisamente el punto de enlace del óvalo absidal y del óvalo del centro. Los dos arcos entrecruzados que arrancan de los pilares del crucero se curvan, el del este hacia el
oeste y viceversa, hasta llegar a tocarse exactamente en el lugar donde se tocan los óvalos. Ésto hace resaltar intencionadamente el hecho de que, donde en una iglesia barroca de tipo corriente se hubiera situado la cresta del ondulante oleaje de las
bóvedas, en Vierzehnheiligen existe, por el contrario una depresión, un contrapunto espacial de la mayor eficacia. La introducción de un crucero menor, más hacia los pies de la iglesia que el mayor, proporciona todavía otra complicación espacial.
Cobija altares como los que están adosados a la cabecera y a los pilares orientales del crucero. Éstos últimos están dispuestos en diagonal con el fin de encauzar la visión hacia el espléndido altar mayor, efecto éste decididamente teatral. (PEVSNER, Nikolaus. Esquema de la arquitectura Europea)
16- IGLESIA DE SAN CARLOS. Viena, Austria
En la iglesia de San Carlos (iglesia oficial de Viena), de Fischer von Erlach, Sedelmayr pudo encontrar una
alegoría perfecta y coherente del Estado o, mejor, del Imperio del 700. Existe un estudio muy preciso en el cual todos los
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elementos, desde las dos columnas celebrativas hasta la cúpula, son interpretados en relación con la distribución geográfica
y administrativa del Imperio austríaco. Se ve fácilmente que el tema trajano de las dos columnas antepuestas a la iglesia
tiene un sentido de pura celebración: estas columnas, como después la Vendôme en París, son columnas triunfales,
semejantes a las de la antigüedad, pero que evidentemente no cumplen la función de este órgano como elemento
arquitectónico. La cúpula, de dimensiones notablemente desproporcionadas con respecto al pronaos, no quiere ya significar
plásticamente la forma del mundo (según la tesis de Hartkaung), sino la estructura imperial. La cúpula no dice aquí: “el
universo puede ser esquematizado de esta manera”, sino el “imperio es universal, y puede ser representado con formas que
evocan las formas fundamentales del universo”. La posición es totalmente distinta también en la solución del interior: el
enorme vacío de la cúpula es tal que ya no puede ser realizado plásticamente a través de los miembros arquitectónicos,
como lo hubiera hecho tal vez Bernini; la cúpula es más bien un fondo contra el cual aparecen, como dignos personajes
oficiales, las pilastras, es decir los elementos arquitectónicos, muy ornamentados con dorados, como condecoraciones, pero
con una función que es más de representación social que espacial. (ARGAN, Giulio Carlo. El concepto del espacio
arquitectónico desde el Barroco a nuestros días)
17- PALACIO REAL - Madrid
Está construido sobre los terrenos del antiguo Alcázar, que fue destruido por un incendio el 24 de diciembre del
año 1734. Al año siguiente, el rey Felipe V encargó al arquitecto Felipe Juvara la construcción de un nuevo palacio cuyo
proyecto no pudo terminar antes de su muerte, situándolo en los altos de San Bernardino. Le sucedió su discípulo Sachetti,
que incorporó las ideas aportadas por Juvara al nuevo proyecto, ajustándose a las dimensiones y situación del solar actual,
que es mucho más pequeño. El Palacio se organizó en torno a un gran patio central, siguiendo el esquema de los antiguos
alcázares y está influido, a su vez, por el proyecto que había realizado Bernini para la fachada del Louvre en 1665. Carlos
III, que fue el primer rey que ocupó el Palacio, continuó las obras en las que intervinieron los arquitectos siguientes: Sachetti las trazas principales, Ventura Rodríguez colaboró con el anterior en el proyecto y ejecución de la capilla y Sabatini proyectó la ampliación del edificio por los lados norte y sur, aunque sólo se llevó a cabo por el ala sudeste Realizó también las
caballerizas y la escalera principal del Palacio, así como la cimentación de la parte norte, en el lugar que ahora ocupan los
llamados jardines Sabatini. En este lugar Sabatini proyectaba ampliar la capilla, añadiendo una nave más flanqueada por dos
patios rectangulares pero nada de esto se hizo. En la cornisa se proyectaron esculturas de reyes españoles y, aunque muchas
de ellas llegaron a ejecutarse, nunca fueron situadas en este lugar. Durante el reinado de Isabel II se ejecutaron los arcos que
cierran la Plaza de la Armería y los Jardines del Campo del Moro que habían sido proyectados por Sachetti. En tiempos del
rey Alfonso XII, se construyó la escalera posterior de acceso al Campo del Moro y los jardines del lado norte, llamados de
Sabatini, que fueron realizados tras la desaparición de las Caballerizas durante los años 1933-34 por el arquitecto Fernando
García Mercadal.
Al Palacio Real yo no me atrevería a llamarlo monumento madrileño, a pesar de que su larga permanencia entre
nosotros le haya hasta cierto punto madrileñizado, como a esas personas que viviendo mucho tiempo alejadas de su patria
de origen acaban tomando el color de la tez y hasta los rasgos de las comarcas de adopción. Bastante he pensado en esta
disparidad, que casi es pugna, entre el blanco y calcáreo hueso del palacio borbónico y el multiforme caserío que se extiende a sus pies. Don Emilio Castelar solía decir que Madrid nunca había sido una capital en el sentido de un gran centro de
vida urbana, altamente representativo, política, social, económica y culturalmente hablando. Para el ilustre tribuno, Madrid,
no era más que un sitio real, un cazadero regio, donde el Alcázar primero y el Palacio luego, no dejaban que nada medrara a
su lado. Todo eso no deja de tener su filosofia y no deja de explicar algo de nuestra historia y por lo menos de la especial
contextura del Madrid antiguo.
Acaso nunca fue Madrid más Sitio Real que cuando, acabado de terminar el Palacio Nuevo aplastaba con su blanca
mole el medroso caserío de la villa, sus secos tejados como ostra cobriza, sus finas torrecillas, la alegre caligrafía de sus
veletas y giraldillos. La lucha era desigual y hasta cierto punto aconjojante y seguramente los Reyes y sus arquitectos se
dieron cuenta de ello y proyectaron en la órbita del Palacio una serie de plazas, casas de oficios, jardines y hasta un teatro de
ópera y una gran catedral, que nunca se llegaron a hacer, porque el gigantesco Palacio agotó todos los recursos de la monarquía. No es que sea de gran extensión superficial, comparado con otros Palacios barrocos europeos, pero en cambio como
mole, como estribos y cimentaciones, como espesor de muros, como riqueza de construcción quizá no tiene par en el mundo.
En la noche del 24 de diciembre de 1734 un devastador incendio destruyó totalmente el viejo Alcázar de los Austrias, que parecía ya un extraño superviviente en medio de la nueva sociedad afrancesada. La llama fortuita que desencadenó el siniestro, pareció encendida por la mano de la historia, como si quisiera facilitar las coas. Se perdieron para España
valiosas obras de arte y un ingente tesoro documental, pero sin duda la tragedia tuvo algo que debió ser grato al primer Borbón, que así podía desembarazarse de un escenario totalmente ajeno y sustituirlo por otro que le recordara su mundo.
No pasó un instante sin que se pusiera manos a la obra solicitando a través de su embajador en Roma que el abate
Juvara, arquitecto de la corte piamontesa y el más afamado maestro del barroco tardío en Italia, acudiera a Madrid para
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preparar los planos del nuevo edificio. A Juvara no le gustó el sitio previsto por parecerle exigüo y trazó vastísimos planos
para otro emplazamiento, lo que disgustó al rey, que quería que el nuevo Palacio se elevara sobre el antiguo Alcázar para
asegurar la continuidad histórica. En esta situación un enfriamiento mal curado, produjo la muerte de tan insigne artista el
31 de enero de 1736. Poco había podido hacer, salvo trazar planos, preparar maquetas e iniciar en su arte a un discípulo
excepcional: el joven español Ventura Rodríguez. En el lecho de muerte Juvara designó como sucesor a Juan Bautista
Sachetti natural de Turín. Con el discípulo el rey no tuvo problemas y se prepararon nuevos planos para el emplazamiento
deseado. El actual palacio madrileño es por lo tanto obra de Sachetti, aunque en la ordenación de las fachadas quede un eco
del proyecto de Juvara.
El 7 de abril de 1738 se puso la primera piedra, pero aunque las obras empezaron y prosiguieron con brío no pudo
habitarse el palacio, ni por el primero ni por el segundo de los Borbones. Sólo Carlos III pudo hacerlo en 1764. No podía ser
de otro modo, obra tan ingente exigía tiempo, en gran parte gastado en la preparación del terreno a base de sótanos y plataformas escalonadas. Si el Palacio es de mucha menor extensión que el proyectado por Juvara, su coste no debió disminuir
en la misma proporción por estos trabajos preparatorios. Al final resultó una de las construcciones más sólidas y robustas
que ha construido la humanidad, algo verdaderamente ciclópeo.
La planta del Palacio permanece fiel al tipo tradicional de los Alcázares españoles: planta cuadrada con un gran
patio central y cuatro torres en los ángulos. Para no romper por otra parte con la tipología de los palacios italianos estas
torres no se destacan por su altura. El modelo de fachada deriva de los patrones berninianos como el del Palacio Odescalchi
de Roma. Primero un basamento almohadillado, luego un orden gigante cuyo gran entablamento sirve de coronación. Sobre
él, la balaustrada con pedestales y estatuas. El modelo lo desarrolló Juvara en el Palacio Madama de Turín y como él muchos arquitectos barrocos en toda Europa.
El Palacio debía gozar de una de las más espléndidas decoraciones escultóricas de las que un suntuoso edificio
podía ufanarse. Por todos lados magníficas estatuas de los Reyes de España, de los Emperadores romanos de sangre hispánica, de los grandes caudillos militares, ornaban sus fachadas y remataban su silueta. Carlos III, guiado por los gustos más
sobrios del neoclacicismo los mandó quitar y el Palacio perdió uno de sus mayores alicientes. Los Reyes, destronados, vivieron en el exilio en plazas y jardines de Madrid y algunas capitales de provincia. Hoy se ha emprendido una acertada
campaña de restitución y algunos reyes han vuelto a sus pedestales engalanando alegremente las fachadas.
Estatuas y relieves formaban parte de un conjunto alegórico que imaginó el erudito benedictino padre Sarmiento y
que por su carácter sistemático formaba un verdadero poema simbólico, dieciochesco y majestuoso.
Todo el Palacio se construyó en granito gris del Guadarrama y piedra caliza de Colmena, en bello contraste de
tonalidades. Por temor a un nuevo incendio la madera se redujo a puertas y ventanas. Los techos se hicieron abovedados
sobre muros de gran espesor que llegan a cuatro metros en planta baja. Entre 1750 y 1757 se dio fin a la construcción de la
capilla donde intervino en forma destacada Ventura Rodríguez. La escalera principal, de Sachetti, complicada y rococó, fue
rehecha por Sabatini inspirándose en el Palacio de Caserta, construido por su suegro Vanvitelli. Sabatini añadió luego un ala
en el ángulo sudeste, que al no completarse con su simetría rompió el orden establecido, sin lograr otro, es decir, sin que se
formara una especie de Cour d’honneur a la francesa. La plaza de la Armería se completó durante el reinado de Isabel II,
que también completó los Jardines del Campo del Moror, decorándolos con hermosas fuentes.
Pareja con la soberbia mole corrió la nobleza, riqueza y fasto de la decoración. Es importantísima la colección de
techos pintados al fresco por los mejores artistas de la época: Juan Bautista Tiépiolo, Conrado Giaquinto, Antonio Rafael
Mengs, Doménico Tiépolo, Francisco Bayeu, Mariano Maella, Antonio y Luis González Velázquez y oros más modernos
como Vicente López y Juan Ribera. (CHUECA GOITIA, Fernando. Madrid).
Juvara deseaba construir en Madrid un palacio muy extenso con una planta de tres patios y uno semiabierto como
cour d’honneur. Esta planta recuerda, en parte, a la del palacio espiscopal de Würzburg, obra de Baltasar Neumann y donde
trabajó Tiépolo y a la del palacio de Blenheim de Vanbrugh, residencia del Duque de Marlborough. Es evidente que no
puede tratarse de relaciones, ni siquiera indirectas, sino más bien de nexos difusos que establece el sentir de una época. De
haberse realizado, hubiera sido el palacio más imponente de toda Europa, pero no cabía en el terreno que ocupaba el antigua
Alcázar de los Austrias y por eso se desechó la idea. ¿No sería, también una utopía, inasequible para los recursos de la monarquía española, empobrecida tras los largos años de decadencia del reinado de Carlos II y la Guerra de Sucesión?
El valor carismático del emplazamiento debió pesar en el ánimo de Felipe V, que no quería romper con el pasado
sino afirmarse como verdadera Majestad Católica con todo el peso de la tradición que recaía sobre él.
Muerto Juvara, a Sachetti le tocaba la ardua tarea de “comprimir” el proyecto de Juvara al angosto emplazamiento
del viejo Alcázar. Aunque se hicieron grandes movimientos de tierras, y plataformas aterrazadas que aumentaron el terreno
disponible con obras titánicas de infraestructura, no pudo caber un palacio de tres patios sino de uno. Fiel discípulo de su
maestro, Sacchetti respetó todo lo que pudo del proyecto primero y se puede decir que las fachadas siguen el dibujo de Juvara.
Las fachadas del Palacio Real no son en última instancia sino una versión dieciochesca de un modelo berniano que
tiene sus mejores exponentes en el Palacio Odescalchi de Roma y en los proyectos que hizo el gran napolitano para el
Louvre. Juvara adoptó esta tipología en muchas de sus obras, especialmente en el Palacio Madama y en el del Marqués de
Ormea, ambos de Turín.
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El patio del palacio adquirió en los proyectos de Sacchetti (redactados a partir de 1738), al ser único y central, una
gran importancia. El arquitecto se inspiró en el del Palacio Ducal de Módena de Aranzini.
Los dos temas que produjeron más controversia dentro de la arquitectura del palacio fueron la Escalera y la Capilla. La primera le debió producir muchos sinsabores a Sacchetti. Sus proyectos fueron criticados por Bonavia y Ravaglio,
paisano y amigo de Isabel Farnesio. Sus dibujos fueron enviados a Roma, pero allí merecieron la aprobación. No podemos
analizar este oscuro proceso pero la insatisfacción debía perdurar cuando Sabatini, partiendo de nuevo, rehace la gran escalera inspirándose, fuertemente, en la de Caserta, donde había trabajado con su suegro Vanvitelli.
La Capilla es la otra pieza de bravura del Palacio, y también causa de muchos problemas que sería ocioso pormenorizar aquí. Al final se construyó muy deprisa, entre 1750 y 1757, sin duda según trazas del Maestro Mayor, pero con una
intervención no desdeñable de Ventura Rodríguez. Éste había sido nombrado aparejador segundo en 1741 y desde entonces
su influencia no había dejado de crecer. La Capilla es un specimen típico de la arquitectura religiosa italiana del barroco
tardío, y está relacionada con los proyectos de Juvara para la Iglesia de San Felipe Neri de Turín, que tanto influyeron en
Sacchetti y Ventura Rodríguez. Juan Bautista Sacchetti murió en Madrid en 1764, después de una vida entregada, con loable
humildad, a levantar la mole del Palacio. De hecho lo dejó acabado, aunque luego vinieron adicionales y transformaciones.
No lo vivieron los dos primeros Borbones, Felipe V, muerto en 1746, y Fernando VI, muerto en 1759. El primero que lo
habitó fue Carlos III, durante sus estancias en Madrid, pues prefería, más todavía después del Motín de Squilache, las jornadas en los Sitios Reales.
El Palacio de Madrid es, sin disputa, la obra arquitectónica más importante que se construye en España durante el
siglo XVIII, y fue para la arquitectura española una verdadera academia, antes de la Academia misma. Por esta obra pasaron
los hombres que habían de nutrir la futura Academia y allí expusieron su filosofía, no con palabras y preceptos, sino con
ejemplos de las tres artes del diseño. (CHUECA GOITIA, Fernando. Historia de la arquitectura occidental. Tomo VII. Barroco en España).
18- Plaza mayor o nueva - Madrid
La plaza mayor de Valladolid servirá de modelo y estímulo al nuevo tipo de plaza mayor española, la cual cristaliza
en la de Madrid, trazada y ejecutada por Juan Gómez de Mora de 1617 a 1621. Está formada por un rectángulo, su proporción de raíz cuadrada de 2 es muy armónica, con el número de oro o las proporciones del atrio romano, recomendado por
Vitruvio y que Juan Bautista de Toledo utilizó en el patio de los Reyes del Escorial. La altura de los edificios está en relación de tres respecto a los lados menores y de cuatro respecto a los lados mayores del rectángulo, siguiendo la regla de Alberti, quien sienta (libro 8 cap. 6) que los edificios que forman el recinto de una plaza no deben tener de alto más de un
tercio ni menos de un sexto de su ancho.
El recinto totalmente cerrado de la plaza, que sólo se abre a las calles por medio de arcos, es obra de finales del
siglo XVIII, cuando Juan de Villanueva reconstruyó y remodeló por entero la plaza.
La altura de los edificios era de 5 altos sin los soportales y bóvedas, con que se hacen siete viviendas. El único que
difería en la altura, lo mismo que en composición arquitectónica era el frente de la Casa de la Panadería.
Muy interesante es ver el tipo de edificación usado por Gómez de Mora para la plaza. Desde el aspecto del material
es de señalar el empleo del ladrillo. De piedra, solamente eran el pórtico de arcos con bóvedas de la Casa de la panadería y
los pilares de planta cuadrada de los soportales. Otro material, que dejó de emplearse al considerarse por la experiencia
peligroso para los incendios, fue el plomo de los tejados que fueron sustituidos por tejas y modernamente por la pizarra, que
en un primer momento parece ser sólo cubría los chapiteles de la Panadería.
Con esta obra se generalizó en Madrid el uso del ladrillo en fábricas a la vez utilitarias y de prestigio.
La transformación de la Plaza Mayor después del incendio de 1790 fue casi total. En 1791, Juan de Villanueva
traza los planos de reforma de la Plaza Mayor. Lo que hizo fue en primer lugar bajar un piso a toda la plaza, suprimiendo el
ático con el andén de balaustrada corrida. Muy importante en lo que se refiere a las fachadas es no solamente el poner mútilos a las dos primeras plantas, sino que éstas están recorridas a todo lo largo de la plaza por una cornisa que a manera de
imposta a la vez sirve de voladizo para el balcón de barandilla corrida en todo el perímetro de estos dos primeros pisos,
mientras en el tercero y último solamente hay balcones independientes. La ordenación de Gómez Mora de balcones corridos
eran los de la primera planta y la última, dejando las dos intermedias con balcones individuales. Otro cambio importante fue
el alero del edificio, en el que se suprimió las canes de las vigas de madera para colocarlos de piedra, en virtud de su incombustibilidad. Siguiendo el mismo criterio se abovedaron los soportales de medio punto rebajado en todo el alrededor de la
plaza.
Ahora bien, si los cambios de altura y molduras de las fachadas fueron importantes, todavía fue más el que supone
el cerrarla totalmente y el llevar a cabo tal operación. El realizarla de acuerdo con todo un riguroso plan de simetría y
jerarquía formal por parte de la Panadería, el edificio que se respetó en su integridad, revalorizándolo al máximo extremo.
En primer lugar, al rebajar la altura de los edificios circundantes, la Panadería quedó como sobrealzada por encima de las
demás, contrariamente a lo que sucedía en época de Gómez de Mora. En segundo lugar, al crear enfrente, sin su ornato, pero
con un perfil similar la Casa de la Carnicería, se creaba un doble juego de simetría en el que por su suntuosa ornamentación
y prestancia, salía vencedora la Panadería. Si se comparan los dos edificios, puede verse cómo la Carnicería difiere en
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detalles significativos. El primero es que carece de eje central y que aunque tiene once vanos los dos de los extremos son
adintelados y no de arcos como los de la Panadería, reservándose éstos para los nueve centrales. Además, el entablamento
de este pórtico es liso, sin mútilos.
El cierre total de la plaza no se llevó a cabo completamente hasta 1854. Se colocó en el centro de la plaza la estatua
de Felipe III, en 1846. La reforma de Villanueva tenía forzosamente que concluir en una medida de este tipo. El concepto a
lo francés de Plaza Real -así se le llamó a la de Madrid desde 1814- exigía un punto de referencia, y nada mejor que una
estatua ecuestre.
19- Sacristía de la Cartuja - Granada
El más celebrado ejemplo de suntuosidad del churriguerismo es la decoración interior de la sacristía de la Cartuja
de Granada (1727-1764), dibujada por Luis de Arévalo. Es uno de los más extravagantes caprichos del arte católico europeo: bellas puertas y armarios incrustados de plata, carey y marfil forman parte integral del conjunto decorativo, que incluye
innumerables pilastras cinceladas de la más delirante ornamentación. (BEVAN, Bernard. Historia de la arquitectura española)
La famosísima Sacristía de la Cartuja de Granada ha sido el martirio de los historiadores del arte andaluz y en su
atribución se han estrellado todos los especialistas. La decoración cuasi cristalina y corpuscular de la Sacristía ha sufrido
una disgregación por fractura que nos recuerda la fractura del almidón solidificado que se usa en los aprestos. La Sacristía,
tradicionalmente atribuida a Luis Arévalo, que efectivamente trabajó en ella como cantero, debe ser más bien obra de un
retablista o de un yesero.
En cualquier caso la Sacristía es una de las obras geniales que a todo el mundo desconciertan y arrastran. Es como
una capilla de una nave con un incipiente crucero y cúpula elíptica, donde se señalan cuatro tramos marcados por estípites28
como contrafuertes. Como los tramos son muy estrechos y la bóveda es elíptica parece que tiene mucha más profundidad
que la que existe en realidad. Ésa es la argucia del artista, otra es la manera de enmascarar los huecos de iluminación, casi
escondidos por las poderosas cornisas. La luz no se sabe de donde viene y es, como la actual iluminación indirecta pero
natural y no artificial. En ese aspecto obedece a los criterios ilusionistas del barroco.
Los estípites fraccionados son el extremo máximo al que puede llegar la disolución de un soporte, que de suyo
debe tener una gran coherencia en el sentido vertical para cumplir su función. (CHUECA GOITIA, Fernando. Historia de la
arquitectura occidental, tomo VII. Barroco en España)
20- PALACIO DE VERSALLES. Francia
El plan de conjunto de Versalles, no únicamente el palacio, sólo puede ser designado como barroco. El frente del
palacio que mira hacia el jardín da vista al magnífico parque de Le Nôtre, con sus vastos parterres de flores, su lámina cruciforme de agua, sus fuentes, sus aparentemente interminables avenidas, paralelas o radiales, y sus paseos encajados entre
altos y bien recortados setos. Es la Naturaleza sometida por la mano del hombre para servir a la grandeza del monarca, cuya
alcoba estaba emplazada en el centro mismo de la composición. En la fachada que mira hacia la ciudad la cour d´honneur
recibe tres anchas avenidas convergentes, que proceden de la dirección de París. Estos principios influyeron poderosamente
en el desarrollo del urbanismo en todas partes. (PEVSNER, Nikolaus. Esquema de la arquitectura Europea)
Tras su éxito de Vaux-le-Vicomte, Le Vau recibió el encargo de reconstruir el Château de Versalles para Luis XIV
(1664), con la orden de conservar el antiguo pabellón de caza construido para Luis XIII en 1624 y, en 1669, se decidió
envolver el viejo castillo con un nuevo edificio que dejara libre el patio primitivo. El resultado fue un bloque inmenso, casi
cuadrado, con dos alas formando una verdadera cour d’honneur muy profundo. La planta muestra largas enfiladas a ambos
lados del edificio y gran terraza entre ellos. La fachada al jardín consta de dos alas salientes y un entrante profundo sobre
una planta baja de sillares almohadillados. El bel’étage estaba articulado con pilastras y columnas jónicas que soportan un
entablamento alto y un ático. Un rasgo inusitado es el empleo de una terraza “a la italiana”, solución que suele considerarse
reflejo del proyecto de Bernini para el Louvre. Las alas construidas por Le Vau aún persisten, pero la terraza que había entre
ellas se sustituyó en 1678 por la Galería de los Espejos, de Jules Hardouin Mansart, mientras que la fachada recibió un
carácter un tanto monótono. La monotonía se acentuó más cuando Mansart agregó largas alas transversales, repitiendo el
mismo sistema de paredes en una longitud total de más de 400 metros. Sin embargo, no sería justo juzgar Versalles como
volumen “completo” bien proporcionado. Allí la extensión como tal es el tema y, en consecuencia, el edificio se ha
transformado en un sistema de simple repetición que consiste en un esqueleto ”transparente” donde los espacios entre las
pilastras están totalmente ocupados por ventanales arqueados. Así, Versalles parece un “invernadero” y representa un
vínculo entre las estructuras transparentes del gótico y los grandes edificios de hierro y cristal del siglo XIX. Su extensión es
28
Soporte en forma de pirámide truncada que descansa en la base menor
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“indeterminada”, otro rasgo característico que anticipa ciertas concepciones modernas. Así, el bloque “completo” de Le Vau
se transformó en un gran ressaut que se adentra activamente en el paisaje. Visto de ese modo, también la azotea es
significativa. Interpretar Versalles como expresión de extensión pura resuelve el juicio contradictorio de la admiración que
el edificio provoca en quien lo contempla y la opinión negativa dada por los críticos arquitectónicos que se basan en los
“cánones académicos”. A pesar de su falta de cualidades arquitectónicas tradicionales, Versalles expresa aquellas
intenciones fundamentales de la época barroca que se relacionaban, en particular, con la monarquía absoluta, por lo cual
tenía que expresarse allí más que en parte alguna. De hecho, todo el grandioso esquema tiene como centro focal interior el
lecho del soberano. Por eso Versalles es el verdadero símbolo del sistema absoluto, aunque “abierto” de la Francia del siglo
XVII. (NORBERG SCHULZ. Arquitectura barroca)
21- PALACIO VAUX-LE-VICOMTE. Francia
Vaux-le-Vicomte constituye en muchos aspectos el edificio francés más importante de mediados del siglo XVII.
Comenzado por Levau para Fouquet, el antecesor de Colbert, está rodeado de jardines, en los cuales el gran Le Nôtre hizo
sus primeras experiencias con ideas que luego desarrollaría de forma tan espectacular en Versalles. Lebrun, el Premier Preinte de Luis XIV, también trabajó en Vaux antes de pasar a Versalles.
Como en Maisons Lafitte y algunas casas anteriores, se abandonó en Vaux el plan tradicional del Luxemburgo para
acogerse a la disposición del Palacio Barberini, aunque con alas laterales mucho más cortas. El pabellón central lo ocupa
una gran sala en forma de óvalo con su correspondiente cúpula, también a imitación del Palacio Barberini. Las techumbres
de las alas conservan todavía la aguda pendiente, características de los siglos XVI y XVII en Francia, pero se emplea un
orden gigante de esbeltas columnas jónicas, que abarca las dos plantas del edificio. Las órdenes gigantes no eran nada nuevo
para los franceses, pero el modo en el cual aparecen en Vas es más esbelto y elegante, y curiosamente recuerda al que se
prefería en Holanda, aproximadamente a partir de 1630. (PEVSNER, Nikolaus. Esquema de la arquitectura Europea)
Le Vau tuvo ocasión de desarrollar más sus ideas construyendo el castillo de Vaux-le-Vicomte para Nicolás Fouquet, Surintndent de Finances (1657-1661). Vaux, es sin duda, la obra maestra de Le Vau y una de las obras más importantes en la historia de los palacios. Vaux consta de tres unidades principales: el propio palacio, situado en una “isla” rodeada
de un foso, y dos patios que franquean el eje principal a ambos lados de la entrada. Se crea así un fuerte movimiento en
profundidad, que continua por el otro lado del edificio, definido por la perspectiva infinita del espléndido jardín de Le
Nôtre. Se introducen varios ejes transversales que indican la general extensión “abierta”. Él es el centro focal de ese, lo cual
se acentúa con el motivo tradicional (originariamente funcional) del foso y con una cúpula que es el verdadero centro de la
composición. Si se considera el esquema en conjunto, la isla del palacio forma un gran ressaut que se adentra en la “naturaleza” desde el mundo “humano” de la entrada y de los patios. Ese motivo se repite en menor escala en el propio palacio,
donde el volumen redondo con cúpula forma el punto recóndito de reunión de los dos “mundos”. Por tanto, el palacio “recibe” al visitante en el cour d’honneur, lo conduce por el centro simbólico y, finalmente, lo deja en el espacio infinito. El
palacio puede caracterizarse, al igual que Maisons, como organismo que, simultáneamente, se articula e integra. En Vaux la
composición se hizo más compleja. Esto es evidente si se mira el centro del edificio. En vez de consistir en un volumen
uniforme, los dos lados que miran respectivamente al patio y al jardín se han diferenciado adaptándose a las funciones de
”recepción” (entrada tripartita y vestíbulo),”vivienda”(gran salón central) y extensión”(ejes radiales y ressaut curvado). El
gran salón está construido sobre una elipse transversal, que crea el contrapunto necesario al fuerte movimiento longitudinal
al mismo tiempo que indica una activa relación espacial con las alas del palacio. La introducción de una cúpula cerrada
como elemento muy simbólico es un recurso audaz que pudo haber irritado al rey. Las alas terminan en los tradicionales
pabellones de las esquinas que, no obstante, han perdido su independencia, interpenetrando el cuerpo principal del palacio.
Hacia el patio se transforman en fachadas planas que inician una serie de planos escalonados hacia la entrada. todos esos
planos son bipartitos y el último es cóncavo para subrayar la entrada tripartita. Por tanto, los volúmenes forman parte de un
movimiento continuo de paredes, al mismo tiempo que se definen como tales los techos inclinados. En el lado del jardín, la
articulación es más sencilla: las unidades singulares apenas se libran de la continuidad general de la fachada. Los pabellones
de las esquinas están “reforzados” con pilastras gigantes. En general, Vaux es una obra maestra de composición espacial.
(NORBERG SCHULZ. Arquitectura Barroca)
22- IGLESIA DE SANTA PRISCA. TASCO. MÉXICO
La iglesia de Tasco, de planta cruciforme, tiene una de las portadas más ricas creadas por el arte colonial
americano. En ella alternan las columnas todavía de tipo clásico con las salomónicas y los estípites, como si su arquitecto
aun no se hubiera desligado totalmente de las modalidades usadas en la primera mitad del siglo. Estos elementos,
combinados con cartelas, roleos, cintas, follaje, hornacinas con santos, escudos, puntas de diamante, etc., en profusión
abrumadora, dan al templo un aspecto de cargazón riquísima, muy a tono con el gusto de la época. Sus dos torres
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elevadísimas, y la proporción espigada de su hastial29 dotan al conjunto de un ímpetu ascendente fortísimo. Las tejas que
cubren el chapitel de las torres se curvan en los extremos, como las tejas chinas; el investigador Toussaint ha creído ver en
esto una influencia oriental, explicable porque Tasco era el paso obligado de las mercaderías que venían de China a bordo
del galeón que una vez al año iba al puerto de Acapulco. En esta ciudad se realizaba una feria de venta de productos
orientales -lacas, tíbores30, marfiles, mantones, biombos, etc.- y el saldo era luego enviado a la ciudad de México, pasando,
por Tasco donde probablemente se vendería una parte.
Para acentuar la impresión de riqueza de este templo su arquitecto, Diego Durán Berruecos, hizo esculpir todos los
muros interiores con almohadillados y puntas de diamante. La cúpula, que se alza sobre un elevado tambor octogonal, está
revestida con azulejos de Puebla de brillante colorido, lo que contribuye a dar sensación de gran riqueza decorativa. Este
templo se comenzó en 1751, inagurándose ocho años después. (BUSCHIAZZO, MARIO J. Historia de la arquitectura colonial iberoamericana).
El autor de Santa Prisca (1748-58) fue, según Elisa Vargas Lugo, Diego Durán, aunque Efraín Castro atribuye la
obra a Cayetano de Sigüenza.
Tasco, tradicional pueblo minero, tuvo un desarrollo espontáneo sin ajustarse a trazados previos, lo que le permitió
una notable adaptación a una topografía quebrada.
La ubicación de Santa Prisca en un cerro dominante constituye un elemento esencial del conjunto urbano en la
medida que forma el hito de referencia volumétrica y su propia localización condiciona el tratamiento volumétrico del conjunto.
El rápido enriquecimiento que generaron las vetas mineras posibilitaron la construcción de la ciudad y sus obras.
Santa Prisca fue donativo del minero José de la Borda como agradecimiento por la fortuna adquirida.
La obra tiene enorme singularidad por su sentido verticalista y dominante. Las altas torres de cuidadosa labor en la
parte superior dejan intacto (con cuatro ojos de buey cada una) el basamento que de esta manera actúa de contrafuerte visual
para encuadrar la portada retablo. Esta portada regresa -en pleno apogeo del estípite- a un lenguaje de composición arquitectónica con columnas cilíndricas abajo y salomónicas arriba, gran medallón central, cornisa curva de remate y hastial con
pretil, reloj y estatuas.
Aparecen, eso sí, los intercolumnios con hornacinas, pedestales y decoración próxima a la de los modelos de Dietterlin.
Santa Prisca tiene un interior contradictorio donde la desmaterialización de los retablos de estípite llega un límite
increíble. El retablo mayor parece una cascada de tallas superpuestas donde la estructura tectónica y compositiva se pierde
en la expresividad sensorial de un conjunto que a valorar las partes.
El movimiento del cornisamento y la unidad de los retablos dorados de Isidoro Vicente de Balbás aparece enfatizada por el fino almohadillado de las pilastras interiores. (GUTIÉRREZ, RAMÓN: Arquitectura y urbanismo en Iberoamérica)
23- Iglesia de San Francisco. La Paz. Bolivia
El templo y convento actual provienen de la construcción realizada a mediados del siglo XVIII. Por algunos datos
no bien establecidos, podemos indicar que la obra se comenzó en 1743 ó 1744. El benefactor fue el rico minero Diego de
Baena, quien en el año de 1744, donó la suma de seiscientos mil pesos para las obras. Éstas duraron para la iglesia, más de
cuarenta y cuatro años. Por las fechas que aparecen en la cúpula y claves de las bóvedas podemos escalonar la construcción
así: se cerró la cúpula sobre el crucero en 1753, se cerraron la bóvedas de las naves en 1772. El templo fue consagrado y
estrenado por el Obispo Campos en 1784, aunque la fachada no se había concluido todavía. Ésta debe datar de la última
década del siglo XVIII:
La iglesia de San Francisco es de tres naves con cúpula de media naranja en el crucero. La nave central se cubre
con bóveda de cañón reforzada por arcos fajones, y las naves laterales por cúpulas elípticas. Toda la construcción es de
piedra labrada. El claustro, que fue recientemente derruido era de dos plantas con arcos de medio punto descansando sobre
pilares de sección cuadrada decorados, como es característico de la arquitectura paceña de fines del XVII, con machihembrado. Lo mejor del templo es la portada principal que tiene tres cuerpos y tres calles, toda de piedra tallada con decoración
mestiza labrada a bisel. En el primer cuerpo está el vano con arco trilobulado y curiosos mascarones en las enjutas. Flanquean la puerta dos hornacinas y cuatro columnas salomónicas, que descansan sobre bases muy singulares cuya decoración
principal son unos monstruos antropomorfos con cuernos de carnero y labios leporinos, es uno de los motivos preferidos del
estilo mestizo.
29
30
Fachada puntiaguda de un edificio formada por las dos vertientes del tejado
Vasos grandes de barro o porcelana oriental
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La arquitectura mestiza no sólo recurrió a la fábula clásica en su decoración, sino que reactualizó el grutesco, que
había sido abandonado después del renacimiento. Por lo menos dos de los temas que decoran San Francisco de La Paz,
derivan de grutescos, como la figura femenina que se encuentra en el segundo cuerpo, en la línea de las hornacinas, y un par
de monstruos unidos por la cintura que están entre las columnas salomónicas del cuerpo superior. El par de figuras sujetas
por la cintura, a las que aludimos, tienen rostro y busto de mujer, terminando su cuerpo en una cola escamada. Del extremo
inferior de sus cuerpos salen motivos vegetales de los que cuelgan racimos de uvas. Las columnas del cuerpo superior son
similares a las del inferior con excepción del aro que señala el tercio. Un cubo colocado sobre los capiteles permite que
éstos alcancen la altura de la cornisa. Remata la composición un frontón mixtilíneo con el escudo de los franciscanos.
A las naves laterales se accede por dos portadas sumamente interesantes. Sus cuatro columnas están anilladas señalando el tercio bajo que se decora con máscaras de sabor indígena en las columnas inferiores y rocalla en las superiores. El
cuerpo bajo es almohadillado y los cartones laterales bastante rígidos. Los frontones son mixtilíneos con los anagramas de
José y María. En el interior se destacan las pechinas por su decoración profusa típica del estilo mestizo. El tema es un gran
florero, sostenido por una figura antropomorfa, del que sale abundante follaje, varios pájaros pican en él. Los arcos y la
parte alta de las pilastras también se decoran con motivos vegetales tallados al vivo sobre la dura piedra. .La cúpula tiene un
grueso aro central de follaje del que se desprenden gruesos nervios, cuatro de los cuales terminan en figurillas tenentes y los
otros cuatro entre las ventanas. Entre ellos hay rígidos querubines con una lectura sobre la cabeza y la fecha en que se levantó la bóveda 1753.
San Francisco tiene una riqueza interior considerable, púlpito y retablos del siglo XVIII, frontal y sagrario de plata.
(MESA, JOSÉ de y GISBERT, TERESA. Bolivia monumentos históricos y arqueológicos).
La iglesia de San Francisco es el monumento máximo de la arquitectura paceña.
Labrado totalmente en piedra, es un templo basilical de tres naves de poca profundidad, las que se acusan en las
tres puertas de la fachada principal. Cuenta con: crucero, transepto, ábside cuadrado, cúpula semiesférica sobre el crucero,
bóveda de cañón seguido con arcos formeros y lunetas para las ventanas en la nave central. Bóvedas de planta elíptica en las
laterales, así corno una gran bóveda de arco rebajado bajo el coro. Por su trazado y algunos otros detalles, no nos extrañaría
que en este edificio y en la generación de todo este grupo de construcciones, tanto civiles como eclesiásticas, anduviese la
mano de algún arquitecto o maestro mayor jesuita.
Existen en el interior buenos retablos, así como un bellísimo púlpito, y unas originales ménsulas en cada una de las
pilastras de la nave central, que sostienen su respectivo santo de tamaño natural cobijado bajo un historiado dosel, todo de
madera tallada y dorada, los que no parecen guardar una relación directa con la decoración de la fachada, salvo el ser mucho
más ricas y complicadas, o si se quiere, de un barroco mucho más avanzado, con un fuerte sabor regional.
Sin embargo, con ser el interior tan hermoso lo que más llama la atención en este edificio es su fachada y especialmente el motivo que enmarca la puerta principal. Difiere de las fachadas de los demás templos del altiplano y aun de la
misma ciudad de La Paz, en que no está guarecida bajo un arco, que es la prolongación de la bóveda de la nave central del
templo, como sucede en las portadas de los de Santo Domingo y San Pedro. En esto se emparenta con la portada interior de
la casona del Marqués de Villaverde, con la arquitectura arequipeña y con la de toda la región de la costa donde no llueve
nunca.
En dos de las claves de la cúpula y de las diferentes bóvedas se encuentra consignada la fecha de su colocación en
obra, acto que en la construcción de sillería de piedra tiene un gran significado. Así en la clave o llave de la cúpula se consigna que se colocó en obra o que se cerró la cúpula el año de 1753, y en la de la bóveda del coro se dice que se colocó en
obra el 27 de octubre de 1772. Por otra parte se sabe que los trabajos se iniciaron en 1743 y que la iglesia se consagró en
1784, de modo que las obras de construcción de este magnífico edificio habrían demorado cuarenta y un años. (BENAVIDES RODRÍGUEZ, ALFREDO. La arquitectura en el Virreinato del Perú y en la Capitanía de Chile)
24- IGLESIA DEL PILAR. BUENOS AIRES. ARGENTINA
El capitán Fernando Miguel Valdez e Inclán de acuerdo con su esposa Gregoria, hizo la promesa de donar la chacra
“Los ombúes” si su madre sanaba, para que se levantara allí un convento. En 1716 llegó la licencia del rey que autorizaba la
construcción de la iglesia y el convento de frailes de la Recolección de San Pedro de Alcántara, que fueron levantados con
el aporte económico de don Juan de Narbona, considerado su fundador.
La iglesia fue puesta bajo la advocación de la Virgen del Pilar porque era la patrona de Zaragoza, ciudad donde
había nacido Juan de Narbona, inagurándose el 12 de octubre de 1732. (DIARIO CLARÍN)
Poco después de comenzada San Ignacio -quizá en 1716- se iniciaron las obras de la Iglesia del Pilar, en su
momento iglesia del Convento de los frailes recoletos. Estos frailes eran una rama de la orden franciscano, cuyas
constituciones, muy rigurosas, habían sido redactadas por San Pedro de Alcántara en el siglo XVI. Las gestiones para la
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construcción del convento se iniciaron en 1705, pero hasta que don Juan de Narbona, rico comerciante y parece que hasta
contrabandista, no ofreció una generosa donación, no se iniciaron las obras. Como buen nativo de Zaragoza, Narbona era
devoto de la Virgen del Pilar, y de ahí la advocación de la iglesia. El convento, con sus dos magníficos claustros, que se
conservan todavía y la huerta funcionó hasta 1822, año en el que un decreto del gobernador Martín Rodríguez y de su
ministro Rivadavia ordenó la disolución de la comunidad, con lo que no sólo se disperso ésta, sino también una parte
importante de sus obras de arte, incluidos algunos retablos de la iglesia. La huerta fue destinada de inmediato a cementerio,
y la iglesia fue utilizada en 1830 como sede de una nueva parroquia. En 1857 el convento fue convertido en asilo, función
que todavía cumple, aunque parece cercana a concretarse una iniciativa del arquitecto Mario J. Buschiazzo, quien decía en
1945: "Aún se conservan, aunque alteradas para adaptarlas al nuevo uso, las galerías de amplios arcos y pesadas bóvedas,
las celdas, el refectorio, la cocina y otros locales, de tal modo que sería fácil restaurar el viejo cenobio y convertirlo en
museo de la ciudad, destino tan noble como el que actualmente tiene y mucho más acorde con su hermoso emplazamiento".
El emplazamiento es una de las características salientes de la iglesia. A principios del siglo XVIII, y por mucho
tiempo más, la ubicación elegida fue decididamente de "extramuros", es decir alejada de la zona edificada de la ciudad. De
tal modo el conjunto se planeó solamente atendiendo a la topografía del lugar y se hizo de tal manera que resultó a 45 grados respecto de la cuadrícula de Garay y paralelo a la línea de la barranca del río en ese lugar; como el camino para llegar
desde la ciudad hasta la iglesia se tendió según una línea recta entre la esquina de las hoy calles Juncal y Libertad y la puerta
de la iglesia, nació la actual avenida Quintana y, con ella, el quiebre de todas las calles al norte de Juncal.
El eje de llegada destaca la composición de los cuatro principales elementos exteriores: la torre-campanario, el
cuerpo de la iglesia, el pequeño volumen del nártex que lo antecede y el plano de la espadaña. Los cuatro, diferentes en
tamaño y proporciones, mantienen sin embargo la unidad del conjunto por el uso común de materiales y colores: revoque,
azulejos, blanco y ocre. La fachada propiamente dicha de la iglesia, por detrás del volumen del nártex, identifica claramente
a su autor, el jesuita Andrés Blanqui. El tema de la fachada de Alberti en San Andrés de Mantua (1470) es el esquema preferido por Blanqui para la resolución de las fachadas de los edificios que proyectó; lo aplicó literalmente en la Catedral de
Córdoba y, con diversas variantes manieristas, en la hoy remodelada fachada de Santa Catalina, en el Cabildo y en la iglesia
del Pilar. Aquí, el doble par de pilastras toscanas encierran, en lugar del gran arco triunfal, un muro en el que se perfora la
puerta y, arriba, una ventana por la que se ilumina el coro; entre cada par de pilastras se abren los nichos superpuestos a la
manera de Alberti.
La nave, única, se expande apenas en las tres capillas transversales hasta que llega al crucero; allí se dilata algo
más en la planta de cruz latina y en la cúpula, muy rebajada y sin ventanas; al final, el presbiterio, originariamente poco
profundo y al que hoy vemos duplicado en su largo. La iluminación principal se produce a través de lunetos por sobre las
capillas transversales. Esta luz, abundante y bien repartida, destaca el contraste cromático blanco-ocre que repite el del exterior. También ayudan a realzar al magnífico equipamiento litúrgico el altar mayor, con su frontal de plata, los seis altares
laterales, las diversas imágenes, el moblaje de la sacristía y, muy especialmente, el San Pedro de Alcántara tan espléndido
que se lo ha atribuido a Alonso Cano, ubicado en una capilla especial a continuación del campanario. (NICOLINI, ALBERTO. Arquitectura en la Argentina).
25- Casa del Marqués de Torre-Tagle. Lima. Perú
La más hermosa es la que fue de don José de Tagle Bracho y Pérez de la Riva, más conocida por palacio de TorreTagle, hoy sede del Ministerio de Relaciones Exteriores. Su fachada tiene la clásica portada limeña con los consabidos frontis quebrados y dos grandes balcones de “cajón” en el piso alto, primorosamente labrados. El patio principal tiene en el piso
bajo arquerías en tres lados, abriéndose la entrada a la escalera en el cuarto lado; en el piso alto las arquerías aparecen en los
cuatro lados. Nuevamente las arquerías ofrecen aquí ejemplo de esa alternancia de arcos de mayor y menor diámetro, pero
en este caso con mucha mayor complicación de formas conopiales y polilobuladas, en las que el influjo mudéjar es evidente.
De tal modo, esta alternancia de arcos que produce tan hermoso efecto parecería haberse originado en San Agustín de Quito,
apareciendo luego en La Merced de Lima con mayor complicación en el perfil de los arcos, para terminar en el palacio de
Torre-Tagle con una violencia de curvas donde lo barroco se asocia a lo musulmán en una feliz mezcla. Todos los detalles
de esta hermosa casa denotan el lujo y cuidado que se puso en su ejecución: piedra de Panamá para las portadas, madera de
cocobolo de Guayaquil para las columnas y balaustradas, cedro de Costa Rica para los artesonados de los techos, y azulejos
en los zócalos y en toda la caja de escalera. Estos últimos llevan la firma del autor: “Bareto me hizo año de 1735.” (BUSCHIAZZO, MARIO J. Historia de la arquitectura colonial iberoamericana).
Harth Terré ha estudiado con acierto la evolución de la casa limeña cuyo ejemplo paradigmático fue la casa del
Marqués de Torre Tagle, hoy Ministerio de Relaciones Exteriores.
La casa de Torre Tagle presenta un profundo y amplio zaguán que facilita el acceso al patio donde un esbelto frontón mixtilíneo jerarquiza el arranque de la escalera. En un costado una interesante ménsula tallada con un león servía de
“fiel” para el balanzario.
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Soportados por pies derechos de cocobolo se encuentran los balcones-corredores que en planta alta aparecen
cubiertos con arcos conopiales dobles de estuco sobre pilares de la misma madera.
La fachada presenta una portada central que abarca los dos pisos rompiendo el pretil de la planta alta, flanqueada a
la vez por dos balcones de cajón con celosía que constituyen una típica respuesta formal limeña de probable ascendencia
morisca.
Estos balcones que prolongan su uso en el siglo XIX eran frecuentes en Sevilla hasta que razones de asoleamiento
e higiene hicieron retirarlos dado la estrechez de las calles de la ciudad hispalense. En Lima, el clima estable, y la carencia
habitual del sol y la lluvia posibilitaron el desarrollo de cubiertas de terrados, el uso de la quincha y el recurso de las claraboyas teatinas para iluminar ambientes interiores. (GUTIÉRREZ, RAMÓN: Arquitectura y urbanismo en Iberoamérica)
El palacio de los marqueses de Torre Tagle es la más compleja, lujosa y bella mansión de Lima de principios del
siglo XVIII. Constituye el orgullo de Lima en cuanto a arquitectura palaciega. Fuera de su riqueza, es una obra de arte de
arquitectura limeña por su unidad perfecta, los aportes andaluces, moros, criollos y aun asiáticos, se armonizan con incomparable encanto. Si bien la construcción fue hecha por el propio marqués, José Bernardo de Tagle y Brache, a principios del
siglo XVIII, su arquitectura conserva las tradiciones del siglo XVII, sobre todo en la fachada, cuya composición asimétrica,
forma de ventanas, estilo de balcones y nítido barroco de la portada, no anuncian la influencia francesa que entonces se
iniciaba, ni la exuberancia churrigueresca de la época. La disposición es limeñísima; muros llanos, amplia portada rectangular que abarca los dos pisos del edificio, ventanas con reja de cada lado y típicos balcones tallados. Una fina balaustrada de
madera acentúa la horizontalidad de la cornisa general de coronación. Esa balaustrada sólo es interrumpida por las formas
curvas y opulentas del cornisamento de la portada. En esta portada se aprecian los más originales contrastes de delicadeza y
de fuerza provenientes de diferentes tendencias. El fino barroco de columnillas delgadas, de perfiles menudos y de ornamentación delicada y leve se encuentra, de golpe, tanto en el primero como en el segundo cuerpo, con cornisamentos gruesos, ampulosos, de movimientos curvos y quebrados que, en su violencia, parecen levantar los extremos de esas coronaciones como tejado de pagodas chinas.
Son dos aspectos arquitectónicos en la misma portada, en que el volumen y la expresión estructural de los materiales varía, pero en que la unidad de composición es admirable. En el fondo hay un solo espíritu. El aporte asiático, traído
posiblemente por los misioneros venidos de oriente o por comerciantes con negocios establecidos en la China y que lo hacían por las rutas de Panamá y Filipinas, se incorpora insensiblemente en las formas barrocas y criollas moviendo sus líneas
con mayor exotismo y riqueza, eso se observa igualmente en los balcones; son hermosísimos tipos de balcones mudéjares
con todas sus galas y características: cuerpo inferior de apoyo ensamblado con recuadros menudos y profundos en forma de
cruces y de escuadra; celosías intermediarias con sus tupidos enrejados moriscos y el calado superior del balcón compuesto
por dos hileras superpuestas de pequeñas balaustres torneados que, como un ancho y lujoso friso, sostienen la saliente cornisa con sus resaltes y consolas. Tanto en ese friso como, sobre todo, en las magníficas ménsulas que sostienen los balcones,
se observa la influencia oriental por la técnica del tallado y por los temas ornamentales de esas ménsulas, que figuran caras
humanas, volutas y lacerías de carácter netamente asiático. Las ventanas de reja tienen mucha pureza en su sobriedad barroca.
En lo interior la disposición es también magnífica: el zaguán, el patio y las habitaciones de la planta baja que, como
en toda gran casa de dos pisos, se destinaban al servicio, al tráfico general en contacto con la calle y a locales para alquiler.
Luego la planta alta, con sus anchas galerías sobre el patio, donde se disponían las habitaciones particulares; los amplios y
suntuosos salones con acceso a los cerrados balcones de la fachada, las pequeñas salas laterales, los dormitorios, el gran
comedor sobre la cuadra de los bajos, con una amplia terraza sobre el segundo patio, y el oratorio cerca de la magnífica
escalera. Sobre ese segundo patio, donde se guardaban las calesas y se alojaba la servidumbre y los esclavos, se desarrollaban otras galerías altas con más habitaciones y locales de servicio.
El palacio cubre una superficie de 1699 metros cuadrados. La armonía entre la arquitectura exterior e interior es
completa. El zaguán presenta un antezaguán o vestíbulo que permite abrir libre y completamente los batientes de la gruesa
puerta tachonada con magníficos clavos de bronce y que invita a reposar en bancos de piedra adosados a los muros laterales.
El zaguán queda así limitado, como una lujosa portería, entre los arcos rebajados de la entrada. Estos arcos de piedra, con
sus archivoltas escalonadas que se continúan en los pilares de apoyo, tienen una nutrida y plana ornamentación de lacerías
mudéjares que los cubren como tapicerías presentando los más brillantes efectos de la perspectiva en relación con el patio.
Los azulejos sevillanos de los muros, la viguería del techo, tallada en el mismo estilo de los arcos, y las ménsulas de piedra
que lo sostienen y que son como nudos fulgurantes de escultura asiática, dan de inmediato una impresión de ensueño y de
señorío que es la atmósfera general de la casa. El patio parece tener una mayor amplitud debido a que las galerías altas no
están sostenidas por columnas sino por una serie de ménsulas voladas que aumentan el espacio libre de los bajos. Frente al
zaguán, bajo la galería, está la cuadra con su puerta central y sus ventanas laterales. Un pequeño atrio de entrada con
barandal le da prestancia y monumentalidad a ese muro de fondo como si constituyera una segunda fachada. Esta impresión
se acentúa aún más con el arco que queda a la derecha y que servía para el paso de las calesas. Las tupidas y bellísimas rejas
de balaustres torneados y las puertas de pequeños tableros mudéjares que cierran estos vanos imprimen la nota principal de
ambiente morisco que se encuentra no sólo en el patio, sino en el interior de toda la casa, sólo que en mayor escala y con
mayor lujo. Entrando al patio, a la mano derecha, se anuncia la escalera con una preciosa portada de piedra, trebolada,
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barroca-andaluza, con las mismas características orientales en sus retorcidas y fuertes cornisas que se han observado en la
portada principal. Es una bellísima escalera de tres tramos que unifica la arquitectura integral del patio. Arriba, formando
galerías sostenidas por fuertes consolas talladas con la misma riqueza y técnica que la de los balcones exteriores se
desarrolla la arquería. Esta cierra el espacio superior del patio cuadrándolo con un ritmo perfecto, ondulante y de un lujo
plástico casi ilusorio. Los arcos de yeso blanco, de fuertes relieves, quebrados en graciosas curvas mudéjares, parecen
suspendidos sobre los barandales de madera, pues el color de las columnillas que los soportan se funde con la penumbra de
los fondos. En la cornisa de coronación del patio, a plomo con las columnillas, hay resaltes sostenidos por lujosas y sólidas
consolas que juegan con las archivoltas de las arquerías y que acentúan fuertemente el ritmo complejo y maravilloso de ese
friso alto y claro que remata el patio con mucho de Alhambra y mucho de limeño. Un típico barandal de finos y torneados
balaustres de madera es la crestería final de esa coronación.
Sobre las azoteas del palacio, en el cuerpo central del edificio se elevaba el mirador, la torre de observación y de
recreo que no faltaba en las casas de categoría. Estas torres rodeadas de barandillas se cubrían generalmente con cúpulas de
contorno musulmán. Eran como minaretes criollos que le daban a la ciudad chata y horizontal un juego pintoresco y airoso
de verticales.
El palacio lucía en su interior gran lujo de materiales: puertas, rejas y techos de finas maderas primorosamente
talladas, muros cubiertos de sedas y brocados, pisos de anchas tablas de roble y cedro. (VELARDE, HÉCTOR. Arquitectura
peruana)
Sin ser un buen exponente tipológico, el llamado palacio de Torre Tagle es el más evolucionado espécimen que
existe en todo el Perú de este género de arquitectura doméstica, por su riqueza material y formal, y su indiscutible y lograda
originalidad creativa. Para nosotros, en un contexto monumental, es lo más logrado de la arquitectura colonial limeña. Se ha
dicho que tiene mucha semejanza con las construcciones señoriales de Fuenterrabía, en la frontera española cerca de Irún,
sin que hayamos podido comprobar esta afirmación en la visita que hicimos a ese lugar. Igual cosa acontece por lo demás
con muchas otras pretendidas copias del llamado estilo colonial que nunca hemos podido comprobar.
Se encuentra el palacio de Torre Tagle en muy buen estado de conservación, gracias primero al cuidado de los
herederos de sus propietarios originales, y a que fue después adquirido por el Estado, que ha instalado en él el Ministerio de
Relaciones Exteriores de la República.
Lo construyó don José Tagle y Barchio, primer Marqués de Torre Tagle, habiéndose iniciado las obras en el año
1635, cubriendo una superficie edificada de mil setecientos metros cuadrados. La piedra de que está hecho fue traída de
Panamá, las ricas maderas de Centroamérica y los azulejos venidos de Sevilla fueron colocados en 1715. Se cree que hasta
esta fecha duró su construcción.
No se sabe quién fue su arquitecto, aunque no falta quien lo atribuya a un fraile jesuita, idea que no nos parece
desprovista de cierto fundamento, dadas las actividades a que estos frailes se dedicaron en la época colonial. Conocía en
todo caso muy bien su oficio, logrando buenos efectos espaciales, y constructivos, pues el edificio fue uno de los que menos
sufrieron con el terremoto de 1746.
Su fachada asimétrica desconcierta en primera instancia, tal vez por su complejidad formal. Un motivo barroco, de
finas columnas y pesados frontones cortados, encuadra el portón tachonado y enlaza con la ventana central del segundo
piso. En el primer piso, a ambos lados de la puerta, hay ventanas guarnecidas de sencillas rejas de fierro forjado, y en el
segundo piso, grandes, quizás demasiado grandes. balcones de madera de tres tramos a la derecha y de siete a la izquierda,
sostenidos por robustos canes en que las labores de la talla llegan al máximo, y totalmente cubiertos por casadas celosías.
El zaguán es un digno espacio precursor del patio principal, que como encielado se trabaja con un artesonado de
madera tallada, sostenido por cuatro arcos rebajados, ejecutados en piedra. De los tres tramos del zaguán, los dos primeros
corresponden a las habitaciones del segundo piso y el tercero al corredor. El ancho corredor que existe por los otros costados en el segundo piso, está sostenido por cabezas de viga que forman consolas.
El patio, decorado con una hermosísima fuente de azulejos a la usanza árabe, está rodeado de corredores a la altura
del segundo piso. A derecha e izquierda, dos pilares de madera refuerzan la estructura del voladizo de estos corredores,
encuadrando, a la derecha, el motivo barroco que decora el arranque de la escalera de piedra con zócalos de azulejos, y a la
izquierda una amplia ventana protegida por una celosía de madera torneada.
Los corredores del piso superior tienen el mismo alto zócalo de azulejos que la escalera, pero hacia el patio están
guarnecidos por una balaustrada de madera torneada que se encajona entre los pedestales de las columnas de madera que
soportan los caprichosos arcos característicos de este edificio, de los que sólo una visión directa puede dar una idea de sus
formas del más exagerado barroquismo. Sobre el todo corre una cornisa con dentículos que termina, lo mismo que la fachada principal, en una balaustrada de madera torneada.
Amplios vanos protegidos sólo por celosías de caprichosos torneados en madera alternan con puertas atableradas,
estrechas ventanas y mamparas tan caladas y livianas como las celosías de las ventanas; todo según el destino y las necesidades de las habitaciones, con muy poca preocupación por la simetría y sí mucha por la comodidad e higiene, ya que no otra
cosa es ejecutar habitaciones con la ventilación y luz apropiada a su destino y de acuerdo con las especiales condiciones del
clima.
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El palacio cuenta además, como es tradicional, con un segundo patio cuya arquitectura se asemeja a la del primero,
siendo, sin embargo, mucho más sencilla y mucho más libre en su composición. En él están las cocheras y demás
dependencias, que aparecen desarrolladas en tres pisos terminados en terrazas que bordean balaustradas de madera torneada.
(BENAVIDES RODRÍGUEZ, ALFREDO. La arquitectura en el Virreinato del Perú y en la Capitanía de Chile)
26- Casa Colorada: casa urbana. Chile
Cuentan algunas crónicas que a principios del siglo XVIII, no había en Santiago ninguna casa de dos pisos, por
temor a las tinieblas.
Obligados los constructores a desarrollar las necesidades de la vivienda en un solo plano, éste se hizo mucho más
extenso que lo usual para otras ciudades indianas. La parsimoniosa ocupación de grandes superficies pasó a ser una de las
características de nuestras casonas coloniales.
Los solares normales quedaron en treinta y cuatro varas y media de frente por sesenta y nueve varas de fondo (28 x
57 m), en los que se instalaba sin estrecheces la casona chilena. “Como no era angustiada su medida, en él trazábase una
amplia casa solariega de gruesos muros, espaciosas habitaciones en torno a bien soleados patios, y dueña de más de algún
árbol grande”.
El programa de estas casas solariegas, que la vida de la colonia había ido definiendo, llegó avanzado el siglo XVII,
a ser casi siempre el mismo, por lo menos entre las familias de mayores recursos que podían realizarlo íntegramente. De él
derivan las demás viviendas como imitaciones, o como realizaciones incompletas.
Norma consagrada (conservada hasta muy avanzado el siglo XIX), fue la edificación corrida en todo el frente a las
calles principales, que eran las que cruzaban de oriente a poniente, y también por la calle lateral cuando el solar era de esquina. Soldándose las casas y tapiales unos a otros, se formaron las compactas y cerradas manzanas que envolviendo las
masa de los templos y los herméticos conventos, conformaron el reposado paisaje urbano.
La construcción debía atender a las sobrias comodidades exigibles para su época, y ser a un tiempo la expresión de
la importancia social de su dueño, sin descuidar la privacidad de la vida cotidiana del numeroso grupo familiar que la habitaba.
Curiosamente, esta arquitectura de volumetría muy elemental sorprende en cambio por el clasicismo de su trazado
planimétrico, estrictamente simétrico y ortogonal, en el que el eje principal de la composición era el marcado por el zaguán
de acceso, espacio cubierto intermedio entre lo público y lo privado, o sea entre la calle y el primer patio.
A la casa se entraba únicamente por el amplio portón de sólida tablazón, realzado por tachones de cobre que giraba
en quicios de piedra o metal para su apertura total, pero con un “postigo” para facilitar el diario trajín. El portón estaba
encuadrado en una ornamentación de pilastras y cornisas de ascendencia clásica, rematado en un frontón cortado que
enmarcaba un escudo nobiliario cobijándose todo bajo el alero saledizo del techo de tejas. La sumatoria de estos elementos,
la portada, es la licencia formal, decorativa, que se permiten las casonas. Para realizarla, el esfuerzo no es solo asunto del
cantero, ya que el mojinete31 exige cruzar las cubiertas de tejas y levantar los muros del zaguán.
“Gozaban, las casas de patios, de corrales y jardines; todas ostentaban, por entrada, enormes portones, en cuyas
robustas manos lucían filas de abultados pernos de cobre para aumentar su solidez; i a ninguna de aquéllas que pertenecían a
magnates hacía falta, a guisa de adorno coronando el portón, un empingorotado mojinete triangular, en cuyo centro se veían
esculpidas las armas que acreditaban la nobleza de sus antiguos dueños”.
Superados el portón y el zaguán, el primer patio no estaba siempre rodeado de corredores o pórticos, que habrían
disminuido el espacio para que evolucionaran las caballerías, y si lo tenían, era sólo en el frente opuesto a la fachada. Las
aposentadurías que a él daban eran bodegas, pesebreras o dependencias, ocupando el cuerpo de la calle el almacén en que
ejercían su comercio aquellos honrados vecinos.
Según Vicuña Mackenna; “la banca de piedra o de madera situada en el zaguán, y destinada al descanso de gente
de fuera”. Frente a ella se abría la puerta del llamado “cuarto del criado”; rara vez blanqueado y tan estrecho que se dice que
“un viejo fámulo, metido a matemático, se opuso tenazmente a que revocaran sus paredes, porque así iba a estrecharse algunos centímetros más su mezquina cavidad”. En el centro del patio había un poste con una argolla, a la que estaba constantemente atada “la mula calesera”. La caballeriza ocupaba un costado del patio principal y sus exhalaciones y mosquerío no
eran, por supuesto, lo que más hermoseaba aquel recinto. En este patio debió existir también “la ramada de matanza” y
cuando no la había, se solía arrendar un costado o algunas habitaciones a algún médico, licenciado o clérigo llegado de
afuera.
Entre el primero y el segundo patio hay que situar la sala, la cuadra y la antesala, o el dormitorio principal de la
casa. La más característica de estas dependencias resultaba “la cuadra” de planta generalmente cuadrada, en la que se levantaba el “estrado”, tarima reservada especialmente a la dueña de casa, y en general a las señoras y niñas.
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remate, frontón de una fachada
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En el segundo patio se concentraba la vida de la familia. Su disposición, rodeado de pórticos sostenidos por
columnas y sopandas32 de madera de un labrado más o menos complicado enmarcando un jardín que la buena tierra y el
clima hacían florecer, así como las enredaderas que aumentaban en los meses de calor la fresca sombra de sus pórticos, lo
hacían especialmente apto para el desarrollo de esa vida cómoda y fácil de nuestros antepasados. A su alrededor las
habitaciones recibían aire y luz por puertas y ventanas que se abrían bajo los corredores, lo que unido al espesor de sus
muros de adobes y a sus techos de tejas, las hacían frescas en verano y abrigadas en invierno.
El tercer patio, cuando existía, era el huerto o patio de la servidumbre, y en él se encontraba, después de 1647, el
“tome” o ramada de los temblores, así llamada por el nombre del arbusto con que se techaba. Salvo en lo del aprovechamiento del primer patio como caballeriza y matadero, y el “tome” del tercero, hay en la distribución general de estas casas
una clara semejanza con la clásica casa griega o romana. Por algo fue España colonia griega y después romana.
Un ejemplo de casas construidas en el siglo XVIII es la destacada casa del Conde de la Conquista, don Mateo de
Toro y Zambrano, conocida por “La Casa Colorada”, situada en el costado sur de la calle de la Merced, a unos cincuenta
metros al oriente de la Plaza de Armas, a pesar de las transformaciones de que ha sido objeto. Es el único edificio particular
que se construyera con su fachada tallada en piedra sillar. Al mismo tiempo revela un gran atrevimiento, pues la ejecutó de
dos pisos, aunque ambos de baja altura. En el perfil de las pilastras adosadas y de la vigorosa cornisa de su portada se insinúa una reacción clasicista, cuyas ideas básicas conocían ya por los años de su construcción 1769-1779 algunos artistas
ilustrados.
Así como no hemos podido reconstituir con certeza el plano de ninguna habitación urbana completa del siglo
XVII, en cambio existen o existían hace pocos años numerosos ejemplos de casas construidas en el siglo XVIII. Entre ellas
se destaca la casa del Conde de la Conquista, don Mateo de Toro y Zambrano, conocida por "La Casa Colorada", situada en
el costado sur de la calle de La Merced, a unos cincuenta metros al oriente de la Plaza de Armas, a pesar de las transformaciones de que ha sido objeto. Don Mateo de Toro y Zambrano nació en Santiago alrededor del año 1724. En 1750 fue Alcalde de aguas, en 1761 Alcalde ordinario de la ciudad y en 1762 era Corregidor de la misma. Muy sabido es que amasó una
muy considerable fortuna y el palacio que se construyera en la calle de La Merced, en los años setenta, es buena prueba de
ello, ya que es el único edificio particular que se construyera con su fachada tallada en piedra sillar. Al mismo tiempo revela
un gran atrevimiento, pues la ejecutó de dos pisos, aunque ambos de baja altura. En el perfil de las pilastras adosadas y de la
vigorosa cornisa de su portada se insinúa una reacción clasicista, cuyas ideas básicas conocían ya por los años de su construcción 1769-1779 algunos artistas ilustrados. (BENAVIDES RODRÍGUEZ, ALFREDO. La arquitectura en el Virreinato
del Perú y en la Capitanía de Chile)
27- Casas patronales. Chile
Al referirnos a lo que hemos llamado Casas Patronales, queremos señalar a esos conjuntos arquitectónicos rurales
compuestos por viviendas, bodegas, pulpería, servicios, iglesia, explanada, jardines, patios, huerta, parrones, corralones,
etc., que conformaban el asentamiento de los habitantes de las haciendas del centro norte de Chile, y que la gente de campo
llama “las casas”. Son conjuntos arquitectónicos rurales porque se dan en el campo, y porque albergan las más diversas
actividades relacionadas con la existencia de una comunidad, que van desde lo más elemental que es el habitar, hasta las
más complejas como son las religiosas, las fiestas populares, y toda la gama de relaciones que se generan en un conglomerado social, y porque en ellos se hacen evidentes los diversos niveles de una jerarquía que establece un orden arquitectónico,
un orden económico, un orden social y un orden de trabajo.
Desde el dueño de la tierra que dirige las labores agrícolas y que en el orden espacial está representado en su vivienda y su patio ajardinado con el lugar central, hasta el inquilino que con la suya conforma el borde del conjunto, pasando
por el mayordomo y la oficina, el llavero y las llaverías, el bodeguero y las bodegas. Estas casas, que fueron sin duda una
solución adecuada para este tipo de unidad social y productiva, constituyen un todo arquitectónico orgánico, en el cual los
elementos que la componen responden con claridad a las determinantes físicas que las han originado, y a una forma de vida
modelada en función de la organización del trabajo. Se crearon así estos vastos complejos espaciales, que examinados en el
momento actual, permiten aún reconocer en ellos valores de una sabia manera de asentarse en un lugar, en forma a la vez
organizada y creativa.
Lugares de uso comunitario
La arboleda y la explanada
Las alamedas, arboledas o avenidas, creadas artificialmente tal vez con la intención de marcar un hito en el paisaje,
que surgen como un primer elemento organizador cuando se accede a las casas desde una vía de circulación rural,
funcionalmente constituyen su camino de acceso principal y son de uso público para los habitantes del complejo
arquitectónico cuya presencia están anunciando. Sus proporciones guardan relación con la mayor complejidad del conjunto,
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vigas
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cuya presencia están anunciando. Sus proporciones guardan relación con la mayor complejidad del conjunto, y
generalmente han resistido con éxito el paso del tiempo.
Al término de la arboleda y naciendo en la explanada, aparecen otros caminos de penetración hacia las tierras
agrícolas, los que por su menor jerarquía, no se dimensionarán, ni complementarán con la dignidad del acceso principal.
El camino de acceso y los de penetración, convergen hacia la explanada, la que podríamos definir en términos
sencillos, como una plaza abierta, de dimensiones y formas variables. Como lugar de cruces de caminos, la explanada es en
primer término un medio de control para la salida de los productos agrícolas, y el tránsito del ganado, pero es además el
lugar equivalente a la plaza mayor de un núcleo urbano organizado, en el que se reúne la comunidad para escuchar las buenas y las malas noticias, y para realizar actividades de tipo social, comercial, cultural y religioso.
Se la utiliza por lo tanto, como ámbito para festividades religiosas masivas, como lugar de mercado y de fiestas
populares, y se mantiene aseada y regada.
La explanada es en definitiva el gran espacio abierto que articula el sistema de las actividades productivas de la
Hacienda, y permite, además, la convivencia de la gente del lugar, lo que es necesario apreciar con claridad, para comprender el sentido de conjunto arquitectónico de las Casas Patronales. A pesar de no existir ninguna igual a otra en cuanto a su
forma y dimensiones, morfológicamente hay una relación en cuanto a la tendencia al cuadrado y al rectángulo.
La iglesia
Una de las obligaciones de los propietarios de las Haciendas, era velar por el bienestar espiritual de los habitantes
del lugar, levantando para ello los templos adecuados. Estos serán de mayor o menor importancia, según los recursos y el
grado de devoción de sus constructores. Siendo la alameda y la explanada espacios abiertos, las Iglesias aparecen en cambio
como edificios cerrados, destinados a recibir a la comunidad cristiana, con motivo de los oficios religiosos que realizan en
ella los misioneros, o el párroco de la región, al bautizar, confirmar, consagrar matrimonios, despedir a los difuntos, y celebrar el santo oficio de la misa.
Su ubicación dentro del complejo de construcciones, es invariablemente anexa a la explanada, que hace las veces
de extenso atrio exterior, y con la que se complementan para el desarrollo de actividades religiosas multitudinarias, como
las tradicionales procesiones de Semana Santa, o las festividades de Cuasimodo.
Dada su ubicación y funciones, su acceso se orienta hacia la explanada, o hacia el patio principal. Una entrada
lateral de importancia, complementa adecuadamente cualquiera de las dos alternativas, y suele existir, además, un tercer
acceso más privado, de uso eclesiástico y familiar.
Normalmente la iglesia aparece integrada al conjunto arquitectónico, pero en ocasiones se la encuentra también
desconectada de la masa construida. En ambos casos, volumétrica y formalmente muestra cierta independencia en relación
al resto de los edificios, lo que se acentúa por la presencia de una torre o un campanario, que sobresale verticalmente, como
un hito en la horizontalidad del valle y de las casas.
Son volúmenes sencillos, de muros gruesos con pocas perforaciones, más bien altos. Cubierta a dos aguas, que se
prolonga en muchos casos en uno o dos corredores laterales que se empalman con el resto de las circulaciones de la casa. La
presencia de los contrafuertes, algún detalle en la portada lateral, y el trabajo del frente principal, suavizan la primitiva sobriedad estructural y formal de estos edificios.
En el interior, una nave única, con marcado sentido longitudinal (alargado), determinado por el coro alto ubicado
sobre la entrada, y el altar principal con las puertas de la sacristía en el otro extremo. Cielos horizontales, ausencia de naves
de crucero y de lucernarios, escasos altares laterales, a veces un púlpito, una baranda de comulgatorio y una pila de agua
bendita o bautismal, conforman un ámbito de extrema sobriedad.
Sin embargo, los frentes principales, sus torres y sus terminaciones interiores son más ornamentados y trabajados
que el resto de las casas, reflejando un interés por obtener una expresión más risueña y de mejor calidad constructiva para
los templos.
La Alameda, la Explanada y la Iglesia, son los tres componentes de estos complejos arquitectónicos rurales, destinados al uso sin discriminaciones de todos los habitantes del lugar, como también de los eventuales visitantes.
Lugares de uso privado
La casa del patrón
La casa patronal fue el centro operacional de la Hacienda, y su ubicación era en lo posible equidistante de las variadas actividades interiores o de campo, que allí se desarrollaban. Como estos asentamientos agrícolas albergaban un grupo
humano numeroso, de tipo patriarcal, que incluía no sólo al tronco familiar original sino además a una nutrida descendencia,
a los trabajadores del campo y sus parientes, a los empleados del servicio, a los trabajadores temporales, a las visitas veraniegas, etc.; el edificio ofrecía necesariamente una cantidad de recintos que satisfacían las necesidades de habitación, alimentación, diversión y trabajo de esta gran familia campesina.
El programa arquitectónico que se resuelve en la Casa, es por lo tanto complejo y variado, y lo usual es que el
proceso constructivo se realizara por etapas, condicionadas tanto por el aumento y diversificación paulatina de la
explotación agrícola, como por las necesidades de un círculo familiar cada vez más extenso, que si bien podía no residir
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ción agrícola, como por las necesidades de un círculo familiar cada vez más extenso, que si bien podía no residir
permanentemente en la Hacienda, acudía a ella por largas temporadas en toda ocasión que fuera propicia.
Enfrentando a la explanada y a la arboleda, de las que está separado por una reja que reemplaza en ocasiones a lo
que fuera antaño un muro de adobe con su portón, se encuentra el patio principal, o más bien jardín de acceso, cuya generosidad de proporciones establece un límite simbólico y práctico a la vez de los espacios de uso público, con los recintos privados del propietario. En el campo, la palabra patio tiene distintas acepciones, ya que puede señalar tanto un lugar abierto
utilizado como jardín, con sus plantas y construcciones ornamentales, como a un espacio pavimentado o no, destinado a
algún trabajo específico.
Este primer patio, aparece enmarcado en tres de sus costados por volúmenes que rematan en el característico corredor. Más al interior, o laterales en relación al principal, aparecen otros patios rodeados también por corredores.
La Casa Patronal proporcionaba todos aquellos recintos necesarios para las actividades de sus habitantes, como
dormitorios, salas de estar, comedores, cocinas, bodegas, salas de juego, oficinas, talleres, etc., e incluso como ya lo hemos
señalado, la capilla constituía a veces un recinto más de la Casa. Si bien los espacios son amplios, y los gruesos muros de
adobe aseguran una excelente aislación térmica, la estrechez de los vanos impide en los recintos interiores un buen asoleamiento, que los habitantes encuentran en los corredores, cuando lo desean.
La casa del inquilino
La casa del inquilino debe analizarse en función del contexto de las Casas Patronales, en cuanto a que no se encontraba aislada, sino integrada a un sistema que le proporcionaba el apoyo de una infraestructura con los servicios comunitarios indispensables, por lo que las casas se sitúan en un sector destinado especialmente para ello, cercano a la Iglesia, la
pulpería, la escuela, las bodegas, etc., generalmente enmarcando el camino de acceso, o bordeando el camino importante en
el interior de la hacienda.
Constituyendo el lugar de uso privado del inquilino y su familia, aunque no fuera en definitiva su propietario, el
terreno que se le asigna a cada unidad es lo suficientemente amplio como para sembrar, tener frutales y espacios acomodados para la vida exterior. Dentro, la casa es un volumen aislado, macizo, bien asentado en el suelo y rodeado de vegetación
que casi la oculta del camino.
Las casas están lo suficientemente separadas entre sí, como para asegurar su propia intimidad, pero sin que esta se
traduzca en distancias excesivas para el tráfico peatonal, y si bien son sobrias, casi elementales en su traza y en su alzado,
resuelven en forma digna las necesidades de un grupo familiar laborioso, ordenado, con una clara vocación de los espacios
abiertos y del cuidado y aprovechamiento de la naturaleza.
Corralones y bodegas
Las tareas agrícolas eran complejas, y comprometían a un numeroso contingente de hombres, herramientas y equipos, por lo que un importante sector de los espacios abiertos y construidos de las Casas Patronales está destinado a las actividades de apoyo a las labores agro-industriales de la hacienda; bodegaje, pesaje y selección de los productos; cuidado y
mantención de los equipos de trabajo y transporte.
El corralón es el gran patio, por el que transitan los caballos de los principales de la hacienda y las pesadas carretas
arrastradas por una o varias yuntas de bueyes. A su alrededor hay galpones y cobertizos que protegen las cosechas, las
herramientas, los aperos de trabajo, la fragua del herrero, los bancos de los carpinteros, y también el horno del panadero.
Algo apartado, se faenaban los animales en un sector cubierto por ramadas. (UNIVERSIDAD DE CHILE, FACULTAD DE
ARQUITECTURA Y URBANISMO. Conjuntos arquitectónicos rurales casas patronales.)
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28- Catedral. Córdoba. Argentina
El edificio más importante por su magnitud es la Catedral comenzada en 1677 por arquitectos diletantes, que pronto tuvieron que recurrir a gente capacitada para poder seguir adelante. Se llamó entonces al arquitecto José González Merguelte, granadino radicado en Bolivia, quien comenzó ampliando un templo de una a tres naves, con crucero, y un larguísimo presbiterio que transforma a la planta en una cruz armenia. Mas, habiendo muerto Merguelte cuando el templo aun no
estaba abovedado, se llamó en 1729 al famoso Blanqui, quien no sólo cerró las bóvedas sino que le hizo la fachada, repitiendo una vez más su manierismo serliano. Faltaban aun la cúpula y las torres; aquélla fue hecha en 1758 por el franciscano
fray Vicente Muñoz -que había trabajado con Blanqui en Buenos Aires- y las torres, de autor desconocido, recién se concluyeron a fines de siglo XVIII.
Fray Vicente Muñoz, sevillano, hizo un magnífico domo barroco, dividido por fuera en husos por unas nervaduras
o meridianos que terminan en gruesas volutas, soportadas a su vez por pares de columnas con entablamento. En los cuatro
ángulos de la cúpula hay unas torrecillas que, al mismo tiempo que contienen las escaleras, sirven de contrarresto para los
empujes del domo. Esta fórmula consistente en aplicar cupulines en los cuatro ángulos fue muy usada por los arquitectos
románicos españoles, especialmente en las catedrales de Salamanca, Toro y Zamora; probablemente Muñoz vio esos edificios en España, y repitió la fórmula basándose en el recuerdo. Lo cierto es que la cúpula de la catedral de Córdoba es un
estupendo ejemplo de barroco colonial, sumamente dinámico, que cuenta entre las grandes expresiones americanas.
Las torres, muy barrocas también, muestran distinta concepción; seguramente el ignorado artista no fue el mismo
que hizo la cúpula, pues usó figuras humanas esculpidas, conchas y otros temas que no utilizó Muñoz. De todos modos, en
este edificio se reúnen un pórtico y fachada manieristas, con una cúpula y dos torres barrocas de diversa inspiración, no
obstante lo cual todo el monumento impone su belleza y su grandiosa masa sin dar sensación de falta de unidad. Hace poco
tiempo fueron demolidas una serie de construcciones modernas adheridas a los costados y parte posterior, con lo cual se
destacan nítidamente los distintos volúmenes de las naves, el crucero, el presbiterio, la cúpula y las torres, dando una estupenda sensación de proporciones bien equilibradas. Además, la piedra rojiza con que está construida contribuye a ese efecto
de noble grandiosidad. No puede decirse lo mismo de su interior, pues al habérsela concebido primero de una nave y ampliada luego a tres, su espacio se ha resentido, resultando mezquina, oscura, y sin esa fluidez de los monumentos armónicamente pensados de una sola vez. (BUSCHIAZZO, MARIO. Historia de la arquitectura colonial en Iberoamérica)
Lo que llegaría a ser la catedral más imponente de la Argentina se comenzó en 1687 bajo dirección de Gregorio
Bazán de Pedraza, Andrés Jiménez de Lorca y Pedro de Torres. Éste último, dándose cuenta que la construcción de tan
importante edificio era más de lo que podían acometer él y sus colegas, pidió a las autoridades eclesiásticas que contratasen
al arquitecto José González Merguelte (Merguete) que residía por aquel entonces en el valle de Cinti en el Alto Perú. Merguete había nacido en Granada (España) y gozaba de bastante prestigio, a tal punto que se decía que era el autor de la catedral de Chuquisaca, atribución sobre la que existen considerables dudas. Al comenzar sus trabajos en Córdoba Merguete
amplió las trazas del edificio catedralicio y dispuso, accediendo a una sugerencia del gobernador, que fuera de tres naves.
En 1710, fecha en que falleció, había logrado sacar la mampostería principal por encima del nivel de los cimientos.
El maestre de campo Domingo de Villamonte y Fray Juan de Araeta se hicieron cargo de los trabajos a la muerte
de Merguete, pero sin ser muy conocedores del oficio. Como resultado de su impericia, parte de lo construido se derrumbó
en 1723. Las obras ya llevaban 56 años y Córdoba seguía sin catedral.
Sin embargo, en 1729, el obispo Gutiérrez y Zeballos informa que las tres naves del edificio ya se podían usar. La
parte del crucero y del presbiterio, aún sin terminar, quedaría aislada por un tabique de adobes.
También en 1729, el citado obispo solicitó la ayuda del hermano Andrés Blanqui para poder concluir la obra. No
fue cosa fácil conseguirlo porque como bien se sabe gozaba el jesuita de excelente reputación y nadie quería prescindir de
sus servicios. Al pedido del obispo se agregó el del Cabildo y así llegó Blanqui a Córdoba, donde trabajó en varias obras
hasta 1739; que Blanqui hizo el pórtico de la catedral está fuera de duda. En él utiliza el mismo esquema formal del frente
del Cabildo y de las iglesias del Pilar y Convento de Santa Catalina de Buenos Aires. Siempre devoto de Serlio, no puede
decirse gran cosa de los diseños del jesuita, que fue sin duda eficiente antes que original.
Recién a partir de 1753 se iniciaría la tarea de abovedar las naves del crucero y del presbiterio. La catedral se estrenó, aún inconclusa, en 1758 y es difícil saber con exactitud cuándo se comenzó la construcción de la cúpula, lo más espectacular del edificio. Sabemos que en 1753 se construyeron los cuatro arcos del crucero y que sustentarían la gran cúpula,
que tiene una envergadura colosal e indudablemente su construcción está gobernada por un criterio absolutamente opuesto
al aplicado para la construcción del resto del edificio. Donde hasta entonces había habido temor, ahora hay audacia. Si se
duda de esto, una mirada al corte transversal del edificio muestra cómo la cúpula, por lo grande no guarda relación razonable de tamaño con el resto.
La atribución de la cúpula a Fray Vicente Muñoz está avalada por varios documentos, aunque ninguno dice específicamente que él la haya proyectado y construido En el Archivo de Indias de Sevilla hay un dibujo de la Catedral, hecho con
motivo del estreno de la misma el 25 de Mayo de 1758, en cuyo margen superior se lee "Maestro alarife, que reguló la obra
el padre fray Vicente Muñoz lego de la orden seráfica, natural de Sevilla".
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No le faltaban a Muñoz ni antecedentes ni experiencia para acometer una obra tan audaz. Había construido la gran
bóveda de arco carpanel de San Francisco de Buenos Aires, iglesia que fue inaugurada en 1754 y Furlong sostiene que en la
época en que se construyó la cúpula de la Catedral no había en Córdoba "otro arquitecto de valía que el Hermano Muñoz".
El dibujo del Archivo de Indias muestra la cúpula concluida, tal cual es. Otro, del Archivo General de la Nación, que igualmente lleva fecha de mayo de 1758, también la muestra finiquitada. La cúpula estaba concluida en 1758, con certeza casi
absoluta que la hizo fray Vicente Muñoz y, casi con seguridad, se comenzó en 1754. Estas fechas tienen una cierta importancia porque hay quienes atribuyen a Blanqui el diseño de la cúpula y consideran a Muñoz simplemente la mano ejecutara
del proyecto del jesuita. Esto es imposible, Blanqui había fallecido en 1740 y no recordamos que haya construido jamás una
cúpula.
En 1759, fray Vicente Muñoz ya estaba en Salta, trabajando en la iglesia de San Francisco cuya cúpula se parece a
la de la catedral cordobesa. Sorprende que esta segunda cúpula del sevillano sea menos importante, menos audaz, que la de
la Catedral de Córdoba. Cuando el templo se inauguró en 1758 no tenía aún las dos torres; en el mismo dibujo del Archivo
de Indias hay delineadas dos torres que están marcadas con el número 12. Al margen del dibujo, a modo de referencia, se
lee " 1 2. Las dos torres que se han de fabricar. en el sitio que consta de la estampa".
Un documento de 1770, redactado a raíz de un legado y descubierto por el padre Grenón S. J., da cuenta que sobre
la "fachada, que se compone de tres arcos vistosos con su pórtico (hay) dos hermosas y vistosas torres, aunque no muy altas... que están perfectamente acabadas".
Alrededor de ochenta años había durado la construcción (por si sirve de consuelo a los cordobeses, consignamos
que en la de Buenos Aires se emplearon no menos de 140 años). La Catedral de Córdoba es sin duda un edificio cabalmente
monumental.
De valorarla tan solo por ser obra de grandioso porte, habría que reconocer que es muy superior a todas las demás
iglesias argentinas. Con una prestancia que ni la catedral de Buenos Aires, ni la de Salta, ni la de Tucumán, ni la de Catamarca, tienen. Esto de la monumentalidad de la Catedral de Córdoba es bastante sorprendente porque en cuanto se la analiza
con algún detenimiento se percibe, sin dificultad alguna, que este gran edificio, carece de unidad estilística. Es fácil darse
cuenta que en él intervinieron varias manos distintas y que tiene algunas incoherencias. Por ejemplo, si se observa el geometral del frente este, se cae en la cuenta de que hay en él una falta de correspondencia bien notable entre la altura del portal
principal y la de la bóveda de la nave central. Toda la parte baja de este frente principal, realizado por Blanqui, es de mucho
menor altura que la iglesia propiamente dicha. Afortunadamente este desajuste no se percibe desde la calle y el efecto total
es de una bien lograda monumentalidad, cuyo elemento central, la soberbia cúpula corona magníficamente la gran masa.
Una gran masa que por esos raros designios del arte-misterios, podríamos decir- tiene en su diversidad una gran unidad.
También pasa inadvertido el hecho de que el eje de las torres no concuerda con el de los pórticos laterales de la fachada
principal. Pero toda esta grandeza exterior no tiene paralelo en el interior. Casi puede decirse que la Catedral de Córdoba es
una iglesia de una sola nave, tan magras son las aperturas que vinculan a la nave central con las laterales. La planta es del
tipo jesuita, con presbiterio profundo como en muchas iglesias hispanoamericanas. A pesar de las aperturas del clerestorio,
el interior es sombrío. Tal como lo insinuáramos anteriormente, el temor parece haber presidido gran parte de la construcción; hay una gran abundancia de mampostería. La utilización de unos grandes estribos a modo de contrafuertes no hace
más que confirmar hasta qué punto el miedo al derrumbe ha dejado una marca que salta a la vista inmediatamente al observar los planos de la planta y el corte transversal. Pero lo más notable del edificio es la espléndida cúpula. Todos los estudiosos de estos temas han notado su parecido con ciertos ejemplos españoles del período romántico. Es cierto, la semejanza
formal con el cimborrio de la catedral de Zamora es muy evidente; no tanto con la famosa Torre del Gallo de la catedral
vieja de Salamanca, ni con el cimborrio de la Colegiata de Toro.
Lo más semejante desde el punto de vista formal entre esta cúpula de Córdoba y las de las iglesias del románico
salmantino o zamorano son las torretas cantoneras. Se ha sostenido que éstas sirven para corregir el empuje lateral de la
cúpula, sin embargo en Zamora se las construyó cuando estaba casi terminado el cimborrio.
Pero hay una diferencia estructural marcada entre la cúpula de Córdoba y la de Zamora. Si bien ambas están formadas por gajos, entre los cuales hay nervaduras, cabe destacar que en la de Zamora estos gajos o gallones son convexos
hacia el exterior, formando una estructura lobulada; en Córdoba los gajos tienen solamente la curvatura de la bóveda. Con
respecto a la Torre del Gallo de Salamanca las diferencias son, a la vista por lo menos, bastante grandes. El tambor de ésta,
muy alto, tiene dos pisos de arquerías, mientras que en la de Córdoba hay sólo uno, cuya estructura es totalmente cilíndrica,
de mampostería continua, reforzada por pares de pilastras exteriores e interiores y en el cual se han abierto cuatro graciosos
óculos, muy barrocos por cierto. La torre del Gallo es de doble cubierta y no tiene linterna, como no la tiene tampoco la
cúpula de Zamora. En cambio en Córdoba, el linternón es muy grande y le incumbe un papel importantísimo, ya que su
cupulín, de remate bulboso, corona muy dignamente el conjunto. (ORTIZ, FEDERICO. Arquitectura en la Argentina)
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