La posguerra, el hambre y el estraperlo Gabriel Monserrate Durante los primeros años de la invasión franquista fue muy difícil conseguir un poco de comida. En las tiendas de comestibles y en los hornos de pan, donde siempre acostumbrábamos a comprar, no despachaban nada. Los escaparates estaban completamente vacíos. Sólo se notaba un poco de movimiento cada primero de mes, cuando nos daban el racionamiento. Este racionamiento lo organizaron de la siguiente manera: a cada habitante en toda España nos controlaron y nos dieron la llamada “Libreta de racionamiento”. Ésta tenía varios sellos que ponían: “Vale pan”; “Vale arroz, azúcar, aceite, patatas”; y otro que sello que ponía “Varios”. Este último era por si daban alguna cosa durante ese mes que no estuviera programada, como carne, judías o bacalao. El pan sí que lo daban diariamente, pero era un panecillo tan pequeño que no te llegaba ni para el desayuno. Al principio, este panecillo era de harina de trigo, pero cuando llegaron unos meses en que se acabó la harina de trigo, empezaron a emplear harina de maíz. Era malísimo, pero como no teníamos otra cosa, nos lo comíamos. Pero pasaron otros cuantos meses y otra vez cambiaron de harina. Entonces venían unos barcos cargados con una especie de raíces, no sé de qué país venían, pero en el muelle siempre había un barco descargando esas raíces. Las llevaban a los molinos y las molían para fabricar pan. Este pan no sabía a nada, no pesaba. Cuando te lo comías, parecía que te estabas comiendo un bolado. Pasaron otros cuantos meses y, nuevamente, emplearon otra clase de harina. Esta vez ya era imposible podérselo comer, porque esta harina era de guijas o de altramuces. Se ponía tan duro el pan, que si te lo tiraban a la cabeza te hacía el mismo efecto que si te lanzaran una piedra. Mira si sería malo que, con el hambre que había, estaba tirado por las calles. Llegó un momento en que escaseaba tanto la comida que en algunas tiendas sólo encontrabas acelgas, nabos y cebollas. Se hizo imposible esperar a que te dieran el racionamiento, porque nosotros los mayores aún podíamos aguantarnos un poco, pero nuestros hijos eran pequeños y nos pedían pan. Pero pan sí que había, había de todo porque empezó el estraperlo. Si tenías dinero, conseguías toda clase de comida, aunque debías disponer de mucho dinero y nosotros, los trabajadores, en cuanto al dinero, por aquellos tiempos, con lo que ganábamos a veces no podíamos ni pagar el racionamiento. Tenías que decirle al tendero: “¡La semana que viene te pagaré!”. Y casi todos teníamos una cuenta con una libreta en la tienda donde acostumbrabas a comprar fiado. Eso sí, cuando llegaba el sábado, lo primero que hacías era ira la tienda y pagar. Pero no podías pagarlo todo, siempre te quedaba algo por pagar, ya que los gastos eran muchos y el jornal era muy bajo. Llegó un momento en que muchas personas salían por las noches y se dedicaban a robar por los campos, porque era la única manera de poder comer. Era imposible comer, con lo cara que estaba la comida con el estraperlo. Recuerdo que, cuando iba al cine, siempre había en la puerta alguna persona que estaba vendiendo garrofas y avellanas. Te daban tres garrofas por una peseta y doce avellanas por otra peseta. El día que comía garrofas, cuando ibas al servicio sudabas para poder hacer tus necesidades, pero seguías comiendo porque te calmaba el hambre. En cuanto al estraperlo, muchas personas se hicieron ricas con este negocio; os contaré cómo funcionaba. Muchas personas se dedicaron a salir de Barcelona, y recorrían los pueblos en busca de comida para comprar, pues en algunos pueblos no faltaba la comida. Estas personas llegaban a los pueblos y compraban al precio que les pedían. Cogían los trenes y se marchaban, por ejemplo, a Valencia, donde compraban una cantidad de arroz. También viajaban por Andalucía, donde compraban aceite. Es decir, que lo recorrían todo para conseguir comida. Se pasaban dos o tres días viajando de un lado a otro, comprando, para cuando regresaran a Barcelona, vender al precio que quisieran. Pero estos viajes también tenían sus inconvenientes: como estaba prohibido el estraperlo, muchas veces, cuando los pillaba la policía por las carreteras o a la subida del tren, les requisaba todo lo que llevaban y algunas veces los detenían. Esto ocurría en los inicios del estraperlo, pero pasó un tiempo y la policía fue cogiendo confianza con los estraperlistas, con las propinas que recibían y con los “favores” que la mayoría de señoras hacían a la policía. Ya podéis pensar la clase de favores a los que me refiero. A partir de entonces, pasar con los bultos hacia los trenes se hizo una tarea más fácil. La policía hacía la vista gorda. Pero cuando subían al tren con los paquetes, se encontraban con otro problema: tenían que esconder todo el género por todos los rincones del tren porque durante el viaje, cuando menos lo esperaban, en cualquier estación subía la policía al tren y, si veía algún bulto sospechoso, se lo llevaba. Pero los estraperlistas se las sabían todas y ya conocían todos los rincones donde esconder la comida para que no se las quitaran. Se subían a los techos del tren y corrían por encima como si corrieran por el suelo. A más de uno le costó la vida, porque no se daba cuenta de que venía algún túnel, y los mataba. Precisamente un día que yo volvía de Reus de hacer unos encargos, el tren paró en la estación de Sant Vicens de Calders. Venía con la cabeza inclinada sobre el cristal de la ventanilla y, de repente, me di cuenta de que bajaba sangre por la ventanilla. Avisé al revisor; comprobaron de dónde procedía aquella sangre, y descubrieron que en el techo había un hombre muerto. Se debía a que acabábamos de pasar por un túnel, el cual seguramente aquel hombre no vio, y lo mató. Seguidamente, desengancharon el vagón del tren, y lo pusieron en una vía muerta para que viniera el juez a levantar el cadáver. Nosotros seguimos el viaje hacia Barcelona. Retomando el tema del estraperlo, cuando el tren empezaba a entrar en Barcelona, se notaba un movimiento continuo de los estraperlistas. Tenían que ir preparando todo el género que traían escondido en el tren, porque antes de llegar a la estación se tenían que deshacer de todo. Os explicaré el sistema que empleaban. Cuando el tren empezaba a entrar en Barcelona, los maquinistas aflojaban un poco la velocidad del tren. Los familiares de los estraperlistas empezaban a tirar desde el tren todos los bultos. Toda la mercancía era recogida por las familias, para llevarla a vender, y ahí empezaba el estraperlo. Cogían el género y cada uno escogía un lugar de la ciudad y, vigilando que la policía no los viera, ofrecían el género que tenían. Pero para que el público supiera que vendían, siempre llevaban de reclamo en la mano una o dos barretas de pan. Recuerdo que en la calle de Marià Aguiló, esquina con la calle Juncà, en Poblenou, se concentraban muchos estraperlistas. Allí encontrabas toda clase de comida y todas las marcas de tabacos. Pero se necesitaba tener un sueldo muy elevado para conseguir cualquier artículo. Por ejemplo, un pan de un kilo que en el horno costaría dos pesetas, allí te costaba cincuenta pesetas. Lo sé porque nosotros los trabajadores, gracias a una ley del gobierno, los que teníamos hijos teníamos derecho a unos puntos que, al final del mes, nos representaban unas pesetas extras. El primer mes que cobré los puntos compré un pan de kilo para celebrarlo, y me costó cincuenta pesetas. Esto fue un sábado por la tarde. Cuando me presenté en mi casa con aquel pan, mis hijos saltaban de alegría y salían a la calle, diciéndole a algún amigo: “¡Mi padre ha traído un pan grande!”. Para ellos aquello era como las Navidades. Eso sí, aquel mismo día querían comérselo; pero les dije que no, que esperaran al día siguiente, que cuando nos levantáramos lo celebraríamos. Y, un poco enfadados, se fueron a dormir. Creo que no dormirían mucho esa noche, pensando en el pan del día siguiente. Preparamos unos tomates y cortamos unas rebanadas de pan. El que quiso, se puso tomate o se lo comió solo. Aquella mañana, con el pan solo encima de la mesa, parecía que estábamos celebrando una fiesta. Todo esto, hace falta vivirlo para comprenderlo. Cualquiera que no lo haya vivido pensará que exagero, pero es la pura verdad. En uno de estos viajes en que regresaban los estraperlistas hacia Barcelona, un hombre estaba subido al techo del tren preparando los bultos para lanzarlos hacia la cuneta para que los recogiera su familia. Pero no se dio cuenta de que en ese lugar existía un puente. Recibió un golpe tan fuerte, que le cortó la cabeza. Este caso fue muy sentido en todo Poblenou, porque era muy joven y muy conocido en el barrio. Este puente era de hierro y lo pusieron porque en aquel lugar el tren mataba muchas personas, y era un lugar de mucho tránsito. Se encontraba al final de la calle de Aragó, en la plaça de les Glòries, en el mismo punto donde el tren empezaba a dar la curva para dirigirse hacia la estación de Francia. Con el estraperlo, pues, algunas personas ganaron mucho dinero. Pero también a varios les costó la vida y más de una paliza. Los primeros días que empezaron a vender estraperlo, los urbanos les perseguían y les quitaban el género. Pero cuando pasó un tiempo, ya se conocían y los estraperlistas les hacían algún regalo de vez en cuando a los urbanos. Así podían vender sin que les molestaran. Pero la tranquilidad se les terminó a los estraperlistas cuando llegó a oídos del Ayuntamiento todo lo que ocurría entre ellos y los urbanos. Para acabar con el estraperlo, el Ayuntamiento puso en la calle a un hombre, muy famoso en toda Barcelona, llamado “El Grabado”. Con él iban tres hombres más, y con un camión recorrían todos los lugares donde acostumbraban a vender estraperlo. Cuando llegaba “El Grabado”, se bajaban todos del camión corriendo, y siempre pillaban a alguien vendiendo. Le quitaban el género y, si se resistía, “El Grabado” le pegaba con la porra. Yo mismo le había visto pegarle un empujón a una mujer embarazada, y tirarla al suelo. Este hombre fue el terror de los estraperlistas. Se puso de moda en Barcelona que, si querías gastarle una broma a un amigo, le decías: - Si no estás quieto, ¡llamaré al Grabado! Él terminó con el estraperlo en las calles, pero también le valió que le pegaran varias palizas cuando lo encontraban solo por el Barrio Chino. También nos enterábamos cada vez que le pegaban. Corrió el rumor por la ciudad, de que lo habían matado. Seguramente, fue verdad, porque no se supo más del “Grabado”. Acabó con el estraperlo de las calles, pero seguía existiendo el mismo estraperlo, aunque menos a la vista. Hacia los años 1943-44, la única nación que nos mandaba algo de comida era Argentina, porque las naciones europeas tenían declarado un boicot hacia España. Es decir, al General Franco y a la dictadura que impuso en todo el país, donde no paraban los fusilamientos en el Campo de la Bota, o los consejos de guerra, donde no paraban de matar a personas diariamente. Debido a la dictadura, iba pasando el tiempo y más y más países del mundo nos miraban mal. No disponíamos de ninguna clase de materias primas. Nos estábamos hundiendo en la miseria. Muchas personas, para poder comer un poco, se ponían en las puertas de los cuarteles, esperando las sobras del rancho de los soldados, para quitarse el hambre. Los niños y los ancianos tenían que ir al Auxilio Social, donde también les daban un poco de comida: un plato de farinetas, que les servía para calentarse un poco el estómago.