EL PENSAMIENTO DE HEGEL Hans George Gadamer El joven

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EL PENSAMIENTO DE HEGEL
Hans George Gadamer
El joven Hegel
Como hemos visto ya cuan actual es la problemática que emerge en la época moderna y que tiene
su inicio en los primeros años del siglo XIX. He recordado dos escritos programáticos en el cuadro
del debate sobre el desarrollo del idealismo alemán de Kant a Hegel que están todavía hoy en el
centro de nuestra atención. He mostrado que es muy difícil, por no decir imposible, establecer
exactamente quién sea el autor de los pensamientos expresados en estos documentos. De hecho,
el movimiento filosófico que va de Kant a Hegel representa un camino unitario que testimonian la
ineludibilidad de las problemáticas que en él afloran. Por ello, es del todo correcto que después de
haber dado una vista general, pase a tratar del joven Hegel. Por otra parte, el joven Hegel es
también un descubrimiento relativamente tardío. Es de conocida por todos la influencia universal
que Hegel ejerció sobre el siglo XIX y la importancia que tiene aún en nuestra cultura como el que
le dio vida a la dialéctica filosófica así como la influencia ejercida, como pionero del pensamiento,
sobre los grandes economistas como Karl Marx y la impronta determinante que dio a toda la
teología y la filosofía de la etapa sucesiva no sólo en Alemania. Sin embargo desde el punto de
vista filosófico en el curso de nuestro siglo Hegel aparece todavía más cercano a nosotros. Esta
nueva proximidad a Hegel se debe en parte al descubrimiento de sus manuscritos juveniles: El
mérito de este descubrimiento es de un gran espíritu alemán Wilhelm Dilthey, quién descubrió
estos escritos en la biblioteca estatal de Berlín. Éste le dio a uno de sus alumnos, Hermann Nohl,
de prepararlos para la publicación: Esa recopilación ha sido llamada escritos teológicos juveniles.
Este título es artificial, como la mayor parte de los títulos adoptados en un segundo momento, los
cuales poseen, sin embargo, una verdad más alta que la puramente documental. En efecto, estos
escritos, esta serie de apuntes escritos en diferentes momentos, reflejan mejor que ningún otro el
programa del idealismo alemán del que hemos hablado ya, en particular el problema de la posible
convivencia de los seres humanos en un mundo común, gracias una religión vivida, ya no tras
la bandera de las disputas o de las autoridades eclesiásticas sino como una auténtica religión
popular. La expresión religión popular está estrechamente ligada con la aspiración a una poesía
universal que he recordado para señalar como el romanticismo se une con el iluminismo del siglo
XVIII.
EL GENIO DE LA CONCILIACIÓN
El joven Hegel fue una grande sorpresa. Incluso el título escritos teológicos juveniles no es
totalmente falso en la medida en que es un joven teólogo el que formulaba sus primeros
pensamientos confrontados con el cristianismo, aunque más bien se confrontaba críticamente no
propiamente con el cristianismo sino con la teología cristiana: Veremos que estos escritos
permiten un acercamiento diverso a lo que el pensamiento hegeliano de la madurez llamará
filosofía del espíritu. ¿En qué relación está la tradición cristiana con el concepto de espíritu?
Ciertamente, existe un vínculo muy estrecho. Sabemos que el mensaje cristiano está ligado al
concepto de amor formulado en el Nuevo Testamento con aquellas palabras enigmáticas de
acuerdo con las cuales debemos amar a nuestro prójimo y el amor hacia los otros coincide casi con
el amor de Dios. ¿Cómo se puede reconciliar todo esto con el pensamiento filosófico del
iluminismo y con los límites impuestos por Kant a la especulación metafísica? Realmente Kant está
muy presente en estos escritos hegelianos al grado que algunos rasgos iluminista que ellos revelan
pueden parecer los casi como una provocación. Para anticipar uno solo que, además, en el
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contexto del discurso no tendré ocasión de citar, quisiera recordar que en el joven Hegel se
encuentra un apunte que habla de Jesús como genio de la conciliación. Es una frase con sabor
deliciosamente iluminista. Detrás de estas palabras está el problema de la divinidad de Jesús y la
cuestión de la Trinidad. El joven Hegel meditó incesantemente sobre el íntimo nexo de la relación
trinitaria, no sólo sobre la relación entre el Padre y el Hijo que es el encuentro misterioso de Dios
con la humanidad, sino también sobre la tercera persona de de la Trinidad. el Espíritu Santo y con
esto estamos ya en el corazón de la problemática hegeliana: ¿qué es el espíritu? ¿qué es el amor?
¿cómo pensar la unidad de estas personas?¿cómo comprender el misterio de la encarnación, del
espíritu que se hace carne y de Dios que se hace hombre? Éstos eran los problemas que tenían en
vilo a los jóvenes teólogos del iluminismo, no sólo Hegel, sino también Schelling que fue para él un
amigo y compañero; y, finalmente, aquel a quien el siglo XX descubrirá como el nuevo gran poeta,
Friedrich Hölderlin, quien en algunos de sus escritos críticos se acerca mucho a ciertas anotaciones
de Hegel, quien las habría desarrollado posteriormente en su filosofía. Busquemos darnos una
idea de esta experiencia central del cristianimos, el mandamiento del amor. Es paradójico que el
amor deba o pueda ser mandado. Kant lo advirtió como un escándalo y por ello quiso
redimensionar bastante el planteamiento de este precepto. En verdad, sin embargo, el
mandamiento del amor no quiere ser una prescripción sino una realidad vivida que nos acompaña
a todos con mayor o menor intensidad durante toda nuestra existencia. E el prójimo no es, de
hecho, una determinada figura que encontremos una sola vez sino alguien que aparece
constantemente en nuestro vivir como una continua exhortación a considerar a los otros, a
respetar y honrar en todos sus derechos y en su verdadera esencia. Todo esto está ya implícito en
el mandamiento cristiano del amor, que en tal sentido no impone a amar sino a satisfacer las
premisas gracias a las cuales el amor puede desarrollarse como una auténtica unificación entre yo
y tú, entre el “yo” y un “tú”, entre el ciudadano de una región y la sociedad en que vive, su
gobierno, su Estado. El amor está sujeto a precisas condiciones. Precisamente sobre este tema el
joven Hegel se había empeñado con mucha energía. Naturalmente no sólo reflexionaba como
teólogo sino también como filósofo al grado de profundizar la obra de Kant, como hizo en Tubinga
y después también De Fichte cuyo ingreso en la historia de la filosofía le ofreció el punto de
partida desde el cual podría desarrollar autónomamente su propio pensamiento.
LO VERDADERO, LO BUENO, LO BELLO
Pero, la filosofía, como hemos visto, hacía renacer una acepción muy diversa de la Trinidad, que se
fundaba a su vez, probablemente, en la Trinidad del cristianismo. Se trata de la tríada compuesta
por lo verdadero, lo bueno y lo bello. El acento principal recaía, precisamente, sobre este último
concepto. Aquí, lo bello no se refiere, como podría parecer, a la estética, a la esfera del arte, sino
que más bien expresa la antigua fórmula que fue expresada por Platón, de acuerdo con la cual, lo
verdadero es el bien y el bien es visible sólo en lo bello. Esto, no significa que lo bello aparezca
sólo en el arte (como lo entendemos nosotros) sino sólo que e trata de algo visible. La belleza es la
manera como se muestra el bien. Y en ello está implícita que se muestra a todos, que es
compartido por cada uno (como sucede cuando, al mirar una figura bella, exclamamos por
ejemplo “¡Oh que muchacha tan hermosa!”). Y esperamos que los demás digan: “¡Sí, es verdad!”.
Por lo tanto, la experiencia de la belleza es un rasgo común a todos. No puedo entrar ahora en la
importancia que estas reflexiones tuvieron en Kant, que en su tercera obra fundamental, la Crítica
del Juicio, consideró la experiencia de la belleza como algo que se debe presuponer en todos los
seres humanos: sólo un bárbaro, puede permanecer indiferente ante la belleza de la naturaleza y
valora las creaciones artísticas exclusivamente desde el punto de vista de su posible uso o de su
precio. No encontramos, pues, en el centro mismo de esa tradición del pensamiento europeo,
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fundada por Platón, que instituye una correlación entre lo verdadero, lo bueno y lo bello,
sintetizada, en su esencia, en aquella pregunta en torno al bien, que Sócrates dirige a sus
conciudadanos con tanta insistencia de hacerse non grato y de ser condenado a muerte. Será
Platón el que perpetuará el recuerdo de este hombre extraordinario, describiéndonos un Sócrates
dotado de una grande sensibilidad erótica, cuya fascinación conquista a lo jóvenes que lo
frecuentan (adolescentes y jóvenes, conforme a las costumbres de aquel tiempo) y que se nos
muestra como un iniciado en los misterios del amor. En un diálogo de Platón, la célebre Diotima,
sacerdotisa de Delfos, se entretiene con Sócrates, explicándole la importancia la educación
estética de si mismos, de sus conciudadanos y de toda la sociedad. Estos pensamientos de Platón
se encuentran en el neoplatonismo de la época que se abre con Kant. La famosa Dissertatio
kantiana se denomina “La forma y los principios del mundo sensible e inteligible” y distingue
precisamente, un mundo diverso al mundo sensible. No podemos hablar de él como de un
discurso platónico en sentido estricto, pero sí como algo que se inserta en la corriente que ese
pensamiento ha dejado en la historia de la filosofía occidental y que hoy llamamos neoplatonismo.
Hacia finales de la edad antigua, algunos grandes pensadores exploraron esas huellas que fueron
retomadas por Kant y que dominan el ligamen entre la ciencia moderna y la tradición de la
metafísica. No debe causar sorpresa, pues, que el joven Hegel haya meditado sobre la idea de la
belleza como unidad de la verdad y del bien en el seno de la realidad.
LO POSITIVO Y LO NEGATIVO
Buscamos afrontar ahora, directamente, nuestra cuestión: ¿qué idea nos hemos de hacer del
joven Hegel? El redescubrimiento de estos documentos provocó una grande sorpresa. Hegel era
considerado un dialéctico encerrado en esa jaula, en una especie de armadura formal abstracta:
tesis, antítesis, síntesis, unificación dialéctica de las contradicciones, genialidad especulativa, una
continua superación de contradicciones en una síntesis más alta; este era el filósofo que
desplegaba esas armas dialécticas, que encontraremos en la Fenomenología del Espíritu y en la
Lógica. Pero aquí, estamos ante los apuntes del joven Hegel sobre la naturaleza del amor y sobre
la superación de la positividad del cristianismo. Es oportuno explicar el uso de este término: en
este caso, positividad tiene una connotación negativa del fenómeno del cristianismo. Positivo
significa, literalmente, “aquello que es puesto o impuesto”. Conocemos, por ejemplo, la expresión
“derecho positivo”, que tiene que ver con leyes, estatutos y reglamentos frecuentemente
incómodos y que impiden actuar conforme a la justicia (es decir, considerando de vez en cuando lo
que es oportuno y justo hacer). Ante estas normas de derecho positivo, el juez, vinculado al
respeto a la justicia, debe encontrar el modo de acercarse lo más posible a la justicia emitiendo
una sentencia. También el cristianismo tiene este aspecto de la ley, del precepto restrictivo y este
es el punto crítico que Hegel denuncia con la expresión “positividad del cristianismo”: él quiere
afirmar la vitalidad del mandamiento del amor y de la herencia espiritual del mensaje cristiano.
En los inicios del pensamiento hegeliano, pues, está la positividad del cristianismo y su crítica. ¿En
dónde tenemos nosotros experiencia de ello? En cualquier lugar, podríamos decir; en todas las
situaciones nos damos cuenta que nuestro amor propio debe medirse con la existencia de los
demás y que, sin embargo, somos capaces de superar esta distancia, esta extranjería en relación
con el prójimo. En ese caso, hablamos de “experiencia del amor”. La conocemos, por ejemplo, en
el amor entre los sexos, que culmina en el prodigio por el cual el cuerpo del otro abandona la
extranjería testimoniada por el sentido del pudor, de la costumbre de cubrirse, de la reserva, para
fundirse en la unión amorosa de una sola carne, como enseña también el cristianismo. Este era
uno de los aspectos a través de los cuales Hegel buscaba ilustrar el sentido más alto del
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mandamiento del amor, redefiniendo de tal modo la tarea de su entorno cultural, en función de
una nueva conciencia que se difundía por doquier con la afirmación de la ciencia: no se debe
aceptar ciegamente un precepto; es necesaria una adhesión íntima, con la cual la ley se nos hace
más familiar y cercana en cuanto la persona amada, con la misma intensidad con la que el hombre
y la mujer forman un solo cuerpo, superando toda extranjería entre ellos. Nos encontramos así de
frente a una de las experiencias más concretas en las cuales (esto los va a sorprender) Hegel
reconoce el concepto de espíritu. Se trata de una concepción totalmente conforme a la doctrina
del Espíritu Santo: la venida del Espíritu Santo, el milagro de Pentecostés, tiene precisamente este
significado, es decir, la formación de una comunidad en la cual la extranjería en relación con el
prójimo es superada en una experiencia y en una voluntad común, en la que confluyen las lenguas
de fuego que representan el milagro de Pentecostés en innumerables representaciones pictóricas.
LA VIDA DEL ESPÍRITU
El joven Hegel es, pues, un pensador bastante concreto. Después de esta introducción sobre los
inicios de su teología, podemos afirmarlo con toda convicción. Él produjo infinitas variaciones
sobre este tema, en el intento de establecer exactamente el significado de la frase: “el amor es
vida”. ¿Qué es la vida? ¿Cuál es el misterio de la vitalidad? Ante un enigma, se pueden dar muchas
respuestas y dado que la vida es un misterio, la religión sostiene como algo obvio que ésta es un
don divino y no una obra del ser humano. Es innegable que el milagro del nacimiento y el secreto
de la muerte no sólo representan los confines dentro de los cuales se inscribe la vida del ser
humano, sino que la acompañan en cada instante, dando origen a ese milagro que es la existencia.
Esta es como un hilo ininterrumpido en el que estamos suspendidos continuamente, del
nacimiento a la muerte. Cuántas cosas encontramos: inusitadas, poco placenteras, tristes,
dolorosas. Pero al final, todo esto forma parte de nosotros, es nuestra vida. Todos recordamos las
adversidades superadas, las desgracias pasadas, pero, al final, la vida logra siempre, en cierto
modo, regenerarse por sí misma. Esta es la gran intuición de Hegel: la vida es la capacidad de
volver a sí. Hay una frase célebre de Hegel sobre el cual nunca se reflexionará suficientemente: “el
signo distintivo de la vida y del espíritu es que sus heridas sanan sin dejar llagas, sin rastros de
lesión”. Es una frase importante que ilustra el milagro de la vida. Yo vengo de Heidelberg, donde
uno de mis colegas de otro tiempo, cuando se reconstruyó la sede de la Universidad propuso el
lema: “al espíritu viviente”. (El escrito del que he hecho mención, el Programa de Sistema, ha sido
encontrado en Heildelberg y fue publicado por la Academia de las Ciencias de la que fui presidente
y de la que todavía soy miembro con grande satisfacción). “Al espíritu viviente”: todo esto que he
buscado ilustrar en concreto en la unión amorosa y en su realización en la esfera de los sentidos,
pues, tiene un valor para la totalidad de nuestra vida espiritual y humana. Como pensador audaz
que era, Hegel buscó mostrar que incluso las alienaciones más graves pueden ser superadas y
curadas. Una de las más radicales está representada, sin duda, por la sociedad moderna dotada de
un código de leyes para el castigo de los delincuentes. Por ello, en el centro de uno de sus escritos
juveniles, de los que estamos hablando, se encuentra este problema: ¿qué es el castigo y que es el
crimen?
LA FUERZA DEL DESTINO
El crimen representa una alienación, una pérdida de la solidaridad de la sociedad y del derecho en
que todos nos encontramos. Es una afirmación de sabor idealista, muy optimista, con la cual no
pretendo decir que Hegel estuviera satisfecho con la situación jurídica de su tiempo, así como
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nosotros nos podemos lamentar de la administración de la justicia y del modo en que esta hace
valer la voluntad general del consorcio civil. Sin embargo, en este ordenamiento hay un núcleo de
verdad que podemos encontrar en otros sectores de la experiencia. Hegel se atreve a decir que el
castigo hace posible la recomposición entre el delito y el orden jurídico. La aceptación de la pena
es el gran misterio a través del cual la vida renueva su propia vitalidad, su unidad y armonía. Se
trata de una experiencia que todos podemos hacer, incluso en circunstancias no tan públicas y
dramáticas como la violación de la ley y su castigo. Todos conocemos otros ultrajes, sin necesidad
de considerar las formas extremas del delito y la violación de la ley. Hay innumerables heridas en
nuestra vida: el destino, que con frecuencia es doloroso, nos impone limitaciones, privaciones, nos
obliga a aceptarle y a ejercitar así una facultad propia del espíritu, de nuestra eticidad o del ser
humano en cuanto tal. Sigue siendo un misterio insondable, que seres humanos golpeados por
una condena puedan sobrevivir (no me refiero aquí a la condena en sentido jurídico, sino que
pienso, por ejemplo, en quienes quedan paralíticos como consecuencia de una accidente o que
sufren una terrible incapacidad que les impide gozar de los placeres de la vida). Se dice “es
maravilloso que una persona logre vencer todo eso y a llevar una vida digna de este nombre,
aceptando sus propios límites”. Esto es lo que entendía Hegel, cuando afirmaba que las heridas del
espíritu no dejan llagas y sanan totalmente. Pero hay más todavía. Todo esto se refiere también a
la experiencia del amor. Es necesario darnos cuenta que las heridas no son sólo lecciones, es decir
que las limitaciones que el destino impone son al mismo tiempo una grande oportunidad que la
vida nos ofrece y de la cual nos podemos hacer cargo, del mismo modo que un ser humano, a
través del don de sí en el amor, gana una dimensión de vida más auténtica y concreta. ¡Quién no
ha visto aparecer el mundo bajo una nueva luz cuando la flecha de Cupido le ha herido! Todas las
cosas se transfiguran: no sólo la persona amada, a la que nos entregamos por completo en
nuestro tormento amoroso que vemos realizado. El mundo entero asume un aspecto diferente.
Todos estos ejemplos están tomados de situaciones profanas (lejanas de lo teológico), ligadas a
nuestras experiencias de vida. Y sin embargo, dan testimonio e ilustran el mensaje cristiano del
amor. El mundo transfigurado, sanado, ese mundo que reconocemos como nuestro: son cosas
importantes, a las que la vida nos invita y de las cuales debemos hacernos cargo, aunque se trate
de la aceptación de la muerte. No hay duda que todas las grandes religiones universales buscan
afrontar el enigma e la muerte, pero quizá, es el cristianismo la que ha dado la respuesta más
profunda a este misterio, anunciando que podemos llevar el fardo que la naturaleza nos ha
impuesto, hasta la agonía, hasta la lucha con la muerte, aferrándonos a esa impetuosa voluntad
demoniaca de vivir que tuvo también Jesús, como narran los evangelios, cuando aceptó morir en
la cruz.
Como se puede ver, en los primeros pasos de su pensamiento, Hegel no se aleja del ámbito
teológico del cristianismo.
EL ESTÍMULO DEL PENSAMIENTO
El conjunto de los apuntes y de los escritos del joven Hegel ha sido organizado en una edición
crítica que nos permite entender con mayor claridad su génesis; pero si queremos entender la
filosofía (y en particular la filosofía hegeliana) dándonos cuenta de la tarea confiada al
pensamiento en la época del iluminismo y el romanticismo, tenemos un auxilio particular en estas
experiencias fundamentales de las que he hablado y que son afrontadas por Hegel en sus
anotaciones. Por ello no es descabellado preguntarnos si es ahí donde emerge la dialéctica de
Hegel. Su mensaje en el fondo es éste: “el movimiento de nuestro pensamiento es provocado por
la contradicción”. Hay algo que no se adapta, que no se conforma con nuestra línea de
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pensamiento. Pero, mientras buscamos pensar la contradicción en su unidad, sacamos nuevas y
grandes concordancias. Esta será la vía del método dialéctico que en Hegel se convierte en regla
de la demostración filosófica y que le permite ir más allá de la posición prudente y disciplinada
expuesta por Kant en sus escritos filosóficos. El término “dialéctica” tiene en verdad un origen
antiguo, pero Kant lo retoma en la Dialéctica Trascendental de la Crítica de la Razón Pura, en
relación con los problemas a los que la razón no puede dar una respuesta unívoca, porque
también la solución contraria aparece con la misma evidencia y es tan demostrable como la otra.
Un ejemplo de esto es la cuestión del mundo como totalidad: ¿el universo existe desde siempre?
¿O tiene inicio en el tiempo? Ambas alternativas son justificadas y lo mismo se puede decir en
cuanto a la existencia de Dios. Todos estos problemas fueron abordados por Kant en la
denominada Doctrina de las antinomias, el estudio de las tesis que se contradicen recíprocamente.
También en este caso, Hegel ha partido de los resultados de sus predecesores. En Fichte se puedo
encontrar algo semejante. Uno de sus escritos se titula: Introducción a la vida beata. También él
era un pensador cristiano, cuyas concepciones filosóficas bebían de la tradición cristiana de la
cultura occidental.
EL SENTIDO DE LA VIDA
La dialéctica hegeliana, de la que hablaremos posteriormente, tiene este trasfondo vitalista que he
mencionado, para el cual el pensamiento mismo tiene la fuerza para superar las contradicciones y,
por ello, para acrecentarse, perfeccionarse, concretarse y realizarse siempre más. Este es el
camino espiritual que todos nosotros recorremos a lo largo de nuestra historia y de nuestra
experiencia personal. Esta es la riqueza con la que nos recompensa una vida que siempre es dura y
miserable. Vuelvo a recordar que incluso ciertas malformaciones graves e incurables, como la
parálisis o la ceguera, o cualquier otra enfermedad permanente, son capaces de hacer nacer
milagrosamente en nosotros un sentido de vitalidad e, incluso, de gratitud por la vida. La filosofía
de Hegel, a pesar de su rigidez y rigor metodológico, debe ser vista siempre en el horizonte de esa
experiencia trinitaria de la vida que se reproduce en nuestra vida personal. Si se hace esto, se ve
de inmediato cuál es la tarea de la vida humana: diría que esta consiste en la perenne
reconstrucción de nuestra propia continuidad. La vida es siempre un retorno a sí tras todas las
alienaciones y todas las ofensas. Esta es la misión a cuyo servicio hemos de ponernos a nosotros
mismos, si no queremos ser derrotados aquí o allá por la vida, si pretendemos conducir nuestra
existencia. La expresión alemana “Lebensführung”, conducta de vida, significa precisamente esto,
a pesar que no sabemos de manera anticipada a dónde nos conduce. Sucede, sin embargo, que
todas nuestras experiencias confluyen para plasmas no sólo nuestro destino y nuestros límites.
sino también esas inalienables libertades, como la apertura hacia lo bueno, lo verdadero y lo bello,
que saben guiar nuestro destino personal, con nuevos estímulos y nuestras perspectivas, hacia un
futuro mejor. Hay un gran mensaje en estas palabras, a pesar de todos los límites implícitos y,
quizá este puede ser acogido en nuestro mundo, afligido por tantas alienaciones: pienso en el
inefable sentido de extranjería que el hombre moderno puede encontrar en una gran ciudad,
dominada por el ruido, disturbada y oprimida por un martilleo incesante; este mundo
metropolitano e industrializado posee tales posibilidades de realización, gracias a los recursos
espirituales que la vida, en cuanto tal, siempre concede.
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Hegel: la Fenomenología del Espíritu
Tal vez, para alguien ha sido una sorpresa escuchar en una conversación precedente, que Hegel
(este suavo terco y famoso por su increíble capacidad de abstracción y de complejidad conceptual)
fue tan rico en humanidad y en experiencias concretas de vida en la maduración de su
confrontación con el cristianismo. Sus escritos juveniles han dado nueva vida a los estudios
hegelianos, en cuanto muestran que maduró sus conceptos confrontándose directamente con el
iluminismo y con la tradición cristiana. Hoy podemos ver, por decirlo así, con los ojos del joven
Hegel los desarrollos subsiguientes de su pensamiento, contenidos en las grandes elaboraciones
filosóficas de madurez (y tal enriquecimiento sólo ha sido posible en nuestro siglo). Ha llegado así,
el momento de pasar a tratar de los dos grandes proyectos filosóficos que Hegel ha dado al mundo
entero. El primero es la denominada Fenomenología del Espíritu; el otro es la exposición de su
sistema filosófico, cuya primera parte esta constituida por la Lógica. Hoy nos ocuparemos del
primero de esos tratados que representa un paso importante en la biografía hegeliana. La
Fenomenología del Espíritu, en efecto (más adelante diremos lo que significa esta expresión) fue
redactada en Jena, donde Hegel era docente durante el periodo del dominio napoleónico, antes
de la guerra prusiana. Son conocidas las enormes expectativas con las que los jóvenes estudiantes
suavos (de Tubinga y en general del sur de Alemania) saludaron la Revolución Francesa. Estos
jóvenes teólogos y estudiantes de Tubinga se vieron animados en aquellos tiempos por el gran
pathos de la libertad. Contra lo que suele pensarse, Hegel estuvo persuadido, a lo largo de su vida,
de la importancia fundamental de esta revolución burguesa. Se recuerda una anécdota célebre: en
la cumbre de su carrera, en una visita a Tieck en la ciudad de Dresda, Hegel habría levantado de
pronto su vaso, exclamando: “¿Sabe usted que día es hoy? Es el día del asalto a la Bastilla.
¡Brindemos por este día!
EL ESPÍRITU EN EL MUNDO
La Revolución Francesa y su pathos de libertad, constituían, como es fácil de entender, un motivo
de esperanza para los intelectuales burgueses que aspiraban al reconocimiento social y político. Se
sabe con certeza que Goethe y Schiller debieron obtener un título nobiliario para poder ser
presentados en la corte del Gran Duque de Weimar. Esta situación comenzaba, lentamente, a
cambiar como consecuencia de la Revolución Francesa y ya en la época de la ocupación
napoleónica las cosas habían cambiado. Se va consolidando esa nueva clase social sobre la cual se
construirá el Estado nacional alemán. Hablo de estas cosas a manera de introducción, pero
también para añadir otra observación en relación con la Fenomenología del Espíritu. Esta obra es
tan singular que no se puede resumir y que no se puede comprender sino en algunas de sus partes
(mas tan preciosa que motiva a redoblar los esfuerzos). Su redacción fue terminada por Hegel
precisamente durante la guerra antinapoleónica de Prusia. El estruendo de los cañones en la
ciudad ha acompañado, por decirlo así, las palabras conclusivas del libro. Y cuando,
posteriormente, Napoleón hizo su ingreso a Jena o a Weimar (no sé exactamente a cual de las dos
ciudades) Hegel afirmó: “Hoy he visto el espíritu del mundo a caballo”. Obviamente, el emperador
Napoleón se quedó impresionado porque pensaba ser el fruto de la Revolución Francesa (aunque
en relación los ideales de los jacobinos no era sino un fruto todavía sin madurar).
Estas son, pues, las circunstancias exteriores que acompañaron el nacimiento de la
Fenomenología. Hegel era ya un joven y firme libre docente. El hecho que en Jena fuera entendido
es (y será siempre) uno de los misterios de la historia universal; y no será el único en su carrera:
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cómo fue posible que expresándose en su dialecto suavo, Hegel haya podido influir en Berlín a una
grupo de estudiantes, sigue siendo inexplicable y está por demostrar que (quiero aprovechar la
ocasión para decirlo) que los jóvenes tienen la maravillosa capacidad de abrirse sin reservas a una
persona que tiene algo que decir y saber entenderla a fondo, transmitiendo a los demás lo que
han recibido. Aquí radica el verdadero prestigio de nuestra labor académica: no en el manifestar
ocasionalmente una opinión política racional o, tal vez, irracional, sino en el transmitir de
generación en generación el estímulo para pensar y juzgar de manera autónoma. Disculpen la
digresión. Pretendía subrayar un aspecto documentable hoy: los jóvenes pensadores de genio,
como lo fueron Hegel, su amigo Schelling y antes de ellos Fichte (que en ese periodo era la figura
dominante en Jena) no se limitan a enriquecer la ciencia filosófica de su tiempo, sino que han
creado una solidaridad moral, social y política que, al menos durante un siglo, ha sido la base
sobre la cual edificar el Estado nacional alemán.
UN LARGO CAMINO
Cuando se examina la Fenomenología del Espíritu, es necesario tomar cierta familiaridad con
algunas nociones. Ante todo, es necesario clarificar el término “fenomenología”. Este término
debe hoy su notoriedad a una corriente filosófica alemana (la denominada escuela
fenomenológica) fundada por Husserl y a la cual pertenecieron también Heidegger y Max Scheler.
Esta orientación de pensamiento ha hecho suya la palabra “fenomenología”, retomándola de la
medicina, donde indica el estudio de diversos modos de manifestarse de una enfermedad. Se
trata, pues, de una doctrina de las manifestaciones, pero del espíritu. Aquí está Hegel. La suya es
una historia de los fenómenos del espíritu, o bien, de las modalidades en que éste se muestra. Con
esto, estamos en el punto inicial de esa tarea que su generación sostuvo tener que ir, tras la huella
de Kant. La misión por cumplir era el alcanza la unidad, formulada con ese mismo rigor con el que
Kant había operado ciertas distinciones. La primera de estas distinciones se relaciona con la
experiencia, que viene elaborada por medio de las ciencias y que constituye el principio de todo
conocer. Si las cosas no nos son dadas por medio de la intuición, la metafísica se queda vacía y sus
afirmaciones sin sentido. Hay, sin embargo, una excepción: la libertad. La libertad humana es
aquella disposición moral con la que el hombre conoce (y siente) el bien y el mal, en sí mismo y en
los otros: aquí no estamos ante hechos empíricos, sino ante algo que determina todo el
comportamiento humano y que decide la posibilidad misma de la metafísica. Esta era, pues, la
misión que Fichte, Schelling y Hegel se proponían llevar a cabo.
La Fenomenología del Espíritu es la obra maestra hegeliana, en la que busca mostrar cómo, a
partir de la autoconciencia, se puede comprender la entera estructura espiritual del mundo; el
término autoconciencia comporta ya la superación de la condición inicial que podríamos llamar el
punto de vista de la conciencia. ¿Qué es la conciencia? Nada más que aquello que aparece en ella.
Es por ello que, por ejemplo, los conceptos de autoconciencia, yo o sujeto (típicos del mundo
moderno) no existían en los antiguos. El pensamiento griego era como un enorme ojo abierto que
escruta el orden celeste, el ordenamiento humano (es decir el de la ciudad) y la armonía del alma.
En seguida, con la mediación del cristianismo, se inició un camino de interiorización y el sujeto
(que en sentido estricto significado sólo “sustrato”) asumió el valor de subjetividad y de
autoconciencia (que se relaciona, obviamente, con la esfera de la conciencia). El propósito de
Hegel era el de mostrar que toda conciencia, en el fondo, es autoconciencia y de hacerlo de tal
modo que el pensamiento adquiera esta conciencia (es decir, que en toda conciencia se esconde la
autoconciencia), para revelar, finalmente, cómo a partir de esta esfera interior, desde el profundo
universo de la autoconciencia, se aprehende (en su totalidad) nuestra experiencia del mundo. Este
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es el largo camino que este libro describe: de la conciencia a la autoconciencia y de la
autoconciencia al espíritu (juntamente con todas las formas de organización espiritual de la
realidad, como la sociedad, el Estado, el arte, la religión y el pensamiento conceptual). Se trata de
un programa imponente, que parte de la conciencia hasta las formas de ese saber absoluto que el
arte, la religión y la filosofía pretenden constituir.
CERTEZA Y VERDAD
Sobre estos presupuestos, nuestro tratado se divide en dos etapas fundamentales y resulta
evidente que el gozne de articulación de estos dos momentos es la autoconciencia. El primer paso
consiste en indicar como se llega a la autoconciencia y por qué en toda conciencia se da ya
autoconciencia; en seguida se la última palabra no corresponde a la autoconciencia, sino al
espíritu. (Por otro lado, hablando del joven Hegel he subrayado que en los conceptos hegelianos
se reproduce una especie de trinidad filosófica, que es bastante cercana a la doctrina de la
Trinidad. Él mismo se expresó en términos de espíritu subjetivo, espíritu objetivo y espíritu
absoluto).
¿Cómo es posible demostrar que la conciencia es siempre autoconciencia y que ésta se oculta en
aquella? Hegel lo hace a su modo, partiendo ante todo de una primera certeza que llama “certeza
sensible”. Cuando tenemos ante nosotros algo, ahora y aquí, tenemos certeza de ello, lo tomamos
por verdadero. ¿Qué quiere decir, tomar por verdadero? En alemán llamamos “Wahr-nehmen”,
que significa también percepción: la percepción es, entonces, un tomar inmediatamente por
verdadero lo que se ofrece a la experiencia. Pero esto no significa todavía aprehender la esencia,
incluso donde podemos indicar una cosa junto con sus propiedades.
Yo soy hijo de un químico y sé que esta ciencia puede ofrecer una buena representación de lo que
es el mundo: en ella lo que percibimos es analizado en su estructura; las cosas que encontramos
en el mundo, se componen de elementos. El análisis químico nos proporciona su estructura. Y, a
pesar que mi padre se molestaba porque a mi no me bastaba esta indagación del mundo, sino que
aspiraba al mundo suprasensible, cuya fascinación radica en sus palabras, en sus conceptos y, tal
vez, en los versos y los sonidos, el mío era siempre un camino, cuyos primeros pasos se apoyaban
en el mundo de la percepción y del entendimiento (y que implicaba el estudio de las ciencias
naturales, como la química, la física y otras). Efectivamente, la certeza no es aún autoconciencia;
se trata de una actitud orientada hacia el exterior que, por medio del entendimiento busca en el
mundo de la percepción la presencia de un orden y se esfuerza por demostrarlo. ¿De qué tipo de
orden se trata? Al plantear esta pregunta nos encontramos, sorprendentemente, ante lo que
buscamos: las fuerzas. El mundo aparece como un juego de fuerzas. ¿Qué es una fuerza? ¿Una
fuerza que no se manifiesta, merece este nombre? ¿Podemos hacerla consistir sólo en su
manifestación? No, evidentemente. Es necesario que haya otra fuerza que la desencadene. En el
pasado se usaba la expresión “solicitar” (es un término latino). La solicitación y sus efectos: este es
el verdadero mundo de las fuerzas. Se las cosas son así, la fuerza no es algo visible, ni menos lo es
su manifestación. Así, hemos dado un paso hacia adelante: de la percepción, que nos muestra las
cosas con sus propiedades, hemos pasado al mundo en que rigen las leyes de la naturaleza. Las
leyes. Hemos subrayado ya una vez que Hegel advertía los límites de lo que es impuesto (a lo que
llamaba lo positivo, entendiéndolo como algo negativo) sobre todo en religión, donde son
evidentes los defectos de una vida religiosa no sentida verdaderamente. Del mismo modo todavía
hoy, los reglamentos y las leyes representan para nosotros sólo criterios generales, que ayudan a
mantener la equidad, la conformidad y el orden.
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EL JUEGO DE LAS FUERZAS
Este juego de fuerzas muestra claramente que es la dialéctica. Una fuerza es tal, sólo si se
manifiesta. El hecho que las fuerzas se manifiestan, entrando, por decirlo así, en juego entre sí, da
vida a ese orden natural del cual conocemos las leyes. No se trata de un orden al que hemos
accedido mediante nuestros sentidos, y es por eso que Hegel usa la expresión “orden
suprasensible”. El reino de las leyes es, por así decirlo, el mundo de los fenómenos que son fuerza
en su manifestación. Pero la verdadera realidad está en las leyes. Esta es la lectura del
neokantismo, que ha interpretado a Hegel usando a Kant y diciendo, precisamente, que la
verdadera realidad son las leyes de la naturaleza. Natorp, mi maestro, ha afirmado incluso que
este es el sentido de las ideas de Platón. Llegados a este punto, nos planteamos una pregunta
interesante: ¿Qué significa afirmar que las leyes son la realidad? No las leyes solas, eso sí. Es
necesario agregar las cosas por las cuales las leyes están vigentes. Esta es la célebre dialéctica
entre ley general y caso particular. ¿En qué sentido caso? El término casus significa: lo que cae, o
entra dentro de una casuística común y, en tal sentido, es real. En medicina se dice: “esto es un
caso de una cierta enfermedad”. La enfermedad puede existir sólo en los casos. Por ello, la
verdadera realidad no puede ser lo universal. Pero, entonces, la verdadera realidad ¿qué es? Esa
es la inseparable copertenencia del universal y de los casos particulares. Ahora bien, ¿dónde la
encontramos en nuestra experiencia? Aquí se cumple el gran paso preparado por Hegel: la
encontramos en los seres vivos. Es ésta una idea que encontramos ya en Kant, quien le dio
fundamento a la física newtoniana y mostró que la filosofía puede alcanzar conocimientos
efectivos sólo en la medida en que concuerda con la experiencia científica, renunciando a las puras
construcciones conceptuales de la metafísica. Pero después de haber visto esto, Kant cae en la
cuenta que las ciencias matemáticas de la naturaleza no lo son todo. Es necesario, para nuestra
razón y entendimiento, buscar concebir la vida entera y en particular todo lo que se comporta
como un viviente, no como una especie de máquina, sino como algo que tiene una relación
consigo mismo. No es casual que el propio Kant quien nos enseñó que sin el concepto de finalidad,
es decir, sin el juicio teleológico, no podemos entender que son los seres vivos. Estos se relacionan
consigo mismos: esta expresión toca el fenómeno dialéctico basilar con el que Hegel prepara el
paso a la autoconciencia. ¿Qué significa relacionarse consigo mismo? ¿Cómo es posible
relacionarse consigo mismo? Se trata de un aspecto que se encuentra en cualquier ser vivo: si
hago un gesto con la mano, no puedo decir sólo que la mano se mueve. De hecho soy yo el que
me muevo, debo usar un verbo reflexivo. Ya Platón había individuado la esencia del ser vivo,
hablando de un automovimiento, es decir, del “auto kinùn”.
Con esto, estamos en los umbrales de la autoconciencia y a este respecto, quisiera citar una frase
para mostrar el modo en que Hegel describió este delicado pasaje. En el capítulo que trata de la
autoconciencia encontramos una afirmación que testimonia, al mismo tiempo, la gran eficacia
estilística de la prosa hegeliana.
EL ENIGMA DE SER SI MISMOS
El paso en cuestión dice lo siguiente: “sólo en la autoconciencia como concepto del espíritu, la
conciencia alcanza su punto de quiebre: aquí esta, partiendo de la multicolor apariencia del más
acá sensible y de la vacía noche del más allá ultrasensible, se adentra en el día espiritual de la
presencialidad”. Una frase importante. Hegel añade que el capítulo sobre la autoconciencia es el
auténtico punto de quiebre desde el que hay que medir el desarrollo completo del pensamiento
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que culmina en el saber, partiendo de la certeza sensible hasta llegar, en el arte, la religión y la
filosofía, a la más íntima certeza de la verdad. Palabras esenciales. Estas iluminan un verdadero
misterio: ¿qué significa relacionarse consigo mismo? ¿Cómo es posible estar en relación con
nosotros mismos? Ciertamente, no se trata de esa abstracta identificación que hacemos diciendo:
“este es él mismo”. Usamos esas expresiones para individuar a alguien, quien, a su vez, no tiene
necesidad de reconocerse, en cuanto ya es sí mismo. Nadie entra en relación consigo mismo, en
cuanto la relación consigo es constitutiva, está siempre dada ya, de antemano. Este es el primer
paso que el pensamiento da para elevarse a un nuevo nivel. La vida, la vitalidad, no se relaciona
consigo de manera consciente. El ser vivo, en cuanto tal, está inscrito en esa que llamaría la
grande circulación sanguínea de lo orgánico. Ningún ser viviente está en relación consigo de
manera abstracta, sino que forma parte de un ciclo continuo de asimilación, eliminación y
reconstrucción de la propia materia orgánica. Es sabido que el cuerpo humano en unos pocos años
renueva completamente los elementos materiales que lo componen, en un constante fluir y
retornar. Esta es la estructura dialéctica de la vida.
Aquí, Hegel es muy cercano a la esencia de las cosas. ¿Cómo se adquiere la conciencia de sí?
Pongamos, por ejemplo, que yo tengo hambre: “me gruñe el estómago”, diré. Son los apetitos los
que nos dan la certeza de existir. Pero, en cuanto estamos satisfechos, esta confirmación de
nosotros mismos, se ha desvanecido. El deseo es capaz de despertarnos, pero sólo
momentáneamente: para certificarme a mí mismo como un “sí mismo”, no es suficiente que me
dé cuenta del ritmo del apetito y de la saciedad y de todas las otras formas del deseo. Para que el
sí mismo sea no sólo real, sino autoconsciente, se requiere algo más: el reconocimiento. Pero el
simple reconocimiento a través de la satisfacción de los deseos no basta: junto con él se
desvanece el reconocimiento consiguiente. Por ello, buscamos ser reconocidos por otro sí mismo.
Esta es la vida humana. Esta es la esfera del espíritu, hacia la cual damos los primeros pasos: el ser
humano necesita el reconocimiento. No tengo intención de ilustrar en detalle la importancia de
este concepto de reconocimiento, no sólo para Hegel, sino para todos los seres humanos en
cuanto tales. La falta de reconocimiento por parte de otros, destruye la propia autoestima,
mientras que los aprecios recibidos la fortalecen y la acrecientan. Son cosas que todos conocemos
y que podemos encontrar incluso en los niños pequeños y en los gatos, que en mi casa son muy
tomados en cuenta y que enloquecen de celos, cuando se tienen preferencias.
LA LUCHA POR EL RECONOCIMIENTO
El asunto que estamos afrontando es el siguiente: ¿Cómo puedo encontrar un reconocimiento que
satisfaga plenamente mi autoconciencia? Ahora bien, muchos tienen ya lista la respuesta: este es
el gran secreto: queremos dominar a los demás para obligarles a reconocernos. ¡Dios mío! Que
estúpida locura, sostener que mi autoconciencia se puede fundamentar en el reconocimiento de
una persona a quien he reducido a la esclavitud. Es una verdadera locura. Y es también una forma
de deseo, esa ansia de posesión que no puede ser aplacada por un esclavo que me reconoce como
patrón. De hecho, eso es lo que sucede (la figura del siervo ideal pertenece ahora al pasado). En la
sociedad nobiliaria, había dos formas de reconocimiento. La primera, muy conocida, es el
concepto feudal de honor. De él desciende la idea del duelo: quien había ofendido a alguien podía
reconciliarse con él si aceptaba batirse en duelo de espada que podía ser incluso mortal. Por el
hecho de haberse expuesto, en tal modo, no se corría ya el peligro de tener remordimiento de
conciencia. A través del combate, se reafirmaba la propia libertad (y la libertad del otro). De este
modo, sin embargo, se obtiene una confirmación de sí demasiado efímera. Es verdad, se ha
superado la ofensa, pero no se ha alcanzado una afirmación duradera de la propia autoconciencia.
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Para ello, entra en juego la figura del siervo, del esclavo. La suya es, de hecho, una sumisión
permanente. Esto se expresa en ciertas locuciones que se usaban en la sociedad feudal. Por
ejemplo, cuando el siervo decía: ¿hemos dormido bien? se refería en primera persona al patrón. El
sueño del patrón es nuestro sueño: este es el verdadero siervo. Pero esta abnegación ¿puede
fungir como base de la autoconciencia? ¿Qué es lo que la puede fundamentar de manera
duradera? En este caso tenemos una experiencia sorprendente: que el patrón no tiene una
autoconciencia duradera. Él está, por decirlo así, encadenado a las cosas que el siervo le prepara.
REALIZARSE A SÍ MISMOS
Una revolución social como la que se dio en nuestro siglo en Rusia, evidencia, de manera
desconcertante, que incluso una autoridad consolidada (como la servidumbre de los campesinos
hacia su patrón, tal vez, muy querido) ha generado grandes formas de autoconciencia. Alexandre
Kojève, el gran hegeliano ruso (su apellido original era Kojevnikov) se ha hecho hegeliano después
de haber vivido la revolución rusa, durante la cual, su padre (un propietario amado y
reverenciado) había sido asesinado de improviso por una turba enardecida. El se dedicó a estudiar
a Hegel, afrontando el capítulo de la relación entre el siervo y el patrón, aprendiendo muchas
cosas (como sucede a cada uno de nosotros). ¿Cuál es en verdad la base para una auténtica
autoconciencia? No es el dominio sobre los demás, sino el trabajo: saber hacer algo, es esto lo que
nos hace conscientes de nosotros mismos. Todos lo sabemos. En los años inestables de la
adolescencia, la autoconciencia es lábil, oscila entre la arrogancia y la conmiseración. Quién no
conoce el carácter precario de los años de la pubertad. Sabemos, sin embargo, que poco a poco
madura una conciencia de sí, una capacidad de autoorientación. Como educador de la juventud
universitaria, hablo frecuentemente de esto, es más, más que hablar de ello, busco despertar en
los jóvenes la conciencia de las propias capacidades, que se traduce en una lenta apertura de la
autoconciencia, que no se ocupa, narcisísticamente, sólo de sí misma, como es característico de
los adolescentes. Poco a poco, se adquiere mayor objetividad y se aprende que, a través de los
propios conocimientos, científicos o literarios, se pasa a formar parte de una comunidad laboral o
en ese conjunto de tareas que cada uno se pone autónomamente; todo ello forma, a la larga, una
especie de visibilidad del espíritu. No se trata, sin embargo, de una verdadera visibilidad, sino más
bien, de una forma de solidaridad profesional, como por ejemplo, la de una asociación de
médicos. Es un fenómeno, este, tal vez criticable, porque se entreven riesgos de una
autoconciencia soberbia y exclusiva. También la excesiva vanidad de los profesores es un hecho
bastante conocido, que requiere una crítica por parte de nosotros. La superioridad que proviene
de nuestra posición de docentes debe ser ejercida moral, social y humanamente. También en este
caso, es necesario que el otro tenga conciencia del reconocimiento. Para obtenerlo, el mejor
medio pedagógico es, ante todo, que el otro se sienta reconocido y, en segundo lugar, admitir los
propios errores. Haciendo esto, se crea una nueva apertura entre maestro y alumno, entre padre e
hijo y, en general entre las personas.
Con esto, nos encontramos ya en el centro de la primera aproximación a ese gran ámbito temático
que la Fenomenología del Espíritu, a través de la razón observadora y la razón legisladora,
alcanzará en esas formas de la experiencia que, con Hegel, denominamos “saber absoluto”. Una
de estas es el arte. ¿Por qué el arte? Porque es algo que es capaz de hacer desaparecer mi yo. El
arte habla a un nosotros, no solamente a mí, sino a todos nosotros. Lo mismo se puede decir de la
religión y del su mensaje revelado y, finalmente, de la filosofía. Ésta no habla de sensaciones
subjetiva o de experiencias vividas, sino de aquello que nos une a todos en cuanto seres
pensantes.
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PERSPECTIVAS
En esta exposición me he limitado a presentar solamente el pasaje decisivo de la conciencia a la
autoconciencia, atravesando la dimensión de la autoconciencia. No he presentado los contenidos,
ni puedo hacerlo aquí, La Fenomenología del Espíritu es un libro de casi 500 páginas. La dificultad
del estilo hegeliano se hace siempre mayor cuanto más se lee esta obra, porque ella, recorriendo
las etapas de la autorrealización del espíritu, ha asimilado íntimamente todas las problemáticas de
la ciencia de su tiempo. De ahí derivan, para nosotros, hoy, problemas de orden histórico, porque
se requiere ir a ver cuáles eran entonces los conocimientos biológicos, astronómicos, psicológicos
y de las demás ciencias. El mismo Hegel expondrá después estos contenidos en la Enciclopedia de
las Ciencias Filosóficas, su obra sistemática principal. En los encuentros sucesivos, no me detendré
sobre tales aspectos, sino que volveré a tratar de los tres grados del espíritu absoluto, de las
relaciones entre arte, religión y filosofía, pero sólo después de haber examinado lo Lógica, que es
la disciplina introductoria al Sistema en su conjunto.
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Hegel: la Dialéctica
Hemos comenzado a ocuparnos, más de cerca, de dos grandes obras maestras de Hegel que han
requerido una introducción. Quisiera recordar que la Fenomenología del Espíritu es una obra en
verdad particular. Hegel debe haberla escrito en una especie de trance, trabajando con increíble
energía en una época de gran inquietud cómo fue aquella de la invasión napoleónica de Alemania
y sobre todo, de Prusia. Estas fueron las circunstancias exteriores que dieron lugar al primer
tentativo de parte de Hegel de presentar la totalidad de su pensamiento desde una perspectiva
particular. En pocas esta obra consiste en mostrar cómo se llega necesariamente a una toma de
conciencia: toda conciencia e rojo autoconciencia y sobre esta base, es posible presentar los
contenidos de la autoconciencia como una cadena de experiencias del hombre o más
precisamente del espíritu mismo. Éste es precisamente el camino de la fenomenología del espíritu
que parte de la certeza sensible conoce un punto de quiebre en la autoconciencia y conduce
finalmente a las formas más elevadas de cercanía a la verdad, como el arte, la religión y la filosofía.
Al afrontar estos temas nos hemos esforzado por mostrar a Hegel no tanto en la férrea coraza de
sus útiles razonamientos, sino resaltando más bien los contenidos. Hemos dejado de lado el
aspecto metodológico del cual Hegel se ha servido para desarrollar sus propios pensamientos, es
decir, el tema de la dialéctica. Esta es la problemática que pensamos afrontar hoy.
LA HERENCIA DE KANT
Es claro que aquí, Hegel se remite a Kant. Ha sido Kant, de hecho, quien evidenció junto a la lógica,
la dialéctica como un elemento importante de la reflexión crítica. El mostró que la razón no es
capaz de construir una metafísica sobre la base de conceptos puros y que cuando eso sucede
como en el caso de la metafísica de escuela se producen sólo verdades aparentes. Por ejemplo, no
es posible aducir argumentos inconfutables acerca del origen del mundo, o bien, sobre las pruebas
de la existencia de Dios. Todas estas cosas adquieren su certeza de una fuente diversa de la de los
conceptos puros. Como es sabido, la pregunta formulada por Kant es la siguiente: ¿cuáles son las
condiciones de posibilidad de nuestro conocimiento? A este respecto él concibe los famosos
juicios sintéticos a priori, una expresión que entume a los profanos. El problema es este: ¿cómo es
posible conocer, desde un principio ― a priori― el ligamen que un cierto evento tiene con su
causa? Es fácil darse cuenta que un presupuesto fundamental del conocimiento debe ser este:
admitir que la naturaleza y en la realidad, todo depende de alguna causa. Esto indujo a Kant a
discutir el principio de causalidad en sus determinaciones fundamentales. Ahí donde rigen los
conceptos puros, y no estamos ante objetos dados en el espacio y el tiempo, Kant ha mostrado
que la razón no puede deliberar y debe necesariamente cae en contradicciones y antinomias. En
este sentido ha hablado de dialéctica de la razón pura, retomando así un término que se ha
conservado en las escuelas filosóficas desde la antigüedad tardía, si bien, con funciones diferentes.
EL DIÁLOGO CON LOS ANTIGUOS
Nuestro intento consiste en clarificar el significado de la dialéctica, remontándonos al origen
griego de esta noción y mostrando la manera en que Hegel la plasmó en su método filosófico. Es
un programa muy amplio, el que pretendemos afrontar porque en realidad la dialéctica ha
acompañado siempre a la filosofía. La lectura de Platón, por ejemplo, nos hace entender que para
él, el término dialéctico es sinónimo de la filosofía misma. ¿Qué quiere decir esta palabra? No hay
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duda que aquí bien entendida en el sentido del diálogo: dialéctica es el arte de conducir una
conversación de dialogar con un interlocutor, llegando a un cierto fin. Esta era la habilidad
madurada por Sócrates (al menos como nos lo presenta Platón). Es claro por ello, que para Platón,
acompañar a los otros hasta el conocimiento o la evidencia, se identifica con la dialéctica. Pero él
recurre a este término no sólo contemplando la maestría de Sócrates en una manera obstinada
hasta hacerse odioso; de hecho Sócrates desenmascaraba a las personas ambiciosas anulando su
incapacidad de responder a la pregunta fundamental de la vida humana: ¿qué es el bien? ¿Qué es
la justicia que buscamos realizar con todos nuestros esfuerzos? Éste comportamiento condujo a
Sócrates como es sabido, a ser acusado de sofista, de recurrir a nuevas formas de argumentación
para exponer a los demás a la burla pública, contribuyendo de esta manera, al destruir la paz y la
armonía de la vida social. Esta era la opinión de una sociedad muy conservadora, como bien
escrita, por ejemplo, por un comediante como Aristófanes. Gracias a él sabemos que esta gente no
consideraba a Sócrates una persona seria.
EL ARTE DE TENER RAZÓN
¿Por qué el significado de la dialéctica como diálogo se transformó en la acepción de la dialéctica
como método? Hemos de considerar otro factor. Sucede que en el seno de la cultura griega, en
aquel mismo siglo, al final del cual Sócrates debió beber la cicuta, se desarrolló una cierta técnica
de la argumentación filosófica, que se remontaba a los eléatas y, en particular, a la enseñanza de
Parménides y de su discípulo Zenón. Parménides estaba en desacuerdo con las grandes visiones
cosmológicas y meteorológicas desarrolladas en Mileto y Éfeso, respecto de las cuales había
asumido una actitud crítica, declarando que el sentido de la verdad y del ser no podía clarificarse
de estas investigaciones de los físicos de Mileto. Ahora, bien, para sostener esta crítica en
confrontación con los estudiosos de la naturaleza pertenecientes a la grande escuela jónica, su
discípulo Zenón mostraba que todas esas hipótesis de una multiplicidad de diferenciaciones al
interno del orden natural unitario, contenían suposiciones contradictorias y daba la siguiente
razón: no puede haber ningún tipo de multiplicidad. Admitiendo lo múltiple, en lugar de la unidad
del ser se llega siempre a contradicciones. Así, comenzó a generar una técnica argumentativa, que
no siempre se utilizó con fines nobles (como los del ciudadano Sócrates) sino que también fue
utilizada por aquellos maestros itinerantes que en ese tiempo abundaban en Grecia. Estos
preceptores ambulantes (que no eran nunca atenienses) eran llamados sofistas. Naturalmente, no
eran bien aceptados por las familias de antigua tradición urbana ni entre la clase más elevada de la
sociedad. Sócrates, en cambio, siendo ateniense, gozaba de una posición privilegiada. En el mismo
terreno, pues, crecieron dos hierbas distintas. Esta técnica argumentativa provenía de la Magna
Grecia, del ahora sur de Italia y de Sicilia, y era una especie de producto importado, que en Atenas,
es decir en la madre patria griega, causaba estupor y despertaba fuertes resistencias. Platón
utilizaba el término dialéctica, que en aquel tiempo se estaba convirtiendo en un término de uso
común, pero que designaba también la técnica que se utilizaba para meter en dificultades al
interlocutor. Obviamente, Platón, que tenía un gran respeto por Sócrates, buscó mostrar en sus
escritos que el razonamiento socrático es algo distinto, en cuanto acerca al hombre a la verdad,
aunque sólo poniéndole ante la propia ignorancia, para abrirlo a acoger nuevas enseñanzas y
conocimientos. Hay, pues, dos aspectos diversos: el abuso de la argumentación con fines
puramente sofistas y el uso correcto de esta técnica, en el sentido propuesto por Sócrates a la
élite de la juventud ateniense. Es sabido también, el caso bastante trágico de su amistad con
Alcibíades, uno de los máximos talentos políticos, dotado de un carácter poco digno de confianza
(la derrota de la ciudad de Atenas en la Guerra del Peloponeso dependió en gran parte de él).
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Estos fueron los orígenes del término dialéctica.
FILOSOFÍA Y DIÁLOGO
Debemos detenernos a clarificar las íntimas relaciones que emergen de nuestro discurso. Un
punto firme es éste: la dialéctica tiene que ver con el diálogo, es decir, con el hecho que podemos
hacer convincente un razonamiento sólo si el interlocutor lo sigue. Por lo tanto, en un diálogo
platónico, encontramos siempre jóvenes inteligentes que, diciendo solamente sí o no, o bien,
entiendo lo que dices, confirman que están siguiendo el discurso. Esto implica, naturalmente, que
también quien guía el diálogo, el otro interlocutor, está atento a quienes le siguen. En este caso, se
habla de una capacidad de ir al encuentro del otro: el carisma, la profunda influencia moral que
Sócrates sabía ejercitar, dependiendo, no en último término, del hecho que sabía ponerse en los
zapatos del otro, acoger sus motivaciones, sus errores, sus vanidades, pero también la capacidad y
la disponibilidad para el conocimiento verdadero; Sócrates sabía tomar en cuenta todo esto. Esto
indica claramente que el pensamiento nace al interior de una comunidad de investigación y de
diálogo y que el monólogo no es una conducta adecuada al pensamiento. El monólogo es conocido
por todos como una forma teatral, pero sabemos que, en realidad, se trata de un diálogo en voz
alta. Cuando Hamlet recita su famoso monólogo, “ser o no ser; ese es el problema”, en realidad
asistimos a un íntimo soliloquio, que se pone en escena: se trata de algo muy distinto de la
tipología del monólogo que predomina en las instituciones científicas. Quisiera recordar que el
momento dialógico, en la forma de la argumentación y la réplica, ha caracterizado siempre al
pensamiento. Platón ha abordado el tema y también Aristóteles lo ha tenido en cuenta abriendo
cualquier tratado de un problema filosófico con la exposición de las diversas tesis favorables y
contrarias, seguidas de su solución. Esta forma clásica de la dialéctica se ha mantenido a lo largo
de los siglos, además de pasar a la enseñanza de la Iglesia cristiana. Un testimonio célebre en ese
sentido es la gran Suma Teológica de Tomás de Aquino, que tiene esta misma estructura: ahí
encontramos la fórmula “sed contra”, con la cual se introduce la argumentación contraria,
mientras en el denominado “corpus”, es decir, en la doctrina propia de Santo Tomás, usa la forma
“respondeo, dicendo” (respondo, diciendo) que preludia a la solución y conciliación de las
contradicciones y de las tesis contrarias en el marco de una doctrina racional. Por ello, la
escolástica produjo frutos extraordinarios en el uso de la dialéctica de la refutación de matriz
aristotélica. Cuando cruzamos el umbral de la modernidad, nos encontramos ante una situación
totalmente nueva, ligada al nacimiento de la ciencia moderna. El concepto, dentro del que se
identifica esta nueva ciencia, se remonta de nuevo al mundo griego, por otra parte, ahora
irreconocible: me refiero al concepto de método. Fue Descartes el filósofo que ha señalado la
esencia de la ciencia moderna, evidenciando la particularidad del monólogo científico. En el
Discours de la mèthode, y en particular en las Reglas (Reglas para la dirección del ingenio), se
propuso una tarea de amplias dimensiones. El Discurso del Método se inicia diciendo: “estoy
convencido que no hay nada en el mundo tan bien repartido que la inteligencia”. Lo que falta,
generalmente, es el correcto uso metódico de nuestra inteligencia. Es necesario aprender a
proceder conforme al método, paso tras paso, de manera que en cualquier momento de la
argumentación se pueda controlar. Este planteamiento ha sido recibido en la época moderna
también en la filosofía escolar, donde la misma dialéctica ha sido considerada como una especie
de método. Por ejemplo, la dialéctica de Pedro Ramos representó una especie de técnica casi
sofísta de la argumentación, contra la cual debieron imponerse los grandes pensadores de la
filosofía de escuela.
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UN PROYECTO COLOSAL
Finalmente, llegamos a la concepción de Hegel, que fue sugerida por sus predecesores: Fichte, por
ejemplo. Hemos clarificada ya cual era la nueva misión, la finalidad que estos discípulos de Kant,
sus admiradores y seguidores, se habían propuesto. Pretendían hacer de la autoconciencia el
terreno sobre el cual fundamentar y desarrollar todo nuestro conocimiento. Este camino, de cuyo
contenido he hablado un poco, al hablar de la Fenomenología del Espíritu, era el mismo que ya
Fichte y sus predecesores ―por ejemplo Reinhold― habían tratado de empezar a recorrer. Fichte
había recurrido a la dialéctica, formulando dos tesis extremas y en oposición recíproca y
proponiendo una solución intermedia respecto a ellas. Hegel, sin embargo, tenía otro tipo de
genio. Había asimilado el concepto moderno de método científico, proponiéndose la tarea de
tomar los movimientos de una sola instancia de pensamiento, replicando, paso tras paso, el
pensamiento de la contradicción, hasta exponer la totalidad de nuestro saber. Por ello, su sistema
de las ciencias filosóficas toma el nombre de Enciclopedia, es decir, “compendio del saber”. Esta
expresión había sido ennoblecida por la Encyclopédie, la obra fundamental del iluminismo francés.
Quien retomaba el título de esta obra colosal de la época de las luces, para darle este nombre a un
tratado de filosofía, se proponía con ello un proyecto igual de ambicioso: la elaboración de una
Enciclopedia de las ciencias filosóficas. El intento consistía en decir: “también nosotros queremos
ser metódicos”; Hegel desarrolló su filosofía buscando usar el instrumento metodológico de la
dialéctica, de la doctrina de los opuestos.
LA FILOSOFÍA ANTE EL ESPEJO
¿Cómo era posible este proyecto? Lo podemos clarificar con un ejemplo, del que Hegel se sirve en
su Prefacio a la Fenomenología del Espíritu. En ese tiempo estaba de moda el término
“especulativo”. Hoy en día, ese término es mejor conocido en el mundo de los negocios, de las
bolsas de valores: de hecho se dice, que se ha especulado en la Bolsa. Pero en aquellos años ese
expresión tenía otro significado: ser especulativo significaba ir más allá de las bases empíricas de
nuestro conocimiento, así como un comerciante que especula en los negocios, busca hacer
hipótesis en relación con el posible consumo, sobre el posible interés de sus clientes. El sentido de
la expresión es muy semejante, pero su uso es muy diferente, donde se afirma que la filosofía es
especulativa. Esta va más allá del interminable camino de la experiencia y conduce a un nuevo tipo
de verdad, a una certeza que se desarrolla de acuerdo con el método y que, por ello, pretende,
como la ciencia, llegar a resultados seguros. Si Hegel realizó este ambicioso programa especulativo
es una cuestión sobre la cual hemos de decir algo al final, alguna observación crítica. De hecho, el
progreso del espíritu y de la experiencia no tienen descanso y este arco de tiempo de casi dos
siglos que nos separa del inicio de la actividad de Hegel, ha de ser examinado desde el punto de
vista de la pregunta: ¿de qué modo, la grandiosa síntesis hegeliana ha hecho historia? Pero, antes
de pasar a ello, quisiera mostrarles cual es el planteamiento de la dialéctica hegeliana, apoyado en
un ejemplo que el mismo ha puesto. Se trata de su doctrina de la proposición especulativa, que es
una forma del juicio. ¿Pero qué juicio es especulativo? Normalmente, un juicio consiste en atribuir
a un sujeto dado cierto predicado, de acuerdo con las reglas gramaticales, o bien, enunciando las
propiedades de una cosa. Estas son las proposiciones empíricas; Hegel, en cambio, habla de
proposición especulativa. ¿Qué es eso? Nos da un ejemplo: Dios es unidad. ¿Hemos de entender,
pues que Dios tiene la propiedad de la unidad? No; esta frase dice algo más: todo lo que es unidad
es, por decirlo así, Dios, es en Dios. La proposición especulativa no añade, pues, algo nuevo a un
sujeto dado, sino que mira a su esencia. Por ello Hegel afirma que la proposición “Dios es el Uno”
puede convertirse en “el Uno es Dios”. El predicado puede convertirse en sujeto y el sujeto en
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predicado. Si queremos en verdad conocer el sentido de una proposición, hemos de
descomponerla en dos enunciados opuestos entre sí y que, sin embargo, dicen lo mismo.
EL HÉROE Y SU CAMARERO
Este es el modo en que Hegel introdujo la dialéctica. Esta indica una unidad especulativa.
Pongamos el ejemplo de la fuerza y de su manifestación. Hemos dicho ya qué es una fuerza. Una
fuerza en reposo, que no se manifiesta nunca, no es una fuerza. La fuerza es su manifestación.
Pero esta es, a su vez, la manifestación de una fuerza: estamos, pues, ante una contradicción.
Además, hemos visto que una fuerza presupone otra fuerza que la solicite y que de ello nace la
unidad del juego de fuerzas. Este es un ejemplo de la dialéctica hegeliana. Lo que tiene el carácter
de la unidad, revela en su interior una tensión de fuerzas contrapuestas. Este es el modo en que
procede hasta el final la ciencia metódica hegeliana. En ese sentido, la Fenomenología del Espíritu
recurría ya al método dialéctico. Se discute mucho si existe una diferencia entre el concepto de
dialéctica apenas expuesto, que hace explotar la contradicción interna a la proposición
especulativa y la dialéctica operante en obras sucesivas como la Enciclopedia y la Lógica. Yo pienso
que la dialéctica es la misma, pero que la Fenomenología tenía un objetivo diferente. En este
escrito particular, Hegel se había propuesto conducir a la conciencia ―que todavía no sabe que es
autoconciencia― hasta el punto en que se dé cuenta de que lo es, y lo hace partiendo de una
afirmación como ésta: “cuando mis sentidos me dicen que esto es madera, yo tengo el
conocimiento más evidente posible”. Pero la certeza de los sentidos es en realidad sólo una
indicación de algo que se nos da. A partir de esta resistencia u objetividad de las cosas, el
pensamiento debe tomar conciencia lentamente. Por eso, se habla primero de las cosas y de sus
propiedades; después de las fuerzas contrapuestas entre sí y, finalmente, de las leyes de la
naturaleza y de su validez para toda experiencia. Hemos recorrido ya esta senda hacia la
autoconciencia casi hasta el final, cayendo en la cuenta de estar muy cercanos al misterio de los
seres vivos y de su íntimo mantenimiento como vivientes a través de un continuo retorno a sí, la
absorción de las sustancias (la alimentación), la eliminación de los desechos y la reconstitución del
organismo. Todas estas experiencias son muestra de un conflicto dialéctico y ha sido necesario
detenernos en ellas. He mostrado ya como la dialéctica está presente en esa conciencia que tiene
que luchar por el reconocimiento y para ser aceptada por los demás y que sólo puede sentirse
satisfecha cuando es reconocida como libre y, sobre todo, independiente. Por ello, hemos visto lo
desilusionante que resulta el reconocimiento por parte de un siervo totalmente sometido a su
patrón. A este respecto, Hegel adoptó una fórmula muy incisiva que se encuentra ya en la comedia
francesa: “nadie es un héroe a los ojos de su siervo”. Para el camarero, en el sentido literal de
aquel que entre en el dormitorio, el héroe no es nunca un héroe, porque él conoce a quien
duerme ahí con todas sus debilidades y con todas sus necesidades y nunca en esos instantes de
grandeza en que lleva a cabo sus actos heroicos.
EL COMIENZO DE UNA NUEVA ERA
Ahora, me limito a recordar que de ese modo, la dialéctica en Hegel se convierte en una
experiencia de la conciencia, en el sentido que, ya en la Fenomenología, el que piensa es llevado
siempre más allá de su propio camino. He mostrado que la autoconciencia da un gran paso hacia
adelante con su capacidad de desempeñar un trabajo. Este es el tipo de autoconciencia que todos
conocemos en el actual mundo burgués, en el cual, en realidad, el proletariado en su conjunto ha
sido incorporado ya en la burguesía y la autoconciencia del trabajo, por todos conocida, revela una
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nueva forma de dignidad en la capacidad de cada uno de hacer bien su trabajo. Este es el pathos
burgués del siglo XIX. En el fondo, la integración del llamado proletariado mediante el seguro de
desempleo, las luchas salariales de los sindicatos y otras instituciones de los estados democráticos
contemporáneos, no tienden sino a hacer llegar a todos el valor de estas virtudes burguesas. En
ese sentido, estamos en el inicio de una nueva era, es decir, de esa época por la que Hegel ha
hecho aquel brindis en memoria de la toma de la Bastilla todavía, si no mal recuerdo, en 1827. La
Fenomenología del Espíritu cumple y repite metódicamente, un paso que, en el plano del
contenido, conocemos ya desde los primeros escritos juveniles de Hegel. De estos he citado una
frase, cuyos contenidos quisiera retomar ahora: la magnífica afirmación de acuerdo con la cual,
Cristo murió por nosotros. En la óptica cristiana esto significa que no debemos ver ya a la muerte
como una mera destrucción, sino como algo a lo que se dice sí, como se dice sí a la vida. Este gran
descubrimiento de la enorme fuerza de la conciliación, está presente ya en aquellos escritos y,
ahora, en la dialéctica fenomenológica, la vemos obrar paso a paso, dándose cuenta, por ejemplo,
que de la conciencia del trabajo, nace una nueva autoconciencia, la cual conduce, finalmente, a la
ciencia y más tarde aún, a la organización social de nuestra vida, donde formamos una comunidad
en el sentido que no soy ya yo, como individuo, quien acepta la ley que la sociedad impone, sino
que todos juntos nos sometemos a ella. De ahí pasa luego a la comunidad religiosa, en la cual
reconocemos el vínculo que nos une a los demás en el hecho de ser todos pecadores, como
enseña el mensaje cristiano (y es esto, precisamente, lo que nos une).
ARTE, RELIGIÓN Y FILOSOFÍA
De este modo, el camino dialéctico de la Fenomenología recorre la totalidad de nuestra naturaleza
y de nuestra experiencia histórica, para encontrar, al final, en el arte, la religión y la filosofía, su
plena realización. ¿En qué consiste esta realización? Todos sabemos que se hace violencia a una
obra de arte cuando se le explica en términos biográficos: una poesía no pretende hacer saber
que, por ejemplo, Goethe tuvo en Sesenheim una relación sentimental, y que de mañana,
montado en un caballo, en el gozo de su enamoramiento saludaba al mes de mayo. No es éste la
increíble fascinación de una poesía, sino el hecho que todos podamos reconocernos en la magia
del amor y en este encantamiento de una naturaleza que, de pronto, nos abraza como una amiga
o como una amada. Estas son las experiencias que una poesía sabe comunicar. Lo mismo vale para
la contemplación de una hermoso cuadro. No me refiero solamente a las pinturas de objetos
sagrados, sino también a las representaciones de temas profanos. Una cosa es cierta: los
pensamientos que nos vienen al mirar una imagen, de alguna manera están y expresados en ella,
al menos bajo la forma de estímulos para el pensamiento. Cualquier visión de una obra de arte es
un diálogo. También ella es dialéctica. Pero aquí se muestra también la más alta dialéctica, por el
cual el contenido de una obra de arte no se agota en una interpretación única: el producto
artístico es como un interlocutor superior, que nos da siempre nuevas respuestas. Si estas cosas
nos son evidentes a través del arte, valdrán también para una religión como la griega, que venera
las manifestaciones de lo divino en las esculturas de los grandes maestros de las artes plásticas
griegas. Nosotros sabemos, sin embargo, que hay otras certezas religiosas más allá de esta
petrificación de lo divino en las obras plásticas de la antigua Grecia; conocemos, por ejemplo, la
prohibición impuesta por los judíos a cualquier representación (“no harás imagen alguna”), que ha
dado a lo divino (a la idea de Dios) una nueva trascendencia. El creador no se manifiesta más en
imágenes, sino en su voluntad, en la ley, de manera que el cristianismo (¿?) es válido para toda
una nación (es más, en este caso se trata de una raza, la judía), es decir, para el pueblo elegido. En
seguida, el cristianismo tendrá una enorme difusión, conforme a su mensaje, el cual ordena:
“vayan a los pueblos y evangelicen”. La misma verdad, si bien puede ser vivida de manera diversa
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por cada individuo, por cada persona individual, es la que hace de nosotros una comunidad. Este
es el gran plural colectivo que Hegel reúne con el concepto de Espíritu Santo y con la propia
noción de espíritu como auténtica realización. Dada que llega a esta realización del espíritu por
medio de la dialéctica y de la transformación de proposiciones en principios siempre más
complejos, queda al final la duda si este camino ha sido dominado demasiado por la lógica
proposiciones y, por ello, por el principio de no contradicción y por la ley de la síntesis de los
opuestos. Nace, así, la perplejidad que la verdadera profundidad de la experiencia del amor, que
nos une con el prójimo y con Dios, buscará otras formas de realización, si no las tiene ya. Este será
uno de los puntos de los que me ocuparé al concluir mi reflexión sobre el pensamiento hegeliano.
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Hegel: la Ciencia de la Lógica
Con la discusión de las obras capitales de Hegel, de las que nos hemos ocupado (la Fenomenología
del Espíritu y la Ciencia de la Lógica), hemos alcanzado una visión de conjunto en el análisis de la
concepción hegeliana de la dialéctica. Hemos visto que esta última era una antigua forma de
argumentación, que consistía en el confrontar entre sí doctrinas contradictorias. En el mundo
antiguo, esta tuvo una función negativa: mostrar la imposibilidad de alcanzar la verdad de manera
de poder sostenerse en pie. Es verdad, que este concepto de dialéctica conoció un cambio radical,
bajo el impulso de la presunción de verdad propia de las ciencias modernas. Una vez, Hegel
escribió: “el concepto de demostración filosófica en la época moderna se ha perdido”. La
dialéctica, reformada por él, es una reconstrucción de este concepto que en el mundo antiguo, si
bien como una forma sólo negativa de demostración, era un movimiento dialógico del
pensamiento, creado por Sócrates y practicado por Platón en sus escritos. El argumento que
queremos afrontar es este: clarificar en qué sentido, la dialéctica, entendida como método, puede
constituir una “lógica”.
MÁS ALLÁ DE LO POSIBLE
Es evidente que no estamos ante una lógica formal en sentido aristotélico, donde el objeto del
tratado está constituido por la pura forma lógica de la proposición. Se trata más bien, de aquella
que, a partir de Kant, se denomina lógica trascendental. Detengámonos un momento en esta
noción. La lógica trascendental no es lógica formal; la obviedad de esta afirmación retorna en el
frontespicio de un tratado moderno, que es también el libro más bello escrito por Husserl, el
fundador de la Fenomenología, denominado, precisamente, Lógica formal y trascendental. Tal vez
tengamos ocasión de preguntarnos en qué medida este ensayo fenomenológico de nuestro siglo
conserva una estrecha relación con Hegel. De cualquier manera, es claro que la “lógica
trascendental” sobrepasa el ámbito de la experiencia posible y también el de las puras formas del
pensamiento. Su trascendencia consiste en que no se limita a buscar definir un ente posible, sino
en determinar sus condiciones de posibilidad. Esta es la formulación clásica que, a partir de Kant,
reaparece en todas las discusiones filosóficas, en las que se pone el acento en el conocimiento de
las condiciones de posibilidad. Se trata de una trascendencia que va más allá de la distinción entre
lo posible y lo real. La tarea de la lógica trascendental es, ya en Kant mismo, la de determinar que
hay de vivo y de sano en la metafísica y qué parte se debe abandonar por causa de su debilidad
dialéctica. Hemos visto que para Kant la metafísica se puede basar sólo sobre el fundamento
moral de la libertad humana y a partir de esta pueden ser reformulados los grandes problemas de
Dios, del mundo, del alma y de su inmortalidad, que no son temáticas de la ciencia teórica.
EL ALTAR EN EL TEMPLO DEL PENSAMIENTO
Hegel se había propuesto asumir esa tarea que Kant se había propuesto sólo en el ámbito de la
razón teórica, renovándolo, y ampliándolo. Cuando Kant recaba las categorías, bajo las cuales cae
siempre la experiencia (es decir, las condiciones de posibilidad de la experiencia en general) es
claro que se refiere a categorías ligadas a la experiencia empírica. Pongamos sólo un ejemplo: sería
insensato buscar conocer las causas, si no supiéramos que la causalidad constituye una modalidad
fundamental del pensamiento humano y científico. Incluso, en referencia a la libertad, Kant acuñó
la expresión “causalidad libre”, para aludir a la estrecha afinidad entre los dos ámbitos. Con ello,
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tenemos ya una primera orientación, que muestra la entrada en juego del más antiguo concepto
de la metafísica, el de categoría. En la doctrina kantiana de las categorías, viene formulada una
célebre crítica en relación con el análisis aristotélico de las categorías, afirmando que ésta es sólo
una enumeración rapsódica. Esta objeción contiene, sin duda, algo de verdad, en el sentido que
los griegos conservaron siempre una vena oratoria en la formulación de sus pensamientos
filosóficos. Era la praxis continua de la confrontación verbal la que daba vida al trabajo filosófico y
a su estructuración posterior en diversas teorías. Nosotros obedecemos, en cambio, a los vínculos
metodológicos y normativos de la ciencia moderna, formulados en el Discurso del Método de
Descartes, que prescribe que no se debe dar ningún paso antes de tiempo y de ir más allá sólo
cuando las premisas hayan sido clarificadas completamente. Kant estaba interesado, como es
sabido, en mostrar los límites de la razón pura y, al mismo tiempo, las condiciones, de acuerdo con
las cuales la razón es indispensable y constitutiva en el ámbito de la experiencia. Esta era su
legitimación de la ciencia moderna y en particular de la física de su tiempo (la mecánica y la
dinámica de Newton) de la cual recabará, posteriormente, los primeros principios metafísicos de la
ciencia de la naturaleza. Como hemos visto, Kant y Hegel tienen algo en común, o mejor, todos los
sucesores de Kant muestran un común denominador: una cierta doctrina kantiana los había
fascinado a todos; esa viene indicada en un modo extraño: “síntesis trascendental de la
apercepción”. Esta expresión quiere decir, grosso modo, que en relación a cualquier pensamiento
podemos decir “yo pienso pensar”. Pero, a partir de Fichte, se ha buscado derivar de este único
hecho de la autoconciencia todos los contenidos del posible conocimiento del mundo y del yo.
Todo esto Fichte lo hizo valiéndose de su dialéctica, y Hegel retoma esta tarea, pero con gran
estilo. Es él mismo quien lo dice. Al inicio de la Lógica, encontramos esta afirmación: “una filosofía
sin metafísica es como un templo sin altar”. Efectivamente, el altar de la metafísica hegeliana es su
lógica, esta lógica trascendental que pretende deducir de la autoconciencia, a través del método
todo lo que constituye, desde el principio, una condición de posibilidad de la realidad.
DIOS ANTES DEL GÉNESIS
Hegel fue siempre un espíritu genial, incluso en el sentido que encontró, de cuando en cuando,
paragones y metáforas convincentes, como por ejemplo su célebre descripción de la lógica: “esta
representa los pensamientos de Dios antes de la creación del mundo”. En otros términos, ésta no
es una ciencia de la realidad. La lógica es una ciencia de la posibilidad, es decir, de las condiciones
de posibilidad de lo real. Esta formulación tiene algo de emocionante: nos da la impresión de
asistir a la develación de una dimensión de perfección en la cual se inspiró el diseño del Espíritu de
Dios cuando plasmó la realidad.
Hegel buscó también, deducir las condiciones de posibilidad de la realidad a partir del
pensamiento, de la autoconciencia (en el momento en el cual ésta ha llegado a ser consciente de
sí misma). ¿Pero cuál puede ser el punto de partida, desde el cuál comenzar? Para responder, es
preciso tener en cuenta el método de la dialéctica, el continuo proceder por etapas sucesivas.
¿Qué quiere decir esto? Cuando se piensa, acontece una extraña experiencia: es necesario pensar
algo más. Por ejemplo, cuando se dice “ser”, se está obligado a pensar también la “nada”. O bien,
cuando se pronuncia el término “algo” se es constreñido a precisar que tiene un determinado
tamaño o una naturaleza determinada. A partir de ello, se puede ver que los conceptos
fundamentales del pensamiento humano están ligados entre sí, que es imposible describirlos, sino
es observando que todos derivan unos de otros. Esto se veía ya en la Fenomenología. En ella, por
ejemplo, no podíamos limitarnos a hablar de una sola fuerza. La fuerza es necesariamente
contrapuesta a otro, por lo que se trata de un juego de fuerzas. Igualmente, en la Lógica, para
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vislumbrar las condiciones de posibilidad de la realidad, es necesario entender el modo en que
estas condiciones se reclaman unas a otras y obligan a pensar necesariamente algo más. Esta es la
tarea de la lógica. Veremos que, en ese sentido, ella constituye la base del sistema hegeliano y,
por ello, de toda su filosofía, de la cual forma parte ―además de esta ciencia de la posibilidad― la
doctrina de la realidad, la “Realphilosophie”. La dificultad a la que hemos de remitir nuestras
reflexiones, es la siguiente: Cómo es posible para nosotros pasar de la posibilidad a la realidad sin
recurrir a la teología.
EL SER Y LA NADA
Si se parte de esta premisa (es decir, de nuevo, de la autoconciencia, que pretende afirmar lo
inmediato) se llega a un punto singular: lo inmediato sólo puede ser el ser mismo y nunca algo
determinado. Así, precisamente, comienza la Lógica hegeliana. De hecho, el ser es un concepto
totalmente abstracto, o al menos, es tal para el pensamiento determinante al cual se remite toda
la lógica. En realidad, no se sabe nada todavía cuando se dice “ser”. Si nombramos “esto y no
aquello” ―o bien, “algo”― nos encontramos ya al interior de determinaciones y distinciones;
pero, si nos limitamos al “ser”, es como si dijéramos: “nada”. Por ello, Hegel ha hecho realmente
un tentativo muy valiente. Alejándose de la metafísica y de la doctrina de las categorías de
Aristóteles, buscó recabar, de los albores del pensamiento griego, el inicio de esta su lógica
universal y definitiva. De hecho, ante la palabra “ser”, quien conoce la historia del pensamiento
griego recuerda de inmediato a Parménides y, con ello, los orígenes de la filosofía eleática y el
rechazo de la nada, que constituye el verdadero intento del famoso poema didascálico de
Parménides. Hegel muestra (como veremos) que la diferencia entre ser y nada no existe sino que
es una creación nuestra: somos nosotros los que concebimos el ser y la nada. No hay movimiento
alguno que proceda del ser a la nada, dado que ambos son equivalentes. Se afirma, más bien, que
en el devenir, el ser y la nada están ligados de manera que no se pueden separar. Esta es una
afirmación que se remonta a los antiguos, naturalmente: el devenir es pasar del no-ser al ser. Pero
en la acepción del devenir como paso de una cosa a otra está la idea de movimiento. Por esta vía,
Hegel arriba al criterio metódico de la filosofía: el movimiento mismo de los pensamientos es el
objeto de la filosofía; no nuestro pensamiento, sino lo que se va realizando en nosotros, en el acto
de pensar. Él adoptó, para referirse a esta actividad, una expresión fácil de entender y muy
difundida: “reflexión”. Es oportuno precisar que este pensamiento filosófico no se limita a asumir
datos empíricos, sino que medita sobre sí mismo, es decir ser “re-flexiona”, se re-pliega sobre sí
mismo: este es el sentido de la “re-flexión”, es una metáfora óptica, referida a la idea del reflejo
en un espejo.
EL ESPEJO DE LA REFLEXIÓN
Cuando decimos que el método de la filosofía hegeliana tiene como tarea estudiar la reflexión, no
nos referimos a nuestra reflexión conceptual, sino al modo en que los conceptos se reflejan a si
mismo y, por ello, se escinden de su unidad. A este respecto, Hegel formuló una distinción
enigmática, diciendo: “no se trata de una reflexión exterior; no llegamos de fuera a contemplar
este movimiento, sino que se trata de una ‘reflexión inmanente’”. Esta expresión llena de estupor
a todos aquellos que se basan en la filosofía. Recuerdo que Nicolai Hartmann me dijo un día:
“cuando usted haya entendido qué es la reflexión inmanente, habrá dado un gran paso hacia
adelante”. He intentado hacerla comprensible, explicando que aquí tiene lugar un pasaje que se
da al interior de los mismos pensamientos y que no sólo podemos seguir, sino crear. Esta doctrina
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suscitó ciertas reacciones en contra. En particular, Schelling comentó: “es un discurso que no
funciona: ¿qué tiene que ver el movimiento con la lógica?” Sin embargo, hay cierto movimiento:
del ser y la nada, se pasa al devenir. Tal vez ahora es posible clarificar el paso sucesivo: el devenir
es siempre un nacer o un morir, es decir, tiene que ver siempre con alguna cosa, está vinculado,
necesariamente, con algo que será o que fue. Aquí se ve muy claramente que el paso, inevitable,
se da al interior del pensamiento mismo. No puedo limitarme a hablar del devenir, como si no
supiéramos que es siempre algo lo que deviene y esto no proviene de nuestro pensamiento, sino
que está implícito en la noción misma de devenir. Este es le inicio de la lógica hegeliana. Podemos
expresarlo en otros términos: aquí, por primera vez, se describe, en su estructura más simple, el
fundamento del desarrollo lógico. De hecho, conocemos estos conceptos por el mundo antiguo.
¿Qué es, si no, el filosofar, sino la reflexión, el replegarse sobre sí mismos tras haber conocido la
infinita apertura de la experiencia humana? En Platón, la reflexión es una anamnesis, un reclamo a
la memoria. Esta despierta lo que ya es, precisamente como sucede cuando descubrimos que en el
ser y la nada se cela el devenir; que éste implica algo, algo determinado (cualitativa o
cuantitativamente) y que esto implica a su vez la medida y, así sucesivamente. En estas pocas
palabras he resumido ya el contenido del primer volumen de la Lógica hegeliana. Todo esto puede
ilustrarse recurriendo a conceptos históricos: piénsese, por ejemplo en el modo en que Hegel
concibió el pasaje del “ser” de Parménides al “devenir” de Heráclito y, además, a toda la
especulación pitagórica sobre la noción de medida, que gracias al misterio del número, de la
unidad de grandeza y de las proporciones unificó la realidad del cosmos en una especie de
armonía de las esferas.
LA ESENCIA DE LA VERDAD
Con esto estamos apenas en los inicios de un tratado que, en efecto, no hace sino reproducir la
dimensión del pensamiento presocrático, es decir, de los albores de la filosofía griega, en los
cuales no estaba todavía claro que tal visión de la realidad (su imagen filosófica, intentado por los
primeros pensadores), a pesar de representar la primera descripción de la manifestación de lo
real, no aprehendía todavía lo que fundamenta los fenómenos y sus mutaciones. Por ello, el
segundo libro de la Lógica hegeliana se abre con esta proposición: “la verdad del ser es la esencia”.
Se trata de una frase que debe hacernos reflexionar. Para comenzar, nosotros conocemos el
concepto de esencia (y de esencialidad) por la terminología escolástica de la filosofía. Este término
traduce el término latino “essentia”; para los alemanes esta es una palabra de origen extranjero:
esencia sirva también para indicar el agua de Colonia y, en general, un concentrado de agua
perfumada. Es en esto en lo que pensamos, al escuchar este término. Tiene, sin embargo, otra
acepción importante. Hegel toma, precisamente, en consideración la terminología filosófica
cuando habla de “esencial” y de “inesencial”; estos términos, como se sabe, se refieren a lo que
pertenece a la esencia y a aquello que no le pertenece. Pero todavía hay algo más y en este punto
la cuestión comienza a hacerse más complicada. El término alemán “Wesen” (esencia) connota
también al “ser vivo”, implicando así un movimiento, un valor verbal “ese hombre es cómico en su
ser”. Diciendo esto, me refiero a su comportamiento en su conjunto. O bien, “aquel de allá es un
ser miserable” (en referencia a un hombre viejo y frágil que da pena); también en este caso el
lenguaje se aleja mucho de la filosofía tradicional y de su concepto de esencia (o de ser). Este es el
sentido en que se expresa la proposición “la verdad del ser es su esencia”. Se puede decir, en otros
términos que la verdad del ser se manifiesta “en su ser”, es decir, en la procesualidad de un
evento, o bien, en el pasaje de una imagen tradicional del ser a un conocimiento más profundo de
él. Este es el camino recorrido por la filosofía griega clásica, la vía que conduce al èidos, a la “idea”
platónica, que puede tener la ambición de nombrar las cosas en “su ser”, mostrando con ello la
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“verdad del ser” y esta es la vía que conduce a los complejos interrogativos metafísicos que
Aristóteles, en cuanto platónico, ha dirigido a Platón y a la ciencia de su tiempo.
LA QUINTAESENCIA
Observamos, pues, la articulación necesaria de la Lógica, que se presenta ante todo en el ser (o
bien en su forma más indeterminada) y que posteriormente se desarrolla en sus determinaciones
fundamentales como reflexión inmanente, de las que no me es posible ofrecer aquí un cuadro
detallado. No es difícil mostrar que el pensamiento consiste siempre en hacer distinciones y que el
distinguir presupone siempre dos cosas diversas que necesariamente se condicionan mutuamente.
Si digo “identidad”, o bien “ipseidad”, debo siempre pensar también la “diferencia”. No tiene
sentido decir que “lgo es idéntico”, porque idéntico es siempre idéntico a algo más. A este
respecto hay una historieta divertida que quisiera contar. Un día, la policía había emitido una
orden de captura de un individuo que había cometido un delito. Tras dar los elementos para su
reconocimiento, el comisario se había informado sobre uno de los investigados preguntando si era
idéntico al buscado. Respuesta: “lo conocemos bien: es un hombre de pésima reputación y no se
excluye el que pueda ser también idéntico”, como si el ser idéntico fuera una propiedad, siendo
que se trata de una determinación de la reflexión. Sobre este punto, Hegel había tenido un buen
maestro en Platón, quien enseñó que la identidad y la diferencia son conceptos de reflexión
inseparables.
Después de este paréntesis chusco, volvamos a la consideración seria del edificio de la Lógica
hegeliana. A las dos primeras partes, le sigue una tercer que es difícil de comprender, la Lógica del
concepto: ¿qué querrá decir “lógica del concepto”? Independientemente de cuanto se ha dicho
hasta aquí, una cosa es cierta: “ser”, “esencia” y “concepto” no son nunca representaciones o
instrumentos de nuestra actividad, sino algo que tiene lugar en nosotros. Ahora bien, el concepto
es todavía más profundo que la esencia. El concepto es la “quintaesencia”. Ya esto no hace
entender, de simple oído, que la quintaesencia es una especie de non plus ultra, en que se
compila, por decirlo así, todo aquello que pertenece a la esencia. Hegel mostró que este es el
significado de la “idea” platónica y que en ella reside la verdadera condición de posibilidad de lo
real.
EL LOGOS
Preguntémonos, por un momento, como se refleja todo esto sobre los inicios de la filosofía griega.
Es evidente que lógica es un término griego. Cuando Hegel habla de “lógica” y de su “lógica
trascendental”, se refiere en sentido amplio, a la palabra “logos”, que domina la filosofía griega
desde Heráclito hasta Platón y Aristóteles e, incluso más allá de él. Es bastante difícil encontrar
una traducción adecuada de “logos”. Me acuerdo que cuando era estudiante, el sentido del
“logos” se traducía con expresiones como “razón” o “concepto”. Pero en mi primer encuentro con
Heidegger, me dijo que su significado es el literal, es decir, lenguaje. A este respecto, encontramos
una temática a la que nos habíamos acercado al hablar de la esencia. He llamado la atención sobre
el hecho que en esta palabra no está presente sólo la terminología filosófica, sino también algo de
la sabiduría del lenguaje, para la cual, el término alemán Wesen (esencia) resuena también
Answesenheit (presencia): cuando algo se acerca y parece llenar todo el espacio (con su presencia,
precisamente) o cuando entra en una estancia una persona muy influyente y todas advertimos la
plenitud de esa presencia. ¿Cómo nos podemos aproximar al significado de “logos”? Volvamos una
vez más al principio del movimiento lógico, donde encontramos esta afirmación: “el inicio del ser
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es la inmediatez indeterminada”. Hemos visto que “inmediatez indeterminada” equivale a decir
“nada”. La íntima copertenencia de estas dos nociones, excluye, en realidad, que haya una
diferencia conceptual: estas son distintas sólo en nuestro entendimiento, dice Hegel. Hemos de
clarificar este punto. El momento culminante de la Lógica es el siguiente: no es nuestro
pensamiento el que pasa de una cosa a otra, sino es el devenir mismo, el devenir de algo,
independientemente del hecho que yo lo piense. Además, ese “algo” tiene sus cualidades, sus
determinaciones, su “medida” y, finalmente, su “esencia real”, como por ejemplo, la especie (esta
realidad de la naturaleza animada, donde las tipologías vegetales y animales se renuevan y se
reproducen continuamente en sus individuos). Estamos, pues, seguramente fuera del
pensamiento subjetivo, si bien todas estas cosas son pensables: el pensamiento coincide con lo
que es. Este es el sentido del término “categoría”. Aquí sucede, por otra parte, algo extraño, que
merecería mayor atención: Hegel no usa nunca el plural “las categorías”, sino siempre “categoría”,
en singular. Esto depende del hecho que la totalidad es una anamnesis, un extraer lo idéntico de lo
idéntico. Este es el recuerdo en su sentido más auténtico; el aflorar de algo que no es “nuevo”,
sino lo que ya era, que olvidamos y que, en otras palabras, ha sido removido y ahora, por algún
motivo, reaflora. Este reaflorar es aquello de lo que el movimiento de la reflexión filosófica nos
hace conscientes. Todo lo que ya conocemos desde siempre, se nos muestra aquí a la luz de la
reflexión.
DEL PENSAMIENTO A LA REALIDAD
El ser, la nada, el devenir y éste es siempre el devenir de algo. Hegel fue el primero que introdujo
con gran sentido estas nociones en el complejo de la historia de la filosofía occidental. Debemos a
él, que los presocráticos no sean considerados sólo un confuso y mítico prólogo a las
observaciones de la naturaleza, sino que representen una preparación a todo nuestro
pensamiento lógico. Obviamente, los resultados alcanzados por Hegel han animado sensiblemente
la investigación, llevándola a reconocer en los presocráticos a aquellos que prepararon el terreno
para las filosofías de Platón y Aristóteles. Es evidente que no se trata sólo de una recuperación
historiográfica, sino de la posibilidad de avizorar una dimensión que precede al mismo logos: el
ser, como tal, es indeterminado; pero logos significa “determinar algo”. La nada, a su vez, es algo
también indeterminado. Hemos de darnos cuenta del significado verdadero y propio de la primera
experiencia fundamental del “aquí”, cuyo contenido corresponde al “esto aquí” de la certeza
sensible; cuando afirmamos “hay algo”, en realidad hemos dicho ya demasiado: de hecho, la
certeza sensible no es todavía certeza de algo sino sólo del simple “esto aquí”. En síntesis, la
Fenomenología puede describir a partir de la conciencia lo que la Lógica conduce en la esfera
objetivo desde la determinación hasta la idea. ¿Pero, cómo se puede proceder más allá, afirmando
que la idea determina la realidad? La verdad del ser es la esencia; y la verdad de la esencia es el
“concepto”, que a su vez, es la idea. Todo ello se puede comprender sobre la base del
pensamiento griego. ¿Pero, cómo es posible, partiendo de la lógica (que es el universo de las
posibilidades) dar el paso decisivo hacia la realidad? La “creación”: esta es la gran respuesta que
ofrece la metáfora de Hegel, de acuerdo con la cual la lógica representaría los pensamientos de
Dios antes de la creación del mundo. Pero que es la realidad y que nexo se dé entre la idea y las
determinaciones reales de nuestro conocimiento del mundo, este es un problema filosófico de
extrema dificultad, que tal vez constituye el límite, más allá del cual no somos capaces de
entender como Hegel pueda haber creído dar el paso de la idea a la realidad, operándolo en el
pensamiento.
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Hegel: la Estética
Nos acercamos al final de nuestro itinerario, cuyo título complexivo es “el paso de Kant al
idealismo alemán”, es decir, a los grandes constructores de sistemas como Fichte, Schelling y
Hegel. Sin embargo, esta transición no es sólo la descripción de una etapa de la historia de la
filosofía, sino, como lo he señalado, conlleva la relación entre iluminismo y romanticismo. Estas
dos fuerzas de nuestra vida espiritual no se encuentran sólo en una época histórica, sino que
sobreviven hoy en día en nuestro entorno cultural. Veremos, para concluir, como Hegel (el
pensador en el cual esta confrontación ha mostrado la totalidad de las imponentes fuerzas en
juego) sigue incidiendo sobre la edad contemporánea y a determinar sus posibilidades
conceptuales y culturales.
DEL SER AL ESPÍRITU
Nos hemos ocupado ya de sus dos obras capitales, es decir, la Fenomenología del Espíritu y el
Sistema de Filosofía (en su primera parte, constituida por la Lógica), privilegiando motivos y
temáticas que resultan comprensibles a todos, respecto a contenidos exquisitamente técnicos. La
diferencia y la semejanza de estas dos obras maestras se pueden resumir en la siguiente
formulación: la Fenomenología del Espíritu procede de la certeza a la verdad, mientras la Lógica
parte del ser a la idea y de la idea al espíritu. Estos son los conceptos clave de su resonancia en
toda la edad moderna. Partiendo de este aspecto, pretendo ilustrar nuevamente cómo se articula
este gran camino espiritual que conduce del ser al espíritu. El “ser”, que como hemos visto
constituye el momento inicial de la lógica, es una expresión que significa todo y nada: no se afirma
nada determinado, cuando se dice “ser”. Incluso sin entrar en detalles, espero haber conseguido
mostrar que, cuando pretendemos precisar el sentido del término “ser”, nos vemos obligados a
pensar, a hablar el lenguaje de los conceptos, los cuales se reclaman unos a otros. Al final, resulta
que este reino de las posibilidades, dominado por el espíritu y atribuible a Dios antes de la
creación (por utilizar una aguda expresión hegeliana), este camino recorrido por la Lógica, se
encuentra en un punto de quiebre decisivo, cuando trate de pasar a la realidad, a las categorías
propias de lo real. Aquí estamos, en verdad, ante algo muy difícil: el problema del paso de la
posibilidad a la realidad, o bien, de la idea de lo posible a la naturaleza real, a la estructura de
nuestro mundo real, para aproximarnos, finalmente, al mundo humano, el de la historia. De todo
ello, somos deudores de Hegel.
LA VITALIDAD DE LA NATURALEZA
Tomando por orden, los contenidos de la obra hegeliana, en su desarrollo, lo primero que
encontramos es el paso de la idea a la realidad. Esta última es, en primer lugar, la concretez de la
naturaleza; no se trata, sin embargo, de la naturaleza en el sentido en que la entienden las
modernas ciencias naturales, sino de una acepción mucho más amplia que ésta (que la tradición
del pensamiento ha llamado también natura naturans), es decir, una naturalidad que se desarrolla
a sí misma y que no es objeto, sino vida. En realidad, es con la naturaleza viva que se inicia el
camino de la Realphilosophie, es decir, de la filosofía de la realidad, que ocupa el segundo puesto
en el Sistema de las Ciencias Filosóficas, al que Hegel dio el ambicioso título de Enciclopedia. Esta
naturaleza viviente, en su propio desenvolvimiento había aparecido ya en el recorrido que
conduce de la conciencia a la autoconciencia. En esa ocasión mostramos que es precisamente la
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noción de vida la que abre las puertas a la autoconciencia. También en este aspecto, se puede
intuir la presencia de ese gran amigo y rival de Hegel, que en los mismos años estudiaba teología y
filosofía en Tubinga, es decir, Schelling, cuyo pensamiento fue asimilado por la filosofía hegeliana.
El desarrollo de esta energía de la naturaleza es, como ya he señalado, el momento preparatorio
de la autoconciencia. En otros términos, la vitalidad de la naturaleza tiene ya, en cierto modo, la
misma estructura que posteriormente se mostrará como pensamiento consciente de sí mismo. A
este respecto, Schelling acuño una célebre formulación, hablando de una “prueba física” del
idealismo. El propio Hegel no quise renunciar nunca a esta prueba, aunque mostrara que con el
idealismo de la autoconciencia no estaba dicha aún la última palabra: de hecho, en el idealismo de
la autoconciencia se acumula crecientemente la experiencia del espíritu que trasciende al
individuo y que abarca la esfera de las relaciones humanas y de la estructuración del mundo
circundante por parte del hombre, implicando todas las grandes instituciones que Hegel amaba
caracterizar con el concepto de “espíritu objetivo”. Esta sí que es una expresión paradójica. Se
requería de la argucia de un suavo como Hegel para imponer de manera exitosa este concepto de
espíritu objetivo. Este tiene que ver con la esfera de las instituciones: la ciencia (también ella) es
una forma del espíritu objetivo: no es una quehacer del individuo, en cuanto sujeto que hace
ciencia; son los grandes resultados objetivos de la ciencia los que admiramos en ella.
Y su aplicación a la vida social
ESPÍRITU OBJETIVO Y ESPÍRITU ABSOLUTO
Cuando Hegel introduce la expresión “espíritu objetivo”, alude, naturalmente a la expectativa que
el espíritu es algo subjetivo, (espíritu subjetivo). Y en un primer momento eso es lo que es en la
autoconciencia del individuo. Pero no somos sólo individuos aislados, sino que pertenecemos
siempre a la sociedad, en una apertura recíproca. Ahí donde, con los intercambios lingüísticos y de
opiniones, organizamos nuestro mundo, este último no giro sólo en torno a nosotros, sino que se
convierte en imagen de nuestro mismo ser, de nuestra espiritualidad. Éste no es sólo el mundo de
la ciencia, sino también la esfera de la ética, del derecho, de todas las cosas que los seres humanos
hacen en común. Esto es, precisamente, lo que Hegel denomina “espíritu objetivo” y veremos que
tal atribución del conjunto de la realidad social será uno de los resultados más duraderos y
significativos de la obra de Hegel. Es cierto, de cualquier manera, que este es uno de los aspectos
en que el genio hegeliano brilla con mayor intensidad, su capacidad de síntesis, de unificación y de
mediación. La expresión “espíritu objetivo” se refiere también a otro ámbito: lo que se opone al
espíritu objetivo no es sólo el espíritu subjetivo, sino aquel que Hegel denomina “espíritu
absoluto”. Es precisamente de éste del que nos ocuparemos ahora. El espíritu objetivo se
manifiesta, sobre todo en los célebres Lineamientos de Filosofía del Derecho, una obra que ha
encendido, más que cualquier otra, el debate en torno a la concepción política de Hegel. Pero su
capacidad de síntesis abarca no sólo el mundo social de la ética y de las doctrinas jurídicas, sino
que era capaz de acoger aspectos que marcan profundamente la cultura y la reflexión humana, es
decir, el “espíritu absoluto”. El término “absoluto” conoce una larga lucha en el curso de la historia
occidental: se trata, en realidad, de una expresión platónica o neoplatónica, que significa
“absuelto”, es decir, suelto de cualquier condición particular y, por ello, común a todos nosotros,
incondicionalmente, de manera que el individuo renuncia totalmente a su dimensión privada, en
el momento en que se abre a la experiencia del absoluto.
EL VALOR DEL ARTE
29
¿Cuáles son las manifestaciones del absoluto? Una de ellas nos es conocida a todos y nos es
bastante familiar: el arte. La obra de arte nos fascina profundamente, porque en ella nos
reconocemos a nosotros mismos (si bien la expresión nosotros mismos no se refiere a la esfera
privada del individuo sino a aquello que sabe hablarnos a todos nosotros): es algo de lo que todos
hacemos experiencia en el arte. Ahora me encuentro en un local, en cuyas paredes tenemos
testimonios de las artes figurativas. Se recorremos con la mirada esta colección a través de sus
diversas épocas, tenemos la sensación que la entera tradición de las artes figurativas y también el
copioso universo de la literatura, nos acompañan siempre con su mensaje y que, tal vez, al día de
hoy, circundados como estamos por la secularización y la transformación técnica del mundo, el
arte tenga un valor expresivo particular. La presencia del arte basta para recordarnos que un
mundo completamente secularizado no se puede definir plenamente como un “mundo”. De este
forma parte también la trascendencia, o bien, la necesidad que tenemos los seres humanos
(suspendidos entre el nacimiento y la muerte) de pensar más allá de nosotros mismos. Antes de
que el último resplandor de vida se haya apagado, antes que hayamos exhalado el último aliento,
ya durante nuestra vida, cada uno de nosotros (a título individual y social) ha planteado en su
pensamiento el misterio de la muerte y el destino de los seres humanos. En este sentido, la
religión está muy cercana del arte. En un tiempo estuvo presente en las grandes obras plásticas
del arte griego, que representaba a las divinidades. Hoy, gracias al anuncio del cristianismo,
comprendemos que el más allá de Dios concurre a determinar profundamente el más acá de
nuestra existencia terrena.
Nos estamos ocupando, pues, de la cercanía entre el arte y la religión. Para ilustrar esta cercanía,
mencionaré las Lecciones de Estética, que se encuentran entre las más bellas lecciones hegelianas.
Este curso universitario fue inaugurado por Hegel en Heildelberg, una ciudad que, no por
casualidad, fue privilegiada por las Musas: era la patria del Volkslied y en ella se encontraban las
grandes recopilaciones de cantos populares y de cuentos; en pocas palabras, el espíritu del
romanticismo con todo su encanto y su magia.
LAS VISIONES DEL MUNDO
Las Lecciones de Estética, reelaboradas por un discípulo de Hegel, inteligente y experto en cosas
relacionadas con las artes, constituye uno de los escritos hegelianos de más ágil lectura. Hoy
sabemos que no se trata de una obra tan auténtica como creíamos. El editor ha agregado mucho
de propio, pero la vida del espíritu es capaz de superar victoriosamente incluso estas formas de
contaminación, haciendo que un texto no totalmente autógrafo en todas sus palabras, puede ser
leído como una auténtica obra hegeliana. Las Lecciones de Estética afrontan un tema de particular
interés, y han dado vida a un neologismo que ha pasado después al lenguaje común:
“Weltenschauung”, “visión del mundo”. Obviamente, “Weltenschauung” es una expresión
romántica, referida al mundo en que estamos. Sin embargo, el arte es capaz de reflejar las diversas
concepciones o visiones del mundo, ofreciéndonos de ellas una imagen visiva, intuitiva. Por ello, la
historia de la vida espiritual conserva su actualidad, paradójicamente, precisamente en la historia
del arte, receptáculo de las visiones del mundo. Digo paradójicamente, porque el arte es el
“maestro del pasado” que hace que cualquier cosa reviva como si fuera actual. Por otro lado, no
quisiera minimizar la grande actualidad que tienen para nosotros las épocas pasadas, como se han
sucedido en el tiempo: el arte griego, el románico, el impulso de la edad moderna con el
humanismo, el renacimiento y sus grandes estilos artísticos que van del barroco hasta sus
resonancias en el clasicismo, en el biedermaier, en el neorrealismo y en todo lo que tiene que ver
con ellos. Todo esto adquiere para nosotros la dimensión del presente. Cuando observamos una
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pintura, o cuando nos conmueve una poesía, no es el documento histórico el que nos impacta,
sino el mensaje inmediato que nos transmite. Nos encontramos a nosotros mismos en algo que,
aun siéndonos desconocido, somos capaces de reconocer y a pesar de no siendo capaces de
expresarlo con palabras, percibimos con absoluta certeza como nuestra verdad. En esto se realiza
un camino que es siempre paralelo al de nuestro pensamiento conceptual. De hecho, la tercera
forma del espíritu absoluto (además del arte y la religión) es la filosofía, es decir, el tentativo (o la
empresa) de expresar en conceptos todo lo que nos supera en la visión del arte y en las promesas
de la religión.
La Estética de Hegel, sin embargo, no ha dado expresión conceptual sólo al arte (respetando esa
forma dialéctico-constructiva tan rigurosa, propia del proceder hegeliano) sino hace posible, en
ella, el que nos reconozcamos a nosotros mismos. En esta obra de arte no aflora sólo el arte, sino
también la historicidad de la vida humana, su desarrollo necesario en la dimensión del tiempo.
LA RACIONALIDAD DE LA HISTORIA
También, en cuanto filósofo de la historia, Hegel cumplió una acción decisiva: mostró en ella la
presencia de la razón. Se descubría así una realidad completamente nueva: la historicidad era algo
diferente a la razón. La razón, el logos, la lógica, eran los instrumentos de aquel gran ojo pensante
que los griegos habían desplegado sobre el mundo. Para nosotros, el mundo histórico pertenece
también a la racionalidad: en ella encontramos la lucha del hombre por la conquista de la libertad
social y de la vida asociada en todas sus formas. La historia de la libertad representa, también para
la filosofía, la fuente última de su legitimación. Precisamente por esto, no es posible descubrir la
razón en la historia y en ese sentido no podemos concordar con Hegel, a pesar que el seguirla
buscando es y sigue siendo, una necesidad insoslayable. No sólo las promesas de la religión, sino
también los esfuerzos de nuestro pensamiento están vueltos a recorrer la historia. Buscamos, por
ejemplo, anticipar las posibles soluciones a nuestra crisis ecológica actual, prevenir los peligros de
devastación a manos de fanáticos o de impedir un mal uso de nuestro potencial técnicodestructivo: a pesar que éste forma parte de nuestra libertad y de nuestro intento de desarrollar
racionalmente el mundo que hemos construido y de defenderlo. En este sentido hay dos cosas
inseparables: por un lado el cosmos ordenado de los antiguos, es decir, la naturaleza que incluye al
mundo humano y, por otro, el mundo cristiano, el de la historia de la salvación y de la historia
terrena. Una interrelación peculiar de estos dos mundos el que determina nuestro moderno
sentido de la historia, el sentido de la finitud de todos y de la continuidad del espíritu que vincula y
une a todos. Este me parece que es el gran paso dado por Hegel. Una vez, Heidegger dijo de él:
“Hegel ha sido el último filósofo griego”, refiriéndose al hecho que Hegel, ya en la Lógica,
desarrolló de manera exhaustiva todas las formas de posibilidad desde el ser indeterminado hasta
la idea, expresando también el mundo real (en la noción de un pensamiento que necesariamente
se determina y se completa) y dando vida así a la filosofía de la historia, a la filosofía del arte y a la
filosofía de la religión, la cual, con su especificidad, ha pretendido acercarse a nosotros hasta la
religión revelada, tratando de hacerla comprensible. Entiendo perfectamente las reservas de la
iglesia cristiana en su relación con Hegel, en el sentido que el mensaje de redención (en su
unicidad) no puede ser completamente oscurecido por la tendencia iluminista de la humanidad.
Pero no por esto se ha de renunciar a buscar la realización de esta promesa de salvación incluso en
nuestra reconciliación con la realidad, con nuestra vida, con la historia, con los destinos de la
cultura; en síntesis, este modelo de conciliación, propio de la religión, puede ser un objetivo al cual
ha de tender nuestra vida intelectual. Veremos que esta instancia influirá profundamente la
recepción de la filosofía hegeliana en la sucesiva historia del pensamiento y que la incidencia de
31
Hegel en nuestra historia política ha sido notable, al grado de dominar todavía muchos aspectos
de la filosofía contemporánea.
LA LIBERTAD DEL SER HUMANO
No es sencillo analizar detalladamente todas estas perspectivas. El campo de la historia no puede
compararse con el maravilloso espectáculo que ofrece el movimiento regular de los cuerpos
celestes, que ha hecho del cosmos y de la cosmología de los griegos una manifestación de la razón.
¿Qué sentido tiene buscar en la confusión de los destinos humanos algo como la razón? Sin duda,
Hegel intentó resolver este asunto no sin forzar las cosas, ilustrando el panorama de la historia
universal (que parte de las culturas del oriente hacia las culturas griega y romana, al mundo
cristiano, a los pueblos germánicos y latinos, hasta la totalidad de la historia universal) y
sosteniendo la íntima necesidad de esta evolución. Difícilmente podremos concordar con Hegel y
aceptar que la totalidad de la historia responda a una necesidad racional. Se puede, en cambio,
reconocer con él que la Revolución Francesa (es decir, el acontecimiento político decisivo para el
destino individual de los idealistas alemanes) dio vida a un nuevo concepto de libertad, en el que
se expresa de manera adecuada la noción cristiana de igualdad de todos los hombres delante de
Dios. Ciertamente, la libertad del hombre en la vida real no se alcanza o se adquiere con ello. Al
contrario, si las visiones hegelianas de la historia del arte, de la historia universal y de la historia de
la filosofía han aprehendido algo de verdadero, esto es el hecho que nuestro mundo, en cuanto
pertenece al ser humano, no es nunca el conjunto perfecto de las obras humanas, sino más bien
un mundo de aspiraciones y de luchas para alcanzar los fines de la libertad humana. Lo que se ha
alcanzado con la Revolución Francesa y con sus repercusiones en Europa no es el fin de la historia,
sino el fin de una cierta concepción de la historia humana. Por ejemplo, en nuestra conciencia
actual, una guerra es legítima e inevitable, es más, se quiera o no, es sensata sólo si sirve para
crear un orden que satisfaga mejor la libertad humana. Este ideal sigue siendo un ideal de la
humanidad. Por ello, la historia universal no ha llegado a su conclusión, dado que la lucha por la
libertad continúa siempre.
Lo mismo vale para ciertas afirmaciones hegelianas sobre el arte. En relación con este propósito,
su doctrina recurre a formulaciones muy provocativas.
LA MUERTE DEL ARTE
Hegel era un suavo, miembro de un pueblo célebre en Alemania por su gusto por la provocación:
es la única rama germánica que en vez de decir sí, dice “ha no”, es decir ¿cómo no? Ahora bien,
este carácter se muestra también en el dicho hegeliano de acuerdo con el cual el arte pertenece al
pasado. Nuestros contemporáneos han hablado incluso de muerte del arte. En cierto sentido, el
arte está en sus postrimerías si se le considera desde el punto de vista de la evolución estilística
que va desde el arte antiguo al románico y renacentista, hasta el último estilo artístico, el barroco,
al cual le siguieron diversos movimientos estilísticos nuevos, de breve duración, efímeros, que
llegan hasta el moderno y postmoderno. No se trata ya del mismo tipo de arte y, sin embargo, tal
vez hoy el arte es más arte de cuanto lo haya sido nunca. Sin duda, las grandes épocas artísticas
son aquellas en las que más fuertemente se imponen las aspiraciones religiosas y la experiencia de
la trascendencia y es, por ello, un enigma que en nuestro mundo tecnológico el arte, a pesar de
transformarse bajo el influjo de la técnica, pueda seguir siendo arte genuino y que las nuevas
formas de creación artística, como las que se encuentran en las artes figurativas, con sus cuadros
técnicamente pobres, nos salen al encuentro, cuando se trata de verdadero arte, como una chispa
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arrojada por la trascendencia. Un cuadro “abstracto” cuando es obra de un gran maestro, sabe
hablar un lenguaje (mudo) pero rico y siempre estimulante para el pensamiento. En mi estudio de
Heildelberg está colgada una litografía de Poliakoff, bastante bella que me regalaron mis alumnos,
cuando cumplí setenta años de edad, me parece. Cuando, absorto en mis pensamientos, volteo
hacia la izquierda, veo un par de superficies coloreadas, contrapuestas entre sí y se transparenta
algo que parece un rostro humano y, después, sin duda, una cruz, cuya tonalidad está suspendida
entre el rojo y otros tonos más oscuros que llegan hasta el negro: todo esto me invita, de manera
reiterativa a reflexionar en los misterios de la vida y del más allá. El arte está vivo aún. Nuestro
pensamiento lo ha elevado hacia nuevos horizontes espirituales. Mientras se haga filosofía, habrá
diálogo con el arte, con las artes y con las creaciones del talento humano, destinadas lentamente a
fundirse en una cultura mundial. No sabemos cuál será su nuevo rostro. Pero si pensamos en la
música, caemos en la cuenta que conlleva una promesa: el lenguaje musical del siglo pasado, pero
también el clasicismo alemán y vienés ―Schubert, Beethoven e incluso Bach― es capaz de hablar
ahora al corazón de los americanos, e los japoneses, de los rusos o sudafricanos, de manera
semejante a aquella en la que se dirige hacia nosotros europeos. El idioma de la música es, tal vez,
la señal más clara de una cultura planetaria que se está formando, en la cual ―más allá de las
barreras lingüísticas― se puede aprender juntos y se puede probar un sentido de solidaridad,
trabajando y luchando unidos por la libertad.
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