No hay lugar seguro

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En una fantasmagórica finca a las
afueras de Dublín aparecen los
cadáveres de un padre y sus dos
hijos. La esposa y madre está
malherida y es trasladada a
urgencias. La zona está repleta de
casas a medio construir porque,
como Pat Spain, el hombre hallado
muerto junto a sus hijos, ha
sucumbido a la crisis económica. El
inspector Mick Kennedy, un perro
viejo del departamento, se hará
cargo del caso con la ayuda del
novato Richie Curran. En un primer
momento, Kennedy cree que no
será complicado de resolver. Pero
no tarda de cambiar de opinión:
detalles que no cuadran, pistas que
parecen conducir a dos lugares al
mismo
tiempo,
presencias
inexplicables...
Y la propia vida personal de Mick
Kennedy se entremezcla con su
investigación. En cuanto la noticia
salta a la prensa, reaparece su
hermana Dina, y con ella los
secretos y las sombras del pasado,
que quizá tengan algo que ver con el
caso del que ahora se está
ocupando...
Tana French
No hay lugar
seguro
Garda - 4
ePub r1.0
Ledo 30.04.14
Título original: Broken Harbour
Tana French, 2012
Traducción: Gemma Deza Guil
Editor digital: Ledo
ePub base r1.1
Para Darley, mago y
caballero
Capítulo 1
Antes que nada, aclaremos algo: yo era
el hombre idóneo para este caso. Les
sorprendería saber cuántos de los
muchachos habrían puesto pies en
polvorosa de haber tenido la posibilidad
de hacerlo, y yo la tenía, al menos al
principio. Un par de ellos me dijeron a
la cara: «Prefiero que pringues tú,
colega». Pero a mí no me preocupó lo
más mínimo. De hecho, los compadecía.
A algunos detectives no les gustan
mucho los casos notorios e importantes;
demasiada mierda de los medios de
comunicación, dicen, y si no los
resuelves te metes en una buena. Pero
esa actitud negativa no va conmigo. Si
inviertes tu energía en pensar en lo
doloroso que será el batacazo, ya estás a
medio caer. Yo prefiero concentrarme en
los aspectos positivos, y los hay a
patadas: aunque uno puede fingir que
está por encima de eso, todo el mundo
sabe que son los grandes casos los que
acarrean grandes promociones. Dadme
los casos con titulares y quedaos con los
apuñalamientos entre camellos. Si no
sois capaces de comeros el marrón,
seguid vistiendo el uniforme.
Hay muchachos que no soportan los
casos en los que hay niños involucrados,
lo cual me parece comprensible, pero si
no soportas un asesinato desagradable
—y perdón por expresarlo así—, ¿qué
coño haces en el Departamento de
Homicidios? Apuesto a que en el
Departamento de Derechos de la
Propiedad Intelectual les encantaría
contar con ellos. Yo he llevado casos de
bebés, de ahogamientos, de asesinatos
con violación y el de un tipo al que
decapitaron con una escopeta y cuyos
sesos quedaron esparcidos por las
paredes y, siempre que el caso se haya
resuelto, nada de ello me ha quitado el
sueño. Alguien tiene que hacerlo. Y si
ese alguien soy yo, al menos sé que se
hará bien.
Porque, ya que estamos, dejemos
otra cosa clara: soy condenadamente
bueno en mi trabajo. Lo creo de verdad.
Llevo diez años en el Departamento de
Homicidios y desde hace siete, cuando
me habitué al puesto, ostento la tasa de
casos resueltos más alta de la comisaría.
Este año voy a quedar segundo, pero es
que al tipo que me ha superado le tocó
una ristra de casos domésticos que eran
pan comido, casos en los que el
sospechoso prácticamente se ponía las
esposas solo y se entregaba en bandeja
servido con puré de manzana. A mí, en
cambio, me cayeron los más difíciles,
expedientes soporíferos de yonquis en
los que nadie nunca ha visto nada, y aun
así conseguí resolverlos. Si nuestro
comisario hubiera tenido alguna duda
sobre mí, habría podido apartarme de
los casos en cualquier momento. Pero no
lo hizo.
Lo que intento decirles es que este
caso debería haber ido como la seda.
Debería haber acabado figurando en los
manuales como paradigma del trabajo
bien hecho. Desde todos los puntos de
vista, debería haber sido el caso
soñado.
En cuanto aterrizó en comisaría, supe
que se trataba de algo gordo. Todos lo
supimos. Los homicidios básicos van
directos a la sala de la brigada y se
asignan a quien esté de turno o, si no
está presente, a quien ande por ahí; sólo
los grandes casos, los casos delicados
que necesitan caer en las manos
adecuadas, se entregan al comisario
para que sea él quien elija al hombre
indicado. De manera que cuando el
comisario O’Kelly asomó la cabeza por
la puerta de la sala de la brigada, me
señaló con el dedo, dijo: «Kennedy, a
mi despacho» y desapareció, lo
supimos.
Agarré mi chaqueta del respaldo de
la silla y me la puse. El corazón me latía
con fuerza. Había pasado mucho tiempo,
demasiado, desde que el último de
aquellos casos se cruzó en mi camino.
—No te muevas de aquí —le dije a
Richie, mi compañero.
—¡Ooooh! —soltó Quigley con
horror fingido desde su mesa, agitando
su regordeta mano—. ¡Scorcher vuelve
al infierno! Nunca pensé que llegara este
día.
—Regálate la vista, socio —
repliqué, al tiempo que comprobaba si
llevaba la corbata recta.
Quigley se comportaba como un
capullo porque él era el siguiente en la
lista. De no haber sido por el espacio
que ocupaba, tal vez O’Kelly le habría
asignado el caso.
—¿Qué has hecho esta vez?
—Me he tirado a tu hermana. Y me
llevé mis propias bolsas de papel.
Los muchachos soltaron una risita;
Quigley frunció los labios como una
viejecita.
—No tiene gracia.
—La verdad ofende.
Richie estaba boquiabierto y a punto
de saltar de la silla movido por la
curiosidad. Me saqué el peine del
bolsillo y me atusé rápidamente el pelo.
—¿Estoy guapo?
—Lameculos… —farfulló Quigley,
enfurruñado.
Le hice caso omiso.
—Sí —respondió Richie—. Estás
fantástico. ¿Qué…?
—No te muevas de aquí —le repetí,
y fui en busca de O’Kelly.
Segunda pista: O’Kelly estaba de
pie detrás de su mesa, con las manos
metidas en los bolsillos del pantalón,
balanceándose adelante y atrás sobre los
talones. Aquel caso le había disparado
la adrenalina lo bastante como para no
caber siquiera en su asiento.
—Veo que te has tomado tu
tiempo…
—Lo siento, señor.
Permaneció
donde
estaba,
chasqueando la lengua mientras releía la
hoja de ruta que había sobre su
escritorio.
—¿Qué tal va el caso Mullen?
Me había pasado las últimas
semanas organizando un expediente para
el fiscal general sobre un lío peliagudo
con un narcotraficante, pues quería
asegurarme de que a aquel mierdecilla
no le quedara ni una sola grieta por la
que colarse. Algunos detectives creen
que su trabajo concluye en el preciso
instante en que se presentan los cargos,
pero, cuando una de mis presas se
retuerce en el anzuelo para soltarse,
cosa que rara vez ocurre, yo me lo tomo
muy en serio.
—Listo para entregar, más o menos.
—¿Podría finiquitarlo otra persona?
—Desde luego.
Asintió y continuó leyendo. A
O’Kelly le gusta que le pregunten, para
dejar claro quién es el jefe, y como de
hecho es mi jefe, no tengo mayor
inconveniente en ponerme panza arriba
como un buen cachorrillo si eso sirve
para que la situación fluya.
—¿Ha entrado algún caso, señor?
—¿Conoces Brianstown?
—Jamás he oído ese nombre.
—Yo tampoco lo había oído nunca.
Es una de esas zonas de nueva
construcción; está en la costa norte,
pasado Balbriggan. Antes se llamaba
Broken Bay o algo por el estilo.
—Broken Harbour —lo corregí—.
Sí. Conozco Broken Harbour.
—Pues ahora se llama Brianstown.
Y esta noche todo el país habrá oído
hablar de ese lugar.
—Malas noticias —aposté.
O’Kelly dejó caer pesadamente una
mano sobre la hoja de ruta, como si
quisiera sujetarla para que no volara.
—Marido, mujer y dos críos
apuñalados en su propia casa. La mujer
va de camino al hospital; no saben si
sobrevivirá. Los demás están muertos.
Guardamos silencio un momento,
sintiendo cómo temblaba el aire tras
aquella noticia.
—¿Cómo se ha descubierto?
—Por la hermana de la mujer.
Hablan por teléfono cada mañana y, al
ver que hoy nadie lo cogía, se ha puesto
nerviosa, se ha metido en el coche y ha
puesto rumbo a Brianstown. El vehículo
del matrimonio estaba en el camino de
acceso a la casa, con las luces
encendidas en pleno día, y nadie
respondía al timbre, así que ha llamado
a la policía. Los agentes han echado la
puerta abajo y… ¡sorpresa!
—¿Quién está ahora en la escena del
crimen?
—Sólo los uniformados. Han echado
un vistazo, han visto que el asunto les
quedaba demasiado grande y nos han
telefoneado.
—Bien —dije yo.
Hay un montón de imbéciles sueltos
que se habrían pasado horas jugando a
ser detectives y revolviendo el caso
hasta destrozarlo antes de admitir una
derrota y llamar a quien corresponde. Al
parecer, habíamos sido afortunados al
dar con un par de policías con un
cerebro que funcionaba.
—Quiero que te ocupes de este caso.
¿Lo aceptas?
—Será un honor.
—Si hay algo que no puedas delegar,
dímelo ahora y se lo asigno a Flaherty.
Esto tiene máxima prioridad.
Flaherty es el tipo que se ha anotado
los casos chupados y ha conseguido la
mayor tasa de expedientes resueltos.
—No será necesario, señor. Puedo
asumirlo —le aseguré.
—Bien —replicó O’Kelly.
Sin embargo, no me entregó la hoja
de ruta. La inclinó hacia la luz y la
inspeccionó mientras se frotaba la
mandíbula con el pulgar.
—¿Y Curran? —preguntó—. ¿Está
libre para ayudarte?
El joven Richie sólo llevaba dos
semanas en la brigada. A la mayoría de
los muchachos no les gusta formar a los
novatos, así que yo me encargo de
hacerlo. Si conoces bien tu trabajo, es tu
responsabilidad
transmitir
ese
conocimiento a los recién incorporados.
—Lo estará —le aseguré.
—Puedo enchufarlo en cualquier
otro sitio y facilitarte a alguien que sepa
lo que se hace.
—Si Curran no es capaz de
apechugar con un caso así, será mejor
que lo descubramos cuanto antes.
No me interesaba que me asignaran a
nadie que supiera lo que se hacía. El
lado bueno de formar a los cachorros es
que te ahorra muchos problemas: todos
los que llevamos tiempo trabajando en
el departamento tenemos nuestra propia
manera de hacer las cosas y, en ese
sentido, dos son multitud. Si sabes
manejarlo, un novato te hace perder
mucho menos tiempo que un viejo zorro.
Y yo no podía permitirme perder tiempo
jugando al «después de ti; no, tú
primero», no en este caso.
—En cualquier caso, tú dirigirías la
investigación.
—Confíe en mí, señor. Estoy seguro
de que Curran estará a la altura.
—Es un riesgo.
Los novatos se pasan el primer año
en período de prueba. No es oficial,
pero eso no lo hace menos serio. Si
Richie cometía un error recién salido de
la escuela y con un caso como este, ya
podía empezar a recoger los trastos de
su mesa.
—Lo hará bien. Me aseguraré de que
así sea —respondí.
—No me refiero sólo a Curran —
añadió O’Kelly—. ¿Cuánto hace que no
te ocupas de un caso importante?
Me
escudriñaba
con
ojos
entrecerrados y penetrantes. Mi último
caso relevante había salido mal. No
había sido culpa mía: alguien a quien
creía un amigo me tendió una trampa y
me dejó tirado, pero, aun así, la gente no
olvida.
—Casi dos años —aclaré.
—Así es. Resuelve este caso y
volverás a estar en el ajo.
No mencionó la otra posibilidad,
que se posó como un objeto denso y
pesado sobre el escritorio que nos
separaba.
—Lo resolveré.
O’Kelly asintió con la cabeza.
—Eso es lo que imaginaba.
Mantenme informado.
Se inclinó hacia delante, por encima
de la mesa, y me entregó la hoja de ruta.
—Gracias, señor. No le defraudaré.
—Cooper y la Policía Científica
están de camino. —Cooper es el forense
—. Necesitarás refuerzos; haré que la
Unidad General te envíe un puñado de
eventuales. ¿Con seis te bastará?
—Seis suena bien. Si necesito más,
le telefonearé.
Ya me iba cuando O’Kelly añadió:
—Y por lo que más quieras, haz algo
con la ropa de Curran.
—Ya hablé con él sobre eso la
semana pasada.
—Pues hazlo de nuevo. ¿Qué era lo
que llevaba ayer? ¿Una capucha?
—He conseguido que deje de llevar
zapatillas deportivas. Pasito a pasito.
—Si quiere seguir en este caso, será
mejor que dé un paso de gigante antes de
que lleguéis a la escena del crimen. Los
medios se van a abalanzar sobre el lugar
como moscas sobre la mierda. Al
menos, oblígalo a que se ponga el abrigo
y se tape el chándal o lo que sea con lo
que ha decidido honrarnos hoy.
—Tengo una corbata de repuesto en
mi mesa. Lo adecentaré.
O’Kelly murmuró algo acerca de un
cerdo vestido de esmoquin.
De regreso a la sala de la brigada,
leí por encima la hoja de ruta: justo lo
que O’Kelly acababa de contarme. Las
víctimas eran Patrick Spain, su esposa
Jennifer y sus dos hijos, Emma y Jack.
La hermana que había dado el aviso se
llamaba Fiona Rafferty. Bajo su nombre,
en mayúsculas y a modo de advertencia,
el remitente había añadido:
«NOTA: El oficial avisa de
que la mujer que llama está
histérica».
Richie estaba de pie, dando saltitos
de un pie a otro como si tuviera muelles
en las rodillas.
—¿Qué…?
—Coge tus cosas. Vamos a salir.
—Te lo dije —le dijo Quigley a
Richie.
Richie lo miró con cara de
inocentón.
—¿De verdad? Lo siento, tío, no te
estaba prestando atención. Tenía otras
cosas en la cabeza, ¿sabes?
—Estoy intentando hacerte un favor,
Curran. Puedes tomarlo o dejarlo —
replicó Quigley, aún con cara de estar
dolido.
Me puse el abrigo y comprobé el
contenido de mi maletín.
—Vaya,
parece
que
habéis
mantenido una conversación fascinante.
¿De qué iba?
—De nada —se apresuró a decir
Richie—. Andábamos dándole a la
sinhueso.
—Le decía al joven Richie —me
aclaró Quigley en tono de superioridad
moral— que no es buena señal que el
comisario te llame aparte y te dé la
información a espaldas de tu
compañero. ¿Qué implica eso con
relación al puesto que ocupa el
muchacho en la brigada? He creído
conveniente que reflexionara un poco
sobre ello.
A Quigley le encanta jugar a
confundir a los novatos, tanto como le
gusta apretar a los sospechosos un poco
más de la cuenta; todos lo hemos hecho
alguna vez, pero él disfruta haciéndolo
más que la mayoría. No obstante, por lo
general es lo suficientemente listo como
para no meterse con mis muchachos.
Richie lo habría molestado con algo.
—Va a tener mucho sobre lo que
reflexionar en un futuro inmediato —
repliqué—. No puede permitirse perder
el tiempo en tonterías. Detective Curran,
¿listos para marcharnos?
—Vale
—contestó
Quigley,
remetiendo los carrillos hacia dentro—.
No me hagáis caso.
—Nunca lo hago, socio.
Saqué la corbata de mi cajón y me la
guardé en el bolsillo del abrigo
parapetándome tras la mesa: no había
necesidad de darle munición a Quigley.
—¿Listo, detective Curran? En
marcha.
—Nos vemos —se despidió Quigley
de Richie, no muy cordialmente, cuando
nos dirigíamos hacia la puerta.
Richie le lanzó un beso en el aire,
pero se suponía que yo no debía verlo,
así que no lo hice.
Corría el mes de octubre, una
mañana de martes gris, fría y densa,
nublada y desapacible como un día de
marzo. Saqué mi Beemer plateado
favorito del garaje (oficialmente, se
supone que el primero que llega es el
primero que escoge coche, pero, en la
práctica, a ningún chaval del
Departamento de Violencia Doméstica
se le ocurre acercarse al mejor vehículo
de Homicidios, con lo que los asientos
están siempre como me gustan y no hay
envoltorios de hamburguesas por el
suelo). Habría apostado lo que fuese a
que aún era capaz de llegar hasta Broken
Harbour con los ojos cerrados, pero no
era día para descubrir si estaba en lo
cierto, de manera que activé el GPS.
Resultó que aquel aparato no sabía
dónde estaba Broken Harbour. Sólo
sabía llegar a Brianstown.
Richie se había pasado las dos
primeras semanas en la brigada
ayudándome a componer el informe
sobre el caso Mullen y a volver a
interrogar a algún que otro testigo; este
iba a ser el primer caso de homicidios
real que vería y literalmente se moría de
impaciencia por la emoción. Logró
contenerla hasta que nos pusimos en
marcha.
—¿Tenemos un caso? —me soltó de
pronto.
—Así es.
—¿Qué tipo de caso?
—Un caso de asesinato.
Me detuve en un semáforo en rojo,
saqué la corbata del bolsillo y se la
pasé. Estábamos de suerte: vestía una
camisa, aunque fuera una baratija blanca
tan fina que, de haberlo tenido, se le
habría transparentado el pelo en el
pecho, y unos pantalones grises que
habrían estado bien de no haberle
quedado una talla grandes.
—Ponte esto.
Miró la corbata como si no hubiera
visto ninguna en su vida.
—¿En serio?
—En serio.
Por un momento pensé que tendría
que echar el freno y ponérsela yo
mismo; probablemente, la última vez
que se había puesto una había sido para
la confirmación, pero al final consiguió
anudársela, más o menos. Inclinó el
espejo de la visera para comprobar
cómo le quedaba.
—Estoy elegante, ¿eh?
—Mejor, sí —confirmé.
O’Kelly tenía razón: la corbata
servía de bien poco. Era una corbata
bonita, de seda granate con una sutil
raya ondulada, pero hay gente que sabe
vestir y gente que no. Richie mide un
metro setenta y cinco, eso en un día
bueno, todo él codos, piernas canijas y
hombros estrechos. Nadie le echaría
más de catorce años, pese a que en su
expediente figura que tiene treinta y uno.
Y seguramente tenga mis prejuicios,
pero con sólo echarle un vistazo habría
podido decir exactamente de qué barrio
procede. Lo lleva escrito: el pelo
demasiado corto y de color indefinido,
los rasgos afilados y esa manera de
andar saltarina e inquieta, como si
tuviera un ojo puesto en buscar
problemas y el otro en detectar
cualquier puerta que no esté bien
cerrada. Al llevarla él, la corbata
parecía robada.
La frotó con un dedo, como si
quisiera experimentar su tacto.
—Es bonita. Te la devolveré.
—Quédatela. Y cómprate unas
cuantas cuando tengas un momento.
Me miró y, por un instante, pensé
que iba a decir algo, pero se contuvo.
—Gracias —replicó en cambio.
Habíamos llegado a los muelles y
nos dirigíamos hacia la autopista MI. El
viento marino soplaba con fuerza por el
río Liffey, obligando a los viandantes a
agachar la cabeza. En un momento de
atasco (un inútil en un 4 x 4 no se había
dado cuenta de que no conseguiría
atravesar la intersección o le había
importado un bledo no hacerlo), saqué
la BlackBerry y le envié un mensaje a
mi hermana Geraldine:
«Geri, favor URGENTE.
¿Puedes recoger a Dina en el
trabajo lo antes posible? Si se
resiste alegando que va a perder
sus horas, dile que yo le pagaré
los gastos. No te preocupes, está
bien, al menos por lo que yo sé,
pero será mejor que se quede
contigo un par de días. Te llamo
después. Gracias».
El comisario tenía razón: contaba
aproximadamente con un par de horas
antes de que los medios de
comunicación
inundaran
Broken
Harbour, y viceversa. Dina es la
pequeña; Geri y yo seguimos cuidando
de ella. Cuando escuchara la noticia,
necesitaría estar en un lugar seguro.
Richie no hizo comentario alguno
sobre mi mensaje, lo cual estaba bien.
En su lugar, se dedicó a observar el
GPS.
—Vamos fuera de la ciudad, ¿no? —
preguntó.
—A Brianstown. ¿Te suena?
Negó con la cabeza.
—Por el nombre, debe de ser una de
esas urbanizaciones nuevas.
—Así es. Está en la costa norte.
Antes era un pueblecito llamado Broken
Harbour, pero al parecer lo han
urbanizado desde entonces.
El capullo del todoterreno había
logrado quitarse de en medio y el tráfico
volvía a avanzar. Una de las cosas
buenas de la crisis: ahora que por las
carreteras ya no circulan ni la mitad de
los coches, quienes todavía tenemos que
ir a algún sitio conseguimos llegar.
—Dime algo. ¿Qué es lo peor que
has visto en este trabajo?
Richie se encogió de hombros.
—Trabajé en tráfico mucho tiempo,
antes de incorporarme a Vehículos
Motorizados. Vi algunas cosas duras.
Accidentes.
Todos lo creen. Estoy seguro de que
yo también lo pensé alguna vez.
—Chaval, aún no has visto nada.
Eso me demuestra lo inocente que eres
todavía. Sé que no hace ninguna gracia
ver a un crío con la cabeza partida en
dos porque un gilipollas ha tomado una
curva a demasiada velocidad, pero eso
no es nada comparado con ver a un niño
con la cabeza abierta porque un
cabronazo lo ha machacado contra la
pared hasta que ha dejado de respirar.
Hasta ahora, sólo has visto lo que la
mala suerte puede hacerle a la gente.
Estás a punto de echar un vistazo a lo
que las personas pueden hacerse entre
sí. Y créeme: no es lo mismo.
—¿Es un niño lo que vamos a ver?
—preguntó Richie.
—Una familia. El padre, la madre y
los dos hijos. La mujer quizá sobreviva.
Los demás han muerto.
Las manos se le habían quedado
inmóviles sobre las rodillas. Era la
primera vez que lo veía completamente
quieto.
—Dios. ¿Qué edad tenían los críos?
—Todavía no lo sabemos.
—¿Qué les ha sucedido?
—Al parecer, los han apuñalado. En
su propia casa, probablemente durante
la noche pasada.
—El mundo está podrido. Podrido
del todo.
Richie hizo una mueca.
—Sí —confirmé—, lo está. Y para
cuando lleguemos a la escena del
crimen, necesito que lo hayas asimilado.
Regla número uno, y será mejor que la
anotes bien: nada de mostrar emociones
en la escena del crimen. Cuenta hasta
diez, reza el rosario, explica chistes
verdes, haz lo que tengas que hacer. Si
necesitas algún consejo sobre cómo
afrontarlo, pídemelo ahora.
—Estoy bien.
—Será mejor que así sea. La
hermana de la mujer está allí y no tiene
ningún interés en verte afectado. Lo
único que quiere saber es que tenemos
la situación controlada.
—Tengo la situación controlada.
—Bien. Lee esto.
Le pasé la hoja de ruta y le di treinta
segundos para que la leyera por encima.
Le cambiaba el rostro cuando se
concentraba; parecía mayor y más
inteligente.
—Cuando lleguemos allí —le dije
una vez se le había acabado el tiempo
—, ¿cuál será la primera pregunta que
querrás hacerles a los uniformados?
—El arma. ¿La han encontrado en la
escena del crimen?
—¿Y por qué no: «Hay indicios de
que hayan forzado la puerta»?
—Porque alguien podría haberlos
falseado.
—No te andes con rodeos —lo
reprendí—. Por «alguien» te refieres a
Patrick o a Jennifer Spain.
El estremecimiento fue tan débil que,
de no haber estado esperando que se
produjera, se me podría haber pasado
por alto.
—Cualquiera que tuviera acceso. Un
pariente o un amigo. Cualquiera a quien
le hubieran abierto la puerta.
—Pero eso no es lo que tenías en
mente, ¿no es cierto? Tú pensabas en los
Spain.
—Sí. Supongo que sí.
—Suele pasar, hijo. No tiene sentido
fingir que no es así. El hecho de que
Jennifer Spain haya sobrevivido la
convierte en la principal sospechosa.
Por otra parte, en estos casos, el
culpable suele ser el padre: una mujer lo
máximo que hace es matar a los niños y
luego suicidarse, pero el hombre
arremete contra toda la familia. No
obstante, en cualquier caso no suelen
preocuparse de fingir que alguien ha
forzado la puerta. Hace mucho que han
dejado de preocuparse por nimiedades
como esa.
—De acuerdo, pero supongo que ya
tendremos tiempo de llegar a una
conclusión una vez la Científica haga
acto de presencia; no vamos a fiarnos de
lo que nos digan los agentes de
uniforme. En cambio, con respecto al
arma, yo querría saber si la han
localizado desde el principio.
—Buen chico. Esa es la máxima
prioridad para los uniformados, estoy
contigo. ¿Y qué es lo primero que le
preguntarás a la hermana?
—Si alguien tenía algo contra
Jennifer Spain. O contra Patrick Spain.
—Desde luego, pero eso se lo
preguntaremos a todos a los que
interroguemos.
¿Qué
querrías
preguntarle a Fiona Rafferty en
concreto?
Negó con la cabeza.
—¿Nada? Personalmente, a mí me
interesa mucho saber qué hace en la casa
—opiné.
—Aquí dice… —Richie sostuvo en
alto la hoja de ruta— que las dos
hermanas hablaban todos los días. Y hoy
no ha conseguido contactar con ella.
—¿Y? Piensa en la hora, Richie.
Pongamos que normalmente hablan
¿qué? ¿En torno a las nueve? ¿Después
de que los maridos se hayan largado al
trabajo y los críos se hayan ido a la
escuela?
—O cuando ellas mismas llegan al
trabajo. Puede que ambas trabajaran.
—Jennifer Spain no trabajaba. De lo
contrario, la hermana habría informado
de que no ha ido a trabajar, y no de que
no ha conseguido hablar con ella. Así
pues, tenemos que Fiona telefonea a
Jennifer en torno a las nueve, a las ocho
y media como muy temprano; hasta
entonces, todo el mundo ha estado
atareado poniéndose en marcha. Y a las
diez y treinta y seis —le di unos
toquecitos a la hoja de ruta— está ya en
Brianstown avisando a la policía. No sé
dónde vive Fiona Rafferty ni dónde
trabaja, pero lo que sí sé es que
Brianstown está a una hora larga de
distancia de cualquier otro sitio. En
otras palabras, cuando Jennifer se
retrasa una hora en su charla matutina (y
estamos hablando de una hora como
máximo, podría ser mucho menos),
Fiona se pone lo bastante nerviosa como
para dejarlo todo y poner rumbo al
último rincón del mundo. A mí eso me
suena a una reacción desmedida. No sé
tú, jovencito, pero a mí me gustaría
saber por qué se ha puesto las bragas tan
aprisa.
—Es posible que no viva a una hora
de distancia. Quizá viva en la puerta
contigua y simplemente se haya
acercado a ver qué sucedía.
—Entonces ¿por qué tendría que
conducir? Si está demasiado lejos como
para ir a pie, entonces también lo está
como para que resulte raro que se
acercara a comprobar qué sucedía. Y
ahora te daré la regla número dos:
cuando alguien se comporta de un modo
extraño, te está haciendo un pequeño
regalo, y no debes desprenderte de él
hasta que lo hayas abierto. Ya no estás
en Vehículos Motorizados, Richie. En
una situación como esta nunca se
descarta
nada
con
un
«Bah,
probablemente no tenga importancia. Es
que ese día estaba un poco rara.
Olvidémoslo». Nunca.
Se produjo la clase de silencio que
significa que la conversación no ha
concluido. Finalmente, Richie dijo:
—Soy un buen detective.
—Estoy seguro de que algún día
serás un detective magnífico. Pero por el
momento, te queda casi todo por
aprender.
—Tanto si llevo corbata como si no.
—No tienes quince años, colega —
le repliqué—. Vestir como un atracador
no te convierte en una amenaza para el
sistema; sólo te convierte en un imbécil.
Richie toqueteó el fino tejido de la
pechera de su camisa y escogió sus
palabras con cuidado antes de decir:
—Sé que los detectives de
Homicidios no suelen venir de donde yo
vengo. Pero eso no nos convierte a todos
los demás en paletos. Ni a ellos en unos
maestros. No soy lo que esperabais. Eso
ya lo he entendido.
Por el retrovisor pude ver sus ojos
verdes y serenos.
—No importa de dónde vengas —
objeté—. No hay nada que puedas hacer
para remediarlo, de manera que no
malgastes tu energía pensando en ello.
Lo que importa es adónde vas. Y eso,
amigo, sí puedes decidirlo.
—Ya lo sé. Por eso estoy aquí.
—Y es mi trabajo ayudarte a llegar
aún más lejos. Una manera de controlar
hacia dónde te diriges consiste en actuar
como si ya estuvieras allí. ¿Me
entiendes?
Parecía perplejo.
—Digámoslo de otro modo: ¿por
qué crees que vamos al volante de un
Beemer?
Richie se encogió de hombros.
—He supuesto que te gustaba este
coche.
Solté una mano del volante para
apuntarle con el dedo.
—Has supuesto que a mi ego le
gustaba este coche, quieres decir. No te
equivoques: no es tan sencillo. No
andamos detrás de ladronzuelos de
tiendas, Richie. Los asesinos son los
peces gordos en este estanque. Lo que
hacen, lo hacen a lo grande. Si
apareciéramos en la escena del crimen
con un Toyota del 95 destartalado,
pareceríamos irrespetuosos, como si las
víctimas no se merecieran lo mejor que
podemos darles. Y eso irrita a las
personas. ¿Es así como te gustaría
empezar?
—No.
—Pues claro que no. Y además de
eso, un Toyota viejo y destartalado nos
haría parecer un par de perdedores. Y
eso importa, amigo mío. No es sólo
cuestión de ego. Si los malos ven a un
par de perdedores, creerán que tienen
más pelotas que nosotros y entonces
resulta más difícil conseguir que se
vengan abajo. Y si los buenos de la
historia ven a un par de perdedores,
pensarán que jamás resolveremos este
caso, de manera que ¿para qué
molestarse en ayudarnos? Y si nosotros
vemos a un par de perdedores cada vez
que nos miramos al espejo, ¿qué crees
que sucede con nuestras posibilidades
de resolver el caso?
—Que se reducen, supongo.
—¡Bingo! Si quieres anotarte un
éxito, Richie, no puedes ir por ahí
oliendo a fracaso. ¿Entiendes lo que
intento decirte?
Se tocó el nudo de la corbata nueva.
—Que vista mejor, básicamente.
—Salvo porque no es tan básico,
chaval. No hay nada básico en vestir
mejor. Las reglas existen por un motivo.
Antes de romperlas, hay que meditar
bien sobre cuál es ese motivo.
Me incorporé a la MI y pisé el
acelerador, dejando que el Beemer
demostrara de lo que es capaz. Richie
miró de reojo el velocímetro, pero yo
sabía sin necesidad de mirar que
avanzaba justo a la velocidad límite, ni
un solo kilómetro por encima, y mantuvo
el pico cerrado. Probablemente pensara
que yo no era más que un capullo
aburrido. Mucha gente lo piensa. La
mayoría son adolescentes, si no física,
al menos mentalmente. Sólo los
adolescentes
piensan
que
el
aburrimiento es malo. Los adultos, los
hombres y mujeres maduros que las han
visto ya de todos los colores, saben que
el aburrimiento es un regalo divino. La
vida esconde demasiadas emociones
bajo la manga, lista para golpearte
cuando menos te lo esperas, sin
necesidad de que le añadas más drama.
Si Richie aún no lo había descubierto,
estaba a punto de hacerlo.
Soy un firme defensor del desarrollo
urbanístico; culpen ustedes a los
constructores y a los banqueros y a los
políticos acomodaticios de esta crisis, si
quieren, pero el hecho es que, si ellos no
hubieran pensado a lo grande, jamás
habríamos salido de la anterior. Prefiero
ver un bloque de viviendas rebosante de
gente que sale a trabajar cada mañana y
mantiene el país activo y luego regresa
al acogedor hogar que se han ganado con
el sudor de su frente, que un campo que
no sirve a nadie, salvo a un par de
vacas. Los lugares son como las
personas o los tiburones: si dejan de
moverse, mueren. Y sin embargo, todo el
mundo tiene un lugar que anhela que no
cambie jamás.
En el pasado, cuando era un chaval
flacucho con el pelo cortado en casa y
los tejanos remendados, me conocía
Broken Harbour como la palma de la
mano. Los críos de hoy en día han
crecido disfrutando de vacaciones al sol
durante el boom económico: dos
semanas en la Costa del Sol como
mínimo. Pero yo tengo cuarenta y dos
años, y nuestra generación tenía pocas
expectativas. Unos cuantos días a orillas
del mar de Irlanda en una caravana
alquilada te convertían en alguien
especial.
En aquel entonces, Broken Harbour
se encontraba en medio de la nada. Una
docena de casas diseminadas ocupadas
por familias apellidadas Whelan o
Lynch que llevaban en aquel lugar desde
la prehistoria, un comercio llamado
Lynch’s, un pub llamado Whelan’s y un
puñado de parcelas para caravanas, a
sólo una carrera descalzos por
resbaladizas dunas de arena y entre
matas de barrones de la vastedad color
crema de la playa. Íbamos allí dos
semanas cada mes de junio y nos
alojábamos en una roulotte con cuatro
literas oxidadas que mi padre reservaba
con un año de antelación. Geri y yo
ocupábamos las literas superiores y
Dina dormía en la inferior, enfrente de
mis padres. Geri era la primera en
elegir, dada su condición de mayor, pero
le gustaba más dormir en la parte que
daba a tierra, porque así podía ver los
ponis en el prado que se extendía detrás
de la caravana. Así, cada mañana, mis
ojos se encontraban con blancas líneas
de espuma marina y aves zancudas
correteando por la arena, todo ello bajo
la resplandeciente luz del amanecer.
Los tres nos despertábamos y
salíamos afuera al alba, con una
rebanada de pan con azúcar en cada
mano. Nos pasábamos el día jugando a
los piratas con los niños de las otras
caravanas, nos salían pecas y nos
pelábamos a causa de la sal y el viento y
de alguna que otra hora esporádica de
sol. Para la cena, mi madre freía huevos
y salchichas en el hornillo de camping y
después mi padre nos enviaba a Lynch’s
a comprar helados. Al regresar,
encontrábamos a mi madre sentada en el
regazo de mi padre, con la cabeza
apoyada en la curva de su cuello y
sonriendo con ojos soñadores de cara al
mar; él ovillaba la larga cabellera de
ella alrededor de su mano libre para
evitar que la brisa marina se la metiera
en el helado. Yo esperaba todo el año
para contemplarlos así.
Una vez hube sacado el Beemer de
las carreteras principales empecé a
recordar el camino, como había sabido
que haría, como un recuerdo
descolorido en mi memoria: dejar atrás
esta arboleda (los árboles estaban más
altos ahora) y doblar a la izquierda en
esa curva en el muro de piedra. Justo
entonces el agua debería haber
aparecido ante nuestros ojos por encima
de un cerro verde, pero la urbanización
pareció surgir de la nada y nos impidió
el paso como una barricada: hileras de
tejados de pizarra y gabletes encalados
se extendían por lo que parecían varios
kilómetros en todas las direcciones, tras
un alto muro paravientos. Un panel en la
entrada indicaba, con unas vistosas
letras enroscadas del tamaño de mi
cabeza:
«BIENVENIDOS A OCEAN
VIEW, BRIANSTOWN,
UNA NUEVA FORMA DE
CONFORT.
CASAS DE LUJO EN
EXPOSICIÓN».
Alguien había pintado con spray rojo
un gran pene con testículos encima del
cartel.
A primera vista, Ocean View
parecía bastante selecto: grandes casas
no adosadas que daban la impresión de
valer su precio, elegantes parcelas de
césped, pintorescas señales que
conducían a la GUARDERÍA JOYITAS y al
POLIDEPORTIVO DIAMANTE EN BRUTO.
Pero a segunda vista, el césped
necesitaba que lo segaran con urgencia y
los caminos para peatones estaban
llenos de baches. Y, a tercera vista,
había algo que simplemente no encajaba.
Las casas eran demasiado parecidas.
Incluso aquellas que lucían un triunfal
cartel en rojo y azul que anunciaba a
gritos «VENDIDA». Nadie había pintado
la puerta de color mierda, ni había
colocado macetas en los alféizares y
tampoco había juguetes de plástico
esparcidos por los jardines. Sí que
había algunos coches aparcados
diseminados, pero la mayoría de los
caminos de acceso a las casas estaban
vacíos, y aquel vacío no insinuaba que
alguien estuviera fuera estimulando la
economía. Se podían atravesar con la
mirada tres de cada cuatro casas y
divisar fragmentos de cielo gris a través
de las desnudas ventanas. Una muchacha
corpulenta con un anorak rojo empujaba
un cochecito por uno de los senderos
peatonales, con el viento enzarzándose
en su melena. Ella y su bebé de cara de
luna bien podrían haber sido las únicas
personas en kilómetros a la redonda.
—¡Caray! —exclamó Richie, y en
medio de aquel silencio su voz sonó lo
bastante alta como para sobresaltarnos a
ambos—. Parece el pueblo de los
malditos.
Según la hoja de ruta, la casa
ocupaba el número 9 de Ocean View
Rise[1], lo cual habría tenido mucho más
sentido si el mar de Irlanda hubiera sido
un océano o, al menos, si hubiera
resultado visible, pero supongo que
cada uno saca el máximo partido de lo
que tiene. El GPS pareció hundirse en
las profundidades: nos condujo por
Ocean View Drive hasta una calle sin
salida llamada Ocean View Grove[2]
(nombre que remataba el trío, pues no
había árboles a la vista en ningún sitio)
y nos informó de que: «Ha llegado a su
destino. Hasta pronto».
Di media vuelta y decidí guiarme
por la vista. A medida que nos
adentrábamos en aquella urbanización,
las casas se iban volviendo más
esquemáticas. Era como ver una película
al revés. Al cabo de poco, apenas eran
combinaciones aleatorias de muros y
andamios, con alguna que otra abertura
para una ventana; en las viviendas sin
fachada, las estancias aparecían llenas
de escaleras de mano rotas, tuberías
enrolladas y sacos de cemento a punto
de pudrirse. Cada vez que doblábamos
una esquina, esperaba encontrarme con
un enjambre de albañiles al tajo, pero lo
más cerca que estuvimos de eso fue
cuando vimos una excavadora amarilla
averiada en una parcela vacía, escorada
de lado en un barrizal, y montones de
escombros y basura por todas partes.
Allí no vivía nadie. Intenté retomar
las indicaciones generales de la entrada,
pero la urbanización estaba construida
como uno de esos antiguos laberintos
vegetales, toda ella calles sin salida y
curvas pronunciadas, y nos perdimos
casi de inmediato. Sentí una pequeña
punzada de pánico. Nunca me ha gustado
desorientarme.
Frené en una intersección (por acto
reflejo: tampoco es que nadie fuera a
salir disparado delante de mí) y, en el
silencio que siguió al ruido del motor,
escuchamos el rugido del mar. Entonces
Richie alzó la cabeza y preguntó:
—¿Qué ha sido eso?
Era un grito breve, descarnado y
desgarrador que se repetía una y otra
vez, con tal regularidad que parecía
mecánico. Se extendía a través del barro
y del hormigón y rebotaba en las
paredes por terminar, por lo que podía
proceder de cualquier sitio, o de todos.
Aquel y el del mar debían de ser los
únicos sonidos en la urbanización.
—Apuesto a que es la hermana —
dije.
Me miró como insinuándome que
pensaba que le estaba tomando el pelo.
—Debe de ser un zorro o algo así.
Quizá lo hayan atropellado.
—Vaya, y yo que creía que eras Don
Curtido en la Calle que sabía
perfectamente la tragedia a la que nos
enfrentábamos. Prepárate bien, Richie.
¡Ahora viene lo bueno!
Bajé una ventanilla y me guie por el
sonido. Los ecos me desviaron del
camino unas cuantas veces, pero no nos
cupo ninguna duda cuando llegamos a
nuestro destino. Una cara de Ocean
View Rise estaba formada por prístinas
casas
adosadas
con
ventanas
panorámicas, alineadas por pares,
pulidas como fichas de un dominó; la
otra eran todo andamiajes y escombros.
Entre las piezas del dominó, por encima
del muro de la urbanización, se
balanceaban unas esquirlas de mar gris.
Delante de un par de casas había
aparcados un vehículo o dos, pero frente
a otra había tres: un Volvo de cinco
puertas blanco en el que se veía la
palabra «familiar», un Fiat Seiscientos
amarillo que había conocido días
mejores y un coche patrulla. La cinta
azul y blanca que indicaba la escena del
crimen recorría la tapia de baja altura
que rodeaba el jardín.
Hablaba en serio cuando le dije a
Richie que, en este trabajo, todo
importa, hasta el modo en que abres la
puerta del coche. Mucho antes de
pronunciar la primera palabra ante un
testigo o un sospechoso, este debe saber
que Mick Kennedy ha llegado y que
tiene el caso bien agarrado por las
pelotas. En este sentido, soy afortunado
en algunos aspectos: soy alto, conservo
todo mi pelo, que sigue siendo castaño
oscuro en un noventa y nueve por ciento,
tengo un aspecto decente (y no peco de
modestia) y la suma de todo ello ayuda,
pero además he acumulado práctica y
experiencia en otros aspectos. Mantuve
la velocidad hasta el último segundo,
frené en seco, salí del coche con un solo
movimiento ágil, maletín en mano, y me
dirigí a la casa con paso rápido y
eficiente. Richie ya se espabilaría.
Uno de los agentes de uniforme
estaba acuclillado torpemente junto a su
coche, consolando a alguien que se
sentaba en el asiento trasero y que, sin
lugar a dudas, era la fuente de aquellos
gritos. El otro caminaba de un lado a
otro delante de la verja, demasiado
rápido, con las manos enlazadas a su
espalda. El aire era fresco, dulce y
salado, y olía a mar y a campo. Hacía
más frío que en Dublín. El viento
silbaba con poco entusiasmo a través de
los andamios y las vigas de obra vista.
El tipo que caminaba rondaba mi
edad, pero tenía barriga y parecía un
saco de arena: sin duda, en los veinte
años que debía de llevar en el cuerpo
jamás había visto nada parecido, y le
habría gustado no verlo durante otros
veinte más.
—Soy el garda[3] Wall —se presentó
—. Y el que está junto al coche es el
garda Mallon.
Richie le tendió la mano. Era como
tener un cachorro. Antes de darle tiempo
a hacer amigos, dije:
—Yo soy el detective Kennedy,
sargento, y este es el detective Curran,
garda. ¿Han estado en la casa?
—Sólo cuando llegamos. Salimos
tan pronto como pudimos y les
telefoneamos.
—Buen
trabajo.
Explíqueme
exactamente qué han hecho, desde que
han entrado hasta que han salido.
Los ojos del policía uniformado se
posaron sobre la casa, como si le
costara creer que fuera el mismo lugar al
que había llegado apenas un par de
horas antes.
—Nos llamaron para comprobar que
todo iba bien —nos explicó—. La
hermana de la inquilina estaba
preocupada. Llegamos al domicilio justo
después de las once e intentamos
establecer contacto con los residentes
llamando al timbre y por teléfono, pero
no obtuvimos respuesta. No detectamos
indicios de que se hubiera forzado la
puerta, pero a través de la ventana
delantera vimos que las luces de la
planta baja estaban encendidas y que
parecía haber cierto desorden en el
salón. Las paredes…
—Veremos el desorden con nuestros
propios ojos dentro de un minuto.
Continúe.
Nunca hay que dejar que nadie te
describa los detalles antes de llegar a la
escena del crimen, pues, de lo contrario,
ves lo que otros han visto.
—De acuerdo. —El uniformado
parpadeó y retomó el hilo—. Intentamos
dirigirnos a la parte trasera de la casa,
pero, como comprobarán ustedes
mismos, por ahí no pasa ni un niño.
Tenía razón: entre las casas
únicamente quedaba un hueco para la
pared medianera.
—Consideramos que el desorden y
lo preocupada que estaba la hermana
bastaban para forzar la puerta delantera.
Y encontramos…
Alternaba el peso entre sus pies,
intentando encauzar la conversación de
tal manera que pudiera ver la casa,
como si fuera un animal acorralado que
pudiera saltar en cualquier momento.
—Entramos en el salón y no
encontramos nada, por decirlo de algún
modo: estaba desordenado, pero nada
más… Luego procedimos a revisar la
cocina, donde encontramos a un hombre
y a una mujer en el suelo. Ambos
apuñalados, o al menos eso parecía.
Tanto yo como el garda Mallon vimos
claramente una de las heridas, en el
rostro de la mujer. Parecía una herida de
cuchillo…
—Eso lo determinarán los médicos.
¿Qué hicieron a continuación?
—Pensábamos que ambos estaban
muertos. Estábamos seguros de ello.
Hay un montón de sangre, muchísima…
Hizo un gesto vago hacia su propio
cuerpo, un movimiento sin forma con la
mano. Hay un motivo por el que algunos
hombres jamás abandonan el uniforme.
—El garda Mallon les tomó el pulso
de todos modos, por si acaso. La mujer
estaba de cara al hombre, como
enroscada frente a él. Tenía la cabeza…
tenía la cabeza apoyada en el brazo de
él, como si estuviera dormida… El
garda Mallon descubrió que aún tenía
pulso. Se llevó un susto de muerte.
Jamás lo habría sospechado… No daba
crédito, no hasta que agachó la cabeza y
la oyó respirar. Entonces llamamos a la
ambulancia.
—¿Y mientras esperaban?
—El garda Mallon permaneció junto
a la mujer, nublándole. Estaba
inconsciente, pero… Le decía que todo
saldría bien, que éramos policías, que
había una ambulancia en camino y que
aguantara… Yo subí al piso de arriba.
En los dormitorios de la parte de
atrás… Hay dos críos pequeños,
detective. Un niño y una niña, en sus
camas. Intenté reanimarlos. Están…
estaban fríos, tiesos, pero lo intenté de
todos modos. Después de lo que había
ocurrido con la madre, pensé que nunca
se sabe, que quizá aún…
Se frotó las manos en la chaqueta, de
manera inconsciente, como si intentara
liberarse de aquella sensación. No lo
regañé por echar a perder pruebas; se
había limitado a hacer lo que le había
indicado el instinto.
—No hubo manera. Una vez estuve
seguro de que así era, me reuní con el
garda Mallon en la cocina y los
telefoneamos a ustedes y al resto.
—¿La mujer recuperó la conciencia?
—pregunté—. ¿Dijo algo?
Él negó con la cabeza.
—No se movió. Pensábamos que se
nos moriría allí mismo. Tuvimos que
comprobar varias veces que seguía con
vida… —Volvió a limpiarse las manos.
—¿Hay alguien con ella en el
hospital?
—Llamamos a la comisaría para dar
parte y que enviaran a alguien. Quizá
uno de nosotros debería haberla
acompañado, pero había que garantizar
que nadie entrara en la escena del
crimen, y la hermana, la hermana…
Bueno, ya la oyen.
—Se lo han explicado —dije.
Siempre que puedo, soy yo quien da
la noticia. La primera reacción es muy
reveladora.
—Le indicamos que esperara fuera
antes de entrar —aclaró el uniformado a
la defensiva—, pero no teníamos a nadie
para que se quedara con ella. Aguardó
un buen rato, pero luego entró en la casa.
Estábamos con la víctima, esperándolos;
la hermana se dejó caer en el suelo de la
cocina antes de que advirtiéramos
siquiera su presencia. Empezó a gritar.
Yo la acompañé fuera de nuevo, pero no
dejaba de revolverse… Tuve que
explicárselo, detective. Era el único
modo de conseguir que dejara de
intentar entrar en la casa, aparte de
esposarla, claro está.
—De acuerdo. Lo hecho, hecho está.
¿Qué pasó luego?
—Yo me quedé fuera con la
hermana. El garda Mallon esperó junto a
la víctima hasta que llegó la ambulancia.
Luego salió de la casa.
—¿Sin hacer un registro?
—Yo volví a entrar una vez él hubo
salido para ocuparse de la hermana. El
garda Mallon, señor, tiene aversión a la
sangre; no quería registrar la casa. Yo
realicé un registro de seguridad básico,
sólo para confirmar que no había nadie
en el domicilio. Nadie vivo, quiero
decir. Dejamos el registro en
profundidad para ustedes y la Policía
Científica.
—Así me gusta.
Arqueé una ceja mirando a Richie.
El muchacho estaba prestando atención.
—¿Han encontrado el arma? —se
apresuró a preguntar.
El agente negó con la cabeza.
—Pero podría estar ahí dentro. Bajo
el cuerpo del hombre o… en cualquier
otro sitio. Tal como les he dicho, hemos
intentado no alterar la escena del crimen
más de lo imprescindible.
—¿Alguna nota?
Otra negativa con la cabeza.
Hice un gesto en dirección al coche
patrulla.
—¿Cómo se encuentra la hermana?
—Hemos conseguido que se
tranquilice un poco, a ratos, pero cada
vez… —El policía miró abrumado por
encima del hombro, en dirección al
coche—. Los enfermeros querían darle
un sedante, pero se ha negado. Podemos
solicitar que regresen si…
—Sigan intentando calmarla. No
quiero que esté sedada si podemos
evitarlo, al menos hasta que haya
hablado con ella. Vamos a echar un
vistazo a la escena del crimen. El resto
del equipo está de camino: si llega el
forense, hágalo esperar aquí, pero
asegúrese de que los tipos de la morgue
y la Policía Científica mantengan las
distancias
hasta
que
hayamos
interrogado a la hermana. Si los ve,
enloquecerá de verdad. Aparte de eso,
manténgala donde la tienen, mantengan a
los vecinos alejados y, si por casualidad
alguien intenta acercarse, no se lo
permitan. ¿Ha quedado claro?
—Completamente —respondió el
policía de uniforme.
Habría sido capaz de bailarme «Los
Pajaritos» si se lo hubiera pedido, del
alivio que sentía al ver que alguien le
quitaba aquel asunto de las manos. Lo
imaginé deseando ir al bar del barrio a
beberse un whisky doble de un solo
trago.
Yo, en cambio, sólo deseaba poder
entrar en aquella casa.
—Guantes —le dije a Richie—.
Protectores de zapatos.
Yo ya estaba sacándome los míos
del bolsillo. Él rebuscó los suyos y
echamos a andar por el camino de
acceso a la casa. El largo y siseante
rugido del mar se aceleró y nos recibió
de frente, a modo de bienvenida… o de
desafío. A nuestra espalda, aquellos
chillidos seguían resonando como
martillazos.
Capítulo 2
La escena del crimen no nos pertenece.
De hecho, es una zona vedada, incluso
para nosotros, hasta que los de la
Policía Científica dan el visto bueno.
Hasta ese momento siempre hay otros
asuntos de los que ocuparse, como
interrogar a los testigos o informar de
los posibles supervivientes; y eso es lo
que hacemos, comprobando el reloj
cada treinta segundos y obligándonos a
hacer caso omiso de ese canto de sirena
que nos atrae desde el otro lado de la
cinta que delimita la escena del crimen.
Pero este caso era distinto. Los agentes
de uniforme y los paramédicos ya habían
pisoteado hasta el último centímetro de
la vivienda de los Spain, así que las
cosas no empeorarían porque Richie y
yo echáramos un vistazo.
Era lo más práctico, puesto que, si
Richie se mostraba incapaz de tolerar tal
atrocidad, sería mejor averiguarlo sin
público. Pero, además, había otros
motivos: cuando se te presenta la
oportunidad de ver la escena del crimen
tal cual, la aprovechas. Lo que te espera
al otro lado es el crimen en sí, cada
segundo ensordecedor, atrapado y
conservado en ámbar para ti. No
importa si alguien ha limpiado, ocultado
pruebas o intentado fingir un suicidio: el
ámbar también lo conserva. En cambio,
una vez empieza el procedimiento, todo
eso desaparece para siempre; lo único
que queda es tu propia gente pululando
por la escena y desmantelándola huella a
huella, fibra a fibra. Aquella
oportunidad se me antojaba un regalo,
precisamente en este caso, cuando más
lo necesitaba; era un buen presagio.
Silencié mi teléfono. Dentro de poco
muchas personas querrían ponerse en
contacto conmigo. Y todas ellas podían
esperar a que yo hubiera recorrido el
escenario de mi caso.
La puerta de la casa estaba
entreabierta unos pocos centímetros y se
mecía levemente por efecto de la brisa.
Antes de que los agentes la astillaran
para desbloquear la cerradura debía de
haber parecido de roble macizo, pero
ahora se apreciaba el conglomerado
barato del interior. Probablemente la
habían roto de un solo hachazo. A través
de la grieta se veía una alfombra con un
estampado geométrico en blanco y
negro, un artículo de moda a juego con
un precio elevado.
—Esto es sólo una misión de
reconocimiento preliminar —le expliqué
a Richie—. Haremos un registro en
profundidad cuando los de la Científica
hayan revisado la escena. Por el
momento no podemos tocar nada, y
debemos intentar no pisar nada ni
respirar encima de nada. Sólo vamos a
entrar para hacernos una idea de a qué
nos enfrentamos y después saldremos.
¿Estás preparado?
Asintió. Empujé el borde astillado
con la yema de un dedo y abrí la puerta.
Lo primero que pensé fue que, si el
garda Comosellame llamaba «desorden»
a aquello, padecía un grave trastorno
obsesivo-compulsivo. El pasillo estaba
poco iluminado y en perfecto estado:
había un espejo resplandeciente, un
perchero para abrigos bien organizado y
olía a ambientador de limón. Las
paredes estaban limpias. En una de ellas
había una acuarela, algo verde y
pacífico con vacas.
Lo segundo que pensé fue que los
Spain tenían un sistema de alarma.
Estaba dotado de un panel moderno,
discretamente oculto tras la puerta. La
luz de apagado permanecía fija e
iluminada en amarillo.
Luego vi el agujero en la pared.
Alguien había intentado disimularlo con
la mesita del teléfono, pero era lo
bastante grande como para que aún
sobresaliera en forma de media luna
irregular. Y entonces lo noté: esa
vibración fina como una aguja que se
iniciaba en las sienes y me descendía
por los huesos hasta llegar a los
tímpanos. Algunos detectives la
perciben en la nuca y a otros se les eriza
el vello de los brazos. Conozco incluso
a un pobre infeliz a quien se le hincha la
vejiga, lo cual puede resultar bastante
molesto. Pero todos los buenos
detectives notan algo.
Yo lo percibo en los huesos del
cráneo. Llámenlo como quieran:
extravío social, trastorno psicológico, el
animal que todos llevamos dentro o el
mismísimo diablo, si creen en él… pero
es aquello que pasamos la vida entera
persiguiendo. Ni siquiera toda la
formación del mundo te proporciona esa
voz de alerta cuando trabajas sobre el
terreno. Simplemente, la percibes o no.
Miré de reojo a Richie: hacía
muecas y se lamía los labios como un
animal que ha probado algo putrefacto.
Él la notaba en la boca (cosa que
debería aprender a ocultar), pero al
menos la notaba.
A nuestra izquierda había una puerta
entreabierta: el salón. Justo delante
estaban las escaleras y la cocina.
Alguien había dedicado una
considerable cantidad de tiempo a
decorar el salón: había sofás de piel
marrón, una elegante mesita de café de
vidrio y acero cromado y una pared
pintada de color amarillo mantequilla
por una de esas razones que sólo las
mujeres y los diseñadores de interiores
entienden. Para conseguir esa apariencia
de casa habitada, había un buen
televisor de pantalla grande, una consola
Wii, un puñado de chismes brillantes,
una pequeña estantería para libros y otra
para DVD y juegos, además de velas y
bonitas fotos que adornaban la repisa de
la chimenea de gas. Debería haber sido
un salón acogedor, pero la humedad
había combado el revestimiento del
suelo y manchado una pared, y el bajo
techo y las proporciones desacertadas
de la estancia en general resultaban
desconcertantes. Tenían más peso que
todo el amor y los cuidados invertidos y
convertían aquel en un salón estrecho y
poco iluminado, un lugar donde nadie
podía sentirse cómodo durante mucho
tiempo.
Las cortinas estaban prácticamente
corridas, salvo por el resquicio a través
del cual se habían asomado los agentes
de uniforme. Las lámparas de pie
estaban encendidas. Lo que fuera que
había sucedido había sucedido de noche,
o eso era lo que alguien quería que yo
pensara.
Encima de la chimenea había otro
agujero en la pared, este del tamaño de
un plato. Era más grande que el que
había junto al sofá. En su oscuro interior
se entreveían las tuberías y un amasijo
de cables.
Junto a mí, Richie intentaba
mantenerse lo más quieto posible, pero
aun así noté que movía una rodilla con
gesto nervioso. Quería acabar de una
vez con el mal trago.
—La cocina —le señalé.
Costaba creer que la misma persona
que había diseñado el salón hubiera
ideado algo semejante. Era una cocina-
salón-sala de juegos que recorría la
parte trasera de la casa en toda su
longitud
y
estaba
acristalada
prácticamente por completo. En el
exterior, el día seguía gris; sin embargo,
la luz penetraba a raudales en aquella
estancia y deslumbraba lo suficiente
como para obligarte a pestañear,
iluminándola con un ímpetu y una
claridad que revelaban la cercanía del
mar. Jamás he logrado entender la
supuesta ventaja de que todos tus
vecinos sepan qué desayunas (en mi
caso prefiero la privacidad de un buen
visillo, esté o no de moda), pero con
aquella luz estuve a punto de
comprenderlo.
Tras el adecentado jardincito había
dos hileras más de casas a medio
construir, alzándose inhóspitas y feas
contra el cielo, y una larga pancarta de
plástico que se agitaba con fuerza
colgada de una viga desnuda. Tras las
casas se erguía el muro que delimitaba
la urbanización, y tras él, allí donde el
terreno descendía, a través de los toscos
ángulos de la madera y el hormigón, lo
vi: aquello que mis ojos llevaban
esperando todo el día, desde que oí
pronunciar de nuevo las palabras
«Broken
Harbour».
La
curva
redondeada de la bahía, clara como una
medialuna; las suaves colinas que
resguardaban los extremos; la arena de
color gris pálido; los barrones que se
combaban para protegerse de la brisa, y
los pajarillos diseminados por la orilla.
Y el mar, aquel día con marea alta,
elevándose ante mí verde y vigoroso. El
peso de lo que había en la cocina con
nosotros inclinó el mundo e hizo que las
olas cobraran fuerza, como si fueran a
romper a través de aquellos ventanales
resplandecientes.
El mismo esmero que se había
puesto en decorar el salón a la moda se
había invertido en convertir la cocina en
un espacio alegre y hogareño. Una larga
mesa de madera clara, sillas de color
amarillo girasol, un ordenador sobre un
escritorio de madera pintado a conjunto,
juguetes de colores vivos, pufs y una
pizarra. Había dibujos a lápiz
enmarcados y colgados en las paredes.
La cocina estaba recogida, sobre todo
teniendo en cuenta que se trataba de un
lugar donde jugaban los niños. Alguien
la había ordenado mientras los cuatro
miembros de la familia avanzaban hacia
el lejano final de su último día. No
habían conseguido llegar más allá.
Aquella estancia era el sueño de
cualquier agente de la propiedad
inmobiliaria, salvo por el hecho de que,
una vez más, era imposible imaginar a
nadie viviendo en ella. En el fragor de
la batalla alguien había lanzado la mesa
por los aires, uno de los cantos había
impactado en una ventana y había
resquebrajado el cristal formando una
gran estrella. En las paredes, más
agujeros: uno encima de la mesa y otro,
grande, detrás de un castillo de Lego
puesto del revés. Uno de los pufs había
reventado y había diminutas bolitas
blancas desperdigadas aquí y allá; en el
suelo, un montón de libros esparcidos en
abanico y esquirlas de cristal que
resplandecían en el punto donde el
marco de un cuadro se había hecho
añicos. Había sangre por todas partes:
salpicaduras en las paredes, estelas
salvajes de gotas y huellas entrecruzadas
en las baldosas del suelo, grandes
manchas en las ventanas, densos
coágulos que empapaban la tapicería
amarilla de las sillas… A unos
centímetros de mis pies había una tabla
para medir la altura de los niños medio
arrancada y un dibujo infantil en el que
un personaje trepaba por un enorme tallo
de judías. «Emma 17/06/09» se leía, si
bien la firma había quedado casi
borrada bajo la sangre coagulada.
Patrick Spain se encontraba en el
extremo opuesto de la estancia, en lo
que había sido la zona de juegos de los
niños, entre pufs, lapiceros y cuadernos
para colorear. Llevaba puesto el pijama:
una camisa azul marino y unos
pantalones a rayas azules y blancas
salpicados de costras oscuras. Estaba
tendido boca abajo, con un brazo
doblado bajo el cuerpo y el otro
extendido por encima de la cabeza,
como si lo hubiera mantenido en alto
hasta el último segundo, intentando
avanzar a rastras. Tenía la cabeza vuelta
hacia nosotros; quizá había intentado
llegar hasta sus hijos, por la razón que
se les ocurra. Era un tipo rubio y alto,
ancho de hombros; su constitución
revelaba que tal vez hubiera jugado al
rugby en el pasado. Había que ser muy
fuerte, estar muy enfadado o bien muy
loco para enfrentarse a él. La sangre del
charco que se extendía bajo su pecho
había adquirido una consistencia
pegajosa y oscura. Estaba esparcida por
todas partes, en una espantosa maraña
de golpes, huellas de manos y marcas de
arrastre; de aquella babel surgían unas
huellas de pies borrosas que avanzaban
en nuestra dirección y se desvanecían en
la nada en mitad de las baldosas, como
si los caminantes ensangrentados se
hubieran evaporado.
A la izquierda del cadáver, el charco
de sangre se extendía y se hacía más
denso y brillante. Tendríamos que
verificarlo con los agentes de uniforme,
pero casi tenía la absoluta certeza de
que era allí donde habían encontrado a
Jennifer Spain. La mujer debía de
haberse
arrastrado
para
morir
acurrucada contra el cuerpo de su
marido, él se había quedado cerca
después de acabar con ella o bien
alguien les había permitido hacer
aquella última cosa juntos.
Permanecí en el umbral más tiempo
del necesario. La primera vez, se tarda
un rato en procesar una escena como
aquella. Tu mundo interior se escinde
del exterior por mera protección: los
ojos se te abren como platos, pero lo
único que alcanza tu cerebro son
manchas de rojo y un mensaje de error.
Nadie nos observaba; Richie podía
disponer de todo el tiempo que
necesitara. Mantuve la mirada apartada
de él.
Una ráfaga de viento se estrelló
contra la fachada trasera de la casa,
penetró a través de alguna grieta e
inundó nuestro alrededor como el agua
fría.
—¡Jesús! —exclamó Richie.
El viento hizo que se sobresaltara.
Mostraba un tono más pálido del
habitual, pero su voz seguía siendo
firme. Hasta el momento, parecía
llevarlo bien.
—¿Has notado eso? ¿De qué está
hecha esta choza? ¿De papel?
—¡No te quejes! Cuanto más
delgadas sean las paredes, más
probabilidades tenemos de que los
vecinos oyeran algo.
—Eso será si los hay.
—Crucemos los dedos. ¿Listo para
continuar?
Asintió con la cabeza. Dejamos a
Patrick Spain en su luminosa cocina, con
la corriente de aire revoloteando a su
alrededor, y subimos las escaleras. La
planta de arriba estaba a oscuras. Abrí
mi maletín y saqué la linterna.
Probablemente los uniformados hubieran
dejado marcas de sus zarpas grasientas
por todas partes, pero, aun así, nunca
hay que tocar los interruptores: a alguien
podría haberle interesado que una luz en
concreto estuviera encendida o apagada.
Encendí la linterna y abrí la puerta más
cercana dándole un empujoncito con la
punta del pie.
El mensaje se había tergiversado en
algún momento, porque Jack Spain no
había muerto apuñalado. Tras el
desbarajuste rojo y viscoso del piso
inferior, el dormitorio parecía casi
apacible. No había sangre en ningún
sitio, ni se había roto ni arrancado nada.
Jack Spain tenía la nariz respingona y el
pelo rubio y rizado. Estaba tumbado
boca arriba, con los brazos por encima
de la cabeza y los ojos hacia el techo,
como si hubiera caído dormido tras un
largo día de fútbol. Habría podido
creerse que se le oía respirar, salvo por
algo extraño y revelador en su rostro.
Tenía la calma secreta que sólo tienen
los niños muertos, los párpados finos
como el papel cerrados con fuerza,
como los bebés nonatos, como si cuando
el mundo se convierte en un asesino
fueran capaces de viajar hacia el
interior de sí mismos y retroceder en el
tiempo, hasta ese primer lugar seguro.
Richie emitió un leve quejido, como
un gato atragantado con una bola de
pelo. Recorrí la habitación con la
linterna para darle tiempo de asimilarlo.
Había un par de grietas en las paredes,
pero no agujeros, a menos que
estuvieran ocultos tras los pósteres
(Jack era fan del Manchester United).
—¿Tienes hijos? —le pregunté.
—No. Todavía no.
Hablaba en voz baja, como si aún
pensara que podía despertar a Jack
Spain o provocarle una pesadilla.
—Yo tampoco. Con los tiempos que
corren, creo que es lo mejor —repliqué
—. Los niños te ablandan. Tienes a un
detective duro como una piedra, capaz
de asistir a una autopsia y después
comerse un bistec poco hecho para
almorzar y, de repente, su mujer pare un
crío y lo siguiente que averiguas es que
el tipo se desquicia si la víctima es un
menor de edad. Lo he visto docenas de
veces. Y en todas ellas he dado gracias
al Señor por que existan los
anticonceptivos.
Apunté de nuevo hacia la cama con
la linterna. Mi hermana Geri tiene hijos
y he pasado el suficiente tiempo con
ellos como para aventurarme a calcular
la edad de Jack Spain: unos cuatro años,
quizá tres si era un niño alto. El agente
uniformado había apartado el edredón
para intentar reanimarlo, sin éxito. Tenía
el jerseicito del pijama remangado,
dejando al descubierto la delicada caja
torácica. Casi podía ver la hendidura
donde el intento de reanimación (o al
menos eso esperaba que fuera) le había
aplastado una o dos costillas. Tenía los
labios amoratados.
—¿Lo han asfixiado? —preguntó
Richie, esforzándose por mantener la
voz bajo control.
—Tendremos que esperar a que lo
determine la autopsia —respondí—,
pero es posible. En ese caso, los
sospechosos serían los padres. En
muchas ocasiones se inclinan por un
método suave, si es que puede
describirse así.
Seguía sin mirar a Richie, pero noté
que se tensaba para reprimir un
estremecimiento.
—Vayamos a ver a la hija —
propuse.
Tampoco allí había agujeros en las
paredes, ni señales de lucha. Tras
desistir de su intento por devolverla a la
vida, el agente había cubierto a Emma
Spain con el edredón rosa para
salvaguardar su decencia, porque era
una niña. Tenía la misma nariz
respingona que su hermano, pero los
rizos eran de un rubio cobrizo y tenía la
cara llena de pecas, que resaltaban
contra el fondo azul blanquecino. Era la
mayor, de unos seis o siete años: tenía
los labios entreabiertos y pude ver que
se le había caído una de las paletas. La
habitación era de color rosa princesa,
llena de florituras y volantes; sobre la
cama había un montón de almohadas
bordadas y gatitos y perritos de ojos
inmensos que nos miraban fijamente. En
medio de la oscuridad tan sólo
interrumpida por la luz de la linterna y
junto a aquel pequeño rostro vacío,
parecían carroñeros.
No volví la vista hacia Richie hasta
que regresamos al descansillo.
—¿Has notado algo raro en los dos
dormitorios? —le pregunté al cabo de
un rato.
Incluso bajo aquella luz parecía
padecer los efectos de una intoxicación
alimentaria. Tuvo que tragar saliva dos
veces antes de responder.
—No había sangre —dijo.
—Bingo.
Abrí suavemente la puerta del baño
con mi linterna. Toallas de colores
combinados, juguetes de plástico para la
bañera, los habituales champús y geles
de ducha y sanitarios de un blanco
inmaculado. Si alguien se había lavado
en aquel cuarto de baño, lo había hecho
con sumo cuidado.
—Pediremos a los agentes de la
Científica que analicen este suelo con
luminol en busca de huellas, pero, a
menos que se nos escape algo, o bien
había más de un asesino o primero fue a
por los niños. Nadie que saliera de ese
berenjenal —dije, señalando con la
cabeza hacia la cocina, en la planta
inferior— tocó nada aquí arriba.
—Parece que se trate de un caso de
violencia doméstica, ¿no crees? —
aventuró Richie.
—¿Por qué lo dices?
—Si yo fuera un psicópata que
quisiera eliminar a toda una familia, no
empezaría por los niños. ¿Qué pasaría si
uno de los padres oyera algo, subiera a
comprobar si están bien y me pillara con
las manos en la masa? La madre y el
padre se abalanzarían sobre mí sin
pensarlo dos veces. No. Yo esperaría a
que todo el mundo estuviera bien
dormido y luego empezaría por eliminar
a las mayores amenazas. Lo único que
me llevaría a comenzar por aquí —
aunque le temblaban los labios, continuó
— sería saber que nadie va a
interrumpirme. Y eso señala a uno de los
padres.
—Cierto. No es definitivo, pero, a
primera vista, es lo que parece —
confirmé—. ¿Has detectado el otro
elemento que señala en esa misma
dirección?
Richie negó con la cabeza.
—La puerta principal —aclaré—.
Tiene dos cerraduras, una Chubb y una
Yale, y antes de que los de uniforme la
forzaran, ambas estaban echadas. La
puerta no se cerró de golpe después de
que alguien dejara la casa; estaba
cerrada con llave. Y no he visto ninguna
ventana abierta ni rota. De manera que,
tanto si ese alguien entró desde fuera
como si los Spain le abrieron la puerta,
¿cómo consiguió salir? Una vez más, no
es un dato definitivo: una de las
ventanas podría no estar cerrada con
pestillo, el asesino podría haberse
llevado las llaves o un amigo o
conocido tal vez tuviera una copia.
Tendremos que comprobar todas las
posibilidades. Pero es indicativo. Por
otro lado… —señalé otro boquete con
la linterna, más o menos del tamaño de
un libro, situado unos centímetros por
encima del rodapié del rellano— ¿cómo
es posible que las paredes hayan
acabado así de agujereadas?
—Una pelea. Después de… —
Richie se frotó de nuevo los labios—.
Después de los niños; si no, se hubieran
despertado. A mí me parece que alguien
ha luchado con saña.
—Probablemente, pero eso no es lo
que ha destrozado las paredes. Despeja
tu mente y vuelve a mirar. Estos
desperfectos no son de anoche. ¿Me
explicas por qué?
Lentamente, la mirada de inexperto
cedió terreno a la concentración que
había visto en el coche. Al cabo de un
momento, Richie respondió:
—No hay sangre alrededor de los
agujeros ni pedazos de yeso en el suelo.
Ni siquiera hay polvo. Alguien ha
limpiado.
—Ahí lo tienes. Es posible que el
asesino o los asesinos se quedaran a
pasar el aspirador por la casa, por
motivos que sólo ellos conocen; pero, a
menos que hallemos algún indicio que
nos revele qué sucedió, la explicación
más plausible es que esos agujeros se
realizaron hace un par de días, quizá
mucho antes. ¿Se te ocurre a qué pueden
deberse?
Ahora que estaba trabajando, Richie
tenía mejor aspecto.
—¿A problemas estructurales? —
planteó—. Humedades, asentamiento o
quizá estuvieran revisando la instalación
eléctrica… Hay manchas de humedad en
el salón. Has visto el revestimiento del
suelo, ¿verdad? ¿Y la mancha en la
pared? Además, hay grietas por todas
partes; no me sorprendería que la
instalación eléctrica también fuera
deficiente. La urbanización al completo
es un desastre.
—Quizá. Haremos venir a un perito
para que eche un vistazo. Pero,
francamente, habría que ser un
electricista muy chapucero para dejar la
casa en este estado. ¿Se te ocurre alguna
otra explicación?
Richie se pasó la lengua por los
dientes y miró el agujero con aire
pensativo.
—Si dejo volar la imaginación, diría
que alguien buscaba algo —aventuró.
—Igual que yo. Y ese algo podrían
ser armas u objetos de valor, aunque
normalmente acostumbra a ser lo de
siempre: drogas o dinero en efectivo.
Pediremos a la Policía Científica que
compruebe si hay trazas de drogas.
—Pero… —me cortó Richie,
señalando con la barbilla hacia la puerta
de la habitación de Emma— ¿y los
niños? ¿Guardaban los padres algo que
pudiera costarles la vida? ¿Con los
críos en casa?
—Pensaba
que
los
Spain
encabezaban tu lista de sospechosos.
—Eso es distinto. La gente se
trastoca, comete locuras. Puede
ocurrirle a cualquiera. Pero esconder un
kilo de heroína detrás del papel pintado,
donde tus hijos pueden encontrarla, es
algo sencillamente impensable.
De repente, oímos un crujido bajo
nuestros pies y ambos dimos media
vuelta, aunque no era más que la puerta
de entrada meciéndose por efecto del
viento.
—¡Vamos, muchacho! Lo he visto
centenares de veces. Y apuesto a que tú
también.
—No con gente como esta.
—No te tenía por un esnob —repuse
enarcando las cejas.
—No, no me refiero a su estatus. Me
refiero a que esta gente lo intentaba.
Echa un vistazo a este lugar: todo es
perfecto, ¿entiendes lo que quiero decir?
Todo está impoluto, incluso detrás del
inodoro. Todo combina. Ni siquiera las
especias de la estantería de la cocina, al
menos en las que he podido ver la fecha,
están caducadas. Esta familia se
esforzaba por que todo mostrara el
mejor aspecto posible. No se habrían
mezclado en negocios turbios… No creo
que fuera su estilo.
—Por lo que sabemos hasta el
momento, no —corroboré—. Pero
recuerda que, por ahora, no sabemos un
carajo de esta gente. Tenían la casa
impecable, al menos de vez en cuando, y
los han asesinado. Y te aseguro que lo
segundo es mucho más revelador que lo
primero. Cualquiera puede pasar el
aspirador, pero no a todo el mundo lo
asesinan.
Richie, bendito sea su ingenuo
corazón, me miró con el más puro de los
escepticismos y una pizca de
indignación.
—Muchas víctimas de asesinato
jamás hicieron nada peligroso en sus
vidas.
—Algunas no, es cierto. Pero
¿muchas? Te voy a contar un pequeño
secreto sobre tu nuevo oficio, amigo
mío. Es la parte que nunca sale en las
entrevistas ni en los documentales,
porque nos la reservamos. La mayoría
de las víctimas andaban buscando
exactamente lo que han encontrado.
Richie empezó a abrir la boca.
—Obviamente, los niños no. Aquí
no estamos hablando de los niños. Pero
los adultos… Si intentas vender heroína
en el territorio de otro cabronazo,
continúas adelante con tus planes de
boda con el Príncipe Azul después de
que te haya enviado cuatro veces a la
UCI o apuñalas a un tipo porque su
hermano apuñaló a tu amigo por
apuñalar a su primo, entonces,
perdóname si te parece políticamente
incorrecto, estás suplicando justo lo que
al final vas a encontrar. Sé que no es lo
que nos enseñan en la academia de
detectives, amigo mío, pero ahí fuera, en
el mundo real, te sorprendería ver las
pocas veces que el asesinato se abre
camino a la fuerza en la vida de las
personas. En el noventa y nueve por
ciento de las ocasiones, entra porque le
abren la puerta y lo invitan a pasar.
Richie movió los pies; una bocanada
de viento subió por las escaleras, se
arremolinó alrededor de nuestros
tobillos e hizo vibrar el tirador de la
puerta de Emma.
—No consigo entender cómo alguien
podría buscar un final como este —dijo
él.
—Ni yo tampoco, al menos por el
momento. Pero si los Spain eran una
familia ideal, entonces ¿quién destrozó
sus paredes a golpes? ¿Y por qué no se
ocuparon de que alguien viniera a
reparar los desperfectos a menos que no
quisieran que nadie descubriera en qué
estaban involucrados? O, como mínimo,
en lo que uno de ellos estaba
involucrado.
Richie se encogió de hombros.
—Tienes razón, este podría ser ese
caso
entre
cien
—dije—.
Consideraremos todas las opciones. Y,
si en verdad lo es, será un motivo más
para que no la pifiemos.
El dormitorio de Patrick y Jennifer
Spain era de postal, como el resto de la
casa. Lo habían decorado en tonos rosa
pastel, crema y dorado, con un estilo
clásico. Tampoco allí había sangre ni
señales de lucha, ni una mota de polvo
en ningún sitio. Sí se distinguía, en
cambio, un pequeño agujero, donde la
pared y el techo confluían sobre la
cama.
Dos cosas llamaban la atención: en
primer lugar, el edredón y las sábanas
estaban arrugados y retirados, como si
alguien hubiera salido de la cama de un
salto. La pulcritud del resto de la casa
indicaba que la cama no solía dejarse
sin hacer. Al menos uno de ellos había
estado arropado cuando todo había
comenzado.
Y en segundo lugar, las mesillas de
noche. En cada una de ellas había una
lamparita con una pantalla de borlas
color crema; ambas estaban apagadas.
En la mesilla más alejada había un par
de tarros con productos de belleza,
crema para el cutis o algo por el estilo,
un teléfono móvil rosa y un libro con la
portada también rosa e impresa en una
tipografía estrambótica. La mesilla más
cercana estaba abarrotada de aparatos:
algo que parecían dos walkie-talkies
blancos y dos móviles plateados, todos
conectados
a
sus
respectivos
cargadores, y tres cargadores más
vacíos, también plateados. Desconocía
qué pintaban allí los walkie-talkies,
pero sé que las únicas personas que
tienen cinco móviles son los brókeres de
altos vuelos y los traficantes de drogas,
y aquello a mí no me parecía la casa de
un corredor de Bolsa. Por un segundo,
pensé que las piezas empezaban a
encajar.
Entonces, Richie arqueó las cejas y
exclamó:
—¡Joder! Eran un poco exagerados,
¿no?
—¿A qué te refieres?
—A los intercomunicadores de los
críos —dijo señalando la mesilla de
noche de Patrick con la cabeza.
—¿Es lo que son?
—Sí. Mi hermana tiene hijos. Los
blancos sólo sirven para escuchar. Y los
que parecen teléfonos emiten imágenes.
Son para vigilar a los críos mientras
duermen.
—Como en Gran hermano.
Deslicé el haz de luz de la linterna
por encima de los dispositivos: los
blancos estaban encendidos, con las
pantallas ligeramente retroiluminadas;
los plateados, apagados.
—¿Cuántos suele tener la gente?
¿Uno por niño?
—Los demás no lo sé, pero mi
hermana tiene tres hijos y un solo
aparato. Está en la habitación del bebé,
para vigilarlo mientras duerme. Cuando
las niñas eran pequeñas sólo tenía el de
audio, uno como esos —los walkietalkies—, pero el pequeño nació
prematuramente, de manera que compró
uno con cámara para poder vigilarlo
mejor.
—Así que los Spain eran unos
padres
sobreprotectores.
Un
intercomunicador en cada habitación.
Debería haberlos visto. Que Richie
se distrajera y pasara por alto ciertos
detalles era hasta cierto punto
comprensible, pero yo no era ningún
novato.
Richie sacudió la cabeza.
—Pero ¿por qué? Eran lo bastante
mayores para ir a buscar a su madre si
la necesitaban. Además, esto no es
ninguna mansión: si se hacían daño, se
los oiría gritar.
—¿Sabrías cómo es la otra pareja de
estos trastos si la vieras? —le pregunté.
—Probablemente.
—De acuerdo. Pues vamos a
buscarlas.
Sobre la cajonera rosa de Emma
había un objeto blanco y redondo
parecido a un radio-despertador que,
según Richie, era un intercomunicador
de audio.
—Es un poco mayor para esto, pero
quizá sus padres tenían el sueño
profundo y querían asegurarse de que la
oirían si los llamaba…
El otro intercomunicador estaba
sobre la cajonera de Jack. No había ni
rastro de las cámaras de vídeo; no hasta
que regresamos de nuevo al rellano.
—Haré que la Policía Científica
examine el desván, por si acaso alguien
buscaba…
Enfoqué la linterna hacia el techo y
me quedé mudo.
La trampilla del desván se abría a la
negrura. La luz de la linterna iluminó la
tapa, apoyada contra algo, y dejó
entrever momentáneamente, en lo alto,
una de las vigas del techo. Hasta ahí
todo bien. Sin embargo, alguien había
cubierto la abertura con malla de
alambre, desde abajo, sin preocuparse
demasiado por la estética, dejando
bordes irregulares de alambre y grandes
clavos que sobresalían en ángulos
violentos. En el rincón opuesto del
descansillo, en la parte alta de la pared,
había algo plateado y mal montado. No
necesité que Richie me dijera que era
una cámara, y apuntaba directamente
hacia la trampilla.
—¿Qué demonios…?
—¿Ratas? Los agujeros…
—¡No colocas un dispositivo de
vigilancia para las ratas! Lo que haces
es cerrar la trampilla y llamar a un
exterminador.
—Entonces ¿qué?
—No lo sé. Una trampa, quizá, por
si quien había agujereado las paredes
regresaba para un segundo asalto. La
Científica va a tener que esmerarse de lo
lindo aquí.
Seguí apuntando hacia el techo con
la linterna y la moví en círculo,
intentando atisbar qué había en el
desván: cajas de cartón, una maleta
negra polvorienta…
—Veamos si el resto de las cámaras
nos brinda alguna pista más.
La segunda cámara estaba en el
salón, sobre una mesa esquinera de
vidrio y acero cromado que había junto
al sofá. La habían orientado hacia el
agujero situado por encima de la
chimenea y una lucecilla roja indicaba
que estaba encendida. La tercera había
rodado hasta un rincón de la cocina,
donde había quedado rodeada por
bolitas del puf y apuntando hacia el
suelo, pero seguía conectada. Había un
visor medio escondido bajo los fogones:
yo lo había divisado la primera vez que
pisamos la cocina, pero lo había
confundido con un teléfono. Y había otro
bajo la mesa. Sin embargo, no había ni
rastro del último ni de las dos cámaras
restantes.
—Pondremos al corriente a los
agentes de la Policía Científica y les
diremos que mantengan los ojos bien
abiertos. ¿Te gustaría echar un segundo
vistazo a algo antes de que los haga
pasar?
Richie parecía inseguro.
—No es ninguna pregunta trampa,
muchacho.
—Ah. De acuerdo. Entonces no.
Todo en orden.
—Por mi parte, también. Venga,
salgamos.
Otra bocanada de aire se apoderó de
la casa y, en esta ocasión, ambos nos
sobresaltamos. Es lo último que me
habría gustado que Richie viera, pero
aquel lugar empezaba a ponerme los
pelos de punta. No eran los niños ni la
sangre. Tal como ya he dicho, soy capaz
de manejar ambas cosas sin problemas.
Quizá fueran los agujeros en las paredes
o la imperturbabilidad de las cámaras…
o todo ese vidrio, todos esos esqueletos
de casas contemplándonos como
animales famélicos alrededor del calor
de una hoguera. Tuve que recordarme
que había lidiado con escenas del
crimen mucho peores y jamás había
sudado ni una gota, pero aquel
escalofrío que me recorría los huesos
del cráneo me decía: «Esto es distinto».
Capítulo 3
Les contaré un secretito nada romántico:
la mitad del trabajo de un detective de
homicidios consiste en desplegar sus
habilidades directivas. Los aprendices
imaginan al lobo solitario adentrándose
en la selva guiado por un oscuro
presentimiento, pero, en la práctica,
quienes no saben relacionarse con los
demás acaban en las filas de la Policía
Secreta. Incluso en una investigación
pequeña, y esta no iba a serlo,
intervienen refuerzos, oficiales de
enlace con los medios de comunicación,
Policía Científica, el forense y ciento y
la madre, y es preciso asegurarse de que
todos ellos están en todo momento
ayudándote a avanzar con la mayor
celeridad posible, de que nadie está
entorpeciendo el camino de nadie y de
que todos colaboran en un gran plan
general, porque, en última instancia, la
responsabilidad es tuya. El silencio
inmóvil que reinaba dentro del ámbar
había concluido: en el mismísimo
instante en que pusimos un pie fuera de
la casa, incluso antes de que dejáramos
de caminar con paso tranquilo, tuve que
empezar a discutir con la gente.
Cooper, el forense, estaba al otro
lado de la verja, tamborileando con los
dedos en el expediente y con cara de
pocos amigos. De hecho, es la cara que
echa siempre: en un buen día, Cooper es
un cabronazo negativo y, cuando yo ando
involucrado, nunca es un buen día para
él. No le he hecho nada, pero, por algún
motivo que desconozco, no le gusto; y
cuando no le gustas a un capullo
arrogante como Cooper, te lo hace saber.
Una errata en un formulario de solicitud
y me lo devuelve para que lo redacte de
nuevo. Por no mentar que jamás podré
meterle prisas con nada: mis casos
aguardan su turno, sean urgentes o no.
—Detective Kennedy —me saludó,
resoplando como si yo apestara—. ¿Le
importa decirme si tengo pinta de ser
alguien a quien le guste esperar?
—En absoluto, doctor Cooper. Le
presento al detective Curran, mi
compañero.
Cooper ignoró a Richie.
—Me alegra saberlo. En ese caso,
¿por qué estoy esperando?
Seguramente se había pasado todo
aquel tiempo maquinando tan ingenioso
comentario.
—Discúlpeme —dije—. Debe de
haberse producido algún malentendido.
Obviamente, yo jamás le haría
desperdiciar su valioso tiempo.
Adelante, la escena del crimen es toda
suya.
Cooper me lanzó una mirada
fulminante con la que dejó claro que no
me creía.
—Lo único que espero —añadió—
es que no hayan contaminado demasiado
la escena —y pasó junto a mí como un
rayo en dirección a la casa, mientras se
ajustaba los guantes.
Por el momento, no había ni rastro
de los refuerzos. Uno de los agentes
uniformados continuaba rondando el
coche patrulla y ocupándose de la
hermana. El otro estaba en la parte alta
de la calle, hablando con un puñado de
gente entre dos furgonetas blancas: los
tipos de la Policía Científica y la
morgue.
—¿Qué hacemos ahora? —le
pregunté a Richie.
En cuanto salimos de la casa había
empezado a inquietarse de nuevo: volvía
la cabeza de uno a otro lado para
inspeccionar la calle, el cielo o el resto
de las casas y no dejaba de repicarse
con dos dedos en el muslo.
Mi pregunta lo frenó en seco.
—¿Dejamos
que
la
Policía
Científica entre en la casa?
—Desde luego, pero ¿qué tienes
previsto hacer tú mientras ellos
trabajan? Si nos quedamos por aquí
preguntándoles una y otra vez si han
encontrado algo, lo único que
conseguiremos será hacerles perder el
tiempo a ellos y perderlo también
nosotros.
Richie asintió.
—Si de mí dependiera, hablaría con
la hermana.
—¿No quieres comprobar antes si
Jenny Spain puede explicarnos algo?
—He dado por supuesto que
transcurrirá un tiempo antes de que
pueda hablar con nosotros. Siempre
que…
—Siempre
que
sobreviva.
Probablemente tengas razón, pero no
podemos darlo por
descontado.
Debemos anticiparnos.
Yo ya tenía el teléfono en la mano y
estaba marcando. A juzgar por la pésima
cobertura, cualquiera habría jurado que
estábamos en Mongolia Exterior
(tuvimos que dirigirnos hasta el final de
la calle, más allá de las casas, para
recibir señal) y fueron necesarias un
puñado de complicadas llamadas de ida
y vuelta antes de que pudiera hablar con
el médico que había firmado el ingreso
de Jennifer Spain y convencerlo de que
no era ningún periodista. Sonaba joven y
muy cansado.
—Sigue con vida, pero no puedo
prometerle nada. Ahora mismo está en
quirófano.
Si
logra
sobrevivir,
podremos hacernos una mejor idea de la
situación.
Activé el altavoz para que Richie
escuchara la conversación.
—¿Puede
facilitarme
una
descripción de sus heridas?
—Sólo la he examinado brevemente.
No estoy seguro…
La brisa marina se llevó el rastro de
su voz; Richie y yo tuvimos que
inclinarnos sobre el teléfono para poder
escucharlo.
—En realidad, me interesaría
disponer de un informe preliminar.
Nuestro propio médico la examinará
más tarde, de un modo u otro. Por ahora,
lo único que necesito es poder hacerme
una idea general de si le dispararon, la
estrangularon, la asfixiaron… Dígamelo
usted.
Un suspiro.
—Entienda que el diagnóstico es
provisional. Podría equivocarme.
—Entendido.
—Bien. Básicamente, ha tenido
suerte de llegar hasta aquí. Presenta
cuatro lesiones abdominales que, en mi
opinión, podrían haber sido ocasionadas
por un cuchillo, pero será su médico
quien lo determine. Dos de ellas son
profundas, pero no parece que hayan
alcanzado los órganos ni las arterias
principales, pues, de lo contrario, se
habría desangrado antes de llegar al
hospital. Presenta otra herida en la
mejilla derecha; también parece una
cuchillada, y le atraviesa la boca. Si
consigue salir de esta, necesitará
someterse a diversas operaciones de
cirugía plástica. Además, tiene un
traumatismo contuso en la nuca. Las
radiografías mostraban una fractura
craneal y un hematoma subdural, pero, a
juzgar por sus reflejos, existe una firme
posibilidad de que haya salido de esta
sin lesiones cerebrales. Como digo, ha
sido muy afortunada.
Probablemente, aquella sería la
última vez en que alguien utilizaría ese
adjetivo para describir la situación de
Jennifer Spain.
—¿Algo más?
Lo escuché remover algo, un café al
vez, y ahogar un bostezo.
—Lo siento. Podría haber lesiones
menores, pero no me he preocupado de
buscarlas. Mi prioridad era que entrara
en quirófano lo antes posible, ya que la
sangre podría haber camuflado algunos
cortes y contusiones. Sin embargo, no se
aprecian otras heridas relevantes.
—¿Algún indicio de agresión
sexual?
—Tal como ya le he dicho,
comprobarlo no era de máxima
prioridad. Sí le diré, no obstante, que no
he visto nada que pudiera apuntar en esa
dirección.
—¿Cómo iba vestida?
Se produjo un instante de silencio,
mientras se preguntaba si me había
entendido mal o si yo era algún tipo de
pervertido.
—Un pijama amarillo. Nada más.
—Debería haber un agente en el
hospital. Me gustaría que metiera el
pijama en una bolsa de papel y se lo
entregara. Anote todas las personas que
hayan podido tocarlo, si puede.
Ya tenía dos evidencias más que me
indicaban que Jennifer Spain era una
víctima. Las mujeres no se desfiguran la
cara y bajo ningún concepto salen a la
calle en pijama. Se ponen su mejor
vestido, se toman su tiempo para
maquillarse y seleccionan el método que
consideran (la mayoría de las veces
erróneamente) que les aportará un
aspecto tranquilo y bello, borrando el
dolor de su rostro y dejando nada más
que una paz fría y pálida. En algún
rincón de sus mentes en pleno
desmoronamiento, piensan que no les
gustaría que las encontraran con un
aspecto peor de como son. La mayoría
de los suicidas no creen que la muerte
sea el final del camino. Quizá ninguno
de nosotros lo haga.
—Ya le hemos entregado el pijama.
Le confeccionaré la lista tan pronto
como pueda.
—¿Ha recuperado la conciencia en
algún momento?
—No. Tal como ya le he dicho, la
posibilidad de que lo haga es mínima.
Pero lo sabremos mejor después de la
intervención.
—Si la recupera, ¿cree que
podríamos hablar con ella?
Un suspiro.
—Sé lo mismo que usted. En las
lesiones craneales, no hay nada
predecible.
—Gracias, doctor. ¿Podría ponerse
en contacto conmigo si se produce algún
cambio?
—Haré lo que esté en mi mano. Y
ahora, si me disculpa, tengo que…
Y acto seguido colgó. Le hice una
llama rápida a Bernadette, la
administrativa de la brigada, para
hacerle saber que necesitaba que alguien
empezara a revisar las cuentas bancadas
y los registros telefónicos de los Spain a
la mayor brevedad posible. Acababa de
colgar cuando el teléfono vibró: tres
nuevos mensajes de voz, de llamadas
que me habían pillado fuera de
cobertura. O’Kelly me hacía saber que
me había asignado un par más de
refuerzos, un contacto periodista me
suplicaba una primicia que esta vez no
iba a conseguir. Y Geri. La voz se oía
entrecortada: «… no puedo, Mick…
vomitando cada cinco minutos… no
puedo salir de casa, ni siquiera para…
¿Va todo bien? Llámame cuando…».
—¡Joder! —exclamé sin poder
contenerme.
Dina trabaja en la ciudad, en una
tienda de delicatessen. Intenté calcular
cuántas horas tardaría en llegar a algún
punto próximo a la ciudad y cuánto
tiempo pasaría antes de que alguien
encendiera una radio cerca de Dina.
Richie
me
hizo
un
gesto
interrogativo con la cabeza.
—Nada —respondí.
No tenía sentido llamar a Dina (odia
los teléfonos) y no había nadie más con
quien contactar. Tomé aire e intenté
desterrar aquel pensamiento de mi
mente.
—Vamos. Ya hemos hecho esperar
suficiente a los técnicos de la Policía
Científica.
Richie asintió. Guardé el teléfono y
me dirigí hacia la parte alta de la calle
para hablar con los hombres de blanco.
El comisario me había hecho un
favor: había conseguido que la
Científica enviara a Larry Boyle con un
fotógrafo, un reconstructor de escenas
del crimen y un par de técnicos más.
Boyle es un tipo raro con cara de bollo
que transmite la impresión de tener en su
casa una habitación llena de revistas
inquietantes y perfectamente apiladas
por orden alfabético, pero maneja las
escenas del crimen de un modo
impecable y además es nuestro mejor
técnico en cuestión de salpicaduras de
sangre. Y en este caso, yo iba a necesitar
ambas cosas.
—Vaya, ya era hora… —me dijo.
Se había puesto ya el mono con
capucha blanco y sostenía los guantes y
los protectores para los zapatos en una
mano, a punto para colocárselos.
—¿A quién tenemos aquí?
—Mi nuevo compañero, Richie
Curran. Richie, este es Larry Boyle, de
la Policía Científica. Sé amable con él.
Es amigo nuestro.
—Deja de hacerme la pelota hasta
que comprobemos si te soy de ayuda —
me atajó Larry, haciéndome un gesto con
la mano—. ¿De qué se trata?
—Un padre y dos hijos muertos. La
madre está en el hospital. Los niños
están en la planta de arriba y al parecer
han muerto asfixiados; los adultos
estaban en la planta baja, probablemente
han sido apuñalados. Hay salpicaduras
de sangre suficientes para mantenerte
contento durante semanas.
—¡Caramba, genial!
—No digas que nunca hago nada por
ti. Aparte de lo habitual, me interesa
todo lo que podáis averiguar sobre el
desarrollo de los acontecimientos: a
quién atacaron primero, dónde, qué
movimientos hicieron después, cómo
intentaron defenderse. Por lo que hemos
podido ver, no hay sangre en la planta de
arriba, lo cual podría ser significativo.
¿Puedes comprobarlo, por favor?
—Ningún
problema.
¿Alguna
petición especial más?
—En esa casa pasaba algo raro, y
me refiero a mucho antes de anoche —
continué—. Hay un montón de agujeros
en las paredes y no tenemos ninguna
pista acerca de quién los hizo ni por
qué. Si descubres algo, huellas, lo que
sea,
te
estaríamos
sumamente
agradecidos. También hay un montón de
intercomunicadores de bebés, al menos
dos de audio y cinco de vídeo,
cargándose sobre la mesilla de noche,
pero podría haber más. Todavía no
sabemos para qué los usaban y sólo
hemos logrado localizar tres de las
cámaras: en el rellano de la planta de
arriba, en la mesilla esquinera del salón
y en el suelo de la cocina. Me gustaría
contar con fotografías in situ de todos
ellos. Y necesitamos encontrar las otras
dos cámaras, o cuantas haya. Lo mismo
para las pantallas: hay dos cargándose y
dos en el suelo de la cocina, así que,
como mínimo, nos falta una.
—¡Vaya, vaya! —comentó Larry
entusiasmado—.
Muy
interesante.
Gracias por existir, Scorcher. Una tarde
más en mi apartamento y me habría
muerto de aburrimiento.
—En realidad, pienso que podría
tratarse de un caso de drogas. No es
nada definitivo, pero me gustaría saber
si hay o ha habido drogas en esa casa.
—No, por favor, drogas otra vez no.
Limpiaremos todo lo que parezca
prometedor, pero me encantaría que esta
vez obtuviéramos un resultado negativo.
—Necesito sus teléfonos móviles y
toda la documentación económica que
encontréis. Y hay un ordenador en la
cocina que convendría revisar. Además,
te agradecería que inspeccionaras el
desván a conciencia, ¿de acuerdo? No
hemos subido, pero el misterio al que
nos enfrentamos está vinculado de
alguna manera con ese desván. Ya
comprobarás a qué me refiero.
—Eso ya me gusta más —comentó
Larry alegremente—. Me encantan esas
pequeñas rarezas. ¿Podemos empezar?
—La que está en el coche patrulla es
la hermana de la mujer herida —
expliqué—. Ahora vamos a hablar con
ella. ¿Os importa esperar un minuto más,
hasta que la apartemos de la vista? No
quiero que os vea entrar en la casa, por
si enloquece.
—Causo ese efecto en las mujeres…
Ningún problema; esperaremos aquí
hasta que nos avises. Divertíos,
muchachos.
Se despidió de nosotros agitando la
mano en la que sostenía los protectores
de los zapatos.
Mientras descendíamos de nuevo
por la calle en dirección a la hermana,
Richie comentó en tono grave:
—No estará tan contento cuando
entre en la casa.
—Claro que sí, muchacho. Lo estará,
y mucho.
No siento lástima por nadie a quien
conozco por medio de mi trabajo. La
compasión tiene su gracia, te permite
vanagloriarte de lo maravilloso que eres
y todas esas cosas, pero no hace ningún
bien a las personas a quienes
compadeces. En el preciso instante en
que empiezas a ponerte sentimentaloide
con la terrible situación que deben de
estar atravesando, pierdes de vista el
balón. Te vuelves débil. Y al momento
siguiente descubres que no puedes
levantarte de la cama por las mañanas
porque eres incapaz de afrontar ir al
trabajo, y a mí me cuesta entender en
qué sentido eso puede hacerle ningún
bien a nadie. Yo invierto mi tiempo y
energía en obtener respuestas, no
abrazos ni una taza de chocolate.
Pero si siento lástima por alguien, es
por los familiares de las víctimas. Tal
como le había explicado a Richie, el
noventa y nueve por ciento de las
víctimas no tienen nada de qué quejarse:
han encontrado justo lo que andaban
buscando.
Las
familias,
aproximadamente
en
el
mismo
porcentaje de veces, jamás habían
pedido tener que pasar por ese infierno.
No me trago que mamá tenga la culpa de
que el pequeño Jimmy trafique con
heroína y sea tan tonto como para
intentar timar a su proveedor. Quizá su
madre no lo haya exactamente ayudado a
aprovechar todo su potencial, pero yo
también tuve problemas durante mi
infancia y no he acabado con dos tiros
en la nuca descerrajados por un capo de
la droga cabreado. Pasé un par de años
yendo al psicólogo para asegurarme de
que esos problemas no me impidieran
avanzar y, entretanto, me las apañé como
pude, porque soy un hombre adulto y eso
implica que soy yo quien lleva las
riendas de mi vida. Si una mañana
aparezco con la cara reventada por una
bala, la culpa será toda mía. Y la
metralla no debe alcanzar a mi familia
bajo ningún concepto.
Cuando trato con los familiares de
las víctimas me protejo tras una coraza,
pues nada puede confundirte más que la
compasión.
Cuando aquella mañana Fiona
Rafferty salió de su casa, probablemente
fuera una muchacha guapa (a mí me
gustan más altas y mucho más
arregladas, pero intuía que aquellos
tejanos descoloridos ocultaban unas
bonitas piernas y tenía una cabellera
lustrosa, aunque no se hubiera tomado la
molestia de alisársela ni teñírsela de
algún color más vistoso que aquel
vulgar marrón rata). Ahora, no obstante,
estaba hecha un cuadro. Tenía la cara
enrojecida, abotargada y cubierta de
mocos y churretes de rímel. Los ojos se
le habían hinchado de tanto llorar y se
había estado enjugando las lágrimas en
las mangas de su abrigo rojo de lana
gruesa. Como mínimo, había dejado de
gritar, al menos por el momento.
El agente uniformado también
empezaba a estar un poco crispado.
—Necesitamos hablar con la
señorita Rafferty, agente —anuncié—.
¿Por qué no regresa a la comisaría y
solicita que nos envíen a alguien para
que la acompañe al hospital cuando
hayamos concluido?
Asintió con la cabeza y retrocedió.
Pude oír su suspiro de alivio.
Richie se arrodilló junto al coche.
—¿Señorita Rafferty? —preguntó
con amabilidad.
El muchacho tenía maña tratando a
las personas. Quizá incluso se
excediera: había apoyado una rodilla en
un surco de fango e iba a pasarse el día
con aspecto de haberse caído, pero no
pareció darse cuenta.
Fiona Rafferty levantó la cabeza
despacio, titubeante y con una mirada
vacía.
—La acompaño en el sentimiento.
Al cabo de un momento, Fiona
Rafferty bajó la barbilla en un leve gesto
de asentimiento.
—¿Quiere que le traigamos algo?
¿Agua quizá?
—Tengo que telefonear a mi madre.
¿Cómo voy a…? Dios mío, los niños, no
puedo decirle que…
—Un agente la acompañará al
hospital —la informé—, le comunicará
a su madre que puede reunirse allí con
usted y la ayudará a explicárselo.
No me escuchó; su mente había
vuelto a estremecerse con aquel
pensamiento y se había perdido en algún
otro derrotero.
—¿Cómo está Jenny? ¿Se pondrá
bien?
—Esperamos que así sea. Se lo
comunicaremos tan pronto sepamos
algo.
—Los de la ambulancia no me han
dejado que la acompañara. Necesito
estar con ella, ¿qué pasa si…? Necesito
estar…
—Ya lo sé —la reconfortó Richie—,
pero los médicos cuidarán de ella. Está
en buenas manos. Lo único que usted
haría ahora sería entorpecer su trabajo,
y dudo que sea eso lo que quiere.
Movió la cabeza de uno a otro lado:
no.
—No. Además, de todos modos,
primero debe ayudarnos a nosotros.
Tenemos que hacerle algunas preguntas.
¿Cree que está preparada para
responderlas?
Fiona Rafferty abrió la boca y tomó
aire.
—¡No! ¿Preguntas? Ahora no
puedo… No. Lo único que quiero es ir a
casa. Quiero estar con mi madre. Oh,
Dios, quiero…
Estaba a punto de desmoronarse de
nuevo. Vi como Richie empezaba a
retroceder y alzaba las manos con gesto
tranquilizador.
Antes de que la dejara ir, me
anticipé.
—Señorita Rafferty, si necesita
marcharse a casa un rato y regresar
luego para hablar con nosotros, no
tenemos inconveniente. Depende de
usted. Pero, por cada cinco minutos que
perdamos, nuestras posibilidades de
atrapar a la persona que ha hecho esto
irán mermando. Las pruebas se
destruyen, la memoria de los testigos se
nubla y el asesino puede alejarse.
Considero que debe usted saberlo antes
de tomar una decisión.
La mirada de Fiona empezó a
enfocarse.
—Si yo… ¿podrían perderlo? Si me
pongo en contacto con ustedes más
tarde, ¿podría haber escapado ya?
Aparté a Richie de su campo de
visión agarrándolo con fuerza por el
hombro y me incliné sobre la puerta del
coche.
—Así es. Como le he explicado,
usted decide, pero, personalmente, no
quisiera vivir con ese cargo de
conciencia.
Se le crispó el rostro y, por un
instante, pensé que la habíamos perdido;
sin embargo, se mordió con fuerza los
carrillos y logró recomponerse.
—De acuerdo. Está bien. Puedo…
Está bien. Yo sólo… ¿Podrían darme
dos minutos para que me fume un
cigarrillo? Luego responderé a sus
preguntas.
—Creo que ha tomado usted la
decisión correcta. Tómese su tiempo,
señorita Rafferty. La esperaremos aquí.
Salió del coche torpemente, como
alguien que se pone en pie por primera
vez tras una intervención quirúrgica, y
avanzó tambaleándose por la calle, entre
los esqueletos de la casas. No aparté la
vista de ella. Encontró una pared a
medio construir en la que sentarse y
logró encenderse el cigarrillo.
Nos daba más o menos la espalda, y
le hice a Larry un gesto de aprobación
con los pulgares. Me saludó jovialmente
con la mano y avanzó con pesadez hacia
la casa mientras se ponía los guantes,
seguido por el resto de los técnicos.
La cochambrosa chaqueta de Richie
no estaba hecha para el clima de la
campiña; el muchacho no dejaba de
moverse arriba y abajo, con las manos
remetidas bajo las axilas, esforzándose
por disimular que se estaba helando.
—Estabas a punto de decirle que se
marchara a casa, ¿no es cierto? —le
pregunté en voz baja.
Volvió la cabeza hacia mí
rápidamente, desconcertado y receloso.
—Sí. Pensé que…
—Pues no pienses. No sobre algo
como esto. Soy yo quien decide si
dejamos marchar a un testigo, no tú.
¿Entendido?
—Parecía estar a punto de
desmoronarse.
—¿Y qué? Eso no es motivo para
dejar que se vaya, detective Curran. Eso
es un motivo para que intente
recomponerse. Has estado a punto de
desperdiciar la oportunidad de llevar a
cabo un interrogatorio que no podemos
permitirnos el lujo de perder.
—Precisamente
intentaba
no
desperdiciarlo. Pensaba que sería mejor
interrogarla dentro de unas horas en
lugar de disgustarla tanto que no pudiera
ponerse en contacto con nosotros hasta
mañana.
—Pues no es así como funciona esto.
Si necesitas que una testigo hable, te las
ingenias para que lo haga. Fin de la
historia.
No la envías a su casita para que se
tome una taza de té con galletas y le
pides que regrese cuando le convenga.
—Pensaba que debía darle la opción
de hacerlo. Acaba de perder…
—¿Me has visto acaso poniéndole
las esposas? Le he ofrecido todas las
opciones posibles. Lo único que tienes
que hacer es asegurarte de que va a
escoger la que a ti te conviene. Regla
número tres, cuatro, cinco y media
docena más: en este trabajo no te dejas
llevar por la corriente; haces que la
corriente vaya por donde tú quieres. ¿Ha
quedado claro?
Tras una breve pausa, Richie
respondió:
—Sí. Lo siento, detective. Señor.
Probablemente en aquel momento me
odiara con todas sus fuerzas, pero puedo
vivir con eso. Me importa un bledo que
los novatos cuelguen fotos de mí en sus
casas y se dediquen a tirarles dardos,
siempre que, cuando el polvo se asiente,
no hayan perjudicado el caso ni sus
carreras.
—No volverá a suceder. ¿No es
cierto?
—No. Quiero decir, sí, así es, no
volverá a suceder.
—Bien. Entonces vayamos a hablar
con ella.
Richie ocultó la barbilla en el cuello
de su chaqueta y miró a Fiona Rafferty
con ojos dubitativos. Estaba encorvada
junto a la pared, con la cabeza casi en
las rodillas y el cigarrillo colgando de
una mano, olvidado. Desde aquella
distancia parecía un desecho, un trapo
granate arrugado y arrojado entre los
escombros.
—¿Crees que lo soportará?
—No tengo la menor idea. Pero no
es problema nuestro, siempre que la
crisis nerviosa se desate en el momento
oportuno. Adelante, vamos.
Crucé la calle sin volver la vista
atrás para comprobar si Richie me
seguía. Al cabo de unos instantes, oí tras
de mí el crujido apresurado de sus
zapatos en la grava.
Fiona parecía haber recuperado un
poco la entereza: si bien aún seguía
sacudiéndola
algún
escalofrío
esporádico, las manos habían dejado de
temblarle y se había limpiado las
manchas de rímel de la cara, aunque lo
hubiera hecho con la pechera de su
camisa. La conduje hasta una de las
casas a medio construir, a refugio del
fuerte viento y lejos de la vista de lo que
Larry y sus muchachos pudieran hacer,
le encontré una agradable pila de
bloques de cemento sobre los cuales
sentarse y le ofrecí otro cigarrillo. Yo no
fumo, nunca lo he hecho, pero siempre
llevo una cajetilla en mi maletín. Los
fumadores son como cualquier otro
adicto: la mejor manera de ponerlos de
tu parte consiste en emplear sus mismas
armas. Me senté junto a ella en los
bloques de cemento; Richie encontró un
alféizar a la altura de mi hombro desde
el que podía observar, aprender y tomar
apuntes sin que se notara demasiado. No
era la situación ideal para un
interrogatorio, pero había tenido que
lidiar con cosas peores.
—Bien —le dije mientras le
encendía el cigarrillo—. ¿Necesita que
le traigamos algo más? ¿Un jersey? ¿Un
vaso de agua?
Fiona tenía la mirada clavada en el
cigarrillo, el cual sacudía entre los
dedos y se fumaba a caladas cortas y
rápidas. Tenía todos los músculos del
cuerpo en tensión; cuando el día
acabara, iba a sentirse como si hubiera
corrido un maratón.
—Estoy bien. ¿Podríamos acabar
con esto de una vez? ¿Por favor?
—Desde luego, señorita Rafferty. Es
comprensible. ¿Por qué no empieza por
contarme cómo es Jennifer?
—Jenny. No le gusta que la llamen
Jennifer; le suena cursi… Siempre la
hemos llamado Jenny, desde que éramos
pequeñas.
—¿Quién es la mayor?
—Ella. Yo tengo veintisiete años y
ella veintinueve.
Le había supuesto a Fiona menos
edad de la que tenía, en parte por su
físico (era bajita, con la cara puntiaguda
y rasgos pequeños e irregulares bajo el
desastre que era hoy su rostro) y en
parte también por su ropa, por ese
desaliño estudiantil. Cuando yo era
joven, las chicas solían vestir así
incluso después de terminar los estudios
universitarios, pero hoy en día se
arreglan mucho más. A juzgar por la
casa, habría apostado a que Jenny se
esforzaba mucho más por tener un buen
aspecto.
—¿A qué se dedica? —pregunté.
—Es relaciones públicas. Bueno, lo
era hasta que nació Jack. Desde
entonces, se ocupaba de la casa y de los
niños.
—Bien jugado. ¿Echa de menos su
trabajo?
Por respuesta, hizo un gesto que
podría haber sido una negación con la
cabeza, salvo por el hecho de que Fiona
estaba tan rígida que más bien pareció
un espasmo.
—No creo. Le gustaba su trabajo,
pero no es una persona superambiciosa
ni nada por el estilo. Sabía que, si tenían
otro hijo, no podría reincorporarse; si
contrataban a alguien para cuidar de los
dos críos, no le habrían quedado más de
veinte euros de sueldo a la semana. Aun
así, decidieron ir en busca de Jack.
—¿Tenía problemas en el trabajo?
¿Alguien en particular con quien no se
llevara bien?
—No. A mí las otras mujeres de la
empresa me parecían todas unas zorras,
siempre incordiando con comentarios
insidiosos si una de ellas no lucía su
mejor bronceado artificial durante unos
días…
Cuando
Jenny
estaba
embarazada, la llamaban Titanic, le
decían que debería ponerse a dieta, por
el amor de Dios… Pero Jenny no le
daba demasiada importancia. Ella… A
Jenny no le gusta imponerse, ¿sabe?
Prefiere dejar que las cosas fluyan.
Siempre piensa…
Un silbido entre los dientes, como si
hubiera sentido una punzada de dolor.
—Siempre piensa que al final todo
saldrá bien.
—¿Y qué hay de Patrick? ¿Se lleva
bien con la gente?
Hay que mantenerlos siempre en
constante alerta, saltar de un tema a otro,
no darles tiempo para bajar la vista. Si
caen, es posible que no vuelvan a
ponerse en pie.
Me miró, con aquellos ojos azul
grisáceo hinchados y abiertos como
platos.
—Pat es… ¡Dios Santo! ¡No
pensarán ustedes que él ha hecho esto!
Pat nunca, nunca…
—Lo sé. Pero dígame…
—¿Y cómo demonios lo sabe usted?
—Señorita Rafferty —insistí, en un
tono algo más duro—. ¿Quiere
ayudarnos o no?
—Por supuesto que sí…
—Bien. Entonces concéntrese en las
preguntas que le estamos formulando.
Cuanto antes obtengamos nosotros
algunas respuestas, antes las obtendrá
también usted. ¿Entendido?
Fiona miró a su alrededor como
enloquecida, como si la estancia fuera a
desvanecerse en cualquier momento y
ella fuera a despertar de una pesadilla.
Aquel espacio era un despropósito de
hormigón y mortero, con un par de vigas
de madera apoyadas contra una pared
que parecían sostener. Había una pila de
barandales de roble sintético recubierto
de una densa capa de mugre, tazas de
espuma de poliestireno aplastadas en el
suelo y una sudadera azul cubierta de
barro en un rincón, como un yacimiento
arqueológico estancado en el momento
en que sus habitantes lo habían
abandonado huyendo de una catástrofe
natural o de una horda invasora. Aunque
Fiona no veía aquel lugar, le iba a
quedar grabado en la mente para el resto
de su vida. Es uno de los pequeños
extras que el asesinato arroja en la vida
de los familiares: mucho después de que
olvides el rostro de la víctima o las
últimas palabras que te dijo, continúas
recordando hasta el último detalle del
limbo de pesadilla en el que esa cosa le
dio un zarpazo a tu vida.
—Señorita Rafferty —dije—. No
podemos perder tiempo.
—Sí. Estoy bien.
Aplastó la colilla contra los bloques
de cemento y se la quedó mirando
fijamente, como si acabara de
materializarse en su mano desde la nada.
Richie se inclinó hacia delante, le
tendió un vaso de plástico y se lo
ofreció en voz baja.
—Aquí tiene.
Fiona asintió, arrojó la colilla al
vaso y lo sostuvo, agarrándolo con
ambas manos.
—¿Cómo es Patrick? —insistí.
—Es encantador.
Un destello desafiante en sus ojos
enrojecidos. Bajo aquellas ruinas había
una mujer testaruda.
—Lo conocemos desde siempre.
Todos somos originarios de Monkstown
y siempre hemos salido con la misma
pandilla, desde que éramos niñas. Jenny
y él llevan juntos desde los dieciséis
años.
—¿Qué tipo de relación mantenían?
—Estaban locos el uno por el otro.
El resto de la pandilla pensábamos que
salir con alguien más de unas cuantas
semanas suponía ya un gran logro, pero
Pat y Jenny eran…
Fiona respiró hondo, echó la cabeza
hacia atrás y clavó la mirada en el hueco
vacío de la escalera y las caprichosas
vigas recortadas sobre el cielo gris.
—Ellos supieron desde el primer
momento que habían encontrado al amor
de su vida. Y eso hacía que parecieran
mayores, más adultos. El resto de
nosotros no éramos más que unos críos
pasando el rato, sólo jugábamos,
¿entiende? Pero Pat y Jenny iban en
serio. Era amor verdadero.
El amor verdadero puede matar más
que ninguna otra cosa que se me ocurra.
—¿Cuándo se comprometieron?
—A los diecinueve años. El Día de
los Enamorados.
—Vaya, muy jóvenes para los
tiempos que corren. ¿Qué pensaron sus
padres?
—¡Estaban encantados! Adoran a
Pat. Sólo les pidieron que esperaran
hasta
terminar
sus
estudios
universitarios y Pat y Jenny no tuvieron
inconveniente en hacerlo. Se casaron a
los veintidós años. Jenny dijo que no
tenía sentido seguir posponiéndolo,
puesto que no iban a cambiar de
opinión.
—¿Y qué tal les fue el matrimonio?
—¡Genial! Pat trata tan bien a
Jenny… Debería verlo: aún sigue
iluminándosele la cara cuando descubre
que ella quiere algo y no ve el momento
de comprárselo. De adolescente, yo
siempre soñaba con conocer a alguien
que me quisiera como Pat quiere a
Jenny. ¿Entiende?
Se tarda un tiempo en dejar de
hablar en presente. Mi madre falleció
hace mucho, durante mi adolescencia,
pero de vez en cuando Dina aún habla
de qué perfume lleva mamá o de cuál es
su helado favorito. A Geri la enerva. Sin
intentar sonar demasiado escéptico, le
pregunté:
—¿No ha habido discusiones? ¿En
trece años?
—Yo no he dicho eso. Todo el
mundo se discute. Pero sus discusiones
no tienen mayor trascendencia.
—¿Sobre qué discuten?
Fiona me miraba; una fina capa de
recelo empezaba a solidificarse sobre
todo lo demás.
—Sobre lo mismo que cualquier otra
pareja. Cuando éramos más jóvenes, Pat
se enfadaba si algún otro chico se
interesaba por Jenny. También recuerdo
que, cuando estaban ahorrando para
comprar la casa, Pat quería ir de
vacaciones y Jenny creía que no debían
emplear el dinero en eso. Siempre
acababan resolviendo sus diferencias.
Como le he dicho, nada importante.
Dinero: la única cosa que mata a
más personas que el amor.
—¿A qué se dedica Patrick?
—Trabaja en una empresa de
recursos humanos… trabajaba. Nolan
and Roberts, una agencia que selecciona
personal para compañías de servicios
financieros. Lo despidieron en febrero.
—¿Por algún motivo concreto?
A Fiona volvieron a tensársele los
hombros.
—No fue por nada que hiciera.
Despidieron a varios empleados, no
sólo a él. Tal y como están las cosas, las
empresas de servicios financieros no
necesitan contratar más personal, ¿no
cree? La recesión…
—¿Tenía algún problema en el
trabajo? ¿Algún resentimiento tras el
despido?
—¡No! Intenta que parezca que…
que Pat y Jenny tienen enemigos por
todas partes y que se discuten todo el
tiempo. Y no es verdad.
Se había apartado un poco más de
mí y tenía el vaso aferrado entre las
manos, formando un escudo con los
brazos.
—Es el tipo de información que
necesito —le expliqué con voz sosegada
—. Yo no conozco a Pat ni a Jenny; sólo
intento hacerme una idea.
—Son encantadores. Caen bien a
todo el mundo. Se adoran. Y quieren
mucho a los niños. ¿De acuerdo? ¿Le
sirve eso para hacerse una idea?
En realidad no me servía para un
carajo, pero estaba claro que no iba a
conseguir nada mejor.
—Desde luego —contesté—. Se lo
agradezco mucho. ¿Sigue viviendo la
familia de Patrick en Monkstown?
—Sus padres fallecieron. Su padre
murió cuando éramos niños y su madre
hace unos años. Tiene un hermano
menor, Ian; vive en Chicago. ¿Por qué no
llama a Ian y le pregunta cómo eran Pat
y Jenny? Le explicará exactamente lo
mismo que yo.
—Estoy seguro de que así será.
¿Guardaban Pat y Jenny objetos de valor
en la casa? ¿Dinero en efectivo, joyas o
algo por el estilo?
Los hombros de Fiona se
destensaron un poco mientras pensaba la
respuesta.
—El anillo de compromiso de Jenny,
por el que Pat pagó un par de miles de
euros, y un anillo de esmeraldas que
nuestra abuela le dejó en herencia a
Emma. Y Pat tiene un ordenador; es
bastante nuevo, se lo compró con el
dinero del finiquito y quizá aún valga
algo… ¿Todo eso sigue aún en la casa o
lo han robado?
—Lo comprobaremos. ¿Ningún
objeto de valor más?
—No tienen objetos de valor.
Compraron un todoterreno, pero
tuvieron que devolverlo al no poder
pagar las letras. Y supongo que también
la ropa de Jenny; solía gastar mucho
dinero en ropa hasta que Pat perdió su
empleo. Pero ¿quién haría algo
semejante por un puñado de ropa de
segunda mano?
Hay personas que lo harían por
mucho menos, pero no consideré
oportuno comentarlo.
—¿Cuándo fue la última vez que los
vio?
Tuvo que pensárselo.
—Quedé con Jenny en Dublín para
tomar un café el pasado verano, hará
unos tres o cuatro meses. Hacía mucho
que no veía a Pat, desde abril, creo. No
sé cómo ha podido pasar tanto tiempo…
—¿Y qué hay de los niños?
—Desde abril, igual que a Pat. Vine
para celebrar el sexto cumpleaños de
Emma.
—¿Notó algo fuera de lo normal?
—¿Como qué?
La cabeza levantada, la barbilla
saliente en actitud defensiva.
—Cualquier cosa —le dije—. Algún
invitado fuera de lugar, quizá. Una
conversación extraña.
—No. No vi nada raro. Había un
puñado de críos de la clase de Emma, y
Jenny encargó instalar un castillo
hinchable. Dios mío… Emma y Jack…
Los dos… ¿está seguro de que los
dos…? ¿No estará alguno de ellos sólo
herido, sólo, sólo…?
—Señorita Rafferty —la interrumpí
con mi tono más amable, a la par que
firme—, estoy seguro de que ninguno de
los dos está sólo herido. Le
comunicaremos
inmediatamente
cualquier cambio que se produzca, pero
por el momento necesito que siga aquí
hablando conmigo. Cada segundo
cuenta, ¿recuerda?
Fiona se llevó una mano a la boca y
tragó saliva con fuerza.
—Sí.
—Bien hecho.
Le ofrecí otro cigarrillo y encendí el
mechero.
—¿Cuándo fue la última vez que
habló usted con Jenny?
—Ayer por la mañana —respondió
sin dudar—. La telefoneo cada mañana a
las ocho y media, cuando llego al
trabajo. Nos tomamos el café mientras
charlamos, sólo unos minutos. Para
empezar el día, ¿entiende?
—Suena bien. ¿Qué tal estaba Jenny
ayer?
—¡Normal! ¡Completamente normal!
No noté nada extraño, se lo juro por lo
que más quiera, he revisado la
conversación en mi cabeza un montón de
veces y no me dijo nada raro…
—Estoy seguro de que así fue —
intenté tranquilizarla—. ¿De qué
hablaron?
—De trivialidades, no recuerdo
bien. Una de mis compañeras de piso
toca el bajo en una banda y dentro de
poco dan un concierto. Se lo expliqué a
Jenny. Ella me contó que había estado
buscando un estegosaurio de juguete en
internet, porque el pasado viernes Jack
había traído a casa a un amiguito del
parvulario y habían estado cazando
estegosaurios en el jardín… Sonaba
bien. Absolutamente bien.
—¿Cree que, de haber ido algo mal,
se lo habría explicado?
—Sí, creo que sí. Lo habría hecho.
Estoy segura.
Lo cual no sonaba en absoluto a
certeza.
—¿Están ustedes muy unidas? —
quise saber.
—Es mi única hermana —contestó
Fiona, pero, al escucharse, se dio cuenta
de que aquello no era una respuesta y se
corrigió—: Sí. Estamos unidas. Lo
estábamos más cuando éramos más
jóvenes, adolescentes. Luego cada una
tomó su propio camino. Y, además,
ahora que Jenny vive aquí no resulta tan
fácil.
—¿Desde cuándo viven aquí?
—Compraron la casa hace unos tres
años.
En 2006: el momento álgido de la
burbuja inmobiliaria. Desconocía cuánto
habían pagado, pero hoy en día esa casa
no valía ni la mitad.
—Pero entonces no había nada —
añadió—, todo eran campos. La
compraron sobre plano. Pensé que se
habían vuelto locos, pero Jenny no cabía
en sí de alegría. Estaba tan
emocionada… Una casa de propiedad.
Fiona torció el gesto, pero logró
recomponerse.
—Se mudaron hace un año, más o
menos. En cuanto terminaron las obras.
—¿Y qué hay de usted? ¿Dónde
vive? —inquirí.
—En Dublín. En Ranelagh.
—¿Ha dicho usted que comparte
piso?
—Sí, con otras dos chicas.
—¿A qué se dedica?
—Soy fotógrafa. Estoy intentando
montar una exposición, pero, mientras
tanto, trabajo en Studio Pierre, el Pierre
del programa en televisión sobre bodas
irlandesas de alcurnia, no sé si lo
conoce. Yo me encargo principalmente
de fotografiar bebés o, si Keith (Pierre)
consigue dos bodas el mismo día, cubro
una de ellas.
—¿Estaba fotografiando bebés esta
mañana?
Tuvo que esforzarse por recordar, le
quedaba muy lejos.
—No. Estaba revisando unas fotos
de la semana pasada. La madre tiene que
venir hoy a recoger el álbum.
—¿A qué hora se ha marchado del
trabajo?
—A
las
nueve
y
cuarto,
aproximadamente.
Uno
de
mis
compañeros me dijo que acabaría de
montar el álbum por mí.
—¿Dónde está Studio Pierre?
—Junto a Phoenix Park.
A una hora de Broken Harbour,
como mínimo, con el tráfico matinal y
esa birria de coche.
—¿Estaba preocupada por Jenny?
Esa sacudida de cabeza, como si
hubiera sufrido un cortocircuito.
—¿Está segura? Es mucha molestia
sólo porque alguien no responda al
teléfono.
Un tenso encogimiento de hombros.
Fiona dejó el vaso de plástico en
equilibrio junto a ella y sacudió la
ceniza con cuidado.
—Quería asegurarme de que estaba
bien.
—¿Por qué no iba a estarlo?
—Porque no. Siempre hablamos.
Todos los días. Desde hace años. Y,
además, yo tenía razón, ¿no es cierto?
No estaba bien.
Le temblaba la barbilla. Me incliné
hacia ella para ofrecerle un pañuelo de
papel y no retrocedió.
—Señorita
Rafferty.
Ambos
sabemos que hay algo más. Nadie se
escapa del trabajo, a riesgo de disgustar
a un cliente, y conduce una hora sólo
porque su hermana no contesta al
teléfono durante cuarenta y cinco
minutos. Podría haber supuesto usted
que se había acostado porque tenía
migraña, que había perdido el teléfono o
que los niños habían contraído la gripe,
hay infinidad de excusas, todas ellas
mucho más probables que lo que ha
ocurrido. Pero, en lugar de ello, usted
llegó inmediatamente a la conclusión de
que algo iba mal. Tiene que explicarme
por qué.
Fiona se mordió el labio inferior. El
aire apestaba a humo de cigarrillo y lana
chamuscada (supuse que le habría caído
ceniza sobre el abrigo) y su aliento
despedía un olor frío, húmedo y acre
que se filtraba por todos los poros de su
cuerpo. Un dato interesante de primera
línea: el dolor más puro huele a hojas
rasgadas y ramas astilladas, un alarido
verde y quebrado.
—No era nada —contestó finalmente
—. Pasó hace un montón de tiempo…
meses. Lo tenía prácticamente olvidado,
hasta que…
Esperé.
—Era sólo que… Una noche Jenny
me llamó. Dijo que alguien había
entrado en la casa.
Noté cómo Richie se ponía en alerta
a mi espalda, como un terrier listo para
salir corriendo en busca del palo.
—¿Lo denunció Jenny a la policía?
—quise saber.
Fiona apagó el cigarrillo y tiró la
colilla en el vaso.
—En realidad no pasó nada. No
había nada que denunciar. No rompieron
ninguna ventana ni forzaron la cerradura
ni nada por el estilo. Y tampoco les
robaron nada.
—Entonces ¿qué la hizo sospechar
que alguien había entrado en la casa?
Ese encogimiento de hombros de
nuevo, esta vez más tenso. Agachó la
cabeza.
—Sólo tuvo esa impresión. No lo sé.
—Esto podría ser importante,
señorita Rafferty —insistí, dejando que
la firmeza de mi voz desbancara a la
amabilidad—. ¿Qué le dijo su hermana
exactamente?
Fiona
respiró
profundamente,
temblorosa, y se remetió el cabello por
detrás de la oreja.
—Está bien —dijo al fin—. De
acuerdo. Está bien. Jenny me llamó por
teléfono y me preguntó: «¿Has hecho un
duplicado de nuestro juego de llaves?».
Sólo las tuve por muy poco tiempo,
durante el invierno pasado, cuando
Jenny y Pat se llevaron a los niños a
pasar una semana en las Islas Canarias y
querían que alguien pudiera entrar en la
casa si había un incendio o cualquier
otro problema. Le respondí que no, que
por supuesto que no…
—¿Y lo había hecho? —intervino
Richie—. ¿Mandó hacer una copia?
Se las ingenió para que sonara a
mero interés, sin rastro de acusación, lo
cual estaba bien: significaba que no
tendría que abroncarlo, o al menos no
con demasiada severidad, por intervenir
cuando no era su turno.
—¡No! ¿Por qué iba hacerlo? —
repuso enderezándose bruscamente.
Richie se encogió de hombros, le
sonrió con desaprobación y dijo:
—Sólo quería asegurarme. Tenía que
preguntárselo, entiéndalo.
Fiona volvió a desplomarse.
—Sí, supongo que sí.
—¿Hay alguien que pudiera haber
hecho una copia durante esa semana?
¿Dejó las llaves en algún lugar donde
sus compañeras de piso o alguien del
trabajo pudieran cogerlas? ¿Nada de
eso? Tal como le he dicho, debemos
asegurarnos.
—Las llevaba en mi llavero. No las
guardé en ninguna caja fuerte ni nada por
el estilo. Cuando estoy en el trabajo, las
llaves están en mi bolso y, cuando estoy
en casa, las cuelgo de un gancho en la
cocina. Pero nadie habría sabido de
dónde eran, si es que a alguien le
hubiera importado. No recuerdo siquiera
haberle dicho a nadie que las tenía…
En cualquier caso, íbamos a
mantener una charla en profundidad con
sus compañeras de piso y sus colegas;
además,
comprobaríamos
sus
antecedentes.
—Regresemos a la conversación
telefónica —propuse—. Usted le dijo a
Jenny que no había hecho un duplicado
de las llaves…
—Sí. Y Jenny me dijo: «Pues hay
alguien que las tiene y tú eres la única
persona que ha podido dárselas». Tardé
casi media hora en convencerla de que
no entendía a qué se refería y le pedí
que me explicara qué sucedía.
Finalmente me explicó que había salido
con los niños aquella tarde, de compras
o a algún otro sitio, y que, al regresar a
casa, descubrió que alguien la había
registrado.
Fiona había comenzado a hacer
trizas el pañuelo de papel; las briznas
blancas que se desprendían contrastaban
con la tela roja de su abrigo. Tenía las
manos pequeñas, los dedos delgados y
se mordía las uñas.
—Le pregunté cómo podía estar tan
segura y, aunque al principio se negaba a
decírmelo, conseguí sonsacárselo: las
cortinas no estaban bien colocadas y le
habían desaparecido medio paquete de
jamón y el bolígrafo que siempre tiene
junto a la nevera para anotar la lista de
la compra. Le contesté que tenía que
estar de broma, y a punto estuvo de
colgarme el teléfono. La tranquilicé y,
una vez dejamos de discutir, me pareció
que
sonaba
realmente
asustada,
¿entiende? Tenía miedo, y sé que Jenny
no es ninguna cobardica.
Este era uno de los motivos por los
que había regañado tan severamente a
Richie tras su intento de posponer aquel
interrogatorio. Si consigues que alguien
hable justo después de que su mundo se
acabe, existe una firme posibilidad de
que sea incapaz de detenerse. En
cambio, si esperas al día siguiente,
habrá comenzado a reconstruir sus
maltrechas defensas (cuando las
apuestas son altas, la gente trabaja con
rapidez). Si lo arrinconas justo después
de que el hongo nuclear eclosione, te lo
contará todo, desde sus gustos
pornográficos hasta el apodo secreto
con el que se refiere a su jefe.
—Es natural —alegué—. Debe de
ser bastante inquietante.
—¡Pero si sólo eran unas cuantas
lonchas de jamón y un bolígrafo! Si le
hubieran robado las joyas o la mitad de
su ropa interior o lo que sea, sí, claro,
entiendo que perder la cabeza sería lo
normal. Pero esa chorrada… Le dije:
«Está bien. Imaginemos que alguien ha
entrado en tu casa por alguna razón
concreta. No era precisamente Hannibal
Lecter, ¿no te parece?».
—¿Y cómo reaccionó Jenny? —
pregunté antes de que asimilara lo que
acababa de decir.
—Volvió a ponerse hecha un
basilisco conmigo. Me dijo que lo
importante no era lo que había hecho,
sino todo lo que ella no podía saber: si
había estado en las habitaciones de los
niños, si había registrado sus cosas.
Jenny llegó a decir que, si pudieran
permitírselo, tiraría todo lo que tenían
los niños y lo compraría de nuevo, sólo
por si acaso. No sabía qué podía haber
tocado y me dijo que, de repente, todo
parecía un poco fuera de lugar, unos
centímetros, como si lo hubieran
desplazado. ¿Cómo había entrado? ¿Y
por qué había entrado? Eso era lo que
de verdad la inquietaba. No dejaba de
repetir: «¿Por qué nosotros? ¿Qué
quería de nosotros? ¿Tenemos pinta de
ser gente con dinero? ¿Qué?».
Fiona se estremeció, y un escalofrío
repentino casi consigue que su cuerpo se
doblegara.
—Es una buena pregunta —opiné—.
Disponen de un sistema de alarma; ¿sabe
si lo tenían activado aquel día?
Negó con la cabeza.
—Se lo pregunté. Y Jenny dijo que
no. No solía utilizarlo, al menos no
durante el día… Creo que sí lo
conectaban por la noche, antes de irse a
dormir, pero lo hacían porque los chicos
de los alrededores suelen celebrar
fiestas en las casas vacías y a veces
pierden el control. Jenny decía que la
urbanización
estaba
prácticamente
muerta durante el día, como ustedes
mismos pueden comprobar, de manera
que no se preocupaba de activar la
alarma. Sin embargo, dijo que
empezaría a hacerlo a partir de
entonces. «Si tienes esas llaves, será
mejor que no las utilices», me advirtió.
«Voy a cambiar el código de la alarma
ahora mismo y, después de esto, va a
estar conectada día y noche, fin de la
historia». Como ya les he dicho, parecía
muy asustada.
Sin embargo, cuando los agentes
uniformados forzaron la puerta y
después de que los cuatro anduviéramos
pisoteando la preciosa casa de Jenny, yo
había observado que la alarma estaba
desactivada. La explicación obvia era
que los Spain le habían abierto la puerta
a quienquiera que hubiera venido desde
fuera y que Jenny, por muy asustada que
estuviera, no sentía miedo de esa
persona.
—¿Cambió la cerradura?
—También se lo pregunté… Tenía
previsto hacerlo. Parecía indecisa, y al
final me dijo que no, que probablemente
no lo haría, porque iba a costarle unos
doscientos euros y no podía permitirse
aquel gasto. La alarma bastaría. Me
dijo: «La verdad es que no me importa
que intente entrar de nuevo. De hecho,
casi me gustaría que lo hiciera. Así al
menos averiguaríamos quién es». Como
ya les he explicado, de cobarde no tiene
un pelo.
—¿Dónde estaba Pat ese día?
¿Sucedió antes de que perdiera su
empleo?
—No, después. Había ido a Athlone
para una entrevista de trabajo; fue
cuando Jenny y él aún tenían los dos
coches.
—¿Y qué opinaba él del posible
allanamiento de morada?
—No lo sé. Jenny no me lo dijo.
Pensé… Para ser sincera, pensé que no
se lo había contado. Recuerdo oírla
susurrar al teléfono. Quizá fuera sólo
porque los críos estaban durmiendo,
pero ¿en una casa tan grande? Y,
además, hablaba en primera persona:
«Voy a cambiar el código de la
alarma… No puedo permitirme el
gasto… Si encuentro a ese tipo se va a
enterar…». No usó el plural en ningún
momento.
Y ahí estaba de nuevo: ese elemento
fuera de lugar, el regalo que había
anunciado a Richie que debía aguardar
con atención.
—¿Por qué no habría de decírselo a
Pat? ¿No debería ser lo primero que
hiciera si pensaba que un intruso había
asaltado su hogar?
Nuevo encogimiento de hombros.
Fiona tenía la barbilla clavada en el
pecho.
—Porque no quería preocuparlo,
supongo. Ya tenía bastantes cosas de las
que preocuparse. Por eso pensé que
tampoco iba a cambiar la cerradura. No
podía hacerlo sin contárselo a Pat.
—¿Ya usted no le pareció un poco
raro? ¿Arriesgado, incluso? Si alguien
había entrado en su casa, ¿no tenía Pat
derecho a saberlo?
—Quizá, no lo sé, pero yo no creí
que hubiera entrado nadie; es decir,
¿cuál es la explicación más lógica?
¿Que Pat se llevó el bolígrafo y se
comió el puñetero jamón y que uno de
los niños había estado toqueteando las
cortinas, o que un ladrón fantasma había
atravesado la pared porque le apetecía
prepararse un bocadillo?
Había tensión en su voz; empezaba a
ponerse a la defensiva.
—¿Le dijo eso mismo a Jenny? —
inquirí.
—Sí, más o menos. Pero sólo sirvió
para que se enfureciera aún más. Me
dijo que era el bolígrafo del hotel donde
habían pasado la luna de miel y que era
especial y que Pat no lo cambiaría de
sitio, y que además ella sabía cuánto
jamón quedaba en el paquete…
—¿Es de la clase de personas que
sabría esas cosas?
Al cabo de un momento, Fiona
contestó, algo herida:
—Sí, supongo que sí. A Jenny… le
gusta hacer las cosas bien, de manera
que, cuando dejó de trabajar, se tomó
muy en serio su papel de madre y ama
de casa, ¿sabe? La casa estaba impoluta,
alimentaba a los niños con comida
orgánica que ella misma preparaba,
compró un DVD de ejercicios para
recuperar la figura y los practicaba
todos los días… Así que es posible que
supiera exactamente qué tenía en el
frigorífico, sí.
—¿De qué hotel era el bolígrafo?
¿Lo sabe? —preguntó Richie.
—Del Golden Bay Resort, en las
Maldivas…
Levantó un poco la cabeza y lo miró
fijamente.
—¿De verdad cree…? ¿De verdad
creen que alguien se lo llevó? ¿Creen
que es la persona que… que…? ¿Cree
que regresó y…?
Su voz se sumía en una espiral
peligrosa. Antes de darle tiempo a que
perdiera pie, le pregunté:
—¿Cuándo ocurrió ese incidente,
señorita Rafferty?
Me
miró
con
los
ojos
desmesuradamente abiertos, apretó con
fuerza el pañuelo hecho trizas y se
recompuso.
—Hará unos tres meses.
—¿En julio?
—O podría haber sido antes, quizá.
Durante el verano, en cualquier caso.
Tomé nota mentalmente de revisar
las llamadas nocturnas a Fiona en el
registro telefónico de Jenny y comprobar
las fechas de los informes acerca de
cualquier posible merodeador en la zona
de Ocean View.
—Y desde entonces, ¿no habían
vuelto a tener ningún problema de ese
tipo?
Fiona tomó una bocanada de aire y
noté el dolor de su garganta al tragar.
—Podría haber vuelto a suceder.
Pero yo no lo sabría. Jenny no me lo
habría contado, no después de la
primera vez.
Empezó a temblarle la voz.
—Le dije que se controlase, que
dejara de decir chorradas. Pensé…
Sonaba como un cachorrillo al que
han propinado una patada. Se tapó la
boca con las manos y rompió a llorar
desconsoladamente.
—Pensé que estaba loca.
Fe costaba respirar.
—Pensé que había perdido la
cabeza. Que Dios me perdone, pensé
que se había vuelto loca.
Capítulo 4
Yeso era todo lo que íbamos a obtener
de Fiona aquel día. Tranquilizarla
habría tomado mucho más tiempo del
que podíamos dedicarle. El uniformado
de relevo había llegado; le pedí que
consiguiera los nombres y los números
de teléfono de amigos, familiares,
lugares y compañeros de trabajo
remontándose hasta el tiempo en que
Fiona, Jenny y Pat eran unos mocosos,
que trasladara a Fiona al hospital y que
se asegurara de que no contara nada a
los medios de comunicación. Después la
dejé a su cargo. La mujer seguía
llorando.
Saqué el móvil y empecé a marcar
cuando apenas habíamos dado media
vuelta (comunicarse por radio habría
sido mucho más sencillo, pero hoy en
día hay demasiados periodistas y tipos
raros con interceptores de ondas).
Agarré a Richie por un codo y lo
arrastré carretera abajo. El viento
procedente del mar seguía soplando,
generoso y fresco, y había peinado el
pelo de Richie en mechones; noté el
sabor de la sal en mi boca. En vez de
aceras, había estrechos senderos
polvorientos que recorrían la hierba sin
segar.
Bernadette me puso con el agente
que se encontraba con Jenny Spain en el
hospital. Parecía tener la edad mental de
un niño de doce años, proceder de una
granja remota y ser un tipo sumiso, justo
lo que yo necesitaba. Le di las órdenes
pertinentes: si Jennifer Spain salía del
quirófano con vida, debía hacer que la
instalaran en una habitación privada y
vigilar la puerta como un rottweiler.
Nadie podía entrar en la habitación sin
mostrar un identificativo, nadie debía
entrar sin compañía y sus familiares no
podían visitarla bajo ningún concepto.
—La hermana de la víctima se
presentará en el hospital dentro de un
minuto y su madre aparecerá también
antes o después. No pueden entrar en la
habitación.
Richie estaba inmóvil, mordiéndose
la uña del pulgar, con la cabeza
inclinada sobre el teléfono, pero mis
palabras hicieron que la alzara para
mirarme.
—Si quieren una explicación, y sin
duda se la pedirán, no les diga que
obedece órdenes mías. Discúlpese y
explíqueles que es el procedimiento
habitual y que no está autorizado a
infringirlo, y repita la cantinela una y
otra vez hasta que se den por vencidas.
Y búsquese una silla cómoda, muchacho.
Va a quedarse ahí un buen rato —le
aconsejé y colgué.
Richie entrecerró los ojos para
mirarme a contraluz.
—¿Crees que exagero? —le
pregunté.
Se encogió de hombros.
—Si lo que contaba la hermana
sobre el allanamiento de morada es
cierto,
resulta
cuando
menos
espeluznante —respondió él.
—¿Crees que esa es la razón por la
que activo el protocolo de máxima
seguridad? ¿Porque la historia de la
hermana es espeluznante?
Retrocedió unos pasos, con las
manos en alto, y caí en la cuenta de que
le había alzado la voz.
—Quería decir que… —intentó
defenderse.
—Por lo que a mí respecta, la
palabra «espeluznante» no existe. Las
cosas espeluznantes sólo pasan en
Halloween y son para niños. Lo que yo
estoy haciendo es asegurarme de tener
todos los frentes cubiertos. ¿No crees
que quedaríamos como unos pardillos si
alguien se colara a hurtadillas en ese
hospital y finiquitara el trabajo?
¿Querrías explicárselo tú a los medios
de comunicación? O ya que nos
ponemos, ¿te gustaría explicárselo al
comisario si en las portadas de los
diarios de mañana apareciera un primer
plano de las heridas de Jenny Spain?
—No.
—No. Pues a mí tampoco. Y si es
necesario exagerar un poco para
evitarlo, que así sea. Ahora, entremos en
la casa antes de que este viento malo y
grandote acabe por congelar esas
pelotitas tuyas, ¿te parece?
Richie mantuvo la boca cerrada
hasta que nos encontramos en el camino
de acceso a la casa de los Spain.
—Los familiares —señaló entonces
con cautela.
—¿Qué pasa con ellos?
—¿Por qué no quieres que la vean?
—¿Cómo que por qué? ¿Has
detectado la información clave en lo que
Fiona nos ha contado, entre todo eso que
a ti te parece tan espeluznante?
—Tenía las llaves —contestó él a
regañadientes.
—Efectivamente
—coincidí—.
Tenía las llaves.
—Está destrozada. Quizá sea un
ingenuo, pero a mí me ha parecido
sincera.
—Quizá lo sea y quizá no. Pero lo
único que sé es que tenía las llaves.
—«Son fantásticos, se quieren
mucho, adoran a los niños…». Seguía
hablando como si todavía estuvieran
vivos.
—¿Y? Si es capaz de mentir con lo
otro, también puede mentir en eso. Y su
relación con su hermana no era tan
cordial como pretende hacernos creer.
Vamos a pasarnos mucho más tiempo
con Fiona Rafferty.
—De acuerdo —dijo Richie.
Sin embargo, cuando abrí la puerta
de un empujón se quedó atrás, en el
umbral, inquieto y frotándose la nuca.
—¿Qué sucede? —le pregunté,
asegurándome de borrar el tono incisivo
de mi voz.
—También ha mencionado otra cosa.
—¿A qué te refieres?
—Los castillos hinchables no son
baratos. Mi hermana quería alquilar uno
para la comunión de mi sobrina. Cuestan
unos doscientos euros.
—¿Adónde quieres llegar?
—Su situación financiera. En
febrero despiden a Patrick, ¿no es
cierto? Y en abril aún disfrutan de una
economía lo bastante boyante como para
alquilar un castillo hinchable en la fiesta
de cumpleaños de Emma. Sin embargo,
en algún momento de julio están
demasiado apurados para cambiar las
cerraduras, pese a que Jenny cree que
alguien ha entrado en la casa.
—¿Qué hay de raro en eso? Se les
estaría acabando el dinero del finiquito
de Patrick.
—Sí, probablemente. A eso me
refiero. Se les estaba acabando antes de
lo que debería. Muchos de mis amigos
han perdido sus empleos. La mayoría de
los que habían trabajado en la misma
empresa durante años obtuvieron un
finiquito
suficiente
como
para
mantenerse durante bastante tiempo, si
lo gestionaban con criterio.
—¿En qué piensas? ¿Ludopatía?
¿Drogas? ¿Chantaje?
En la liga de malos hábitos de este
país, la bebida bate todos los récords,
pero no despluma tu cuenta bancaria en
unos pocos meses.
Richie se encogió de hombros.
—Quizá, sí. O quizá continuaron
gastando como si siguieran cobrando
una nómina. También tengo un par de
amigos que lo han hecho.
—Eso es lo que les pasa a los de tu
generación —alegué—. A la generación
de Pat y Jenny. Jamás habéis estado sin
blanca, nunca habéis visto este país
arruinado, de manera que ni os lo
imaginabais, ni siquiera cuando empezó
a derrumbarse ante vuestras narices. Es
una buena forma de ser, mucho mejor
que la de mi generación: la mitad de
nosotros podríamos estar revoleándonos
en dinero y seguir paranoicos por tener
dos pares de zapatos, por si acaso nos
quedamos tirados en la cuneta. Eso no
quita, no obstante, que vuestra actitud
también tenga un lado negativo.
En el interior de la casa, los técnicos
desempeñaban su trabajo. Alguien gritó
algo que acababa en un «¿Tienes de
sobras?» y Larry contestó alegremente:
«Por supuesto, mira en mi…».
Richie asintió.
—Pat Spain no contaba con
quedarse en la ruina —continuó—; de lo
contrario, no habría despilfarrado la
pasta en un castillo hinchable. O bien
estaba convencido de que iba a
encontrar un nuevo empleo cuando
terminara el verano, o bien creía poder
obtener dinero por otra vía. Si en algún
momento pensó que no iba a ser así y el
dinero empezó a acabarse… —Alargó
la mano para tocar el borde astillado de
la puerta con un dedo, pero la apartó a
tiempo—. Para un hombre, saber que no
puede mantener a su familia es mucha
presión.
—De manera que tú sigues
apostando por Patrick —aventuré yo.
—No apostaré nada hasta saber qué
opina el doctor Cooper —aclaró él con
precaución—. Sólo lo menciono.
—Bien. Patrick es nuestro favorito,
de acuerdo, pero todavía tenemos un
montón de obstáculos por salvar; aún no
podemos descartar la posibilidad de que
haya sido obra de un extraño. De manera
que lo siguiente será ver si podemos
conseguir que alguien nos acote el
terreno. Sugiero que empecemos por
intercambiar unas pocas palabras con
Cooper antes de que se largue y luego
vayamos a ver si los vecinos pueden
contarnos algo. Para cuando hayamos
terminado, Larry y sus hombres deberían
estar en disposición de aclararnos
algunos puntos y tener la planta de
arriba lo bastante despejada para que
podamos hurgar por ahí e intentar
obtener alguna pista sobre cómo
pudieron despilfarrar el dinero. ¿Te
parece bien?
Asintió.
—Bien visto eso del castillo
hinchable —lo felicité, al tiempo que le
daba una palmadita en el hombro—.
Ahora vayamos a ver qué nos cuenta
Cooper.
La casa era un lugar distinto: aquel
profundo silencio se había desvanecido,
evaporado como la niebla, y el aire
estaba iluminado y zumbaba con el
trabajo eficaz y confiado. Dos de los
muchachos de Larry examinaban
metódicamente las salpicaduras de
sangre; uno de ellos metía hisopos
empapados en los tubos de ensayo
mientras el otro se ocupaba de sacar
fotos Polaroid para identificar a qué
mancha correspondía cada muestra. Una
joven flacucha y nariguda pululaba por
la casa con una videocámara. El tipo
encargado de las huellas dactilares
andaba arrancando una tira adhesiva del
tirador de una ventana, y el dibujante de
la escena del crimen silbaba entre
dientes mientras trazaba sus esbozos.
Todo el mundo avanzaba a un ritmo
constante que indicaba que aún seguirían
allí durante un buen rato.
Larry estaba en la cocina,
acuclillado sobre un puñado de
marcadores de pruebas de color
amarillo.
—Menudo follón —exclamó con
deleite cuando nos vio—. Vamos a
pasarnos aquí toda la eternidad.
¿Habíais entrado en esta cocina antes?
—Nos detuvimos en la puerta —
respondí—. Pero los agentes de
uniforme sí que entraron.
—Por supuesto. No dejéis que se
marchen sin facilitarnos antes las huellas
de sus zapatos, para descartarlas.
Se puso en pie y se llevó una mano a
los riñones.
—Maldita sea, me estoy haciendo
demasiado viejo para este trabajo.
Cooper está arriba, con los niños, si lo
buscáis.
—No
queremos
interrumpirlo.
¿Algún indicio del arma?
Larry negó con la cabeza.
—Nada[4].
—¿Alguna nota?
—¿Te sirve: «Huevos, té y gel de
ducha»? Porque, si no es así, tampoco.
Si piensas que lo hizo este tipo —señaló
con la cabeza a Patrick—, sabes tan bien
como yo que muchos hombres no dejan
notas. Son duros y silenciosos hasta el
final.
Alguien había tumbado a Patrick
boca arriba. Había perdido el color y
tenía la boca entreabierta, pero podías
hacerte una idea de cuál había sido su
aspecto: un tipo guapo, con el mentón
cuadrado y las cejas rectas, el tipo de
hombre que gusta a las chicas.
—Aún no sé qué pensar —aclaré—.
¿Habéis encontrado algo abierto? ¿La
puerta de atrás, una ventana?
—Por el momento, no. Además, las
medidas de seguridad de la casa no
estaban mal. Había cierres resistentes en
las ventanas, doble acristalamiento y una
cerradura como es debido en la puerta
trasera, no de esas que pueden abrirse
con una tarjeta de crédito. No querría
inmiscuirme en tu trabajo, no me
malinterpretes. Lo que digo es que no
me parece que fuera fácil colarse en esta
casa, sobre todo sin dejar rastro.
Larry también apostaba por Patrick.
—Hablando de llaves —dije yo—, dime
si encuentras alguna. Al menos
deberíamos tener tres juegos de llaves
de la casa. Y estate al tanto por si
encuentras un bolígrafo en el que pone
«Golden Bay Resort». Espera…
Cooper avanzaba por el pasillo
como si estuviera sucio, con el
termómetro en una mano y su maletín en
la otra.
—Detective Kennedy —dijo a
regañadientes,
como
si
hubiera
albergado la esperanza insólita de que
yo me esfumara del caso—. Detective
Curran.
—Doctor
Cooper
—saludé—.
Espero no interrumpir.
—Acabo de finalizar el examen
preliminar. Ya pueden retirar los
cadáveres.
—¿Podría proporcionarnos algún
dato nuevo?
Una de las cosas que más me
molesta de Cooper es que, cuando está
cerca, acabo hablando como él.
Cooper levantó su maletín y arqueó
las cejas con gesto interrogante mirando
a Larry, quien le respondió alegremente:
—Puedes dejarlo junto a la puerta
de la cocina, no hay nada de interés ahí.
Cooper colocó el maletín en el
suelo, con cuidado, y se agachó para
guardar su termómetro.
—Ambos niños parecen haber sido
asfixiados —explicó.
Noté que, a mi espalda, Richie se
agitaba.
—Es imposible dar un diagnóstico
definitivo, pero la ausencia de cualquier
otra lesión o síntoma de envenenamiento
evidente me inclina a considerar la
privación de oxígeno como causa de la
muerte. No muestran síntomas de
estrangulamiento, no hay marcas de
cuerdas y tampoco la congestión y la
hemorragia conjuntival que suele
asociarse con la estrangulación manual.
El laboratorio deberá examinar las
almohadas en busca de saliva o
mucosidades que indiquen si se
presionaron contra las caras de las
víctimas.
Cooper miró a Larry, que le
respondió levantando los pulgares.
—Aunque, dado que las almohadas
en cuestión están sobre las camas de las
víctimas, la presencia de fluidos
corporales no sería una prueba
irrefutable, desde luego. En el examen
forense, que empezará mañana por la
mañana a las seis en punto, intentaré
acotar al máximo la causa de la muerte.
—¿Hay indicios de agresión sexual?
—pregunté.
Richie se sacudió como si hubiera
recibido una descarga eléctrica. Por
encima de mi hombro, los ojos de
Cooper se deslizaron hacia él durante un
segundo, divertidos y desdeñosos.
—En la exploración preliminar —
continuó— no se aprecian indicios de
abusos sexuales, ni recientes ni
crónicos. Por supuesto, exploraré esa
posibilidad con más detalle durante la
autopsia.
—Por supuesto —dije—. ¿Y esta
víctima?
¿Puede
darnos
alguna
información?
Cooper sacó una hoja de papel de su
maletín y la inspeccionó con
detenimiento, hasta que Richie y yo nos
acercamos a él. El papel tenía impresas
dos siluetas de un cuerpo masculino, de
frente y de espaldas. La primera estaba
moteada de puntos y rayas rojos, como
un código Morse terrible y preciso.
—El hombre recibió cuatro heridas
en el pecho con lo que parece ser una
cuchilla de una sola hoja —explicó
Cooper—. Una de ellas —señaló dando
unos golpecitos en una línea horizontal
roja que cruzaba el lado izquierdo del
pecho del primer dibujo— es
relativamente poco profunda: la hoja
topó con una costilla cerca de la línea
media y se desplazó unos doce
centímetros hacia fuera sobre el hueso,
pero no parece que haya penetrado más.
Si bien podría haber ocasionado una
hemorragia considerable, no habría
resultado letal, ni siquiera sin
tratamiento médico.
Cooper movió el dedo hacia arriba,
hasta las tres manchas con forma de hoja
que describían un arco tosco desde la
clavícula izquierda del dibujo hasta el
centro del pecho.
—Las otras heridas importantes son
punciones, también realizadas con una
cuchilla de una sola hoja. Esta penetró
entre las costillas del cuadrante
izquierdo superior, esta impactó en el
esternón y esta rasgó el tejido blando
del borde esternal. Una vez hayamos
concluido la autopsia podré determinar
con exactitud la profundidad y
trayectoria de las heridas y describir las
lesiones que ocasionaron, pero, a menos
que el asaltante fuera excepcionalmente
fuerte, es probable que la cuchillada
directa en el esternón no hubiera hecho
más que astillar el hueso. Creo que
podemos postular sin temor a
equivocarnos que fue la primera o bien
la tercera de estas heridas la que le
causó la muerte.
El flash del fotógrafo emitió un
destello que dejó una estela residual
flotando en el aire delante de mis ojos:
garabatos de sangre en las paredes,
brillantes y tortuosos. Por un instante,
casi tuve la certeza de poder oler la
sangre.
—¿Hay lesiones de autodefensa? —
pregunté yo.
Cooper señaló con el dedo las
manchas de rojo en los brazos del
dibujo.
—Hay una cuchillada superficial de
unos siete centímetros de longitud en la
palma de la mano derecha, y una más
profunda que alcanzó la musculatura del
antebrazo izquierdo. Yo apostaría por
que esa herida es el origen de buena
parte de la sangre que hay en la escena
del crimen, pues debió de sangrar con
profusión. La víctima también muestra
distintas lesiones menores: leves
rasguños, excoriaciones y contusiones
en ambos antebrazos congruentes con un
enfrentamiento.
Patrick podría haber estado en
cualquiera de los dos bandos de ese
enfrentamiento, y el corte en la palma
cabía interpretarse también de dos
maneras: como una herida de
autodefensa o bien como el resultado de
haber deslizado su mano por la hoja de
la cuchilla durante el ataque.
—¿Podría haberse autoinfligido esas
heridas con un cuchillo?
Cooper enarcó las cejas, como si yo
fuera un niño tonto que por casualidad
ha conseguido decir algo interesante.
—Así es, detective Kennedy: cabe
contemplar
esa
posibilidad.
Se
precisaría una fuerza de voluntad
considerable, por supuesto, pero, en
efecto, es una posibilidad. El corte
superficial podría constituir un intento
preliminar de prueba, antes de perpetrar
los siguientes, más profundos y certeros.
Se trata de un patrón bastante común
entre los suicidas que se cortan las
venas de las muñecas; no veo ningún
motivo por el que no pudiera darse
también en otros métodos. Si asumimos
que la víctima era diestra, lo cual
deberíamos
verificar
antes
de
aventurarnos siquiera a teorizar, la
localización de las heridas en el lado
izquierdo del cuerpo concordaría con la
pauta de las lesiones autoinfligidas.
Poco a poco, el siniestro intruso de
Fiona y Richie se iba alejando del
panorama, desvaneciéndose a lo lejos en
el horizonte. Aún no se había largado
del todo, pero Patrick Spain empezaba a
avanzar posiciones y se perfilaba como
principal sospechoso. De hecho, es lo
que yo había imaginado desde el
principio, pero sentí una leve punzada
de decepción. Los detectives de
Homicidios somos cazadores; deseamos
atrapar a ese león blanco al que hemos
seguido la pista por la oscura y sibilante
jungla, no a un gatito doméstico que ha
sufrido un ataque de rabia. Y bajo todo
eso, una vena sentimental me había
llevado a sentir por Pat Spain algo
parecido a la compasión. Como Richie
había observado, aquel tipo lo había
intentado.
—¿Podría establecer una hora
aproximada de la muerte?
Cooper se encogió de hombros.
—Como siempre, no es más que una
estimación; además, el retraso con que
se han examinado los cadáveres no
ayuda a mejorar la precisión. No
obstante, el hecho de que el termostato
esté activado para mantener la
temperatura de la casa a veintiún grados
resulta de utilidad. Diría sin temor a
equivocarme demasiado que las tres
víctimas fallecieron entre las tres y las
cinco de la madrugada, con el signo de
la balanza de la probabilidad inclinada
hacia la hora más temprana.
—¿Algún indicio de quién falleció
primero?
Cooper respondió despacio, como si
estuviera hablando con un idiota.
—Fallecieron entre las tres y las
cinco de la madrugada. Si las pruebas
hubieran aportado más detalles, se lo
habría comunicado.
En todos y cada uno de los casos,
sólo por placer, Cooper encuentra
alguna excusa para denostarme delante
de la gente con la que tengo que trabajar.
Antes o después averiguaré qué tipo de
queja debo presentar para mantenerlo a
raya, pero por ahora, y él lo sabe, he
pospuesto ese cometido: en los
momentos que escoge para hacerlo tengo
la mente ocupada en asuntos más
importantes.
—Estoy seguro de que lo habría
hecho
—repliqué—.
¿Puede
proporcionarnos alguna información
sobre el arma? ¿Qué puede decirnos al
respecto?
—Una cuchilla de una sola hoja, tal
como ya he dicho.
Cooper estaba inclinado de nuevo
sobre su maletín, guardando la hoja de
papel; ni siquiera se molestó en
fulminarme con la mirada.
—Y aquí es donde entramos
nosotros —intervino Larry—. Si no le
importa, por supuesto, doctor Cooper.
Cooper le hizo un gesto amistoso
con la mano; no sé cómo, pero Larry y él
se llevan bien.
—Ven aquí, Scorcher. Mira lo que
ha encontrado mi amiguita Maureen,
sólo para ti. O lo que no ha encontrado,
para ser más precisos.
La chica nariguda de la videocámara
se apartó de los cajones de la cocina y
señaló en su interior. Estaban dotados de
unos complicados dispositivos a prueba
de niños y entendí por qué: en el primer
cajón había un bonito estuche con las
palabras «Cuisine Bleu» impresas en el
interior de la tapa en una elegante
tipografía. Había espacio para guardar
cinco cuchillos. Cuatro de ellos estaban
en su sitio, desde un largo cuchillo de
trinchar hasta una cosa insignificante
más
corta
que
mi
mano:
resplandecientes, afiladísimos y pulidos,
perversos. Faltaba el segundo cuchillo
de mayor tamaño.
—El cajón estaba abierto —explicó
Larry—. Por eso los hemos localizado
tan pronto.
—¿Y no hay rastro del quinto
cuchillo? —pregunté.
Negaron con la cabeza.
Cooper se quitaba los guantes con
delicadeza, dedo a dedo.
—Doctor Cooper, ¿podría echar un
vistazo y decirnos si el cuchillo que
falta podría encajar con las heridas de la
víctima?
Ni siquiera se volvió.
—Para emitir una opinión informada
se precisaría un examen completo de las
heridas, tanto a nivel superficial como
transversal, preferiblemente contando
con el cuchillo en cuestión para
proceder a compararlas. ¿Tiene usted la
impresión de que he realizado un
examen de tales características?
De niño habría perdido los estribos
con Cooper a cada momento, pero ahora
sé controlarme y jamás le daría tal
satisfacción.
—Si pudiera excluir este cuchillo,
quizá por el tamaño de la hoja o por la
forma de la empuñadura, necesitaríamos
saberlo ahora mismo, antes de que envíe
a una docena de refuerzos a perder el
tiempo.
Cooper suspiró y echó un segundo
vistazo a la caja.
—No veo motivo para excluirlo de
mis consideraciones.
—Perfecto.
Larry,
¿podemos
llevarnos uno de los cuchillos para
mostrárselo al equipo de búsqueda e
informarles de qué estamos buscando?
—Por favor. ¿Qué te parece este? A
juzgar por los moldes de la caja, es
básicamente igual que el que estáis
buscando, pero un poco más pequeño.
Larry agarró el cuchillo mediano, lo
dejó caer con destreza en una bolsa
transparente para pruebas y me lo
entregó.
—Devolvédmelo cuando hayáis
acabado.
—Desde luego. Doctor Cooper,
¿puede darme una idea de qué distancia
habría podido recorrer la víctima
después de que se infligieran las
heridas?
¿Cuánto
tiempo
pudo
sostenerse en pie?
Cooper volvió a mirarme con ojos
de pez.
—Menos de un minuto —respondió
— o posiblemente varias horas. Menos
de dos metros, o tal vez ochocientos.
Escoja la opción que más le convenga,
detective Kennedy. Me temo que soy
incapaz de proporcionarle la respuesta
que busca. Hay demasiadas variables en
juego para estimar un cálculo inteligente
y, al margen de lo que usted haría de
estar en mi lugar, me niego a hacer uno
que no lo sea.
—Si lo que quieres saber es si la
víctima pudo deshacerse del arma,
Scorcher —apuntó Larry para suavizar
la situación—, puedo decirte que no
llegó hasta la puerta. No hay ni una sola
gota de sangre en el pasillo ni en la
entrada principal. Tiene las suelas de
los zapatos y las manos empapadas, y
eso es indicativo de que tuvo que
agarrarse para sostenerse en pie a
medida que se iba debilitando, ¿no es
cierto?
Cooper se encogió de hombros.
—Yo creo que sí —continuó Larry
—. Además, mirad a vuestro alrededor:
el pobre tipo debía de parecer un
aspersor. Nos ha dejado manchas por
todas partes, por no mencionar el
encantador caminito de huellas, como en
Hansel y Gretel. No: una vez empezó
todo este drama, este tipo no cruzó la
puerta de la casa ni subió al primer piso.
—De acuerdo —dije—. Si aparece
el cuchillo, quiero saberlo de inmediato.
Hasta entonces, nos quitaremos de en
medio. Gracias, muchachos.
El flash volvió a destellar. Esta vez
inmortalizó la silueta de Patrick Spain
ante mis ojos: blanca como la nieve, con
los brazos extendidos como si estuviera
a punto de realizar un placaje, o como si
estuviera cayendo.
—Así que, al final, no ha sido alguien
de la familia —comentó Richie mientras
avanzábamos por el camino de acceso a
la casa.
—No es tan sencillo, muchacho.
Patrick Spain podría haber salido al
jardín trasero, quizá incluso haber
saltado por encima de la tapia, o
sencillamente podría haber abierto una
ventana y haber arrojado el cuchillo lo
más lejos posible. Y recuerda: Patrick
no es el único sospechoso. No te olvides
de Jenny Spain. Cooper aún no la ha
examinado y, por lo que sabemos, cabe
la posibilidad de que hubiera salido de
la casa, escondiera el cuchillo,
regresara y luego se acurrucara junto a
su esposo. Podría haber sido un suicidio
pactado o podría haber estado
protegiendo a Patrick; parece el tipo de
mujer que invertiría los últimos minutos
de su vida en salvaguardar la reputación
de su familia. O quizá esta fiesta fue
toda obra suya, de principio a fin.
El Fiat amarillo había desaparecido:
Fiona se dirigía al hospital para intentar
ver a Jenny. Deseé que condujera el
uniformado, con el fin de evitar que se
estrellara contra un árbol durante un
ataque de llanto. El lugar del Fiat estaba
ocupado ahora por una fila de vehículos
que se extendía hasta el final de la calle,
donde había aparcado la furgoneta de la
morgue. Podría haberse tratado de
periodistas o bien de residentes a
quienes los agentes de uniforme
mantenían alejados de la escena, pero la
intuición me decía que eran mis
refuerzos. Me encaminé hacia ellos.
—Y piensa en lo siguiente —añadí
—: Un intruso no entraría en la casa sin
un arma y con la esperanza de revolver
los cajones de la cocina y encontrar algo
interesante. Llevaría una.
—Quizá lo hiciera, pero luego vio
aquellos cuchillos y pensó que sería
mejor utilizar algo que no lo delatara. O
quizá no tenía previsto matar a nadie. O
quizá ese cuchillo no sea el arma, para
empezar: tal vez lo robara para
confundirnos.
—Tal vez, y precisamente por eso
necesitamos localizarlo lo antes posible:
para asegurarnos de que no nos conduce
por la senda equivocada. ¿Quieres
darme otro argumento?
—Antes de que se deshaga de él —
contestó Richie.
—Exacto. Pongamos que se trata de
un intruso: si era lo bastante inteligente,
nuestro hombre (o mujer) probablemente
arrojara el arma al agua anoche; pero si,
por un casual, es demasiado lerdo como
para que no se le haya ocurrido por sí
mismo, toda esta actividad acabará por
darle una pista de que quizá le
convendría deshacerse de un cuchillo
ensangrentado. Si lo abandonó en algún
lugar de la finca, nos interesa
sorprenderlo cuando regrese en su
busca; si se lo llevó a su casa, tenemos
que estar alerta para sorprenderlo
cuando se desprenda de él. Todo eso
suponiendo que se encuentre en esta
zona, claro está.
Dos gaviotas alzaron el vuelo
repentinamente de entre un montón de
escombros, chillando, y Richie volvió la
cabeza sorprendido.
—No dio con los Spain por azar —
comentó—. Este no es el tipo de lugar
por el que alguien pasa por casualidad y
da con un grupo de víctimas que pone en
marcha sus mecanismos de actuación.
—No —coincidí—. Desde luego, no
es uno de esos lugares. Si no está muerto
ni es un lugareño, entonces vino aquí
buscando precisamente esto.
Los refuerzos eran siete hombres y
una mujer, todos ellos rozaban el final
de la veintena y aguardaban alrededor
de sus coches con pinta de personas
astutas y eficientes, listas para cualquier
cosa. Cuando vieron que nos
acercábamos irguieron la espalda, se
colocaron bien la chaqueta y el tipo más
corpulento apagó su cigarrillo. Señalé la
colilla y pregunté:
—¿Qué plan tienes?
Se quedó en blanco.
—Pensabas dejarla ahí, ¿no es
cierto? En el suelo, para que los de la
Policía Científica la encuentren, la
clasifiquen y la envíen al laboratorio
para analizar el ADN. ¿Qué esperas?
¿Encabezar la lista de sospechosos o la
de los capullos que nos hacen perder el
tiempo?
Recogió la colilla y la guardó en su
paquete. Así de simple: ahora, los ocho
refuerzos estaban sobre aviso. Si formas
parte de mi investigación, no dejas que
se te escape el balón. El Hombre
Marlboro enrojeció como la grana pero,
por el bien del equipo, alguien tenía que
llevarse una buena reprimenda.
—Mucho mejor. Soy el detective
Kennedy —me presenté— y este es el
detective Curran.
No les pregunté sus nombres; no
había tiempo para apretones de manos ni
para chácharas y, de todos modos, se me
habrían olvidado. No me apunto cuál es
el bocadillo favorito de mis refuerzos ni
me sé de memoria la fecha de los
cumpleaños de sus críos. Lo que sí tengo
en mente es la misión que cada uno tiene
asignada y si la desempeña bien o no.
—Más adelante os explicaremos el
caso en detalle, pero, por el momento,
esto es todo lo que debéis saber:
buscamos un cuchillo de unos quince
centímetros con hoja curva y
empuñadura de plástico negra de la
marca Cuisine Bleu; forma parte de un
juego de cuchillería y es muy parecido a
este, sólo que algo más grande. —
Sostuve en alto la bolsa de pruebas—.
¿Tenéis todos un teléfono móvil con
cámara? Sacad una fotografía para tener
un recordatorio de qué andamos
buscando exactamente. Y borrad la foto
antes de abandonar la escena del crimen
esta noche. No lo olvidéis.
Sacaron sus móviles y fueron
pasándose la bolsa con el cuchillo de
mano en mano, manejándola como si
estuviera hecha de burbujas de jabón.
—El cuchillo que acabo de
describiros probablemente sea el arma
del crimen, pero en este juego no hay
nada garantizado, de manera que, si
encontráis otro cuchillo entre la maleza,
os ruego por lo que más queráis que no
lo ignoréis sólo porque no encaja con la
descripción. También debemos estar
alerta por si encontramos ropa con
manchas de sangre, huellas, llaves o
cualquier otra cosa que parezca fuera de
lugar, aunque sea remotamente. Si
encontráis algo que tiene potencial, ¿qué
debéis hacer?
Le hice un gesto con la cabeza al
Hombre Marlboro (si le bajas los humos
a alguien, luego tienes que darle la
oportunidad de resarcirse).
—No tocarlo. Pero tampoco dejarlo
desatendido. Llamar a la Policía
Científica para que lo fotografíe y lo
guarde en una bolsa.
—Exactamente. Y llamarme a mí,
también. Quiero ver cualquier cosa que
encontréis. El detective Curran y yo
estaremos interrogando a los vecinos,
así que necesitaréis nuestros números de
móvil y viceversa; por ahora no nos
comunicaremos por radio. La cobertura
en este lugar es nefasta, así que, si no
conseguís hablar con nosotros, escribid
un mensaje de texto. No dejéis mensajes
en el buzón de voz. ¿Lo ha entendido
todo el mundo?
En el extremo opuesto de la
carretera, nuestra primera periodista se
había colocado frente a un pintoresco
andamiaje y hablaba a la cámara,
intentando que el viento no le levantara
los faldones del abrigo. Dentro de una
hora o dos habría docenas como ella
pululando por allí. Muchos de ellos no
tendrían reparo alguno en escuchar
ilegalmente el buzón de voz de un
detective. Intercambiamos los números
de teléfono.
—Dentro de poco llegarán los
rastreadores —continué—. Cuando lo
hagan, os reemplazarán y os asignaré
otra misión, pero por ahora debemos
empezar a movernos. Comenzad por la
parte de atrás de la casa. Partid de la
tapia del jardín y avanzad hacia fuera.
Aseguraos de no dejar ningún hueco
entre vuestras correspondientes zonas de
búsqueda, ya conocéis el protocolo. En
marcha.
La casa adosada a la vivienda de los
Spain estaba vacía (permanentemente
vacía, no había nada en el salón, salvo
una bola de papel de diario y una
telaraña casi arquitectónica), lo cual era
un verdadero fastidio. Las señales de
vida humana más próximas se
encontraban dos puertas más abajo, en la
acera de enfrente, en el número 5: el
césped estaba marchito, pero había
visillos en las ventanas y una bicicleta
de niño tirada a un lado del camino de
acceso.
Mientras avanzábamos por el
sendero, hubo un movimiento detrás de
los visillos. Alguien nos estaba
observando.
Nos abrió la puerta una mujer recia,
con un rostro plano y receloso y la
cabellera oscura recogida en una
delgada cola de caballo. Llevaba un
jersey con capucha rosa varias tallas
grande, unas mallas grises varias tallas
pequeñas que le sentaban como un tiro y
un exagerado bronceado artificial que,
misteriosamente, no conseguía que
dejara de parecer pálida.
—¿Sí?
—Policía —anuncié, al tiempo que
le mostraba mi placa—. ¿Nos permite
entrar para hacerle unas preguntas?
Contempló mi placa como si mi foto
no estuviera a la altura de sus
expectativas.
—Hace un rato he salido y les he
preguntado a los gardas qué sucedía. Me
han dicho que me metiera en casa. Tengo
derecho a estar en mi propia calle, y los
suyos no pueden prohibírmelo.
Esto iba a ser pan comido.
—Lo comprendo —le dije—. Si
desea abandonar su casa en algún
momento, no se lo impedirán.
—Será mejor que no. No tenía
intención de hacerlo, de todos modos.
Lo único que quería era saber qué
ocurría.
—Se ha cometido un crimen. Nos
gustaría intercambiar unas palabras con
usted.
Sus ojos se movieron por encima de
mi hombro y el de Richie para
concentrarse en la acción. La curiosidad
puede a la cautela, suele hacerlo.
Finalmente, se apartó de la puerta.
La casa había comenzado siendo
exactamente igual que la de los Spain,
pero no había continuado del mismo
modo. El vestíbulo parecía más estrecho
debido a los montones de trastos que
había por el suelo (a Richie se le
enganchó el tobillo en la rueda de un
cochecito de niño y soltó un improperio
poco profesional), y en el salón,
decorado con un abigarrado papel
pintado, hacía demasiado calor, reinaba
el desorden y olía a sopa y a ropa
húmeda. Un crío regordete de unos diez
años estaba encorvado en el suelo, con
la boca abierta, jugando a algún juego
de PlayStation sin duda recomendado
para mayores de dieciocho años.
—No ha ido a la escuela porque está
enfermo —nos informó la mujer,
cruzando los brazos en actitud
defensiva.
—Mejor para nosotros —respondí a
la vez que saludaba con la cabeza al
chaval, que hizo como si no nos viera y
continuó pulsando botones—. Quizá nos
sea de ayuda. Soy el detective Kennedy
y este es el detective Curran. ¿Y usted
es…?
—Sinéad Gogan. La señora Sinéad
Gogan. Jayden, apaga ese trasto.
Por su acento, supuse que era
originaria de alguna barriada periférica
de Dublín.
—Señora Gogan —dije al tiempo
que tomaba asiento en el sofá floreado y
sacaba mi cuaderno de notas—, ¿conoce
usted bien a sus vecinos?
Hizo un gesto con la cabeza
señalando hacia la casa de los Spain.
—¿A ellos? —preguntó—. Los
Spain, sí.
Richie me había seguido hasta el
sofá. Los ojos pequeños y afilados de
Sinéad Gogan se movieron en nuestra
dirección, pero, transcurrido un instante,
se encogió de hombros y se apoltronó en
un sillón.
—Nos saludábamos, pero no éramos
amigos.
—Dijiste que era una bruja esnob —
intervino Jayden, sin perder cuerda
matando zombis.
Su madre le lanzó una mirada que él
no vio.
—Tú cierra el pico.
—¿O?
—O te vas a enterar.
—¿Es una bruja esnob? —inquirí yo.
—Yo nunca he dicho eso. Antes he
visto una ambulancia ahí fuera. ¿Qué ha
pasado?
—Se ha cometido un crimen. ¿Qué
puede contarnos acerca de los Spain?
—¿Han disparado a alguien? —
quiso saber Jayden.
El crío era multitarea.
—No. ¿Qué tenían de esnob los
Spain?
Sinéad se encogió de hombros.
—Nada. Son geniales.
Richie se rascó una aleta de la nariz
con el bolígrafo.
—¿En
serio?
—preguntó
tímidamente—. Porque… no sé, yo no
tengo ni idea, no los conocía, pero su
casa me ha parecido un poco remilgada.
Se nota cuando alguien se las da de rico.
—Pues deberían haberlos visto
antes. Con aquel todoterreno aparcado
fuera y él lavándolo y encerándolo cada
fin de semana, el muy presumido… Pero
déjenme que les diga que les duró bien
poco.
Sinéad seguía desplomada en el
sillón, con los brazos cruzados y sus
gruesas piernas separadas, pero la
satisfacción vencía por momentos la
altanería de su voz. Normalmente no
habría dejado que un novato realizara el
interrogatorio en su primer día, pero
Richie había tomado la senda correcta y
su enfoque nos estaba llevando mucho
más lejos de lo que nos conduciría el
mío, así que lo dejé en sus manos.
—Así que ahora ya no tienen mucho
de lo que presumir —convino él.
—Pero eso no les frena. Aún siguen
creyéndose superiores. Jayden le dijo
algo a la cría…
—La llamé zorra estúpida —aclaró
Jayden.
—… y la mujer vino a vernos muy
preocupada, diciéndome que los niños
no se llevaban bien y que había que
encontrar un modo de que se
entendieran. Me pareció tan falsa,
¿saben a qué me refiero? Se hacía la
dulce. Le dije que los críos son críos y
que ya se encargarían ellos de resolver
sus asuntos. No le gustó; de modo que
ahora no deja que su princesita se nos
acerque. Como si no fuéramos lo
bastante buenos para ellos. Lo que tiene
son celos.
—¿De qué? —quise saber yo.
Sinéad me miró con cara avinagrada.
—De nosotros. De mí.
A mí no se me ocurría ni una sola
razón por la que Jenny Spain pudiera
sentir celos de aquella gente, pero, al
parecer, eso era lo de menos.
Probablemente nuestra Sinéad pensara
que no la habían invitado a la despedida
de soltera de Beyoncé porque Beyoncé
estaba celosa.
—Ah
—respondí—.
¿Cuándo
sucedió eso exactamente?
—En primavera. En el mes de abril,
más o menos. ¿Por qué? ¿Ha dicho ella
que Jayden les haya hecho algo? Porque
él nunca…
Estaba a punto de saltar de la silla,
en actitud hostil y amenazadora.
—No, no, no —dije para
apaciguarla—. ¿Cuándo fue la última
vez que vio a los Spain?
Transcurrido un momento decidió
creerme y volvió a repantigarse en el
sillón.
—No hemos vuelto a hablar. Desde
entonces los veo de vez en cuando, pero
no tengo nada que decirles, no después
de aquello. La vi entrar en la casa con
los críos ayer por la tarde.
—¿A qué hora?
—Hacia las cinco menos cuarto, más
o menos. Diría que había ido a recoger
al pequeño a la escuela y había estado
de compras. Llevaba un par de bolsas.
Se creía una gran señora. Al crío le dio
un berrinche porque quería patatas
fritas. Esos niños son unos consentidos.
—¿Estaban usted y su marido en
casa anoche? —pregunté.
—Sí. ¿Dónde íbamos a estar si no?
Aquí no hay nada. El bar más cercano
está en el pueblo, a veinte kilómetros.
Los locales de Whelan’s y Lynch’s
probablemente
se
hallaran bajo
hormigón y andamios en aquellos
momentos, arrasados para dejar paso a
versiones más nuevas y resplandecientes
que aún no se habían materializado. Por
un instante recordé el aroma de la
comida de los domingos en Whelan’s:
pollo frito y patatas fritas congeladas,
olor a cigarrillo y sidra.
—Y además, ¿para qué? Después de
recorrer un camino tan largo, resulta que
luego no puedes beber porque has de
coger el coche para regresar a casa, y
los autobuses no llegan hasta aquí.
—¿Oyeron algo fuera de lo normal?
Otra mirada, esta más agresiva,
como si la estuviera acusando de algo y
estuviera sopesando la posibilidad de
romperme una botella en la cabeza.
—¿Qué habríamos tenido que oír?
Jayden soltó de repente una risita.
—¿Tú escuchaste algo, Jayden?
—¿Como qué? ¿Como gritos? —
preguntó Jayden, quien incluso se había
vuelto para mirarnos.
—¿Oíste gritos?
—¡Qué va! —respondió con una
mueca de fastidio.
Tarde o temprano, otro detective
tropezaría con Jayden en un contexto
muy distinto.
—Entonces
¿qué
escuchaste?
Cualquier cosa podría sernos de ayuda.
Sinéad seguía con aquella mirada en
el rostro, una mezcla de antipatía y
recelo.
—No oímos nada. Teníamos la tele
encendida —aclaró.
—Sí —añadió Jayden—. Nada.
Algo en la pantalla hizo explosión.
—¡Mierda! —exclamó antes de
volver a enfrascarse en la partida.
—¿Y qué hay de su esposo, señora
Gogan? —inquirí.
—Tampoco oyó nada.
—¿Podríamos confirmarlo con él?
—Ha salido.
—¿A qué hora regresará?
—Cuando le dé la gana —respondió
con un encogimiento de hombros.
—¿Puede decirnos si ha visto entrar
o salir a alguien de la casa de los Spain
recientemente? —le pregunté.
Sinéad frunció los labios.
—Yo no me dedico a espiar a los
vecinos —espetó, lo cual significaba
que era justo lo que hacía, como si me
cupiera alguna duda de ello.
—Estoy seguro de que no —repliqué
—. Pero esto no tiene nada que ver con
espiar. Usted no es ciega ni sorda; no
puede evitar ver si alguien entra o sale,
u oír sus coches. ¿Cuántas de las casas
de esta calle están habitadas?
—Cuatro. Nosotros y ellos, y dos en
el otro extremo. ¿Por?
—Porque si ve a alguien por aquí,
no puede más que deducir que ha venido
a ver a los Spain. Así que, dígame, ¿han
tenido visita últimamente?
Puso los ojos en blanco.
—Si la han tenido, yo no he visto
nada. ¿De acuerdo?
—Así que no son tan populares
como se creen —intervino Richie con
una sonrisita de complicidad.
Sinéad le sonrió.
—Exacto.
Richie se inclinó hacia delante y, en
tono confidencial, le dijo:
—¿Hay alguien que se moleste en
venir a verlos?
—Ahora ya no. Cuando se mudaron
aquí, solían tener invitados todos los
domingos: gente como ellos, conducían
grandes todoterrenos e iban por ahí
pavoneándose con sus botellas de vino.
Se ve que las latas de cerveza no son lo
bastante buenas para ellos. Solían dar
barbacoas. Para presumir.
—¿Y ahora ya no?
La sonrisa se amplió.
—No, desde que él se quedó sin
trabajo ya no. Celebraron el cumpleaños
de uno de los críos, en primavera, pero
fue la última vez que vi a alguien por
aquí. Aunque, como ya he dicho, yo no
ando husmeando. Pero a veces es
imposible no mirar, ¿no es cierto?
—Desde luego. Díganos algo, ¿han
tenido problemas de ratones, ratas o
algo por el estilo?
Aquello captó la atención de Jayden.
Incluso accionó el botón de pausa.
—¡Madre mía! ¿Se los han comido
las ratas?
—No —contesté yo.
—¡Ahhh! —exclamó decepcionado,
aunque continuó mirándonos.
Aquel crío me ponía nervioso. Tenía
los ojos planos y de un color indefinido,
como un calamar.
—Nunca ha habido ratas —aclaró su
madre—. Aunque, por cómo está el
alcantarillado de esta zona, no me
sorprendería. Al menos, aún no.
—No hay mucho que hacer ahí fuera,
¿no es cierto? —comentó Richie.
—Es un basurero —dijo Jayden.
—¿Sí? ¿Por qué?
Se encogió de hombros.
—¿Han echado un vistazo? —
preguntó Sinéad.
—A mí me parece que está bien —
comentó Richie sorprendido—. Casas
bonitas, espacios amplios… Y ustedes
han conseguido crear un hogar acogedor.
—Sí, eso es lo que creíamos
nosotros. Sobre plano parecía genial.
Espere…
Se levantó con esfuerzo del sillón,
gruñendo, y se inclinó hacia delante
(hubiera podido vivir sin tener que ver
esa imagen) para escarbar con sus
zarpas entre el revoltijo que había sobre
una mesita rinconera: revistas del
corazón, azúcar esparcido, un monitor
de bebés y medio rollito de salchicha en
un plato grasiento.
—Tenga —dijo, entregándole un
folleto a Richie—. Esto es lo que
pensábamos que estábamos comprando.
En la portada del folleto se leían las
palabras «OCEAN VIEW» en la misma
tipografía con florituras del cartel
colgado en la entrada de la
urbanización; bajo el título, la foto de
una risueña pareja que abrazaba a sus
dos hijos de catálogo frente a una casa
blanca como la nieve y un mar azul
como el Mediterráneo. En las páginas
interiores se detallaban los distintos
tipos de residencia: viviendas de cuatro
dormitorios, de cinco, independientes,
dúplex, lo que se te antojara, todas ellas
tan prístinas que casi resplandecían y tan
bien retocadas con Photoshop que
apenas podía apreciarse que sólo eran
maquetas a escala. Todas las casas
tenían un nombre: «Diamante» era una
vivienda independiente de cinco
dormitorios con garaje; «Topacio», un
dúplex de dos dormitorios, y
«Esmeralda», «Perla» y el resto, algo
intermedio.
Diría
que
nos
encontrábamos en una «Zafiro». Más
letras con florituras alababan las
beldades de la playa, la guardería, el
polideportivo, el supermercado y el
parque infantil, en «un paraíso
independiente con instalaciones de lujo
junto a la puerta de su casa».
Debería haber parecido una
perspectiva sumamente atractiva: como
ya he dicho antes, mucha gente se
manifiesta en contra de la construcción
de nuevas urbanizaciones, y no me
parece mal su postura, pero a mí me
encantan; lo encuentro algo positivo, una
gran apuesta de futuro. No obstante,
quizá porque ya había visto lo que había
fuera, aquel folleto se me antojó, citando
las palabras de Richie, «espeluznante».
Sinéad señaló el folleto con uno de
sus regordetes dedos.
—Esto es lo que nos prometieron.
Todo esto. Hasta lo pone en el contrato.
—¿Y no es lo que han obtenido? —
preguntó Richie.
Sinéad soltó una carcajada.
—¿A usted qué le parece?
Richie se encogió de hombros.
—Aún no está acabado. Quizá sea
genial cuando lo terminen.
—¡Pero es que los muy capullos no
piensan terminarlo! Con la crisis y todo
eso, la gente ha dejado de comprar. De
manera que los promotores han dejado
de construir. Una mañana de hace
algunos meses, salimos a la calle y
vimos que se habían largado. Se lo
habían llevado todo, incluso las
excavadoras. Y no han vuelto.
—Joder
—lamentó
Richie,
sacudiendo la cabeza.
—Eso digo yo. Tenemos el aseo de
la planta baja hecho un desastre, pero el
albañil que lo instaló no quiere venir a
arreglarlo porque no le pagaron. Todo el
mundo nos dice que deberíamos
denunciarlos a los tribunales y obtener
una compensación, pero ¿a quién vamos
a denunciar?
—¿A la constructora? —sugerí.
Me volvió a mirar con aquella cara
de pez, como si estuviera sopesando
propinarme un puñetazo por ser idiota.
—Sí, claro, eso ya lo pensamos.
Pero no los encontramos. Empezaron
por colgarnos el teléfono, y han acabado
por cambiar de número. Cuando
acudimos a la policía, nos despacharon
con la excusa de que nuestro aseo no era
un asunto policial.
Richie levantó el folleto para volver
a captar la atención de Sinéad.
—¿Y qué hay de la guardería y todo
lo demás?
—Ah, eso —dijo Sinéad, y torció la
boca en un gesto de asco. Así parecía
incluso más fea—. El folleto será el
único sitio en el que la veamos. Nos
quejamos un millón de veces por lo de
la guardería… Ese fue uno de los
motivos por los que compramos la casa
y luego, nada de nada. Al final, la
inauguraron. Pero la cerraron al cabo de
un mes porque sólo asistían cinco niños.
Y lo que se suponía que debía ser el
parque infantil parece Bagdad: los críos
arriesgan su vida cada vez que juegan en
ese sitio. El polideportivo ni siquiera
llegó a construirse. De eso también nos
quejamos. Pero se limitaron a poner una
bicicleta estática en una de las casas
vacías y nos dijeron que nos diéramos
con un canto en los dientes. Y luego
robaron la bici.
—¿Y qué hay del supermercado?
Una risotada irónica.
—Sí, también. Para comprar leche
tengo que ir hasta la gasolinera que hay
en la autopista, a ocho kilómetros. Y ni
siquiera nos han puesto farolas. Me da
miedo salir sola a la calle cuando
anochece, podría haber violadores o
delincuentes… Hay un montón de
extranjeros metidos en las casas en
Ocean View Cióse. Y, si algo me
ocurriera, ¿vendrían ustedes? Mi marido
los telefoneó hace unos meses porque
había una panda de maleantes dando una
fiesta en una de las casas al otro lado de
la calle. Pero ustedes no se presentaron
hasta la mañana siguiente. Por la
policía, como si nos matan.
En otras palabras, obtener algo de
Sinéad siempre iba a ser así de
divertido.
—¿Sabe si los Spain tenían los
mismos problemas con la constructora,
con los que montaban fiestas al otro lado
de la calle, con cualquiera?
Encogimiento de hombros.
—No lo sé. Tal como ya le he dicho,
no éramos amigos, ¿sabe a qué me
refiero? Pero ¿qué les ha pasado? ¿Están
muertos o qué?
Los de la morgue iban a sacar los
cadáveres en breve.
—Quizá Jayden debería esperar en
otra habitación.
Sinéad lo miró.
—No serviría de nada. Escucharía
detrás de la puerta.
Jayden asintió.
—Ha habido un ataque con
violencia. No estamos autorizados a
darle detalles, pero el delito en cuestión
es un asesinato.
—¡Madre mía! —exclamó Sinéad
echándose hacia delante.
Se quedó con la boca abierta,
húmeda y ávida.
—¿A quién han matado?
—No podemos facilitarle esa
información.
—La ha matado él, ¿verdad?
Jayden se había olvidado del juego.
En la pantalla había un zombi congelado
a media caída, con trozos de su cabeza
salpicados por todas partes.
—¿Tiene algún motivo para creer
que él querría matarla? —pregunté.
Un parpadeo
precavido.
Se
desplomó en el sillón y cruzó los brazos
de nuevo.
—Sólo preguntaba.
—Si lo tiene, señora Gogan, es su
deber decírnoslo.
—Ni lo sé ni me importa.
¡Y un carajo! Pero ya conozco la
tozudez de los tontos: cuanto más los
fuerzas, más tercos se vuelven.
—De acuerdo —le dije—. En estos
últimos meses, ¿ha visto a alguien en la
urbanización a quien no reconozca?
Jayden soltó una risilla aguda y
afilada.
—La verdad es que casi nunca
vemos a nadie —contestó Sinéad—. Y,
de todos modos, ni siquiera reconocería
a los vecinos. Aquí no somos amigos.
Yo tengo mi propio grupo de amigos. No
necesito mezclarme con los vecinos.
Traducido: los vecinos no se
relacionarían con los Gogan ni por todo
el oro del mundo. Aunque lo más
probable era que todos los vecinos
tuvieran celos de ellos.
—Entonces ¿ha visto a alguien que
pareciera fuera de lugar? ¿Alguien que
le haya inquietado por el motivo que
sea?
—Sólo a los extranjeros de Ocean
View Cióse. En esa parte viven docenas
de ellos, y apostaría a que muchos son
inmigrantes ilegales. Pero seguramente
ustedes no vayan a comprobarlo,
¿verdad?
—Lo
comunicaremos
al
departamento pertinente. ¿Ha llamado
alguien a su puerta? ¿Alegando que
venía a comprobar las cañerías o la
instalación eléctrica? ¿Algún vendedor,
quizá?
—¡Vamos! ¡Como si a alguien le
importara nuestra instalación eléctrica!
¡Lo que hay que oír! —Sinéad se tensó
de repente—. ¡No irá a contarme que un
psicópata se coló en esa casa! Como en
ese programa de la tele… ¿Un asesino
en serie?
Pareció cobrar vida de súbito. El
miedo había desterrado la perplejidad
de su rostro.
—No puedo facilitarle los detalles
de…
—Porque de ser así, será mejor que
me lo digan ahora mismo. No pienso
quedarme aquí esperando a que un
tarado entre y nos torture mientras
ustedes se quedan ahí mirándolo sin
hacer absolutamente nada…
Era la primera emoción real que nos
mostraba. Los fantasmas azulados de los
niños de la puerta de al lado no eran
más que pasto de cotilleo, tan poco
reales como un programa de televisión,
hasta que el peligro se materializaba.
—Señora, le prometo que no nos
quedaremos plantados mirando.
—¡No sea insolente! Voy a llamar a
la radio, se lo advierto, telefonearé al
programa de Joe Duffy[5]…
Y nos pasaríamos el resto de la
investigación abriéndonos camino en
mitad del ciclón de los medios de
comunicación y los comentarios
histéricos sobre cómo la policía no se
preocupa del ciudadano de a pie. Ya he
pasado por eso. Es como si alguien
utilizara una máquina de pelotas de tenis
para dispararte cachorros de dogo
hambrientos. Antes de que se me
ocurriera nada tranquilizador, Richie se
inclinó hacia delante y le dijo con
seriedad:
—Señora Gogan, tiene usted todo el
derecho del mundo a estar preocupada.
Al fin y al cabo, es usted madre.
—Exacto. Tengo que velar por mis
hijos. No voy a…
—¿Era un pedófilo? —quiso saber
Jayden—. ¿Qué les ha hecho?
Empezaba a entender por qué Sinéad
no le hacía ningún caso.
—Usted sabe que hay muchos datos
que no podemos revelarle —continuó
Richie—, pero no puedo dejar que una
madre se preocupe, así que voy a
confiar en que no se lo contará a nadie.
¿Puedo hacerlo?
Estuve a punto de atajar la
conversación en ese mismo momento,
pero Richie había manejado aquel
interrogatorio tan bien hasta entonces
que lo dejé proseguir. Además, Sinéad
empezaba a sosegarse; la avidez de su
mirada volvía a ocultarse bajo el miedo.
—Claro. De acuerdo.
—Se lo diré en pocas palabras —
prosiguió Richie, y se inclinó hacia
delante—: No tiene nada de qué
preocuparse. Si hay alguien peligroso
ahí fuera, y fíjese en que digo «si»,
estamos haciendo lo que hay que hacer
para ocuparnos de él.
Hizo una pausa para causar mayor
efecto y movió las cejas en un gesto de
complicidad.
—¿Ha quedado claro, verdad?
Silencio de confusión.
—Sí —contestó finalmente Sinéad
—. Desde luego.
—Así me gusta. Y ahora recuerde: ni
una palabra.
—No lo haré —replicó ella con
remilgo.
Evidentemente, iba a contarles a
todos sus conocidos que sabía algo,
pero en realidad no había nada que
contar: tendría que poner cara de
suficiencia y dar pistas vagas sobre una
información secreta que no podía
revelar. El truco de Richie estuvo bien.
Acababa de ascender un peldaño en mi
lista.
—Y ya no estará preocupada,
¿verdad? Ahora que ya lo sabe…
—No, claro. Estoy perfectamente.
El intercomunicador de bebés emitió
un chillido furioso.
—¡Joder! —exclamó Jayden, al
tiempo que reanudaba la partida y subía
el volumen de los zombis.
—El pequeño se ha despertado —
dijo Sinéad, sin moverse—. Tengo que
ir a atenderlo.
—¿Hay algo más que pueda decirnos
sobre los Spain? —intervine—. Lo que
sea…
Nuevo encogimiento de hombros. No
cambió la cara de pez, pero algo
resplandeció en sus ojos. Estaba seguro
de que volveríamos a ver a los Gogan.
Mientras caminábamos por el
sendero de acceso a la casa, le dije a
Richie:
—¿Quieres que hablemos de algo
espeluznante? Pues basta con mirar a ese
crío.
—Sí —dijo Richie.
Se tocó la oreja y miró la casa de
los Gogan por encima de su hombro.
—Ese crío nos oculta algo.
—¿Él? La madre, seguro. ¿Pero el
niño?
—Segurísimo.
—De acuerdo. Cuando les hagamos
otra visita, es todo tuyo.
—¿En serio?
—Has estado genial ahí dentro.
Piensa en cómo lo abordarás. —Me
guardé el cuaderno de notas en el
bolsillo y añadí—: Entretanto, ¿a quién
más quieres interrogar acerca de los
Spain?
Richie se volvió para mirarme a la
cara.
—¿Quieres que te confiese algo? —
me preguntó—. No tengo ni la menor
idea. Normalmente apostaría por hablar
con la familia, con los vecinos, con los
amigos de las víctimas, con sus colegas
del trabajo, con los amigos del bar al
que él suele ir y con las últimas
personas que los vieron con vida. Pero
los dos estaban en el paro. Él no
frecuenta ningún bar, sencillamente
porque no hay ninguno cerca. Nadie
viene a visitarlos, ni siquiera su familia,
porque esto está en el quinto pino.
Podrían haber transcurrido semanas
desde que alguien los vio por última
vez, salvo, quizá, en la puerta de la
escuela. Y eso de ahí son los vecinos.
Señaló con la cabeza hacia atrás.
Jayden tenía la nariz pegada a la ventana
del salón, el mando en una mano y la
boca aún abierta. Me vio mirándonos,
pero ni siquiera pestañeó.
—Pobres diablos —dijo Richie en
voz baja—. No son nadie.
Capítulo 5
Los dos vecinos del extremo opuesto de
la calle estaban en el trabajo o en algún
otro lugar. Cooper se había largado,
supuse que hacia el hospital, a echar un
vistazo a lo que quedaba de Jenny Spain.
La furgoneta de la morgue también se
había marchado: los cadáveres estarían
de camino hacia el mismo hospital a la
espera de que Cooper se ocupara de
ellos, una planta o dos más abajo que
Jenny, si es que esta había logrado
sobrevivir.
El equipo de la Científica seguía
trabajando con denuedo. Desde la
cocina, Larry me hizo una señal con una
mano para que me acercara.
—Ven aquí, jovencito. Mira esto.
«Esto» eran los visores de los
monitores
de
bebés,
cinco,
cuidadosamente dispuestos en bolsas
transparentes sobre la encimera, todos
ellos cubiertos del polvo negro para
detección de huellas.
—Hemos encontrado el quinto en
ese rincón de allí, bajo una pila de
libros infantiles —explicó Larry
triunfante—. Su Señoría pide las
videocámaras y nosotros le damos las
videocámaras. Y, créeme, son bastante
buenas. No soy ningún experto en este
tipo de cachivaches, pero diría que son
de gama alta. Tienen opción de
panorámica y de zoom; durante el día
captan la imagen en color, y cuando
anochece se activa automáticamente un
infrarrojo que graba en blanco y negro.
Es probable que también te preparen
unos huevos pasados por agua para el
desayuno…
Recorrió la fila de monitores con
dos dedos, chasqueando alegremente la
lengua para sí mismo. Asió uno de ellos
y, a través del plástico, pulsó el botón
de encendido.
—Adivina qué es esto. Adelante,
adivínalo.
La pantalla se iluminó en blanco y
negro para mostrar una serie de
cilindros y rectángulos grises que se
agolpaban a los lados, motas de polvo
blanco que flotaban en el aire y una
mancha informe y oscura que se cernía
en el medio.
—¿La
Masa?
—aventuré,
recordando aquella vieja película de
terror de los años cincuenta.
—Es lo mismo que he pensado yo al
principio. Pero entonces Declan, ese de
allí… Declan, saluda a estos señores tan
amables… entonces Declan se ha
percatado de que este armario estaba
entreabierto apenas una rendija, ha
mirado en su interior y adivina qué ha
encontrado.
Larry abrió de par en par la puerta
del armario con un gesto ostentoso y
agregó:
—Míralo tú mismo.
Un anillo de sombrías luces rojas
nos devolvió la mirada desde el otro
lado; al cabo de un momento, se
atenuaron y se apagaron. La cámara
estaba sujeta a la parte interior de la
puerta del armario con lo que parecía un
rollo completo de cinta aislante. Habían
apartado las cajas de cereales y las latas
de legumbres a los lados de los estantes.
Tras ellas, alguien había excavado un
agujero del tamaño de un plato en la
pared.
—¿Qué diablos es eso? —pregunté.
—Para el carro… Antes de decir
nada, echa un vistazo a esto.
Otro monitor. Los mismos tonos
borrosos
y
monocromos:
vigas
inclinadas, latas de pintura y una maraña
mecánica con púas que no atiné a
desentrañar.
—¿Es el desván? —pregunté.
—Justamente. ¿Y ves esa cosa que
hay en el suelo? Es una trampa. Una
trampa para animales. Pero no una de
esas para ratoncitos. No soy ningún
experto en naturaleza y no sé decirte con
certeza para qué sirve, pero puedo
asegurarte que esa trampa podría
inmovilizar a un puma.
—¿Tiene cebo? —preguntó Richie.
—Me
gusta
—dijo
Larry
dirigiéndose a mí—. Un chico listo, va
directo al grano. Llegará lejos. No,
detective Curran, por desgracia no hay
cebo, así que no hay modo de saber qué
pretendían atrapar. Hay un agujero bajo
los aleros por el que podría haber
entrado algo, pero no te emociones,
Scorcher, no estamos hablando de una
persona. Quizá podría haberse colado un
zorro a dieta, pero nada que requiriera
semejante trampa para osos. Hemos
peinado el desván en busca de huellas o
excrementos
de
animales
para
comprobar si obteníamos alguna pista en
ese sentido, pero lo más grande que
hemos visto es una cagadita de araña. Si
vuestras víctimas tenían alimañas, eran
unas alimañas muy, muy discretas.
—¿Habéis encontrado huellas?
—Oh, sí. Hay huellas a patadas.
Huellas dactilares en las cámaras, en la
trampa y en la malla de alambre que
cubre la trampilla del desván. No
obstante, y aunque no busca afán de
protagonismo, el joven Gerry afirma que
el examen preliminar invita a pensar que
no hay razón para que no coincidan con
las de tu víctima (me refiero a este tipo
de aquí, evidentemente, no a los críos);
de todos modos, tendrá que confirmarlo
en el laboratorio. Y lo mismo con
respecto a las huellas de zapatos del
desván: corresponden a un hombre
adulto y el número coincide con el de
este tipo.
—¿Y qué hay de los agujeros en las
paredes? ¿Habéis encontrado algo en
ellos?
—De nuevo, montones de huellas.
No bromeabas al decir que estaríamos
ocupados, ¿eh? Hay infinidad de ellas y,
a juzgar por su tamaño, corresponden a
los críos, que debían de andar
explorando. Con respecto al resto de las
huellas, Gerry afirma lo mismo: no hay
razón para creer que la mayoría no
encajen con tu víctima, pero necesitará
examinarlas en el laboratorio para
confirmarlo. A bote pronto, yo diría que
las víctimas fueron quienes hicieron
esos agujeros y que estos no tienen nada
que ver con lo sucedido anoche.
—Fíjate en este lugar, Larry. Yo soy
un tío ordenado, pero mi casa no ha
estado así de pulcra desde el día en que
me mudé. Esta gente dejaba en evidencia
a la persona más hacendosa del mundo.
Incluso alineaban los envases de
champú… Me juego cincuenta euros a
que no eres capaz de encontrarme una
mota de polvo. ¿Por qué iban a
molestarse en tener la casa impoluta si
luego iban a llenar las paredes de
agujeros? Y si tuvieron que agujerearlas
por algún motivo, ¿por qué no las
repararon luego? ¿O por qué no taparon
los agujeros?
—La gente está chiflada —se limitó
a contestar Larry.
Estaba perdiendo interés; lo único
que a Larry le importa es lo que ha
ocurrido, no el porqué.
—El mundo se ha vuelto loco. Y tú
deberías saberlo, Scorch. Lo único que
digo es que, si un intruso cavó todos
esos agujeros, hay dos opciones: o bien
limpió después las paredes, o bien
llevaba guantes.
—¿Algo más alrededor de los
orificios? ¿Sangre, residuos de drogas?
Lo que sea…
Larry negó con la cabeza.
—No hay sangre, ni dentro ni
alrededor de esos agujeros, salvo la que
ha salpicado por culpa de todo este
follón. Tampoco hemos encontrado
residuos de drogas, pero, si crees que se
nos podría haber escapado algo
relacionado con el asunto, haré que
traigan un perro adiestrado.
—De momento no hace falta, a
menos que algún indicio apunte en ese
sentido. ¿Y qué hay de esta estancia?
¿Has encontrado algo en la sangre?
¿Alguna huella que no corresponda a
nuestras víctimas?
—Pero ¿tú has visto este sitio?
¿Cuánto rato crees que llevamos aquí?
Tendrás que volver a preguntármelo
dentro de una semana. Aquí hay más
huellas de pisadas que en un desfile de
una banda musical de Drácula, pero
apuesto a que la mayoría de ellas
corresponden a los uniformados, a los
paramédicos y a sus enormes y torpes
pies. Nuestra única esperanza es que
algunas de las huellas del crimen se
hubieran secado lo suficiente como para
conservar la forma incluso después de
que esos inútiles las pisotearan una y
otra vez. Y lo mismo te digo con
respecto a las huellas dactilares: hay
muchísimas, pero nadie sabe si nos
servirán de algo.
Estaba en su elemento: a Larry le
encantan las complicaciones y poder
quejarse de todo.
—Si alguien puede salvarlas, Lar,
ese eres tú. ¿Algún rastro de los móviles
de las víctimas?
—Tus deseos son órdenes para mí.
El móvil de la mujer estaba sobre su
mesilla de noche y el del hombre sobre
el taquillón del recibidor; hemos
guardado el teléfono fijo en una bolsa,
sólo por pura diversión. También
tenemos el ordenador.
—Magnífico —repliqué—. Envíalo
todo a Delitos Informáticos. ¿Qué hay de
las llaves?
—Había un juego completo en el
bolso de la mujer, sobre el taquillón; las
dos llaves de la puerta principal, una de
la puerta trasera y la llave del coche. Y
otro juego completo en el bolsillo del
abrigo de él. Además, había un juego
extra de la casa en el cajón del
taquillón. Por el momento no hemos
encontrado ningún bolígrafo del Golden
Bay Resort, pero, si damos con él, lo
sabrás enseguida.
—Gracias, Larry. Vamos a echar un
vistazo en el piso de arriba, si te parece
bien.
—Y yo que pensaba que iba a
encontrarme
con
otra
aburrida
sobredosis… —comentó Tarry en un
tono jovial, mientras nos marchábamos
—. Gracias, Scorcher. Te debo una.
El dormitorio de los Spain desprendía
un brillo borroso y acogedor. Las
cortinas permanecían cerradas para
impedir que los vecinos, que salivaban
de curiosidad, se asomaran, y evitar que
los
periodistas
desplegasen sus
teleobjetivos y captasen el interior; sin
embargo, tras tomar las huellas de los
interruptores, los muchachos de Larry
nos habían dejado las luces encendidas.
El aire tenía ese olor íntimo e
indefinible propio de los lugares
habitados: un leve toque de champú,
loción para después del afeitado y piel.
Había un armario empotrado que
ocupaba una de las paredes y dos
cajoneras de color crema en las
esquinas, de esas con las patas
torneadas que alguien ha lijado para
conferirles una atractiva pátina de
antigüedad. Sobre la cajonera que había
en el lado de Jenny descansaban tres
fotografías enmarcadas de veinticinco
por
veinte
centímetros.
Dos
correspondían a bebés rojos y
regordetes; la imagen del medio era una
fotografía de bodas tomada en las
escaleras de un coqueto hotel rural.
Patrick vestía un esmoquin con corbata
rosa y llevaba una rosa en el ojal; Jenny
lucía un vestido ajustado con una cola
que se abría sobre los escalones, a sus
pies, y sostenía un ramo de rosas en las
manos; la madera era de un tono oscuro
y los rayos de sol penetraban cual lanzas
a través de la ornamentada ventana del
descansillo. Jenny era guapa, o lo había
sido. De estatura media y esbelta figura,
llevaba el pelo largo, liso, teñido de
rubio y peinado en un trabajado
recogido. En aquel entonces Patrick
estaba en mejor forma, con el pecho
ancho y abdominales planos. Rodeaba a
Jenny con un brazo y ambos sonreían de
oreja a oreja.
—Empecemos por las cajoneras —
propuse, y me dirigí hacia la de Jenny.
Si alguno de los dos guardaba un
secreto, tenía que ser ella. Si las
mujeres fueran capaces de tirar alguna
vez las cosas, el mundo sería un lugar
distinto, mucho más complicado para
nosotros y de una feliz ignorancia para
los maridos.
El primer cajón contenía sobre todo
cosméticos, más un blíster de píldoras
anticonceptivas (faltaba la del lunes, las
había tomado hasta el último momento)
y un joyero azul de terciopelo. A Jenny
le gustaba la joyería: tenía de todo,
desde ostentosa bisutería barata hasta
algunas piezas de buen gusto que a mí se
me antojaron bastante caras (a mi
exesposa le gustaban los pedruscos, así
que sé calcular más o menos bien los
quilates). El anillo de esmeraldas que
Fiona había mencionado seguía allí, en
una cajita negra bastante maltrecha, a la
espera de que Emma se hiciera mayor.
—Mira esto —dije.
Richie miró en mi dirección. Se
hallaba revisando el cajón de la ropa
interior de Patrick, y procedía con
rapidez y eficacia: daba a cada par de
calzoncillos una sacudida y después los
colocaba en una pila en el suelo.
—De manera que no fue un ladrón
—comentó.
—Probablemente no. En todo caso,
no un profesional. Si fue obra de un
ladronzuelo aficionado y la cosa se
torció, quizá se asustara y se largara por
piernas, pero un profesional o alguien
dispuesto a saldar una deuda no se
marcharía de aquí sin llevarse lo que
andaba buscando.
—Un aficionado no encaja. Como ya
hemos comentado antes, esto no ha sido
aleatorio.
—Es cierto. ¿Puedes proponer una
teoría que resuma lo que tenemos hasta
ahora?
Richie fue desenrollando pares de
calcetines y arrojándolos en un
montoncito mientras ordenaba sus ideas.
—El intruso del que habló Jenny —
dijo al cabo de un momento—.
Pongamos que encuentra un modo de
volver a entrar en la casa, más de una
vez, quizá. La propia Fiona nos ha dicho
que Jenny no se lo habría contado.
No había condones clandestinos en
el fondo del joyero ni ningún «amiguito
de mamá» oculto entre los pinceles de
maquillaje.
—Sin embargo, Jenny sí le contó a
Fiona que pensaba empezar a utilizar la
alarma. ¿Cómo logró el tipo salvar ese
obstáculo?
—La primera vez consiguió forzar la
cerradura. Todo apunta a que Patrick
pensaba que entraba por el desván. Y es
posible que estuviera en lo cierto y se
colara a través del tejado de la casa
contigua, quizá.
—Si Larry y su equipo hubieran
encontrado un punto de acceso en el
desván, nos lo habrían dicho. Y ya los
has oído: lo han buscado.
Richie
empezó
a
plegar
ordenadamente los calcetines y los
calzoncillos y a meterlos de nuevo en el
cajón. Por lo general, no nos
preocupamos por dejar las cosas en
perfecto estado; yo no sabía si lo hacía
porque imaginaba que Jenny tenía que
regresar a aquella casa, su hogar, lo
cual, a juzgar por las escasas
perspectivas de que alguien la
comprara, era una posibilidad real, o
para evitar que Fiona tuviera que
limpiarla y ordenarla. En cualquier
caso, la empatía era algo que tendría que
aprender a dominar.
—Está bien —continuó—. Quizá
nuestro hombre logró desactivar el
sistema de alarma. Quizá se dedique a
instalarlos. Y puede que así fuera como
escogió a los Spain: les instaló el
sistema, se obsesionó con ellos…
—Según el folleto, el sistema venía
instalado de origen. Estaba aquí antes
que ellos. Así que frena el carro,
muchacho, que no estamos en Un loco a
domicilio[6].
El cajón de la ropa interior de Jenny
estaba dividido claramente entre
prendas sexis para ocasiones especiales,
ropa interior deportiva de color blanco
y lo que supuse que serían sus braguitas
y sujetadores de diario, en rosa, blanco
y con volantes; no había nada morboso
ni juguetes sexuales. Al parecer, los
Spain eran gente chapada a la antigua.
—Sin
embargo
—continué—,
supongamos por un momento que nuestro
hombre encontró un modo de entrar en la
casa. ¿Qué pasó entonces?
—Quizá su presencia empezara a
hacerse más visible, quizá comenzara a
hacer esos agujeros en las paredes. Ya
no habría habido manera de ocultárselo
a Patrick. Tal vez Patrick pensara como
Jenny: quizá quisiera descubrir qué
sucedía, y puede que prefiriera pillar al
tipo en lugar de impedir que entrara o
asustarlo para que no volviera. De
manera que decidió instalar las cámaras
de vigilancia donde sabía o creía que
había estado el intruso.
—¿Crees entonces que lo que hay en
el desván es una trampa para personas?
¿Para atrapar al tipo in fraganti y
retenerlo hasta que ellos llegaran?
—O hasta que Patrick hubiera
acabado con él —aventuró Richie—.
Depende.
Arqueé las cejas.
—Tienes una mente muy retorcida,
muchacho. Y eso es bueno. Pero no
dejes que te pierda.
—Si alguien asustara a tu querida
esposa y amenazara a tus hijos…
Richie sacudió unos pantalones de
color caqui; en comparación con su
escuálido trasero parecían inmensos,
como si hubieran pertenecido a un
superhéroe.
—… quizá estarías dispuesto a
infligirle un poco de dolor —remató.
—Encaja. No es ningún disparate.
Tiene sentido. —Cerré el cajón de la
ropa interior de Jenny—. Salvo por una
cosa: el porqué.
—¿Te refieres a por qué iba a ir
nadie a por los Spain?
—¿Por qué iba alguien a hacer algo
así? Estamos hablando de meses de
acoso, rematados con una masacre. ¿Por
qué escoger a esta familia? ¿Por qué
colarse en su casa y no hacer nada peor
que comerse unas lonchas de jamón?
¿Por qué volver a entrar y destrozar las
paredes? ¿Por qué continuar escalando
hasta llegar al asesinato? ¿Por qué
asumir el riesgo de comenzar por los
críos? ¿Por qué asfixiarlos a ellos y
apuñalar a los adultos? ¿Por qué todo
esto?
Richie pescó una moneda de
cincuenta céntimos del bolsillo trasero
de los pantalones caqui y se encogió de
hombros como un niño, subiéndolos
hasta las orejas.
—Quizá ese tipo esté loco —
respondió.
Dejé lo que estaba haciendo.
—¿Es eso lo que tienes previsto
redactar en el expediente para el fiscal?
¿«No sé, quizá esté rematadamente
loco»?
Richie se puso como la grana, pero
no se retractó.
—No sé cómo lo denominan los
médicos, pero ya sabes a qué me refiero.
—Si te soy sincero, muchacho, no lo
sé. Estar «loco» no es un motivo. Hay
locos de todos los colores, la mayoría
no son violentos y todos y cada uno de
ellos actúan según una cierta lógica,
pese a que para ti o para mí carezca de
sentido. Nadie masacra a una familia
porque ese día se ha vuelto loco.
—Me has pedido una teoría que
resuma lo que tenemos hasta ahora. Eso
es lo mejor que se me ocurre.
—Una hipótesis edificada sobre un
«porque está loco» no es ninguna teoría.
Es sólo una manera de escurrir el bulto.
Y señal de un pensamiento vago. Espero
algo mejor de ti, detective.
Le di la espalda y volví a
enfrascarme en los cajones, pero lo noté
tras de mí, inmóvil.
—Vamos, suéltalo de una vez —lo
alenté.
—Le dije a la señora Gogan que no
tenía de qué preocuparse, que no había
ningún psicópata. Sólo quería impedir
que se pusiera en contacto con los
medios, pero el hecho es que tiene todo
el derecho del mundo a estar asustada.
No sé qué palabra quieres que utilice,
pero, si este tipo es un loco, entonces
nadie andaba buscando problemas. Él
los trajo consigo.
Cerré el cajón, apoyé la espalda en
la cómoda y me metí las manos en los
bolsillos.
—Hubo un filósofo hace unos
cuantos siglos que afirmó que la mejor
solución es siempre la más simple —
expliqué yo—. Pero no se refería a la
respuesta más fácil. Se refería a la
solución que implica añadir los menos
elementos adicionales posibles a lo que
ya tienes entre manos. Cuantos menos
«sis» y «quizás», menos tipos anónimos
tendremos que hayan podido verse
implicados en esto por casualidad.
¿Entiendes adónde quiero llegar?
—Tú no crees que fuera ningún
intruso —contestó Richie.
—Te equivocas. Lo que yo creo es
que lo que tenemos entre manos implica
a Patrick y a Jennifer Spain, y cualquier
solución que los involucre necesita
menos extras que cualquier otra que no
lo haga. Lo que ha sucedido aquí vino de
uno de estos dos lugares: de dentro o de
fuera de la casa. No digo que no hubiera
un intruso. Lo que afirmo es que, aunque
el asesino viniera de fuera, la solución
más simple es que la razón procedía de
dentro.
—Espera un segundo —intervino
Richie—. Tú dijiste que aún quedaba
espacio para pensar en un intruso. Y
además, está la trampilla del desván:
dijiste que quizá el objetivo fuera
atrapar al tipo que excavó los agujeros.
¿Qué…?
—Richie —suspiré—. Al decir
«intruso», me refería al tipo que le dejó
a Patrick Spain dinero para jugar, al tipo
a quien Jenny se follaba a escondidas, a
Fiona Rafferty. No hablaba del maldito
Freddy Krueger. ¿Captas la diferencia?
—Sí —contestó Richie.
Hablaba con voz tranquila, pero la
tensión de su mandíbula indicaba que
empezaba a molestarse.
—Lo entiendo.
—Sé que este caso parece… ¿qué
palabras
has
utilizado
antes?…
«espeluznante». Sé que es el tipo de
caso que invita a dejar volar la
imaginación. Pero eso es un motivo de
más para mantener los pies en el suelo.
La solución más probable sigue siendo
la que barajábamos cuando veníamos
hacia aquí: el típico homicidio con
suicidio, común y corriente.
—Eso —dijo Richie señalando el
agujero que había sobre la cama—, eso
no es común ni corriente. Eso para
empezar.
—¿Cómo lo sabes? Quizá disponer
de
tanto
tiempo
libre
estaba
consumiendo los nervios de Patrick
Spain y había decidido hacer algunas
mejoras en la casa, o quizá había algún
problema con la instalación eléctrica, tal
y como tú mismo has sugerido antes, e
intentó repararlo por su cuenta en lugar
de pagar a un electricista. Eso podría
explicar también por qué la alarma
estaba desactivada. O quizá hubiera una
rata, consiguieron atraparla y decidieron
dejar la trampa en el desván por si algún
otro roedor asomaba la nariz. Quizá los
agujeros se agrandan debido a las
vibraciones cada vez que un coche pasa
por la calle y querían grabar un vídeo
para reproducirlo ante los tribunales
cuando denunciaran a la constructora.
Por lo que sabemos, todas las rarezas de
esta casa se reducen a los desperfectos
causados
por
una
construcción
chapucera.
—¿Eso es lo que crees? ¿En serio?
—Lo que creo, amigo Richie, es que
la imaginación es un arma muy
peligrosa. Regla número seis o la que
sea que toque: quédate con la solución
más fácil y aburrida, la que requiera
menos imaginación, e irás bien
encaminado.
Y me dispuse a escarbar entre las
camisetas de Jenny Spain. Reconocí
algunas de las etiquetas: tenía los
mismos gustos que mi ex. Al cabo de un
minuto, Richie sacudió la cabeza, lanzó
la moneda de cincuenta céntimos sobre
la cajonera y empezó a doblar los
pantalones color caqui de Patrick. Nos
dejamos tranquilos el uno al otro durante
un rato.
El secreto que yo había estado
esperando me aguardaba en el fondo del
último cajón de Jenny y era un bulto
escondido en la manga de un jersey de
cachemira rosa. Cuando sacudí la
manga, algo salió volando y aterrizó
sobre la gruesa alfombra, algo pequeño
y duro, bien guardadito en un pañuelo de
papel.
—Richie —dije, pero él ya había
dejado el suéter que lo tenía ocupado y
se había acercado a echar un vistazo.
Era una chapa redonda y barata, de
esas que se compran en los puestos
callejeros si sientes el impulso
irrefrenable de llevar una hoja de
marihuana o el nombre de una marca
prendidos de la ropa. La pintura estaba
en parte descolorida, pero en un
principio había sido azul cielo; a un
lado había un sol amarillo y sonriente, y
al otro algo blanco que podría haber
sido un globo aerostático o quizá una
cometa. En el centro, con alegres letras
amarillas, se leía:
YO VOY A JOJO’S
—¿Qué opinas de esto? —pregunté.
—A mí me parece una chapa normal
y corriente —replicó Richie con mirada
severa.
—A mí también, pero el lugar donde
la he encontrado no lo es. Así, a bote
pronto, ¿podrías darme una explicación
simple y corriente?
—Quizá uno de los críos la
escondiera ahí. A los niños les gusta
esconder las cosas.
—Quizá.
Puse la chapa sobre la palma de mi
mano y le di la vuelta. En el alfiler había
dos rayas de óxido, lo cual indicaba que
había pasado un largo tiempo prendida
de la misma pieza de ropa.
—De todos modos, me gustaría
saber qué es. ¿Te dice algo el nombre de
JoJo’s?
Negó con la cabeza.
—¿Una coctelería? ¿Un restaurante?
¿Un jardín de infancia?
—Podría ser. Jamás lo he oído
mencionar, pero tal vez haga tiempo que
no existe; esta chapa no parece nueva.
Podría estar en las Maldivas o en algún
otro sitio al que fueran de vacaciones.
Pero no veo por qué Jenny Spain tendría
que ocultar algo así. Si fuera un objeto
valioso, podría pensar que es el regalo
de un amante, pero ¿esto?
—Si recobra la conciencia…
—Le preguntaremos qué es. Sin
embargo, eso no significa que vaya a
decírnoslo.
Volví a guardar la chapa en el
pañuelo de papel y busqué una bolsa
para pruebas. Desde la cajonera, Jenny
me sonreía acurrucada en la curva del
brazo de Patrick. Bajo su caprichoso
peinado y todas las capas de maquillaje,
era sólo una chica que se había casado a
un edad ridículamente temprana. El
sencillo y resplandeciente triunfo que se
reflejaba en su rostro me dijo que a
partir de aquel día su vida no había sido
para ella más que una nube borrosa y
dorada: «Vivieron felices y comieron
perdices».
Cooper estaba de mejor humor,
probablemente porque el caso que nos
ocupaba superaba con creces el peor de
los casos macabros que hubiera visto.
Una vez hubo echado un vistazo a Jenny
Spain, me telefoneó desde el hospital.
Para entonces, Richie y yo habíamos
empezado a revisar ya el armario ropero
de los Spain, en el que habíamos
encontrado más de lo mismo: prendas de
marcas en su mayoría asequibles,
aunque a la moda, y en una gran cantidad
(Jenny tenía tres pares de botas Ugg).
No había drogas ni dinero en efectivo, y
no parecían tener un lado oscuro. En una
vieja lata de galletas guardada en el
estante superior de Patrick había un
puñado de cañas secas, un trozo de
madera pintada de verde desconchada y
gastada por el mar, un puñado de
guijarros y conchas descoloridas:
regalos de los niños, recogidos durante
los paseos por la playa para dar la
bienvenida a papá cuando regresara a
casa.
—Detective Kennedy —dijo Cooper
—. Le complacerá saber que la víctima
sigue con nosotros.
—Doctor Cooper —lo saludé.
Activé el altavoz y sostuve la
BlackBerry entre mi oreja y Richie,
quien dejó un puñado de corbatas
(muchas de ellas de Hugo Boss) para
escuchar—. Gracias por ponerse en
contacto con nosotros. ¿Cómo se
encuentra?
—Su estado es crítico, pero el
médico que la atiende cree que tiene
muchas posibilidades de sobrevivir.
Le solté un «¡Sí!» mudo a Richie,
quien me respondió con una mueca de
reticencia: que Jenny Spain sobreviviera
sería fantástico para nosotros, pero no
tanto para ella.
—Y debo decirle que estoy de
acuerdo con el diagnóstico, pese a que
los pacientes vivos no son mi
especialidad.
—¿Puede revelarnos algún dato
acerca de sus heridas?
Se produjo una pausa mientras
Cooper consideraba si me hacía esperar
a que redactara el informe oficial, pero
el buen humor le pudo.
—Sufrió varias heridas, algunas de
ellas de consideración. Tiene un corte
que va desde el pómulo derecho hasta la
comisura derecha de los labios, otro que
parte del esternón y se extiende hacia el
pecho derecho, una herida de arma
blanca justo debajo del omóplato
derecho y una última en el abdomen, a la
derecha del ombligo. Presenta, además,
varios cortes menores en la cara, el
cuello, el pecho y los brazos; los
detallaré en mi informe, e incluiré un
diagrama. El arma fue un cuchillo, o
puede que varios, de un solo filo y
coincide con la utilizada para apuñalar a
Patrick Spain.
Cuando alguien le desfigura la cara a
una mujer, sobre todo a una mujer guapa
y joven, suele haber un motivo personal
para hacerlo. Miré de reojo aquella
sonrisa y aquel ramo de rosas y les di la
espalda.
—Presenta también una contusión en
la nuca, justo en la parte izquierda de la
línea media. La golpearon con un objeto
contundente cuya superficie de impacto
se corresponde, aproximadamente, con
la forma y el tamaño de una pelota de
golf. Tiene moretones recientes en las
muñecas y los antebrazos; su forma y
ubicación indican que alguien la sujetó
con las manos durante un forcejeo. No
hay indicios de agresión sexual y no ha
mantenido
relaciones
sexuales
recientemente.
Alguien se había ensañado de lo
lindo con Jenny Spain.
—¿El agresor o los agresores eran
personas fuertes?
—A juzgar por los contornos de las
heridas, el arma debía de estar muy
afilada, lo cual indica que no se requería
una fuerza excepcional para infligir las
puñaladas y los cortes. La contusión de
la nuca dependería de la naturaleza del
arma que se empleó: si el atacante la
golpeó con una pelota de golf en la
mano, por ejemplo, sí habría requerido
una fuerza considerable, pero si la
pelota hubiera estado metida en un
calcetín, por poner un ejemplo, el
impulso habría compensado la falta de
fuerza, lo cual implica que hasta un crío
podría haberlo hecho. Sin embargo, los
moretones de las muñecas indican que
no fue un niño: los dedos del agresor
resbalaron durante el forcejeo y eso me
impide medir el tamaño de las manos
que retuvieron a la señora Spain, pero
puedo
asegurarle
que
no
se
corresponden con las de un niño
pequeño.
—¿Existe alguna posibilidad de que
ella misma se infligiera esas heridas?
Hay que comprobar dos veces todos
los datos, incluso las cuestiones en
apariencia más obvias, o el abogado de
la defensa lo hará por ti.
—Se requeriría a un suicida con un
talento extraordinario para apuñalarse a
sí mismo debajo del omóplato,
golpearse en la nuca y luego, en una
milésima de segundo antes de quedar
inconsciente, ocultar ambas armas con
tal esmero que pasaran inadvertidas
durante al menos unas pocas horas —
opinó Cooper, usando su tono de
hombre-que-susurraba-a-los-imbéciles
una vez más—. En ausencia de pruebas
de que la señora Spain sea una experta
contorsionista o una maga, creo que
podemos excluir la posibilidad de que
ella misma se infligiera esas heridas.
—¿Probable o definitivamente?
—Si duda de mí, detective Kennedy
—alegó Cooper con dulzura—, lo invito
a que pruebe usted a perpetrar tal hazaña
—y colgó.
Richie se rascaba detrás de la oreja
como un perro, concentrado.
—Eso elimina a Jenny de la
ecuación —sentenció.
Me guardé de nuevo el teléfono en el
bolsillo de la chaqueta.
—Pero no a Fiona. Y si iba a por
Jenny, por la razón que fuera, es muy
probable que pretendiera desfigurarle la
cara. Ser la normalita de las dos podría
haberla ido minando a lo largo de los
años. Adiós a la hermana mayor, nada
de mostrar el ataúd abierto, se acabó ser
la niña bonita de la familia.
Richie contempló la fotografía de la
boda.
—En realidad, Jenny no es más
guapa que ella. Sólo iba mejor peinada.
—El resultado es el mismo. Si las
dos salían de discotecas juntas, me
apuesto lo que quieras quién captaba la
atención de los hombres y quién era el
premio de consolación.
—No hay que olvidar que esa
fotografía corresponde a la boda de
Jenny. A diario quizá no se arreglara
tanto.
—Te apuesto lo que sea a que sí.
Hay más maquillaje en ese cajón del que
Fiona ha utilizado en toda su vida, y
cada prenda de ropa vale más que todo
su vestuario… y ella lo sabía.
¿Recuerdas su comentario sobre lo cara
que era la ropa de Jenny? Jenny es una
mujer atractiva y Fiona, no; tan sencillo
como eso. Y ya que hablamos de captar
la atención de los hombres, piensa en
esto: Fiona se mostró muy, muy
protectora con Patrick. Contó que su
amistad se remontaba a mucho tiempo
atrás; me gustaría conocer un poco más
en detalle su historia. He visto muchos
triángulos amorosos extraños a lo largo
de mi vida.
Richie asintió sin dejar de examinar
la foto.
—Pero Fiona es demasiado menuda.
¿Crees que podría haber derribado a un
tipo corpulento como Patrick?
—¿Contando con un cuchillo afilado
y el factor sorpresa? Sí, creo que podría
haberlo hecho. No digo que sea la
sospechosa número uno, pero aún no
podemos descartarla.
Fiona escaló uno o dos peldaños
más en la lista cuando retomamos la
búsqueda. Escondido en el fondo del
armario de Patrick, tras el estante
zapatero, se hallaba el premio gordo: un
grueso archivador de color gris. Fuera
de la vista (puesto que no encajaba con
la decoración), pero no por ello menos
importante: los Spain habían conservado
tres
años
de
datos
contables
perfectamente ordenados. Estuve a punto
de besar aquella caja. Si me dan a
escoger una perspectiva desde la cual
contemplar la vida de una víctima, me
quedo de largo con la económica. La
gente envuelve sus correos electrónicos,
amistades e incluso sus diarios en
múltiples capas de invenciones, pero los
extractos de sus tarjetas de crédito nunca
mienten.
Si bien todo aquello iría con
nosotros a la comisaría para que
pudiéramos familiarizarnos con los
datos, decidí echar un primer vistazo de
inmediato. Nos sentamos en la cama
(Richie dudó por un segundo, quizá por
temor a contaminarla, o viceversa) y
abrimos el archivador.
Primero estaban los documentos más
importantes: las cuatro partidas de
nacimiento, los cuatro pasaportes y el
certificado de matrimonio. Tenían un
seguro de vida contratado y vigente que
liquidaba la hipoteca en caso de que se
produjera el fallecimiento de uno de los
dos. También había habido otra póliza,
con doscientos mil euros para Patrick y
cien mil para Jenny, pero había vencido
durante el verano. En su testamento se lo
dejaban todo el uno al otro y, en el caso
de que ambos fallecieran, todo, incluida
la custodia de los niños, quedaba en
manos de Fiona. Hay mucha gente por
ahí a quien le encantaría hacerse con
unos cientos de miles de euros y una
casa nueva, y les gustaría incluso más si
no viniera con un par de críos incluidos
en el lote.
Pero luego, al llegar a los extractos
bancarios, Fiona Rafferty cayó tan abajo
en la lista que apenas la divisaba. Los
Spain habían optado por la vía más
simple: todos los ingresos y retiradas se
efectuaban a través de una única cuenta
conjunta, lo cual nos iba de fábula. Y, tal
como habíamos supuesto, estaban en la
ruina. El antiguo empleo de Patrick le
había procurado un finiquito nada
desdeñable, pero, desde entonces, sus
únicos ingresos habían sido el subsidio
por desempleo y la prestación por los
niños. Y habían continuado derrochando.
En febrero, marzo y abril, el dinero
había continuado fluyendo al mismo
ritmo que siempre. En mayo habían
empezado a recortar gastos. Y en agosto
la familia vivía con menos de lo que lo
hago yo solo.
Demasiado poco, demasiado tarde.
Llevaban tres meses de retraso en el
pago de la hipoteca y habían recibido
dos cartas de la entidad crediticia (una
empresa con un nombre que sonaba a
pueblo del Lejano Oeste llamada
HomeTime), la segunda mucho más
desagradable que la primera. En junio,
los Spain habían transferido sus móviles
de contrato a tarjeta y ambos habían
dejado prácticamente de realizar
llamadas: los recibos de las recargas de
los últimos cuatro meses que habían
guardado sujetos con un clip sumaban
una cantidad que no bastaría para cubrir
el gasto semanal de móvil de una
adolescente. En el mes de julio, el
todoterreno había regresado por donde
había venido e iban con una letra de
retraso en el pago del Volvo, con cuatro
meses de demora en la tarjeta de crédito
y debían además cincuenta euros de la
factura de la luz. Según el último
extracto bancario, en su cuenta corriente
había trescientos catorce euros y
cincuenta y siete céntimos. Si los Spain
se habían dedicado a alguna actividad
sospechosa, o bien habían sido pésimos
haciéndola o bien les había ido a las mil
maravillas.
Sin embargo, y a pesar de haberse
vuelto más cuidadosos con sus gastos,
habían seguido manteniendo la conexión
inalámbrica a internet. Necesitaba
ponerme en contacto con Delitos
Informáticos para que etiquetaran el
ordenador como prioridad máxima.
Patrick y Jenny quizá hubieran dejado de
verse con sus conocidos, pero disponían
de toda la red para hablar, y algunas
personas revelan en el ciberespacio
cosas que no explicarían ni siquiera a
sus mejores amigos.
En cierto sentido, podría decirse que
se habían arruinado incluso antes de que
Patrick perdiera su empleo. Entonces
cobraba un buen sueldo, pero el límite
de su tarjeta de crédito era de seis mil
euros y lo habían superado con
frecuencia (había un montón de cargos
de tres cifras a nombre de los grandes
almacenes Brown Thomas y Debenhams,
y de unas cuantas páginas web dirigidas
al público femenino que me eran
vagamente familiares), además de los
préstamos de los coches y la hipoteca.
No obstante, sólo los inocentes creen
que la ruina se mide por cuánto cobras y
cuánto debes. Pregúntenle a cualquier
economista: la ruina se mide por cómo
te sientes. La crisis crediticia no ocurrió
porque la gente se despertara un día y
fuera más pobre que al acostarse;
sucedió porque la gente se despertó
asustada.
En enero, después de que Jenny se
hubiera gastado doscientos setenta euros
en una página web llamada Shoe 2 You,
los Spain habían continuado como si
nada. Pero en julio, cuando la sola idea
de cambiar las cerraduras para
protegerse del intruso la había asustado,
ya estaban sumidos en la miseria.
Cuando las alcanza un tsunami,
algunas personas clavan las uñas en la
tierra y resisten contra viento y marea;
se concentran en los aspectos positivos
y continúan visualizando el camino hasta
que se abre de nuevo ante ellas. Pero
otras pierden la cordura. La ruina puede
llevar a las personas a lugares que
jamás habrían imaginado. Es capaz de
empujar a un ciudadano que cumple con
la ley por ese borroso precipicio donde
una docena de delitos distintos parecen
estar al alcance de la mano. Puede echar
por tierra una vida decente y pacífica
hasta que lo único que queda son los
dientes afilados, las garras y el terror.
Casi pude oler el hedor del miedo,
húmedo y frío como algas en
descomposición, emanando de aquel
oscuro lugar en el fondo del armario
donde los Spain habían ocultado sus
monstruos.
—Parece que al final no vamos a
tener que perseguir a la hermana —
comenté.
Richie volvió a pasar el pulgar
sobre los extractos bancarios y se
detuvo en aquella patética última hoja.
—Caray —dijo, sacudiendo la
cabeza.
—Un tipo honrado, con esposa e
hijos y un buen empleo, consigue la casa
y la vida que quería y, de repente, todo
empieza a desmoronarse delante de sus
narices. Pierde el trabajo, se queda sin
coche y su casa está en peligro… Y
¿quién sabe? Quizá Jenny planeara
abandonarlo, ahora que ya no aportaba
nada, y llevarse a los niños. Tal vez eso
fuera la gota que colmara el vaso de
Patrick.
—Y todo en menos de un año —
concluyó Richie.
Depositó los extractos bancarios
sobre la cama junto a las cartas de
HomeTime, sosteniéndolos con la punta
de los dedos como si fueran elementos
radiactivos.
—Sí. Bien podría ser, desde luego.
—Aún tenemos un montón de «sis»
sobre la mesa. Pero si los muchachos de
Larry no encuentran ninguna prueba de
la presencia de un extraño, si el arma
aparece en algún lugar accesible y si
Jenny Spain no recobra la conciencia y
nos explica una historia plausible en la
que el perpetrador de este desbarajuste
haya sido otra persona y no su marido…
este caso podría cerrarse mucho antes
de lo que esperábamos.
Entonces volvió a sonarme el
teléfono.
—Y ahí lo tienes —anuncié,
mientras lo sacaba del bolsillo—. ¿Qué
te apuestas a que es uno de los refuerzos
informando de que han encontrado el
arma en un lugar cercano y conveniente?
Era el Hombre Marlboro y estaba
emocionado.
—Señor —dijo con la voz quebrada
como un adolescente—. Señor, tienen
que venir a ver esto.
Estaba en Ocean View Walk, la
doble hilera de casas (no se la podía
calificar propiamente de «calle») entre
Ocean View Rise y el mar. Las cabezas
de los refuerzos emergían de agujeros en
las paredes a nuestro paso, como si
fueran animales curiosos. El Hombre
Marlboro nos hizo una señal con la
mano desde una ventana de la primera
planta.
La casa había llegado a la fase de
tener paredes y tejado, bloques grises
densamente tapizados de enredaderas
verdes. El jardín delantero estaba
invadido por hierbajos y aulagas que
llegaban a la altura del pecho, se
agolpaban en el sendero de entrada y
penetraban a través del hueco de la
puerta principal. Tuvimos que escalar
por el andamio oxidado, sacudiéndonos
las enredaderas de los pies, y entrar a
través de la abertura de una ventana.
—No estaba seguro de si… —dijo
el Hombre Marlboro—. Me refiero a
que sé que está usted ocupado, señor,
pero como dijo que lo llamáramos si
encontrábamos algo interesante. Y
esto…
Con sumo cuidado y empleando una
cantidad considerable de tiempo,
alguien había convertido la planta
superior de la casa en su guarida
particular. Había un saco de dormir de
calidad, como los que se usan en las
expediciones, con una piedra tosca de
hormigón encima para que el viento no
se lo llevara. Las aberturas de las
ventanas estaban cubiertas con plásticos
gruesos clavados a las paredes para
guarecerse del frío y había tres botellas
de agua de dos litros alineadas
limpiamente contra una pared, además
de una caja de plástico transparente con
espacio suficiente para que cupieran una
barra de desodorante Right Guard, una
pastilla de jabón, detergente para la
ropa, un cepillo de dientes y un tubo de
dentífrico. En un rincón limpio había una
escoba y un recogedor: aquel espacio
estaba libre de telarañas. Una bolsa de
supermercado sujeta bajo otro pedazo
de hormigón, un par de botellas vacías
de bebida energética Lucozade, unos
cuantos envoltorios de chocolatinas y la
corteza del pan de un bocadillo que
sobresalía de un papel de aluminio
arrugado. Colgado de un clavo en una
viga había también uno de esos
impermeables de plástico para la lluvia
que suelen llevar las mujeres mayores.
Y, sobre el saco de dormir, un par de
prismáticos negros junto a su caja, ahora
maltrecha.
No parecían de una marca
especialmente buena y, de todos modos,
no era necesario que lo fueran: las
aberturas de las ventanas traseras daban
directamente a la acogedora cocina
acristalada de Patrick y Jenny Spain,
situada a unos escasos diez metros de
distancia. Larry y su equipo conversaban
acerca de algo relacionado con uno de
los pufs.
—Caray, caray —dijo Richie en voz
baja.
Yo no dije ni media palabra. Estaba
tan enfadado que lo único que habría
podido proferir habría sido un rugido.
Todo lo que sabía de aquel caso se
había elevado en el aire, se había vuelto
del revés y me había caído encima como
una losa. Aquel no era el puesto de
vigilancia de ningún sicario contratado
para recuperar dinero o drogas; un
profesional habría limpiado antes de
hacer el trabajo, y jamás habríamos
detectado su presencia en aquella casa.
Allí estaba el loco de Richie, cargado
con toda su artillería de problemas.
Patrick Spain era ese uno entre un
centenar, a fin de cuentas. Lo había
hecho todo bien. Se había casado con su
amor de juventud, habían engendrado
dos niños sanos, había comprado una
bonita casa y se había dejado la piel
trabajando para pagarla, acondicionarla
y dotarla de todo lo necesario para
convertirla en un hogar perfecto y
resplandeciente. Había hecho todo lo
que se suponía que debía hacer,
absolutamente todo. Y luego aquel
pedazo de mierda se le había acercado
con sus prismáticos baratos, había
reducido su mundo a cenizas y se lo
había arrebatado todo, dejando a Patrick
sólo con la culpa.
El Hombre Marlboro me miraba
nervioso, preocupado por haberla
fastidiado de nuevo.
—Bien, bien, bien —dije con
frialdad—. Al parecer esto libra a
Patrick de parte de la culpa.
—Parece el nido de un francotirador
—observó Richie.
—Es exactamente como el nido de
un francotirador. Está bien: todo el
mundo fuera. Detective, llame a sus
colegas y dígales que se retiren de la
escena del crimen. Dígales que lo hagan
con naturalidad, como si no hubiera
ocurrido nada importante, pero que lo
hagan ahora mismo.
Richie arqueó las cejas; el Hombre
Marlboro abrió la boca, pero algo en mi
rostro hizo que la cerrara de nuevo.
—Ese
tipo
podría
estar
observándonos en este preciso instante
—aclaré—. Y, por ahora, lo único que
sabemos de él es que le gusta mirar, ¿no
es cierto? Les garantizo que ha estado
observándonos
toda
la
mañana,
esperando a ver si nos gustaba su obra.
Hileras de casas a medio construir a
la derecha, a la izquierda y delante,
agolpándose
para
contemplarnos
boquiabiertas. La playa a nuestra
espalda, toda dunas de arena y grandes
matas de hierbas sibilantes; los cerros
en ambos extremos, con líneas
irregulares de rocas a sus pies. Podría
haberse ocultado en cualquier sitio. Allá
donde mirara, tenía la sensación de que
alguien estaba apuntándome a la frente
con un arma.
—Toda esta actividad podría
haberlo asustado e incitado a retirarse
durante un tiempo —continué—. Si
estamos de suerte, no nos habrá visto
encontrar esto. Pero regresará. Y,
cuando aparezca, nos interesa que crea
que su refugio sigue siendo un lugar
seguro. Porque, a la primera
oportunidad que se le presente, vendrá.
A por eso.
Señalé con la cabeza hacia abajo, en
dirección a Lafry y su equipo, que
pululaban por la luminosa cocina.
—Me apuesto hasta el último
céntimo a que no será capaz de
mantenerse alejado.
Capítulo 6
El asesinato es caos en todas sus
variables. En el fondo, nuestro trabajo
es sencillo: nos enfrentamos al crimen
en aras de mantener el orden.
Recuerdo cómo era este país durante
mi infancia. Íbamos a la iglesia,
cenábamos en familia alrededor de la
mesa y a ningún niño se le habría
ocurrido jamás mandar a la mierda a un
adulto. Había mucha maldad, no lo
niego, pero todos sabíamos exactamente
cuál era nuestro lugar y no nos
tomábamos las reglas a la ligera. Si eso
les suena a trivialidad, si les aburre, si
les parece anticuado o pasado de moda,
piensen en esto: la gente sonreía a los
desconocidos, saludaba a sus vecinos,
dejaba las puertas de sus casas abiertas
y ayudaba a las ancianas a llevar las
bolsas de la compra, y la tasa de
asesinatos rozaba el cero.
En algún momento entre entonces y
ahora nos convertimos en fieras. El
salvajismo penetró en el aire como un
virus, y se propaga. Basta con observar
a las pandillas de chavales que rondan
las urbanizaciones de los barrios
pobres, desnortados e impetuosos como
babuinos, siempre en busca de algo o
alguien a quien destrozar. O a hombres
de negocios que empujan a mujeres
embarazadas para hacerse con un
asiento en él tren y utilizan sus
todoterrenos para obligar a los
vehículos más pequeños a apartarse de
su camino, con el rostro lívido de ira y
escandalizados
si
alguien
osa
contradecirles.
Observen
a
los
adolescentes llevarse un berrinche
cuando, por una vez en la vida, no
consiguen algo cuando lo quieren. Todo
aquello que nos diferencia de los
animales
se
está
erosionando,
desgastándose como la arena del mar,
desapareciendo, perdiéndose.
El último estadio de esa fase de
brutalidad es el asesinato. Y nosotros
nos interponemos entre eso y ustedes.
Cuando nadie más lo hace, decimos:
«Existen unas reglas. Existen unos
límites.
Existen
unas
fronteras
inamovibles».
Soy el tipo menos fantasioso que
existe sobre la faz de la Tierra, pero en
las noches en que me pregunto qué
sentido ha tenido el día que acaba de
terminar, pienso en que lo primero que
hicimos cuando empezamos a volvernos
humanos fue trazar una línea divisoria
frente a la puerta de nuestra cueva y
decir: «Lo salvaje acaba aquí». En mi
caso, yo hago lo mismo que hicieron los
primeros hombres. Levantaron muros
para contener el mar. Pelearon con los
lobos por el fuego.
Reuní a todo el personal en el salón;
era demasiado pequeño, pero bajo
ningún concepto íbamos a mantener
aquella conversación en la cocinapecera de los Spain. Los refuerzos se
apiñaron como sardinas, intentando no
pisar la alfombra ni rozar la tele, como
si los Spain aún necesitaran que sus
invitados manifestaran tener buenos
modales. Les conté lo que había tras la
tapia del jardín. Uno de los técnicos
silbó, en un largo y tenue sonido.
—Escucha, Scorcher —dijo Larry,
quien se había sentado cómodamente en
el sofá—. No pretendo ponerte en
entredicho, nada más lejos de mi
intención, pero ¿no podría simplemente
tratarse de un vagabundo que se ha
buscado un lugar agradable y acogedor
para echarse a dormir un rato?
—¿Con prismáticos, un saco de
dormir caro y toda la parafernalia? Ni
hablar, Lar. Esa guarida se estableció
por un motivo: que alguien pudiera
espiar a los Spain.
—Y no es ningún vagabundo —
intervino Richie—. O, si lo es, tiene
algún lugar donde puede asearse y lavar
el saco de dormir, porque su guarida no
huele mal.
—Contacta con la Unidad de Perros
Adiestrados y pídeles que nos envíen un
perro lo antes posible —ordené al
refuerzo que tenía más cerca—.
Explícales que buscamos a un
sospechoso de asesinato y que
necesitamos al mejor rastreador que
tengan.
El refuerzo asintió con la cabeza y
desapareció por el pasillo, justo
después de sacarse el teléfono del
bolsillo.
—Hasta que ese perro tenga la
oportunidad de rastrear el olor —
continué—, nadie más entrará en esa
casa. Todos vosotros —señalé con un
gesto a los refuerzos— podéis retomar
la búsqueda del arma, pero esta vez
manteneos bien alejados de esa guarida;
bordead la fachada, recorred el
perímetro y continuad descendiendo
hasta la playa. Cuando llegue el
adiestrador de perros, os enviaré un
mensaje y regresaréis aquí de inmediato.
Voy a necesitar armar un buen caos
delante de esta casa: gente corriendo,
gritando, conduciendo los coches
patrulla con las luces y las sirenas en
marcha, formando grupos para investigar
algo; haced todo el teatro que podáis.
Luego escoged un santo o lo que os
apetezca y rezad por que, si nuestro
hombre está observando, el caos lo
atraiga hasta aquí para ver qué sucede.
Richie estaba apoyado en una pared
con las manos en los bolsillos.
—Al menos se ha dejado los
prismáticos. Si quiere presenciar el
espectáculo, no podrá ocultarse y
observar desde la distancia; tendrá que
acercarse, venir hasta aquí —apuntó.
—No podemos estar seguros de que
no tenga un segundo par, pero debemos
albergar esa esperanza. Si se acerca lo
suficiente, quizá podamos echarle el
guante, aunque tal vez eso sea
demasiado pedir; esta urbanización es
un laberinto lleno de escondites en los
que podría pasarse meses oculto.
Entretanto, el perro olfateará su guarida
y el saco de dormir y empezará a
rastrear. En caso de que el adiestrador
no consiga que el perro suba a la
primera planta del edificio, puede bajar
el saco a pie de calle. Uno de los
técnicos irá hasta allí con ellos,
discretamente, grabará el lugar en vídeo,
tomará las huellas dactilares y se
marchará. Todo lo demás puede esperar.
—Gerry —dijo Larry, señalando a
un joven larguirucho, que asintió—. El
tomador de huellas más rápido del
Oeste.
—Excelente, Gerry. Si obtienes
huellas, te marchas directamente al
laboratorio y haces lo que tengas que
hacer. El resto nos dedicaremos a
simular una actividad frenética frente a
esta casa durante todo el tiempo que
necesites y luego retomaremos lo que
estábamos haciendo. Tenemos hasta las
seis en punto. Luego despejaremos la
zona. Quienes estén trabajando dentro de
la casa pueden continuar, pero desde el
exterior debe parecer que hemos
recogido nuestros bártulos y hemos
concluido la jornada. Quiero que nuestro
hombre encuentre, literalmente, la costa
despejada.
Larry tenía las cejas casi en la calva.
Apostar el trabajo de una jornada
completa a aquella única posibilidad era
un juego arriesgado: los recuerdos de
los testigos pueden cambiar de la noche
a la mañana, un aguacero puede eliminar
la sangre y los olores, las mareas
pueden arrastrar las armas y prendas
ensangrentadas arrojadas al mar y hacer
que desaparezcan para siempre. Yo no
soy dado a los juegos arriesgados, pero
este caso no era como la mayoría.
—Cuando oscurezca —añadí—,
volveremos a desplegarnos.
—Estás dando por seguro que el
perro no conseguirá localizarlo —
señaló Larry—. ¿Crees que este tipo
sabe lo que se hace?
Vi que los refuerzos se removían,
como si esa idea hubiera activado al
máximo sus cinco sentidos.
—Eso es lo que pretendo averiguar
—contesté—. Probablemente no, o
habría limpiado su escondite después
del crimen, pero no quiero asumir
riesgos. El sol se pone en torno a las
siete y media, quizá un poco más tarde.
Alrededor de las ocho u ocho y media,
en cuanto ya no seamos visibles, el
detective Curran y yo nos dirigiremos a
esa guarida y pasaremos allí la noche.
Tropecé con la mirada de Richie,
quien asintió.
—Entretanto,
dos
detectives
patrullarán por la urbanización, con
discreción, recordadlo, atentos a
detectar alguna actividad, sobre todo
cualquiera que se dirija en esta
dirección. ¿Algún voluntario?
Todos los refuerzos levantaron la
mano. Escogí al Hombre Marlboro
(pues se lo había ganado) y a un tipo que
parecía lo bastante joven como para que
una noche de insomnio no lo dejara
fuera de combate durante el resto de la
semana.
—Tened en cuenta que puede venir
tanto de fuera como de dentro de la
urbanización. Podría estar oculto en una
casa abandonada o ser uno de los
residentes, y que fuera así como
convirtió a los Spain en su objetivo. Si
detectáis algo interesante, telefoneadme
de inmediato. Continuaremos sin usar la
radio: conviene asumir que este tipo
conoce al dedillo el material de
vigilancia, al menos lo bastante como
para tener un interceptor de ondas
radiofónicas. Si algún sujeto os parece
prometedor, seguidlo si podéis, pero
nuestra prioridad máxima debe ser
asegurarnos de que no nos vea. Si tenéis
la impresión, por leve que sea, de que
os
ha
descubierto,
retiraos
e
informadme. ¿Entendido?
Asintieron.
—También necesitaré que un par de
técnicos pasen la noche aquí —anuncié.
—Conmigo no cuentes —se excusó
Larry—. Sabes que te adoro, Scorcher,
pero tengo un compromiso previo y soy
demasiado viejo para guerrear toda una
noche, sin dobles sentidos.
—Ningún problema. Estoy seguro de
que alguno de vosotros estará dispuesto
a trabajar horas extras, ¿me equivoco?
Larry fingió clavarse la mandíbula
en el pecho: tengo fama de no autorizar
horas extras. Algunos de los técnicos
asintieron.
—Podéis traeros sacos de dormir y
hacer turnos para echaros un sueñecito
en el salón, si queréis; lo único que
necesito es que haya cierta actividad y
sea visible. Sacad y meted cosas en el
coche, cambiad de sitio los trastos de la
cocina, dejad a la vista un ordenador
con un gráfico de aspecto profesional en
pantalla… Vuestro cometido es avivar
lo bastante el interés de nuestro hombre
como para que no pueda resistir la
tentación de ir a su guarida a recoger los
prismáticos y espiar qué estáis
haciendo.
—Un señuelo —dijo Gerry, el
técnico de huellas.
—Exactamente. Tenemos señuelo,
rastreadores y cazadores. Ahora lo
único que nos resta es esperar que
nuestro hombre caiga en la trampa.
Disponemos de un par de horas de
descanso entre las seis de la tarde y el
anochecer; comed algo, regresad a la
comisaría si tenéis que fichar y coged
todo aquello que necesitéis para la
operación de vigilancia. Por el
momento, eso es todo. Ahora volved a
lo que estabais haciendo. Gracias,
damas y caballeros.
Se retiraron. Dos de los técnicos
lanzaron una moneda al aire para echar a
suerte las horas extras, y un par de
refuerzos intentaban impresionarme o
impresionarse mutuamente tomando
notas. Me había manchado la manga del
abrigo con el óxido del andamio.
Encontré un pañuelo en mi bolsillo y me
dirigí hacia la cocina para humedecerlo.
Richie me siguió.
—Si quieres ir a buscar algo de
comida, coge el coche y ve a la
gasolinera que mencionó la señora
Gogan.
Negó con la cabeza.
—No, estoy bien.
—De acuerdo. ¿Te va bien quedarte
esta noche?
—Sí. Ningún problema.
—A las seis iremos a la comisaría,
informaremos al jefe, cogeremos lo que
necesitemos, volveremos a reunimos y
luego regresaremos aquí.
Si Richie y yo éramos capaces de
llegar a la ciudad lo bastante rápido y no
tardábamos demasiado en informar al
comisario,
existía
una
pequeña
posibilidad de que tuviera tiempo de
hablar con Dina y enviarla en taxi a casa
de Geri.
—Puedes anotar las horas extras si
quieres. Yo no pienso hacerlo.
—¿Por qué no?
—No creo en las horas extras.
Aunque los muchachos de Larry
habían cortado el agua y se habían
llevado el sifón del fregadero, por si
nuestro hombre se había lavado allí, aún
manó un hilillo de agua del grifo. Mojé
el pañuelo y me froté la manga.
—Sí, algo había oído al respecto.
¿Cómo es eso?
—No soy una niñera ni una
camarera. Yo no cobro por horas. Y
tampoco soy ningún político que urde el
modo de que le paguen el triple por cada
trabajo que hace. A mí me pagan un
salario por hacer mi trabajo, implique
eso lo que implique.
Richie no hizo ningún comentario al
respecto.
—Estás bastante seguro de que
nuestro hombre nos está observando, ¿no
es así? —preguntó.
—Al contrario, probablemente esté
a kilómetros de aquí, si es que tiene un
empleo que atender y ha tenido la sangre
fría de acudir hoy al trabajo. Pero, como
le he dicho a Larry, no quiero correr
ningún riesgo.
Capté de reojo algo blanco que se
agitaba. Antes siquiera de saber que me
había movido, me encontraba de cara a
la ventana, listo para arremeter contra la
puerta trasera. Uno de los técnicos
estaba en el jardín, agachado sobre un
adoquín, tomando muestras con un
hisopo.
Richie dejó que la escena hablara
por sí misma mientras yo me enderezaba
y guardaba el pañuelo en mi maletín.
—Quizá «seguro» no sea la palabra
correcta —dijo—. Pero crees que nos
está observando.
La gran mancha de Rorschach en el
suelo donde los Spain habían yacido
empezaba a oscurecerse y a formar
costra por los bordes. Sobre la
superficie, las ventanas rebotaban la
grisácea luz vespertina, arrojando
reflejos deformados y descentrados:
hojas que revoloteaban, un pedazo de
pared, el sobrecogedor vuelo en picado
de un pájaro contra una nube.
—Sí —corroboré—. Creo que sí.
Creo que nos está observando.
Y así nos quedamos, esperando a que
transcurriera el resto de la tarde, de
camino hacia la noche. Los medios de
comunicación habían empezado a
congregarse (más tarde de lo que yo
había previsto, debo señalar); era
evidente que sus GPS no tenían el lugar
mejor mapeado que el mío… Se
dedicaban a hacer su trabajo, a
asomarse por encima de la cinta que
delimitaba la escena del crimen para
fotografiar las entradas y salidas de los
técnicos y a grabar tomas de vídeo con
la voz más solemne que eran capaces de
impostar. En mi profesión, los medios
de comunicación son un mal necesario:
viven a costa del animal que todos
llevamos dentro y ceban sus portadas
con sangre ajena para que las hienas se
revuelquen en ella, pero muy a menudo
nos son de utilidad, así que conviene
tenerlos de nuestra parte. Comprobé mi
peinado en el espejo del cuarto de baño
de los Spain y salí a hacer una
declaración. Por un instante, consideré
seriamente enviarles a Richie. Imaginar
a Dina escuchando mi voz mientras
hablaba de Broken Harbour me
desgarraba por dentro.
Había un par de docenas de
periodistas fuera, de todo tipo, desde
reporteros de periódicos de gran tirada
hasta redactores de tabloides, desde las
radios locales hasta la televisión
nacional. Intenté ser lo más conciso y
monótono posible, por si tenía suerte y
sólo me citaban en lugar de emitir la
grabación, y me aseguré de que se
llevaran la impresión de que los cuatro
miembros de la familia Spain estaban
muertos. Mi hombre lo vería en las
noticias y quería que se engrandeciera y
se sintiera seguro: nada de testigos con
vida, el crimen perfecto, que se diera
una palmadita en la espalda por ser un
ganador y descendiera a echar otro
vistazo a su preciada obra.
El equipo de rastreo y el adiestrador
de perros llegaron poco después, lo cual
amplió el número de actores del reparto
que participó en la función teatral que se
representaba en el jardín delantero. La
señora Gogan y su hijo dejaron de fingir
que no nos espiaban y asomaron la
cabeza por la puerta, y los periodistas
estuvieron a punto de sobrepasar la cinta
de la escena del crimen en una tentativa
por averiguar qué sucedía, lo cual se me
antojó una buena señal. Me incliné sobre
algo imaginario en el vestíbulo con el
resto de los muchachos, vociferé unas
cuantas palabras en jerga policial hacia
el exterior y corrí arriba y abajo por el
camino de entrada para sacar cosas del
coche. Tuve que echar mano de toda mi
fuerza de voluntad para no escudriñar la
maraña de casas en busca de un
movimiento fugaz o un destello de luz en
unas lentes, pero no alcé la vista ni una
sola vez.
El perro era un alsaciano atlético y
lustroso que olfateó el olor del saco de
dormir en una fracción de segundo, lo
rastreó hasta el final de la calle y lo
perdió. Pedí al adiestrador que paseara
al perro por la casa (si nuestro hombre
nos estaba observando, necesitaba que
creyera que ese era el motivo por el que
lo habíamos hecho venir). Luego ordené
que se retomara la búsqueda del arma
homicida y asigné nuevas misiones a los
refuerzos. Ir a la escuela de Emma
(rápido, antes de que concluyera la
jornada), hablar con su profesora, hablar
con sus amigas y con los padres de
estas. Ir a la guardería de Jack y hacer
exactamente lo mismo. Recorrer todos
los comercios de los alrededores de las
escuelas, descubrir dónde compró Jenny
lo que llevaba en las bolsas que Sinéad
Gogan había visto, averiguar si alguien
había tenido la impresión de que la
seguían y si alguien disponía de un
circuito cerrado de televisión cuyas
grabaciones pudiéramos revisar. Acudir
al hospital donde estaban tratando a
Jenny, hablar con los parientes que
hubieran ido con intención de visitarla,
buscar a los que aún no lo hubieran
hecho, asegurarse de que todos ellos
mantuvieran la boca cerrada y
permanecieran alejados de los medios
de comunicación; acudir a todos los
hospitales en cien kilómetros a la
redonda y preguntar si la noche anterior
habían atendido alguna herida de arma
blanca y esperar que nuestro hombre
hubiera resultado herido en la refriega.
Contactar con la central y averiguar si
los Spain habían llamado a la policía en
los últimos seis meses; telefonear
también al Departamento de Policía de
Chicago y pedirles que comunicaran la
noticia al hermano de Pat, Ian. Ir en
busca de cualquiera que viviera en
aquella urbanización de mala muerte y
amenazarlos con lo que se les ocurriera,
incluso con penas de prisión, si
contaban algo a los medios de
comunicación sin habérnoslo contado
antes a nosotros; descubrir si vieron a
los Spain, si vieron algo extraño o si
vieron algo, lo que fuera.
Richie y yo retomamos el registro de
la casa. La situación era muy distinta
ahora que los Spain se habían
convertido prácticamente en un mito,
únicos como un pájaro con un dulce
trino que nadie jamás haya visto:
auténticas víctimas, del todo inocentes.
Hasta entonces, habíamos estado
buscando en qué habían fallado. Ahora
debíamos concentrarnos en buscar
aquello en lo que jamás sospecharon
haber fallado. Los recibos que indicaran
quién les había vendido comida,
gasolina, ropa para los críos; las tarjetas
de cumpleaños que nos dirían quién
había asistido a la fiesta de Emma; el
folleto donde se anotaba el nombre de
las personas que habían acudido a las
reuniones de vecinos. Buscábamos ese
atractivo señuelo que había hecho que
alguien se aferrara a ellos con las
garras, como un animal, y los siguiera
hasta su casa.
El primer refuerzo que nos telefoneó
fue el que había enviado a la guardería
de Jack.
—Señor —dijo—, Jack Spain no
venía a este parvulario.
Habíamos obtenido el número de
una lista escrita con la caligrafía
redondeada de una niña que había
colgada con una chincheta sobre la
mesilla del teléfono: médico, comisaría
de los garda, trabajo (tachado), escuela
de E, parvulario de J.
—¿Nunca?
—No, sólo fue hasta el mes de junio,
hasta las vacaciones de verano. Estaba
matriculado para el siguiente curso, pero
en agosto Jennifer Spain llamó por
teléfono para cancelar su plaza. Explicó
que iban a quedárselo en casa. La
directora de la guardería cree que se
debía a un problema de dinero.
Richie se encorvó más sobre el
móvil (seguíamos sentados en la cama
de los Spain, sumergidos en el papeleo).
—James, hola, al habla Richie
Curran. ¿Has conseguido el nombre de
algún amiguito de Jack?
—Sí, de tres niños.
—Bien —dije—. Ve a hablar con
ellos y con sus padres. Y luego regresa
para informarnos.
—¿Puedes preguntarles a los padres
cuándo fue la última vez que vieron a
Jack? —añadió Richie—. ¿Y cuándo fue
la última vez que trajeron a sus hijos a
jugar a casa de los Spain?
—Lo haré. Me pondré en contacto
con ustedes lo antes posible.
—Está bien —dije y colgué—. ¿Qué
estás buscando?
—Fiona dijo que, cuando habló con
Jenny ayer por la mañana, esta le había
contado que un amiguito del parvulario
de Jack había estado jugando en su casa.
Pero si Jack no iba al parvulario…
—Pudo referirse a un amiguito del
curso pasado.
—Pero no sonaba a eso, ¿no te
parece? Podría tratarse de un
malentendido, pero como tú mismo has
dicho, debemos investigar cualquier
cosa que no cuadre. No veo por qué
Fiona iba a mentirnos sobre eso, ni por
qué Jenny le habría mentido a Fiona,
pero…
Pero si alguna de ellas lo había
hecho, estaría bien saberlo.
—Fiona podría habérselo inventado
porque tuvo una discusión monumental
con Jenny ayer por la mañana y ahora se
siente culpable —conjeturé—. Y Jenny
podría habérselo inventado porque no
quería que Fiona supiera que estaban en
la ruina. Regla número siete (creo que
vamos por esa): todo el mundo miente,
Richie. Los asesinos, los testigos, los
mirones y las víctimas. Todos.
Los otros refuerzos fueron llamando, uno
a uno. Según la policía de Chicago, Ian
Spain había reaccionado con un
«entendido», la típica mezcla de
conmoción y pesar, nada que levantara
sospechas; les había dicho que Pat y él
no se habían escrito demasiados correos
electrónicos últimamente, pero que Pat
no había mencionado a ningún acosador,
ninguna pelea ni a nadie que lo
preocupara. Jenny tampoco tenía mucha
más familia: su madre, que ya había ido
al hospital, y unos primos en Liverpool,
pero eso era todo. La madre también
había reaccionado con un «entendido»,
acompañado de un ataque de histeria al
saber que no podía ver a su hija. Al
final, el agente había logrado obtener
una declaración básica de escaso valor:
Jenny y su madre no mantenían una
estrecha relación y la señora Rafferty
sabía aún menos que Fiona acerca de las
vidas de los Spain. El refuerzo había
intentado convencerla de que regresara a
su casa, pero Fiona y ella se habían
atrincherado en el hospital, lo cual nos
daba al menos la garantía de saber
dónde localizarlas.
Emma sí había continuado asistiendo
a la escuela primaria, donde los
profesores la describían como una niña
agradable de una agradable familia:
popular, bien educada y amable, no era
ninguna lumbrera en los estudios, pero
progresaba adecuadamente. El agente
había recopilado una lista de maestros y
amigos. No había constancia de heridas
de arma blanca sospechosas en los
servicios de urgencias de los
alrededores ni llamadas de los Spain a
la policía. Las entrevistas puerta a
puerta no habían arrojado ningún
resultado: de las aproximadamente
doscientas cincuenta casas, unas
cincuenta o sesenta mostraban indicios
de ocupación oficial, pero sólo en la
mitad había alguien dentro y ninguna de
las personas de ese par de docenas de
viviendas sabía gran cosa de los Spain.
Ningún vecino recordaba haber visto ni
oído nada raro, pero no estaban seguros:
por la urbanización solían pulular
ladrones de coches y adolescentes
asilvestrados que vagaban por las calles
vacías, encendían hogueras y buscaban
algo que destrozar.
En torno a las cuatro de la tarde del
día anterior Jenny había pasado por el
supermercado de una población cercana,
la única de unas dimensiones decentes,
para comprar leche, carne picada,
patatas fritas y otros artículos que la
cajera no recordaba; la tienda estaba en
proceso de facilitarnos una copia del
recibo, además de la cinta del circuito
cerrado de televisión. Jenny se
comportó con normalidad, según la
cajera, iba con prisas y estaba un poco
estresada, pero fue educada; nadie había
hablado con la familia y nadie los había
seguido cuando salieron, al menos nadie
que la joven hubiera visto. Sólo los
recordaba porque Jack había estado
dando botes en el carrito, canturreando
y, mientras ella pasaba la compra por el
lector de códigos, le había explicado
que en Halloween iba a disfrazarse de
un animal grande y temible.
La búsqueda sólo nos aportó algunos
restos del naufragio. Álbumes de fotos,
agendas, tarjetas de felicitación a los
Spain por su compromiso, por su boda y
por el nacimiento de los críos; facturas
del dentista, del médico y de la
farmacia. Anoté todos y cada uno de
aquellos nombres y números de teléfono
en mi cuaderno. Poco a poco, la lista de
interrogantes se reducía, mientras que la
de posibles puntos de contacto no
dejaba de crecer.
Los de Delitos Informáticos me
llamaron a última hora de la tarde para
informarme de que habían echado un
vistazo preliminar al material que les
habíamos remitido. Nos encontrábamos
en la habitación de Emma: habíamos
registrado su mochila del colegio
(montones de dibujos con lápiz rosa,
«HOY SOY UNA PRINCESA» escrito en
esmeradas y temblorosas mayúsculas).
Richie se había arrodillado en el suelo y
había estado hojeando los cuentos de
hadas de la estantería. Ahora que la niña
no estaba y que la cama había quedado
desocupada (los muchachos de la
morgue la habían envuelto en sus
sábanas y se lo habían llevado todo para
averiguar si nuestro hombre había
dejado caer algún pelo o fibra en el acto
del crimen), la habitación estaba tan
vacía que te faltaba el aliento, como si
se hubieran llevado a la cría mil años
atrás y nadie hubiera entrado en ella
desde entonces.
El técnico informático se llamaba
Kieran, Cian o algo por el estilo. Era
joven, hablaba rápido y estaba
disfrutando: sin duda, este caso se
parecía más a lo que lo había atraído del
trabajo que revisar discos duros en
busca de pornografía infantil o a lo que
fuera que se dedicaba normalmente. No
había nada destacable en los teléfonos ni
nada de interés acerca de los
intercomunicadores, pero el ordenador
era otro asunto. Alguien lo había
limpiado.
—No iba a encender la máquina y
estropear la hora de acceso a los
distintos archivos, ¿verdad? Además,
alguien configuró el encendido para que
todo el contenido se borrase al arrancar
el ordenador. De manera que lo primero
que he hecho ha sido crear una copia de
seguridad del disco duro.
Activé el altavoz. Sobre nuestras
cabezas se oía el insistente y
desagradable zumbido de un helicóptero
que describía círculos a poca altura: los
medios de comunicación. Uno de los
agentes de refuerzo debería averiguar de
quién se trataba y advertirles de que no
podían emitir grabaciones clandestinas.
—He enchufado la copia en mi
propia máquina y he consultado el
historial de navegación; si hay algo
interesante, es ahí donde se encuentra.
Pero este ordenador no lo tiene. No hay
nada. Ni una sola página web.
—Quizá sólo utilizaran internet para
enviar correos electrónicos —dije.
Sin embargo, por las compras en
línea de Jenny, sabía que eso no era
cierto.
—Hummm, le concedo otro intento.
Nadie utiliza internet sólo para enviar
correos electrónicos. Incluso mi abuelita
ha conseguido encontrar una página web
de fans del cantante Val Doonican, y si
tiene un ordenador es porque yo se lo
compré con la idea de que no se
deprimiera tras la muerte de mi abuelo.
Puedes configurar el navegador para que
borre el historial cada vez que lo
cierras, pero la mayoría de la gente no
lo hace; es un parámetro de
configuración que se usa en ordenadores
públicos, en los cibercafés y esa clase
de lugares, pero no en los ordenadores
personales. De todos modos, lo he
comprobado y, no, el navegador no está
configurado para borrar el historial. De
manera que he revisado el registro de
eliminaciones de archivos del historial
de navegación y de archivos temporales
y voilá!, he descubierto que, a la cuatro
y ocho minutos de esta madrugada,
alguien los ha borrado manualmente.
Richie, todavía de rodillas en el
suelo, buscó mi mirada. Nos habíamos
concentrado tanto en el puesto de
vigilancia y el allanamiento de morada
que ni siquiera se nos había ocurrido
que nuestro hombre tuviera modos más
sutiles de ir y venir, escotillas menos
visibles para merodear por la vida de
los Spain. Tuve que refrenarme y no
mirar por encima de mi hombro para
asegurarme de que no había nadie
observándome desde el armario de
Emma.
—Buen trabajo —dije.
El técnico continuó hablando.
—Quería averiguar algo más acerca
de lo que el tipo hizo mientras andaba
hurgando por ahí, de manera que he
buscado todos los archivos suprimidos
en torno a la misma hora. Y adivinen qué
he encontrado: han borrado todo el
archivo PST de Outlook. Aniquilado. A
las cuatro y once minutos de la
madrugada.
Richie tenía el cuaderno apoyado en
la cama e iba tomando notas.
—¿Corresponde ese archivo al
correo electrónico?
—Sí.
Todos
sus
correos
electrónicos, todo lo que han enviado y
recibido. Y también las direcciones de
contacto.
—¿Han borrado algo más?
—No, eso es todo. Hay mucha más
información en la máquina, lo típico:
fotos, documentos y música, pero no se
ha accedido ni modificado ningún
archivo en las últimas veinticuatro
horas. Su hombre entró ahí, fue directo a
por el material de internet y lo borró.
—«Nuestro hombre» —remarqué—.
Pareces seguro de que no fueron los
propietarios quienes lo hicieron.
Kieran o Cian soltó una carcajada.
—Ni de casualidad.
—¿Por qué no?
—Porque no son precisamente unos
genios de la informática. ¿Sabe lo que
tienen en esa máquina, en el mismísimo
escritorio? No daba crédito a lo que
veían mis ojos: un archivo con el
nombre «Contraseñas». E imaginen lo
que contiene: todas las contraseñas de
esta gente. Las del correo electrónico,
las de la cuenta bancaria, todo. Pero no
queda ahí la cosa. Utilizaban la misma
contraseña para un montón de sitios,
como diversos foros, eBay y para iniciar
sesión en el propio ordenador:
«Emmajack». Me ha dado mala espina
desde el primer momento, pero siempre
me gusta concederle a la gente el
beneficio de la duda, de manera que,
antes de empezar a golpearme la cabeza
contra el teclado, he llamado a Larry y
le he preguntado si los propietarios
tenían niños y cuáles eran sus nombres.
Y agárrense: me ha respondido que se
llamaban Emma y Jack.
—Probablemente pensaran que, si
alguien les robaba el ordenador, no
sabría el nombre de sus hijos, de manera
que no podrían encenderlo y leer el
archivo de las contraseñas —aventuré.
El técnico emitió un suspiro de
hastío que indicaba que acababa de
incluirme en la misma categoría que a
los Spain.
—Humm, no creo. Mi novia se llama
Adrienne y yo me arrancaría los ojos
antes de utilizar su nombre como
contraseña para nada, porque tengo
principios. Créame: nadie lo bastante
incauto como para utilizar los puñeteros
nombres de sus hijos como contraseña
sería siquiera capaz de limpiarse el
culo, y mucho menos de limpiar el disco
duro de un ordenador. Esto lo hizo otra
persona.
—Alguien
con
conocimientos
informáticos.
—Sí, algunos. Como mínimo, con
más conocimientos que los propietarios
del ordenador. No digo que se trate de
un profesional, pero sí sabía cómo
manejar una máquina.
—¿Cuánto rato le habría llevado?
—¿En total? No demasiado. Apagó
el ordenador a las cuatro y diecisiete de
la madrugada. Menos de diez minutos
para entrar y salir.
—¿Crees que ese tipo podría haber
sabido que vosotros averiguaríais lo que
había hecho? —preguntó Richie—. ¿O
quizá pensaba que así estaba borrando
su rastro?
El técnico emitió un sonido evasivo.
—Depende. Mucha gente cree que
somos una pandilla de palurdos con
apenas conocimientos para encontrar el
botón de encendido. Y también hay
mucha gente que va de espabilada por la
vida en cuestiones informáticas y acaba
metiéndose en líos, sobre todo si anda
con prisas, como podría haberle
ocurrido a su hombre… Si hubiera
querido borrar de verdad todos estos
archivos o hubiera pretendido eliminar
sus huellas para que yo no hubiera sido
capaz de detectar que alguien había
tocado el ordenador, podría haberlo
hecho con un programa de eliminación,
pero para eso se requiere más tiempo y
más conocimientos. A su hombre le
faltaba lo uno o lo otro, o ambas cosas.
En mi opinión, apostaría a que sabía que
nos daríamos cuenta que había borrado
cierta información.
Pero eso no le había impedido
hacerlo. En aquel ordenador había
habido algún dato crucial.
—Dime que puedes recuperar los
datos —le supliqué.
—Probablemente, parte de ellos sí.
La cuestión es cuántos. Voy a probar con
un programa de recuperación de datos,
pero si ese tipo sobrescribió los
archivos eliminados varias veces (y yo
en su lugar lo habría hecho), van a estar
hechos polvo. Estos malditos archivos
se corrompen con sólo usarlos, así que
no le cuento lo que ocurre si los borras a
propósito… Podríamos acabar teniendo
una sopa de letras. Aun así, déjenme que
pruebe.
Su voz revelaba que se moría de
ganas de ponerse manos a la obra.
—Prueba todo lo que se te ocurra —
lo alenté—. Cruzaremos los dedos.
—No se preocupen. Si no consigo
superar a un aficionado de pacotilla que
se dedica a ir por ahí pulsando el botón
de eliminar, lo mejor será que cuelgue
las botas y me busque un empleo en las
cloacas del departamento de atención al
cliente de alguna empresa informática.
Les conseguiré lo que pueda. Confíen en
mí.
—Un aficionado de pacotilla… —
comentó Richie mientras yo guardaba el
teléfono.
Seguía arrodillado en el suelo,
toqueteando con aire ausente una
fotografía enmarcada que había sobre la
estantería: Fiona y un tipo con el pelo
lacio y castaño sostenían en brazos a una
diminuta Emma arrullada en su vestido
de puntilla el día de su bautizo, y los
tres sonreían.
—… Que consiguió adivinar la
contraseña de inicio de sesión.
—Sí —dije—. O bien el ordenador
estaba encendido cuando llegó en plena
noche, o bien sabía los nombres de los
niños.
—Scorcher —me gritó alegremente
Larry, alejándose de la ventana de la
cocina cuando nos vio en el umbral—.
Justo el hombre en quien estaba
pensando. Ven aquí, y tráete a ese joven
contigo. Os voy a enseñar algo que os va
a poner muy, pero que muy contentos.
—Cualquier cosa que me anime en
estos momentos es bienvenida. ¿Qué
tienes?
—¿Qué te alegraría el día?
—No estoy para bromas, Lar. No me
quedan energías. ¿Qué te has sacado de
esa chistera de mago?
—La magia no pinta nada en esto.
Ha sido cuestión de suerte. ¿Recuerdas
que tus uniformados anduvieron
pisoteando la cocina como una manada
de búfalos en celo?
Le hice un gesto de advertencia con
el dedo.
—No
son mis
uniformados,
amiguito. Si yo tuviera uniformados,
pasarían por la escena del crimen de
puntillas. Ni siquiera te percatarías de
que habían estado ahí.
—Bueno, pues de que esa pandilla
estuvo aquí sí que me he percatado.
Entiendo que tenían que tratar de salvar
a la víctima que aún seguía con vida,
pero te juro por Dios que, a juzgar por
lo que hemos visto, se diría que
anduvieron revolcándose por el suelo.
De todos modos, pensaba que
necesitaríamos un milagro para obtener
algo que no procediera de sus torponas
pisadas y, por extraño que suene, lo
cierto es que lograron no malograr del
todo la escena. Mis encantadores
muchachos han encontrado huellas
dactilares. Tres de ellas. En sangre.
—Eres una joya —le dije.
Un par de técnicos me miraron y
asintieron. Su ritmo empezaba a
ralentizarse: estaban a punto de terminar
su trabajo y reducían la marcha para
asegurarse de que no se les pasara por
alto ningún detalle. Todos ellos parecían
cansados.
—No malgastes la pólvora en salvas
—me advirtió Larry—. Ahora viene lo
bueno de verdad. Siento tener que
decírtelo, pero tu hombre llevaba
guantes.
—¡Joder! —exclamé.
Incluso el delincuente más lerdo de
hoy en día sabe que tiene que llevar
guantes, pero siempre rezas porque el
tuyo sea la excepción y se haya dejado
llevar por un arrebato de deseo que le
haya borrado de la mente todo lo demás.
—Vamos, no te quejes. Al menos te
hemos encontrado una prueba de que
anoche hubo alguien más en esta casa. Y
yo que pensaba que eso serviría para
algo…
—Y sirve de mucho.
El recuerdo de mi presencia en el
dormitorio
de
Pat,
echándole
alegremente la culpa de todo, me
provocó un escalofrío de malestar.
—No te voy a reprochar lo de los
guantes, Lar. Mantengo mi teoría: eres
una joya.
—Por supuesto que lo soy. Acércate
aquí y echa un vistazo.
La primera huella era la palma de
una mano con sus cinco dedos,
estampada a la altura de los hombros, en
una de las placas de vidrio de una
ventana, que indicaba que el asesino se
había asomado al jardín trasero.
—¿Ves la textura, esos puntitos?
Indican que son guantes de cuero —
explicó Larry—. Y que tenía las manos
grandes. No era ningún alfeñique.
La segunda huella se encontraba en
el borde superior de la librería de los
niños, como si nuestro hombre hubiera
tenido que aferrarse para mantener el
equilibrio. Y la tercera era una huella
lisa sobre la pintura amarilla de la mesa
del ordenador, junto al vago contorno
del lugar donde había estado la máquina,
como si hubiera apoyado una mano allí
mientras se tomaba su tiempo para leer
lo que fuera que hubiera en la pantalla.
—Eso es precisamente lo que
íbamos a preguntarte —apunté—.
¿Tornasteis las huellas de ese ordenador
antes de enviarlo al laboratorio?
—Lo
intentamos.
Cualquiera
pensaría que un teclado es una
superficie de ensueño, ¿no es cierto?
Craso error. La gente no utiliza toda la
yema de los dedos para teclear, sólo una
fracción diminuta de la superficie, una y
otra vez, desde ángulos ligeramente
distintos… Es como coger un trozo de
papel e imprimir cien palabras distintas
en él, una encima de la otra, y luego
esperar que podamos descifrar la frase a
la cual pertenecían. Lo mejor es siempre
el ratón; de ahí extrajimos un par de
huellas parciales que podrían ser casi
útiles. Aparte de eso, nada lo bastante
claro ni grande para poder presentarlo
en un juicio.
—¿Y qué hay de la sangre? ¿Había
sangre en el teclado o en el ratón, en
concreto?
Larry negó con la cabeza.
—Había una salpicadura en el
monitor y un par de gotas a un lado del
teclado. Pero no había manchas en las
teclas ni en el ratón. Nadie los utilizó
con los dedos ensangrentados, si eso es
lo que queréis saber.
—Entonces se diría que usaron el
ordenador antes de los asesinatos —
planteé—, al menos antes de los
asesinatos de los adultos. Vaya, vaya, el
tipo debe de tener unos nervios de acero
para sentarse ahí a juguetear con el
historial de internet mientras los Spain
dormían en el piso de arriba.
—No
necesariamente
—me
contradijo Richie—. Esos guantes eran
de cuero; se habrían endurecido, sobre
todo si estaban ensangrentados. Quizá no
pudiera teclear con ellos y se los quitó;
eso justificaría el hecho de que no
tuviera los dedos manchados de
sangre…
En sus primeros casos, la mayoría
de los novatos mantienen el pico
cerrado y se limitan a asentir ante todo
lo que digo. Normalmente, ese proceder
me parece correcto, pero, de vez en
cuando, ver como otras parejas de
compañeros discuten y rebaten sus
teorías y se tildan el uno al otro de
tontos para arriba despierta en mí un
sentimiento de algo que podría ser
soledad. Empezaba a gustarme trabajar
con Richie.
—Entonces el tipo se sentó ahí a
toquetear el historial de internet de Pat y
Jenny mientras ellos se desangraban a
unos metros de distancia —le corregí—.
En cualquier caso, es indudable que
tiene un gran temple.
—Hola, hola… —dijo Larry,
saludándonos con la mano—. ¿Os
acordáis de mí? ¿Recordáis que os he
anunciado que las huellas dactilares no
eran la parte buena?
—Me encanta guardarme el postre
para el final —dije—. Cuando tú lo
creas conveniente, Larry, somos todo
oídos.
Nos agarró a cada uno por un codo y
nos volvió hacia el denso charco de
sangre.
—Aquí es donde estaba la víctima
masculina, ¿no es cierto? Boca abajo,
con la cabeza hacia la puerta del pasillo
y los pies hacia la ventana. Según
vuestros búfalos, la mujer estaba a su
izquierda, tumbada sobre el costado
izquierdo, de cara a él, acurrucada
contra su cuerpo, con la cabeza apoyada
en el brazo izquierdo del tipo. Y aquí, a
sólo cuarenta y cinco centímetros de
donde supuestamente estaba su espalda,
tenemos esto.
Señaló hacia el suelo, hacia los
chorreones de sangre a lo Jackson
Pollock que radiaban alrededor del
charco.
—¿Una huella de zapato? —quise
saber.
—De hecho, son unas doscientas
huellas de zapato, ¡que Dios nos
ampare! Pero fijaos en esta de aquí.
Richie y yo nos inclinamos sobre la
mancha. La huella era tan tenue que
apenas se distinguía sobre el jaspeado
de las baldosas, pero Larry y sus
muchachos ven cosas que el resto de los
mortales no vemos.
—Esta huella es especial —anunció
Larry—. Corresponde a una zapatilla
deportiva del pie izquierdo de un
hombre, de una talla entre un cuarenta y
cuatro y medio y un cuarenta y seis,
estampada en sangre. Y ¡ojo al dato!: no
corresponde a ninguno de los
uniformados ni a ninguno de los
enfermeros, gracias a que hay algunas
personas con el cerebro suficiente como
para colocarse los protectores para el
calzado, y tampoco corresponde a
ninguna de las víctimas.
El mono estaba a punto de estallarle
de pura satisfacción. Y tenía derecho a
estar complacido consigo mismo.
—Larry —dije—, te amo.
—Pues ponte a la cola. Pero no me
gustaría darte falsas esperanzas. En
primer lugar, es sólo media huella: uno
de tus búfalos borró la otra mitad; en
segundo lugar, a menos que vuestro
hombre sea tonto de remate, a estas
alturas esa zapatilla estará ya en el
fondo del mar de Irlanda. Pero si por
casualidad conseguís echarle el guante,
estaremos de suerte: la huella es
perfecta. Ni yo mismo podría tomar una
mejor. Cuando el laboratorio nos envíe
las fotografías, podremos indicarte
exactamente el número y, si nos das
tiempo suficiente, es muy posible que
incluso podamos facilitarte la marca y el
modelo. Proporcióname la zapatilla de
ese tipo y te diré si encaja en menos de
un minuto.
—Gracias, Larry —dije—. Como
siempre, tenías razón: es una buena
noticia.
Intercambié una mirada con Richie y
empecé a caminar hacia la puerta, pero
Larry me detuvo dándome un golpecito
en el brazo.
—¿Acaso he dicho yo que eso fuera
todo? Esto no son más que los
preliminares, Scorch, ya sabes cómo
funciona. Si citas mi nombre tendré que
divorciarme de ti, pero me dijiste que
querías algo que te ayudara a hacerte
una idea de cómo había sido el
enfrentamiento.
—Siempre lo hago, Larry. Todas las
aportaciones son bienvenidas.
—Pues parece que la lucha no se
limitó a esta estancia, tal como
pensabais. Sin embargo, sí que fue aquí
donde alcanzó toda su contundencia.
Ocupó la cocina de punta a punta
(vosotros mismos podéis ver el
estropicio de este lugar), pero me
refiero a lo que ocurrió después de que
comenzaran
los
apuñalamientos.
Tenemos un puf justo allí, en el extremo,
rajado con un cuchillo ensangrentado, y
también una gran salpicadura de sangre
en la pared de este lado, por encima de
la mesa; entremedio de ambos puntos,
hemos contado al menos nueve
salpicaduras. —Larry señaló aquellas
que arremetían desde la pared contra mí,
súbitamente vivaces como si fueran
pintura—. Probablemente, algunas de
ellas brotaran del brazo de la víctima
masculina; ya habéis oído a Cooper:
sangraba por todas partes. Si movió el
brazo para intentar defenderse, debió de
salpicar sangre, y es posible que
también se desprendiera del cuchillo
que blandía vuestro hombre. El caso es
que entre los dos hubo un gran
movimiento. Y las salpicaduras se sitúan
a distintos niveles, en distintos ángulos:
el asesino apuñaló a las víctimas
mientras estas intentaban defenderse,
mientras yacían en el suelo…
Richie encogió un hombro; intentó
disimularlo rascándose, como si le
hubiera picado algo.
—En realidad es una gran ventaja —
continuó Larry en tono amable—.
Cuanto más revuelto está el lugar, más
pruebas encontramos: huellas, cabellos,
fibras… Donde esté una buena escena
sangrienta, que se quite todo lo demás.
Señalé hacia la puerta del pasillo.
—¿Y qué hay de allí? ¿Llegaron a
acercarse?
Larry negó con la cabeza.
—No lo parece. No hay nada a un
metro de esa puerta: ni salpicaduras, ni
huellas de sangre…, salvo las de los
enfermeros y los uniformados. Nada
fuera de lugar. Todo tal y como Dios y
los decoradores lo previeron.
—¿Hay algún teléfono aquí? ¿Quizá
un inalámbrico?
—No que nosotros hayamos
encontrado.
—¿Entiendes adónde quiero llegar?
—le pregunté a Richie.
—Sí. El teléfono fijo estaba sobre la
mesa del pasillo.
—Exacto. ¿Por qué no intentaron
Patrick ni Jennifer cogerlo y llamar al
999, o al menos intentarlo? ¿Cómo los
contuvo a ambos a la vez?
Richie se encogió de hombros. Sus
ojos seguían deslizándose por la pared
del fondo, de salpicadura de sangre en
salpicadura de sangre.
—Ya has oído lo que dijo la señora
Gogan —respondió—. No tenemos muy
buena reputación en esta zona. Quizá
pensaron que no merecía la pena.
Una imagen me palpitaba dentro del
cráneo: Pat y Jenny Spain presas del
más profundo terror, creyendo que
estábamos demasiado lejos y que nos
mostraríamos indiferentes, tanto que ni
siquiera tenía sentido llamarnos,
convencidos de que toda la protección
del mundo los había abandonado; que
estaban solos ellos dos, con la
oscuridad y el mar rugiendo a su
alrededor, solos contra un hombre que
sostenía un cuchillo en una mano y las
muertes de sus hijos en la otra. A juzgar
por el tenso movimiento de la mandíbula
de Richie, estaba visualizando la misma
escena.
—Otra posibilidad es que hubiera
dos peleas por separado. Que nuestro
hombre hiciera lo que hizo en la planta
de arriba y luego Pat o Jenny se
despertaran y lo oyeran salir de casa.
Pat sería un mejor candidato, pues es
menos probable que Jenny decidiera
bajar a investigarlo sola. Que Pat
persiguiera al tipo, lo descubriera aquí e
intentara agarrarlo. Eso explicaría el
arma escogida al azar y la magnitud de
la lucha: nuestro hombre habría
intentado zafarse de un tipo fuerte y
furioso. Quizá el ruido despertara a
Jenny, pero, para cuando llegó aquí,
nuestro hombre tal vez ya hubiera
derribado a Pat, lo cual le habría dejado
el camino libre para ocuparse de ella.
Todo podría haber sucedido muy rápido.
No se tarda demasiado en crear un caos
semejante, no cuando hay un cuchillo de
por medio.
—En ese caso, los niños serían el
principal objetivo —apuntó Richie.
—Eso es lo que parece. Los
asesinatos de los críos fueron
organizados, limpios: es indudable que
estaban planeados y que todo salió
según lo previsto. En cambio, el
enfrentamiento con los adultos degeneró
en un desbarajuste sangriento y
descontrolado que podría haber acabado
de un modo muy distinto. O bien no tenía
previsto cruzarse con los adultos, o bien
tenía también un plan para acabar con
ellos y algo se torció. Sea como fuere,
empezó por los niños. Y eso me dice
que quizá fueran su máxima prioridad.
—O bien podría ser justo al
contrario —argumentó Richie. Sus ojos
habían vuelto a alejarse de mí y se
habían posado de nuevo en aquel caos
—. Quizá los adultos fueran su principal
objetivo, o sólo uno de ellos, y
organizar este follón de sangre y
vísceras formara parte de su plan; quizá
eso fuera lo que pretendía. Tal vez los
niños sólo fueran un obstáculo del que
tuvo que deshacerse para que no se
despertaran y se entrometieran.
Larry se había metido un dedo bajo
la capucha con mucho cuidado y se
rascaba el punto en el que debería haber
estado el nacimiento del pelo. Nuestra
cháchara psicológica empezaba a
aburrirle.
—Dondequiera que empezara, yo
diría que acabó saliendo por la puerta
de atrás, no por la principal. El
recibidor está limpio, y también lo está
el camino de acceso a la casa. Sin
embargo, hemos encontrado tres
manchas de sangre en las losas del
jardín trasero.
Nos hizo señas para que nos
acercáramos a la ventana y señaló tres
tiras claras de cinta amarilla, una justo
fuera de la puerta y dos en el borde del
césped.
—La superficie es irregular, de
manera que no vamos a poder deciros de
qué tipo de manchas se trata; podrían ser
huellas de zapato o transferencias del
punto en el que alguien arrojó un objeto
manchado de sangre, o bien podrían ser
gotas que se emborronaron de algún
modo, quizá sí estaba sangrando y pisó
la sangre. De hecho, incluso cabe la
posibilidad de que uno de los niños se
arañara una rodilla hace días y la
mancha corresponda a eso. Por el
momento, no sabemos nada. Lo único
que sabemos es que están ahí.
—Eso significa que tenía una llave
de la puerta trasera —apunté.
—O eso o un teletransportador. Y
hemos encontrado otra cosa en el jardín
que creo que os gustará saber. Está
relacionada con la trampa del altillo y
todo eso.
Larry hizo un gesto con los dedos a
uno de sus muchachos, quien agarró una
bolsa de pruebas de un montón y la
sostuvo en alto.
—Si no os interesa, lo tiraremos a la
basura. Es bastante desagradable.
Era un petirrojo, o gran parte del
animal. Algo le había arrancado la
cabeza un par de días atrás. Había algo
pálido enroscado en el hueco oscuro e
irregular del cuello.
—Nos interesa —dije—. ¿Tenéis
manera de saber cómo murió?
—La verdad es que no es mi campo,
pero uno de los muchachos del
laboratorio practica actividades al aire
libre durante los fines de semana.
Persigue tejones con mocasines o algo
por el estilo. A ver qué nos cuenta.
Richie se inclinó para mirar más de
cerca el petirrojo: garras diminutas y
apretadas, terrones de tierra colgando de
las coloridas plumas del pecho.
Empezaba a apestar, pero Richie no
parecía percatarse de ello.
—Si lo hubiera matado un animal, se
lo habría comido —dijo—. Un gato, un
zorro o algo parecido le habrían
arrancado las entrañas. No matan por
placer.
—Vaya, no te habría tomado por un
hombre de campo —comentó Larry,
arqueando una ceja.
Richie se encogió de hombros.
—No lo soy. Pero estuve destinado
en una zona rural durante un tiempo, en
Galway. Aprendí
algunas cosas
escuchando a los lugareños.
—Adelante entonces, Cocodrilo
Dundee. ¿Qué le arrancaría la cabeza a
un petirrojo y dejaría el resto?
—Un visón, tal vez. O una marta.
—O un humano —aventuré.
En el momento en que vi lo que
quedaba del petirrojo, no pensé ni por
un segundo en la trampa del altillo.
Quizá Emma y Jack salieron a jugar al
jardín un día, de buena mañana, y
encontraron aquello entre la hierba y el
rocío. Desde aquel escondrijo, alguien
habría disfrutado de una visión perfecta.
—Los humanos sí matan por placer,
constantemente.
***
Hacia las seis menos veinte nos
hallábamos
concentrados
en
inspeccionar la sala de juegos mientras
la luz al otro lado de las ventanas de la
cocina empezaba a enfriarse con la
caída de la tarde.
—¿Te importa acabar tú aquí? —le
pregunté a Richie.
Alzó la vista y, sin objetar nada,
contestó:
—Ningún problema.
—Volveré dentro de quince minutos.
Estate preparado para regresar a la
comisaría.
Me puse en pie (me dio un calambre
y me crujieron las rodillas; me estaba
haciendo demasiado mayor para
aquello) y lo dejé a él agachado,
hurgando entre libros ilustrados y
estuches de plástico llenos de lápices de
colores, rodeado por las salpicaduras de
sangre que Larry y su equipo ya habían
examinado. De camino hacia la puerta le
di un puntapié a un animal de peluche
azul que, al caer al suelo, soltó una risita
aguda y empezó a cantar. Su canto
ligero, dulce e inhumano me persiguió
hasta que salí de la casa.
Cuando el día se acercaba a su
ocaso, la urbanización empezaba a
cobrar vida. Los reporteros habían
recogido sus trastos y habían regresado
a sus hogares, helicóptero incluido, pero
en la casa donde habíamos hablado con
Fiona Rafferty andaba trasteando una
pandilla de críos, columpiándose en los
andamios y fingiendo empujarse unos a
otros por las altas ventanas. Sus negras
siluetas bailaban recortadas sobre el
fondo de un cielo encendido. Al final de
la calle, había un puñado de
adolescentes apoyados en la valla que
rodeaba un jardín invadido por las
malas hierbas; ni siquiera se molestaron
en fingir que no estaban fumando,
bebiendo ni mirándome. En algún lugar,
una ruidosa moto de gran cilindrada
describía círculos furiosos al son del
rugido del motor; algo más lejos, la
cháchara crecía implacable. Los pájaros
entraban y salían de los huecos de las
ventanas y, al borde del camino, algo se
hundió en un montón de ladrillos y
alambre de púas, levantando una leve
estela de polvo.
La entrada posterior de la
urbanización estaba formada por dos
enormes pilares de piedra que se abrían
a un vasto campo donde el césped,
crecido y descuidado, se bamboleaba
con la brisa y había cubierto densamente
el hueco donde debería haber estado la
verja.
La
hierba
susurraba
tranquilizadoramente y se aferró a mis
rodillas, tirando de mí hacia atrás,
mientras yo descendía por la suave
pendiente hacia las dunas de arena.
El equipo de búsqueda se
encontraba en la orilla, hurgando entre
las algas marinas y los agujeros
burbujeantes donde se enterraban los
bígaros. Al ver que me acercaba a ellos
se enderezaron, uno por uno.
—¿Ha habido suerte? —pregunté.
Me mostraron su botín de bolsas con
pruebas, como niños que regresan a sus
casas rezagados y ateridos al final de un
largo día de caza carroñera y grotesca.
Colillas, latas de sidra, condones
usados, auriculares rotos, camisetas
desgarradas, envases de comida, zapatos
viejos… Cada una de las casas vacías
tenía algo que ofrecer, cada una de ellas
había sido reclamada y colonizada por
alguien: niños en busca de lugares para
desafiarse mutuamente, parejas en busca
de intimidad o emoción, adolescentes en
busca de algo que destrozar, animales en
busca de un sitio donde guarecerse y
criar, ratones, ratas, pájaros, malas
hierbas, insectos diminutos y ajetreados.
La naturaleza no deja que nada quede
vacío, que nada se desperdicie. En el
mismísimo momento en el que los
constructores
y
las
agencias
inmobiliarias se habían largado, otros
seres se habían mudado a aquel lugar.
Eran pocos los hallazgos de cierto
valor: un par de cuchillas (un
cortaplumas
roto,
probablemente
demasiado pequeño para ser el que
andábamos buscando, y una navaja
automática que habría podido ser
interesante de no haber estado oxidada),
tres llaves que habría que comprobar en
las cerraduras de los Spain y una
bufanda con una mancha oscura y seca
que podría resultar ser sangre.
—Bien hecho —los alenté—.
Entregádselo todo a Boyle, de la Policía
Científica, y marchaos a casa. A las
ocho en punto de la mañana retomad la
tarea donde la hayáis dejado. Yo estaré
en el depósito de cadáveres, pero me
reuniré con vosotros lo antes posible.
Gracias, damas y caballeros. Buen
trabajo.
Avanzaron con dificultad a través de
las dunas en dirección a la urbanización,
mientras se quitaban los guantes y
frotaban sus tensos cuellos. Yo
permanecí donde estaba. El equipo
supondría que me estaba tomando un
momento para reflexionar sobre el caso,
para
calcular
las
siniestras
probabilidades matemáticas o para dejar
que aquellos pequeños rostros sin vida
llenaran poco a poco mi pensamiento. Si
nuestro hombre me estaba observando,
sin duda pensaría lo mismo. Pero no era
así. Me había reservado aquellos diez
minutos del programa del día para
ponerme a prueba frente a aquella playa.
Permanecí de espaldas a la
urbanización, a la imagen de aquella
esperanza hecha trizas donde antes hubo
bañadores de alegres colores agitándose
colgados
de
los
tendederos
improvisados entre las caravanas. La
luna había salido temprano y lucía
pálidamente en el pálido cielo,
destellando tras delgadas nubes
grisáceas; bajo ella, el mar se extendía
plomizo y revuelto, insistente. Ahora
que los rastreadores se habían
marchado, las aves marinas reclamaban
la orilla; me quedé allí quieto y, al cabo
de un minuto, se olvidaron de mí y
retomaron su búsqueda de comida
deslizándose sobre la superficie del mar
con sus reclamos, altos y nítidos como
el viento contra una roca agrietada. En
una ocasión, cuando el chillido de un
ave nocturna fuera de la ventana de la
caravana asustó a Dina y la desveló, mi
madre le recitó un pasaje de
Shakespeare: «No temas: la isla está
llena de ruidos y músicas que deleitan y
no dañan».
El viento se había vuelto frío; me
alcé el cuello del abrigo y metí las
manos en los bolsillos. La última vez
que había puesto el pie en aquella playa
tenía quince años: justo acababa de
empezar a afeitarme y comenzaba a
acostumbrarme a la nueva anchura de
mis hombros. Hacía apenas una semana
que, por primera vez en mi vida, había
empezado a salir con una chica. Era una
muchacha dorada de Newry llamada
Amelia que me reía todos los chistes y
sabía a fresas. Entonces yo era muy
diferente: eléctrico e inquieto, me
precipitaba ante cualquier oportunidad
de echarme unas risas o afrontar un reto,
con un ímpetu tan denodado que me
creía capaz de atravesar muros de
piedra. Cuando los chicos empezaron a
echar pulsos para impresionar a las
chicas, desafié al corpulento Dean
Gorry (aunque medía el doble que yo) y
lo derroté tres veces seguidas; y todo
porque lo que más ansiaba en el mundo
era que Amelia aplaudiera por mí.
Oteé el agua. La noche caía sobre la
marea y yo no sentí nada. La playa se me
antojaba algo que había visto en una
película antigua, mucho tiempo atrás;
aquel intrépido crío me parecía el
personaje de un libro cuya lectura había
abandonado en la infancia. Pero en
algún recoveco de mi columna vertebral
y en un punto muy profundo de las
palmas de mis manos, algo zumbaba:
como un sonido apenas audible, como
una advertencia, como un violonchelo
cuando un arco afinado hace sonar la
nota perfecta para devolverlo a la vida.
Capítulo 7
Ypor supuesto, maldita sea, Dina me
estaba esperando.
Lo primero que uno aprecia en mi
hermana pequeña, Dina, es que tiene ese
tipo de belleza que hace que todo el
mundo, hombres y mujeres por igual,
olviden de qué estaban hablando cuando
la ven entrar. Parece uno de esos dibujos
antiguos de hadas a carboncillo y tinta:
esbelta como una bailarina, con una piel
que jamás se broncea, unos labios
carnosos y pálidos y unos inmensos ojos
azules. Camina como si se deslizara un
centímetro por encima del suelo. Un
artista con quien salió en el pasado le
dijo en una ocasión que era una
«auténtica belleza prerrafaelita», cosa
que habría sido fantástica si no le
hubiera dado una patada en el culo dos
semanas más tarde. Aunque confieso que
no nos pilló por sorpresa. Lo segundo
que destaca en Dina es que está como un
cencerro.
Varios
psicólogos
y
psiquiatras le han diagnosticado
trastornos diversos a lo largo de la vida,
pero todo se reduce a que Dina no
disfruta viviendo. Vivir tiene un truco
que ella no parece haber aprendido
nunca. A veces es capaz de fingir que
sabe hacerlo durante varios meses
seguidos, en ocasiones incluso un año,
pero le requiere la misma concentración
que a un funámbulo caminar por la
cuerda floja, y siempre acaba
tambaleándose y cayendo al vacío.
Entonces
pierde
su
asqueroso
empleúcho du jour, su pésimo novio du
jour la abandona (a los hombres que les
gustan las mujeres vulnerables Dina les
encanta, hasta que ella les demuestra qué
significa de verdad ser vulnerable) y
ella aparece en la puerta de mí casa o en
la de Geri, generalmente a una hora
intempestiva de la noche, completamente
perdida.
Aquella noche, en un intento por no
parecer predecible, se presentó en mi
trabajo en lugar de hacerlo en mi casa.
Trabajamos justo delante del castillo de
Dublín y, puesto que se trata de una
atracción turística (estos edificios llevan
ochocientos años defendiendo la ciudad,
de un modo u otro), cualquiera puede
entrar directamente desde la calle.
Richie y yo avanzábamos por los
adoquines hacia la comisaría con paso
rápido; mientras yo andaba organizando
mentalmente
los
hechos
para
exponérselos a O’Kelly, una porción de
oscuridad se desprendió del rincón de
una sombra junto a un muro y se acercó
volando hacia nosotros. Ambos nos
sobresaltamos.
—Mikey —exclamó Dina con voz
lastimera e intensa, al tiempo que me
agarraba la muñeca con los dedos,
tensos como alambres—. Tienes que
venir a recogerme ahora. La gente no
deja de empujarme.
La última vez que la había visto,
haría cosa de un mes, llevaba el cabello
largo, rubio y ondulado y un vaporoso
vestido de flores. Desde entonces, le
había dado por el grunge: se había
cortado el pelo en una media melenita
teñida de un moreno brillante a la moda
de los años veinte (habría dicho que ella
misma se había cortado el flequillo) e
iba vestida con un cárdigan gris enorme
y andrajoso sobre una combinación
blanca y unas botas de motero. Los
cambios de aspecto de Dina son siempre
una mala señal. Me maldije a mí mismo
por haber permitido que transcurriera
tanto tiempo sin comprobar qué tal
estaba.
La alejé de Richie, que estaba
intentando despegar la mandíbula de los
adoquines. Parecía como si me
contemplara bajo una nueva luz.
—Ya te tengo, cielo. ¿Qué ha
pasado?
—No puedo, Mikey, noto cosas en el
pelo, no sé cómo explicártelo, como si
el viento me arañara los cabellos. Me
duele, me duele mucho, y no encuentro
el botón para conseguir que pare.
Se me hizo un nudo en el estómago.
—Está bien —dije—. Está bien.
¿Quieres venir conmigo a casa y pasar
allí una temporada?
—Tenemos que irnos. Tienes que
escucharme.
—Ahora mismo nos vamos, cielo.
Sólo espérame un segundo, ¿de acuerdo?
La conduje hasta las escaleras de
uno de los edificios del castillo, cerrado
durante la noche tras la marabunta de
turistas del día.
—Siéntate aquí y espérame.
—¿Por qué? ¿Adónde vas?
Estaba al borde de sufrir un ataque
de ansiedad.
—Estaré ahí mismo —la informé,
señalando con el dedo—. Necesito
desembarazarme de mi compañero para
poder marcharme contigo a casa.
Tardaré un par de segundos.
—No quiero que venga tu
compañero. Mikey, no habrá sitio para
todos, ¿cómo vamos a meternos los tres
allí?
—Exactamente. Yo tampoco quiero
que venga. Pero tengo que sacármelo de
encima para que nosotros podamos
ponernos en marcha.
La senté en los escalones.
—¿De acuerdo?
Dina se abrazó las rodillas y hundió
la boca en la cara interna del codo.
—De acuerdo, Mikey —respondió
con voz apagada—. Date prisa, ¿vale?
Richie fingía estar revisando los
mensajes de su teléfono móvil para
proporcionarme un poco de intimidad.
Yo miraba de reojo a Dina.
—Escucha, Richie. Es posible que
no pueda acudir esta noche. ¿Tú sigues
dispuesto a ir?
Podía
ver
los
signos
de
interrogación saltando arriba y abajo en
su cabeza, pero el muchacho sabía
cuándo mantener el pico cerrado.
—Claro.
—Bien. Escoge a un refuerzo. Él (o
ella,
si
prefieres
llevarte
a
Comosellame) puede apuntarse las horas
extras, aunque quizá pudieras intentar
transmitirle el mensaje de que renunciar
a ellas redundaría en un mayor beneficio
para su carrera. Si sucede algo, llámame
de inmediato. Me da igual que creas que
no es importante o que puedes ocuparte
tú solo de ello. Llámame, ¿entendido?
—Entendido.
—De hecho, llámame igualmente
aunque no suceda nada, sólo para
mantenerme al corriente. Cada hora, a la
hora en punto. Si no descuelgo el
teléfono, vuelve a llamar hasta que lo
haga. ¿Entendido?
—Entendido.
—Dile al comisario que me ha
surgido un asunto urgente, pero que no
se preocupe, que lo tengo todo bajo
control y que me reincorporaré mañana
por la mañana a más tardar. Pásale el
informe de la jornada de hoy y explícale
nuestros planes para esta noche. ¿Crees
que podrás hacerlo?
—Sí, creo que probablemente seré
capaz de manejarme.
El gesto en la comisura de sus labios
me indicó que no le había gustado la
pregunta, pero, en aquel momento, su
ego ocupaba un puesto muy bajo en mi
lista de prioridades.
—Nada
de
«probablemente»,
muchacho: hazlo. Explícale también que
los refuerzos tienen misiones asignadas
para mañana, al igual que los
rastreadores, y que necesitamos que un
equipo subacuático empiece a trabajar
en la bahía lo antes posible. En cuanto
hayas acabado, ponte en marcha.
Necesitarás comida, ropa de abrigo y un
frasco de pastillas de cafeína (el café no
te conviene; no quiero que tengas que
salir a mear cada media hora), además
de unas gafas de visión térmica: tenemos
que suponer que ese tipo tiene un equipo
de visión nocturna y no quiero que te
pille desprevenido. Y revisa tu arma.
La mayoría de nosotros acabamos la
carrera sin haber siquiera desenfundado.
Y hay quien se lo toma como una
licencia para volverse descuidado.
—Sí, ya he participado en un par de
operaciones de vigilancia —replicó
Richie, con la serenidad necesaria para
que no supiera si me estaba enviando a
hacer puñetas—. ¿Nos vemos aquí
mañana por la mañana?
Dina se estaba poniendo nerviosa; se
mordisqueaba los hilos sueltos de la
manga del jersey.
—No —respondí—. Aquí no.
Intentaré acercarme a Brianstown en
algún momento de la noche, pero no sé
si lo conseguiré. Si no aparezco por allí,
nos reuniremos en el hospital para ir al
depósito de cadáveres. A las seis de la
mañana. Y, por todos los santos, no
llegues tarde o nos pasaremos el resto
de la mañana soportando las puyas de
Cooper.
—Ningún problema.
Richie se guardó el teléfono en el
bolsillo.
—Si no nos vemos esta noche,
intentaremos hacerlo lo mejor que
sepamos para no cagarla, ¿de acuerdo?
—No la caguéis —dije.
—No lo haremos —respondió
Richie, esta vez en tono más amable;
sonaba casi como si quisiera
tranquilizarme—. Buena suerte.
Me dirigió un asentimiento de
cabeza y puso rumbo a la puerta de la
comisaría. Era lo bastante listo como
para no volver la vista atrás.
—Mikey —farfulló Dina entre
dientes, agarrándome la espalda del
abrigo con un puño—. ¿Podemos irnos
ya?
Me tomé una fracción de segundo
para alzar la vista hacia el penumbroso
cielo y pronunciar una plegaria
contundente y urgente a lo que fuera que
hubiera allá arriba: «Por favor, que mi
hombre se muestre más prudente de lo
que lo creo capaz. No dejes que se eche
en brazos de Richie. Haz que me
espere».
—Venga —dije, al tiempo que le
ponía a Dina una mano sobre el hombro.
Dina se acurrucó a mi lado, con sus
codos huesudos y respirando con
rapidez, como un animal asustado.
—Vámonos.
En días como este, lo primero que hay
que hacer con Dina es llevarla a casa.
Gran parte de lo que parece locura en
realidad no es más que tensión, un terror
desatado que se agranda, se nutre de las
corrientes y se ancla a todo lo que pasa
junto a él a la deriva. Y Dina acaba
paralizada por la inmensidad y la
imprevisibilidad del mundo, como un
depredador atrapado en un espacio
abierto. Después, cuando consigues
conducirla a un espacio familiar sin
extraños,
ruidos
estridentes
ni
movimientos súbitos, se tranquiliza y
experimenta largos episodios de lucidez,
mientras esperas con ella a que todo
termine. Dina fue uno de los factores que
tuve en cuenta a la hora de comprar un
apartamento, después de que mi exmujer
y yo vendiéramos nuestra casa.
Escogimos un buen momento para
separarnos, o eso es al menos lo que me
gusta
repetirme:
el
mercado
inmobiliario estaba en alza y mi mitad
del capital me permitió satisfacer la
entrada de un apartamento de dos
dormitorios en la cuarta planta de uno de
los edificios situados en la zona del
Centro de Servicios Financieros. Su
céntrica ubicación me permite ir al
trabajo a pie y, el hecho de que sea un
lugar moderno, hace que no me sienta un
completo perdedor por haber fracasado
en mi matrimonio. Además, es lo
bastante alto como para que a Dina no le
asuste el ruido de la calle.
—¡Por Dios, ya era hora! —dijo ella
en un arrebato de alivio cuando abrí la
puerta del apartamento.
Pasó delante de mí y apoyó la
espalda en la pared que hay junto a la
puerta, con los ojos cerrados, mientras
respiraba hondo.
—Mike, necesito darme una ducha,
¿puedo?
Fui a buscarle una toalla. Dejó caer
su bolso en el suelo, se metió en el
cuarto de baño y cerró de un portazo. En
un mal momento, Dina puede pasarse
toda la noche en la ducha, siempre y
cuando el agua caliente no se le acabe y
sepa que estás al otro lado de la puerta.
Asegura que se siente mejor bajo el agua
porque puede dejar la mente en blanco,
lo cual implica tantos planteamientos
junguianos que no sabría ni por dónde
empezar. En cuanto oí que el agua corría
y a ella empezar a canturrear, cerré la
puerta del salón y telefoneé a Geri.
Nada detesto más en el mundo que
tener que hacer este tipo de llamadas.
Geri tiene tres hijos, de diez, once y
quince años, un empleo como contable
en la empresa de interiorismo de su
mejor amiga y un marido a quien no ve
lo suficiente. Todas esas personas la
necesitan. Las únicas personas vivas que
necesitan algo de mí son Dina, Geri y mi
padre, y lo mejor que puedo hacer por
Geri es evitar este tipo de llamadas.
Hago lo que puedo. Hacía años que no
la decepcionaba.
—¡Mick! Espera un segundo, por
favor, que pongo en marcha la
lavadora…
Un portazo, el clic de unos botones y
un zumbido mecánico.
—Cuéntame. ¿Va todo bien?
¿Recibiste mi mensaje?
—Sí, lo recibí. Geri…
—¡Andrea!
¡Te
he
visto!
Devuélveselo ahora mismo o le doy el
tuyo. Y seguro que eso no es lo que
quieres, ¿verdad? No, claro que no.
—Geri, escúchame. Dina vuelve a
estar mal. Está aquí conmigo, en mi
casa, dándose una ducha, pero esta
noche tengo cosas que hacer. ¿Puedo
llevarla a tu casa?
—Oh, no…
Noté que le faltaba el aliento. Geri
es la optimista de la familia: después de
veinte años, todavía alberga la
esperanza de que cada vez sea la última,
de que una mañana Dina se despierte
curada.
—¡Ah, mi pobre hermanita! Me
encantaría que viniera, pero no esta
noche. Quizá dentro de un par de días, si
todavía sigue…
—No puedo esperar un par de días,
Geri. Estoy trabajando en un caso
importante. Voy a estar cubriendo turnos
de dieciocho horas y te aseguro que no
puedo llevarla conmigo al trabajo.
—Oh, Mick, no puedo. Sheila tiene
una gripe intestinal, eso es lo que te
decía en el mensaje, y se la ha
contagiado a su padre… Se han pasado
la noche vomitando, y cuando no era
uno, era el otro. Y diría que Colm y
Andrea van a caer en cualquier
momento. Llevo todo el día limpiando
vómitos y lavando ropa, y todo apunta a
que voy a tener que seguir haciéndolo
esta noche. Ahora mismo no podría
ocuparme también de Dina. Me es
imposible.
Los episodios de Dina se prolongan
entre tres días y dos semanas. Por si
acaso, suelo reservar parte de los días
de vacaciones y O’Kelly nunca pregunta,
pero esta vez no iba a funcionar.
—¿Y qué hay de papá? ¿Sólo por
esta vez? ¿Crees que podría…?
Geri dejó que se hiciera el silencio.
Cuando yo era niño, mi padre era un
hombre erguido y esbelto, inclinado a
las afirmaciones nítidas y cuadriculadas
y poco dado a las dobleces: «A las
mujeres tal vez les gusten los borrachos,
pero nunca los respetarán. No hay mal
humor que el aire fresco y el ejercicio
no puedan remediar. Paga siempre tus
deudas antes de que venzan y nunca
pasarás hambre». Sabía arreglarlo todo,
cultivarlo todo, cocinar, limpiar y
planchar como un profesional cuando
tenía que hacerlo. La muerte de mi
madre lo destrozó. Aún vive en la casa
de Terenure donde nos criamos. Geri y
yo vamos a verlo en fines de semana
alternos para limpiar el baño, meter
siete platos de comida en el congelador
para asegurarnos de que tome una dieta
equilibrada y comprobar que la
televisión y el teléfono continúen
funcionando. Las paredes de la cocina
conservan el papel naranja con
estampado psicodélico que mi madre
escogió en los años setenta; en mi
dormitorio, mis libros de la escuela
siguen, sobados y llenos de telarañas, en
la estantería que mi padre montó para
mí. Cuando entras en el salón y le
formulas una pregunta, tarda unos
segundos en apartar la vista de la tele
para mirarte, parpadea y replica: «Hijo.
Me alegro de verte», y vuelve a
sumergirse en el visionado de seriales
australianos con el volumen apagado. En
ocasiones, cuando se inquieta, consigue
alejarse del sofá para dar unas cuantas
vueltas por el jardín arrastrando los
pies, calzado con sus pantuflas.
—Geri, por favor. Será sólo por esta
noche —le rogué—. Dina dormirá todo
el día de mañana, y por la noche espero
haber resuelto el trabajo. Por favor.
—Lo haría si pudiera, Mick. No es
que esté demasiado ocupada, ya sabes
que eso no me importa…
El ruido de fondo se había
desvanecido; Geri se había alejado de
los niños para hablar con mayor
privacidad. Me la imaginé en su salón,
con jerséis de colores y cuadernos de
deberes esparcidos por todas partes,
tirando de un mechón de su cuidada
melena rubia. Ambos sabíamos que yo
no habría sugerido que Dina se quedara
con mi padre a menos que estuviera
desesperado.
—Ya sabes cómo se pone si no estoy
junto a ella en todo momento, y tengo
que ocuparme de Sheila y de Phil…
¿Qué haría si uno de los dos empezara a
vomitar en mitad de la noche? ¿Dejar
que sean ellos quienes limpien el
vómito? ¿O dejarla sola para que
montara un escándalo y despertara a
toda la familia?
Apoyé la espalda contra la pared y
me pasé una mano por la cara. Me
faltaba el aire; el apartamento apestaba
a los productos químicos con aroma
artificial a limón que emplea la mujer de
la limpieza.
—Está bien —respondí—. Ya lo sé.
No te preocupes.
—Mick. Si nosotros no podemos
hacernos cargo… quizá deberíamos
pensar en llevarla a un lugar donde
puedan ocuparse de ella.
—No —la corté. Negué con tal
contundencia que me estremecí, pero
Dina continuaba canturreando—. Ya me
encargo yo. Todo saldrá bien.
—¿Estarás bien? ¿No puedes pedir
que alguien te sustituya?
—No es así como funciona. Ya me
las ingeniaré.
—Mick, lo siento de veras. En
cuanto se encuentren un poco mejor…
—No te preocupes. Dales un abrazo
de mi parte e intenta no contagiarte.
Hablamos pronto.
Un grito de furia en la distancia, en
algún lugar de casa de Geri.
—¡Andrea! ¿Qué te he dicho antes?
… Vale, Mick, es posible que Dina esté
mejor por la mañana. Nunca se sabe.
—Sí, quizá sí. Esperemos.
Dina soltó un aullido y cerró el grifo
de la ducha: se había acabado el agua
caliente.
—Tengo que dejarte —anuncié—.
Cuídate.
Escondí el teléfono y me dirigí
derechito a la cocina para disimular.
Cuando la puerta del cuarto de baño se
abrió, yo ya andaba cortando hortalizas.
Me preparé un salteado de ternera
para cenar; Dina no tenía hambre.
La ducha la había reconfortado. Se
acurrucó en el sofá, con una camiseta y
unos pantalones de chándal que había
sacado de mi armario, y se quedó
mirando el infinito y secándose el pelo
con una toalla, con aire pensativo.
—Shhh —siseó, cuando empecé a
preguntarle delicadamente qué tal había
pasado el día—. No hables. Escucha.
¿No es maravilloso?
Lo único que yo oía era el murmullo
del tráfico, cuatro plantas más abajo, y
el tintineo de la música que la pareja del
piso de arriba pone cada noche para que
su bebé se duerma. Supuse que, en cierto
modo, debía de resultar tranquilizador y,
tras una jornada intentando no perder el
hilo
en
aquella
maraña
de
conversaciones, estaba bien cocinar y
cenar en silencio. Me habría gustado ver
las noticias, ver como los periodistas
relataban los acontecimientos, pero esa
opción era absolutamente impensable.
Tras la cena preparé café, mucho
café. El sonido de los granos en el
molinillo hizo que Dina se agitara de
nuevo: comenzó a describir círculos
inquietos alrededor del salón con los
pies descalzos, sacaba libros de las
estanterías, los hojeaba y volvía a
colocarlos en lugares equivocados.
—¿Tenías que salir esta noche? —
me preguntó, de espaldas a mí—.
¿Tenías una cita?
—Es martes. Nadie tiene una cita en
martes.
—Venga, Mikey, intenta ser más
espontáneo. Sal entre semana. Vuélvete
un poco más salvaje.
Me serví una taza de café solo bien
fuerte y me dirigí a mi sillón.
—Me parece que no soy un hombre
espontáneo.
—¿Significa eso que los fines de
semana sí tienes citas? ¿Tienes novia?
—Creo que no he llamado «novia» a
ninguna mujer desde que tenía veinte
años. Los adultos tienen parejas.
Dina fingió meterse dos dedos en la
garganta para vomitar, con efectos
sonoros incluidos.
—Los gais que en 1995 rondaban la
mediana edad tienen parejas. ¿Sales con
alguien? ¿Follas con alguien? ¿Le
disparas a alguien con el yogur de tu
bazuca? ¿Has…?
—No, Dina, no. Me veía con alguien
hasta hace poco, pero rompimos y no
tengo previsto volver a la circulación en
un tiempo. ¿De acuerdo?
—No lo sabía —respondió Dina con
voz mucho más baja—. Lo siento.
Se dejó caer en un brazo del sofá y,
al cabo de un momento, preguntó:
—¿Sigues hablando con Laura?
—A veces.
Al escuchar el nombre de Laura, la
estancia se llenó con su perfume, intenso
y dulce. Tomé un gran sorbo al café para
apartármelo de la nariz.
—¿Crees que volveréis?
—No. Ella sale con alguien. Con un
médico. Cualquier día me llamará para
decirme que está comprometida.
—Vaya
—replicó
Dina
decepcionada—. Me gusta Laura.
—Y a mí. Por eso me casé con ella.
—Y entonces ¿por qué te divorciaste
de ella?
—Yo no me divorcié de ella. Ella se
divorció de mí.
Laura y yo siempre hemos sido muy
civilizados y optamos por informar a
todo el mundo de que nos habíamos
separado de mutuo acuerdo, de que no
era culpa de nadie, de que habíamos
avanzado por caminos distintos y todas
esas imbecilidades que suelen decirse,
pero me había cansado de fingir.
—¿En serio? ¿Por qué?
—Porque sí. Dina, lo siento, pero
esta noche no me apetece hablar de ello.
—Vale —accedió Dina, poniendo
los ojos en blanco.
Se levantó sinuosamente del sofá y
se dirigió sin hacer ruido a la cocina,
donde la oí abrir cajones y armarios.
—¿Por qué no tienes nada para
comer? Me estoy muriendo de hambre.
—Hay comida de sobras. La nevera
está llena. Puedo prepararte un salteado,
hay cordero guisado en el congelador y,
si te apetece algo más ligero, puedes
comerte unas gachas o…
—Para, por favor. No me refiero a
ese tipo de cosas. A la mierda los cinco
grupos de alimentos, los antioxidantes y
todo ese bla-bla-bla. Me apetece un
helado o una de esas hamburguesas
grasientas que se preparan en el
microondas.
Cerró un armario de un portazo y
regresó al salón con una barra de
cereales para el desayuno en la mano.
—¿Cereales? Pero ¿qué eres? ¿Una
niña?
—Nadie te obliga a comértelos.
Se encogió de hombros, se desplomó
de nuevo en el sofá y empezó a
mordisquear una esquina de la barra con
mala cara, como si temiera que pudiera
envenenarla.
—Con Laura eras feliz, Mikey. Era
raro, porque tú no eres una persona de
naturaleza feliz y yo no estaba
acostumbrada a verte en ese estado.
Tardé un tiempo en darme cuenta. Pero
era muy agradable.
—Sí que lo era —convine.
Laura es el mismo tipo de mujer
esbelta, radiante y de belleza cuidada
que Jennifer Spain. Todo el tiempo que
estuvimos juntos lo pasó a dieta, salvo
en los cumpleaños y Navidades; acude
cada tres días al solárium para mantener
su bronceado artificial, se alisa el pelo
todas las mañanas de su vida y nunca
sale de casa sin ir perfectamente
maquillada. Sé que hay hombres que se
sienten atraídos por las mujeres más
naturales, o al menos fingen preferirlas,
pero la gallardía con la que Laura
luchaba cuerpo a cuerpo contra la
naturaleza era una de las cosas que más
me gustaba de ella. Por las mañanas,
solía levantarme quince o veinte minutos
más temprano para poder contemplarla
mientras se acicalaba. Incluso los días
en que tenía prisa, se le caían las cosas
y maldecía para sus adentros, era lo más
reconfortante que la vida tenía que
ofrecerme, era como observar a un gato
ordenar el mundo mientras se lavaba.
Siempre me pareció que una mujer así,
una mujer que se esforzaba tanto por ser
lo que se suponía que tenía que ser,
probablemente querría lo que se suponía
que tenía que querer: flores, buenas
joyas, una casa bonita, vacaciones al sol
y un hombre que la amara y que la
cuidara de corazón el resto de sus vidas.
Las mujeres como Fiona Rafferty son un
misterio insondable para mí; no acierto
a imaginar por qué alguien intentaría
descifrarlas, y eso me pone nervioso.
Con Laura tenía la impresión de poder
ser feliz. Fui tan imbécil que, el hecho
de que al final resultara querer
exactamente lo que se supone que
quieren todas las mujeres, me cogió por
sorpresa. Precisamente ella, con quien
me había sentido seguro justo por ese
motivo.
—¿Te dejó Laura por mi culpa? —
preguntó Dina, sin mirarme.
—No —contesté al instante.
Y era verdad. Laura descubrió la
condición de Dina muy al principio de
nuestra relación, de un modo previsible.
Pero jamás dijo ni insinuó (y apostaría a
que ni siquiera pensó) que Dina no fuera
responsabilidad mía ni que debiera
mantener su locura fuera de nuestro
hogar. Cuando me acostaba tarde, las
noches en que Dina finalmente caía
dormida en la habitación de invitados de
nuestra antigua casa, Laura me
acariciaba el cabello. Eso era todo.
—Nadie quiere lidiar con esta
mierda. Ni siquiera yo quiero hacerlo —
continuó Dina.
—Quizá algunas mujeres no
querrían. Pero yo no me casaría con
ellas.
Dina soltó una carcajada.
—He dicho que Laura me caía bien.
Pero no he dicho que fuera ninguna
santa. ¿Acaso crees que soy estúpida?
Sé que no le gustaba que una loca
apareciera en el umbral de su casa y le
jodiera la semana. ¿Recuerdas aquella
vez de las velas, la música, las copas de
vino y vosotros dos despeinados? Debió
de odiarme con todas sus fuerzas.
—No lo hizo. Nunca lo ha hecho.
—En caso contrario, tampoco me lo
dirías. ¿Por qué, si no, te habría
abandonado? Laura estaba loca por ti. Y
tú no tuviste la culpa; no le pegaste ni la
llamaste escoria. La tratabas como a una
princesa. Le habrías dado la luna. «Ella
o yo», ¿te lo dijo alguna vez? «Quiero
recuperar mi vida; echa a esa lunática de
aquí». ¿Te dijo algo así?
Empezaba a sumirse en uno de sus
bucles, con la espalda apoyada con
fuerza contra el brazo del sofá. Había un
destello de miedo en los ojos.
—Laura me dejó porque quiere tener
hijos —le aclaré.
A Dina se le cortó la respiración y
me miró fijamente, boquiabierta.
—¡Joder, Mikey! ¿No podéis tener
hijos?
—No lo sé. No lo intentamos.
—¿Entonces…?
—Yo no quiero tener hijos. Nunca he
querido.
Dina meditó mis palabras en
silencio, mientras chupeteaba la barra
de cereales con aire ausente. Al cabo de
un rato, dijo:
—Laura probablemente se calmaría
mucho si tuviera hijos.
—Quizá. Espero que tenga la
oportunidad de descubrirlo. Pero no
será conmigo. Lo sabía cuando nos
casamos. Me aseguré de que le quedara
claro. Nunca la engañé.
—¿Por qué no quieres tener hijos?
—Hay gente que no quiere tenerlos.
No soy ningún bicho raro.
—No he dicho que lo fueras. ¿Acaso
te he llamado yo «raro»? Sólo te he
preguntado por qué.
—No creo que los detectives de
Homicidios deban tener hijos —
respondí—. Se ablandan, la barbarie los
supera, y acaban metiendo la pata en el
trabajo y probablemente también con sus
hijos. No puedes tener ambas cosas. Y
yo elijo el trabajo.
—¡Por el amor de Dios! ¡Menuda
sarta de gilipolleces! Nadie renuncia a
tener hijos porque no cree en ello.
Siempre le echas la culpa de todo a tu
trabajo… Es aburridísimo, no puedes
imaginar cuánto. ¿Por qué no quieres
tener hijos?
—Yo no le echo a mi trabajo la
culpa de nada. Me lo tomo muy en serio.
Y si eso te resulta aburrido, te pido
disculpas.
Dina alzó los ojos al cielo y soltó un
inmenso suspiro de fingida paciencia.
—De acuerdo —dijo, ralentizando
el ritmo para que el idiota de su
hermano pudiera seguirla—. Me apuesto
todo lo que tengo, que es una mierda,
pero algo es, a que los tipos de tu
brigada no se esterilizan en su primer
día de trabajo. Trabajas con hombres
que tienen hijos. Y hacen exactamente lo
mismo que tú. No creo que acostumbren
a dejar escapar a los asesinos; en ese
caso, los despedirían. ¿Estoy en lo
cierto o no?
—Algunos de los muchachos tienen
familia, sí.
—Entonces ¿por qué no quieres
tener tú hijos?
El café empezaba a hacerme efecto.
El apartamento se me antojaba pequeño
y feo, hostil bajo la luz artificial; la
urgencia de salir de allí y pisar el
acelerador rumbo a Broken Harbour
casi me hizo saltar del sillón.
—Porque corro un riesgo demasiado
alto. Es tan grande que sólo pensar en
ello me provoca arcadas. Por eso.
—El riesgo… —repitió Dina tras un
momento de silencio.
Dio la vuelta al envoltorio de la
barra de cereales, con cuidado, y
examinó el lado brillante.
—No se trata del trabajo. Te refieres
a mí. Te asusta que fueran como yo.
—No eres tú quien me preocupa —
repliqué.
—Entonces ¿quién?
—Yo.
Dina me observó, con la imagen de
la bombilla reflejándose en aquellos
inescrutables ojos de color azul lechoso
cual dos diminutos fuegos fatuos.
—Serías un buen padre —sentenció.
—Tal vez sí. Pero quizá no fuera lo
suficientemente bueno. Porque, si ambos
nos equivocamos y resultara ser un
padre nefasto, ¿qué sucedería entonces?
Ya no habría nada que yo pudiera hacer.
Cuando lo descubres, es demasiado
tarde: los niños están ahí, no puedes
devolverlos. Lo único que puedes hacer
es seguir fastidiándola, día tras día, y
observar cómo esos bebés perfectos se
convierten en una ruina ante tus ojos. No
puedo hacerlo, Dina. O no soy lo
bastante tonto o no soy lo bastante
valiente, pero no me veo capaz de
asumir ese riesgo.
—A Geri se le da bien.
—A Geri se le da de maravilla —
convine.
Geri lleva la maternidad con alegría,
tranquilidad y naturalidad. Después de
que nacieran cada uno de sus hijos, la
telefoneé cada día durante un año
(operaciones
de
vigilancia,
interrogatorios, discusiones con Laura,
el mundo entero podía ponerse en modo
pausa mientras hacía esa llamada
telefónica) para asegurarme de que
estaba bien. En una ocasión tenía la voz
lo bastante ronca y apagada como para
que yo obligara a Phil a ausentarse del
trabajo e ir a comprobar cómo se
encontraba.
Estaba
resfriada
y,
lógicamente, pensó que yo me sentiría
como un idiota, pero no fue así. Más
vale prevenir que curar. Siempre.
—Yo quiero tener hijos algún día —
anunció Dina. Hizo una bola con el
envoltorio y la lanzó al aire, en
dirección a la papelera, pero falló—.
Supongo que a ti te parecerá una idea
descabellada.
La idea de que la próxima vez
apareciera embarazada hizo que se me
pusieran los pelos de punta.
—No necesitas mi permiso.
—Pero lo piensas.
—¿Cómo esta Fabio? —pregunté.
—Se llama Francesco. No creo que
funcione. Pero no lo sé.
—Creo
que
convendría
que
esperaras a encontrar a alguien en quien
confiar. Llámame anticuado.
—Lo dices por si pierdo la cabeza,
supongo. Por si un día estoy cuidando de
mi bebé de tres semanas de vida y
empieza a estallarme la cabeza. Sería
mejor que hubiera alguien cerca para
vigilarme.
—Yo no he dicho eso.
Dina estiró las piernas sobre el sofá
y se inspeccionó el esmalte de las uñas
de los pies, de color azul claro perlado.
—Sabes que suelo anticipar cuándo
voy a tener un ataque. ¿Quieres que te
explique cómo?
La verdad es que no quería saber
nada sobre los mecanismos de la mente
de Dina.
—¿Cómo? —pregunté.
—Todo empieza a sonar de forma
distinta.
Me lanzó una mirada rápida, oculta
tras una cortina de cabellos.
—Me quito el jersey por la noche, lo
dejo caer en el suelo y oigo un «plop»,
como una roca que cae en un estanque.
En una ocasión, cuando iba caminando a
casa desde el trabajo, mis botas
chillaban cada vez que tocaban el suelo,
como un ratón en una trampa. Fue
horrible. Al final tuve que sentarme en
la acera y sacármelas para asegurarme
de que no había ningún ratón atrapado
dentro. Sabía que era imposible, no soy
tonta, pero quería asegurarme. Entonces
caí en la cuenta de lo que estaba
sucediendo. Aun así, tuve que coger un
taxi que me llevara a casa. No podía
soportar oír ese chillido a lo largo de
todo el camino. Sonaba agónico.
—Cuando eso sucede, deberías ir a
ver a alguien.
—Ya voy a ver a alguien. Hoy
estaba en el trabajo y, al abrir uno de los
frigoríficos para coger más panecillos,
ha crepitado; como el fuego, como si ahí
dentro hubiera un incendio forestal. Así
que me he largado y he ido a buscarte.
—Y eso está muy bien. Me alegro de
que lo hayas hecho. Pero me refiero a
ver a un profesional.
—Médicos —dijo Dina frunciendo
los labios—. He perdido la cuenta. ¿Y
me han servido de algo?
Estaba viva, lo cual significaba ya
mucho para mí y esperaba que al menos
significara algo para ella; sin embargo,
el teléfono sonó antes de que pudiera
señalárselo. Comprobé la hora mientras
iba a buscarlo: las nueve en punto,
Richie estaba cumpliendo.
—Kennedy —dije, me puse en pie y
me alejé de Dina.
—Hemos tomado posiciones —
informó Richie en voz tan baja que tuve
que apretarme el teléfono contra la oreja
—. No hay ningún movimiento.
—¿Los técnicos y los refuerzos están
también en sus puestos?
—Sí.
—¿Algún problema? ¿Os habéis
tropezado con alguien de camino? ¿Algo
que debería saber?
—No. Todo va bien.
—Entonces hablaremos dentro de
una hora, o antes si se produce algún
cambio. Buena suerte.
Colgué. Dina había enrollado y
hecho un nudo con la toalla y me miraba
fijamente a través de su mata de pelo
brillante.
—¿Quién era?
—Del trabajo.
Me guardé el teléfono en el bolsillo
interior de la chaqueta. La mente de
Dina tiene recovecos paranoides. No
quería que me escondiera el teléfono
para que yo no pudiera contactar con
hospitales imaginarios y hablar de su
caso o, peor aún, temía que respondiera
y le dijera a Richie que sabía lo que
pretendía y que ojalá se muriera de
cáncer.
—Pensaba que no estabas de
servicio.
—Lo estoy. Más o menos.
—¿Qué se supone que significa
«más o menos»?
Las manos empezaban a tensársele
alrededor de la toalla.
—Significa que, en ocasiones,
necesitan preguntarme cosas —contesté
en el tono más relajado que pude—. En
Homicidios nunca se está «fuera de
servicio». Era mi compañero. Y es
probable que telefonee unas cuantas
veces más esta noche.
—¿Por qué?
Cogí mi taza de café y me dirigí a la
cocina para rellenarla.
—Ya lo has visto. Es un novato.
Antes de tomar ninguna decisión
importante, tiene que consultarla
conmigo.
—¿Decisiones importantes sobre
qué?
—Sobre cualquier cosa.
Dina empezó a hurgarse una costra
del dorso de una mano con la uña del
pulgar de la otra, con rascaduras breves
y fuertes.
—Esta tarde alguien ha encendido la
radio —dijo—. En el trabajo.
¡Joder!
—¿Y?
—Y han dicho que habían
encontrado un cadáver y que la policía
creía que se trataba de una muerte
violenta. En Broken Harbour. Han
entrevistado a un tipo, a un poli. Sonaba
como tu voz.
Y entonces el frigorífico empezó a
emitir aquel sonido como de incendio
forestal. Con mucho cuidado, mientras
me sentaba de nuevo en el sillón, le dije:
—De acuerdo.
Dina empezó a rascarse con más
fuerza.
—¡No hagas eso! ¡Joder! ¡Deja de
hacer eso!
—¿Hacer qué?
—No pongas esa cara de poli con un
palo metido por el culo. No me hables
como si fuera una testigo imbécil con
quien poner en práctica tus jueguecitos
porque crees que me intimidas y no me
atreveré a pararte los pies. Tú no me
intimidas. ¿Lo has entendido?
No tenía sentido discutir.
—Entendido —le respondí con
calma—. No pretendo intimidarte.
—Entonces deja de hacerte el
gilipollas y cuéntamelo.
—Ya sabes que no puedo hablar del
trabajo. No es nada personal.
—¿Cómo que no es personal? Soy tu
hermana, ¡joder! ¿Qué puede ser más
personal que eso?
Se había acurrucado en un rincón del
sofá, con los pies firmemente apoyados
en el suelo como si fuera a saltarme al
pescuezo en cualquier momento, lo cual
era improbable, pero no imposible.
—Tienes razón. Me refiero a que no
se trata de ocultarte algo a ti. Debo
mantener la discreción con todo el
mundo.
Dina se mordisqueó el antebrazo
mientras me observaba como si fuera el
enemigo, con los ojos entrecerrados y
encendidos con la astucia de un animal.
—De acuerdo —dijo—. Entonces
pongamos las noticias.
Había esperado secretamente que no
se le ocurriera hacerlo.
—Pensaba que te gustaba disfrutar
de la paz y la tranquilidad.
—Si es lo bastante público como
para que todo el puñetero país pueda
verlo, estoy más que segura de que no es
tan confidencial como para que yo no
pueda hacerlo. ¿No es así? Teniendo en
cuenta que no es algo personal, claro.
—Por el amor de Dios, Dina. Llevo
todo el día trabajando. Lo último que
quiero hacer al llegar a casa es ver que
hablan del trabajo en televisión.
—Entonces explícame qué demonios
pasa. O voy a poner las noticias y vas a
tener que sujetarme para que no lo haga.
¿Quieres que hagamos eso?
—Está bien —cedí, poniendo las
manos en alto—. De acuerdo. Voy a
explicártelo, pero antes tienes que
tranquilizarte un poco. Y eso significa
que necesito que dejes de morderte el
brazo.
—Es mi puñetero brazo. ¿A ti qué te
importa si me lo muerdo?
—No puedo concentrarme si te veo
hacerlo. Y, si no puedo concentrarme, no
podré explicarte qué ha pasado. Tú
decides.
Me lanzó una mirada de desafío, me
enseñó los dientes, pequeños y blancos,
y se mordió una vez más, con fuerza; no
obstante, al ver que yo no reaccionaba,
se bajó la manga de la camiseta y se
sentó con las manos metidas debajo del
trasero.
—Ya está. ¿Contento?
—No hemos encontrado sólo un
cuerpo —la informé—, sino a los cuatro
miembros de una familia. Vivían en
Broken Harbour, pero ahora se llama
Brianstown. Un intruso entró en su casa
anoche.
—¿Cómo los asesinó?
—No lo sabremos con seguridad
hasta que practiquemos las autopsias. Al
parecer, utilizó un cuchillo.
Dina se quedó mirando el vacío, sin
moverse ni respirar siquiera mientras
pensaba en ello.
—Brianstown —dijo al
fin,
abstraída—. ¡Menuda mierda de
nombre! Habría que meter la cabeza del
tipo al que se le ocurrió debajo de un
cortacésped. ¿Estás seguro?
—¿Sobre el nombre?
—¡No, joder! Sobre los muertos.
Me froté la mandíbula, intentando
destensarla un poco.
—Sí, estoy seguro.
Volvía a tener la mirada enfocada y
los ojos posados en mí, sin pestañear.
—Y estás tan seguro porque te estás
ocupando del caso.
No respondí.
—Has dicho que no querías ver las
noticias porque llevas todo el día
trabajando. Lo has dicho tú.
—Ver un caso de homicidios en las
noticias es trabajo. Cualquier caso. Es a
lo que me dedico.
—Bla-bla-bla, este homicidio es el
caso en el que tú estás trabajando. ¿No
es cierto?
—¿Qué importa eso?
—Pues importa muchísimo, porque,
si me lo dices, dejaré que cambies de
tema.
—Sí —respondí—. Me ocupo de
este caso. Junto con un puñado de
detectives más.
—Humm —murmuró Dina.
Lanzó la toalla en dirección a la
puerta del cuarto de baño, se levantó del
sofá y empezó a dar vueltas de nuevo
por el salón, dibujando círculos
enérgicos y automáticos. Me pareció oír
que el murmullo de la cosa que habita en
su interior empezaba a cobrar fuerza,
como el leve zumbido de un mosquito.
—¿Podemos cambiar ya de tema?
—Sí —contestó Dina.
Agarró un elefante de esteatita que
Laura y yo compramos como recuerdo
de nuestras vacaciones en Kenia, lo
apretó con fuerza y examinó con interés
las marcas rojas que le había dejado en
la palma de la mano.
—Antes, mientras te esperaba, he
estado pensando en algo. Quiero
cambiar mi piso.
—Bien
—dije—.
Podemos
conectarnos a internet y buscar algo
ahora mismo, si quieres.
El piso de Dina es un agujero
inmundo.
Podría
permitirse
perfectamente vivir en un lugar decente
(yo la ayudaría a pagar el alquiler), pero
dice que los bloques ordinarios de
apartamentos le dan ganas de golpearse
la cabeza contra las paredes, de manera
que siempre acaba en una casa
georgiana decrépita dividida en varios
apartamentos de una sola habitación allá
por los años sesenta, compartiendo el
cuarto de baño con cualquier perdedor
peludo que se hace llamar músico y que
necesita que, de vez en cuando, le
recuerden que el hermano de Dina es
policía.
—No —replicó Dina—. Escúchame,
por favor. Quiero cambiarlo, cambiarlo.
Lo odio porque me produce urticaria. Ya
intenté trasladarme, y les pregunté a las
chicas de arriba si querían intercambiar
su piso con el mío, porque a ellas no les
entraría el picor en los recovecos de los
codos ni les subiría por las uñas como
me sucede a mí. No hay bichos.
Deberías ver lo limpio que lo tengo.
Creo que es el puñetero estampado de la
moqueta. Se lo expliqué a esas zorras,
pero no me hicieron caso y se limitaron
a poner cara de besugo, con la boca
abierta. Me pregunto si deben tener
peces como mascotas. Así que, como no
puedo mudarme, me gustaría cambiar
algunas cosas. Quiero hacer reformas.
Creo que ya movimos algunos tabiques,
pero no lo recuerdo bien. ¿Lo hiciste tú,
Mikey?
Richie telefoneó a cada hora en
punto, tal como había prometido, para
informarme de que no había ocurrido
nada. Algunas veces Dina me dejó
contestar
al
primer
timbrazo,
mordisqueándose los dedos mientras yo
hablaba, y aguardó hasta que colgué
antes de volver al ataque: «¿Quién era?
¿Qué quería? ¿Qué le has contado sobre
mí…?». Otras, tuve que dejar que el
teléfono sonara dos o tres veces,
mientras ella describía círculos cada
vez más rápido y hablaba en voz cada
vez más alta para no oír la llamada hasta
que al final se agotaba y se desplomaba
en el sofá o en la alfombra y yo podía
descolgar. A la una de la madrugada me
pegó un manotazo en la mano que dio
con el teléfono en el suelo justo cuando
yo estaba a punto de responder y me
gritó: «Te importa un comino lo que
estoy intentando explicarte. ¡Intento
hablar contigo! No me ignores. No
contestes.
Escúchame,
escúchame,
escúchame…».
Pasadas las tres de la madrugada
cayó dormida en el sofá a media frase,
encogida en un ovillo, con la cabeza
escondida entre los cojines. Se había
envuelto el puño con el dobladillo de mi
camiseta y chupaba la tela.
Fui a buscar el edredón de la
habitación de invitados y la arropé con
él. Luego bajé la intensidad de las luces,
me serví una taza de café frío y me senté
a la mesa del comedor a jugar al
solitario con el teléfono móvil. En la
calle, un camión emitía pitidos rítmicos
al dar marcha atrás; al otro lado del
pasillo, alguien cerró de un portazo
amortiguado por el grosor de la
moqueta. Dina susurró algo en sueños.
Llovió un rato, un suave susurro que
tamborileaba en las ventanas y fue
atenuándose hasta dejar paso al silencio.
Yo tenía quince años, Geri dieciséis
y Dina casi seis cuando mi madre se
suicidó. Desde que tengo uso de razón,
una parte de mí había estado esperando
a que llegara aquel día; con el ingenio
que imbuye a las personas cuyas mentes
han quedado despojadas de todo deseo
de vivir, escogió el único día que no nos
lo esperábamos. Durante todo el año, mi
padre, Geri y yo nos ocupábamos de ella
como si fuera un empleo a jornada
completa: observábamos atentamente
cualquier señal, como agentes secretos;
la convencíamos para que comiera
cuando ni siquiera tenía ganas de
levantarse de la cama; ocultábamos los
analgésicos en aquellos días en que
vagaba por la casa como un punto frío
suspendido en el aire; le sosteníamos la
mano las noches en que era incapaz de
dejar de llorar, y aprendimos a mentir
con astucia y ligereza a vecinos,
parientes y cualquiera que nos
preguntara. Pero durante dos semanas,
en verano, los cinco vivíamos en
libertad. Había algo en Broken Harbour,
quizá el aire, el cambio de escenario o
la mera voluntad de no echar por tierra
nuestras vacaciones, que cambiaba a mi
madre y la convertía en una niña risueña
que alzaba las palmas al sol, vacilante y
asombrada, como si no diera crédito a la
suavidad con que acariciaba su piel.
Echaba carreras con nosotros y besaba a
mi padre en la nuca después de untarlo
con crema solar. Durante esas dos
semanas, no contábamos los cuchillos ni
nos sobresaltábamos al menor ruido en
mitad de la noche, porque mi madre
estaba feliz.
El verano de mis quince años fue el
más feliz de todos para ella. Yo no
entendí el porqué hasta más tarde.
Esperó hasta la última noche de nuestras
vacaciones para meterse en el mar y
ahogarse.
Hasta aquella noche, Dina era una
chiquilla con chispa, desobediente y
traviesa, siempre dispuesta a estallar en
carcajadas formidables y contagiosas.
Después, los médicos nos aconsejaron
que vigiláramos atentamente las
«consecuencias
emocionales»
que
hubiera podido tener en ella; hoy en día
la habrían enviado directamente a
terapia (a ella y a todos), pero entonces
corrían los años ochenta y en este país
aún se creía que la terapia psicológica
era sólo para personas ricas que
necesitaban que alguien les arreara una
buena patada en el culo. Y la
observamos. Éramos unos expertos
haciéndolo. Al principio la vigilamos
veinticuatro horas al día los siete días
de la semana, tomando turnos sentados
junto a la cama de Dina mientras ella se
revolvía y murmuraba en sueños; pero
no parecía estar peor que Geri o que yo,
y desde luego tenía mucho mejor aspecto
que nuestro padre. Se chupaba el dedo y
lloraba mucho. Al cabo de un largo
tiempo, recuperó la normalidad, al
menos en apariencia. El día que me
despertó pasándome una toalla mojada
por la espalda y se marchó corriendo
entre gritos y risas, Geri encendió una
vela a la Virgen María para agradecerle
que Dina hubiera vuelto a la normalidad.
Yo también encendí una. Me aferré a
lo positivo con todas mis fuerzas y me
convencí de que creía en ello. Pero en el
fondo lo sabía: una noche como aquella
no desaparece sin más. Y no me
equivocaba. Esa noche horadó a Dina
hasta las entrañas y se mantuvo allí
aletargada, aguardando durante años
hasta que llegara su hora. Cuando se
hubo hinchado lo suficiente, se removió,
despertó y se abrió camino a dentelladas
hacia la superficie.
Nunca habíamos dejado a Dina sola
durante un episodio. En alguna ocasión
se había desviado antes de llegar a mi
casa o a la de Geri y había aparecido
llena de moretones, drogada hasta las
cejas; una vez, llegó con un mechón de
pelo de dos centímetros y medio de
grosor arrancado de raíz. Y Geri y yo
siempre intentábamos averiguar qué
había sucedido, pero jamás esperamos
que Dina nos lo contara.
Pensé en llamar al trabajo para decir
que estaba enfermo. Estuve a punto de
hacerlo; tenía el teléfono en la mano,
listo para llamar a la comisaría y
explicarles que mi sobrina me había
contagiado
una
gripe
intestinal
asquerosa y que otra persona debería
hacerse cargo del caso hasta que yo
pudiera alejarme del cuarto de baño. No
fue la instantánea caída en picado de mi
carrera lo que me detuvo, al margen de
lo que todos los que me conocen habrían
pensado. Fue la imagen de Pat y Jenny
Spain luchando solos hasta la muerte
porque creían que los habíamos
abandonado. Se me hacía un mundo
vivir pensando que eso pudiera ser
cierto.
Cuando apenas faltaban unos
minutos para las cuatro entré en mi
dormitorio, silencié el móvil y me quedé
mirando fijamente la pantalla hasta que
se iluminó con el nombre de Richie.
Más de lo mismo; empezaba a sonar
somnoliento.
—Si a las cinco no ha habido
actividad, empezad a recoger —le dije
—. Dile a Comosellame y al resto de
refuerzos que vayan a echarse un
sueñecito y que fichen de nuevo a
mediodía en comisaría. Tú podrás
aguantar unas cuantas horas más sin
dormir, ¿verdad?
—Sin problema. Me quedan aún
unas cuantas píldoras de cafeína.
Se hizo una pausa momentánea,
mientras buscaba el modo correcto de
formularlo.
—Te veré en el hospital, ¿verdad?
¿O…?
—Sí, muchacho, ahí estaré. A las
seis en punto. Dile a Comosellame que
te deje allí de camino a casa. Y
asegúrate de desayunar algo, porque,
una vez nos pongamos en marcha,
olvídate de que paremos a tomar un té
con tostadas. Te veo dentro de un rato.
Me duché, me afeité, saqué ropa
limpia y me comí un bol de muesli
haciendo el menor ruido posible. Luego
le escribí una nota a Dina: «Buenos
días, lirón. He tenido que ir al trabajo,
pero regresaré en cuanto pueda.
Entretanto, come lo que encuentres en la
cocina, lee/mira/escucha lo que te
apetezca de lo que hay en las estanterías,
date otra ducha… Estás en tu casa.
Llámanos a mí o a Geri en cualquier
momento si te pones nerviosa o te
apetece hablar. M.».
Dejé la nota sobre la mesilla de
centro, encima de una toalla limpia y
otra barra de cereales. No dejé llaves:
me había pasado un rato largo
meditándolo, pero al final tuve que
escoger entre el riesgo de que el
apartamento se incendiara con ella
encerrada dentro, o que se dedicara a
vagar por una calle de mala muerte y
tropezara con la persona equivocada.
Era una mala semana para tener que
confiar en la suerte o en la humanidad,
pero, si me acorralan, apuesto por la
suerte.
Dina se revolvió en el sofá y, por un
instante, me quedé inmóvil, pero sólo
suspiró y aplastó aún más la cabeza en
los cojines. Uno de sus delgados brazos
colgaba fuera del edredón, pálido como
la leche, impreso con semicírculos
claros, rojos y leves de marcas de
dientes. Tiré del edredón para tapárselo.
Luego me puse el abrigo, salí del
apartamento en silencio y cerré la puerta
con llave tras de mí.
Capítulo 8
Alas seis menos cuarto, Richie me
esperaba a las puertas del hospital.
Normalmente habría enviado a uno de
los uniformados (oficialmente, nuestro
único cometido allí era identificar los
cuerpos y yo tenía maneras más
productivas de invertir mi tiempo), pero
aquel era el primer caso de Richie y era
necesario que asistiera a la autopsia. Si
no lo hacía, empezarían a circular
rumores. Además, a Cooper le gusta que
observen su trabajo y, si Richie lograba
congraciarse con su cara amable,
tendríamos la oportunidad de avanzar
por la vía rápida en caso de que lo
necesitáramos.
Aún era de noche, esa oscuridad fina
antes del amanecer que te roba hasta el
último ápice de fortaleza de los huesos,
y soplaba un aire cortante. La luz de la
entrada del hospital, blanca y sin pizca
de calidez, parpadeaba. Richie estaba
apoyado contra la verja, con un vaso de
plástico de tamaño industrial en cada
mano, pasándose una bola de papel de
aluminio entre los pies. Lo vi pálido y
con los ojos hinchados, pero estaba
despierto y llevaba una camisa limpia;
era igual de barata que la anterior, pero
le concedí varios puntos por haber
pensado en cambiársela. Y, además,
llevaba puesta mi corbata.
—¿Qué tal? —me saludó, mientras
me tendía uno de los vasos—. He
pensado que quizá te apetecería…
aunque sabe a lavavajillas. Es del bar
del hospital.
—Gracias, supongo —respondí.
Al fin y al cabo, era café.
—¿Qué tal anoche?
Se encogió de hombros.
—Habría sido más entretenido si
nuestro hombre hubiera aparecido.
—Paciencia, muchacho. Roma no se
construyó en un día.
Otro encogimiento de hombros, esta
vez mientras golpeaba la bola de papel
de aluminio con más fuerza. Supe
entonces que le habría gustado atrapar al
sospechoso para entregármelo a primera
hora de la mañana, bien atadito y listo
para el horno, el golpe perfecto para
demostrarme que era todo un hombre.
—Al menos, los de la Científica
comentan que han avanzado mucho —
aclaró.
—Fantástico.
Me apoyé contra la verja a su lado e
intenté beberme el café: al primer asomo
de bostezo Cooper me echaría a patadas.
—¿Qué hay de las patrullas de
refuerzo?
—Nada relevante. Vieron unos
cuantos vehículos que entraban en la
urbanización, pero todas las matrículas
correspondían a direcciones de Ocean
View, inquilinos que regresaban a sus
casas. Una pandilla de adolescentes se
reunió en una de las casas del extremo
opuesto de la calle con un par de
botellas y pusieron la música a todo
volumen. Alrededor de las dos y media
se fijaron en un coche que no dejaba de
dar vueltas y más vueltas, muy despacio;
era una mujer con un bebé llorando en la
parte trasera, de modo que los
muchachos dedujeron que estaba
intentando hacer que se durmiera. Y eso
fue todo.
—¿Crees que si hubiera habido
algún tipo raro merodeando por ahí lo
habrían advertido?
—A menos que fuera un tipo muy
afortunado, apostaría a que sí.
—¿Nada
de
medios
de
comunicación?
Richie negó con la cabeza.
—Pensaba que entrevistarían a los
vecinos, pero no lo han hecho.
—Probablemente anden buscando a
los familiares para incordiarlos, es
mucho más jugoso. Así que, al parecer,
la oficina de prensa los tiene bajo
control, al menos por el momento. He
echado un vistazo rápido a las ediciones
matutinas: no hay nada que no
supiéramos ya y ninguna de ellas
menciona que Jenny Spain siga con vida.
No obstante, no podremos mantener el
secreto mucho más tiempo. Necesitamos
echarle el guante a ese tipo enseguida.
Todas las portadas se abrían con un
enorme titular y una imagen angelical de
las rubias cabecitas de Emma y Jack.
Teníamos una semana, dos a lo sumo,
para cazar a aquel tipo antes de
convertirnos en una panda de
incompetentes despreciables y hacer del
comisario un hombre infeliz.
Richie empezó a formular una
pregunta, pero un bostezo lo interrumpió
a media frase.
—¿Has conseguido dormir algo? —
le pregunté.
—No. Acordamos hacer turnos, pero
el campo es muy ruidoso, ¿lo sabías? A
la gente se le llena la boca hablando de
la paz y la tranquilidad, pero no son más
que chorradas. Se oía el mar y había
como un centenar de murciélagos en
plena fiesta, además de ratones o algún
otro bicho correteando entre las casas. Y
algo salió a dar un paseo al final de la
calle; sonaba como un tanque
embistiendo contra la vegetación. Intenté
divisarlo con los prismáticos, pero se
escabulló entre las casas antes de que
pudiera darle alcance. De todos modos,
era algo grande.
—¿Demasiado espeluznante para ti?
Richie me miró de reojo exhibiendo
una sonrisa irónica.
—Conseguí no cagarme en los
pantalones. Además, aunque hubiera
habido silencio, habría preferido
permanecer despierto. Por si acaso…
—Yo habría hecho lo mismo. ¿Cómo
lo llevas?
—Bien. Estoy un poco cansado, pero
no voy a desmayarme a media autopsia
ni nada por el estilo.
—Si conseguimos que duermas un
par de horas en algún momento del día,
¿crees que podrías aguantar otra noche?
—Con un poco más de esto… —dijo
inclinando el vaso de café—. Sí, desde
luego que podré. Lo mismo que anoche,
¿no?
—No —respondí—. Una de las
definiciones de la locura, amigo mío, es
hacer lo mismo una y otra vez y esperar
obtener un resultado distinto. Si nuestro
hombre fue capaz de no picar el anzuelo
en la primera noche, también resistirá en
la segunda. Necesitamos un cebo mejor.
Richie volvió la cabeza hacia mí.
—¿Ah, sí? Pensaba que el de ayer
era bastante decente. Una o dos noches
más y seguro que lo cazamos.
Alcé mi vaso hacia él.
—Aprecio el voto de confianza.
Pero el hecho es que he subestimado a
nuestro hombre. No somos de su interés.
Algunos de estos tipos son incapaces de
alejarse de la policía: se inmiscuyen
como pueden en la investigación y eres
incapaz de dar media vuelta sin tropezar
con el señor Colaborador. Pero nuestro
tipo no es de esos; de lo contrario, ya lo
habríamos atrapado. Le importa un
bledo lo que hagamos o lo que hagan los
muchachos de la Científica. Pero sabes
en que está muy, pero que muy
interesado, ¿no es cierto?
—¿En los Spain?
—Diez puntos para ti. En los Spain.
—Pero no tenemos a los Spain.
Bueno, tenemos a Jenny, sí, pero…
—Incluso aunque Jenny pudiera
ayudarnos a resolver el caso, prefiero
mantenerla oculta mientras pueda. No
obstante, lo que sí tenemos es a esa
refuerzo, ¿cómo se llama?
—Oates. La detective Janine Oates.
—Esa. Quizá no te hayas percatado,
pero, desde la distancia y en el contexto
adecuado, la detective Oates podría
pasar perfectamente por Fiona Rafferty.
Tiene la misma estatura, la misma
constitución, el mismo pelo… Por
suerte, la detective Oates lo lleva mejor
arreglado, pero estoy seguro de que, si
se lo pedimos, podría revolvérselo un
poco. Ponle una trenca roja y ya lo
tienes. No es que se parezcan
físicamente, pero tendrías que verlas de
cerca para percatarte. Y, para que eso
ocurra, necesitas un punto de
observación decente y unos prismáticos.
—Volvemos a replegarnos a las seis,
entonces ella aparece en el coche…
¿Tenemos un Fiat amarillo en el
depósito, verdad? —preguntó Richie.
—No estoy seguro, pero, si no es
así, podemos hacer que un coche
patrulla la deje frente a la casa. Se mete
dentro y se pasa la noche haciendo lo
que considera que haría Fiona Rafferty
en su lugar, del modo más evidente
posible… descorrer las cortinas y vagar
por la casa con pinta de estar
desconsolada, revisar los documentos
de Pat y Jenny, ese tipo de cosas. Y
nosotros nos limitamos a esperar.
Richie se tomó el café, haciendo una
mueca inconsciente con cada sorbo,
mientras sopesaba mi propuesta.
—¿Crees que sabe quién es Piona?
—Creo que existe una posibilidad
más que razonable de que lo sepa.
Recuerda: no sabemos en qué momento
entró en contacto con los Spain; bien
podría haberlo hecho a través de Fiona.
Y aunque no fuera así, y por mucho que
Fiona no los visitara desde hacía meses,
sabemos que nuestro hombre lleva
mucho más tiempo observándolos.
En el horizonte empezaban a
perfilarse las colinas, más oscuras que
la oscuridad. En algún lugar tras ellas,
las primeras luces se alzaban sobre la
arena de Broken Harbour y se filtraban
en todas las casas vacías, en la más
vacía de todas ellas. Eran las seis menos
cinco.
—¿Alguna vez has presenciado una
autopsia? —pregunté.
Richie negó con la cabeza.
—Siempre hay una primera vez.
—Así es —dije—, pero no suele ser
de estas características. Va a ser una
experiencia muy dura. Convendría que
estuvieras presente, pero si crees que no
podrás soportarlo, es el momento de
decirlo. Podemos alegar que has ido a
echar una cabezadita después de la
misión de vigilancia.
Aplastó el vaso de papel y lo arrojó
a la papelera con un movimiento brusco
de muñeca.
—Vamos —dijo.
La morgue se ubicaba en el sótano del
hospital, una estancia pequeña y de
techos bajos, con suciedad y
probablemente cosas peores incrustadas
en la lechada entre las losas del suelo.
El aire era gélido y húmedo, inmóvil.
—Detectives
—dijo
Cooper,
mirando a Richie con una leve sonrisilla
de suficiencia.
Cooper debe de rondar los cincuenta
años, pero bajo la luz de los
fluorescentes y recortado contra las
baldosas blancas y el metal, parecía un
anciano gris y marchito, como un
alienígena salido de una alucinación,
sondas en mano.
—Me alegra verlos por aquí. Creo
que empezaremos por el adulto: la edad
antes que la belleza.
Tras él, su ayudante, un tipo
corpulento con mirada impasible, abrió
un cajón de instrumental que emitió un
espantoso chirrido. Noté que Richie se
encogía de hombros a mi lado, en un
espasmo nervioso apenas perceptible.
Rompieron los sellos de la bolsa del
cadáver y abrieron la cremallera para
descubrir a Pat Spain en su pijama
acartonado por la sangre. Lo
fotografiaron vestido y desnudo, le
tomaron muestras de sangre y las huellas
dactilares, se inclinaron sobre él, muy
de cerca, para arrancarle un pellizco de
piel con unas pinzas y le cortaron las
uñas para extraer muestras de ADN. A
continuación, el ayudante aproximó la
bandeja de instrumental al codo de
Cooper.
Las autopsias son actos brutales. Es
la parte de este trabajo que suele pillar
desprevenidos a los novatos: esperan
delicadeza, bisturís diminutos y cortes
de precisión, cuando lo que de verdad
se les presenta son cuchillos para el pan
que sierran tajos profundos y rápidos y
pieles arrancadas como papel adhesivo.
Ver a Cooper en acción recuerda más a
un carnicero que a un cirujano. No
necesita proceder con cuidado para
minimizar las cicatrices ni contiene el
aliento para asegurarse de no rozar una
arteria. La carne con la que trabaja ya no
tiene ningún valor. Cuando Cooper
acaba con un cuerpo, nadie más volverá
a necesitarlo, jamás.
Richie lo llevó bien. No se
estremeció cuando las tijeras de podar
separaron las costillas de Pat ni cuando
Cooper levantó la piel del rostro de Pat
y la plegó por la mitad, ni cuando, al
serrar el cráneo, desprendió un leve olor
acre a chamuscado. El chapoteo que
emitió el hígado cuando el ayudante lo
depositó en la balanza le sobresaltó,
pero eso fue todo.
Cooper actuó con destreza y
eficiencia, dictando notas al micrófono
colgante e ignorándonos por completo.
Pat había tomado un emparedado de
queso y unas patatas fritas tres o cuatro
horas antes de morir. Las trazas de grasa
en las arterias y alrededor del hígado
indicaban que debería haber comido
menos patatas y haber practicado más
ejercicio, pero, en general, se mantenía
en buena forma: no se apreciaban
enfermedades ni anormalidades, y tanto
la antigua fisura de su clavícula como el
engrosamiento de las orejas cabía
atribuirlas a lesiones motivadas por la
práctica del rugby.
—Cicatrices de un hombre sano —le
dije a Richie en voz baja.
Al fin, Cooper se enderezó, estiró la
espalda y se volvió hacia nosotros.
—En resumen —nos informó con
satisfacción—: Mi examen preliminar en
la escena del crimen era correcto. Como
recordarán, determiné que la causa
probable de la muerte era o bien esta
herida —señaló pinchando en el corte
que dividía el pecho de Pat Spain con su
bisturí— o bien esta otra —la hendidura
en la clavícula de Pat—. De hecho,
cualquiera de ellas pudo causarle la
muerte. En la primera, la cuchilla rebotó
en el borde central del esternón y sesgó
la vena pulmonar.
Cooper separó del cuerpo la piel de
Pat, con delicadeza, sosteniendo el
doblez entre el pulgar y el índice, y
señaló con su bisturí para asegurarse de
que Richie y yo viéramos exactamente a
qué se refería.
—En ausencia de ninguna otra
herida o de tratamiento médico, esta
herida habría ocasionado la muerte en
aproximadamente
veinte
minutos,
mientras la cavidad pectoral del
individuo iba llenándose de sangre. Sin
embargo, en atención a lo ocurrido, esta
secuencia de acontecimientos se
interrumpió.
Dejó que la piel cayera de nuevo en
su sitio y alargó la mano para curiosear
bajo la clavícula.
—Esta es la herida que resultó
mortal. La cuchilla penetró entre la
tercera y la cuarta costillas, en la línea
clavicular, y causó una laceración de un
centímetro en el ventrículo derecho del
corazón. La hemorragia debió de ser
rápida y abundante. La caída de la
tensión arterial lo dejó seguramente
inconsciente al cabo de unos quince o
veinte segundos y lo llevó a la muerte
unos dos minutos después. La causa de
la muerte fue el desangramiento.
De manera que Pat no pudo haberse
deshecho del arma, aunque a esas alturas
yo ya no creía que lo hubiera hecho él.
Cooper colocó el bisturí en la bandeja
del instrumental y le hizo un gesto con la
cabeza a su asistente, que andaba
enhebrando una gruesa aguja curva y
tarareando para sí.
—¿Y el mecanismo de muerte? —
quise saber.
Cooper suspiró.
—Según tengo entendido, por el
momento barajan la hipótesis de que, en
el momento de las muertes, había una
quinta persona en la casa —dijo.
—Eso es lo que apuntan las pruebas.
—Humm… —murmuró Cooper
alisándose la bata—. Estoy seguro de
que eso les lleva a suponer que este
individuo —indicó con la cabeza a Pat
Spain— fue víctima de un homicidio.
Por desgracia, algunos de nosotros no
podemos permitirnos el lujo de la
suposición. Todas las heridas encajan
con un ataque, pero también podrían
haber sido autoinfligidas. El mecanismo
de muerte no fue ni homicidio ni
suicidio: indeterminado.
El abogado de la defensa iba a
disfrutar de lo lindo con aquel dato.
—Por el momento, podríamos dejar
esa parte de los documentos en blanco y
volver a ellos cuando obtengamos
nuevas pruebas. Si el laboratorio
encuentra restos de ADN bajo las
uñas…
Cooper se inclinó sobre el
micrófono colgante y, sin molestarse en
mirarme, dijo: «Mecanismo de muerte:
indeterminado». Aquella sonrisita suya
pasó por encima de mí para ir a posarse
en Richie.
—Alegre esa cara, detective
Kennedy. Dudo mucho que vaya a haber
ninguna ambigüedad con respecto al
mecanismo de muerte del siguiente
sujeto.
El cuerpo de Emma Spain salió de
un cajón con las sábanas netamente
plegadas a su alrededor, como una
mortaja. Richie se removió junto a mi
hombro y escuché un ruido rápido y
áspero cuando empezó a rascar el
interior de su bolsillo. La niña se había
acurrucado cómodamente en aquellas
mismas sábanas dos noches atrás, tras
recibir un beso de buenas noches. Si el
pensamiento de Richie empezaba a
discurrir en esa línea, calculé que
cuando llegaran las Navidades me
habrían asignado ya un nuevo
compañero. Me moví ligeramente, le di
un codazo con disimulo y carraspeé.
Cooper me dirigió una larga mirada
impertérrita desde el otro lado de
aquella pequeña forma blanca, pero
Richie captó el mensaje y se quedó
quieto. El asistente desplegó las
sábanas.
Conozco a detectives que han
desarrollado la habilidad de desenfocar
la mirada durante las peores partes de la
autopsia. Mientras Cooper viola a los
niños muertos en busca de señales de
violación, el oficial a cargo de la
investigación clava la vista en la nada,
en una imagen borrosa. Yo miro sin
pestañear. Las víctimas no pudieron
escoger entre sufrir o no lo que les
sucedió. Ya me siento lo bastante
afortunado de estar vivo junto a ellas
para
atreverme
a
pensar
que
contemplarlas
pueda
herir
mi
sensibilidad.
El caso de Emma era peor que el de
Patrick, no sólo porque fuera una niña,
sino porque no mostraba heridas. Quizá
suene retorcido, pero, cuanto más graves
son las lesiones, más fácil resulta la
autopsia. Cuando te enfrentas a un
cadáver macerado que parece proceder
de un matadero, las incisiones y el
chasquido que se oye al levantarle la
tapa del cráneo no te causan tanta
impresión. Las heridas dan al policía
que llevas dentro algo en que
concentrarse: transforman a la víctima
en un espécimen compuesto de
interrogantes que exigen una respuesta
urgente y pistas frescas. Emma no era
más que una niñita de piececillos
descalzos, plantas suaves y naricilla
respingona y pecosa, con la camiseta del
pijama remangada y el ombligo al aire.
Cualquiera habría jurado que tenía un
aliento de vida, que bastaría con
susurrarle las palabras precisas al oído
o tocarla en un punto concreto para
despertarla. Lo que Cooper estaba a
punto de hacerle en nuestro nombre era
una docena de veces más brutal que
cualquier cosa que le hubiera hecho el
asesino.
El asistente retiró las bolsas de
papel en las que le habían envuelto las
manos para no contaminar las pruebas, y
Cooper se inclinó sobre ella con una
espátula para rasparle las uñas y tomar
muestras.
—¡Vaya! —dijo de repente—. ¡Qué
interesante!
Asió unas pinzas, las acercó a la
mano derecha de la cría y se enderezó
con las pinzas en alto.
—Tenía esto entre los dedos índice y
corazón —comentó.
Cuatro pelos rubios y finos. Un
hombre rubio agachado sobre la cama
de volantes color de rosa, esa niñita
luchando…
—ADN. ¿Tenemos suficiente para
comprobarlo? —quise saber.
Cooper me dedicó una leve sonrisa.
—Controle su entusiasmo, detective.
Obviamente, se requiere un estudio
microscópico, pero, a juzgar por el
color y la textura, todo apunta a que
estos cabellos pertenecen a la propia
víctima.
Los guardó en una bolsa de pruebas,
sacó su pluma y se encorvó para
garabatear algo en la etiqueta.
—En el supuesto de que las pruebas
confirmen la teoría preliminar de la
asfixia, diría que las manos le quedaron
atrapadas bajo la cabeza a causa de la
presión de la almohada o del arma
empleada y que, incapaz de agarrar al
atacante, se aferró a sus propios
cabellos en los últimos instantes de
conciencia.
Y entonces Richie se marchó. Al
menos logró no atravesar la pared de un
puñetazo ni vomitar las tripas en el
suelo. Simplemente giró sobre sus
talones, salió de la sala y cerró la puerta
tras él.
El ayudante soltó una risilla,
mientras que Cooper se limitó a dirigir
una larga y gélida mirada hacia la
puerta.
—Disculpe al detective Curran —
dije.
Cooper posó en mí aquella misma
mirada.
—No estoy acostumbrado a que
interrumpan mis autopsias sin una razón
excelente —replicó—. ¿Tienen usted o
su colega alguna razón excelente?
Richie acababa de echar por tierra
sus probabilidades de poner a Cooper
de su lado. Y ese era el menor de
nuestros problemas. Poco importaban
los comentarios acerca de Richie que
Quigley hubiera lanzado en la sala de la
brigada, porque no iban a ser nada en
comparación con lo que le esperaba a
partir de aquel momento si no volvía a
meter el trasero en la morgue y
presenciaba aquella autopsia hasta el
final. Hablábamos de un apodo para
toda la vida. No era probable que
Cooper difundiera el rumor, porque
considera que está por encima de los
cotilleos, pero el destello en los ojos
del ayudante me indicaba que él sí se
moría de ganas de hacerlo.
Mantuve la boca cerrada mientras
Cooper proseguía con el examen
externo. Por suerte, no hubo más
sorpresas desagradables. La altura de
Emma estaba por encima de la media
para una niña de seis años, el peso era
correcto y su estado de salud, bueno. No
había fracturas curadas, marcas de
quemaduras ni cicatrices, ninguna de las
espantosas huellas que dejan los malos
tratos físicos o los abusos sexuales.
Tenía los dientes limpios, sanos y sin
empastes; las uñas limpias y cortas, y le
habían cortado el pelo no hacía mucho.
Durante su breve vida, la habían
cuidado bien.
No
presentaba
hemorragias
conjuntivales en los ojos ni morados en
los labios que indicaran que le habían
presionado algo contra la boca, nada
que nos revelara ninguna pista sobre qué
le había hecho el asesino. Entonces
Cooper iluminó el interior de la boca de
Emma con su lápiz linterna como si
fuera su pediatra y murmuró:
—Humm.
Agarró de nuevo sus pinzas, inclinó
la cabeza de la cría hacia atrás y
maniobró con ellas en las profundidades
de su garganta.
—Si lo recuerdo correctamente —
dijo—, en la cama de la víctima había
varios
cojines
con
animales
antropomórficos bordados en lana
multicolor.
Gatitos y cachorrillos de perro
devolviéndonos la mirada a la luz de la
linterna.
—Así es —corroboré.
Cooper sacó las pinzas de la boca
de la niña con un gesto dramático.
—En tal caso —dijo—, creo que
tenemos una prueba de la causa de la
muerte.
Un filamento de lana. Estaba
empapado y oscurecido, pero, cuando se
secara, sería de color rosa pastel. Pensé
en las orejas puntiagudas del gato, en la
lengua fuera del perrito.
—Tal como acaba de ver —continuó
Cooper—, la asfixia a menudo deja tan
pocas señales que es imposible
establecerla de manera conclúyeme. No
obstante, en este caso, si esta lana
coincide con la de esos cojines, no
hallaré dificultades para afirmar que la
víctima fue asfixiada con uno de los
cojines de su cama. La Policía
Científica se encargará de identificar el
arma específica. La causa de la muerte
fue la anoxia o bien el paro cardíaco
debido a la anoxia. El mecanismo de
muerte fue el homicidio.
Dejó caer la brizna de lana en una
bolsa de pruebas. Mientras la cerraba
herméticamente, asintió levemente y en
su rostro se dibujó una breve sonrisa de
satisfacción.
El examen interno corroboró lo que
ya sabíamos: era una niña sana; nada
indicaba que hubiera estado enferma o
herida en su vida. El estómago de Emma
contenía una mezcla parcialmente
digerida a base de carne picada, puré de
patatas, verduras y fruta; es decir, pastel
de carne con macedonia de frutas de
postre, ingeridos unas ocho horas antes
de morir. Los Spain parecían el tipo de
gente que cena en familia y me pregunté
por qué Pat y Emma no habían cenado lo
mismo aquella noche, pero era una
nimiedad que podía quedar sin
explicación. Un estómago revuelto que
no tolera bien el pastel de carne, una
niña a la que le dan de cenar lo que se
ha negado a comer a mediodía: el
asesinato barre las pequeñas cosas y
hace que se pierdan para siempre en el
ir y venir de ese tsunami rojo.
Cuando el asistente empezó a
coserla de nuevo, pregunté:
—Doctor Cooper, ¿me concedería
dos minutos para ir en busca del
detective Curran? Querrá estar presente
en el resto del proceso.
Cooper se quitó los guantes
ensangrentados.
—No estoy seguro de qué le hace
pensar tal cosa. El detective Curran ha
tenido la oportunidad de ver «el resto
del proceso», tal como usted lo llama.
Pero, al parecer, se considera por
encima de tal mundanidad.
—El detective Curran se ha
presentado directamente tras una misión
de vigilancia que lo ha mantenido en pie
toda la noche. No ha podido ignorar la
llamada de la naturaleza, y no quería
interrumpir su trabajo volviendo a
entrar. No creo que haya que penalizarlo
por haber pasado doce horas seguidas
de servicio.
Cooper me lanzó una mirada de
asco, suficiente para insinuarme que
debería haberme buscado una excusa
más creativa.
—Le aseguro que las supuestas
necesidades del detective Curran me
traen sin cuidado.
Dio media vuelta para tirar sus
guantes en el contenedor de material de
riesgo biológico; el sonido metálico de
la tapa puso fin a nuestra conversación.
—Al detective Curran le gustará
estar presente durante la autopsia de
Jack Spain —aclaré
en tono
conciliatorio—. Y yo creo que es
importante que la presencie. Pienso
hacer todo cuanto esté en mi mano para
asegurarme de que esta investigación
recibe toda la atención que merece y me
gustaría pensar que todos los implicados
harán lo mismo.
Cooper volvió a girar sobre sus
talones, tomándose su tiempo, y me miró
con ojos de tiburón.
—Sólo por curiosidad —dijo—,
permítame preguntarle algo: ¿intenta
decirme cómo dirigir mis autopsias?
No pestañeé.
—No —respondí con calma—. Lo
que le estoy diciendo es cómo dirijo yo
mis investigaciones.
Tenía los labios más fruncidos que
el ano de un gato, pero al final se
encogió de hombros.
—Tengo previsto pasarme el
próximo cuarto de hora dictando las
notas sobre Emma Spain. Luego
empezaré con Jack Spain. Quien esté en
la sala cuando empiece la autopsia
podrá permanecer en ella. Pero quien no
esté presente en ese momento, que se
abstenga de interrumpir.
Ambos sabíamos que yo acabaría
pagando aquello antes o después.
—Gracias, doctor —dije—. Se lo
agradezco.
—Créame, detective, no tiene nada
que agradecerme. No tengo intención
alguna de desviarme un solo milímetro
de mi rutina habitual, ni por usted ni por
el detective Curran. Y ya que estamos,
creo conveniente informarle de que mi
rutina habitual no incluye estar de
cháchara entre las autopsias.
Dicho lo cual me dio la espalda y
empezó a hablar de nuevo al micrófono
colgante.
De camino hacia la puerta, cuando
Cooper no me veía, tropecé con la
mirada de su asistente y lo señalé con un
dedo. Trató de poner cara de inocencia y
perplejidad, cosa que no le pegaba en
absoluto, pero le sostuve la mirada hasta
que se vio obligado a parpadear. Si
aquel rumor se difundía, ahora sabía a
por quién iba a ir.
La hierba todavía estaba cubierta de
rocío, pero el día se había iluminado
con el tono gris perlado de la mañana.
El hospital empezaba a desperezarse
para una nueva jornada. Dos ancianas
con sus mejores abrigos se animaban la
una a la otra en las escaleras, hablando a
voz en grito sobre cosas que yo habría
preferido no oír, y un tipo joven en
pijama estaba apoyado junto a la puerta
fumándose un cigarrillo.
Richie estaba sentado en una tapia
baja que había cerca de la entrada, con
la vista clavada en sus zapatos y las
manos metidas hasta el fondo de los
bolsillos de su chaqueta. La prenda en
cuestión era bastante decente, gris y de
buen corte, pero él lograba que
pareciera una simple cazadora vaquera.
No alzó la vista cuando mi sombra
se posó sobre él.
—Lo siento —dijo.
—No hay nada de que disculparse,
al menos ante mí.
—¿Ha terminado?
—Ha terminado con Emma. Está a
punto de empezar con Jack.
—Dios santo… —exclamó Richie
en voz baja, mirando al cielo.
No me quedó claro si blasfemaba o
rezaba.
—Los niños son lo peor —dije—.
De eso no cabe duda. Todos fingimos
indiferencia, pero lo cierto es que nos
destroza cada puñetera vez. No eres el
único a quien le afecta.
—Estaba seguro de que podía
soportarlo, convencidísimo.
—Y ese es el modo correcto de
pensar. Siempre hay que pensar en
positivo. En este oficio, las dudas
pueden matarte.
—Jamás me había desmoronado de
esa manera. Lo juro. De hecho,
sobrellevé bastante bien la escena del
crimen, sin problemas.
—Sí, estuviste fantástico. Pero la
escena del crimen es diferente. La
primera vez que la ves es horroroso,
pero ahí acaba lo peor, la cosa no va a
más.
Vi como se le movía la nuez al tragar
saliva. Al cabo de un momento, dijo:
—Quizá no esté hecho para esto.
Aquellas palabras sonaron como si
le lastimaran la garganta.
—¿Estás seguro de querer estarlo?
—Es lo que siempre he querido.
Desde que era niño. Desde que vi un
programa en la tele, un documental, no
una reconstrucción de esas de tres al
cuarto.
Richie me miró de reojo para
comprobar si me estaba riendo de él.
—Era un caso antiguo, de una niña
asesinada en el campo. El detective
explicaba cómo lo habían resuelto. Me
pareció el tipo más listo que había visto
nunca, ¿sabes? Mucho más inteligente
que los profesores universitarios y esa
clase de gente, porque aquel tipo
resolvía las cosas de verdad, cosas
importantes. Entonces pensé… «A eso
es a lo que quiero dedicarme».
—Y es lo que estás aprendiendo a
hacer ahora. Tal como te dije ayer, se
tarda un tiempo. No puedes esperar
tenerlo todo bajo control en tu primer
día.
—Sí —replicó Richie—. O eso, o
ese tal Quigley tiene razón y debería
volver a Vehículos Motorizados y pasar
más tiempo arrestando a mis primos.
—¿Fue eso lo que te dijo ayer?
¿Mientras yo estaba con el comisario?
Richie se pasó una mano por el pelo.
—No
tiene
importancia
—
respondió, cansado—. Me importa un
comino lo que diga Quigley. Lo que me
preocupa es que tenga razón.
Limpié el polvo de la tapia y me
senté junto a él.
—Richie, muchacho, deja que te
pregunte algo.
Volvió la cabeza hacia mí. Tenía de
nuevo esa mirada de haberse intoxicado
con la comida. Rogué al cielo que no me
vomitara sobre el traje.
—Supongo que sabes que soy el
detective con mayor tasa de resolución
de homicidios de esta brigada.
—Sí. Lo supe al incorporarme.
Cuando el comisario me emparejó
contigo, quedé encantado.
—Y ahora que has tenido la
oportunidad de verme trabajando, ¿a qué
crees que se debe esa tasa de
resolución?
Richie pareció incómodo. Era
evidente que se había formulado la
misma pregunta y que no había logrado
dar con una respuesta.
—¿Crees acaso que es porque soy el
tipo más listo de la brigada?
Hizo un gesto a medio camino entre
un encogimiento de hombros y un
espasmo.
—¿Cómo voy a saberlo?
—En otras palabras: no. Entonces
¿es quizá porque soy adivino, como esos
que salen en la tele?
—Tal como ya he dicho, ¿cómo voy
a…?
—¿Cómo vas a saberlo tú? De
acuerdo. Entonces déjame que sea yo
quien lo diga: mi cerebro y mi instinto
no son mejores que los de cualquier otra
persona.
—Yo no he dicho eso.
En la pálida luz de la mañana, su
rostro parecía contrariado y ansioso,
desesperadamente joven.
—Lo sé. Pero eso no quita que sea
verdad: no soy ningún genio. Me habría
encantado serlo. Durante un tiempo,
cuando empecé, estaba convencido de
que tenía un don especial. No me cabía
ninguna duda de ello.
Richie me observaba, receloso,
intentando discernir si le estaba tomando
el pelo.
—¿Cuándo…? —preguntó.
—¿Cuándo caí en la cuenta de que
no era un superhombre?
—Sí, supongo que era eso lo que iba
a preguntar.
Las montañas quedaban ocultas por
la niebla; sólo se divisaban pequeñas
motas de verde, que aparecían y
desaparecían intermitentemente. No
había modo de precisar dónde acababa
la tierra y dónde empezaba el cielo.
—Probablemente, mucho después de
lo que habría sido aconsejable —
respondí—. No recuerdo el momento
exacto. Digamos que, a medida que fui
haciéndome mayor y más sabio, me
resultó evidente. Cometí algunos errores
que no debería haber cometido, se me
pasaron por alto algunos detalles que un
superhombre habría detectado. Pero,
sobre todo, trabajé con un par de tipos
que me enseñaron cómo quería ser yo. Y
resulta que soy lo bastante listo para
captar la diferencia cuando la tengo
delante de las narices. Lo bastante listo
para saber que no soy tan listo, supongo.
Richie no dijo nada, pero me
prestaba atención. La lucidez empezaba
a aflorar en su rostro y a disipar todo lo
demás; casi volvía a parecer un policía.
—Descubrir que no era nada
especial fue una sorpresa muy
desagradable —proseguí—. Pero, tal
como ya te he dicho, cada cual trabaja
con lo que tiene a mano. De otro modo,
será mejor que te compres un billete
sólo de ida para el tren hacia el fracaso.
—Entonces
¿la
tasa
de
resolución…? —preguntó Richie.
—La tasa de resolución, sí —
respondí—. Mi tasa de resolución es la
que es por dos motivos: porque me dejo
la piel trabajando y porque mantengo el
control. Sobre las situaciones, sobre los
testigos, sobre los sospechosos y,
principalmente, sobre mí mismo. Si
consigues ser bueno en eso, puedes
compensar prácticamente todo lo demás.
Pero si no lo eres, Richie, si pierdes el
control, entonces poco importa que seas
un genio: lo mejor es que recojas los
trastos y te vayas a casita. Olvida la
corbata, olvida tus técnicas de
interrogatorio, olvida todo lo que hemos
estado hablando durante las dos últimas
semanas. Son sólo síntomas. En el
fondo, todo lo que te he explicado hasta
ahora se reduce al control. ¿Entiendes lo
que intento decirte?
La boca de Richie empezaba a
convertirse en una línea dura, justo lo
que yo quería ver.
—Yo sé controlarme. Lo que ocurre
es que Cooper me ha sorprendido con la
guardia baja.
—Pues que no vuelva a suceder.
Se mordisqueó el interior del
carrillo.
—Sí. De acuerdo. No volverá a
suceder.
—Eso creía.
Le di una palmadita en el hombro y
añadí:
—Concéntrate en lo positivo,
Richie. Existe una probabilidad
considerable de que esta sea la peor
mañana de tu vida, y aún sigues en pie.
Si en sólo tres semanas en el trabajo ya
has descubierto que no eres un
superhombre, puedes darte con un canto
en los dientes.
—Quizá.
—Créeme. Tienes el resto de tu
carrera para alinearte con tus objetivos.
Y eso es un regalo, amigo mío. No lo
desperdicies.
Las desgracias del día empezaban a
llegar al hospital: un tipo vestido con un
mono de trabajo presionaba un trapo
ensangrentado contra su mano, una joven
con cara de preocupación sostenía en
brazos a un bebé con la mirada
perdida… El reloj de Cooper seguía
marcando las horas, pero la idea de
regresar a la morgue tenía que salir de
Richie, no de mí.
—Además, en la brigada van a
burlarse de mí para siempre, ¿no es
cierto? —preguntó.
—No te preocupes por eso. Lo tengo
todo controlado.
Me miró de frente por primera vez
desde que había salido a verlo.
—No quiero que cuides de mí. No
soy ningún niño. Soy capaz de luchar
mis propias batallas.
—Eres mí compañero —aclaré—.
Mi trabajo es lucharlas contigo.
Aquello lo pilló por sorpresa. Vi
que algo cambiaba en su rostro mientras
lo asimilaba. Al cabo de un momento
asintió.
—¿Todavía puedo…? ¿Me dejará
regresar el doctor Cooper? —preguntó.
Comprobé mi reloj.
—Si nos damos prisa, sí.
—Bien —dijo Richie.
Exhaló un largo suspiro, se pasó las
manos por el cabello y se puso en pie.
—Entonces, regresemos.
—Bien hecho. Una cosa más, Richie.
—¿Sí?
—No dejes que esto te afecte. Ha
sido un simple tropiezo. Tienes todo lo
que se necesita para ser un detective de
Homicidios.
Asintió.
—Voy a intentarlo con todas mis
fuerzas. Gracias, detective Kennedy.
Gracias.
Se arregló la corbata y ambos nos
dirigimos de nuevo al hospital,
caminando el uno junto al otro.
Richie superó la autopsia de Jack. Fue
un trance muy duro: Cooper se tomó su
tiempo y se aseguró de que
apreciáramos perfectamente cada detalle
y, si Richie hubiera apartado la mirada
una sola vez, habría significado su fin.
Pero no lo hizo. Observó con atención
sin retorcerse, sin apenas pestañear.
Jack había sido un niño sano y bien
nutrido, alto para su edad; activo, a
juzgar por las costras que tenía en las
rodillas y los codos. Había comido
pastel de carne y macedonia de frutas
más o menos a la misma hora que Emma.
Los residuos que tenía detrás de las
orejas indicaban que si bien lo habían
bañado, se había movido demasiado
para que pudieran aclararle el champú
correctamente. Luego lo habían acostado
y, en mitad de la noche, alguien lo había
asesinado, supuestamente asfixiándolo
con una almohada; sin embargo, esta vez
no había modo de asegurarlo. No
presentaba heridas defensivas, pero
Cooper señaló que eso no significaba
nada: tanto podía haber muerto mientras
dormía como haber gritado durante sus
últimos segundos de vida contra la
almohada que le impidió luchar. El
rostro de Richie se había hundido
alrededor de la boca y la nariz, como si
hubiera perdido cinco kilos desde que
habíamos entrado en el depósito.
Salimos a la hora del almuerzo, pero
ninguno de los dos tenía hambre. La
niebla se había disipado con el calor del
día, pero seguía estando oscuro como al
anochecer; el cielo estaba densamente
nublado y, en el horizonte, las montañas
eran de un verde sombrío. El tráfico en
el hospital había aumentado: gente que
entraba y salía, una ambulancia de cuyo
interior bajaban a un joven con un mono
de motorista y una pierna en un ángulo
imposible, las chicas de la limpieza que
reían sin poder contenerse de algo que
una de ellas enseñaba en su móvil.
—Lo has conseguido. Bien hecho,
detective —felicité a Richie.
Richie emitió un sonido ronco, a
medio camino entre un acceso de tos y
una arcada. Yo aparté mi abrigo de su
camino, pero se restregó la boca con una
mano y logró contenerse.
—Por los pelos, pero sí.
—Eso es lo que crees —repliqué—,
pero la próxima vez que tengas ocasión
de dormir, necesitarás tomarte dos
chupitos de whisky antes. No lo hagas.
Lo que menos te conviene es tener
pesadillas y no ser capaz de despertarte.
—Jesús —dijo Richie en voz baja
para sí.
—Concéntrate en el premio. El día
en que sentencien a nuestro hombre a
cadena perpetua, será la guinda del
pastel y sabrás que has marcado todas
las casillas del proceso.
—Eso será si lo atrapamos. Si no…
—Nada de «sis», amigo. No es así
como funciono. Es nuestro.
Richie seguía con la mirada perdida
en la nada. Me acomodé de nuevo en la
tapia y saqué mi móvil para darle la
oportunidad de respirar hondo unas
cuantas veces.
—Vamos a ponernos al día —añadí,
mientras llamaba—. Veamos qué ha
sucedido en el mundo real.
Dicho lo cual, Richie se despertó y
vino a sentarse junto a mí.
Primero telefoneé a la central:
O’Kelly debía de querer que lo pusiera
al corriente y aprovechar la oportunidad
para decirme que dejara de hacer el
pamplinas y atrapara a alguien de una
vez, cosas ambas que estaba dispuesto a
concederle, si bien yo también quería
que me informara de algunos aspectos.
Los rastreadores habían encontrado un
pequeño alijo de hachís, una cuchilla de
afeitar de mujer y un molde para
pasteles. El equipo subacuático había
encontrado una bicicleta oxidada y una
pila de escombros; seguían buscando,
pero las corrientes eran muy fuertes y no
albergaban demasiadas esperanzas de
que los objetos de menores dimensiones
hubieran permanecido inmóviles durante
más de una o dos horas. Bernadette nos
había
asignado
una
sala
de
investigación, una de las buenas, con
escritorios suficientes, una pizarra
blanca de un tamaño decente y un
reproductor de DVD y vídeo operativo,
para que alguien pudiera encargarse de
revisar el metraje del circuito cerrado
de televisión y las películas caseras de
los Spain. Un par de refuerzos se
ocupaban de forrar las paredes con
fotografías de la escena del crimen,
mapas y listas, así como de organizar
los horarios de atención al teléfono de
colaboración ciudadana. El resto estaba
realizando trabajo de campo; habían
acometido el largo proceso de hablar
con cualquiera cuyo camino se hubiera
cruzado en algún momento con el de los
Spain. Uno de ellos había localizado a
los amigos de la guardería de Jack: la
mayoría no había sabido nada de los
Spain desde el mes de junio, cuando la
escuela había cerrado para las
vacaciones de verano. Una madre
informó de que, desde entonces, Jack
había estado en su casa un par veces
para jugar con su hijo, pero en agosto
Jenny había dejado de devolverle las
llamadas. La mujer había añadido que
esa actitud le había parecido impropia
de Jenny.
—Bien —dije cuando colgué—. Una
de las hermanas es una mentirosa: Fiona
o Jenny, ¿tú por quién apuestas?
Sabemos que, desde este verano, Jenny
se comportaba de manera extraña con
los amiguitos de Jack. Necesitaremos
una explicación a eso.
Ahora que tenía algo en qué
concentrarse, Richie parecía haber
recobrado la salud.
—Quizá esa mujer hizo algo que
molestó a Jenny, tan sencillo como eso.
—O quizá a Jenny le avergonzara
admitir que habían tenido que sacar a
Jack de la guardería. Pero es posible
que algo más la preocupara. Quizá el
marido de esa mujer fuera demasiado
amistoso, o tal vez uno de los empleados
de la escuela hubiera hecho algo que
asustó a Jack y Jenny no estuviera segura
de cómo manejar el asunto… En
cualquier caso, necesitamos averiguarlo.
Recuerda la regla número dos o el
número que fuera: los comportamientos
extraños son un regalo para nosotros.
Estaba marcando el número del
contestador cuando sonó el teléfono. Era
el genio informático, Kieran o como se
llamase, y empezó a hablar antes incluso
de que yo dijera mi nombre.
—He intentado recuperar el historial
de navegación para ver qué era tan
importante como para que alguien
quisiera borrarlo. Hasta el momento, si
quiere que le sea sincero, es bastante
decepcionante.
—Aguarda un segundo —dije.
No había nadie que pudiera escuchar
la conversación, así que activé el
altavoz del teléfono.
—Adelante.
—Tengo un puñado de URL, enteras
o parciales, pero corresponden a eBay, a
sitios web para mamas y niños, a un par
de páginas de deportes, a un foro de
hogar y jardín y a una web que vende
ropa interior femenina, cosa que a mí me
ha resultado entretenida, pero que no
creo que a ustedes les sirva de mucho.
Me esperaba, qué sé yo, una operación
de contrabando, peleas de perros o algo
por el estilo. No veo el motivo por el
que su hombre querría borrar la talla de
sujetador de la víctima.
Sonaba
más
intrigado
que
decepcionado.
—Quizá no su talla de sujetador —
aventuré—. Pero los foros son otra
historia. ¿Algún indicio de que los Spain
tuvieran problemas en el ciberespacio?
¿Alguien a quien cabrearan? ¿Alguien
que los estuviera molestando?
—¿Cómo voy a saberlo? Aunque
pueda entrar en una página web, no
tengo modo de comprobar qué hicieron
en ella. En cada foro intervienen, como
mínimo, unos cuantos miles de
miembros. Y aunque partiéramos de la
base de que las víctimas no eran
miembros, sino meros fisgones, no sé en
quién debería concentrar mis esfuerzos.
—¿Verdad que tenían un archivo con
todas sus contraseñas? —preguntó
Richie—. ¿No podrías utilizarlo para
acceder a sus cuentas?
Kieran empezaba a perder la
paciencia ante la estulticia de los
profanos en la materia. El chaval tenía
un umbral de hastío muy bajo.
—¿Utilizarla cómo? ¿Introducir las
contraseñas en cada nombre de usuario
de cada página web del mundo hasta
conseguir iniciar sesión en una de ellas?
No guardaban sus nombres de usuario de
los foros en el archivo de contraseñas;
en la mayoría de los casos ni siquiera
indican el nombre de la web, sólo las
iniciales o alguna seña. Por ejemplo,
tengo una línea aquí en la que dice:
«WW-Emmajack», pero no tengo ni idea
de si WW es Weight Watchers o World
of Warcraff, ni de qué ID han utilizado
en la web que sea de la que estamos
hablando. Tengo el ID de eBay de la
mujer porque he obtenido un par de
resultados en la página de comentarios
al
introducir
«sparklyjenny»,
aleatoriamente, de manera que he
probado a iniciar sesión y ¡bingo!,
estaba dentro. Por si les interesa, los
enlaces llevaban a ropa de niños y
sombra de ojos. Pero no hay más pistas
de esa clase; al menos, no por el
momento.
Richie había sacado su cuaderno y
tomaba notas.
—Comprueba en todas las webs si
hay
algún
usuario
llamado
«sparklyjenny» o variantes de ese
nombre, como «jennysparkly» y cosas
por el estilo. Si no eran muy avezados
con sus contraseñas, apuesto a que
tampoco debían serlo con sus nombres
de usuario.
Casi pude oír a Kieran alzando los
ojos al cielo.
—Sí, eso ya se me había ocurrido.
Por el momento no hemos encontrado
más
«sparklyjennys»,
pero
continuaremos buscando. ¿Hay alguna
posibilidad de obtener los nombres de
usuario de la víctima? Eso nos ahorraría
mucho tiempo.
—Aún no ha recobrado la
conciencia —respondí—. Tiene que
haber un motivo para que nuestro
hombre borrara el historial. Se me
ocurre que quizá hubiera estado
acosando a Pat o a Jenny a través de la
red. Comprueba los comentarios de los
últimos pocos días en cada foro. Si
hubiera ocurrido algo dramático en el
pasado reciente, no debería ser
demasiado difícil de encontrar.
—¿Quién? ¿Yo? ¿Habla en serio?
Consígase a un chaval de ocho años y
póngalo a leer foros hasta que sus
neuronas se suiciden en masa. O mejor
aún: contrate a un chimpancé.
—¿Te has percatado de la cantidad
de atención que ha suscitado este caso
en los medios de comunicación,
muchacho? Necesitamos a las personas
más capacitadas para ocuparse de él, en
todos y cada uno de los estadios. Aquí
no valen chimpancés.
Kieran emitió un largo suspiro de
exasperación, pero no discutió.
—Para empezar, concéntrate en la
última
semana.
Si
necesitamos
retroceder más, lo haremos a su debido
tiempo.
—¿A quién se refiere con
«necesitamos», amigo mío? No quiero ir
de listillo, pero recuerde que, a medida
que el programa de recuperación vaya
restableciendo datos, es muy probable
que aparezcan más sitios web. Si sus
víctimas consultaron un puñado de foros
distintos, mis muchachos y yo podemos
echarles un vistazo o comprobarlos en
profundidad, como usted prefiera.
—Echen un vistazo a los foros de
deportes, a menos que detecten algo
raro. Estén atentos a cualquier incidente
reciente. Y revisen en profundidad los
foros de madres e hijos y de hogar y
jardín.
Tanto en internet como en la vida
real, las mujeres son quienes hablan.
—Temía que dijera eso —gruñó
Kieran—. El foro de madres es como el
Apocalipsis: hay una especie de guerra
nuclear en curso sobre cómo controlar el
llanto. Me habría parecido estupendo
vivir el resto de la vida sin
averiguarlo…
—Como suele decirse, colega, el
saber no ocupa lugar. Tendrás que
aguantarte. Buscamos a una madre, ama
de casa, con experiencia profesional en
relaciones públicas, una hija de seis
años, un hijo de tres, una hipoteca con
cuotas atrasadas, un marido a quien
despidieron en febrero y un variopinto
abanico de problemas económicos. O
eso es lo que creemos por ahora.
Podríamos
estar
absolutamente
equivocados, pero por el momento
tendremos que conformarnos con eso.
Richie levantó la vista de su
cuaderno de notas.
—¿A qué te refieres?
—A que, en internet, Jenny podría
ser madre de siete hijos, regentar una
correduría de Bolsa y tener una mansión
en los Hamptons —aclaré—. O vivir en
una comuna hippie en Goa. La gente
miente en internet. Todo el mundo lo
sabe.
—Mienten como bellacos —convino
Kieran—. Todo el tiempo.
Richie me miraba con escepticismo.
—En las páginas web de citas, sí,
desde luego. Te añades unos cuantos
centímetros de estatura, te quitas unos
cuantos kilos de peso, te dotas de una
licenciatura o un doctorado e insinúas
que compras sólo en tiendas de lujo.
Pero ¿por qué contar mentiras a otras
mujeres a las que nunca verás en
persona? ¿Qué ganas con eso?
Kieran soltó una carcajada.
—Déjame que te pregunte algo,
colega. ¿Tu media naranja se conecta
alguna vez a internet?
—Si no soportas tu vida, hoy en día
te conectas a internet y te inventas otra
distinta —expliqué—. Si la gente con
quien hablas se cree que eres una
estrella del rock, te tratarán como a una
estrella del rock, y, si te tratan así, así
será como te sientas. Si lo piensas bien,
no es tan distinto de ser una verdadera
estrella del rock, al menos una parte del
tiempo.
La mirada de Richie se tornó todavía
más escéptica.
—La diferencia está precisamente en
que no eres una estrella del rock. Sigues
siendo Fulanito de Tal, del departamento
de contabilidad. Sigues sentándote en tu
apartamento de una sola cama en
Blanchardstown y alimentándote de
comida basura, aunque todo el mundo
crea que estás bebiendo champán en un
hotel de cinco estrellas en Mónaco.
—Sí y no, Richie. Los seres
humanos no son tan simples. La vida
sería mucho más fácil si lo único que
importara es quién eres de verdad, pero
somos animales sociales. Lo que otras
personas crean que eres, lo que tú
mismo creas que eres: todo eso también
importa. Todo eso marca una diferencia.
—Básicamente —intervino Kieran
con entusiasmo—, las personas cuentan
chorradas para impresionar a los demás.
No es ninguna novedad. Lo han hecho
desde que existe el mundo, y ahora el
ciberespacio no hace más que
facilitarles las cosas.
—Esos foros podrían haber sido el
lugar donde Jenny se evadía de las cosas
que no funcionaban en su vida —añadí
—. Podría haber fingido ser cualquiera.
Richie sacudió la cabeza, pero su
mirada había pasado del escepticismo a
la perplejidad.
—Entonces ¿qué quieren que
busque? —preguntó Kieran.
—Estate atento por si algún perfil
encaja con su descripción, el hecho de
que no haya coincidencias no descarta
su presencia. Mantente ojo avizor con
respecto a cualquiera que esté teniendo
problemas graves con otro usuario,
cualquiera que mencione que lo están
acosando u hostigando, ya sea en
internet o en la vida real, o cualquiera
que comente que están acosando a su
marido o a su hijo. Si encuentras algo
interesante, llámanos. ¿Ha habido suerte
con los correos electrónicos?
Un tintineo de llaves de fondo.
—Hasta el momento, sólo hemos
conseguido un puñado de fragmentos.
Tengo un mensaje de una tal Fi, de
marzo, preguntando si Emma tiene el
pack completo de Dora, la exploradora,
y alguien que, desde la casa, envió un
curriculum a una agencia de trabajo en
el mes de junio. Aparte de eso, todo lo
que tenemos se reduce básicamente a
correo basura… A menos que
«Alárguese el pene para darle más
placer» sea un mensaje cifrado, no
tenemos nada.
—Entonces seguid buscando —
ordené.
—Tranquilo —replicó Kieran—. Tal
como usted mismo ha dicho, su hombre
no borró el historial de esta máquina
sólo para hacer alarde de su chifladura.
Antes o después aparecerá algo.
Y colgó.
—Ahí sentado, en medio de la nada
—comentó Richie en voz baja—,
fingiendo ser una estrella del rock ante
personas a las que nunca conocerás. Hay
que estar muy, muy solo en el mundo
para hacer algo así.
Desactivé el altavoz del móvil, por
si acaso, para comprobar mi buzón de
voz. Richie captó la indirecta, se alejó
de mí sin bajarse de la tapia y escudriñó
su cuaderno como si tuviera la dirección
de la casa del asesino escrita en alguna
parte. Había cinco mensajes. El primero
era de O’Kelly, a primerísima hora de la
mañana: quería saber dónde estaba, por
qué Richie no había conseguido arrestar
a nuestro hombre anoche, si Richie
llevaba puesto algo que no fuera un
chándal brillante y si había cambiado de
opinión y prefería formar equipo con un
detective de Homicidios de verdad para
investigar este caso. La segunda llamada
era de Geri disculpándose una y otra vez
por lo ocurrido la noche anterior y
deseándome buena suerte en el trabajo y
que Dina estuviera ya mejor: «Escucha
lo que te digo, Mick, si no se ha
recuperado, puede pasar la noche en
casa, sin problemas: Sheila se encuentra
mejor y Phil sólo ha vomitado una vez
desde medianoche, así que puedes
traerla a casa cuando quieras. Lo digo
en serio». Intenté no pensar en si Dina se
habría despertado y qué le habría
parecido encontrarse encerrada en casa.
El tercer mensaje era de Larry. Él y
sus muchachos habían procesado
informáticamente las huellas del nido
del francotirador, sin resultados: aquel
individuo no estaba fichado. El cuarto
mensaje pertenecía de nuevo a O’Kelly:
idéntico al anterior, salvo que esta vez
lo había adornado con unos cuantos
insultos. El quinto había entrado hacía
sólo veinte minutos; era de uno de los
médicos de planta del hospital: Jenny
Spain se había despertado.
Uno de los motivos por los que
adoro trabajar en Homicidios es que las
víctimas están, por regla general,
muertas. Sus amistades y parientes
siguen, lógicamente, con vida, pero
podemos darles unas palmaditas en el
hombro y después enviarlos a la sección
de apoyo a las víctimas tras haberlos
interrogado una o tal vez dos veces, a
menos que sean sospechosos, en cuyo
caso hablar con ellos no te machaca el
cerebro del mismo modo. No
acostumbro
a
compartir
estos
pensamientos (pues podrían tomarme
por un psicópata o, peor aún, por un
pelele), pero prefiero un niño muerto, en
cualquier circunstancia, a un niño
llorando a moco tendido mientras
intentas que te explique qué hizo
después aquel hombre tan malo. Los
muertos no se presentan en las puertas
de la comisaría llorando para suplicar
respuestas, no tienes que forzarlos a
revivir cada momento atroz y, sobre
todo, no tienes que preocuparte por qué
pasará con sus vidas si la fastidias. Se
quedan tranquilitos en el depósito, a
años luz de todo lo que yo pueda hacer
bien o mal, y me dan libertad para
concentrarme en las personas que las
han enviado a ese sitio.
Con esto quiero decir que visitar a
Jenny Spain en el hospital era mi peor
pesadilla laboral hecha realidad. Una
parte de mí había estado rezando por
recibir la otra llamada telefónica, la
llamada que nos informara de que nos
había dejado sin recobrar la conciencia,
de que su dolor había terminado.
Richie había vuelto la cabeza en mi
dirección y caí en la cuenta de que
estaba apretando el móvil con todas mis
fuerzas.
—¿Hay novedades? —preguntó.
—Al parecer, sí vamos a poder
preguntarle a Jenny Spain por esos
nombres de usuario —respondí—. Está
consciente. Subamos a verla.
El médico que había fuera de la
habitación de Jenny era rubio y
delgaducho y se esforzaba por parecer
mayor de lo que era peinándose con
raya, como un hombre de mediana edad,
y dejándose una sombra de barba. Tras
él, el uniformado que vigilaba la puerta
(quizá sólo fuera porque estaba cansado,
pero me parecía que todo el mundo tenía
doce años) nos miró a Richie y a mí y se
puso firmes, con la barbilla clavada en
el pecho.
Mostré mi placa.
—Soy el detective Kennedy. ¿Sigue
despierta?
El médico revisó cuidadosamente mi
identificativo, cosa que me pareció
estupenda.
—Sí, así es. Pero dudo de que
disponga usted de mucho tiempo para
interrogarla. Le hemos suministrado una
alta dosis de analgésicos y las lesiones
de esa magnitud dejan a uno, por sí
solas, exhaustos. Diría que no tardará en
dormirse de nuevo.
—Pero ¿está fuera de peligro?
Se encogió de hombros.
—No tenemos ninguna garantía. Su
pronóstico es mejor que hace un par de
horas
y
somos
moderadamente
optimistas con respecto a sus funciones
neurológicas, pero aún existe un riesgo
importante de infección. Dentro de unos
días tendremos una idea más definida.
—¿Ha dicho algo?
—Sabe que tiene una lesión facial,
¿no es cierto? Le cuesta mucho hablar.
Le ha dicho a una de las enfermeras que
tenía sed. Me ha preguntado quién soy y
ha conseguido articular «Me duele» dos
o tres veces antes de que le
aumentáramos la dosis de calmantes.
Eso es todo.
El policía uniformado debería haber
estado dentro de la habitación con ella,
por si se producía algún cambio en ese
sentido, pero yo le había ordenado que
vigilara la puerta y no cabía duda de que
lo estaba haciendo. Me habría gustado
pegarme una patada en el culo a mí
mismo por no encomendárselo a un
detective de verdad con un cerebro que
funcionara en lugar de a un zángano
pubescente.
—¿Lo sabe? ¿Sabe lo de su familia?
—preguntó Richie.
El doctor negó con la cabeza.
—No que yo sepa. Supongo que
padece una ligera amnesia retroactiva.
Es bastante habitual tras sufrir un
traumatismo craneal y suele ser
transitoria, pero, de nuevo, no tenemos
garantías de ello.
—Y usted no se lo ha explicado,
¿verdad?
—He creído que querrían hacerlo
ustedes. Además, no lo ha preguntado.
Ella… Bueno, ya verán a qué me
refiero. Su estado no es demasiado
bueno.
Había estado hablando en voz baja
y, al decir aquello, deslizó los ojos por
encima de mi hombro. Hasta ese
momento yo no había visto a una mujer
dormida en una silla de plástico
apoyada contra la pared del pasillo, con
un gran bolso floreado en el regazo y la
cabeza inclinada en un ángulo doloroso.
No me pareció que tuviera doce años.
Con aquel moño canoso desmadejado y
el rostro hinchado y descolorido por el
llanto y el agotamiento parecía tener al
menos cien, aunque no debían de ser
más de setenta. La reconocí por los
álbumes de fotos de los Spain: era la
madre de Jenny.
El día anterior, los refuerzos le
habían tomado declaración. Tendríamos
que volver a hablar con ella antes o
después, pero en aquel momento ya nos
aguardaba agonía más que suficiente
dentro de la habitación de Jenny como
para tener que empezar a acumularla en
el pasillo.
—Gracias —dije casi en un susurro
—. Si hay alguna novedad, háganoslo
saber.
Entregamos nuestras placas al
zángano, quien las examinó desde todos
los ángulos posibles durante lo que
pareció una semana. La señora Rafferty
movió los pies y gimió en sueños y yo
estuve a punto de apartar al uniformado
de mi camino de un empujón, pero por
suerte escogió ese preciso instante para
decidir que estábamos autorizados.
—Señor —dijo con exagerada
formalidad, mientras nos devolvía las
placas y se apartaba de la puerta.
Entramos en la habitación de Jenny
Spain. Nadie la habría reconocido como
la joven rubia platino que resplandecía
de felicidad en aquellas fotografías de
bodas. Tenía los ojos cerrados, los
párpados hinchados y amoratados. Su
melena, desordenada sobre la almohada
bajo un ancho vendaje blanco, se había
apelmazado y adquirido un tono marrón
rata por los días transcurridos sin un
buen lavado; alguien había intentado
limpiarle la sangre, pero aún había
terrones endurecidos y mechones
convertidos en puntas afiladas. Una
almohadilla de gasa, adherida con
descuidadas tiras de esparadrapo, le
cubría la mejilla derecha. Sus manos,
pequeñas y delgadas como las de Fiona,
descansaban flácidas sobre la manta
azul claro llena de bolas; un delgado
tubo se adentraba en un gran moretón
moteado; sus uñas estaban perfectas,
cortadas en arcos delicados y pintadas
de un tono beis rosáceo y tenue, salvo
dos o tres que tenía en carne viva. De
los orificios de su nariz salían más tubos
que rodeaban sus orejas y serpenteaban
por su pecho. A su alrededor había
varias máquinas que emitían pitidos,
bolsas de suero que goteaban y luz, que
rebotaba en el metal.
Richie cerró la puerta a nuestra
espalda y Jenny abrió los ojos. Se nos
quedó mirando atónita, confusa, con ojos
apagados, intentando discernir, bajo los
efectos de los analgésicos, si éramos
reales.
—Señora Spain —susurré.
Aun así, Jenny se retorció y alzó las
manos para defenderse.
—Soy el detective Michael Kennedy
y este es el detective Richard Curran.
¿Le importaría hablar con nosotros unos
minutos?
Lentamente, los ojos de Jenny
enfocaron los míos. Con voz gruesa y
trabajosa, a través del dolor y de las
vendas, musitó:
—Sucedió algo.
—Sí. Me temo que sí.
Acerqué una silla a la cama y me
senté. Richie hizo lo mismo al otro lado.
—¿Qué ocurrió?
—Les atacaron en su casa, hace dos
noches
—respondí
yo—.
Está
malherida, pero los médicos han estado
cuidando de usted y dicen que se pondrá
bien. ¿Recuerda algo sobre el ataque?
—Ataque…
Luchaba por nadar hasta la
superficie a través del denso peso de los
medicamentos que le adormecían el
pensamiento.
—No. ¿Cómo…? ¿Qué…?
De repente se le iluminaron los ojos,
de un azul incandescente a causa del
terror más puro.
—Los niños, Pat.
Todos los músculos de mi cuerpo
habrían querido sacarme volando por
aquella puerta.
—Lo lamento muchísimo —dije.
—No. ¿Están…? ¿Dónde…?
Intentaba sentarse. Estaba demasiado
débil para hacerlo, pero no lo suficiente
como para no abrirse los puntos
intentándolo.
—Lo lamento muchísimo —repetí.
Posé mi mano sobre su hombro y le
di un suave apretón para reconfortarla.
—No pudimos hacer nada.
El momento que sigue a esas
palabras tiene un millón de formas. He
visto a personas aullar hasta quedarse
sin voz, quedarse petrificadas como si
aquello pudiera pasar de largo y correr
y echarse a llorar sobre el pecho de otra
persona, y eso cuando consiguen
sostenerse en pie. Las he sujetado para
que no se destrozaran el rostro contra
las paredes, intentando expulsar el dolor
a golpes. Jenny Spain estaba más allá de
todo eso. Dos noches atrás, había hecho
todo lo posible por defenderse; no le
quedaban fuerzas. Se dejó caer sobre la
gastada funda de la almohada y lloró en
silencio, sin cesar.
Tenía el rostro enrojecido y crispado
de dolor, pero no hizo ademán de
cubrírselo. Richie se inclinó y colocó
una mano sobre la mano libre de ella, en
la que no llevaba la vía intravenosa, y
ella la apretó hasta que los nudillos se le
quedaron blancos. Detrás de la cama,
una máquina emitía un pitido leve y
constante. Me concentré en contar los
pitidos y lamenté no haber traído agua,
chicles o caramelos, cualquier cosa que
me ayudara a tragar.
Transcurrido un largo tiempo, el
llanto acabó desvaneciéndose y Jenny se
quedó inmóvil, con sus nublados ojos
rojos enfocados en la pintura
desconchada de la pared.
—Señora Spain, estamos haciendo
todo lo que podemos —le aseguré.
No me miró. Aquel murmullo grueso
y descarnado:
—¿Están seguros? ¿Los… los vieron
con sus propios ojos?
—Me temo que estamos seguros.
—Sus hijos no sufrieron, señora
Spain —la reconfortó Richie con voz
amable—. No fueron conscientes de lo
que ocurría.
Los labios empezaron a temblarle.
Antes de que volviera a perderse en sus
pensamientos, me apresuré a decir:
—Señora Spain, ¿puede decirnos
qué recuerda de aquella noche?
Sacudió la cabeza.
—No lo sé.
—Está bien. Es comprensible. De
todos modos, ¿podría intentar pensar en
ello, comprobar si le viene algo a la
memoria?
—No… No hay nada… No puedo…
Empezaba a tensarse y apretaba de
nuevo la mano de Richie, con fuerza.
—No se preocupe. ¿Qué es lo último
que recuerda? —continué.
Jenny dejó que su mirada vagara en
la nada y, por un momento, tuve la
sensación de que se había perdido en
sus pensamientos; pero entonces musitó:
—El baño de los niños. Emma le
lavó el pelo a Jack. A Jack le entró
champú en los ojos. Estaba a punto de
llorar. Pat… cogió el vestido de Emma
por las mangas y lo hizo bailar en el aire
para que Jack se riera…
—Muy bien —dije, y Richie le
apretó la mano como muestra de aliento
—. Fantástico. Cualquier pequeño
detalle podría ayudarnos. ¿Qué sucedió
después de bañar a sus hijos…?
—No lo sé. No lo sé. Lo siguiente
que recuerdo es estar aquí, al médico…
—De acuerdo. Es posible que lo
recuerde más adelante. Entretanto,
¿puede decirme si hubo alguien que los
molestara en los últimos meses?
¿Alguien que le preocupara? ¿Algún
conocido que estuviera comportándose
de un modo un tanto extraño o algún
merodeador que los inquietara?
—No, nadie. Nada. Todo iba bien.
—Su hermana Fiona nos ha contado
que alguien entró en su casa el pasado
verano. ¿Puede decirnos algo al
respecto?
Jenny removió la cabeza sobre la
almohada, como si algo le doliera.
—No
fue
nada.
Nada
de
importancia.
—Por lo que nos ha contado Fiona,
al principio sí le pareció importante.
—Fiona exagera. Yo estaba muy
estresada aquel día. Me preocupé sin
motivo.
Los ojos de Richie buscaron los
míos desde el otro lado de la cama. De
algún modo, Jenny se las estaba
apañando para mentir.
—Hay muchos agujeros en las
paredes de su casa —proseguí—.
¿Tienen algo que ver con ese hecho?
—No. Son… No son nada.
Bricolaje.
—Señora Spain —intervino Richie
—. ¿Está segura?
—Sí, del todo.
A través de la nebulosa de los
analgésicos y del dolor, algo en el rostro
de Jenny Spain resplandecía denso y
duro como el acero. Recordé las
palabras de Fiona: «Jenny no es ninguna
cobardica».
—¿Qué tipo de bricolaje? —quise
saber.
Esperamos, pero los ojos de Jenny
habían vuelto a nublarse. Sus
respiraciones eran tan cortas que apenas
podía apreciarse como el tórax subía y
bajaba.
—Estoy cansada —susurró.
Pensé en Rieran y en su caza de
nombres de usuario en internet, pero no
había modo humano de que Jenny
lograra recordarlos en el estado de
devastación en que se encontraba su
mente.
—Sólo unas preguntas más y la
dejaremos descansar —le dije con
amabilidad—. Una mujer llamada
Aisling Rooney (su hijo Karl era un
amigo de la guardería de Jack) nos ha
explicado que estuvo intentando ponerse
en contacto con usted durante el verano,
pero que dejó de devolverle las
llamadas. ¿Lo recuerda?
—Aisling. Sí.
—¿Por qué dejó de hablar con ella?
Un encogimientos de hombros;
apenas un tic nervioso, pero la hizo
estremecerse.
—Simplemente, dejé de hacerlo.
—¿Tuvo algún problema con ella?
¿Con algún miembro de su familia?
—No, ninguno. Me olvidé de
llamarla.
Ese destello de acero de nuevo.
Fingí no haberlo visto y continué.
—¿Le explicó usted a su hermana
Fiona que la semana pasada Jack había
llevado a un amiguito de la guardería a
jugar a su casa?
Tras un largo momento, Jenny
asintió. La barbilla había empezado a
temblarle.
—¿Y era cierto?
Negó con la cabeza. Apretó con
fuerza los ojos y los labios.
—¿Puede decirme por qué le mintió
a Fiona?
Las lágrimas empezaron a rodar por
las mejillas de Jenny.
—Tendría que haber venido… —
logró balbucir. Un sollozo la plegó
como un puñetazo—. Estoy muy
cansada… por favor…
Apartó la mano de Richie y se
cubrió el rostro con el brazo.
—Ahora la dejaremos que descanse
—dijo Richie—. Enviaremos a un
enlace de apoyo a las víctimas para que
hable con usted, ¿de acuerdo?
Jenny negó con la cabeza mientras
intentaba recuperar el aliento. Tenía
sangre reseca en las arrugas de los
nudillos.
—No. Por favor… no… sólo…
quiero… estar… sola.
—Le aseguro que son muy buenos en
su trabajo. Sé que nada puede mejorar
su situación, pero pueden ayudarla a
sobrellevarla. Han tratado a muchas
personas que han sido víctimas de algo
parecido. ¿Les daría una oportunidad, al
menos?
—No…
Logró tomar aliento, con un esfuerzo
hondo y tembloroso. Al cabo de un
momento preguntó, confusa:
—¿Qué?
Los analgésicos volvían a empañarle
el pensamiento.
—No importa —replicó Richie con
dulzura—. ¿Hay algo que podamos
traerle?
—No…
Se le estaban cerrando los ojos. Se
adentraba en las profundidades del
sueño, el mejor sitio donde podía estar.
—Regresaremos cuando esté un
poco más recuperada. Por ahora, le
dejaremos aquí nuestras tarjetas. Si
recuerda algo, lo que sea, llame a uno de
los dos, por favor —añadí.
Jenny emitió un sonido a medio
camino entre un gemido y un sollozo. Se
había dormido, y las lágrimas seguían
deslizándose por su rostro. Dejamos
nuestras tarjetas en su mesilla de noche
y nos marchamos.
En el pasillo, todo seguía igual: el
uniformado continuaba en posición de
firmes y la madre de Jenny seguía
dormida en su silla. Tenía la cabeza
ladeada y sus dedos ya no ejercían tanta
presión, pues ahora sostenían la gastada
asa del bolso sin fuerza. En voz tan baja
como pude, le di la orden al uniformado
de que entrara en la habitación. A
continuación, doblamos la esquina a
paso ligero para desaparecer de la vista
de aquella mujer y, cuando lo hubimos
hecho, me detuve a sacar mi cuaderno de
notas.
—Ha sido interesante, ¿no? —
comentó Richie.
Sonaba contenido, pero no agitado:
los vivos no le removían tanto por
dentro. Ahora que su empatía había
encontrado un destino, Richie se sentía
mejor. Si yo hubiera estado en el
mercado buscando un compañero a largo
plazo, habríamos encajado a la
perfección.
—Una extensa sarta de mentiras en
unos pocos minutos.
—Así que te has dado cuenta.
Pueden ser o no relevantes (todo el
mundo miente, como ya te dije), pero
tendremos que averiguarlo. Tendremos
que hablar con Jenny de nuevo.
Necesité tres intentos para sacarme
el cuaderno del bolsillo del abrigo.
Intenté ocultar mi fracaso dándole la
espalda a Richie, pero se asomó por
encima
de
mi
hombro
y,
escudriñándome, me preguntó:
—¿Estás bien?
—Perfectamente. ¿Por qué lo
preguntas?
—Pareces un poco… —Hizo
temblar una mano—. Ha sido duro. He
pensado que quizá…
—Adelante. ¿Acaso crees que no
puedo tolerar lo mismo que toleras tú?
—repliqué—. No ha sido duro. Ha sido
un día más de trabajo, como aprenderás
cuando adquieras cierta experiencia. Y
aunque hubiera sido un infierno, yo
estaría igual de bien. ¿Recuerdas la
conversación que hemos mantenido
antes sobre el control, Richie? ¿La has
asimilado?
Se apartó y me percaté de que le
había hablado en un tono un punto más
duro de lo que pretendía.
—Sólo preguntaba —dijo.
Tardé un segundo en procesarlo: en
verdad era sólo una pregunta. No
buscaba puntos débiles ni pretendía
equilibrar la situación tras el incidente
de la autopsia; su único delito había
sido preocuparse por su compañero.
—Y te lo agradezco —respondí con
voz amable—. Siento haber reaccionado
de ese modo. ¿Qué tal tú? ¿Estás bien?
—Sí, perfectamente.
Cerró la mano con gesto de dolor y
miró hacia atrás. Pude ver las marcas de
color morado que las uñas de Jenny le
habían dejado.
—¿Qué pasa con la madre? ¿Vamos
a…? ¿Cuándo le permitiremos entrar?
Caminé por el pasillo hacia las
escaleras de salida.
—Cuando quiera, siempre que haya
alguien
vigilando.
Llamaré
al
uniformado y se lo haré saber.
—¿Y a Fiona?
—Lo mismo: es bienvenida, siempre
que no le importe tener compañía. Quizá
consigan que Jenny les cuente algo más
de lo que nos ha contado a nosotros.
Richie mantuvo el ritmo sin decir
nada, pero yo empezaba a pillar el truco
de sus silencios.
—Crees que debería concentrarme
en cómo pueden ayudar a Jenny y no en
cómo pueden ayudarnos a nosotros. Y
crees que debería haberlas dejado entrar
ayer.
—Está viviendo un infierno. Son su
familia.
Bajé las escaleras con rapidez.
—Exacto, muchacho. Jodidamente
exacto. Son su familia, lo cual significa
que no tenemos ninguna oportunidad de
entender la dinámica de sus relaciones,
al menos por el momento. No sé cómo
podrían haber influido un par de horas
con mamá y la hermanita en la historia
de Jenny y no quería descubrirlo. Quizá
la madre sea la típica mujer con
complejo de culpa y consiga que Jenny
se sienta peor por haber ignorado al
intruso, de manera que cuando Jenny
hable con nosotros obviará el hecho de
que entró varias veces más en su casa. O
quizá Fiona la advierta de que tenemos a
Pat en el punto de mira y, cuando
interroguemos a Jenny, se niegue a
hablar con nosotros. Y recuerda esto:
quizá Fiona no encabece la lista de
sospechosos, pero tampoco está
descartada, no hasta que descubramos
cómo eligió nuestro hombre a los Spain,
y sigue siendo la única heredera en caso
de que Jenny hubiera muerto. Me
importa un bledo que la víctima necesite
un abrazo como agua de mayo, y no
pienso dejar que la heredera hable con
ella antes que yo lo haga.
—Supongo que tienes razón —
replicó Richie.
A los pies de la escalera, se apartó a
un lado para dejar paso a una enfermera
que empujaba un carrito de plástico y
metal resplandeciente, y la observó
trajinar en el pasillo.
—Es probable que así sea.
—Piensas que soy un tipo sin
corazón, ¿no es cierto? —le pregunté.
Se encogió de hombros.
—No soy yo quien debe juzgarlo.
—Quizá lo sea. Depende de cómo lo
definas. Porque, para mí, Richie, un tipo
sin corazón es alguien capaz de mirar a
Jenny Spain a los ojos y decirle: «Lo
siento, señora, no atraparemos a la
persona que ha masacrado a su familia
porque yo estaba demasiado ocupado
asegurándome de caerle bien a todo el
mundo. Hasta la vista», para luego
largarse tranquilamente a su casa y
disfrutar de una agradable cena y un
sueñecito reparador. Eso es algo que soy
incapaz de hacer. De modo que, si tengo
que mostrarme frío para asegurarme de
que eso no ocurra, lo hago y punto.
Las puertas de salida se abrieron de
una sacudida; una ola de aire frío y
húmedo de lluvia nos sepultó, y dejé que
penetrara profundamente en mis
pulmones.
—Hablemos con el uniformado antes
de que la madre se despierte —propuso
Richie.
Bajo la densa luz gris, Richie tenía
un aspecto lamentable: los ojos
inyectados en sangre, el rostro
inexpresivo y demacrado; de no haber
sido porque iba vestido con aquellas
prendas semidecentes, el personal de
seguridad lo habría confundido con un
yonqui. El chaval estaba exhausto. Eran
poco menos de las tres del mediodía.
Nuestro turno de noche empezaba al
cabo de cinco horas.
—Adelante —dije—. Llámalo.
La expresión de Richie me reveló
que mi aspecto era tan lamentable como
el suyo. Cada vez que inspiraba seguía
notando un regusto a desinfectante y
sangre, como si el aire del hospital se
hubiera cerrado a mi alrededor y
hubiera penetrado en los poros de mi
piel. Casi deseé ser fumador.
—Y luego nos largaremos de este
lugar. Es hora de regresar a casa.
Capítulo 9
Dejé a Richie en la puerta de su casa, un
adosado de color beis en Crumlin; el
mal estado de la pintura indicaba que
era alquilada y las bicicletas
encadenadas a la verja revelaban que
compartía vivienda con un par de
amigos.
—Duerme un poco —le aconsejé—.
Y recuerda lo que te he dicho: nada de
alcohol. Debemos estar en plena forma
para esta noche. Nos reuniremos en la
puerta de la comisaría a las siete menos
cuarto.
Mientras introducía la llave en la
cerradura vi cómo daba una cabezada,
como si no le quedaran fuerzas para
mantener la cabeza erguida.
Dina no me había telefoneado. Había
intentado tomármelo como una señal de
que estaría leyendo tranquilamente o
viendo la tele, o de que quizá siguiera
durmiendo, pero sabía que no me
llamaría aunque estuviera dándose de
cabezazos contra la pared. Cuando Dina
está bien responde a los mensajes de
texto y a las llamadas esporádicas que le
hacemos, pero, cuando no lo está,
desconfía tanto de su móvil que no se
atreve a tocarlo. Cuanto más me
acercaba a casa, más denso y volátil
parecía tornarse el silencio, una niebla
acre a través de la cual tuve que abrirme
camino para llegar hasta mi puerta.
Dina estaba sentada en el suelo del
salón, con las piernas cruzadas y con
mis libros desperdigados a su alrededor
como si un huracán los hubiera barrido
de las estanterías. Estaba arrancando
una página de Moby Dick. Me miró a los
ojos, colocó la hoja en un montoncito
frente a ella, lanzó el volumen de
Melville contra la pared opuesta y cogió
otro libro.
—¿Qué diablos…?
Solté mi maletín y le arrebaté el
libro de la mano; me dio un puntapié en
la espinilla, pero tuve tiempo de
retroceder de un salto.
—¿Qué demonios haces, Dina?
—¡Maldito capullo! ¡Me has dejado
encerrada! ¿Qué se suponía que tenía
que hacer, quedarme sentadita como una
buena niña, como si fuera tu perro? ¡No
te pertenezco! ¡No puedes obligarme a
estar aquí!
Intentó alcanzar otro libro; me dejé
caer de rodillas y la agarré por las
muñecas.
—Dina. Escúchame. Escucha, por
favor. No podía dejarte las llaves. No
tengo ningún juego extra.
Dina soltó una carcajada, un agudo
aullido que dejó sus dientes a la vista.
—Claro, claro, claro. Don Obsesivo
ordena los libros alfabéticamente pero
mira por dónde no tiene un juego de
llaves extra… Y yo voy y me lo trago.
¿Sabes qué pretendía hacer? Prenderle
fuego.
Señaló con la barbilla, desafiante, el
montón de páginas arrancadas que había
frente a ella.
—Y si nadie conseguía sacarme de
aquí, la alarma de incendios empezaría a
aullar sin parar, cosa que a tus vecinitos
yupis les habría encantado, ¿verdad?
Tanto ruido en una zona residencial…
¡Qué escándalo!
Lo habría hecho. Se me encogió el
estómago sólo de pensarlo, y quizá
aflojé las manos: Dina se revolvió para
intentar zafarse de mí y emprenderla con
los libros de nuevo. La agarré con más
fuerza y la empujé hasta apoyarle la
espalda contra la pared; intentó
escupirme, pero no le salió saliva.
—Dina. Dina. Mírame, por favor.
Luchó retorciéndose, dando patadas
y gruñendo entre dientes, pero yo no la
solté hasta que conseguí que se quedara
quieta y me mirara de frente con
aquellos ojos azules y salvajes como de
gato siamés.
—Escúchame
—le
repetí,
hablándole muy de cerca—. Tenía que ir
a trabajar. Pensé que cuando regresara a
casa aún estarías dormida. No quería
tener que despertarte para que me
abrieras la puerta. Así que me llevé las
llaves. Eso es todo. No te oculto nada.
¿De acuerdo?
Dina se lo pensó por un momento y,
poco a poco, fracción a fracción, sus
muñecas empezaron a relajarse entre
mis manos.
—No vuelvas a hacerlo nunca —me
advirtió con frialdad—. Llamaré a tus
policías y les diré que me tienes aquí
encerrada y que me violas todos los
días, de todas las maneras posibles. Ya
me dirás entonces cómo te prueba el
trabajo, sargento.
—Por todos los santos, Dina.
—Lo haré.
—Ya sé que lo harás.
—Y no me mires así. Si me
encierras como si fuera un animal, una
loca, y tengo que apañármelas para salir
de aquí, la culpa es tuya. No es culpa
mía. Es tuya.
La pelea había concluido. Se zafó de
mis manos como si estuviera
ahuyentando mosquitos a manotazos y
empezó a peinarse con las puntas de los
dedos.
—Está bien —dije. El corazón me
iba a mil por hora—. De acuerdo. Lo
siento.
—Hablo en serio, Mikey. Lo que has
hecho ha sido una estupidez.
—Eso parece, sí.
—No es que lo parezca. Lo es.
Dina se levantó del suelo y pasó por
mi lado airada, se sacudió el polvo de
las manos y arrugó la nariz con desdén
mientras se abría camino entre los libros
esparcidos por el suelo.
—Dios, menudo desastre.
—Mañana también tengo que
trabajar y no he tenido ocasión de hacer
una copia de las llaves —le dije—.
Supongo que preferirás quedarte con
Geri hasta que lo haga.
Dina gruñó.
—Oh, Dios, Geri. Me dará la murga
con los críos. Los adoro, desde luego,
pero no sé por qué tengo que aguantar
que me hable de la regla de Sheila y de
los granos de Colm… Demasiada
información.
Se desplomó en el sofá, rebotando
sobre el trasero, y empezó a calzarse las
botas de motero.
—Aunque no pienso quedarme aquí
si de verdad sólo tienes un juego de
llaves. Mejor me voy a casa de Jezzer.
¿Me dejas usar tu teléfono? Me he
quedado sin saldo.
Yo no tenía ni idea de quién o qué
era Jezzer, pero sabía que no iba a
gustarme.
—Cariño, necesito que me hagas un
favor —le rogué—. De verdad. Estoy en
medio de algo importante y me sentiría
mucho mejor si te quedaras en casa de
Geri. Sé que puede sonar estúpido y que
te vas a aburrir como una ostra, pero a
mí me facilitaría mucho las cosas. Por
favor.
Dina levantó la cabeza y me miró
fijamente, con esa mirada impertérrita
de gato siamés, con los cordones de las
botas enrollados alrededor de las
manos.
—Este caso —dijo—, el caso de
Broken Harbour, te está tocando hondo,
¿no es cierto?
Maldito
estúpido,
estúpido,
estúpido. Lo último que quería era que
ella pensara en este caso.
—En realidad, no —respondí,
hablando como si tal cosa—. Lo que
ocurre es que tengo que mantenerme
alerta con Richie, mi nuevo compañero,
el novato del que te hablé, ¿recuerdas?
Y es un trabajo duro.
—¿Por qué? ¿Acaso es tonto?
Me levanté del suelo. En algún
momento de la refriega me había dado
un golpe en la rodilla, pero permitir que
Dina se percatara de ello sería una mala
idea.
—No tiene un pelo de tonto, pero es
nuevo en el oficio. Es un buen muchacho
y se convertirá en un buen detective,
pero le queda mucho por aprender. Y mi
trabajo consiste en enseñárselo. Si a eso
le añades que tendremos que hacer
turnos de dieciocho horas, va a ser una
semana muy larga.
—Turnos de dieciocho horas en
Broken Harbour. Creo que deberías
intercambiar el caso con otro detective.
Salí de aquel caos intentando no
cojear. En aquel montón debía de haber
un centenar de páginas arrancadas, cada
una de un libro distinto. Intenté no
pensar en ello.
—No es así como funciona. Estoy
bien, cariño. De verdad.
—Humm…
Dina volvió a concentrarse en atarse
los cordones, tirando con fuerza para
tensarlos.
—Me preocupo por ti —dijo—. ¿Lo
sabes?
—Pues no lo hagas. Si quieres
ayudarme, lo mejor que puedes hacer es
pasar un par de noches en casa de Geri.
¿De acuerdo?
Dina se ató los cordones en una
especie de lazada doble con floritura y
se incorporó para examinarla.
—De acuerdo —cedió, con un largo
suspiro de sufrimiento—. Pero tendrás
que llevarme. Los autobuses rascan
mucho. Y apresúrate con el duplicado de
las llaves.
Dejé a Dina en casa de Geri y me excusé
por no entrar. Geri quería que me
quedara a cenar. «No te contagiarás —
dijo para convencerme—. Colm y
Andrea no han enfermado; pensaba que
Colm había caído, pero dice que se
encuentra bien. Pookie, ¡baja de ahí! No
entiendo qué hacía tanto tiempo en el
baño, pero eso es asunto suyo…». Dina
volvió la cabeza para dirigirme una
mueca de disgusto y articuló en silencio:
«Me debes una» mientras Geri la hacía
entrar en la casa, sin dejar de hablar,
con el perro dando brincos y ladrando a
su alrededor.
Regresé a casa, metí unas cuantas
cosas en una bolsa de viaje, me di una
ducha rápida y dormí una hora. Me
arreglé como un crío el día de su
primera cita, con el corazón a mil por
hora, pensando en que me vestía sólo
para él: camisa y corbata por si tenía
ocasión de interrogarlo, dos jerséis
gruesos para poder esperarlo bajo el
frío y un recio abrigo oscuro para
guarecerme hasta que llegara el
momento oportuno. Lo imaginé ahí fuera,
en algún lugar, vistiéndose para mí y
pensando en Broken Harbour. Me
pregunté si seguiría considerándose el
cazador o si entendía que ahora se había
convertido en la presa.
Richie estaba esperándome junto a
la verja trasera del castillo de Dublín a
las siete menos cuarto. Llevaba una
bolsa de deporte y una chaqueta
acolchada, un gorro de lana y, a juzgar
por su contorno, todas las prendas de
lana que tenía. Conduje a la velocidad
límite hasta Broken Harbour, mientras el
perfil de los campos se atenuaba a
nuestro alrededor y el aire se volvía
dulce por efecto del rocío que cubría la
hierba y la tierra arada. Comenzaba a
oscurecer cuando aparcamos en Ocean
View Parade (frente a la urbanización de
los Spain, donde no había más que
andamios, nadie que pudiera fijarse en
un coche desconocido) y echamos a
andar.
Aunque había memorizado el
recorrido estudiando un mapa de la
urbanización, una vez nos alejamos del
coche me sentí perdido. Empezaba a
anochecer: las nubes del día se habían
disipado y el cielo lucía con un color
azul verdoso profundo. Sobre los
tejados, un leve destello blanco
anunciaba la salida de la luna, pero las
calles estaban a oscuras. Las tapias de
los jardines, las farolas apagadas y las
vallas de alambre combadas parecían
emerger de la nada y retornar a ella unos
pasos después. Cuando nuestras sombras
se
dejaban
entrever,
aparecían
retorcidas y desconocidas, encorvadas
por efecto de las bolsas que llevábamos
al hombro. Nuestros pasos regresaban a
nuestros oídos como si alguien nos
persiguiera, rebotando en las paredes
desnudas y el suelo embarrado. No
hablamos: el crepúsculo que nos
encubría podía estar escondiendo a
cualquier otra persona, en cualquier
lugar.
En la penumbra, el rugido del mar
parecía más potente y desorientador y se
elevaba hacia nosotros desde todas las
direcciones al mismo tiempo. El viejo
Peugeot azul oscuro de los refuerzos se
materializó a nuestra espalda como un
coche fantasma, tan cerca que nos
sobresaltamos, con el ruido del motor
amortiguado por aquel largo y sordo
rugido.
Para
cuando
finalmente
comprendimos de quién se trataba, los
refuerzos
se
habían
marchado,
deslizándose entre casas a través de
cuyas ventanas sin acristalar se
vislumbraban las estrellas.
Ocean View Rise estaba alumbrada
por rectángulos de luz que caían sobre la
carretera. Uno de ellos iluminó un Fiat
amarillo aparcado a las puertas de la
casa de los Spain: nuestra doble de
Fiona estaba en su puesto. Cuando
enfilamos Ocean View Walk aparté a
Richie hacia la sombra de la casa de la
esquina, acerqué mi boca a su oído y
susurré:
—Gafas.
Rebuscó a tientas en su bolsa de
deporte y sacó un par de gafas de visión
nocturna. Los de suministros le habían
prestado las mejores, aunque fuera un
novato. Las estrellas se desvanecieron y
la oscura calle cobró una apariencia
fantasmal, con las enredaderas colgando
pálidas sobre altos bloques de paredes
grises y las malas hierbas cruzándose en
zigzags blancos cual flores de encaje
donde debería haber estado la acera. En
un par de jardines, unas pequeñas
formas resplandecientes se agazaparon
en los rincones o se escabulleron entre
los hierbajos, y tres palomos
fantasmales dormían encaramados a un
árbol, con la cabeza escondida bajo las
alas. No había ninguna otra fuente de
calor a la vista. En la calle reinaba el
silencio, salvo por los ruidos del mar y
del viento enredándose en las trepadoras
y un pájaro solitario que piaba en la
playa, al otro lado del muro.
—Parece despejado —le dije a
Richie al oído—. Adelante. Con mucho
cuidado.
Las gafas no revelaban la presencia
de vida en la madriguera de nuestro
hombre, al menos no en los rincones que
yo alcanzaba a ver. El andamio estaba
oxidado y noté que temblaba al cargarlo
con nuestro peso. En la planta superior,
la luna resplandecía a través del hueco
de una ventana donde el plástico se
había arrancado y después clavado con
unas chinchetas, a modo de cortina. La
estancia estaba ahora desnuda; los
agentes de la Científica se lo habían
llevado todo para buscar huellas, fibras,
cabellos y fluidos corporales. Había
manchas negras de polvo para detección
de huellas en las paredes y los
alféizares.
En casa de los Spain todas las luces
estaban encendidas, lo cual convertía el
lugar en un magnífico faro para atraer a
nuestro hombre. Nuestra doble de Fiona
estaba en la cocina, aún enfundada en el
abrigo rojo de lana gruesa; había
llenado la tetera de los Spain y estaba
apoyada en la encimera, esperando a
que el agua hirviera, con la taza entre las
manos y la mirada perdida en las
láminas pintadas con los dedos que
decoraban la puerta del frigorífico. En
el jardín, la luz de la luna rebotaba en
las hojas brillantes y las volvía blancas
y temblorosas,
transmitiendo
la
impresión de que todos los árboles y
setos habían florecido simultáneamente.
Colocamos nuestras cosas donde
nuestro hombre había colocado las
suyas: apoyadas contra la pared del
fondo de aquel escondite, para disfrutar
de una visión sin obstáculos de la cocina
de los Spain, por si acaso, y en el hueco
de la ventana delantera, de cara al mar,
que el asesino había utilizado a modo de
puerta. El plástico con el que estaban
cubiertos los otros huecos nos revelaría
si había algún observador oculto en la
jungla que nos rodeaba. La noche era
fría y helaría antes del amanecer;
extendí mi saco de dormir para sentarme
encima y me puse otro jersey bajo el
abrigo. Richie se arrodilló en el suelo
mientras sacaba las cosas de su bolsa,
como un muchacho en una acampada: un
termo, un paquete de galletas de
chocolate y una maltrecha torre de
sándwiches envueltos en papel de
aluminio.
—Me muero de hambre —dijo—.
¿Te apetece un sándwich? He traído
para los dos, por si no habías tenido
tiempo de prepararte nada.
Estaba a punto de responderle
automáticamente que no, cuando caí en
la cuenta de que el muchacho tenía
razón: había olvidado traer comida
(Dina) y estaba hambriento.
—Gracias —dije—. Te acepto uno
con mucho gusto.
Richie asintió y empujó la torre de
sándwiches en mi dirección.
—Queso y tomate, pavo o jamón
cocido. Coge unos cuantos.
Cogí uno de queso y tomate. Richie
vertió un té contundente en el tapón del
termo y me lo ofreció; al mostrarle yo
mi botella de agua, se bebió el té de un
solo trago y se sirvió otra taza. Luego se
acomodó con la espalda apoyada contra
la pared y dio buena cuenta de su
sándwich.
Richie no parecía dispuesto a
mantener una conversación profunda y
cargada de significado durante la noche,
lo cual me reconfortaba. Sé que otros
detectives se sinceran durante las
misiones de vigilancia. No es mi caso.
Uno o dos novatos han intentado hacerlo
conmigo, fuera porque les caía
realmente bien o porque querían hacerle
la pelota al jefe, pero no me molesté en
averiguarlo antes de cortarlo de raíz.
—Muy bueno —dije, al tiempo que
cogía otro sándwich—. Gracias.
Antes de que oscureciera lo
suficiente para entrar en alerta máxima,
contacté con los refuerzos para
comprobar que todo se desarrollara
según lo previsto. Nuestra Fiona
hablaba con voz calmada, quizá
demasiado calmada, pero nos aseguró
que estaba bien, gracias, y que no
necesitaba la presencia de ningún agente
de apoyo. El Hombre Marlboro y su
amigo dijeron que lo más emocionante
que habían visto en toda la noche
éramos nosotros.
Richie daba cuenta de sus
sándwiches metódicamente mientras
observaba la última hilera de casas
junto a la oscura playa. La reconfortante
fragancia de su té confería cierta calidez
a la estancia.
—Me pregunto si, en el pasado, esto
fue de verdad un puerto —comentó
transcurrido un rato.
—Así es —corroboré.
Richie daría por sentado que había
estado investigando, que el Señor
Aburrido dedicaba su escaso tiempo
libre a peinar internet.
—Hace mucho tiempo, esto era un
pueblecito pesquero. Si te fijas bien, aún
pueden verse las ruinas del embarcadero
en el extremo sur de la playa.
—¿Por eso lo llaman Broken
Harbour, no? ¿Por las ruinas del
embarcadero?
—No. Viene de breacadh, que
significa «cuando rompe el alba».
Supongo que antaño debió de ser un
lugar fantástico para contemplar el
amanecer.
Richie asintió.
—Seguramente fuera un lugar
precioso antes de que construyeran todo
esto.
—Es probable —repliqué yo.
El olor del mar acarició las paredes
y entró por el hueco de la ventana,
amplio y salvaje, llevando consigo un
millón de secretos embriagadores. No
confío en ese olor. Nos ancla a algo más
profundo que la razón o la civilización,
a las porciones de nuestras células que
se mecieron en los océanos antes de que
tuviéramos uso de razón y nos atrae
hasta que lo seguimos impulsivamente,
sin pensar, como animales en celo.
Cuando era adolescente, ese olor me
encendía, despertaba mis músculos
como una descarga eléctrica, hacía que
rebotara contra las paredes de la
caravana hasta que mis padres me
dejaban acudir a su reclamo, saltando
tras la tentación que, en ese momento, se
me antojaba ineludiblemente única en la
vida. Pero ahora lo conozco mejor. Es el
olor de una medicina que nos trastorna
hasta enloquecer. Nos atrae para que
saltemos desde los precipicios, nos
arrojemos a las gigantescas olas,
dejemos atrás a nuestros seres amados y
nos adentremos en miles de kilómetros
de aguas abiertas en busca de lo que
quizá nos aguarde en la otra orilla. Ese
olor había penetrado en la nariz de
nuestro hombre dos noches atrás, cuando
se descolgó por el andamio y saltó la
tapia de los Spain.
—Ahora los niños contarán que está
encantada —dijo Richie.
—Es probable.
—Se retarán a ir corriendo hasta la
casa y tocar la puerta. A entrar, incluso.
A nuestros pies, las lámparas que
Jenny había comprado para su
acogedora cocina familiar resplandecían
iluminadas con mariposas amarillas.
Faltaba una, que ahora aguardaba su
turno en el laboratorio de Larry.
—Hablas como si fuera a
convertirse en una casa abandonada —
dije—. Deshazte de esa negatividad,
hombre. Cuando sea capaz de hacerlo,
Jenny tendrá que venderla. Deséale
buena suerte. La va a necesitar.
—Dentro de unos cuantos meses,
toda
esta
urbanización
estará
abandonada —me espetó Richie—.
Morirá junto a las aguas. Nadie
comprará una propiedad en este sitio y,
si lo hiciera, podría escoger entre un
centenar de casas. ¿Intentas decirme que
tú elegirías precisamente esa?
Señaló con la barbilla hacia la
ventana.
—Yo no creo en fantasmas —
repliqué—. Y tú tampoco deberías, al
menos mientras estás de servicio.
No quise decirle que los fantasmas
en los que sí creo no estaban atrapados
en las manchas de sangre de los Spain,
sino que revoloteaban como polillas
gigantescas por toda la urbanización,
abarrotándola, entrando y saliendo por
las puertas y flotando sobre la tierra
cuarteada, agolpándose contra las
escasas ventanas iluminadas, con las
bocas abiertas en mudos aullidos: eran
todas las personas que deberían haber
vivido en ella. Los jóvenes que habían
soñado con cruzar aquellos umbrales
sosteniendo en brazos a sus esposas, los
recién nacidos que deberían haber
llegado a casa desde el hospital para
instalarse en sus cómodos dormitorios,
los adolescentes que deberían haberse
besado por primera vez apoyados en
aquellas farolas que nunca iban a
iluminarse. Con el tiempo, los fantasmas
de las cosas ocurridas se vuelven
distantes; cuando te han asustado un par
de millones de veces, su temor apenas
daña el tejido cicatrizado, se aplaca.
Los que continúan cortando cual
cuchillas hasta la eternidad son los
fantasmas de las cosas que ni siquiera
tuvieron la oportunidad de suceder.
Richie había devorado la mitad de
los sándwiches y andaba haciendo una
bola con un trozo de papel de aluminio
entre las palmas de las manos.
—¿Puedo preguntarte algo? —dijo.
No levantó la mano de milagro. Me
hizo sentir como si tuviera el pelo
plagado de canas y llevara unas gafas
bifocales.
Consciente
del
tono
acartonado de mi voz, le dije:
—No necesitas pedirme permiso,
Richie. Responder a tus preguntas forma
parte de mi trabajo.
—De acuerdo —replicó él—.
Entonces, me pregunto por qué estamos
aquí.
—¿En la Tierra?
Richie no supo si que tenía que
reírse.
—No, quiero decir… aquí, en esta
misión de vigilancia.
—¿Preferirías estar en casa, en tu
camita?
—¡No! Estoy fantásticamente bien
aquí; lo prefiero a estar en cualquier
otra parte. Sólo me lo preguntaba. Me
refiero a que… en realidad no importa
tanto quién esté aquí, ¿no es cierto? Si
nuestro hombre aparece, aparece;
cualquiera podría detenerlo. Yo había
supuesto que tú…, no sé, que delegarías
esta parte del trabajo en otro.
—Es probable que no implique
ninguna diferencia en cuanto al arresto
en sí, es cierto —respondí—, pero la
diferencia radica en lo que ocurrirá a
continuación. Si eres tú quien le pone
las esposas a tu hombre, se establece
una relación muy clara: le demuestras
quién está al mando desde el principio,
quién es ahora su papaíto. En un mundo
ideal, yo sería siempre quien pesca al
sospechoso.
—Pero no es así, ¿verdad?, no en
todos los casos.
—Por el momento, amigo mío, no sé
hacer magia. No soy omnipresente. A
veces tengo que darles la oportunidad de
hacerlo a otras personas.
—Pero esta vez no —terció Richie
—. Nadie va a tener ninguna
oportunidad en este caso, no hasta que
los dos estemos tan cansados que
caigamos desmayados. ¿Estoy en lo
cierto?
El tono risueño de su voz me sentó
bien, me agradó su confianza en dar por
sentado que estábamos juntos en
aquello.
—Así es —dije—. Y tengo bastantes
grageas de cafeína como para
mantenernos en pie un buen rato.
—¿Es por los niños?
El
tono
risueño
se
había
desvanecido.
—No —respondí—. Si fuera sólo
por los niños, no tendría problema en
dejar que cualquier refuerzo arrestara a
nuestro hombre. Quiero ser quien le
eche el guante al tipo que asesinó a Pat
Spain.
Richie aguardó unos instantes,
observándome. Al ver que yo no añadía
nada más, preguntó:
—¿Y eso por qué?
Quizá fuera porque me crujían las
rodillas o porque tenía el cuello tenso
después de trepar por el andamio, por la
sensación lastrante de que empezaba a
estar viejo y cansado; tal vez fuera eso
lo que, de repente, me impulsó a querer
saber de qué hablan los otros hombres
en las largas y tediosas noches de
vigilancia, qué los lleva a la sala de la
brigada al día siguiente caminando con
paso firme, adoptando decisiones
compartidas con una leve inclinación de
la cabeza o enarcando simplemente una
ceja. Quizá fueran esos momentos,
durante el último par de días, en los que
me había sorprendido pensando que no
sólo estaba enseñándole al novato cómo
funcionaba todo, momentos en los que
había creído sinceramente que Richie y
yo estábamos colaborando, codo con
codo. Quizá fuera aquel traidor olor a
mar, que erosionaba todos mis «por qué
no» y los convertía en arenas
movedizas. Quizá fuera sólo el
cansancio.
—Dime algo —dije—. ¿Qué crees
que habría sucedido si nuestro amigo
hubiera hecho algo mejor su trabajo? ¿Si
hubiera limpiado esta guarida antes de
salir de caza, hubiera borrado las
huellas de sus pies y hubiera
abandonado las armas en la escena del
crimen?
—Que le hubiéramos colgado el
marrón a Pat Spain.
En la oscuridad, apenas lo veía,
apenas divisaba el ángulo de su cabeza
apoyada contra la ventana, su mejilla
inclinada hacia mí.
—Sí. Probablemente. Y aunque
hubiéramos tenido el presentimiento de
que había alguien más implicado…
¿Qué crees que habrían pensado los
demás si no hubiéramos podido darles
una descripción, si no hubiéramos
encontrado ni una sola prueba de la
existencia de esa persona? La señora
Gogan, todo Brianstown, el ciudadano
corriente que sigue el caso en las
noticias, las familias de Pat y Jenny.
¿Qué habrían supuesto?
—Que había sido Pat —respondió
Richie.
—Igual que hicimos nosotros.
—Y el verdadero culpable seguiría
suelto, quizá preparándose para atacar
de nuevo.
—Tal vez, sí, pero no es a eso a lo
que me refiero. Aunque este tipo
regresara a su casa anoche y encontrara
un bonito lugar para ahorcarse, habría
convertido a Pat Spain en un asesino. A
los ojos de cualquiera que oyera su
nombre, Pat habría sido un hombre que
asesinó a la mujer con quien compartía
el lecho y a los hijos que tuvieron
juntos.
La mera formulación de aquellas
palabras hizo que aquel zumbido agudo
resonara en mi cráneo: el mal.
—Está muerto. Ya no puede hacerle
daño —replicó Richie en tono amable.
—Efectivamente, está muerto. Todo
lo que tendrá serán veintinueve años de
vida. Debería haber disfrutado de
cincuenta años más, quizá sesenta, pero
ese tipo decidió arrebatárselos. Y por si
eso no fuera suficiente, pretendía
retroceder en el tiempo y despojarlo de
esos
tristes
veintinueve
años
precedentes. Quitarle todo lo que Pat
había sido en la vida. Dejarlo sin nada.
Vi el mal como una nube baja de
polvo negro y pegajoso que se extendía
lentamente fuera de aquella estancia y
sepultaba casas y campos hasta acabar
ocultando la luz de la luna.
—Y eso es perverso —continué—.
Es tan despiadado que me faltan las
palabras para describirlo.
Permanecimos allí sentados en
silencio
mientras
nuestra
Fiona
particular buscaba el recogedor y barría
los pedazos de un plato que había
quedado roto en un rincón del suelo de
la cocina. Al cabo de un rato, Richie
abrió el paquete de galletas, me ofreció
una y, cuando decliné su ofrecimiento,
devoró la mitad sin prisas pero sin
pausa. Luego dijo:
—¿Puedo preguntarte algo?
—De verdad, Richie, vas a tener que
quitarte esa costumbre. A nuestro
hombre no le va a inspirar ninguna
confianza que levantes la mano en mitad
de un interrogatorio y me pidas permiso
para hablar.
Esta vez sí sonrió.
—Se trata de algo personal.
No respondo a preguntas personales,
no cuando me las formulan agentes en
prácticas, pero aquella era una
conversación que no solía mantener con
ningún oficial en prácticas. Me cogió
por sorpresa, por lo bien que me sentía y
por la facilidad con que habíamos
superado las barreras entre el veterano y
el novato y todo lo que estas conllevan,
y habíamos pasado a ser, sin más, dos
hombres charlando.
—Dispara —lo alenté—. Si te pasas
de la raya, te lo haré saber.
—¿A qué se dedica tu padre?
—Está jubilado. Era guardia de
tráfico.
Richie soltó una risotada.
—¿Qué tiene de divertido? —quise
saber.
—Nada. Es sólo que… me
imaginaba que haría algo más pijo, que
sería profesor en una escuela privada,
de geografía o algo así. Pero, ahora que
lo dices, todo encaja.
—¿Debo tomarme eso como un
cumplido?
Richie no respondió. Se metió otra
galleta en la boca y se limpió las migas
de los dedos, pero podía percibir cómo
funcionaba su mente. Al cabo de un rato,
comentó:
—Hay algo que dijiste en la escena
del crimen: que a la gente no la asesinan
a menos que ande buscándoselo, que las
cosas malas les suceden a las malas
personas. Yo creo que pensar eso es un
lujo. ¿Entiendes a qué me refiero?
Aparté de mi pensamiento el golpe
de algo más doloroso que la irritación.
—La verdad es que no, muchacho.
La experiencia me dice (y aunque no
pretendo restregarte mi experiencia por
la cara, lo cierto es que acumulo más
que tú) que en la vida cosechas lo que
siembras. No siempre, pero sí la
mayoría de las veces. Si crees que eres
un tipo con éxito, serás un tipo con éxito;
si crees que no te mereces nada más que
hundirte en el pozo, acabarás hundido en
el pozo. Tu realidad interior da forma a
tu realidad exterior todos los días de tu
vida. ¿Me sigues?
Richie observó las cálidas luces
amarillas de la cocina a nuestros pies.
—Yo no sé qué hace mi padre, no le
conozco —dijo él con toda naturalidad,
como si fuera algo que hubiera tenido
que explicar demasiadas veces en el
pasado—. Me crie en un suburbio,
aunque probablemente ya lo sepas. Vi a
un montón de gente sufrir cosas
espantosas que no habían pedido.
Muchísimas.
—Y ahora estás aquí —repliqué—.
Un detective en una brigada de máximo
rango, haciendo el trabajo que siempre
quisiste hacer, formando parte del caso
más importante del año y muy cerca de
resolverlo.
Procedas
de
donde
procedas, eso cuenta como un éxito. Y
opino que eso viene a confirmar mi
teoría.
Richie no volvió la cabeza hacia mí.
—Seguramente, Pat Spain pensaba
lo mismo que tú.
—Quizá sí. ¿Y?
—Pues que aun así perdió su
empleo. Se dejó la piel trabajando, era
optimista, lo hizo todo bien y acabó en
el hoyo. ¿Cómo sembró todo eso?
—Lo que le ha ocurrido ha sido el
colmo de la injusticia y soy el primero
en defender que no debería haberle
sucedido. Pero, vamos, vivimos tiempos
de crisis. La coyuntura es excepcional.
Richie sacudió la cabeza.
—A veces, las cosas malas pasan
sin más —sentenció.
El cielo estaba tachonado de
estrellas; hacía años que no veía tantas.
A nuestra espalda, el ruido del mar y el
silbido del viento que agitaba las
hierbas altas se fundían en una larga y
apaciguadora caricia en la noche.
—No puedes pensar de ese modo.
Tanto si es verdad como si es mentira.
Tienes que creer que, en algún momento
de la vida, como sea, la mayoría de las
personas obtienen lo que merecen.
—¿Y sino es así…?
—Si no es así, me pregunto qué te
impulsa a levantarte por las mañanas.
Creer en que una causa tendrá una
consecuencia no es ningún lujo. Es
esencial, como el calcio o el hierro:
puedes pasar sin ellos un tiempo, pero al
final acabas corroyéndote por dentro.
Tienes razón: de vez en cuando, la vida
no es justa. Y ahí es donde entramos
nosotros. Para eso estamos. Somos los
encargados de solucionarlo.
La luz del dormitorio de Emma se
encendió a nuestros pies: la doble de
Fiona intentaba llamar la atención. La
luz tornó las cortinas de un rosa pálido
translúcido e iluminó las siluetas de los
animalitos que hacían cabriolas sobre la
tela. Richie señaló hacia la ventana con
la cabeza.
—No vamos a solucionar eso —
dijo.
La mañana en la morgue aún le
permeaba en la voz.
—No —concedí—. Eso no hay
manera de arreglarlo. Pero al menos
podemos asegurarnos de que las malas
personas paguen por lo que han hecho y
las buenas personas tengan una
oportunidad de seguir adelante con sus
vidas. Al menos podremos conseguir
eso. Sé que no vamos a salvar el mundo,
pero lo convertiremos en un lugar mejor.
—¿De verdad lo crees?
Su rostro, blanco y joven bajo la luz
de la luna, delataba cuánto deseaba que
yo tuviera razón.
—Sí —respondí—, lo creo. Quizá
sea un ingenuo. Me han acusado un par
de veces de serlo, pero lo creo. Ya
descubrirás a qué me refiero. Espera a
que atrapemos a ese tipo. Espera a
regresar esa noche a tu casa y meterte en
la cama, sabiendo que está entre rejas y
que va a seguir ahí para cumplir sus tres
cadenas perpetuas. Espera a ver si el
mundo en el que vives no te parece
entonces un lugar mejor que en el que
estás ahora.
Nuestra Fiona descorrió las cortinas
de Emma y se asomó a contemplar el
jardín, una silueta menuda y oscura
recortada sobre el papel pintado de
color rosa. Richie la observaba.
—Eso espero —dijo.
La frágil red de luces que se
extendía por toda la urbanización había
empezado a desintegrarse, al tiempo que
los luminosos hilos de las calles
habitadas empezaban a sumirse en la
negritud. Richie se frotó las manos
enguantadas e intentó calentárselas con
el aliento. Nuestra Fiona se movía de un
lado a otro por las estancias vacías,
encendiendo y apagando luces, abriendo
y cerrando cortinas. El frío se había
instalado en el hormigón de nuestro
escondite y se me clavaba en la columna
a través de la espalda del abrigo.
La noche continuó. Un puñado de
veces, un ruido, un largo culebreo en el
sotobosque que había a nuestros pies, el
estallido de una refriega y algo que
escarbaba en la casa al otro lado de la
calle o un agudo chillido salvaje, nos
hizo ponernos en pie y prepararnos para
entrar en acción, guardándonos las
espaldas contra la pared, antes incluso
de ser conscientes de que habíamos oído
algo. En una ocasión, las gafas de visión
nocturna nos permitieron captar la figura
de un zorro, luminoso, en medio de la
carretera, con la cabeza alzada y algo
colgando de su boca; en otra, un hilillo
sinuoso de luz que serpenteaba por los
jardines, entre ladrillos y hierbajos. En
unas cuantas ocasiones reaccionamos
con
demasiada
lentitud
y
no
descubrimos nada salvo el repiqueteo de
guijarros y enredaderas balanceándose
al unísono y un destello de blanco que se
disipaba. Cada vez transcurrían más
minutos hasta conseguir que nuestro
ritmo cardíaco se normalizase y
podíamos sentarnos de nuevo. Se hacía
tarde. Nuestro hombre estaba cerca,
tiraba de la cuerda en ambas direcciones
y se concentraba intensamente mientras
decidía.
—Lo había olvidado —dijo Richie
de repente, después de la una de la
madrugada—. He traído esto.
Se inclinó sobre su bolsa de deporte
y sacó un par de prismáticos en una
funda de plástico negro.
—¿Unos prismáticos?
Extendí la mano para cogerlos, abrí
la funda y eché un vistazo. Parecían
baratos y no se los habían
proporcionado en suministros; la funda
aún olía a plástico nuevo.
—¿Has ido a comprarlos a
propósito?
—Son del mismo modelo que los
que utilizaba nuestro hombre —contestó
Richie tímidamente—. Pensé que
deberíamos tener unos. Ver lo que él
veía, ¿entiendes?
—¡Por todos los santos! Dime que
no eres uno de esos tipos sensibleros
que se imbuyen de la idea de ver a
través de los ojos del asesino y se dejan
guiar por la intuición.
—No, claro que no lo soy. Me
refiero a ver literalmente lo que él veía
para saber, por ejemplo, si conseguía
distinguir las expresiones faciales, si
alcanzaba a ver la pantalla del
ordenador, los nombres de las webs que
consultaban o lo que fuera. Esa clase de
cosas.
Incluso bajo la luz de la luna pude
ver que se había puesto rojo como la
grana. Me conmovió, no sólo la idea de
que invirtiera parte de su tiempo y su
dinero en buscar los prismáticos
exactos, sino que confesara abiertamente
cuánto le preocupaba lo que yo pensara.
—Buena idea —le dije, en un tono
más amable, sosteniendo los prismáticos
en alto—. Echa un vistazo; nunca se
sabe qué podemos descubrir.
Parecía desear que los prismáticos
desaparecieran, pero los ajustó y apoyó
los codos en el alféizar para enfocarlos
en la casa de los Spain. Nuestra Fiona
estaba junto al fregadero aclarando su
taza.
—¿Qué ves? —quise saber.
—Veo la cara de Janine con total
claridad; podría leerle los labios si
quisiera, ver todo lo que dijera. No
vería la pantalla del ordenador aunque
estuviera sobre la mesa, porque el
ángulo no lo permite, pero alcanzo a leer
los títulos de los libros que hay en la
estantería y la pizarrita blanca con la
lista de la compra: huevos, té, gel de
ducha. Eso podría servirnos, ¿no? Si
todas las noches leía la lista de la
compra de Jenny, podía saber dónde iba
a estar al día siguiente…
—No
perdemos
nada
por
comprobarlo. Prestaremos una atención
especial al circuito cerrado de
televisión de su ruta de compras para
verificar si hay alguien que aparezca
repetidas veces.
Junto al fregadero, la doble de Fiona
giró la cabeza con un gesto brusco,
como si hubiera notado nuestros ojos
posados en ella. Incluso sin los
prismáticos, la vi estremecerse.
—Joder —espetó Richie de repente,
tan alto que me sobresaltó—. Vaya, lo
siento. Pero mira esto.
Me pasó los prismáticos. Los dirigí
hacia la cocina y los ajusté a mi
capacidad visual, que, deprimentemente,
era un punto peor que la de Richie.
—¿Qué se supone que tengo que
mirar?
—La cocina no. Más allá, por el
pasillo. Se ve la puerta principal.
—¿Y?
—Mira justo a la izquierda de la
puerta —continuó Richie.
Desplacé los prismáticos hacia la
izquierda y ahí estaba: el panel de la
alarma. Silbé muy bajito. No distinguía
los números, pero no me hacía ninguna
falta: el movimiento de los dedos me
habría revelado todo cuanto necesitaba
saber. Jenny Spain podría haber
cambiado el código todos los días, si
quería; unos minutos en nuestro punto de
observación mientras Patrick o ella
conectaban la alarma habrían bastado
para echar por tierra todas sus
precauciones.
—¡Bien, bien, bien! —exclamé—.
Richie, amigo mío, acepta mis disculpas
por mofarme de tus prismáticos.
Supongo que ya sabemos cómo
consiguió burlar el sistema de alarma.
Buen trabajo. Aunque nuestro hombre no
se presente, esta noche no habrá sido
una pérdida de tiempo.
Richie agachó la cabeza y se frotó la
nariz, con aspecto de estar entre
avergonzado y complacido.
—No obstante, seguimos sin saber
cómo consiguió las llaves. Y el código
de la alarma no sirve de nada sin ellas.
Justo entonces, el teléfono vibró en
el bolsillo de mi abrigo: era el Hombre
Marlboro.
—Kennedy —respondí.
Hablaba con voz sólo una octava por
encima de un susurro.
—Señor, tenemos algo. Hemos
divisado a un hombre saliendo de Ocean
View Lañe. Es una calle sin salida, linda
con el muro norte de la urbanización, y
allí no hay nada más que obras: sólo
alguien que hubiera saltado el muro
podría proceder de esa dirección. Es
más bien alto y va vestido con colores
oscuros, pero no queríamos acercarnos
demasiado, así que eso es todo lo que
puedo decirle. Lo hemos seguido desde
una distancia prudencial hasta que ha
tomado Ocean View Lawns, otra calle
sin salida en la que no hay ninguna casa
acabada ni ningún motivo que justifique
la presencia de nadie. No hemos querido
seguirlo hasta allí, claro está, pero
mantenemos la vigilancia en el extremo
de Ocean View Lawns. Hasta ahora no
lo hemos visto salir, pero podría haber
vuelto a saltar por el muro. Pensábamos
hacer una ronda y ver si podíamos darle
alcance.
Richie se había dado media vuelta y
me observaba; los prismáticos colgaban
olvidados en sus manos.
—Buen
trabajo,
detective.
Manténganse al aparato y hagan una
breve ronda por la zona. Sería fantástico
que consiguieran ver bien al tipo y
darnos una descripción, pero, por lo que
más quieran, no lo ahuyenten. Si se
cruzan con alguien, no aminoren la
marcha y no hagan que resulte evidente
que lo están vigilando; continúen
conduciendo y conversando hasta
alejarse y fíjense en lo que puedan.
Adelante.
No podía activar el altavoz, no con
nuestro hombre suelto y en cualquier
sitio, en todas partes, en cualquier
movimiento entre las enredaderas. Lo
señalé con el dedo y le hice un gesto a
Richie para que se acercara. Se agachó
y se colocó a mí lado, con la oreja
pegada a la mía.
Murmullos de los refuerzos, uno de
ellos desplegando un mapa y buscando
una dirección, mientras el otro ponía el
coche en marcha; el ronroneo grave del
motor. Alguien martilleando con las
puntas de los dedos en el salpicadero. Y
luego, un minuto después, el repentino
estallido de un parloteo («¡Y mi mujer
me dice, adelante, échalo en la basura
con el resto!») y una falsa risotada.
Nuestras cabezas rozaban sobre el
teléfono, ni siquiera respirábamos. El
parloteo se alzó y se desvaneció. Tras
una pausa que pareció durar una semana,
el Hombre Marlboro señaló, en voz aún
más baja, pero en un tono de emoción
creciente:
—Señor, acabamos de pasar junto a
un hombre de entre un metro setenta y
cinco y un metro ochenta de estatura, de
complexión delgada. Se dirige hacia el
este por Ocean View Avenue, justo al
otro lado del muro de Ocean View
Lawns. Las calles no están iluminadas,
así que no hemos podido verlo con
claridad, pero lleva un abrigo tres
cuartos oscuro, tejanos oscuros y un
gorro de lana también oscuro. A juzgar
por su forma de caminar, diría que debe
de rondar la treintena.
Richie respiraba con agitación. En
voz también muy baja, pregunté:
—¿Se ha percatado de que lo
vigilabais?
—No, señor. No podría jurarlo, pero
creo sinceramente que no. Ha vuelto la
cabeza con gesto rápido cuando nos ha
oído a su espalda, pero luego la ha
agachado. No ha hecho ademán de huir
y, al menos mientras lo hemos seguido a
través del retrovisor, continuaba
caminando por la calle al mismo ritmo y
en la misma dirección.
—Ocean View Avenue. ¿Está
habitada?
—No, señor. No hay más que
paredes.
Así que nadie podía decir que
estábamos poniendo en riesgo la vida de
los ciudadanos al dejar que aquella cosa
se acercara libremente hasta nosotros en
mitad de la noche. Aunque Ocean View
Avenue hubiera estado repleta de
familias confiadas y puertas abiertas, no
me habría preocupado. No estábamos
ante un asesino que actuara por impulso
y atacara a cualquiera que se cruzara en
su camino. Para aquel tipo, sólo existían
los Spain.
Richie se acercó a su bolsa de
deporte y, muy agazapado para que su
silueta no se recortara en los huecos de
las ventanas, sacó un papel doblado. Lo
extendió en el suelo, delante de ambos,
bajo el pálido rectángulo que dibujaba
la luz de la luna: era un mapa de la
urbanización.
—Bien —dije—. Poneos en
contacto con la detective…
Chasqueé los dedos mirando a
Richie y le señalé la cocina de los
Spain; «Oates», articuló en silencio.
—La detective Oates. Hacedle saber
que está a punto de comenzar la acción.
Decidle que se asegure de cerrar con
llave todas las puertas, de cerrar bien
las ventanas y de tener la pistola
cargada. Pedidle que empiece a
trasladar cosas (papeles, libros, discos
DVD, lo que sea), desde la parte
delantera de la casa hasta la cocina, de
la manera más visible posible. Vosotros
dos regresad al punto en el que visteis
por primera vez a ese tipo. Si se
acobarda e intenta regresar adonde os
encontráis, arrestadlo. No contactéis
conmigo a menos que sea urgente. Si
ocurre algo, os lo comunicaremos.
Me guardé el teléfono en el bolsillo.
Richie recorrió el mapa con un dedo:
Ocean View Avenue, en el extremo
noroeste de la urbanización.
—Es aquí —dijo en voz muy baja,
un leve susurro bajo el potente murmullo
del mar—. Si se dirige hacia nosotros y
sólo avanza por calles desérticas y ataja
saltando tapias, tardará unos diez, quizá
quince minutos.
—Suena correcto. No creo que
venga hasta aquí directamente: debe de
estar preocupado porque hayamos
encontrado su escondite. Primero
husmeará un poco y luego decidirá si
quiere arriesgarse a subir: buscará la
presencia
de
policías,
coches
desconocidos, comprobará si hay
actividad… Pongamos que tardará unos
veinticinco minutos a lo sumo.
Richie alzó la vista para mirarme.
—Si decide que es demasiado
arriesgado y se da a la fuga, serán los
refuerzos quienes lo arresten, no
nosotros.
—Ningún problema. Si no sube aquí,
no es más que un tipo que ha salido a
dar un paseo nocturno en mitad de la
nada. Podemos averiguar quién es y
mantener una agradable charla con él,
pero, a menos que sea lo bastante
temerario como para llevar unas
zapatillas ensangrentadas o hacer una
confesión completa, no podremos
retenerlo. Y, en ese caso, no me importa
dejar que sea otra persona quien lo
arreste y tenga que liberarlo pocas horas
después. No nos interesa que crea que
nos lleva ventaja.
Lo que haríamos si echaba a correr
carecía de importancia: yo sabía que
vendría hacia nosotros, lo sabía con
tanta certeza como si pudiera olerlo, por
el cortante olor a almizcle caliente que
humeaba en los tejados y los escombros
cuyas volutas se aproximaban más y
más. Desde el preciso instante en que
había visto aquella guarida, sabía que
regresaría a ella. Antes o después, un
animal que huye regresa a casa.
El pensamiento de Richie había
discurrido en la misma dirección.
—Vendrá —dijo—. Ya está más
cerca de lo que llegó anoche; se muere
de ganas de averiguar qué está pasando.
Cuando vea a Janine…
—Por eso tenemos que hacer que
mueva cosas hacia la cocina —expliqué
yo—. Apuesto a que lo primero que hará
nuestro hombre es comprobar la fachada
de la casa de los Spain, desde las obras
del lado opuesto de la calle. Confío en
que, cuando la divise desde ahí, quiera
saber qué está haciendo con todas esas
cosas, pero, para averiguarlo, tendrá que
venir hasta aquí. Las casas están
demasiado juntas para que se cuele entre
ellas, así que no puede saltar la tapia y
entrar por detrás. Tendrá que venir por
Ocean View Walk.
La parte alta de la calle estaba a
oscuras, bajo las sombras de las casas;
el tramo inferior describía una curva
hacia la luz de la luna.
—Yo cubriré la parte alta y me
llevaré las gafas de infrarrojos. Tú te
ocuparás de la parte baja. Comunícame
cualquier movimiento que detectes, por
pequeño que sea. Si no aparece por
aquí, haremos lo posible por mantener la
situación en calma (procuraremos no
alertar a los residentes de que algo
sucede), pero es posible que no nos dé
esa opción. No debemos olvidar que se
trata de un tipo peligroso. A juzgar por
lo que sabemos de él, no hay motivo
para pensar que vaya armado, pero
tendremos que actuar como si lo fuera.
Armado o no, es un animal rabioso y
estamos en su madriguera. Recuerda
bien lo que hizo ahí dentro y ten muy
claro que, si se le presenta la
oportunidad, nos hará lo mismo a ti y a
mí.
Richie asintió. Me pasó las gafas de
visión nocturna y empezó a guardar las
cosas de nuevo en su bolsa de deporte,
con rapidez y eficiencia. Yo plegué el
mapa, metí los envoltorios de la comida
de Richie en una bolsa de plástico y la
guardé. Segundos más tarde, la estancia
volvía a no ser más que tablones
desnudos y bloques de hormigón, como
si nunca hubiéramos estado allí. Lancé
nuestras bolsas a un rincón oscuro, fuera
de la vista.
Richie se posicionó junto al hueco
de la ventana que daba a la parte baja de
la calle, agazapado en un ángulo en
sombra a un lado del alféizar, y liberó
una esquina del revestimiento de
plástico para poder observar el exterior.
Yo vigilaba la casa de los Spain: nuestra
Fiona entró en la cocina cargada con un
montón de ropa, lo dejó sobre la mesa y
volvió a marcharse. En la planta
superior, a través de la ventana de Jack,
distinguí el tenue fulgor de una luz en el
dormitorio de Pat y Jenny. Me apoyé
contra la pared, junto a la ventana que
daba a la parte alta de la carretera, y me
ajusté las gafas de visión nocturna.
El mar se volvió invisible a través
de los cristales, de un negro insondable.
En la parte alta de la calle, el zigzag gris
de los andamios se extendía en la
lejanía: un búho sobrevoló la calle,
dejándose mecer por las corrientes de
aire como un papel en llamas. La
quietud continuó y continuó.
Pensé que tenía los ojos abiertos
como platos, pero debí de pestañear. No
se produjo ningún sonido. En un
momento, la parte alta de la calle estaba
vacía; al siguiente estaba ahí,
resplandeciendo blanco y fiero como un
ángel flanqueado por ruinas en sombras.
Su rostro resultaba casi demasiado
luminoso para mirarlo. Permaneció
inmóvil, escuchando como un gladiador
antes de entrar en la arena, con la cabeza
en alto y los brazos colgando a los
lados, las manos medio cerradas, listo.
Contuve el aliento. Sin apartar la
vista de él, levanté una mano para
llamar la atención de Richie. Cuando
este volvió la cabeza para mirarme,
señalé al otro lado de la ventana y le
hice un gesto para que se acercase.
Richie se agachó y se deslizó por el
suelo hasta el lado opuesto de mi
ventana, ingrávido. Cuando apoyó la
espalda en la pared, vi que su mano se
posaba en la culata de su arma.
Nuestro hombre avanzaba por la
calle despacio, pisando con sumo
cuidado, y volvía la cabeza al menor
ruido. No llevaba nada en las manos ni
gafas de visión nocturna; sólo él. En los
jardines,
los
animalillos
resplandecientes se erguían y se
alejaban brincando a su paso. Radiante,
recortado contra aquel entramado de
metal y hormigón, parecía el último
hombre sobre la faz de la Tierra.
Cuando se encontraba a una casa de
distancia, me quité las gafas; aquella
alta figura resplandeciente se tornó una
mancha negra, un monstruo que se
deslizaba en la noche para acercarse a
nuestro umbral. Le hice un gesto a
Richie y me aparté del hueco de la
ventana, cobijándome en las sombras.
Richie se situó en el rincón opuesto; por
un instante, oí su respiración acelerada,
hasta que la contuvo y se serenó. El
primer contacto de la mano de nuestro
hombre sobre la barra de metal hizo que
el andamiaje vibrara con un siniestro
escalofrío, y la casa se estremeció.
Aumentó a medida que trepaba, un
zumbido grave como el ritmo de un
tambor, y luego se desvaneció en el
silencio. Su cabeza y sus hombros
aparecieron en la ventana, más oscuros
que la oscuridad. Vi su rostro escudriñar
los rincones, pero la estancia era amplia
y las sombras nos guarecían.
Entró a través de la ventana con una
facilidad que indicaba que lo había
hecho miles de veces. En el preciso
instante en que sus pies tocaron el suelo
y volvió el cuerpo hacia la ventana de su
puesto de vigilancia, yo salí de mi
rincón y me abalancé sobre su espalda.
Exhaló un suspiro ronco y avanzó dando
traspiés; le agarré del cuello con un
brazo, le retorcí el brazo a la espalda
con la otra mano y lo empujé contra una
pared. Emitió un hondo gruñido. Cuando
abrió los ojos, lo que vio fue la pistola
de Richie.
—Policía. No se mueva —le
advertí.
Tenía todos los músculos del cuerpo
rígidos, como si estuvieran armados con
varillas de acero. Con voz fría y
entrecortada, una voz que podría haber
sido la de cualquiera, le anuncié:
—Voy a esposarlo por la seguridad
de todos. ¿Lleva algo encima de lo que
debamos tener conocimiento?
No parecía oírme. Lo solté, sin dejar
de observarlo; no se movió; ni siquiera
hizo un gesto de dolor cuando le llevé
las muñecas a la espalda y le puse las
esposas. Richie lo cacheó, rápido y con
contundencia, mientras iba apilando
todo lo que hallaba en un montoncito en
el suelo: una linterna, un paquete de
pañuelos y unos caramelos mentolados.
Dondequiera que hubiera ocultado su
coche, había dejado el carné de
identidad, el dinero y las llaves dentro.
Viajaba ligero de equipaje, seguro de
que ni el más leve tintineo lo delataría.
—Voy a quitarle las esposas para
que pueda bajar por el andamio —le
dije—. Confío en que no intente ninguna
estupidez; de lo contrario, sólo
conseguirá que mi compañero y yo nos
cabreemos. Vamos a dirigirnos a
comisaría para mantener una charla. Allí
le devolverán sus pertenencias. ¿Lo ha
entendido?
Estaba en otro sitio, o ponía todo su
empeño en estarlo. Mantenía sus ojos,
entrecerrados bajo la luz de la luna,
fijos en algún punto del cielo, al otro
lado de la ventana, sobre el tejado de la
casa de los Spain.
—Fantástico —continué, cuando me
quedó claro que no obtendría ninguna
respuesta—. Deduzco que no le supone
ningún problema. Si se produce algún
cambio, no lo dude y hágamelo saber. Y
ahora, andando.
Richie
descendió
primero,
torpemente, con una bolsa colgada de
cada hombro. Yo esperé sujetando la
cadena de las esposas que rodeaban las
muñecas de nuestro hombre hasta que
Richie me hizo un gesto con los pulgares
en alto desde el suelo; entonces abrí las
esposas y dije:
—Adelante. Nada de movimientos
bruscos.
Cuando lo agarré por el hombro y lo
orienté en la dirección correcta, pareció
despertar y avanzó a trompicones por el
suelo desnudo. Se detuvo un instante
ante el hueco de la ventana, y entonces
leí el pensamiento que cruzaba su mente:
antes de que tuviera tiempo de decirle
nada, debió de ser consciente de que,
desde aquella altura, tendría suerte si se
rompía algo más que los tobillos. Salió
por la ventana y empezó a descender,
dócil como un perro.
Un chaval del instituto me puso el
apodo de «Scorcher, el Pichichi» tras
marcar un golazo en un partido de
fútbol. Dejé que me llamaran así porque
pensé que me serviría de acicate en la
vida. En el instante en que me encontré
solo en aquella terrible estancia tomada
por la luz de la luna, el rugido del mar y
meses de espera y de vigilancia, en
algún recoveco de mi mente resonó:
«Cuatro casos resueltos en cuarenta y
ocho horas. Eso sí que es meter un
golazo». Sé que mucha gente opinaría
que ese pensamiento es fruto de una
mente enferma, y entiendo el porqué,
pero eso no cambia las cosas: el mundo
me necesita.
Capítulo 10
Richie y yo nos limitamos a avanzar por
las calles deshabitadas, agarrando a
nuestro hombre por los codos, como si
estuviéramos ayudando a un colega a
llegar a casa tras una noche de
borrachera. Ninguno de los tres
pronunció una sola palabra. Si les
colocaras unas esposas y las metieras en
un coche patrulla, la mayoría de las
personas tendrían algunas preguntas que
hacer; pero aquel tipo no. Lentamente, el
sonido del mar fue amainando y cedió
terreno al resto de la noche, a los
desgarradores
alaridos
de
los
murciélagos y al viento que agitaba los
retales de lona olvidados, mientras los
débiles y distantes gritos de los
adolescentes rebotaban en el hormigón y
el ladrillo. En algún momento lo oí
tragar saliva y pensé que nuestro hombre
podía estar llorando, pero no volví la
vista para comprobarlo. Ya había
quemado bastantes cartuchos.
Lo acomodamos en el asiento trasero
del coche, y Richie se apoyó en el capó
mientras yo me alejaba unos metros para
efectuar unas llamadas: enviar a la
patrulla de refuerzos en busca de un
coche estacionado en algún lugar no muy
apartado
de
la
urbanización;
comunicarle a la refuerzo que servía de
cebo que ya podía regresar a casa, y
poner en conocimiento del oficial de
guardia que necesitaríamos tener
acondicionada
una
sala
de
interrogatorios. Después, regresamos a
Dublín en silencio. Dejamos atrás la
negritud encantada de la urbanización,
los esqueletos de los andamios que
parecían surgir de la nada y recortarse
afilados contra el cielo estrellado;
avanzamos a velocidad constante por la
autopista, donde los faros de los coches
cobraban vida y desaparecían en un
pestañeo, cual ojos de gato, y la luna
mantenía su cadencia a un lado, inmensa
y vigilante; por último, poco a poco, los
colores y el movimiento de la ciudad
fueron construyendo la realidad a
nuestro alrededor, con sus borrachos y
sus puestos de comida rápida, y el
mundo regresó a la vida fuera de
aquellas ventanillas selladas.
La sala de la brigada estaba en
calma; quedaban sólo los dos agentes de
guardia, que alzaron la vista de sus
respectivos cafés para ver quién había
estado de caza aquella noche y qué
había atrapado. Condujimos a nuestro
hombre hasta la sala de interrogatorios.
Richie le quitó las esposas y le leyó sus
derechos en un tono aburrido, como si
no fuera más que un trámite burocrático
sin sentido. Al oír la palabra
«abogado», el tipo volvió la cabeza con
violencia; cuando le coloqué el
bolígrafo en la mano, firmó sin formular
una sola pregunta. Su firma era un
garabato espasmódico en la cual no se
leía nada más que la inicial, «C».
Recogí la hoja y me largué.
Lo observamos desde la sala de
vigilancia, a través del espejo
unidireccional. Era la primera vez que
lo miraba de verdad. Tenía el cabello
castaño y corto, los pómulos marcados,
el mentón picudo con una barba rojiza
de dos días; llevaba una trenca negra
desgastada por el uso, un jersey gris
grueso de cuello vuelto y unos tejanos
desteñidos, el equipamiento perfecto
para una noche al acecho. Calzaba unas
botas de montaña: sus zapatillas
deportivas habían desaparecido. Era
mayor de lo que yo había imaginado y
más alto: debía de tener veintitantos
años y medir en torno a un metro
ochenta, pero estaba tan flaco que
parecía encontrarse en los últimos
estadios de una huelga de hambre. Era
esa delgadez lo que lo hacía parecer
más joven, bajo e inofensivo, una ilusión
que posiblemente le abrió las puertas de
la casa de los Spain.
No tenía cortes ni moretones
visibles,
pero
podían
estar
perfectamente ocultos bajo la ropa. Subí
el termostato de la sala de
interrogatorios unos cuantos grados.
Era agradable verlo en aquel lugar.
A la mayoría de nuestras salas de
interrogatorios les convendría un buen
lavado de cara, pero yo las adoro, hasta
el último centímetro. Nuestro territorio
juega en nuestro favor. En Broken
Harbour, aquel tipo había sido una
sombra que se movía a través de las
paredes, un aroma yodado a sangre y
agua marina, con fragmentos de luz de
luna en sus pupilas. Aquí era sólo un
hombre. Cuando los encierras entre
cuatro paredes, todos lo son.
Se sentó encorvado, rígido, en la
incómoda silla, con la vista clavada en
sus puños, apoyados sobre la mesa,
mientras se preparaba para la tortura. Ni
siquiera echó un vistazo a la habitación,
al linóleo del suelo afeado por las
quemaduras de cigarrillo y los chicles
pegados, a las paredes cubiertas de
grafitis, a la mesa y al archivador
atornillados al suelo ni a la desabrida
luz roja de la cámara que lo observaba
desde lo alto de una esquina, para saber
a qué se enfrentaba.
—¿Qué sabemos de él? —pregunté.
Richie lo miraba con tanta
intensidad que tenía prácticamente la
nariz pegada al espejo.
—No consume nada. Por lo flaco
que está, pensé que podía ser
heroinómano, pero no es el caso.
—No en este momento, al menos. Un
punto a nuestro favor: si conseguimos
que hable, no podrá alegar que estaba
bajo el efecto de las drogas. ¿Qué más?
—Es un tipo solitario y nocturno.
—Bien. Todo apunta a que se siente
más cómodo manteniendo las distancias
que estableciendo un contacto cercano
con otras personas: se divertía
observando y entró en casa de los Spain
cuando se ausentaban, en lugar de
hacerlo cuando estaban dormidos. Así
que, cuando llegue el momento de
intimidarlo, tendremos que acercarnos a
él, acercarnos mucho a su rostro, los dos
al mismo tiempo. Y, puesto que es de
hábitos nocturnos, nos conviene
mantenerlo en vela hasta el amanecer,
cuando empiece a desfallecer. ¿Algo
más?
—No lleva alianza. Lo más probable
es que viva solo, así evita que nadie se
dé cuenta de que pasa la noche fuera y le
pregunte en qué anda metido.
—Lo cual, en lo que nos concierne,
tiene su lado bueno y su lado malo. No
contaremos con ningún compañero de
piso que testifique que llegó a casa a las
seis de la madrugada del martes y que
puso en marcha la lavadora con un
programa de cuatro horas, pero, por otro
lado, tampoco habrá tenido que
preocuparse de ocultar sus cosas para
que nadie las descubra. De modo que,
cuando localicemos dónde vive, existe
la posibilidad de que nos haya dejado
algún regalito, como la ropa manchada
de sangre o el bolígrafo de la luna de
miel. Quizá se lo llevó a modo de trofeo
la pasada noche.
El tipo se removió, se restregó la
cara y se frotó la boca con torpeza.
Tenía los labios hinchados y cuarteados,
como si hiciera mucho tiempo que no
bebía agua.
—No tiene un trabajo que le ocupe
de nueve de la mañana a cinco de la
tarde —continuó Richie—. Podría estar
en paro o ser autónomo, o quizá trabaja
por turnos o a media jornada, algo que
le permite pasar la noche en ese nido
cuando le apetece, sin tener que matarse
a trabajar al día siguiente. A juzgar por
la ropa que lleva, diría que es de clase
media.
—Yo también. Además, no está
fichado; recuerda que sus huellas no
figuraban
en
los
registros.
Probablemente, ni siquiera conozca a
nadie que esté fichado. Debe de sentirse
desorientado y asustado. Y eso es bueno,
pero tenemos que reservarnos esa baza
para cuando la necesitemos. Nos
interesa que esté lo más relajado
posible, comprobar cuán lejos llegamos
por ese camino y luego, en el último
momento, darle un susto de muerte. Lo
bueno es que no se largará antes de que
eso suceda. Es un tipo de clase media,
probablemente respete la autoridad y no
conozca el sistema… Se quedará hasta
que lo echemos de una patada.
—Sí. Probablemente.
Richie, ausente, dibujaba figuras
abstractas en el vaho que su aliento
había dejado en el vidrio.
—Y, por el momento, eso es todo lo
que puedo figurarme sobre él. ¿Sabes
una cosa? Este individuo es lo bastante
organizado como para establecer esa
guarida y lo bastante desorganizado
como
para
no
molestarse
en
desmantelarla después. Es lo bastante
inteligente como para entrar en esa casa
y lo bastante tonto como para huir con
las armas. Tiene autocontrol suficiente
para haber aguardado durante meses,
pero no es capaz de contenerse ni
siquiera dos noches tras el asesinato
antes de regresar a su escondite… y
debía de saber que estaríamos
vigilándolo, es nuestro trabajo. No
consigo entenderlo.
Además de todo eso, el tipo parecía
demasiado frágil para haber cometido
aquel crimen. Pero a mí no me
engañaba. Muchos de los depredadores
más brutales a los que he atrapado
parecían dulces como garitos; justo
después de asesinar se muestran siempre
mansos, porque están exhaustos y
saciados.
—No tiene más autocontrol que un
babuino —desmentí—. Ninguno de ellos
lo tiene. Todos hemos deseado matar a
alguien en algún momento de nuestras
vidas, y no pretendas decirme que tú
eres la excepción. Lo que diferencia a
estos tipos de nosotros es que no se
reprimen. Si rascas un poco la
superficie,
descubrirás
que
son
animales, animales que gritan, arrojan
mierda y arrancan pescuezos. A eso es a
lo que nos enfrentamos. Nunca lo
olvides.
Richie no parecía convencido.
—¿Crees
que
estoy
siendo
demasiado duro con ellos? —le
pregunté—. ¿Que la sociedad no los ha
tratado bien y que debería sentir algo
más de compasión por ellos?
—No exactamente. Es sólo que…, si
no es capaz de controlarse ¿cómo logró
reprimirse durante tanto tiempo?
—No lo hizo —respondí yo—. Hay
algo que se nos escapa.
—¿A qué te refieres?
—Tal como muy bien has dicho, este
tipo se pasó unos cuantos meses, y es
probable que fueran muchos, espiando a
los Spain; además puede que se colara
esporádicamente en su hogar cuando se
ausentaban. Sin embargo, eso no es una
prueba de su sorprendente autocontrol,
es simplemente todo lo que necesitaba
para saciar su sed. Y luego, de repente,
salió como una fiera de su zona de
seguridad y saltó de los prismáticos al
contacto directo. Eso no brotó de la
nada. Algo tuvo que ocurrir la pasada
semana,
algo
grave,
diría.
Y
necesitaremos averiguar qué fue.
En la sala de interrogatorios, nuestro
hombre se frotó los ojos con los nudillos
y clavó la vista en sus manos como si
buscara sangre o lágrimas.
—Y te diré algo más —añadí—. Se
siente emocionalmente muy conectado
con los Spain.
Richie dejó de dibujar.
—¿De verdad lo crees? Yo pensaba
que, por cómo había mantenido las
distancias, no se trataba de algo
personal…
—No. Si fuera un profesional, ahora
mismo estaría en su casa: habría
comprendido que no está bajo arresto y
se habría negado a entrar en el coche
patrulla. Y tampoco es un sociópata que
los concebía como un objetivo aleatorio
que, por lo que fuera, se le antojó
divertido. La muerte indolora que les
propició a los niños y la brutalidad
empleada en el asesinato de los adultos,
esa manera de destrozarle la cara a
Jenny… todo ello demuestra que sentía
algo por ellos. A su juicio había
establecido una relación íntima con
ellos. Es más que probable que la única
interacción real que tuvieran se limitara
al hecho de haber cruzado una sonrisa
con Jenny en la cola del supermercado,
pero, en su cabeza al menos, existía un
vínculo entre ellos.
Richie volvió a echar vaho al cristal
y se concentró en sus dibujos, esta vez
más lentos.
—Hablas como si estuvieras seguro
de que es nuestro hombre —dijo—, ¿no
es cierto?
—Es demasiado pronto para
afirmarlo con certeza —respondí.
No sabía cómo decirle que el
martilleo en mis oídos había alcanzado
tales proporciones en el coche, con
aquel individuo a mi espalda, que había
temido incluso que nos saliéramos de la
carretera. Aquel hombre impregnaba el
aire que lo rodeaba de maldad, de un
olor intenso y repelente como la
naftalina, como si lo hubieran empapado
en ella.
—Pero si lo que quieres es conocer
mi opinión, entonces sí. Por supuesto
que sí. Es nuestro hombre.
El tipo levantó la cabeza como si me
hubiera oído y sus ojos, abotargados y
ribeteados de un rojo que se antojaba
doloroso, se deslizaron por la estancia.
Por un instante, se posaron en el espejo.
Quizá había visto suficientes series
policíacas en televisión para saber de
qué se trataba; quizá lo que había notado
revolotear en mi cabeza había logrado
atravesarme el cráneo y llegar hasta él
para chillarle al oído como un
murciélago y advertirle de mi presencia.
Por primera vez, enfocó la mirada, como
si pudiera clavar sus ojos en los míos.
Respiró hondo y tensó la mandíbula.
Estaba listo.
Tenía tantas ganas de entrar en
aquella sala que sentía un picor
irrefrenable en las puntas de los dedos.
—Dejaremos que se pregunte qué
sucede durante otros quince minutos —
anuncié—. Luego entrarás tú.
—¿Yo solo?
—Contigo
se
sentirá
menos
amenazado que conmigo. Eres más o
menos de su misma edad.
Además,
también
estaba
la
diferencia de clase: un chico de clase
media denostaría fácilmente a un chaval
de los suburbios como Richie tildándolo
de pobretón engreído. Los muchachos se
habrían quedado boquiabiertos si me
hubieran visto dejar que un novato
iniciara solo aquel interrogatorio, pero
Richie no era un novato normal y
corriente, y tenía la sensación de que se
precisaban dos hombres para el trabajo.
—Limítate a apaciguarlo, Richie.
Eso es todo. Averigua su nombre, si
puedes. Llévale una taza de té. No
menciones el caso y, por lo que más
quieras, no permitas que solicite la
presencia de un abogado. Te concederé
unos pocos minutos y luego entraré yo.
¿De acuerdo?
Richie asintió.
—¿Crees
que
conseguiremos
arrancarle una confesión? —preguntó.
La mayoría nunca confiesa. Puedes
mostrarles sus huellas impresas en el
arma, las manchas de sangre de la
víctima en su ropa y las imágenes del
circuito cerrado de televisión en las que
aparece aporreándola la cabeza, y aun
así seguirán proclamándose inocentes,
injuriados y aullarán porque se les ha
tendido una trampa. En nueve de cada
diez
sujetos,
el
instinto
de
autoconservación es mucho más
profundo que el pensamiento. Uno reza
siempre por dar con esa décima persona
cuyo instinto presenta una grieta, un
resquicio por donde algo circula más
hondamente: la necesidad de ser
entendido, de complacer, a veces
incluso la conciencia. Ruegas por dar
con esa persona que, en lo más profundo
de su ser, no quiere salvarse, la persona
que se coloca al borde de un precipicio
y tiene que combatir por refrenar el
impulso de saltar. Y cuando detectas esa
grieta, presionas.
—Ese es nuestro objetivo. El
comisario llega a las nueve; eso nos da
un margen de seis horas. Tengamos la
confesión lista para entregársela cuando
llegue, bien envuelta y atadita con un
lazo.
Richie asintió de nuevo. Se quitó la
chaqueta y tres jerséis gruesos y los dejó
sobre una silla, tras lo cual volvió a
parecer un adolescente escuálido y
desgarbado vestido con una camiseta
azul marino de manga larga desgastada
de tantos lavados. Permaneció en pie
junto al cristal, sin moverse, y observó
al tipo encorvarse aún más sobre la
mesa hasta que yo comprobé mi reloj y
le dije:
—Vamos, entra.
Entonces se pasó una mano por el
pelo para alborotárselo, cogió dos vasos
de agua y salió.
Lo hizo bien. Entró ofreciéndole un
vaso al tipo y excusándole con un:
—Lo siento, pensaba traerte un poco
de agua antes, pero me han
entretenido… ¿Te apetece? ¿O prefieres
una taza de té?
Hablaba con un acento más
marcado: a Richie también se le había
ocurrido explotar la diferencia de
clases.
Nuestro
hombre
se
había
sobresaltado cuando oyó abrirse la
puerta y aún intentaba recuperar el
aliento. Negó con un movimiento de
cabeza.
Richie se le acercó; tenía el aspecto
de un adolescente de quince años.
—¿Estás seguro? ¿Y un café?
Otra negación con la cabeza.
—Fantástico. Si quieres un poco
más de agua, házmelo saber. ¿De
acuerdo?
El tipo asintió y alargó la mano para
coger el vaso de agua. Aquel
movimiento desestabilizó por un
momento la silla.
—Ah, espera —dijo Richie—. Ha
querido darte la silla coja.
Una mirada rápida y subrepticia
hacia la puerta, como si yo pudiera
encontrarme tras ella.
—Ten, cámbiala por esta.
Nuestro hombre avanzó arrastrando
los pies con torpeza. Quizá no apreciara
ninguna diferencia (puesto que las salas
de interrogatorio se equipan a propósito
con sillas incómodas), pero, con una voz
tan baja que apenas pude oírlo, contestó:
—Gracias.
—No hay de qué. Soy el detective
Richie Curran.
Richie le tendió la mano. Nuestro
hombre no se la estrechó.
—¿Tengo que decirle mi nombre?
Tenía una voz grave y uniforme,
agradable de escuchar, con un ligero
matiz ronco, como si no la hubiera
utilizado demasiado recientemente. El
acento no me reveló nada: podría ser
originario de cualquier sitio.
Richie pareció sorprendido.
—¿Prefieres no hacerlo? ¿Por qué
no ibas a decírmelo?
Al cabo de un momento, el tipo dijo
para sí mismo:
—Va a dar igual…
Entonces se dirigió a Richie y, con
un apretón de manos mecánico, añadió:
—Conor.
—¿Conor qué?
Una fracción de segundo.
—Doyle.
No era su nombre verdadero, pero
poco importaba. Por la mañana
localizaríamos su casa o su coche, o
ambos, y los destriparíamos hasta dar
con su carné de identidad, entre otras
cosas. Lo único que necesitábamos por
el momento era poder llamarlo de algún
modo.
—Encantado de conocerte, señor
Doyle. El detective Kennedy llegará
dentro de un momento y podremos
comenzar.
Richie apoyó el trasero en la esquina
de la mesa.
—Deja que te diga que estoy
encantado de que aparecieras. Me moría
de ganas de largarme de allí, de verdad.
Sé que hay gente que paga un dineral por
acampar junto al mar y todo eso, pero el
campo no es lo mío, no sé si me
entiendes.
Conor se encogió de hombros; un
movimiento tímido, espasmódico.
—Es tranquilo.
—No soy muy amante de la
tranquilidad. Soy un urbanita; a mí,
dame el ruido y el tráfico de un día
cualquiera. Y además, hacía un frío del
carajo. ¿Tú eres de por ahí?
Conor levantó la vista con gesto
brusco, pero Richie andaba bebiendo
agua y mirando distraídamente hacia la
puerta, dándole conversación mientras
esperaba a que yo llegara.
—No hay nadie originario de
Brianstown —respondió Conor—. La
gente acaba de mudarse a esa zona.
—Sí, eso es lo que preguntaba, si tú
vivías ahí. Yo no lo haría ni por todo el
oro del mundo.
Aguardó, con fingida curiosidad
inocua, en calma, hasta que Conor
respondió.
—No. En Dublín.
Así que no era un lugareño. Richie
había desmontado un ángulo de la
investigación y nos había ahorrado un
montón de trabajo innecesario. Alzó su
vaso en señal de brindis, jovial.
—¡Hurra por los dublineses! No
existe un lugar mejor. Ni siquiera los
caballos
más
salvajes
podrían
arrastrarnos fuera de este sitio, ¿no
crees?
Otro encogimiento de hombros.
—A mí me gustaría vivir en el
campo. Depende.
Richie pescó una silla con el tobillo
y se la acercó para apoyar los pies,
acomodándose para charlar.
—¿En serio? ¿De qué depende?
Conor se frotó la mandíbula con una
mano, con fuerza, intentando ordenar sus
pensamientos: Richie lo empujaba para
desequilibrarlo, para intentar minar su
concentración.
—No lo sé. Si tuviera familia. Así
los niños tendrían espacio para jugar.
—Ah —dijo Richie, apuntándolo
con un dedo—. Eso es, ya lo entiendo.
Yo soy soltero: necesito vivir cerca de
algún lugar donde pueda tomarme una
copa y conocer a chicas. No sé pasar sin
eso, ¿sabes?
Hacer que entrara solo había sido
una buena idea. Se mostraba tan relajado
como si estuviera tomando el sol en la
playa y lo estaba haciendo de maravilla.
Me apostaba lo que fuera a que Conor
había entrado en aquella sala con la
intención de mantener la boca cerrada,
durante años si era preciso. Todos los
detectives, incluso Quigley, tienen algún
don, algo que hacen mejor que ningún
otro: todos sabemos a quién llamar si
queremos que el experto tranquilice a un
testigo o que alguien lo intimide un
poco. Pero Richie tenía uno de los dones
más escasos que existen: era capaz de
hacer creer a un testigo, contra toda
evidencia, que no eran más que dos
personas charlando, tal como habíamos
conversado mientras aguardábamos en
aquel escondite; Richie no veía un caso
a punto de ser resuelto ni a un tipo
malvado que merecía pasar el resto de
su vida entre rejas por el bien de la
sociedad, sino a otro ser humano. Y era
bueno saberlo.
—Al final, uno acaba cansándose de
salir —replicó Conor—. Cuando te
haces mayor, deja de apetecerte.
Richie levantó las manos.
—Te tomo la palabra, amigo. Pero
¿qué es lo que te apetece entonces?
—Tener un hogar. Una esposa, hijos,
un poco de paz. Las cosas sencillas de
la vida.
La aflicción se arrastró por su voz,
lenta y pesada, como una sombra que
acecha bajo las aguas oscuras. Por
primera vez sentí un destello de
compasión por aquel tipo. La náusea que
lo acompañó estuvo a punto de llevarme
a irrumpir en la sala de interrogatorios
para camelármelo.
Richie cruzó los dedos índice y
corazón en el aire.
—Espero que tú sientes cabeza antes
que yo —dijo alegremente.
—Espera y verás.
—Tengo veintitrés años. Aún falta
mucho para que mi reloj biológico se
ponga en marcha.
—Espera. Las discotecas, todas esas
chicas maquilladas para parecer
exactamente iguales, la gente que se
emborracha para actuar como alguien
que no es… Transcurrido cierto tiempo,
todo eso te dará asco.
—¡Ah! Estás quemado, ¿eh? ¿Qué
ocurrió? ¿Te llevaste a casa a una tía
buena y te despertaste con un adefesio?
—preguntó Richie sonriendo.
—Quizá.
Algo
parecido
—
respondió Conor.
—A mí también me ha pasado, tío.
Las gafas de la cerveza son malas
consejeras. Pero entonces, si no te gusta
salir de discotecas, ¿dónde vas a ligar?
Un encogimiento de hombros.
—No salgo mucho.
Empezaba a volver el hombro hacia
Richie y lo dejaba fuera de mi campo de
visión: era hora de pisar el acelerador.
Irrumpí en la sala de interrogatorios con
estrépito; abrí de un portazo, hice girar
una silla y la coloqué justo delante de
Conor. Richie se apartó de la mesa y,
con gesto rápido, se sentó a mi lado. Me
recosté en el asiento y me arremangué
los puños.
—Conor —dije—, no sé nada de ti,
pero me gustaría solucionar esto lo antes
posible para que todos podamos dormir
un poco esta noche. ¿Qué te parece?
Alcé una mano para frenarlo antes
de que tuviera tiempo de responder.
—Eh, espera un poco, Speedy
González. Seguro que tienes mucho que
decir, pero ya te llegará el turno.
Primero, deja que comparta unas cuantas
cosas contigo.
Deben aprender que ahora te
pertenecen, que, a partir de este
momento, eres tú quien decide cuándo
hablan, beben, fuman, duermen y mean.
—Soy el detective Kennedy, este es
el detective Curran y tú estás aquí para
responder algunas preguntas. No estás
arrestado, ni mucho menos, pero
necesitamos mantener una conversación
contigo. Estoy seguro de que sabes de
qué va todo esto.
Conor sacudió la cabeza en una
única y rotunda negación. Volvía a
retraerse en aquel silencio calculado
pero, por el momento, no me importaba.
—Venga tío —le espetó Richie en
tono de reproche—. No mientas. ¿De
qué crees que va esto? ¿Del Robo del
Siglo?
No hubo respuesta.
—Déjelo en paz, detective Curran.
Sólo hace lo que le han dicho, ¿no es
cierto, Conor? Yo le he pedido que
aguarde su turno y eso es lo que está
haciendo. Así me gusta. Lo mejor es que
tengamos las reglas claras desde un buen
principio.
Apoyé los dedos en la mesa y los
examiné atentamente.
—Bien, Conor, supongo que pasar la
noche con nosotros no es lo que más
feliz te hace. Lo entiendo. Pero si lo
piensas detenidamente, si prestas
verdadera atención, te darás cuenta de
que esta es, en realidad, tu noche de
suerte.
Me lanzó una mirada de pura
incredulidad.
—Es cierto, amigo mío —proseguí
—. Sabes tan bien como nosotros que no
deberías haber acampado en esa casa
porque no te pertenece, ¿verdad?
Nada.
—O quizá me equivoque y —añadí,
con una media sonrisa—, si contactamos
con la constructora, tal vez nos informe
de que has abonado un buen fajo de
billetes en concepto de fianza. ¿Tú qué
crees? ¿Te debemos una disculpa,
amigo? ¿Es tuya esa propiedad?
—No.
Chasqueé la lengua y le hice un gesto
admonitorio con el dedo.
—Eso me parecía. Has sido un chico
travieso: el mero hecho de que nadie
viva en esa casa, hijo, no te autoriza a
trasladar allí tu saco y tu equipaje. Eso
también se considera allanamiento de
morada, ¿lo sabías? La ley no te resta ni
un día sólo porque te apetezca pasar una
temporada de vacaciones en una casa
que nadie utilizaba.
Le sermoneé durante un buen rato
con la esperanza de que Conor rompiera
su silencio, cosa que parecía a punto de
hacer.
—No forcé ninguna entrada. Sólo
entré en la casa.
—¿Y si dejamos que sean los
abogados quienes expliquen por qué eso
es lo de menos? Si la situación llega a
tal extremo, claro, aunque dudo que lo
haga —señalé alzando un dedo—.
Porque, tal como te he dicho, Conor,
eres un joven muy afortunado. De hecho,
al detective Curran y a mí no nos
interesa
presentar
cargos
por
allanamiento, al menos no esta noche.
Digámoslo de este modo: cuando un par
de cazadores salen en mitad de la noche,
lo hacen con la intención de capturar
presas grandes. Si lo único que
encuentran es, no sé, un conejo, lo
atrapan; pero si ese conejo los pone
sobre la pista de un oso pardo, dejarán
que el conejo regrese brincando a su
madriguera mientras ellos van en busca
del oso. ¿Me sigues?
Conor me contestó con una mirada
de repugnancia. Mucha gente me toma
por un imbécil pomposo que adora el
sonido de su propia voz, lo cual me
parece
estupendo.
Adelante,
despréciame; adelante, baja la guardia.
—Lo que intento decirte es que,
metafóricamente hablando, amigo, tú
eres un conejo. De manera que, si
puedes ponernos sobre la pista de una
presa de más envergadura, dejaremos
que te largues dando saltitos de
felicidad. De lo contrario, tu confundida
cabecita acabará decorando la repisa de
la chimenea.
—¿Ponerles sobre la pista de qué?
El destello agresivo de su voz, por
sí solo, me habría revelado que no
necesitaba preguntarlo, pero lo pasé por
alto.
—Buscamos información —le dije
— y tú eres el hombre indicado para
proporcionárnosla. Porque resulta que,
cuando elegiste una casa para acampar,
tuviste un golpe de suerte. Supongo que
te habrás dado cuenta de que tu nidito da
directamente a la cocina de la casa
número nueve de Ocean View Rise.
Debía de ser como si tuvieras tu propio
canal de telerrealidad conectado las
veinticuatro horas del día los siete días
de la semana.
—El canal de telerrealidad más
aburrido del mundo —apostilló Richie
—. ¿No habrías preferido encontrar un
club de striptease? ¿O un grupo de
jovencitas que deambularan por la casa
enseñando las tetas?
Le apunté con un dedo.
—No sabemos si era aburrido, ¿no
es cierto? Eso es precisamente lo que
queremos averiguar. Conor, amigo,
dínoslo tú. ¿Es aburrida la familia que
vive en el número nueve?
Conor
analizó
la
pregunta,
sopesando el riesgo.
—Una familia normal. Un hombre y
una mujer. Una niña y un niño pequeños
—dijo al final.
—Nada de gilipolleces, Sherlock.
Eso ya lo hemos averiguado nosotros;
por algo nos llaman «detectives».
¿Cómo son? ¿Cómo pasan el tiempo?
¿Se llevan bien? ¿Se pasan el día
acurrucados o discuten a grito pelado?
—No había gritos. Solían…
Esa aflicción removiéndose otra vez,
siniestra y masiva bajo su voz.
—Solían jugar a muchas cosas.
—¿A qué jugaban? ¿Al Monopoly?
—Ahora entiendo por qué los
escogiste —intervino Richie, poniendo
los ojos en blanco—. Por la emoción,
¿no?
—En una ocasión, construyeron un
fuerte en la cocina con cajas de cartón y
mantas. Jugaban a indios y vaqueros, los
cuatro juntos; el hombre llevaba a los
críos a caballito y ella les pintó la cara
con carmín, como si fueran pinturas de
guerra. Por las noches, después de
acostar a los niños, el hombre y la mujer
solían sentarse en el jardín y compartir
una botella de vino. Ella le masajeaba la
espalda. Reían.
Era el discurso más largo que le
habíamos oído pronunciar. Se moría por
hablar acerca de los Spain, si se le
presentaba la oportunidad. Asentí, saqué
mi cuaderno de notas y mi bolígrafo y
dibujé unos garabatos que podrían pasar
por notas.
—Eso está muy bien, Conor. Es
exactamente lo que nos interesa saber.
Continúa. ¿Dices que son felices?
¿Forman un buen matrimonio?
—Diría que eran un matrimonio
hermoso. Hermoso —respondió Conor
con voz queda.
«Eran».
—¿Nunca viste que el hombre le
hiciera nada malo a la mujer?
Volvió la cabeza bruscamente hacia
mí. Sus ojos eran verdes y fríos como el
agua en medio de aquella hinchazón
roja.
—¿Como qué?
—Explícamelo tú.
—Solía colmarla de regalos:
detalles, chocolatinas, libros, velas. A
ella le gustaban las velas. Se besaban
cuando se cruzaban en la cocina.
Después de tantos años juntos, seguían
estando locos el uno por el otro. Él
habría muerto antes que hacerle daño a
ella. ¿Entendido?
—Soooo, para. De acuerdo —dije,
levantando las manos—. Tenía que
preguntarlo.
—Pues ahí tiene su respuesta.
Ni siquiera pestañeó. Bajo la
sombra de la barba, su piel parecía
basta, quemada por el sol, como si
hubiera pasado mucho tiempo expuesto
al frío aire marino.
—Y te lo agradezco. Para eso
estamos aquí, para conocer los hechos.
Anoté algo en mi cuaderno, con
esmero.
—¿Y los niños? ¿Cómo son?
—Ella —dijo Conor con el dolor
impreso en su voz, a punto de aflorar a
la superficie— era como una muñequita,
una muñequita de cuento. Siempre vestía
de rosa. Tenía unas alitas, alas de
hada…
—¿«Ella»? ¿Quién es «ella»?
—La niñita.
—Vamos, amigo, déjate de juegos.
Conoces perfectamente sus nombres.
¿Me vas a decir que nunca se llamaron a
gritos en el jardín? ¿Que la madre nunca
llamó a los niños para que entraran en
casa cuando la cena estaba lista? Utiliza
sus nombres, por favor. Soy demasiado
viejo para no confundirme con todos
esos «él» y «ella».
Conor respondió en voz baja, como
si quisiera pronunciar su nombre con
delicadeza:
—Emma.
—Muy
bien.
Continúa
explicándonos cosas de Emma.
—Emma. Le encantaba hacer tareas
domésticas: se ponía su delantalito y
preparaba bollos de cereales. Tenía una
pequeña pizarra; alineaba a sus muñecas
delante de ella y jugaba a ser maestra;
les enseñaba el abecedario. También
intentaba enseñar a su hermano, pero era
incapaz de estarse quieto: esparcía las
muñecas por el suelo y se marchaba. La
niña era muy pacífica, alegre por
naturaleza.
Otra vez ese «era».
—¿Y su hermano? ¿Cómo es?
—Ruidoso. Siempre reía y gritaba.
No pronunciaba palabras inteligibles,
sólo gritaba por hacer ruido, porque le
parecía tan divertido que se tronchaba
de risa. Él…
—Su nombre.
—Jack. Solía desperdigar las
muñecas de Emma por el suelo, ya lo he
dicho, pero luego la ayudaba a
recogerlas y les daba besos para
reconciliarse con ellas. Les ofrecía
sorbitos de su vaso de zumo. En una
ocasión, Emma no fue a la escuela
porque estaba enferma, acatarrada o
algo así, y él se pasó todo el día
llevándole cosas: sus propios juguetes,
su manta… Eran unos niños dulces, los
dos. Buenos niños. Fantásticos.
Richie movía los pies bajo la mesa,
aunque se esforzaba por no hacerlo. Me
coloqué el bolígrafo entre los dientes y
examiné mis notas.
—Debo señalar algo interesante,
Conor. Hablas todo el tiempo en pasado.
«Solían jugar en familia», Pat «solía»
colmarla de regalos… ¿Hubo algún
cambio?
Conor clavó la mirada en el reflejo
que le devolvía el espejo, como si
estuviera midiéndose con un extraño
volátil y peligroso.
—Pat perdió su empleo.
—¿Cómo lo sabes?
—Pasaba el día en casa.
Y lo mismo había hecho Conor, lo
cual indicaba que él tampoco era una
abejita obrera.
—¿Y después de eso se acabaron los
jueguecitos de indios y vaqueros? ¿Los
arrumacos en el jardín?
De nuevo aquel destello gris y
gélido.
—Cuando la gente pierde su empleo,
queda destrozada. No sólo Pat. Mucha
gente.
Un rápido movimiento de defensa:
no supe determinar si hablaba en nombre
de Pat o en el suyo propio. Asentí
pensativo.
—¿Es así como lo describirías?
¿Dirías que estaba destrozado?
—Quizá.
El sedimento de recelo empezaba a
acumularse de nuevo y le tensaba la
espalda.
—¿Y qué te dio esa impresión?
Ponnos un ejemplo.
Levantó un solo hombro en lo que
podría haberse interpretado como un
encogimiento de indiferencia.
—No me acuerdo.
La rotundidad de su voz me reveló
que no tenía planeado acordarse. Me
recosté en la silla y fingí tomar notas,
sin prisa, dándole tiempo para que se
tranquilizara. El aire empezaba a
caldearse y se volvía denso y rasposo
como la lana, opresivo. Richie respiró
sonoramente y se abanicó con la
camiseta, pero Conor no pareció darse
cuenta. Seguía con el abrigo puesto.
—Pat perdió su empleo hace algunos
meses. ¿Cuándo empezaste tú a pasearte
por Ocean View? —le pregunté.
Un segundo de silencio.
—Hace un tiempo.
—¿Un año? ¿Dos?
—Quizá un año. Quizá algo menos.
No llevo la cuenta.
—¿Y con qué frecuencia vas?
Una pausa más larga esta vez. El
recelo empezaba a cristalizar.
—Depende.
—¿De qué?
Un encogimiento de hombros.
—Escucha, no te pido que me
facilites una hoja con los horarios,
Conor. Nos basta con una aproximación.
¿Cada día? ¿Una vez a la semana? ¿Una
vez al mes?
—Un par de veces a la semana,
quizá. Menos, probablemente.
Lo cual significaba día sí y día no,
como poco.
—¿A qué hora? ¿Durante el día o
durante la noche?
—De noche, generalmente. A veces
de día.
—¿Y qué me dices de anteanoche?
¿Visitaste tu casita de vacaciones?
Conor se reclinó en la silla, se cruzó
de brazos y clavó la vista en el techo.
—No me acuerdo.
Fin de la conversación.
—Está bien —repliqué asintiendo
con la cabeza—. Si no te apetece que
hablemos de eso ahora, no hay
problema. Podemos hablar de otra cosa.
Hablemos de ti. ¿A qué te dedicas
cuando no estás echándote un sueñecito
en casas abandonadas? ¿Tienes un
empleo?
Silencio por respuesta.
—Venga, tío —le dijo Richie,
poniendo los ojos en blanco—. No nos
compliques la vida. ¿Qué crees que
vamos a hacerte? ¿Arrestarte por ser
técnico informático?
—No soy técnico informático. Soy
diseñador web.
Y un diseñador web habría tenido
conocimientos de informática más que
suficientes para borrar el historial del
ordenador de los Spain.
—¿Lo ves, Conor? ¿A que no ha
sido tan difícil? El diseño web no es
nada de lo que avergonzarse. Se gana
bastante dinero.
Una risotada nasal y seca dirigida al
techo.
—¿Eso cree?
—La recesión —dijo Richie,
chasqueando los dedos y señalando a
Conor—. ¿Estoy en lo cierto? Te iba
fantásticamente, tu carrera había
despegado, y entonces vino la crisis y
¡bang!, al paro.
Otra vez esa media carcajada
áspera.
—¡Qué más quisiera! Soy autónomo.
Yo no cobro prestación por desempleo;
cuando me quedé sin trabajo, me quedé
sin dinero.
—¡Joder! —espetó Richie de
repente, con los ojos como platos—. ¿Te
has quedado sin casa, tío? Porque quizá
podamos echarte una mano con eso. Yo
podría hacer algunas llamadas…
—No soy un indigente. Estoy bien.
—No hay razón para avergonzarse.
En los tiempos que corren, mucha
gente…
—Yo no.
Richie lo miró con escepticismo.
—¿Ah no? ¿Y vives en una casa o en
un piso?
—En un piso.
—¿Dónde?
—En Killester.
En el norte: perfecto para
desplazarse con asiduidad a Ocean
View.
—¿Y con quién lo compartes? ¿Con
tu novia? ¿Con colegas?
—Con nadie. Vivo solo, ¿de
acuerdo?
Richie levantó las manos.
—Eh, sólo intentaba ayudar.
—Pues no necesito tu ayuda.
—Tengo una pregunta, Conor —
apunté yo, haciendo girar el bolígrafo
entre los dedos y observándolo con
interés—. ¿En tu piso hay agua
corriente?
—¿Ya usted qué le importa?
—Soy policía. Soy curioso. ¿Hay
agua corriente?
—Sí. Fría y caliente.
—¿Y electricidad?
—¡Joder! —exclamó Conor mirando
al techo.
—Vigila ese lenguaje, amigo. ¿Hay
electricidad?
—Sí. Electricidad, calefacción, una
cocina, hasta un microondas. ¿Quién es
usted, mi madre?
—Nada más lejos de la realidad,
colega. Porque mi pregunta es, si tienes
un agradable y acogedor pisito de
soltero equipado con todo tipo de
comodidades y hasta un microondas,
¿por qué demonios te pasas las noches
meando por la ventana en una ratonera
helada en Brianstown?
Se produjo un silencio.
—Vas a tener que darme una
respuesta, Conor —agregué.
Apretó la mandíbula.
—Porque sí. Porque me gusta.
Richie se puso en pie, se desperezó
y empezó a dar vueltas por la sala con
esas zancadas grandes de rodillas
inquietas que insinúan problemas en
cualquier callejón.
—Con eso no nos basta, amigo.
Porque, y detenme si no lo sabías, hace
dos noches, cuando tú «no recuerdas»
qué estabas haciendo, alguien entró en
casa de los Spain y los asesinó.
Ni siquiera se molestó en fingir
sorpresa. Sus labios se tensaron como si
intentara reprimir un calambre, nada
más.
—Así que, como es natural, estamos
interesados en cualquiera que tenga
vínculos con los Spain, en especial
cualquiera cuyo vínculo sea lo que
podría calificarse de extraordinario, y
yo diría que tu casita de muñecas encaja
perfectamente en esa descripción. Es
más, diría que estamos muy interesados.
¿Tengo razón, detective Curran?
—Fascinados, sí —replicó Richie
por encima del hombro de Conor—. Esa
es la palabra que buscaba.
Intentaba provocar a Conor. Sus
andares no lo intimidaban, ni mucho
menos, pero sí lo desconcentraban y le
impedían atrincherarse en su silencio.
Empecé a darme cuenta de que me
gustaba trabajar con Richie, cada vez
más.
—«Fascinados» lo describiría a la
perfección, sí. Y tampoco sería
descabellado decir que estamos
«obsesionados». Hay dos niños muertos.
Personalmente, y no creo estar solo en
esto, pienso hacer todo lo que esté en mi
mano para meter entre rejas al hijo de
puta que los mató. Y me gustaría pensar
que cualquier ciudadano de bien haría lo
mismo.
—Desde luego —respondió Richie
con aprobación, mientras describía
círculos cada vez más tensos y rápidos
—. Estás con nosotros, ¿verdad, Conor?
Eres un ciudadano de bien, ¿no es
cierto?
—No tengo ni idea.
—Entonces averigüémoslo, ¿de
acuerdo? —repliqué complacído—.
Empezaremos por lo siguiente: en el
transcurso del último año, más o menos,
durante el tiempo en que has estado
allanando esa propiedad (ya sé que no
llevabas la cuenta exacta, claro, que
simplemente te gustaba pasar el rato
allí), ¿viste a algún indeseable
deambular por Ocean View?
Un encogimiento de hombros.
—¿Eso es un no?
Nada. Richie suspiró sonoramente y
empezó a frotar las suelas de goma de
sus zapatillas contra el linóleo,
provocando con cada paso que daba
unos chirridos horrorosos. Conor se
encogió sobresaltado.
—Sí. Es un no. No vi a nadie.
—¿Y qué me dices de anteanoche?
Porque, dejémonos de gilipolleces,
Conor: estabas allí. ¿Viste a alguien
interesante?
—No tengo nada que decirles.
Arqueé las cejas.
—¿Quieres saber algo, Conor? Lo
dudo mucho. Porque yo sólo veo dos
opciones. O bien viste lo que ocurrió, o
bien tú eres lo que ocurrió. Si es lo
primero, será mejor que empieces a
hablar ahora mismo. Y, si es lo
segundo…, bueno, es el único motivo
para que quieras mantener la boquita
cerrada. ¿No es cierto?
Las personas tienden a reaccionar
cuando se las acusa de asesinato. Él se
limitó a pasarse la lengua por los
dientes e inspeccionarse la uña del
pulgar.
—Si se te ocurre alguna otra opción
que no haya contemplado, amigo, te
invito a que la compartas con nosotros.
Todas
las
aportaciones
serán
gustosamente recibidas.
La zapatilla de Richie chirrió a unos
pocos centímetros por detrás de Conor y
lo sobresaltó.
—Ya se lo he dicho, no tengo nada
que contar. Decidan ustedes sus
opciones; no es asunto mío —contestó
con cierto nerviosismo en la voz.
Aparté mi bolígrafo y mi cuaderno
de notas de un manotazo y me incliné
sobre la mesa, acercándome mucho a su
rostro, obligándolo a mirarme.
—Claro que lo es, amiguito.
Absolutamente. Porque el detective
Curran y yo y las fuerzas policiales de
este país, todos y cada uno de nosotros,
estamos trabajando para echarle el
guante al hijo de puta que masacró a esa
familia. Y tú estás justo en nuestro punto
de mira. Tú eres el único que estaba allí
sin ningún motivo aparente, tú eres quien
ha estado espiando a los Spain durante
un año y quien no deja de contarnos
sandeces mientras cualquier hombre
inocente
del
mundo
procuraría
ayudarnos… ¿Y qué crees que nos dice
eso de ti?
Un encogimiento de hombros.
—Pues que eres un maldito asesino,
amigo. Y yo diría que eso sí es asunto
tuyo.
Se le tensó la mandíbula.
—Si eso es lo que creen, no hay
nada que yo pueda hacer al respecto.
—Vamos, hombre —dijo Richie
alzando los ojos al cielo—, no nos
vengas
ahora
con
el
rollo
autocompasivo.
—Llámelo como le apetezca.
—Venga ya. Puedes hacer un montón
de cosas por nosotros. Para empezar,
podrías echarnos una mano: explícanos
todo lo que ocurría en casa de los Spain,
y espero que encontremos algo que
pueda resultarnos de ayuda. De lo
contrario, ¿qué vas a hacer? ¿Quedarte
aquí sentado y hundirte en la miseria
como un chaval a quien han pillado
fumándose un porro? Madura un poco,
tío. Lo digo en serio.
Richie se ganó una mirada de
desprecio, pero Conor no mordió el
anzuelo. Mantuvo la boca cerrada.
Me retrepé en la silla, me ajusté el
nudo de la corbata y suavicé un poco el
tono, fingiendo curiosidad.
—¿Estamos equivocados, Conor?
Quizá no sea lo que parece. A fin de
cuentas, el detective Curran y yo no
estábamos allí; podrían haber sucedido
un montón de cosas que desconocemos.
Tal vez ni siquiera se trate de un
asesinato premeditado; podría haber
sido un homicidio involuntario. Quizá
empezó como defensa propia y las cosas
se salieron de madre. Estoy dispuesto a
aceptarlo. Pero no puedo hacerlo a
menos que tú nos cuentes tu versión de
la historia.
—No hay ninguna jodida historia —
dijo Conor mirando un punto
indeterminado por encima de mi cabeza.
—Desde luego que sí. Eso está fuera
de toda discusión, ¿no crees? La
historia, por ejemplo, podría ser: «No
estuve en Brianstown aquella noche y
esta es mi coartada». O bien: «Estuve
allí y vi a un extraño merodeando. Su
descripción es la siguiente». O incluso:
«Los Spain me sorprendieron dentro de
su casa, vinieron a por mí y tuve que
defenderme». O también: «Estaba
fumando un porro tranquilamente en mi
escondite cuando todo se fundió en
negro y lo siguiente que recuerdo es
estar en mi bañera cubierto de sangre».
Cualquiera de esas respuestas nos
serviría, pero necesitamos oírla. De otro
modo, tendremos que pensar en lo peor,
como seguramente ya sabes.
Silencio, un silencio tan testarudo
que casi podías verlo dándote codazos.
Hoy en día, sigue habiendo detectives
que habrían solucionado el problema
con unos cuantos puñetazos en los
riñones, ya fuera durante una visita al
lavabo o mientras la cámara de vídeo se
estropeaba misteriosamente. En el
pasado, cuando era más joven, me sentí
tentado de hacerlo en un par de
ocasiones, pero jamás cedí al impulso
(soltar hostias es para imbéciles como
Quigley, que no cuentan con nada más en
su arsenal) y hacía mucho tiempo que lo
tenía bajo control. Pero, sumido en
aquella quietud densa y calurosa, por
primera vez entendí lo delgada que era
la línea y la facilidad con que podía
cruzarse. Las manos de Conor estaban
agarradas al borde de la mesa, unas
manos fuertes y grandes, de largos
dedos, unas manos nervudas con los
tendones muy marcados y las cutículas
mordidas hasta sangrar. Pensé en lo que
habían hecho, en la almohada de gatitos
de Emma y en la mella en sus dientes, en
los rizos de Jack, suaves y rubios, y
sentí deseos de machacarle aquellas
manos con una maza hasta que quedaran
hechas picadillo. La sola idea hizo que
me palpitara la sangre en la garganta.
Me horrorizó descubrir cuánto lo
anhelaba y lo simple y natural que se me
antojaba aquel deseo.
Me esforcé por aplacarlo y esperé a
que mi ritmo cardíaco se ralentizara.
Luego suspiré y sacudí la cabeza, más
apenado que enojado.
—Conor, Conor, Conor. ¿Qué crees
que vas a conseguir con esto? Dime eso,
al menos. ¿Crees sinceramente que nos
vamos a dejar impresionar por tu
actuación, que vamos a enviarte a casita
y que vamos a olvidarnos de todo?
¿Crees que voy a decirte: «Me gustan
los hombres que se aferran a sus
convicciones,
amigo,
así
que
olvidémonos
de
esos
atroces
asesinatos»?
Su vista se clavó en el aire, con los
ojos entrecerrados y la mirada fija. El
silencio se ensanchó. Empecé a tararear
en voz baja, repiqueteando con los
dedos en la mesa; Richie se apoyó en el
borde de la mesa y se dedicó a sacudir
las rodillas y hacer crujir los nudillos
con auténtica devoción, pero a Conor
parecía traerle sin cuidado. Apenas
parecía consciente de nuestra presencia.
Finalmente, Richie se desperezó y
bostezó
exageradamente,
con
naturalidad, y comprobó la hora en su
reloj.
—Venga, tío, ¿pretendes que nos
pasemos aquí toda la noche? —preguntó
—. Porque si es así, yo necesito un café
para mantenerme despierto. ¡Esto
mejora por momentos!
—No piensa contestarte, detective.
Nos está castigando con su silencio —
tercié yo.
—¿Y podemos dejar que siga
castigándonos mientras vamos a la
cafetería? Te juro que voy a caer
dormido aquí mismo si no me tomo un
café.
—No veo por qué no. Este saco de
mierda está consiguiendo que se me
revuelva el estómago.
Cerré el bolígrafo con un clic.
—Conor, si necesitas que se te pase
el enfurruñamiento antes de hablar con
nosotros como un ser humano adulto,
adelante, pero no vamos a quedarnos
aquí sentados mirándote hasta que eso
ocurra. Lo creas o no, no eres el centro
del universo. Tenemos cosas más
urgentes que hacer que contemplar a un
hombre hecho y derecho comportarse
como un crío consentido.
Ni un pestañeo. Prendí el bolígrafo
de mi bloc de notas, me los guardé en el
bolsillo y me di una palmadita encima.
—Regresaremos cuando tengamos
un momento. Si necesitas ir al baño,
puedes dar un golpe en la puerta y
confiar en que alguien te oiga. Nos
vemos.
De camino a la puerta, Richie
recogió el vaso de Conor de la mesa,
sujetando con delicadeza la base entre
los dedos pulgar e índice. Se lo señalé a
Conor y le dije:
—Dos de nuestras cosas preferidas:
huellas dactilares y ADN. Gracias,
amigo. Nos has ahorrado un montón de
tiempo y quebraderos de cabeza.
Le guiñé un ojo, le hice un gesto con
los pulgares en alto y cerré la puerta de
un portazo a nuestra espalda.
***
En la sala de observación, Richie
preguntó:
—¿Ha estado bien que propusiera
salir de ahí? He pensado que… No sé,
me ha parecido que habíamos topado
con un muro y me he figurado que
resultaría más fácil finiquitarlo sin
perder la credibilidad. ¿Ha estado bien?
Se frotaba un tobillo con el otro pie
y parecía ansioso. Saqué una bolsa de
pruebas del armario y se la entregué.
—Has estado bien. Y tienes razón:
era el momento de reorganizarse.
¿Alguna sugerencia?
Introdujo el vaso en la bolsa de
pruebas y echó un vistazo alrededor en
busca de un bolígrafo; le presté el mío.
—Sí. ¿Quieres que te diga una cosa?
Me suena de algo. Su cara me suena.
—Llevas mirándolo mucho rato, es
tarde y estás hecho polvo. ¿Estás seguro
de que la mente no te está jugando una
mala pasada?
Richie se agachó junto a la mesa
para etiquetar la bolsa.
—Sí, estoy seguro. Lo he visto antes.
Me pregunto si sería cuando trabajaba
en Antivicio.
La sala de observación se regula por
el mismo termostato que la sala de
interrogatorios. Me aflojé la corbata.
—No tiene antecedentes.
—Lo sé, y me acordaría si lo
hubiera arrestado. Pero ya sabes cómo
va esto: le echas el ojo a un tipo y sabes
que oculta algo, pero no tienes nada para
pillarlo, de manera que te limitas a
conservar su cara en la memoria hasta
que vuelve a aparecer. Me pregunto si…
Richie
sacudió
la
cabeza,
insatisfecho.
—Déjalo en segundo plano, ya te
vendrá. Y, cuando lo haga, házmelo
saber. Necesitamos identificar a ese tipo
cuanto antes. ¿Algo más?
Richie escribió las iniciales en la
bolsa, lista para entregarla al
laboratorio de pruebas, y me devolvió el
bolígrafo.
—Sí. Opino que no conseguiremos
nada provocándolo, no con este
individuo. Hemos conseguido que se
molestara, eso desde luego, pero cuanto
más se enfada, más calla. Necesitamos
abordar el interrogatorio desde otro
ángulo.
—Así es —convine—. Tus intentos
por distraerlo han surtido efecto, has
estado bien, pero no conseguiremos que
nos lleven más lejos. E intimidarlo
tampoco funcionará. Me equivocaba en
una cosa: no nos tiene miedo.
Richie negó con la cabeza.
—No. Se mantiene a la defensiva y
sabe que está en una situación difícil,
pero no está asustado… Y debería
estarlo. Yo diría que es virgen; no se
comporta como si conociera el
procedimiento. Todo esto debería haber
hecho que se cagara en los pantalones, y
me pregunto por qué no es así.
En la sala de interrogatorios, Conor
seguía inmóvil y tenso, con las manos
extendidas sobre la mesa. Era imposible
que nos oyera, pero de todos modos bajé
la voz.
—Está demasiado seguro de sí
mismo. Cree que ha cubierto sus huellas,
imagina que no tenemos nada contra él a
menos que confiese.
—Quizá, sí. Pero tiene que saber
que hay un equipo entero peinando esa
casa con un cepillo de púas finas en
busca de cualquier rastro que haya
podido
dejar.
Y eso
debería
preocuparle.
—Muchos de esos tipos son unos
capullos arrogantes. Se creen más listos
que nosotros. No te preocupes por eso; a
largo plazo, acabará revirtiendo en
nuestro favor. Esos son los que se
desmontan cuando les sacas algo que no
pueden negar.
—¿Qué sucederá si…? —empezó a
preguntar Richie con timidez, pero se
detuvo.
Tenía la vista fija en la bolsa y la
hacía girar adelante y atrás, sin mirarme.
—Nada.
—¿Qué sucederá si qué? —le
insistí.
—Me preguntaba qué sucederá si
tiene una coartada sólida y sabe que
antes o después toparemos con ella…
—¿Te refieres a que quizá se sienta
seguro porque sabe que es inocente? —
inquirí.
—Sí. Básicamente.
—Eso es imposible, chaval. Si
tuviera una coartada, ¿por qué no iba a
contárnosla y largarse a casa? ¿Crees
que nos está siguiendo el juego por mera
diversión?
—Podría ser. No parece que le
encantemos…
—Aunque fuera inocente como un
corderito, e insisto en que no lo es, no
debería mostrarse tan frío. Las personas
inocentes se asustan tanto como las
culpables, muchas veces incluso más,
porque no son capullos arrogantes.
Lógicamente, no debería ser así, pero no
hay manera de hacérselo entender.
Richie alzó la mirada y enarcó una
ceja con aire interrogativo.
—Si no han hecho nada malo, no
tienen nada que temer. Pero a veces hay
otros aspectos que les preocupan.
—Supongo, claro. —Se frotaba un
lado de la mandíbula, en el punto en que
a estas alturas ya debería haberle
aparecido una barba incipiente—. No
obstante, tengo otra pregunta. ¿Por qué
no acusa a Pat? Le hemos ofrecido una
docena de oportunidades para hacerlo.
Sería lo más fácil: «Ah, sí, detective,
ahora que lo menciona, Pat perdió la
chaveta cuando se quedó sin trabajo, le
propinaba palizas a su mujer y pegaba a
los críos, incluso lo vi amenazarlos con
un cuchillo la semana pasada…». No es
tonto; seguramente se ha percatado de
que tenía oportunidad de hacerlo. ¿Por
qué no la habrá aprovechado?
—¿Por qué crees que he ido
abriéndole esas puertas? —le pregunté.
Richie se encogió de hombros
avergonzado, con un gesto difícil de
interpretar.
—No lo sé —contestó.
—¿Creías que estaba siendo
descuidado y que he tenido suerte de que
ese tipo no se aprovechara? Pues te
equivocas, muchacho. Ya te lo he dicho
antes de entrar: ese tal Conor cree que
tiene un vínculo con los Spain. Y
nosotros necesitamos saber qué tipo de
vínculo. Quizá Pat le cerrara el paso en
la autopista, ahora lo culpa de todos sus
problemas y cree que su suerte no
cambiará hasta que esté muerto y
enterrado, o quizá cruzara unas pocas
palabras con Jenny en alguna fiesta y
decidió que estaban hechos el uno para
el otro.
Conor no se había movido. La luz
blanca fluorescente hacía brillar el
sudor de su rostro y lo volvía ceroso y
alienígena, un náufrago de otro planeta,
a muchos más años luz de lo que
podríamos imaginar.
—Y hemos obtenido nuestra
respuesta —continué—: A su modo
retorcido, Conor Comosellame se
preocupa por los Spain. Por los cuatro.
No ha acusado a Pat porque no lo
arrojaría al fango ni siquiera para
salvarse a sí mismo. Cree que los
quería. Y así es como vamos a atraparlo.
Lo dejamos solo durante una hora.
Richie llevó el vaso a la sala de pruebas
y se hizo con un café aguado de regreso:
el café de la comisaría surte
básicamente efecto por el poder de la
sugestión, pero aun así es mejor que
nada. Contacté con las patrullas de
refuerzo para informarme de su
situación: estaban inspeccionando los
alrededores de la urbanización; habían
localizado una docena de automóviles
aparcados, todos ellos con motivos
legítimos para encontrarse en la zona, y
empezaban a parecer cansados. Les
ordené que prosiguieran la búsqueda.
Richie y yo nos metimos de nuevo en la
sala de observación, con las mangas
remangadas y la puerta abierta de par en
par, y nos dedicamos a observar a
nuestro hombre.
Eran casi las cinco de la madrugada.
En el pasillo, dos agentes del turno de
noche se pasaban una pelota de
baloncesto y se lanzaban puyas el uno al
otro para mantenerse despiertos. Conor
permanecía sentado en su silla, quieto,
con las manos en las rodillas. Durante
un rato movió los labios, como si
recitara para sí, con un ritmo constante y
regular.
—¿Está rezando? —preguntó Richie
en voz baja, a mi lado.
—Esperemos que no. Si Dios le dice
que mantenga el pico cerrado, vamos a
tenerlo difícil.
En la sala de la brigada, la pelota
golpeó un escritorio con estrépito, uno
de los muchachos hizo un comentario
ocurrente y el otro rompió a reír. Conor
suspiró y una profunda oleada de aliento
le infló el cuerpo antes de desplomarse
de nuevo. Había dejado de murmurar;
parecía estar sumiéndose en una suerte
de trance.
—Entremos —anuncié.
Entramos
haciendo
ruido,
dicharacheros, abanicándonos con hojas
de declaración y quejándonos del calor,
le ofrecimos una taza de café templado y
le advertimos que sabía a orines: lo
pasado, pasado está, volvíamos a ser
amigos. Volvimos a pisar territorio
seguro con el fin de no perderlo,
pasamos un rato perfilando los aspectos
que ya habíamos cubierto: ¿alguna vez
viste a Pat y Jenny discutir?, ¿viste si se
gritaban?, ¿viste a alguno de los dos
pegar a los niños…? La oportunidad de
hablar de los Spain atrajo a Conor fuera
de su zona de silencio; a juzgar por sus
palabras, en comparación con los
idealizados Spain, la empalagosa vida
de la Tribu de los Brady podría haber
protagonizado uno de esos grotescos
programas de testimonios. Cuando
abordamos sus horarios («¿a qué hora
sueles llegar a Brianstown?», «¿hacia
qué hora te quedas dormido?»), la
memoria empezó a fallarle de nuevo.
Comenzaba a sentirse seguro, a pensar
que sabía cómo funcionaba esto. Era
hora de dar un paso adelante.
—¿Cuándo fue la última vez que
puedes confirmar haber estado en Ocean
View?
—No me acuerdo. Quizá el
pasado…
—Ehh —dije, sentándome de golpe
y levantando la mano para interrumpir su
respuesta—. Espera.
Fui a buscar mi BlackBerry, accioné
disimuladamente una tecla cualquiera
para iluminar la pantalla, me la saqué
del bolsillo y silbé.
—Llaman del hospital —le dije a
Richie en voz baja, mientras de reojo vi
a Conor enderezar la cabeza como si le
hubieran dado una patada en el trasero
—. Podría ser la llamada que estábamos
esperando. Suspende el interrogatorio
hasta mi regreso.
Y, casi en la puerta, añadí:
—Hola, ¿doctor?
Mantuve un ojo en mi reloj y otro en
el espejo unidireccional. Cinco minutos
nunca se me habían hecho tan largos,
pero seguramente a Conor se le
antojaron interminables. Su férreo
autocontrol acababa de saltar por los
aires: se removía como si la silla
quemara, repiqueteaba en el suelo con
los pies y se mordía las uñas hasta
dejarlas en carne viva. Richie lo
observó con interés, sin pronunciar
palabra.
—¿Quién
era?
—preguntó
finalmente Conor.
Richie se encogió de hombros.
—¿Cómo voy a saberlo?
—Él ha dicho que quizá fuera la
llamada que estabais esperando.
—Estamos esperando muchas cosas.
—Del hospital. ¿De qué hospital?
Richie se frotó la nuca.
—Tío —le dijo en un tono entre
divertido y avergonzado—, quizá no te
hayas dado cuenta, pero estamos
trabajando en un caso, ¿entiendes? No
vamos por ahí contándole a la gente
nuestros planes.
Conor se olvidó de la existencia de
Richie. Apoyó los codos en la mesa, se
cubrió la boca con un puño y clavó la
vista en la puerta.
Le concedí otro minuto y luego entré
con paso firme, cerré de un portazo y le
dije a Richie:
—Vamos por buen camino.
Enarcó las cejas.
—¿Sí? Fantástico.
Alcancé una silla, la coloqué en el
mismo lado de la mesa donde estaba
Conor y me senté, mis rodillas
prácticamente rozando las suyas.
—Conor —le dije, cerrando el
teléfono delante de él—. Dime quién
crees que era.
Sacudió la cabeza. Tenía la vista
clavada en el teléfono. Noté que su
mente
se
aceleraba,
haciendo
carambolas extrañas como un coche de
carreras fuera de control.
—Escúchame atentamente, amiguito:
preferiría que no me hicieras perder el
tiempo. Tal vez tú aún no lo sepas, pero,
de repente, tienes mucha, mucha prisa.
Así que dímelo: ¿quién crees que era?
Al cabo de un momento, Conor
respondió en voz baja, con los ojos
posados en sus dedos:
—Del hospital.
—¿Qué?
Una respiración. Se obligó a
enderezarse.
—Usted ha dicho que era del
hospital.
—Eso está mejor. ¿Y por qué crees
que me llamarían desde el hospital?
Otra negación con la cabeza.
Di un manotazo en la mesa, lo
bastante fuerte como para sobresaltarlo.
—¿Has oído lo que acabo de decirte
sobre lo de hacerme perder el tiempo?
Despierta y presta atención. Son las
cinco de la madrugada, joder, en mi
mundo no existe nada más que el caso de
los Spain y acabo de recibir una llamada
de un hospital. Y ahora dime: ¿por qué
cojones crees que me han llamado,
Conor?
—Por uno de ellos. Porque uno de
ellos está en ese hospital.
—Exactamente. La has cagado,
amiguito. Dejaste a uno de los Spain con
vida.
Tenía los músculos del cuello tan
tensos que la voz le salió ronca al
hablar.
—¿Cuál de ellos?
—Dímelo tú, amigo. ¿Quién te
gustaría que fuera? Adelante. Si tuvieras
que elegir, ¿quién preferirías que fuera?
Habría respondido lo que fuera para
darme cuerda.
—Emma —contestó al cabo de un
momento.
Me recliné en la silla y solté una
carcajada.
—¡Vaya! ¡Es adorable! Lo digo de
corazón. Esa niñita tan dulce: ¿imaginas
que quizá merecía una oportunidad en la
vida? Pues es demasiado tarde, Conor.
Tendrías que haberlo pensado dos
noches atrás. Emma está en un cajón del
depósito de cadáveres en estos
momentos. Y su cerebro está en un
frasco de vidrio.
—Entonces ¿quién…?
—¿Estuviste
en
Brianstown
anteanoche?
Tenía el trasero apoyado en el borde
de la silla y se aferraba con fuerza al
extremo de la mesa, inclinado hacia
delante y con los ojos desorbitados.
—¿Quién…?
—Te he formulado una pregunta.
¿Estuviste allí anteanoche, Conor?
—Sí, sí. Estuve allí. ¿Quién de
ellos…? ¿Cuál…?
—Vas a tener que pedírmelo por
favor, amiguito.
—Por favor.
—Eso está mejor. Te faltó matar a
Jenny. Jenny está viva.
Conor me miró de hito en hito. Se le
descolgó la mandíbula, pero lo único
que salió de su boca fue una gran
exhalación, como si le hubieran atizado
un puñetazo en el estómago.
—Está vivita y coleando, y el que
llamaba era su médico. Me ha dicho que
ha recobrado la conciencia y que quiere
hablar con nosotros. Y todos sabemos lo
que va a explicarnos, ¿no es cierto?
No parecía oírme. Le faltaba el
aliento. Tenía que esforzarse por
respirar.
Lo empujé en su silla; le flojeaban
las rodillas.
—Conor. Escúchame. Cuando te he
dicho que no tienes tiempo que perder,
no bromeaba. En cuestión de un par de
minutos vamos a salir hacia el hospital
para hablar con Jenny Spain. Y en
cuanto eso ocurra, no volverá a
importarme un bledo lo que tú tengas
que contarnos. Es tu última oportunidad.
Ya lo sabes.
Eso le llegó al alma. Me miró
fijamente, boquiabierto, salvaje.
Acerqué más mi silla y me incliné
hasta quedar a escasos centímetros de su
cabeza. Richie se deslizó al otro lado y
se sentó sobre la mesa, lo bastante cerca
como para que su muslo rozara el brazo
de Conor.
—Deja que te explique algo —le
dije, con voz queda y serena al oído.
Podía oler su sudor, un olor acre como a
madera recién cortada—. Resulta que yo
creo que, en el fondo, eres un buen tipo.
Toda la gente a la que conozcas a partir
de ahora, sin excepción, va a pensar que
eres un maldito enfermo, un sádico y un
psicópata a quien habría que despellejar
vivo y colgar hasta que se secara. Quizá
me esté ablandando y acabe por
arrepentirme, pero yo no estoy de
acuerdo. Lo que yo creo es que eres un
buen tipo que, por algún motivo, acabó
inmerso en una situación de mierda.
Me miraba con ojos ciegos, pero un
movimiento de cejas lo delató: me
estaba escuchando.
—Por eso, y porque sé que nadie
más va a dejarte en paz, estoy dispuesto
a ofrecerte un trato. Demuéstrame que
estoy en lo cierto, explícame qué
sucedió, y yo informaré a la fiscalía de
que colaboraste en la resolución del
caso: que hiciste lo correcto porque
tenías remordimientos. Cuando llegue el
momento de dictar sentencia, tu
colaboración tendrá un peso importante.
Ante
un
tribunal,
Conor,
los
remordimientos equivalen a una
reducción del total de las penas. Pero si
me demuestras que me he equivocado
contigo, si continúas haciéndome perder
el tiempo, también se lo explicaré a los
fiscales y nos emplearemos a fondo. No
me gusta juzgar mal a las personas,
Conor; me incomoda. Te culparemos de
todo lo que se nos ocurra y
solicitaremos el cumplimiento íntegro de
las penas. ¿Sabes lo que eso significa?
Sacudió la cabeza, ya fuera para
ordenar sus pensamientos o para negar,
no sabría decirlo. Yo no tengo ni voz ni
voto en el dictamen de las sentencias y
mi aportación en el encausamiento es
casi nula, pero opino que cualquier juez
que dicte una reducción de las penas
cuando se trata de la muerte de niños
necesita una camisa de fuerza y un
puñetazo en la bocaza; sin embargo, eso
entonces carecía de importancia.
—Eso significa el cumplimiento de
tres cadenas perpetuas, Conor, más unos
cuantos años por intento de asesinato,
robo, destrucción de la propiedad y todo
lo que podamos endosarte. Hablamos de
sesenta años como mínimo. ¿Qué edad
tienes Conor? ¿Imaginas una fecha de
salida a sesenta años vista?
—Vamos, no sería tan descabellado
—objetó Richie, acercándose para
examinarlo con detenimiento—. En la
cárcel cuidarán bien de ti: no les gusta
que salgas antes de lo debido, ni
siquiera en un ataúd. Pero tengo que
advertirte de algo, tío: la compañía va a
ser una mierda. No dejarán que te
mezcles con los presos comunes porque
no durarías ni dos días; estarás en una
unidad de máxima seguridad con los
pedófilos, de manera que las
conversaciones van a ser retorcidamente
jodidas, pero al menos dispondrás de
mucho tiempo para hacer amigos.
Las palabras de Richie provocaron
otro movimiento de cejas: había dado en
el clavo.
—O —continué yo—, podrías
ahorrarte gran parte de ese infierno
ahora mismo. Con una acumulación de
condenas, ¿sabes de cuántos años
estamos hablando? De unos quince. Más
o menos. ¿Qué edad tendrás dentro de
quince años?
—Yo no soy muy bueno en
matemáticas
—intervino
Richie,
repasándolo de arriba abajo con interés
—, pero diría que para entonces
rondarás los cuarenta y cuatro o cuarenta
y cinco años, ¿no? Y no necesito ser
Einstein para imaginar que existe una
enorme diferencia entre salir a la calle a
los cuarenta y cinco años y hacerlo a los
noventa.
—Mi socio, la calculadora humana,
lo ha descrito muy bien, Conor. Con
cuarenta y tantos se sigue siendo lo
bastante joven como para forjarse una
trayectoria laboral, casarse y tener
media docena de críos. En suma, para
disfrutar de la vida. No sé si te das
cuenta, amigo, pero eso es lo que estoy
poniendo sobre la mesa: tu vida. Sin
embargo, debo advertirte de que se trata
de una oferta única y caduca dentro de
cinco minutos. Si estimas en algo tu
vida, por poco que sea, será mejor que
la aceptes.
Conor echó la cabeza hacia atrás,
dejando a la vista la larga línea de su
cuello, el punto en la base donde la
sangre palpita justo debajo de la piel.
—Mi vida —dijo y frunció el labio
en una sonrisa espantosa—. Hagan con
ella lo que quieran. Me importa un
carajo.
Apoyó los puños sobre la mesa,
apretó la mandíbula y clavó la vista al
frente, en el espejo.
La había fastidiado. Diez años antes
lo habría agarrado con fuerza, pensando
que lo había perdido, y lo habría
empujado aún más lejos. Pero ahora sé
bien lo que me hago. He tenido que
esforzarme mucho para aprenderlo, para
no dejarme llevar; he aprendido a
permanecer inmóvil, a retirarme y a
dejar que las cosas caigan por su propio
peso. Me retrepé en la silla, examiné
una mancha imaginaria en mi manga y
dejé que el silencio se extendiera
mientras aquel último fragmento de la
conversación se disipaba en el aire y era
absorbido por el conglomerado cubierto
de grafitis y el maltrecho linóleo.
Nuestras salas de interrogatorios han
visto a hombres y mujeres arrastrados
hasta el abismo de sus propias mentes,
han escuchado el delgado y sordo
crujido que hacen al resquebrajarse, han
sido testigos cuando en ellas se han
confesado cosas que no deberían existir
en este mundo. Estas salas son capaces
de engullirlo todo y cerrarse
herméticamente sin dejar rastro.
Una vez el aire se hubo vaciado de
todo salvo del polvo, añadí, en voz muy
baja:
—No obstante, la que sí que te
importa es Jenny Spain.
Se le tensó un músculo en la
comisura de los labios.
—Lo sé: no esperabas que yo lo
entendiera. Pensabas que nadie lo
entendería, ¿verdad? Pero yo lo
entiendo, Conor. Entiendo cuánto
querías a los Spain.
Otra vez ese tic.
—¿Por qué? —preguntó, como si las
palabras huyeran de sus labios en contra
de su voluntad—. ¿Por qué lo cree?
Apoyé los codos en la mesa y me
incliné hacia él con las manos
entrelazadas junto a las suyas, como si
fuéramos dos buenos amigos que,
sentados bebiendo en un pub a última
hora de la noche, se confiesan cuánto se
quieren.
—Porque te entiendo —le dije en un
tono amable—. Todo lo que nos has
contado acerca de los Spain, la guarida
que te montaste, lo que has dicho esta
noche: todo eso me hace entender cuánto
significaban para ti, que no existe nadie
en el mundo que te importe más. ¿Me
equivoco?
Volvió la cabeza hacia mí. Sus ojos
grises eran ahora transparentes como el
agua, y toda la tensión y la agitación de
la noche habían desaparecido.
—No —respondió—. Nadie.
—Los querías, ¿no es cierto?
Asintió.
—Permíteme que te revele el secreto
más importante que he aprendido,
Conor. Lo único que de verdad
necesitamos en la vida es hacer felices a
las personas a quienes amamos.
Podemos pasar sin todo lo demás;
puedes vivir en una caja de zapatos bajo
un puente, siempre que la cara de tu
esposa se ilumine cuando regresas a esa
caja por la noche. Pero si no consigues
eso…
Vi a Richie por el rabillo del ojo. Se
apartó, bajó de la mesa y nos dejó solos
en nuestro pequeño círculo.
—Pat y Jenny eran felices —dijo
Conor—, las personas más felices del
mundo.
—Pero luego eso se acabó y tú no
pudiste
arreglarlo.
Probablemente
alguien o algo en el mundo habría
podido hacerlos felices de nuevo, pero
ese alguien no eras tú. Sé exactamente lo
que se siente, Conor: sé qué es querer
tanto a alguien que harías cualquier
cosa, que te arrancarías el corazón y se
lo servirías con salsa barbacoa si eso
fuera a arreglar las cosas, pero no es
así. No les haría ningún bien. ¿Y qué
hace uno cuando se da cuenta de eso,
Conor? ¿Qué se puede hacer? ¿Qué le
queda?
Tenía las manos abiertas sobre la
mesa, con las palmas hacia arriba,
vacías.
—Esperar. Es lo único que se puede
hacer —respondió en voz tan baja que
apenas pude oírlo.
—Y cuanto más larga es la espera,
más te enfadas. Contigo mismo, con
ellos y con este jodido mundo patas
arriba… Hasta que dejas de poder
pensar con claridad, hasta que ni
siquiera sabes lo que haces.
Dobló los dedos y cerró los puños.
—Conor —le dije, con tanta
delicadeza que las palabras parecían
flotar cual plumas en el aire caliente e
inmóvil—. El dolor que Jenny ha sufrido
bastaría para colmar una docena de
vidas, y lo último que deseo es que ese
sufrimiento se acreciente. Pero, si no me
explicas lo que sucedió, tendré que ir a
ese hospital y pedirle que sea ella quien
me lo cuente. Tendré que obligarla a
revivir cada momento de esa noche.
¿Crees que es lo bastante fuerte como
para soportarlo?
Movió la cabeza de lado a lado.
—Yo tampoco. Imagino que hundiría
su pensamiento en un abismo tal que
jamás encontraría el camino de vuelta,
pero no me queda otra alternativa. En
cambio, a ti sí, Conor. Tú puedes
ahorrárselo, al menos ahorrarle eso. Si
la quieres, es el momento de
demostrarlo. Es el momento de
enderezar las cosas. Es tu última
oportunidad.
Conor se desvaneció tras ese rostro
anguloso e inmóvil como una máscara.
La cabeza le iba a mil por hora una vez
más, pero ahora la tenía bajo control,
funcionando de manera eficaz y a una
velocidad de vértigo. No respiré.
Richie, apoyado contra la pared,
permaneció inmóvil como una piedra.
Entonces Conor tomó aire con
rapidez, se pasó las manos por las
mejillas y se volvió para mirarme.
—Me colé en su casa —confesó,
con claridad y absoluta naturalidad,
como si me estuviera diciendo dónde
había aparcado el coche—. Los asesiné.
O al menos pensaba que lo había hecho.
¿Es lo que quiere oír?
Richie exhaló con un quejido
inconsciente y apenas perceptible. El
zumbido en mi cráneo aumentó, se agitó
como un torbellino de avispas en pleno
ataque y murió.
Aguardé el resto, pero Conor
también esperaba: se limitaba a
observarme,
con
aquellos
ojos
enrojecidos e hinchados, ausente. La
mayoría de las confesiones comienzan
con un «No fue como usted cree» y se
prolongan hasta la eternidad. Los
asesinos llenan la sala de palabras,
intentando suavizar los bordes afilados
de la verdad; intentan demostrarte una y
otra vez que ocurrió sin querer o que las
víctimas se lo merecían y que, de estar
en su lugar, cualquiera habría hecho lo
mismo. Si los dejas, la mayoría hablan y
hablan hasta que te sangran los oídos.
Conor no intentaba demostrar nada.
Había concluido.
—¿Por qué? —pregunté yo.
Sacudió la cabeza.
—No importa —respondió.
—Pues a los familiares de las
víctimas sí que les va a importar. Y
también al juez que dicte sentencia.
—No es mi problema.
—Necesitaré indicar un motivo en tu
declaración.
—Invéntese uno. Firmaré lo que
quiera.
La mayoría se ablandan una vez
cruzado el puente. Todo lo que tenían se
pierde en la orilla de mentiras donde
veían su salvación. Y cuando la
corriente los arrolla, cuando los
zarandea y, confusos, buscan aire a
bocanadas, cuando los aplasta contra un
saliente de la orilla opuesta y hace que
se les salten los dientes, piensan que la
peor parte ha terminado. Los deja
desmadejados y sin huesos; algunos
tiemblan sin control, otros lloran, los
hay que no pueden dejar de hablar y
también que no pueden dejar de reír.
Todavía no son conscientes de que el
panorama ha cambiado, de que las cosas
se transforman a su alrededor, los
rostros familiares se diluyen y los
puntos de referencia se desdibujan en la
distancia, no saben que nada volverá a
ser como antes. Conor era distinto.
Seguía entero como un animal al acecho,
concentrado. No atinaba a entender en
qué sentido, pero supe que la batalla no
había acabado.
Si le insistía en lo del motivo, Conor
ganaría, y nunca hay que dejarles ganar.
—¿Cómo entraste en la casa? —le
pregunté.
—Con la llave.
—¿De qué puerta?
Una esquirla de pausa.
—De la trasera.
—¿De dónde la sacaste?
Otra esquirla, esta vez más larga.
Actuaba con sigilo.
—La encontré.
—¿Cuándo?
—Hace un tiempo. Unos meses
atrás, quizá más.
—¿Dónde?
—En la calle. Pat la perdió.
Lo noté en la piel, ese giro
soslayado de su voz indicio de que
mentía, pero no pude poner el dedo en la
llaga. Detrás del hombro de Conor,
Richie dijo:
—Desde tu escondite no se veía la
calle. ¿Cómo pudiste saber que se le
había caído la llave?
Conor meditó su respuesta.
—Lo vi regresar del trabajo aquella
tarde. Por la noche salí a dar una vuelta,
encontré la llave e imaginé que Pat la
había perdido.
Richie se acercó a la mesa y colocó
una silla frente a Conor.
—Eso es imposible. La calle no está
iluminada. ¿Quién eres tú, Superman?
¿Acaso tienes poderes para ver en la
oscuridad?
—Era verano. Anochece tarde.
—¿Merodeabas alrededor de su
casa cuando aún era de día? ¿Mientras
estaban despiertos? Venga ya, hombre.
¿Qué pretendías, que te arrestasen?
—Quizá estuviera anocheciendo.
Encontré la llave, hice un duplicado y
entré. Fin de la historia.
—¿Cuántas veces? —quise saber.
Esa leve pausa de nuevo, mientras
sopesaba las respuestas en su cabeza.
—No pierdas el tiempo, amigo —
añadí bruscamente—. No vas a
conseguir nada mintiéndome. Ya hemos
superado esa fase. ¿Cuántas veces
estuviste en casa de los Spain?
Conor se frotaba la frente con el
dorso de la muñeca, intentando no
perder la compostura. El muro de
tozudez empezaba a tambalearse. La
adrenalina sólo te mantiene activo
durante un rato; a partir de entonces, en
cualquier momento, iba a sentirse
demasiado
cansado
para
seguir
manteniéndose erguido.
—Unas cuantas. Doce, más o menos.
¿Qué más da? Estuve allí anteanoche. Ya
se lo he dicho.
Era un dato importante, pues
revelaba que sabía moverse por la casa:
habría sido capaz de subir al primer
piso a oscuras, entrar en las
habitaciones de los niños y acercarse a
sus camas.
—¿Te llevaste algo alguna vez? —
preguntó Richie.
Vi que Conor intentaba reunir la
energía suficiente para negarlo y
rendirse.
—Sólo cosas sin importancia. No
soy ningún ladrón.
—¿Qué tipo de cosas?
—Una taza. Un puñado de gomas de
pollo. Un bolígrafo. Nada de valor.
—Y el cuchillo —apostillé yo—.
No olvidemos el cuchillo. ¿Qué hiciste
con él?
Esa debería haber sido una de las
preguntas más duras, pero Conor se
volvió hacia mí casi como si estuviera
agradecido de que se la formulara.
—Lo lancé al mar. Había marea alta.
—¿Desde dónde lo tiraste?
—Desde las rocas. En el extremo
sur de la playa.
No íbamos a recuperar el cuchillo. A
aquellas alturas, debía de estar a medio
camino de Cornualles arrastrado por una
larga y fría corriente, bamboleándose a
brazadas entre las algas y los seres
blandos y ciegos que habitaban las
profundidades abisales.
—¿Y la otra arma? ¿La que utilizaste
para golpear a Jenny?
—Lo mismo.
—¿Qué era?
Conor echó la cabeza hacia atrás y
separó los labios. El dolor que había
estado acechando bajo su voz toda la
noche por fin se había abierto camino
hasta la superficie. Era ese dolor, y no el
cansancio, el que le estaba arrebatando
la fuerza de voluntad y la concentración.
Lo había devorado vivo, de dentro
afuera; era todo lo que le quedaba.
—Un jarrón —contestó—. De metal,
de plata, con una base pesada. Era muy
sencillo, bonito. Ella solía colocarle un
par de rosas y lo usaba para decorar la
mesa
cuando
preparaba
cenas
románticas…
Emitió un pequeño gemido, a medio
camino entre tragar saliva y sofocar un
grito, el sonido de alguien hundiéndose
en el mar.
—Rebobinemos un poco, ¿de
acuerdo? —propuse—. Remontémonos
al momento en el que entraste en la casa.
¿Qué hora era?
—Quiero dormir —dijo Conor—,
quiero dormir.
—En cuanto nos lo hayas explicado
todo. ¿Había alguien despierto?
—Quiero dormir.
Necesitamos toda la historia, golpe a
golpe, repleta de detalles que sólo el
asesino puede saber, pero eran cerca de
las seis de la mañana y Conor se
aproximaba al nivel de cansancio que un
abogado de la defensa podría utilizar en
nuestra contra.
—De acuerdo. Ya casi hemos
acabado, amigo —le dije con
amabilidad—. Te diré qué haremos:
vamos a poner por escrito lo que nos has
contado y luego te llevaremos a algún
sitio para que puedas echar una
cabezadita. ¿De acuerdo?
Asintió ladeando la cabeza, como si
se hubiera vuelto repentinamente
demasiado pesada para su cuello.
—Sí. Lo escribiré. Pero déjenme a
solas mientras lo hago. ¿Es posible?
Estaba al límite de sus fuerzas,
demasiado exhausto para hacerse el
listillo en su declaración.
—Desde luego —respondí—. Si lo
prefieres, no hay problema. Pero
necesitaremos conocer tu nombre real.
Para ponerlo en la declaración.
Por un segundo pensé que iba a
erigir un nuevo muro de piedra entre
nosotros, pero la batalla había
concluido.
—Brennan
—respondió
obedientemente—. Conor Brennan.
—Bien hecho —dije.
Richie se movió sigilosamente hasta
la mesa de la esquina y me entregó una
hoja de declaración. Encontré un
bolígrafo y rellené la cabecera, en
mayúsculas:
CONOR BRENNAN.
Lo puse bajo arresto y volví a leerle
sus derechos. Conor ni siquiera alzó la
vista. Le coloqué la hoja de declaración
y mi bolígrafo en las manos y lo
dejamos solo.
—Bueno, bueno, bueno —dije, mientras
lanzaba mi cuaderno de notas sobre la
mesa de la sala de observación.
Las células de mi cuerpo
burbujeaban como champán de puro
triunfo; tuve ganas de imitar a Tom
Cruise, subirme a una mesa y gritar:
«¡Adoro este trabajo!».
—Ha resultado ser mucho más fácil
de lo que esperaba. Bravo por nosotros,
Richie, amigo mío. ¿Sabes lo que
somos? Somos un equipo fantástico.
Le di un vigoroso apretón de manos
y una palmadita en el hombro.
—Sí, yo también he tenido esa
impresión.
—No cabe la menor duda. He tenido
un montón de compañeros durante mi
carrera y, con la mano en el corazón, te
digo que hemos estado fantásticos. Hay
tipos que forman pareja durante años y
nunca aprenden a trabajar con tanta
fluidez.
—Está bien, sí. Lo hemos hecho
bien.
—Cuando el comisario llegue,
tendrá esa declaración firmada, sellada
y entregada en su mesa. Supongo que no
necesito decirte lo que esto va a suponer
para tu carrera, ¿no es cierto? Veamos si
el gilipollas de Quigley se atreve a
meterse contigo ahora. Dos semanas en
la brigada y participas en la resolución
del caso más importante del año. ¿Qué
tal te sienta eso?
Richie soltó su mano de la mía
demasiado rápido. Seguía sonriendo,
pero su gesto se tornó inseguro.
—¿Qué ocurre?
—Míralo —dijo señalando con la
cabeza hacia el espejo.
—La redactará bien. No te
preocupes por eso. Obviamente,
cambiará de opinión, pero eso no será
hasta mañana: resaca emocional. Para
entonces, tendremos nuestro informe
prácticamente listo para enviarlo al
fiscal general del Estado.
—No es eso. El estado de esa
cocina… Ya oíste a Larry: fue una lucha
encarnizada. ¿Por qué no tiene más
moretones?
—Porque no. Porque esto es la vida
real y a veces las cosas no suceden
según prevemos.
—Yo sólo…
Ya no sonreía. Hundió las manos
hasta el fondo de sus bolsillos, sin
apartar los ojos del cristal.
—Tengo que preguntártelo. ¿Estás
seguro de que es nuestro hombre?
La
efervescencia
empezó
a
desvanecerse en mis venas.
—No es la primera vez que me lo
preguntas —repliqué.
—Sí, ya lo sé.
—Venga, suéltalo. ¿Qué te inquieta?
Se encogió de hombros.
—No lo sé. Tú has estado
completamente
seguro
desde
el
principio, sólo es eso.
Sentí un arrebato de enfado, como un
espasmo muscular.
—Richie —le dije, procurando
mantener mi voz bajo control—.
Revisemos el caso unos segundos, ¿te
parece?
Tenemos
el
nido
de
francotirador que Conor Brennan
estableció para acechar a los Spain.
Tenemos su declaración: nos ha
confirmado que entró en la casa en
múltiples ocasiones. Y ahora, Richie,
ahora tenemos una jodida confesión.
Adelante, hijo, dime qué más quieres.
¿Qué demonios necesitas tú para
convencerte?
Richie sacudía la cabeza.
—Tenemos pruebas más que
suficientes, eso no lo discuto. Pero
incluso cuando no teníamos nada,
cuando sólo teníamos el escondite,
estabas completamente seguro.
—¿Y? Tenía razón. ¿Te has perdido
esa parte? ¿Acaso te pone nervioso que
me haya avanzado a ti?
—Lo que me pone nervioso es estar
demasiado seguro demasiado pronto. Es
peligroso.
Volví a notar aquella descarga, lo
bastante fuerte como para hacerme
apretar la mandíbula.
—Entonces ¿tú qué preferirías
hacer? ¿Mantener la mente abierta?
—Sí, precisamente.
—Bien. Buena idea. ¿Durante cuánto
tiempo? ¿Meses? ¿Años? ¿Hasta que
Dios envíe un coro de ángeles para que
te canten el nombre del tipo en una
armonía de cuatro partes? ¿Querrías
acaso que nos encontráramos aquí
dentro de diez años, el uno frente al
otro, diciéndonos: «Bueno, podría haber
sido Conor Brennan, pero también
podría haber sido la mafia rusa,
deberíamos explorar esa posibilidad
con un poco más de detalle antes de
tomar una decisión precipitada»?
—No. Lo único que digo es que…
—Tienes que estar seguro, Richie.
No hay otra opción. Antes o después,
hay que actuar.
—Eso ya lo sé. No se trata de
esperar diez años.
El calor era denso y pesado, como
una celda en un bochornoso mes de
agosto: condensado, inmóvil, te obstruía
los pulmones como cemento húmedo.
—Entonces ¿de qué diablos hablas?
¿Qué necesitas? Dentro de unas horas,
cuando demos con el coche de Conor
Brennan, Larry y sus muchachos
encontrarán la sangre de los Spain por
todas partes. Y, aproximadamente en ese
mismo momento, sus huellas dactilares
coincidirán con las que hallamos en ese
escondite. Y unas horas más tarde,
suponiendo que logremos dar con las
zapatillas deportivas y los guantes, Dios
lo quiera, demostrarán que esa huella de
zapatilla ensangrentada y esas huellas de
manos ensangrentadas corresponden a
Conor Brennan. Me apuesto el salario
de un mes. ¿Crees que eso servirá para
convencerte?
Richie se frotó la nuca e hizo una
mueca.
—Por el amor del cielo. De
acuerdo. Habla. Maldita sea, te
garantizo que, cuando el día de hoy
llegue a su fin, tendremos pruebas
físicas de que ese tipo estaba en casa de
los Spain en el momento en que se
cometieron los asesinatos. ¿Qué
explicación piensas darle a eso?
Conor escribía, con la cabeza gacha,
muy cerca de la hoja de declaración,
protegiéndola con el antebrazo. Richie
lo observó.
—Ese tipo amaba a los Spain, como
tú mismo has dicho —apuntó—.
Pongamos por caso que, en la noche del
lunes, se encontrara en su escondite
espiando a Jenny mientras ella estaba
sentada frente al ordenador. Entonces
Pat baja por las escaleras y la ataca.
Conor se asusta y acude a poner fin a la
pelea: sale corriendo de su guarida,
salta la tapia y entra por la puerta
trasera. Pero, para cuando lo hace, es
demasiado tarde. Pat está muerto o
agonizando y Conor cree que Jenny
también.
Probablemente
no
lo
comprueba con excesivo cuidado, no
con toda esa sangre alrededor y en
estado de pánico. Quizá fuera él quien la
acercó al cuerpo de Pat, para que
pudieran estar juntos.
—Conmovedor. ¿Y cómo explicas
que borraran el historial del ordenador?
¿A qué viene eso?
—A lo mismo: se preocupa por los
Spain. No quiere que Pat cargue con la
culpa. Borra los datos porque cree que
lo que fuera que Jenny estaba haciendo
podría haber desencadenado la reacción
de Pat o porque sabe a ciencia cierta de
qué se trataba. Luego se lleva las armas
y las arroja al mar para que parezca
obra de un intruso.
Me llevó un segundo y una
respiración asegurarme de que no iba a
arrancarle la cabeza de un mordisco.
—Caramba, te has inventado un
bonito cuento de hadas, muchacho.
Estremecedor, diría yo. Pero no es más
que eso. Encajaría a la perfección, pero
estás obviando un hecho determinante:
¿por qué diablos iba entonces a
confesar?
—Porque sí. Por lo que ha ocurrido
ahí dentro.
Richie hizo un gesto con la cabeza
en dirección al cristal.
—Tío, le has hecho creer que Jenny
Spain iba a necesitar una camisa de
fuerza si él no te daba lo que querías.
—¿Tienes algún problema con el
modo que tengo de hacer mi trabajo,
detective? —le pregunté con una voz lo
bastante fría como para servir de
advertencia a un hombre mucho más
tonto que Richie.
Richie levantó las manos.
—No te estoy criticando. Sólo digo
que eso es lo que lo ha inducido a
confesar.
—No, detective. No, no es verdad,
maldita sea. Ha confesado porque lo
hizo. Todas esas bobadas que le he
explicado sobre cuánto quería a Jenny
sólo han servido para forzar la
cerradura, no han puesto nada detrás de
esa puerta que no estuviera antes ahí.
Quizá tu experiencia difiera de la mía, o
quizá
sencillamente
seas
mejor
desempeñando este trabajo, pero
aprender a hacer confesar a mis
sospechosos me ha supuesto un gran
esfuerzo. Y puedo poner la mano en el
fuego y asegurarte que nunca, en toda mi
carrera, he hecho que uno de ellos
confesara un crimen que no había
cometido. Si Conor Brennan afirma que
es nuestro hombre, lo es.
—Pero él no es como la mayoría de
los sospechosos, ¿verdad? Tú mismo lo
dijiste, ambos lo hemos comentado: es
distinto. Aquí hay algo que se nos
escapa.
—Desde luego, es un tipo raro. No
es Jesucristo. No ha venido al mundo a
sacrificar su vida para expiar los
pecados de Pat Spain.
—Pero hay algo más —apuntó
Richie—. ¿Qué me dices de los
intercomunicadores? Eso no fue cosa de
Conor. ¿Y los agujeros en las paredes?
En esa casa sucedía algo.
Me apoyé en la pared dejándome
caer con fuerza y crucé los brazos.
Quizá fuera sólo por la fatiga o por el
delgado amanecer amarillo grisáceo que
manchaba la ventana, pero el burbujeo
del champán de la victoria había
desaparecido sin dejar rastro.
—Dime algo, muchacho: ¿por qué
odias tanto a Pat Spain? ¿Tienes una
astilla clavada porque era un pilar de su
comunidad? Porque si se trata de eso, te
lo advierto: arráncatela cuanto antes. No
siempre vas a poder cargarle el muerto a
un agradable tipo de clase media.
Richie se me acercó con rapidez,
señalándome con el dedo; por un
momento pensé que iba a darme unos
golpecitos de advertencia en el pecho,
pero le quedaba suficiente sentido
común como para reprimir el impulso de
hacerlo.
—Esto no tiene nada que ver con la
clase. Nada. Soy policía. Lo mismo que
tú. No soy ningún chavalote idiota a
quien has acogido como un favor para
celebrar el día de los huevones.
Estaba
demasiado
cerca
y
demasiado enfadado.
—Entonces compórtate como un
policía. Recula, detective. Recupera la
compostura.
Richie me fulminó con la mirada
durante un segundo más; luego se apartó,
se apoyó de nuevo contra el cristal y se
metió las manos en los bolsillos.
—Dime algo: ¿por qué estás tan
seguro de que no fue Patrick Spain? ¿Por
qué lo defiendes?
No tenía ninguna obligación de darle
explicaciones a un novato respondón,
pero quise hacerlo; quería explicárselo,
que se le metiera en la cabeza.
—Porque Pat Spain acataba las
reglas —aclaré—. Porque hizo lo que se
supone que hay que hacer. Y no es así
como viven los asesinos. Te lo dije
desde el principio: estas cosas no
suceden porque sí. Todas esas patrañas
que los familiares cuentan en los medios
de comunicación, todos esos «No puedo
creer que lo hiciera, era un excursionista
entusiasta, jamás había hecho nada malo
en su vida, eran la pareja más feliz del
mundo» no son más que bazofia. Cada
vez, cada puñetera vez, resulta que, en
efecto, el tipo era un excursionista, pero
con una larguísima lista de antecedentes;
nunca había hecho nada malo, salvo por
la
insignificante
costumbre
de
aterrorizar a su mujer, o eran la pareja
más feliz del mundo, de no ser por el
detalle de que el tipo se estaba tirando a
la hermana de su esposa. Y no tenemos
ningún indicio, ni uno solo, de que nada
de eso pueda aplicarse a Pat. Fuiste tú
quien dijo que los Spain habían hecho
cuanto estaba en sus manos. Pat lo
intentaba. Era uno de los buenos.
—Los tipos buenos también se
desmoronan —dijo Richie sin moverse.
—Rara vez. Muy, muy rara vez. Y
hay un motivo para que así sea. Es
porque los tipos buenos cuentan con
pilares que los mantienen en su sitio
cuando las cosas se ponen feas. Tienen
empleos, familias, responsabilidades.
Han acatado las reglas durante toda su
vida. Estoy seguro de que todo eso no te
parece en absoluto emocionante, pero el
hecho es que es funciona. Y, cada día,
evita que algunas personas traspasen esa
línea.
—Así pues, como Pat era un tipo
agradable de clase media, un pilar de la
comunidad, no podía ser un asesino —
me espetó Richie sin más.
No me apetecía seguir con aquella
discusión, no en una sala de observación
asfixiante a una hora indecente de la
madrugada con la camisa pegada a la
espalda por el sudor.
—No lo era porque tenía cosas que
amaba. Porque tenía un hogar. De
acuerdo, vivía en el culo del mundo,
pero un simple vistazo debería haberte
bastado para darte cuenta de que Pat y
Jenny adoraban hasta el último
centímetro de esa casa. Tenía a la mujer
que amaba desde los dieciséis años.
«Seguían estando locos el uno por el
otro», ha dicho Brennan. Tenía dos críos
a quienes montaba a caballito. Y eso
hace que un buen tipo no pierda la
cabeza, Richie. Porque tiene algo que
colma su corazón, personas a quienes
quiere, personas de quienes se
preocupa. Y eso evita que uno salte
desde el precipicio, mientras que
alguien que no tiene nada a lo que
aferrarse se lanzaría en caída libre. Y tú
pretendes convencerme de que Pat se
levantó un día con el pie izquierdo y
echó todo eso por la borda, sin ningún
motivo aparente.
—Sin ningún motivo, no. Tú mismo
lo has dicho: quizá estaba a punto de
perderlo todo. Se había quedado en paro
y se arriesgaba a perder la casa, y quizá
también estaba a punto de perder a su
mujer y a sus hijos. Son cosas que
pasan. Están ocurriendo en todo el país.
Cuando todos sus esfuerzos son en vano,
sólo quienes lo intentan se desmoronan.
De repente, me sentía exhausto. Las
dos noches sin dormir clavaban sus
garras en mí y me arrastraban bajo su
peso.
—Quien se desmoronó fue Conor
Brennan —sentencié—. Ahí tenemos a
un hombre que no tiene nada que perder:
sin empleo, sin hogar, sin familia, nada
salvo su propia mente. Te apuesto lo que
quieras a que, cuando empecemos a
analizar su vida, no vamos a encontrar
un círculo de amigos íntimos y seres
queridos. Brennan no tiene nada que lo
ancle a este mundo. No tiene a quien
querer, salvo a los Spain. Se pasó el
último año viviendo como una mezcla
de eremita y Unabomber[7] para poder
espiarlos. Incluso tu propia teoría se
sostiene por el hecho de que Conor fuera
un pirado que se dedicaba a espiarlos a
las tres de la madrugada, joder. Ese tipo
no está bien de la chaveta, Richie. No
está bien. Lo mires por donde lo mires.
Detrás de Richie, bajo la cruda luz
blanca de la sala de interrogatorios,
Conor había dejado el bolígrafo sobre la
mesa y se frotaba los ojos con las puntas
de los dedos a un ritmo impaciente y
deprimente. Me pregunté cuánto tiempo
llevaría sin dormir.
—¿Recuerdas lo que hablamos? ¿La
teoría dé la solución más sencilla? Pues
la tienes sentada ahí delante. Si
encuentras pruebas de que Pat era un
hijo de puta que maltrataba a su familia
mientras
se
preparaba
para
abandonarlos por una modelo de
lencería ucraniana, ven a verme y lo
discutiremos. Hasta entonces, yo apuesto
por este psicópata acosador.
—Tú mismo me dijiste que el hecho
de ser un «psicópata» no es un motivo
—adujo Richie—. Todo ese cuento
sobre estar triste porque los Spain no
eran felices no significa nada. Hacía
meses que atravesaban una mala racha.
¿Pretendes decirme que, de repente, sin
tiempo siquiera para limpiar su
escondite, decidió: «No echan nada en
la tele; ya sé lo que voy a hacer; voy a ir
a casa de los Spain y me los voy a
cargar a todos»? Venga ya, hombre. Y tú
me cuentas que Pat Spain no tenía un
motivo. ¿Qué carajo de motivo tenía este
tipo? ¿Por qué demonios iba a querer
verlos muertos?
Esa es una de las muchas cosas que
convierten el asesinato en un delito
único: es el único que nos incita a
preguntarnos por qué. El robo, la
violación, el fraude, el narcotráfico,
toda esa letanía de despropósitos
incorporan una explicación indecente; lo
único que tienes que hacer es colocar al
perpetrador
en
la
casilla
correspondiente. Pero el asesinato exige
una respuesta.
A algunos detectives no les importa.
Oficialmente, tienen razón: si puedes
demostrar quién lo ha hecho, la ley no
establece que debas aportar un porqué.
Pero a mí me importa. En una ocasión,
me enfrenté a lo que parecía un tiroteo
aleatorio desde un coche en movimiento.
Después de tener al tipo bajo custodia,
dispusimos de pruebas suficientes para
hundirlo diez veces, pero aun así invertí
semanas en hallar una explicación. Para
ello, mantuve profundas conversaciones
con cada escoria monosilábica y poco
amistosa del barrio de mierda en el que
vivía, hasta que a alguien se le escapó
que el tío de la víctima trabajaba en una
tienda y se había negado a venderle un
paquete de cigarrillos a la hermana de
doce años del tipo que le disparó. El día
que dejemos de preguntarnos por qué, el
día que decidamos que «sólo porque sí»
es una respuesta aceptable a una vida
cercenada, ese día nos alejaremos de la
línea que marca la entrada a nuestra
caverna e invitaremos a las fieras
salvajes a pasar.
—Confía en mí: lo descubriré —le
aseguré—. Aún nos falta hablar con los
socios de Brennan, registrar su casa,
destripar el ordenador de los Spain y el
de Brennan, si tiene uno, el análisis de
las pruebas forenses… En alguno de
esos lugares, detective, encontraremos
un motivo. Perdóname por no haber
podido encajar todas las piezas del
puzle transcurridas menos de cuarenta y
ocho horas desde que nos asignaron este
puñetero caso, pero te prometo que lo
haremos. Y ahora entremos a por esa
maldita declaración y larguémonos a
casa.
Me encaminé hacia la puerta, pero
Richie permaneció inmóvil.
—Compañeros —pronunció—. Es
lo que has dicho esta mañana,
¿recuerdas? Que somos compañeros.
—Sí. Y lo somos. ¿Por?
—Porque
entonces
no
te
corresponde tomar decisiones por los
dos. Debemos tomarlas juntos. Y yo
propongo que sigamos investigando a
Pat Spain.
Su postura, con los pies separados y
los hombros firmes, me reveló que no
cedería sin presentar batalla. Ambos
sabíamos que yo podía devolverlo de un
palazo a su caja y cerrar la tapa sobre su
cabeza. Un informe negativo por mi
parte y Richie estaría fuera de la
brigada, de regreso en el Departamento
de Vehículos Motorizados o de
Antivicio durante unos cuantos años
más, probablemente para siempre. Me
bastaba con insinuarlo, con mencionarlo
con sutileza para que desistiera, para
que acabara con el papeleo de Conor y
dejara a Pat Spain descansar en paz. Eso
habría marcado el fin del intento de
camaradería que había dado comienzo
en el aparcamiento del hospital hacía
menos de veinticuatro horas.
Cerré la puerta de nuevo.
—Está bien —accedí.
Apoyé la espalda en la pared e
intenté destensarme el hombro dándome
un apretón.
—Está bien. Te propongo lo
siguiente: dedicaremos toda la semana
próxima a investigar a Conor Brennan
para blindar el caso… suponiendo que
sea nuestro hombre. Sugiero que,
durante ese tiempo, tú y yo acometamos
una investigación paralela acerca de Pat
Spain. Al comisario O’Kelly esa idea le
gustaría incluso menos de lo que me
gusta a mí, diría que es una pérdida de
tiempo y de recursos humanos, de
manera
que
procederemos
con
discreción. Si se da cuenta, alegaremos
que sólo estamos asegurándonos de que
la defensa de Brennan no encuentre nada
que pueda utilizar contra Pat como
maniobra de distracción en los
tribunales. Conllevará trabajar muchos
turnos y muy largos, pero yo estoy
dispuesto a hacerlo si tú también te
comprometes.
Richie parecía a punto de quedarse
dormido de pie, pero era lo bastante
joven como para solucionar esa
eventualidad con unas pocas horas de
sueño.
—Me comprometo.
—Eso creía. Si encontramos algo
sólido contra Pat, nos reorganizaremos y
lo estudiaremos. ¿Cómo te suena eso?
Hizo un gesto de aprobación con la
cabeza.
—Bien —contestó—. Me suena
bien.
—Durante esta semana deberemos
ser discretos, insisto —continué—. A
menos que encontremos pruebas sólidas,
no voy a escupir sobre el cadáver de Pat
Spain tildándolo de asesino ante sus
seres queridos y tampoco quiero ver que
tú lo haces. Si permites que uno solo de
ellos se dé cuenta de que lo
consideramos sospechoso, pondré fin a
la investigación. ¿Ha quedado claro?
—Como el agua.
En la sala de interrogatorios, el
bolígrafo seguía sobre los garabatos de
la hoja de declaración; Conor estaba
combado sobre ellos, presionándose los
ojos con las palmas.
—Todos necesitamos dormir —dije
—. Lo entregaremos para que lo
procesen,
mecanografiaremos
el
informe, dejaremos instrucciones para
los refuerzos y nos marcharemos a
descansar unas cuantas horas. Nos
reuniremos aquí de nuevo a las doce del
mediodía. Y ahora, vayamos a ver qué
nos ofrece.
Recogí mis jerséis de la silla y me
encorvé para meterlos de nuevo en la
bolsa de viaje, pero Richie me detuvo.
—Gracias —dijo.
Me tendió la mano, mirándome de
frente, con aquellos serenos ojos verdes.
Nos dimos un apretón de manos y
reconozco que la fuerza de su agarre me
pilló desprevenido.
—De nada —le respondí—. Para
eso están los compañeros.
Aquella palabra flotó en el aire entre
nosotros, luminosa y revoloteando como
una cerilla encendida.
Richie asintió.
—Entendido —replicó.
Le di una palmadita en el hombro y
continué recogiendo mis cosas.
—Vamos. No sé tú, pero yo estoy
deseando echarme un sueñecito.
Guardamos nuestras cosas en las
bolsas, tiramos los vasos y las
cucharillas de plástico que habíamos
utilizado a la basura, apagamos las luces
y cerramos la puerta de la sala de
observación. Conor no se había movido.
Al final del pasillo, la ventana seguía
empañada por el cansino amanecer de la
ciudad, pero esta vez el frío no me
alcanzó. Quizá se debiera a esa nueva
energía juvenil que me acompañaba: el
burbujeo de la victoria volvía a fluir por
mis venas y me sentía completamente
despierto, con la espalda bien erguida,
fuerte y duro como una roca, listo para
afrontar lo que viniera.
Capítulo 11
El teléfono me arrancó de las
profundidades marinas del sueño.
Emergí a la realidad buscando aire y
sacudiendo manos y pies; por un
instante, atribuí aquel aullido a la
alarma antiincendios informándome de
que Dina estaba encerrada en mi piso
entre llamas cada vez más altas.
—Kennedy —me presenté, cuando
mi mente logró centrarse.
—Quizá no tenga nada que ver con
su caso, pero me dijo que lo llamara si
encontraba algo en algún foro. Sabe lo
que es un mensaje privado, ¿verdad?
El fulano aquel, el técnico
informático: Kieran.
—Más o menos —respondí yo.
El dormitorio estaba a oscuras;
podría haber sido cualquier hora del día
o de la noche. Rodé sobre mi espalda y
busqué a tientas la lámpara de la mesilla
de noche. El destello súbito de luz me
apuñaló en los ojos.
—De acuerdo. Algunos foros
permiten configurar las preferencias
para que, en caso de recibir un mensaje
privado, se remita una copia al correo
electrónico personal. Pat Spain (podría
haber sido Jennifer, pero yo parto del
supuesto de que fue Pat, ya verá por
qué) tenía ese parámetro activado al
menos en un foro. Nuestro programa ha
recuperado un mensaje privado que
entró a través de Wildwatcher[8]. De ahí
la «WW» del fichero de contraseñas:
tiene que corresponder a esto y no a
World of Warcraft[9].
Al parecer, Kieran trabaja al relajante
son de música house sincopada. La
cabeza me palpitaba.
—El remitente es un tipo llamado
Martin y lo envió el trece de junio. El
mensaje dice, cito textualmente: «No
pretendo entrar en discusiones, pero te
aconsejo que, si es un visón, eches
veneno, sobre todo si tienes críos. Esos
bichejos son malvados (escrito con b).
No tendrían problemas en saltar sobre
un niño». ¿Hay algún visón involucrado
en el caso?
Mi despertador marcaba las diez y
diez. Suponiendo que aún fuera jueves
por la mañana, había dormido menos de
tres horas.
—¿Has echado un vistazo a la web
de Wildwatcher?
—No, he estado haciéndome la
pedicura. Pues claro que la he
comprobado. Es una web donde los
usuarios hablan de los animales salvajes
que han visto. Bueno, no tan «salvajes».
Es un foro ubicado en el Reino Unido,
así que, principalmente, estamos
hablando de bichos como zorros urbanos
y cosas por el estilo. La gente se
pregunta por qué hay un pajarillo marrón
anidado en su glicina y cosas así. He
realizado una búsqueda por «visón» y
me ha aparecido un hilo iniciado por un
usuario llamado Pat-el-colega en la
mañana del doce de junio. Era un
usuario nuevo; todo apunta a que se
registró expresamente para colgar su
pregunta. ¿Quiere que se la lea?
—Ahora mismo estoy ocupado —
respondí.
Tenía los ojos como si me los
hubieran restregado con arena, y también
la boca.
—¿Puedes enviarme el enlace por
correo electrónico?
—Desde luego. ¿Qué quiere que
haga con Wildwatcher? ¿Quiere que
revise el foro por encima o a fondo?
—Por encima. Si nadie molestó a
Pat-el-colega, puedes continuar con otra
cosa, al menos por ahora. A esa familia
no la mató un visón.
—Por mí perfecto. Nos vemos,
colega.
Antes de colgar, oí que Kieran subía
la música a un volumen capaz de
perforarte los tímpanos.
Me di una ducha rápida, graduando
el agua cada vez más fría hasta que mis
ojos empezaron a enfocar de nuevo. La
imagen de mi rostro en el espejo me
irritó: tenía un aspecto deprimente y
caviloso, como un hombre con los ojos
puestos en el premio, no como un tipo
cuyo premio estaba a buen recaudo en su
vitrina. Cogí mi ordenador, un vaso
grande de agua y algunas piezas de fruta
(Dina había mordisqueado una pera,
había cambiado de opinión y había
vuelto a meterla en el frigorífico), y me
senté en el sofá para echar un vistazo al
foro de Wildwatcher. Pat-el-colega se
había registrado a las 9.23 h del 12 de
junio y había iniciado aquel hilo de
consulta a las 9.35 h. Era la primera vez
que lo escuchaba hablar. Parecía un
buen tipo: práctico, directo al grano y
capaz de exponer los hechos con
claridad.
«Hola, amigos, tengo una
pregunta. Vivo en la costa este
de Irlanda, junto al mar, si eso
supone alguna diferencia. En las
últimas semanas he estado
oyendo unos ruidos extraños en
el desván. Correteos, muchos
arañazos y un sonido que sólo
puedo describir como un
golpeteo y un tictac, como si
algo duro rodase por el suelo.
He subido a echar un vistazo,
pero no he hallado rastro de
ningún animal. Detecto un ligero
olor difícil de describir, como
ahumado o almizclado, pero
podría
tratarse
de
algo
relacionado con la casa (las
tuberías, por ejemplo, si se han
recalentado). He encontrado un
agujero bajo el alero que
conduce al exterior, pero sólo
mide doce por siete centímetros.
Y, a juzgar por el ruido, diría que
se trata de algo más grande que
eso. He inspeccionado el jardín,
pero no he encontrado rastro de
ninguna madriguera ni de ningún
agujero que algún animal hubiera
podido excavar bajo la tapia
(mide un metro y medio de
altura). ¿Alguien tiene idea sobre
qué puede ser o alguna
sugerencia acerca de qué hacer
al respecto? Tengo hijos
pequeños, de manera que, si
puede ser peligroso, necesito
saberlo. Gracias».
El foro de Wildwatcher no era un
hervidero de acción, pero la consulta de
Pat no había pasado desapercibida:
tenía más de cien respuestas. Tas
primeras le decían que tenía ratas o,
posiblemente, ardillas, y le aconsejaban
que contratara los servicios de un
exterminador. Se había vuelto a conectar
un par de horas más tarde para
responder:
«Gracias a todo el mundo,
pero creo que se trata de un solo
animal. Nunca oigo ruidos en
más de un punto al mismo
tiempo. No creo que sea una rata
o una ardilla; es lo que pensé al
principio, pero puse una trampa
para ratones con un pedazo
grande de mantequilla de
cacahuete y no conseguí
atraparlo; mucha acción durante
la noche, pero la trampa
permanecía intacta por la
mañana. ¡Así que se trata de un
bicho al que no le gusta la
mantequilla de cacahuete!».
Alguien le preguntaba a qué hora del
día estaba más activo el animal. Esa
noche, Pat contestó:
«Al principio sólo lo oíamos
por la noche, después de
acostarnos, pero tal vez fuera
porque durante el día no le
prestábamos atención. Hace más
o menos una semana empecé a
fijarme y se oye a todas horas
del día y de la noche, sin un
patrón establecido. En los
últimos tres días he notado que
el ruido aumenta mucho cuando
mi mujer cocina, sobre todo
carne; el bicho se vuelve loco.
Es sinceramente espeluznante.
Esta noche estaba preparando la
cena (estofado de ternera) y yo
estaba con los críos en la
habitación, de mí hijo, que está
justo encima de la cocina. Esa
cosa escarbaba y golpeaba como
si intentara atravesar el techo
por encima de la cama de mi
hijo, así que estoy preocupado.
¿Alguna otra sugerencia?».
La gente empezaba a mostrarse
interesada. Pensaban que se trataba de
un armiño, un visón o una marta;
publicaban fotos de animales delgados y
sinuosos, con las fauces abiertas para
mostrar sus delicados y peligrosos
dientes. Había quien le sugería que
esparciera harina por el desván para
obtener las huellas del animal, que les
sacara fotos y que las publicara en el
foro junto con imágenes de los
excrementos del bicho. Alguien quiso
saber a qué se debía tanto follón.
«¡¡No entiendo a qué viene
tanto revuelo!! ¿¿Para qué abres
esta consulta?? Compra veneno
para ratas, échalo en el desván y
listos. ¿O acaso eres uno de esos
blandengues a quienes no les
gusta matar alimañas? Si lo eres,
te mereces lo que tienes».
Los usuarios parecieron olvidarse
del desván de Pat y empezaron a
lanzarse puyas en defensa y en contra de
los derechos de los animales. La
conversación se caldeó (se tachaban de
asesinos entre sí), pero cuando Pat se
conectó un día después, mantuvo la
cordura y se situó lejos de las llamas.
«Prefiero utilizar el veneno
sólo como último recurso. Hay
huecos en el suelo del desván
que conducen a un espacio (¿de
unos 20 cm?) entre las vigas y el
techo de los dormitorios de
abajo. He echado un vistazo con
una linterna y no he logrado ver
nada raro, pero no quiero que se
meta ahí, muera y la casa acabe
apestando y, además, tendría que
levantar el suelo del desván para
sacarlo. Por eso mismo no he
tapiado el agujero que hay bajo
el alerón: no quiero dejar al
bicho atrapado dentro por error.
No he visto excrementos, pero
me mantendré ojo avizor y voy a
seguir vuestro consejo con lo de
las huellas».
Nadie
le
prestó
atención.
Inevitablemente, uno de los usuarios
acabó comparando a otro con Hitler. Ese
mismo día, algo más tarde, el
administrador del foro bloqueó la
consulta. Pat-el-colega no volvió a
publicar nada más.
Era evidente que ahí era donde
entraban en juego las cámaras y los
agujeros de las paredes, pero no
acababa de entender su función. No me
imaginaba a un tipo con la cabeza tan
bien amueblada persiguiendo un armiño
por la casa armado con una maza, como
un personaje salido de El club de los
chalados[10], si bien tampoco me lo
imaginaba sentado tranquilamente con la
mirada fija en un monitor para bebés
mientras algo roía sus paredes, sobre
todo con los críos a pocos metros de
distancia.
En cualquier caso, esto podría haber
significado que podíamos olvidarnos de
los monitores y los boquetes. Como le
había comentado a Kieran, ningún visón
había convencido a Conor Brennan para
que cometiera una masacre; el problema
incumbía a Jenny o a la inmobiliaria, no
a nosotros. Sin embargo, le había dado
mi palabra a Richie: investigaríamos a
Pat Spain, y cualquier comportamiento
extraño en su vida exigía una
explicación. Me convencí de que había
un montón de aspectos positivos:
cuantos más cabos sueltos atásemos,
menos oportunidades tendría la defensa
para crear confusión en los tribunales.
Me preparé un té y un bol de
cereales (imaginar a Conor desayunando
en su celda me hizo sonreír de
satisfacción), y dediqué un buen rato a
releer aquel hilo del foro. Conozco a
detectives de homicidios que buscan
recuerdos como esos: el eco de la voz
de la víctima, un reflejo acuoso de su
rostro. Quieren que resucite ante sus
ojos. Yo no. Esos retales sueltos no me
ayudarán a resolver el caso, y no tengo
tiempo para dramatismos baratos ni para
recrearme en la angustia fácil y atroz de
contemplar a alguien caminando
alegremente hacia el borde del
precipicio. Yo prefiero dejar a los
muertos en paz.
Pero Pat era distinto. Conor Brennan
había intentado desfigurarlo con
virulencia, forjar una eterna máscara de
asesino sobre su cuerpo inerte. En ese
momento, el hecho de vislumbrar un
destello del rostro de Pat me pareció
una bendición de los ángeles.
Dejé un mensaje en el teléfono de
Larry pidiéndole que su experto en
actividades al aire libre repasara la
consulta de Wildwatcher, que se
dirigiera a Brianstown lo antes posible y
que verificara cuáles eran las
posibilidades reales de que hubiera un
bicho salvaje suelto en aquella casa.
Luego respondí al correo electrónico de
Kieran.
«Muchas gracias por la
información. Después de la
acogida, parece que Pat Spain
debió de plantear sus problemas
con la fauna en algún otro foro.
Necesitamos averiguar dónde.
Mantenme al corriente».
Eran las doce menos veinte cuando
entré en la sala de investigaciones.
Todos los refuerzos estaban en la calle
trabajando o disfrutando de la pausa
para el café, pero Richie se encontraba
ya ante su escritorio, con los tobillos en
torno a las patas de su silla como un
adolescente y la vista clavada en la
pantalla del ordenador.
—Ey —saludó, sin levantar la vista
—. Los muchachos han encontrado el
coche de tu hombre. Un Opel Corsa 03D
de color azul oscuro.
—Le gustan los iconos del estilo. —
Le ofrecí un café en vaso de plástico—.
Te lo he traído por si acaso. ¿Dónde lo
había aparcado?
—Gracias. En la colina que da al
extremo sur de la bahía. Lo había
escondido entre los árboles, lejos de la
carretera, por eso los muchachos no lo
han visto hasta el amanecer.
A un kilómetro y medio de la
urbanización, quizá más. Conor no
quería arriesgarse.
—Fantástico. ¿Se lo han llevado a
Larry?
—Ahora mismo, una grúa lo está
remolcando.
Señalé el ordenador con un gesto de
cabeza.
—¿Algo interesante?
—Nada. Tu hombre nunca ha estado
arrestado, al menos bajo el nombre de
Conor Brennan. Tiene un par de multas
por exceso de velocidad, pero las fechas
y los lugares no se corresponden con
ninguno de mis destinos.
—¿Sigues intentando recordar de
qué te suena?
—Sí. Creo que podría ser de hace
mucho tiempo, porque en la imagen que
tengo de él en la memoria era más joven,
de unos veinte años. Quizá no sea nada,
pero quiero averiguarlo.
Arrojé el abrigo sobre el respaldo
de mi butaca y tomé un sorbo de café.
—Me pregunto si alguien más lo
conocía. Dentro de poco tendremos que
decirle a Fiona Rafferty que venga para
que le eche un vistazo y podamos
comprobar cómo reacciona. Consiguió
hacerse con la llave de la puerta trasera
de los Spain, y Fiona es la única que la
tenía. Me cuesta mucho imaginar que sea
pura coincidencia, y no me creo esa
patraña de que la encontrara durante un
paseo al anochecer.
En aquel momento, Quigley se
materializó detrás de mí y me dio unos
golpecitos en el brazo con su tabloide
matutino.
—Me he enterado de que anoche
atrapaste a alguien relacionado con tu
caso cinco estrellas —susurró, como si
fuera un sucio secreto.
Quigley siempre me inspira la
necesidad de enderezarme la corbata y
comprobar si tengo restos de comida en
los dientes. Olía como si hubiera
desayunado en un establecimiento de
comida rápida, lo cual explicaría un
montón de cosas, entre ellas el brillo
grasiento de su labio superior.
—Has oído bien —le dije,
apartándome un paso de él.
Abrió sus ojillos saltones como
platos, mirándome.
—¡Qué rapidez!
—Para eso nos pagan, colega: para
atrapar a los malos. Deberías intentarlo
alguna vez.
Quigley frunció los labios.
—¡Tranquilo, Kennedy, no te pongas
a la defensiva! ¿Qué te pasa? ¿Tienes
dudas? ¿Acaso crees que has encerrado
al tipo equivocado?
—Mantente al loro. Lo dudo, pero
eres libre de conservar el champán
fresco, por si acaso.
—¡Eh! Frena el carro. No me hagas
pagar por tus inseguridades. Me alegro
por ti, de verdad.
Me señalaba el pecho con su diario,
engreído y desdeñosamente ofendido.
Quigley sólo funciona sintiéndose
ofendido.
—Muy amable de tu parte —le dije
mientras me volvía de cara a mi mesa
para darle a entender que nuestra
conversación había finalizado—. Un día
de estos, si me aburro, te dejaré
participar en un caso importante y te
enseñaré cómo se hace.
—Ah, por supuesto. Si cierras este
caso volverán a asignarte todos los
buenos, ¿no es cierto? Sería fantástico
para tu ego, desde luego. Algunos de
nosotros —dijo dirigiéndose a Richie—
sólo queremos resolver asesinatos, y nos
la trae floja salir en los medios de
comunicación. Pero nuestro Kennedy es
distinto. A él le gusta estar bajo los
focos.
Quigley agitó el diario. Junto a una
imagen borrosa de unas vacaciones en la
que los Spain sonreían desde una playa,
el titular rezaba:
«ANGELITOS
ASESINADOS
EN
CAMAS».
SUS
—Supongo que no tiene nada de
malo, siempre y cuando el trabajo se
haga bien.
—¿Tú quieres resolver asesinatos?
—le preguntó Richie, desconcertado.
Quigley hizo caso omiso de su
pregunta y me dijo:
—¿No
sería
fantástico
que
resolvieras correctamente este caso?
Así todo el mundo podría olvidar
aquella otra vez.
Tenía la mano levantada y lista para
darme una palmadita en el brazo, pero lo
fulminé con la mirada y se lo pensó
mejor.
—Buena suerte, ¿eh? Todos
esperamos que hayas atrapado al tipo
correcto.
Me lanzó una sonrisita, cruzó los
dedos y se largó meneándose en busca
de otra persona a quien intentar
jorobarle la mañana.
Richie le dijo adiós con la mano, le
dirigió una sonrisita cursi y lo siguió
con la vista hasta que salió por la
puerta.
—¿A qué otra vez se refiere? —
quiso saber.
La pila de informes y declaraciones
de testigos empezaba a crecer en mi
escritorio. Los hojeé.
—Hace un par de años, uno de mis
casos salió rana. Aposté por el tipo
equivocado y perdí. Pero Quigley no
dice más que gilipolleces: a estas
alturas, nadie salvo él se acuerda de
aquello. Él lo recordará toda la vida
porque se preocupó de airearlo durante
todo un año.
Richie asintió. No parecía en
absoluto sorprendido.
—La cara que ha puesto cuando le
has dicho que le enseñarías cómo se
hace ha sido puro veneno. Compartís
una larga historia, ¿eh?
Uno de los refuerzos tenía la
desagradable costumbre de escribirlo
todo en mayúsculas, costumbre de la que
iba a tener que desprenderse.
—La verdad es que no. Quigley es
un patán trabajando y piensa que la
culpa no es suya, sino de todos los
demás. Yo consigo casos que él nunca
llevará y me culpa porque se le asigna
sólo la escoria. Y yo los resuelvo, cosa
que lo hace quedar aún peor. El hecho
de que él no sea capaz ni de resolver un
crimen del Quedo, también es culpa mía.
—Dos neuronas más y sería una col
de Bruselas —dijo Richie. Estaba
retrepado en su silla, mordisqueándose
una uña y con la vista aún clavada en la
puerta por la que había salido Quigley
—. Pero también tiene su lado bueno. Le
encantaría tener la oportunidad de
machacarte. Si no fuera tan lerdo,
podrías meterte en problemas.
Dejé las declaraciones sobre la
mesa.
—¿Qué ha estado comentando
Quigley sobre mí?
Richie empezó a repiquetear en el
suelo con los pies, bajo la silla.
—Nada. Me refiero a lo que acaba
de decir.
—¿Y antes de eso?
Richie puso cara de no saber a qué
me refería, pero sus pies seguían
moviéndose.
—Richie. Te aseguro que no vas a
herir mis sentimientos. Si está intentando
socavar nuestra relación laboral,
necesito saberlo.
—No lo está haciendo. Ni siquiera
recuerdo lo que dijo. Nada concreto.
—Eso es un rasgo habitual de
Quigley. ¿Qué te dijo?
Un encogimiento incómodo.
—Nada, una chorrada sobre que el
emperador no lleva tanta ropa como
cree y que el orgullo se desvanece con
la caída. Ni siquiera tenía sentido.
Deseé haber sacudido más fuerte a
aquel pedazo de mierda cuando se me
presentó la oportunidad.
—¿Y qué más?
—Nada más. Ahí fue cuando me
desembaracé de él. Me estaba diciendo
que hay que «actuar despacito y con
buena letra» y le pregunté cómo era
posible que a él no le funcionase. No le
gustó.
Me desconcertó la ridícula punzada
de calidez que sentí al pensar que aquel
chaval había salido en mi defensa.
—¿Y no es eso precisamente lo que
te preocupaba, que me estuviera
precipitando con Conor Brennan?
—¡Claro que no! No tiene nada que
ver con Quigley. Nada.
—Será mejor que así sea. Si crees
que Quigley está de tu parte, vas a
llevarte una desagradable sorpresa. Eres
joven y prometedor, lo cual te convierte
en culpable de que él sea un perdedor de
mediana edad. Si se le presentara la
oportunidad de arrojarnos bajo las
ruedas de un autobús, no sé a cuál de los
dos empujaría primero.
—Soy consciente de ello. Ese gordo
capullo me dijo el otro día que quizá me
«sintiera más a gusto» en Vehículos
Motorizados, a menos que tuviera
demasiadas «conexiones emocionales»
con los
sospechosos
de
este
departamento. No hago caso de lo que
dice.
—Bien hecho. No lo hagas. Es como
un agujero negro: si te acercas
demasiado, te arrastrará con él.
Mantente siempre alejado de la
negatividad, hijo.
—Lo que intento es mantenerme
alejado de los capullos inútiles. Ese tipo
no va a arrastrarme a ningún sitio.
¿Cómo consiguió entrar en esta brigada?
Me encogí de hombros.
—Tres posibilidades: o es pariente
de alguien, o se está follando a alguien o
tiene algo con lo que chantajear a
alguien. Tú mismo. Personalmente, creo
que si fuera familia de alguien, a estas
alturas ya lo sabría, y tampoco tiene
pinta de semental. Eso deja el chantaje
como única opción viable. Lo cual te da
otra buena razón para mantenerte
alejado de él.
Richie arqueó las cejas.
—¿Crees que es peligroso? —
preguntó—. ¿En serio? ¿Ese imbécil?
—No subestimes a Quigley. Es
lerdo, eso es indiscutible, pero no tanto
como crees; si lo fuera, no estaría aquí.
Para mí no representa ningún peligro, y
para ti tampoco (a menos que cometas
alguna estupidez); pero no porque sea
inofensivo. Piensa en él como un virus
intestinal: puede conseguir que tu vida
apeste y tarda una eternidad en
marcharse. Yo de ti procuraría evitarlo,
pero piensa que no puede hacerte ningún
daño irreversible, a menos que haya
detectado un punto débil: si eres
vulnerable,
aprovechará
cualquier
oportunidad para explotarlo. Y entonces
sí podría ser peligroso.
—Tú mandas —dijo Richie en un
tono despreocupado.
La imagen le había alegrado el
ánimo, aunque seguía sin parecer
especialmente convencido.
—Me mantendré alejado del
Hombre Diarrea.
No me molesté en intentar no
sonreír.
—Y otra cosa más: no le busques las
cosquillas. Sé que el resto de nosotros
lo hacemos y tampoco deberíamos
hacerlo, pero no somos novatos. Por
muy gilipollas que sea Quigley, tomarle
el pelo te haría quedar como un
soplagaitas engreído no sólo ante él,
sino ante el resto de la brigada. Caerías
de bruces a los pies de Quigley.
Richie me devolvió la sonrisa.
—Entendido. Aunque lo está
pidiendo a gritos.
—Cierto. Pero no tienes por qué
seguirle el juego.
Se llevó la mano al corazón.
—Me portaré bien. De verdad.
¿Cuál es el plan para hoy?
Regresé a mi pila de papeles.
—Hoy vamos a averiguar por qué
Conor Brennan hizo lo que hizo. Tiene
derecho a ocho horas de sueño, así que
no podemos tocarlo, como mínimo, en
otro par de horas. Pero no tengo prisa.
Propongo que esta vez lo hagamos
esperar.
Una vez arrestados, cuentas con un
plazo de tres días para presentar cargos
contra ellos o dejarlos libres; en este
caso, tenía previsto tomarme todo el
tiempo necesario. La historia sólo acaba
con la confesión grabada en una cinta y
el clic de las esposas en la televisión.
En una investigación real, ese clic no es
más que el principio. Lo que ocurre es
lo siguiente: el sospechoso cae desde el
puesto más alto de tu lista de
prioridades al más bajo, y te concentras
en levantar los muros que lo mantengan
encerrado. Una vez lo tienes donde
quieres, pueden transcurrir varios días
sin que le veas el pelo.
—Ahora iremos a hablar con
O’Kelly
—continué—,
y
luego
charlaremos con los refuerzos y les
pediremos que empiecen a investigar las
vidas de Conor y los Spain. Tenemos
que encontrar un punto de confluencia en
el que los Spain llamaran su atención,
una fiesta a la que asistieron, una
empresa que contrató a Pat para su
departamento de recursos humanos y a
Conor para ocuparse del diseño de su
página web, algo así. Conor dijo que
llevaba aproximadamente un año
espiándolos, lo cual significa que
nuestros hombres deberán concentrarse
en zoo 8. Entretanto, tú y yo vamos a ir a
registrar la casa de Conor para ver si
podemos rellenar algunas lagunas y
detectar cualquier cosa que pueda
señalarnos un motivo, cualquier indicio
que nos conduzca en la dirección de
cualquiera de los Spain o de las llaves.
Richie se toqueteaba el hoyuelo de
la barbilla (no necesitaba afeitarse, pero
al menos demostraba una actitud
correcta) mientras buscaba el mejor
modo de formular la pregunta que tenía
en mente.
—No te preocupes —lo tranquilicé
—. No me he olvidado de Pat Spain.
Tengo algo que enseñarte.
Encendí el ordenador y busqué la
web de Wildwatcher. Richie acercó su
silla para poder leer por encima de mi
hombro.
—Vaya —dijo, cuando hubo
acabado—. Supongo que eso podría
explicar lo de los monitores de vídeo.
Hay gente así, ¿no? Gente que llega
hasta donde haga falta para ver
animales, que ínstala circuitos cerrados
de televisión para vigilar si hay zorros
en su jardín trasero.
—Es como ver Gran Hermano, sólo
que con concursantes más inteligentes.
Pero no creo que eso fuera lo que
sucedió en este caso. Pat estaba
obviamente preocupado porque el bicho
pudiera entrar en contacto con sus hijos;
no lo haría sólo por diversión. Suena
como si quisiera deshacerse de esa
alimaña.
—Sí, es verdad. Pero hay un largo
trecho entre eso e instalar media docena
de cámaras. —Richie releía en silencio
—. ¿Y los boquetes en la pared? —
preguntó con cautela—. Se necesita un
animal bastante grande para hacer esos
agujeros.
—Quizá sí y quizá no. Tengo gente
investigándolo. ¿Alguien ha mandado
llamar a un perito para que eche un
vistazo a la casa y compruebe si se han
producido
desplazamientos
por
asentamiento o alguna irregularidad de
otro tipo?
—El informe está en el montón. Lo
hizo Graham. —Yo no tenía ni idea de
quién era Graham—. Te daré la versión
abreviada: la casa está hecha pedazos.
La humedad sube hasta media altura de
las paredes, hay problemas de
asentamiento (de ahí las grietas) y el
estado de las cañerías es deficiente. No
he entendido por qué, pero la conclusión
que se desprende es que, en un par de
años, será necesario reinstalar todas las
tuberías. Sinéad Gogan no se
equivocaba al dar su opinión acerca de
los constructores: son una pandilla de
jodidos oportunista. Levantaron las
casas, las vendieron y se largaron antes
de que nadie descubriera su juego. Pero
el perito asegura que ninguno de esos
problemas estaría relacionado con los
agujeros de las paredes. El del alerón sí
que podría deberse al asentamiento,
pero los de las paredes, no.
Los ojos de Richie buscaron los
míos.
—Si Pat hizo esos boquetes
persiguiendo una ardilla… —añadió.
—No era una ardilla —lo atajé—. Y
no sabemos quién los hizo. ¿Quién se
está precipitando ahora?
—Sólo digo «si». Horadar las
paredes de tu propia casa…
—Es una medida drástica, desde
luego. Pero ¿qué hubieras hecho tú en su
lugar? Imagina que hay un animal
misterioso correteando por tu casa,
quieres que desaparezca y no tienes
pasta para pagar a un exterminados ¿Qué
harías?
—Tapiar el agujero bajo el alerón.
Si el bicho queda atrapado dentro por
error, esperas un par de días a que esté
hambriento, retiras los tablones para que
pueda escapar y vuelves a intentarlo. Y
si así tampoco consigues que se largue,
echas veneno. Si se muere en las
paredes y la casa apesta, sacas la maza.
No antes.
Richie se apartó de mi mesa de un
empujón y se deslizó hacia su propio
escritorio sin levantarse de la silla.
—Si Pat hizo esos agujeros,
entonces Conor no es el único cuya
mente no carburaba bien —concluyó.
—Tal como he dicho, ya lo
descubriremos, pero hasta entonces…
—Sí, ya lo sé. Tengo que mantener
el pico cerrado.
Richie se puso la chaqueta y empezó
a tironear del nudo de la corbata,
intentando comprobar cómo estaba sin
deshacerlo.
—Está bien —lo tranquilicé—. Y
ahora, vayamos a ver al comisario.
Richie se había olvidado de lo de
Quigley, pero yo no. Había una parte que
no le había contado a Richie: Quigley
jamás se bate en un combate justo. Su
don es tener un olfato de hiena para
detectar cualquier debilidad o herida, y
no ataca a nadie a menos que esté seguro
de que puede hundirlo. Era evidente por
qué había convertido a Richie en su
diana. El novato, el chaval de clase
obrera que necesitaba demostrar su
valía de mil modos distintos, el listillo
que no era capaz de morderse la lengua:
era una diana fácil y segura, y lo estaría
aguijoneando hasta conseguir que sus
propias palabras lo metieran en
problemas. Lo que no acababa de
entender, y me habría preocupado si no
hubiera estado de tan buen humor, era
por qué Quigley cargaba contra mí.
O’Kelly estaba feliz como una perdiz.
—Precisamente los hombres a
quienes estaba esperando —nos saludó,
haciendo girar su silla para mirarnos
cuando llamamos a la puerta de su
despacho.
Nos señaló un par de sillas, y
tuvimos que despejar las montañas de
correos electrónicos impresos y de
solicitudes de vacaciones antes de poder
sentarnos; el despacho de O’Kelly
transmite siempre la sensación de que el
papeleo está a punto de ganar la batalla.
—Adelante. Decidme que no estoy
soñando —dijo levantando su copia del
informe.
Lo puse al día.
—Maldito
capullo…
—dijo
O’Kelly cuando hube acabado, sin
acalorarse demasiado. El comisario
lleva mucho tiempo trabajando en
Homicidios y ha visto de todo—. ¿La
confesión está contrastada?
—Sólo en parte —respondí—,
porque empezó a caerse de sueño antes
de que tuviéramos tiempo de entrar en
detalles. Más tarde retomaremos la
conversación con él, o tal vez mañana.
—Pero ese pequeño hijo de puta es
nuestro hombre. Con lo que tenéis,
puedo presentarme ante los medios de
comunicación y decirle a la población
de Brianstown que ya puede volver a
dormir tranquila, ¿no? ¿Es eso lo que me
estáis diciendo?
Richie me miraba.
—La población está segura —
afirmé.
—Eso es lo que quería oír. He
estado espantando periodistas a
manotazos; os juro que a la mitad de
esos capullos les encantaría que ese hijo
de puta volviera a atacar sólo para tener
otra noticia. Así frenaremos su galope.
O’Kelly se recostó en su butaca,
suspiró aliviado y apuntó con su
regordete dedo índice en dirección a
Richie.
—Curran, te seré sincero, no quería
que tomaras parte en este caso. ¿Te lo
había dicho Kennedy?
Richie negó con la cabeza.
—No, señor.
—Pues no te quería. Pensaba que
estabas demasiado verde para poder
limpiarte el culo sin que alguien te
sostuviera el papel.
Capté de reojo el tic en la comisura
del labio de Richie, pero asintió con
aire serio.
—Pero me equivocaba. Quizá
debería contar más a menudo con los
novatos, darles a esos vagos zoquetes de
ahí fuera algo en lo que pensar. Te
felicito.
—Gracias, señor.
—Y en cuanto a este tipo —dijo
señalándome con el pulgar—, algunos
de ahí fuera me habían aconsejado que
no lo dejara aproximarse a menos de un
kilómetro
de
este
caso,
me
recomendaban que lo hiciera trabajar de
refuerzo, que lo obligara a demostrar
que aún tiene lo que hace falta…
Un día antes me habría muerto de
ganas de averiguar quiénes habían sido
esos hijos de puta y obligarlos a tragarse
sus palabras. Pero los noticiarios
vespertinos se encargarían de hacerlo
por mí. O’Kelly me observaba.
—Espero haberlo hecho bien, señor
—dije mansamente.
—Sabía que lo harías; de lo
contrario, no me habría arriesgado. Les
dije que se metieran sus opiniones
donde todos sabemos, y tenía razón.
Bienvenido a bordo.
—Me alegro de estar de vuelta,
señor —repliqué.
—Así está la cosa: yo tenía razón
sobre ti, Kennedy, y tú la tenías acerca
de este jovencito. Hay un montón de
tipos en esta brigada que aún andarían
tocándose los cojones y esperando a que
la confesión aterrizara en su regazo.
¿Cuándo vais a presentar cargos contra
ese malnacido?
—Me gustaría contar con los tres
días de plazo íntegro —solicité yo—.
Quiero asegurarme de no dejar ningún
cabo suelto.
—Ese es nuestro Kennedy —le dijo
O’Kelly a Richie—. Cuando le hinca los
dientes a su presa, que Dios ayude al
pobre capullo. Observa y aprende.
Adelante, adelante —me alentó con un
gesto magnánimo de la mano—, tómate
todo el tiempo que precises. Te lo has
ganado. Te conseguiré una prórroga. Y
ya que hablamos de ello, ¿necesitas algo
más? ¿Más hombres? ¿Más horas
extras? Lo que sea…
—Por el momento estamos bien,
señor. Si hay algún cambio, se lo
comunicaré.
—Hazlo —replicó O’Kelly.
Nos hizo un gesto de aprobación con
la cabeza, cuadró las esquinas de
nuestro informe y lo colocó sobre una
pila: fin de la conversación.
—Ahora largaos de aquí y
demostradle a esa pandilla de ahí fuera
cómo se hacen las cosas.
En el pasillo, a una distancia segura
de la puerta de O’Kelly, Richie buscó
mi mirada.
—¿Significa eso que ahora ya me
puedo limpiar el culo solo? —preguntó.
Mucha gente se ríe del comisario,
pero es mi jefe y siempre me ha tratado
bien, y yo me tomo ambas cosas muy en
serio.
—Es una metáfora —respondí.
—Ya lo he pillado. ¿Qué significa el
rollo de papel?
—¿Quigley? —aventuré, al tiempo
que entrábamos de nuevo en la sala de
investigaciones entre risas.
Conor vivía en el sótano de una alta
casa de ladrillo rojo con la pintura de
los marcos de las ventanas desconchada;
la puerta de su apartamento daba a la
parte trasera, y se llegaba a ella tras
bajar un tramo de escaleras bordeado
por una barandilla oxidada. El interior
constaba de un dormitorio, un salóncocina de diminutas dimensiones y un
cuarto de baño aún más diminuto, y todo
parecía haber caído en el olvido hacía
largo tiempo. No estaba sucio, al menos
no demasiado, pero había telarañas en
las esquinas, restos de comida en el
fregadero y pegotes en el linóleo del
suelo. En el frigorífico había platos
precocinados y Sprite. La ropa de Conor
era de buena calidad, pero tenía un par
de años; estaba limpia, pero la guardaba
mal plegada en montones abultados en la
base del armario. Sus papeles
descansaban en un rincón del salón,
dentro de una caja de cartón: facturas,
extractos bancarios, recibos, todo
mezclado; algunos de los sobres ni
siquiera estaban abiertos. Con un poco
de esfuerzo, habría podido apuntar el
mes exacto en que había perdido la
conexión con su vida.
No había ropa ensangrentada a la
vista, ni tampoco en la lavadora ni
tendida para que se secara; tampoco
había ningún par de zapatillas
deportivas manchadas de sangre (de
hecho, no había zapatillas deportivas a
la vista), pero los dos pares de zapatos
que guardaba en el armario eran del
cuarenta y cuatro.
—Jamás he visto a un tipo de su
edad que no tenga unas zapatillas de
deporte —observé.
—Se habrá deshecho de ellas —
aventuró Richie.
Había levantado el colchón de
Conor, lo había apoyado contra la pared
y andaba palpándolo por debajo con la
mano enguantada.
—Debió de ser lo primero que hizo
al regresar a casa el lunes por la noche:
ponerse ropa limpia y deshacerse de la
vieja lo antes posible.
—Lo cual significa que, con un poco
de suerte, no la tiraría demasiado lejos.
Haremos que algunos de los muchachos
empiecen a rebuscar en los contenedores
del vecindario.
Yo andaba revisando los montones
de ropa, comprobando si había algo en
los bolsillos y palpando las prendas por
si estaban húmedas. Hacía frío: la
calefacción (un calefactor de aceite)
estaba apagada y el frío se colaba a
través del suelo.
—Aunque no encontremos la ropa
manchada de sangre, el registro servirá
de algo. Si el joven Conor intenta alegar
demencia en su defensa (y básicamente
esa es la única opción que le queda),
podremos afirmar que intentó ocultar sus
actos, lo cual significa que sabía que lo
que había hecho estaba mal. De todo
ello se deduce que está igual de cuerdo
que tú y que yo. Al menos, a efectos
legales.
Telefoneé a algunos de los refuerzos
para encargarles la estimulante labor de
registrar la basura; el piso estaba tan
soterrado que tuve que salir a la calle
para disponer de cobertura telefónica;
Conor no habría podido hablar con sus
amigos ni aun habiéndolos tenido. A
continuación, registramos el salón.
Incluso con las luces encendidas, era
una estancia lúgubre. La ventana, a la
altura de mi cabeza, daba a una triste
pared gris; tuve que estirar el cuello y
ladearlo para poder atisbar siquiera un
estrecho rectángulo de cielo y una
bandada de pajarillos revoloteando
entre los nubarrones. Lo más prometedor
estaba sobre el escritorio de Conor: un
ordenador del paleolítico con cereales
de desayuno esparcidos por el teclado y
un móvil hecho polvo, aunque de nada
servía tocar ninguna de aquellas cosas
sin Kieran. Junto al escritorio había una
vieja caja de fruta con una etiqueta
desgastada en la que se veía a una chica
morena y sonriente que sostenía una
naranja en la mano. Abrí la tapa. En el
interior encontré el alijo de souvenirs
de Conor.
Una bufanda azul de cuadros
descolorida de tanto lavarla con unos
cuantos cabellos largos y rubios
prendidos de la tela. Una vela verde
medio consumida en un vaso de vidrio
que impregnaba la caja con el aroma
dulce y nostálgico de las manzanas
maduras. Una página de un cuaderno de
notas de un palmo de tamaño con las
arrugas alisadas, un dibujo de un
jugador de rugby corriendo con una
pelota bajo el brazo, garabateado con
trazo rápido y fuerte mientras se habla
por teléfono. Una taza resquebrajada y
manchada de té con margaritas pintadas.
Un puñado de gomas de coleta,
ordenadas pulcramente como si fueran
un tesoro. Un dibujo infantil a lápiz de
cuatro cabezas amarillas, un cielo azul,
pájaros volando y un gato negro
tumbado sobre la copa de un árbol en
flor. Un imán de plástico verde con
forma
de
X
descolorido
y
mordisqueado. Y un bolígrafo azul
oscuro con unas letras caligráficas
doradas que rezaban: «Golden Bay
Resort, ¡su puerta al paraíso!».
Aparté con un dedo la bufanda que
ocultaba el cuadrante inferior del
dibujo. «EMMA», leí, escrito en
mayúsculas temblorosas junto a la fecha.
El óxido que manchaba el cielo y las
flores no era pintura. Había hecho el
dibujo un lunes, probablemente en la
escuela, cuando apenas le quedaban
unas horas de vida.
Se produjo un largo silencio. Nos
arrodillamos en el suelo, entre aquel
olor a madera y a manzanas.
—Bien —dije—. Aquí tenemos
nuestra prueba. Conor estuvo en la casa
la noche en que fallecieron.
—Eso ya lo sé —replicó Richie.
Otro silencio, este más largo y tenso,
mientras ambos esperábamos a que el
otro lo rompiera. En el piso de arriba,
unos tacones repiqueteaban agudamente
en el suelo desnudo.
—Está bien —dije yo, al tiempo que
cerraba con cuidado la caja—. Está
bien. La meteremos en una bolsa, la
etiquetaremos y continuaremos con
nuestras pesquisas.
El viejo sofá naranja apenas se veía
bajo la pila de jerséis, DVD y bolsas de
plástico vacías. Nos abrimos camino
entre las distintas capas en busca de
restos de sangre, sacudiendo todo lo que
encontrábamos a nuestro paso y
arrojándolo al suelo.
—¡Por el amor de Dios! —exclamé
al desenterrar una guía de televisión
correspondiente a mediados de junio y
una bolsa medio llena de patatas con
sabor a sal y vinagre—. Mira esto.
Richie me sonrió con ironía y
sostuvo en alto una toallita de papel que
se había utilizado para limpiar algo de
un color parecido al café.
—He visto cosas peores.
—Yo también, pero no es excusa.
Me importa un carajo que el tipo
estuviera sin blanca: el respeto por uno
mismo es gratis. Los Spain estaban tan
pelados como él y su casa estaba
inmaculada.
Ni siquiera en mis peores momentos
anímicos, después de la ruptura con
Laura, nunca dejé que los restos de
comida se pudrieran en el fregadero.
—Cualquiera diría que estaba
demasiado ocupado para pasar una
bayeta.
Richie andaba entretenido con los
cojines del sofá; levantó uno y lo
recorrió pasando la mano alrededor,
entre las migajas.
—Veinticuatro
horas
al
día
encerrado en este lugar, sin un trabajo al
que acudir ni dinero para salir: eso debe
fundirte los plomos. Creo que yo
tampoco me habría dedicado a limpiar.
—No se pasaba las veinticuatro
horas del día los siete días de la semana
encerrado en este lugar, acuérdate.
Conor tenía otros lugares que visitar.
Estaba bastante ocupado en Brianstown.
Richie bajó la cremallera de la
funda del cojín y metió la mano dentro.
—Es cierto —confirmó—. ¿Y
quieres que te diga una cosa? Por eso
este lugar está hecho una pocilga. No era
su hogar. Aquel escondite en la
urbanización era lo que él consideraba
su hogar. Por eso estaba limpio como
una patena.
Realizamos un registro a conciencia:
miramos debajo de los cajones, en la
parte trasera de las estanterías, dentro
de las cajas de la comida basura
procesada y caducada que había en el
congelador… incluso utilizamos el
cargador de Conor para conectar el
móvil de Richie a todos los enchufes de
la casa para asegurarnos de que ninguno
de ellos fuera falso y ocultara un
escondite. La caja de los papeles iría a
la comisaría central con nosotros, por si
Conor había utilizado un cajero
automático dos minutos después de que
lo hiciera Jenny o había guardado alguna
factura por diseñar la página web de la
empresa en la que trabajaba Pat, pero
aun así le echamos un rápido vistazo.
Sus extractos bancarios mostraban el
mismo deprimente patrón que los de Pat
y Jenny: unos ingresos decentes y unos
ahorros sólidos, luego unos ingresos
más reducidos y unos ahorros en merma,
y finalmente la ruina. Puesto que Conor
trabajaba por cuenta propia, se había
venido abajo menos espectacularmente
que Pat Spain: poco a poco, sus cheques
habían ido reduciéndose y los intervalos
en los que los ingresaba se habían ido
espaciando, pero se había quedado antes
sin blanca. Su caída se había iniciado a
finales de 2007; hacia mediados de
2008 había comenzado a subsistir de sus
ahorros. Habían transcurrido meses
antes de que ingresara nada en cuenta.
En torno a las dos y media habíamos
acabado y estábamos volviendo a
colocar las cosas en su sitio, que en este
caso significaba pasar de nuestro
desorden ordenado al caos absoluto de
Conor. A nuestro modo quedaba mejor.
—¿Sabes qué es lo que más me
sorprende de este lugar? —pregunté.
Richie estaba colocando los libros
en la estanterías a puñados, cosa que
hacía que algunas pelusas de polvo
revolotearan en el aire.
—¿Qué?
—No hay rastro de nadie más.
Ningún cepillo de dientes de una novia,
ninguna foto de Conor con sus amigos,
ninguna tarjeta de cumpleaños, ni un
«Llamar a papá» o «Reunión con Joe a
las 20.00 h en el pub» en el calendario:
nada que diga que Conor tuvo contacto
con algún otro ser humano en su vida.
Recoloqué los DVD en su estante y
añadí:
—¿Recuerdas lo que dije sobre él,
que no tenía a nadie a quien querer?
—Quizá lo tenía todo en digital.
Mucha gente de nuestra generación lo
guarda todo en sus teléfonos móviles o
en el ordenador: fotos, citas.
Uno de los libros cayó de la
estantería con un gran estrépito y Richie
se volvió precipitadamente hacia mí,
con la boca abierta y echándose las
manos a la nuca.
—¡Joder! —exclamó—. ¡Fotos!
—¿La frase sigue de alguna manera,
muchacho?
—¡Joder! Sabía que lo había visto.
No me extraña que se preocupara por
ellos…
—Richie.
Richie se frotó las mejillas con las
manos, respiró hondo y exhaló de nuevo.
—¿Recuerdas cuando anoche le
preguntaste a Conor cuál de los Spain le
gustaría que siguiera con vida? ¿Y
contestó que Emma? Joder, no me
extraña, tío. Es su padrino.
La foto enmarcada en la estantería
de Emma: un bebé sin rasgos distintivos,
Fiona pulcramente acicalada y un tipo
con el pelo lacio asomando sobre su
hombro. Yo recordaba una cara de niño,
sonriente, pero no le veía el rostro.
—¿Estás seguro?
—Sí, claro que estoy seguro. ¿Te
acuerdas de la foto que había en la
habitación de Emma? Era más joven, ha
adelgazado mucho y se ha cortado el
pelo, pero te juro por Dios que es él.
La fotografía había ido a parar a la
comisaría, junto con el resto de objetos
que ayudaran a identificar a cualquier
conocido de los Spain.
—Verifiquémoslo —propuse.
Richie ya tenía el teléfono en la
mano. Subió casi corriendo los
escalones.
En menos de cinco minutos, el
refuerzo que estaba de guardia en el
número habilitado para aportar pistas
sobre el caso había desenterrado la
fotografía, la había fotografiado con su
teléfono móvil y se la había enviado a
Richie. Era una foto pequeña y estaba
algo pixelada, y Conor parecía más feliz
y descansado de lo que yo lo habría
imaginado nunca, pero era él, no cabía
duda: firme en su traje de adulto,
sostenía a Emma como si fuera de
cristal, con Fiona alargando la mano por
delante de él para meter un dedo en la
diminuta mano de la cría.
—Maldita sea —dijo Richie en voz
baja, con la vista clavada en el teléfono.
—Sí —añadí—. Esto lo explica
todo.
—¡Claro que lo sabía todo sobre la
relación de Pat y Jenny!
—¡Por supuesto! Maldito hijo de
puta: ha estado sentado riéndose de
nosotros todo el tiempo.
Richie torció el gesto.
—A mí no me pareció que se
estuviera riendo.
—Desde luego, no se reirá cuando
vea esta fotografía. Pero no la verá hasta
que no lo tengamos todo listo. Quiero
tener todos los cabos bien atados antes
de verlo de nuevo. ¿Querías un motivo?
Me apuesto lo que sea a que ese rastro
empieza justo aquí.
—Podría remontarse a mucho
tiempo atrás. —Richie dio un golpecito
en la pantalla del móvil—. Esta foto fue
tomada hace seis años. Si Conor y los
Spain eran amigos íntimos entonces,
seguramente hacía ya tiempo que se
conocían. Estamos hablando como
mínimo, del instituto, probablemente de
la escuela. El motivo podría localizarse
en cualquier punto del recorrido. Quizá
ocurrió algo, todo el mundo se olvidó de
ello y luego, cuando la vida de Conor se
fue al carajo, algo sucedido quince años
atrás se le antojó una montaña…
Hablaba como sí por fin creyera que
Conor era nuestro hombre. Me acerqué
al teléfono para ocultar una sonrisa.
—O podría tratarse de algo mucho
más reciente. En algún momento de los
últimos seis años, la relación se
deterioró tanto que el único modo que
Conor tenía de ver a su ahijada era a
través de unos prismáticos. Me
encantaría saber qué sucedió.
—Lo descubriremos. Hablaremos
con Fiona, con su grupo de antiguos
amigos…
—Claro que lo haremos. Ahora ya
tenemos a ese capullo.
Me dieron ganas de achuchar a
Richie, como si fuéramos un par de
adolescentes idiotas que se dan leves
puñetazos el uno al otro para bromear.
—Richie, amigo mío, acabas de
ganarte el salario.
Richie sonrió y, rojo como la grana,
dijo:
—Nada de eso. Lo habríamos
descubierto antes o después.
—Claro que sí. Pero mejor antes que
después, mucho mejor. Media docena de
refuerzos pueden dejar de intentar
averiguar si Conor y Jenny repostaron en
la misma gasolinera en zoo, y eso nos
brinda media docena de oportunidades
adicionales de encontrar esas prendas
de ropa antes de que el camión de la
basura se las lleve al vertedero… Eres
el Hombre de las Coincidencias. Puedes
estar más que contento.
Se encogió de hombros y se frotó la
nariz para ocultar su rubor.
—Ha sido cuestión de suerte.
—Y una leche. La suerte no existe.
La suerte sólo resulta de utilidad tras un
sólido trabajo de detective, y eso es
exactamente lo que tenemos aquí. Y
ahora dime: ¿cuál debe ser el siguiente
paso?
—Fiona Rafferty. Lo más rápido
posible.
—Desde luego que sí. Llámala; tú le
caíste mejor que yo. —No me dolió
admitirlo—. Intenta hacer que venga a la
comisaría en cuanto pueda. Estaría bien
tenerla allí en un par de horas; yo pago
la comida.
Fiona estaba en el hospital (de
fondo, aquella máquina seguía emitiendo
pitidos) e incluso su «¿Dígame?» sonó
exhausto, rendido.
—Señorita Rafferty, soy el detective
Curran —se presentó Richie—.
¿Dispone de un minuto?
Un segundo de silencio.
—Aguarde —dijo Fiona.
Su voz sonó amortiguada por la
mano con la que cubrió el teléfono.
—Tengo que contestar, Jenny. Estaré
afuera, ¿de acuerdo? Llámame si me
necesitas.
Se oyó el clic de una puerta y,
después, el pitido de la máquina se
desvaneció.
—Dígame.
—Siento alejarla de su hermana —
se disculpó Richie—. ¿Cómo se
encuentra?
Un silencio momentáneo.
—No demasiado bien. Igual que
ayer. ¿Fue entonces cuando hablaron con
ella, no? Antes de permitir que la
viéramos nosotras.
La voz de Fiona delataba
resentimiento.
—Sí, hablamos con ella unos pocos
minutos. No queríamos cansarla
demasiado —contestó Richie, con
calma.
—¿Tienen previsto volver para
hacerle más preguntas? No lo hagan. No
tiene nada que decirles. No quiere
recordar nada. De hecho, apenas puede
hablar. Lo único que hace es llorar. Es
lo que hacemos todos nosotros.
Su voz sonaba temblorosa.
—¿Les importaría… dejarla en paz?
Por favor…
Richie estaba aprendiendo muy
deprisa: no contestó a eso.
—La llamo porque tenemos noticias
que darles. Lo verán hoy mismo por
televisión, pero hemos creído oportuno
comunicárselo. Hemos arrestado a
alguien.
Silencio. Y luego:
—Así que no fue Pat. Se lo dije. Se
lo dije.
Los ojos de Richie se posaron en los
míos un instante.
—Sí, nos lo dijo.
—¿Quién…? Dios mío, ¿quién ha
sido? ¿Por qué lo ha hecho? ¿Por qué?
—Aún estamos trabajando en eso.
Hemos pensado que quizá usted podría
echarnos una mano. ¿Podría acercarse al
castillo de Dublín para hablar de ello?
Allí le facilitaremos todos los detalles.
Otro segundo de aire muerto,
mientras
Fiona
procesaba
la
información.
—Sí. Sí, desde luego. Pero ¿les
importa esperar un poco? Mi madre se
ha ido a casa para dormir un poco. No
quiero dejar a Jenny sola. Mi madre
regresará a las seis, así que podría
reunirme con ustedes a las siete. ¿Es
demasiado tarde?
Richie levantó las cejas con gesto
interrogativo. Asentí.
—Perfecto —contestó—. Y escuche,
señorita Rafferty, háganos un favor y no
se lo diga a su hermana. Asegúrese de
que su madre tampoco lo hace, ¿de
acuerdo? Cuando hayamos presentado
cargos contra el sospechoso podremos
decírselo, pero aún es demasiado
pronto; no conviene alterarla por si algo
no sale como esperamos. ¿Me lo
promete?
—Sí. No diré nada.
Tomó aliento.
—Ese tipo. Por favor, dígame quién
es.
—Hablaremos más tarde —contestó
Richie con amabilidad—. Cuide de su
hermana, ¿de acuerdo? Y cuídese usted
también. Hasta pronto.
Colgó el teléfono antes de que Fiona
tuviera tiempo de seguir preguntando.
Eché un vistazo a mi reloj. Eran casi
las tres de la tarde: cuatro horas de
espera.
—Te has quedado sin comida gratis,
cielo.
Richie se guardó el teléfono y me
sonrió.
—Y yo que pensaba pedir
bogavante…
—¿Te conformas con un sándwich
de atún? Me gustaría acercarme a
Brianstown, comprobar cómo avanzan
los equipos de rastreo y probar de nuevo
con el chaval de los Gogan, pero de
camino podemos comprar algo para
comer. Si caes muerto de hambre, voy a
quedar fatal.
—Un sándwich de atún suena bien.
No quisiera arruinar tu reputación…
Seguía sonriendo. Modesto o no,
Richie era un hombre feliz.
—Te agradezco la preocupación —
contesté—. Acaba tú ahí dentro. Yo voy
a llamar a Larry para decirle que envíe
aquí a sus muchachos y así podremos
ponernos en marcha.
Richie regresó al sótano saltando los
escalones de dos en dos.
—Scorcher —me saludó Larry
encantado—. ¿Te he dicho que te
quiero?
—Nunca está de más. ¿Qué he hecho
ahora?
—Ese coche. Es el sueño de
cualquier hombre, y eso que ni siquiera
es mi cumpleaños.
—Ponme al corriente. Si yo te envío
regalitos, al menos merezco saber qué
contienen.
—Bueno, lo primero no estaba
exactamente dentro del coche. Cuando
los muchachos fueron a remolcarlo con
la grúa, encontraron un llavero. Eran las
llaves del coche y lo que parecen un par
de llaves de una casa, una Chubb y otra
Yale, y, ¡bingo!, tenemos la llave de la
puerta trasera de los Spain.
—¡Tú sí que sabes endulzarme el
día! —exclamé.
El código de la alarma y ahora
aquello: lo único que necesitábamos
averiguar era de dónde había sacado
Conor la llave; la respuesta evidente
vendría a charlar con nosotros en
cuestión de horas, y la maraña en torno a
la llave quedaría aclarada. La robusta y
acogedora casa de Pat y Jenny había
sido tan segura como una tienda de
campaña en una playa.
—Pensaba que te gustaría. Y, cuando
entramos en el coche, ¡oh Dios! Adoro
los coches. He visto a tipos que se
bañaban en lejía después de hacer sus
cositas, pero ¿se preocupaban de
limpiar sus coches? No, no lo hacían. Y
este coche es un nido de cabellos,
fibras, suciedad y todo tipo de cosas. Si
me gustara apostar, te diría que apuesto
lo que sea a que al menos encontramos
una coincidencia entre el coche y la
escena del crimen. Además, hay una
huella de barro en la alfombrilla del
asiento del conductor: tenemos que
analizarla para ver qué grado de detalle
obtenemos, pero corresponde a una
zapatilla deportiva de hombre de un
cuarenta y cuatro o un cuarenta y cinco.
—Aún más dulce.
—Y, por supuesto —continuó Larry
con recato—, está la sangre.
A aquellas alturas, ni siquiera me
sorprendí. De vez en cuando, este
trabajo te brinda un día así, un día en el
que todos los dados ruedan en tu
dirección, cuando lo único que tienes
que hacer es extender la mano para que
caiga en ella una prueba suculenta y
jugosa.
—¿Cuánta?
—Hay manchas por todas partes.
Sólo un par de ellas en la manecilla de
la puerta y en el volante, como si se
hubiera quitado los guantes antes de
llegar al coche, pero el asiento del
conductor está repleto… Vamos a
enviarlas para que analicen el ADN,
pero voy a arriesgarme y diría que
coincidirá con el de tus víctimas. Dime
que te hago feliz.
—El hombre más feliz del mundo —
repliqué—. A cambio, tengo otro
regalito para ti. Richie y yo estamos en
el piso del sospechoso, echando un
primer vistazo. Cuando tengas un
momento, sería genial que os dejarais
caer por aquí y le dierais un repaso
como Dios manda. No hemos visto
sangre, lo siento, pero tenemos otro
ordenador y otro teléfono móvil para
mantener al joven Kieran entretenido, y
estoy convencido de que encontrarás
algo de tu interés.
—¡Cuánta generosidad! Me acercaré
lo antes posible. ¿Estaréis tú y tu nuevo
amiguito por ahí?
—Probablemente no. Vamos a
regresar a la escena del crimen. ¿Está
allí tu buscador de tejones?
—Así es. Le diré que os espere. Me
debes un abrazo. Ciao ciao.
Larry colgó.
El caso empezaba a cobrar forma.
Lo percibía, era una sensación física,
como si mis propias vértebras
estuvieran alineándose con pequeños y
confiados clics y me permitieran
enderezarme y respirar hondo por
primera vez en días. Killester está cerca
del mar y, por un segundo, tuve la
sensación de percibir el olor del aire
salado, vivido y salvaje, que se abría
paso entre los olores de la ciudad para
venir en mi busca. Mientras me
guardaba el teléfono en el bolsillo y
empezaba a descender por las escaleras,
me descubrí sonriendo al cielo gris y a
los pajarillos.
Richie andaba apilando cosas sobre
el sofá.
—Larry se lo está pasando en grande
con el coche de Conor. Hay cabellos,
fibras, una huella de zapatilla y,
¡adivina!, la llave de la puerta trasera de
los Spain. Richie, amigo mío, es nuestro
día de suerte.
—Fantástico. Es genial, sí.
No levantó la mirada.
—¿Qué sucede? —le pregunté.
Se dio media vuelta como si
estuviera arrastrándose para salir de un
pesado sueño.
—Nada. Estoy bien.
Tenía el rostro contraído y
reconcentrado. Algo había pasado.
—Richie… —le dije yo.
—Sólo necesito comerme ese
sándwich. De repente se me ha venido
todo el cansancio encima, como si
tuviera un bajón de azúcar. Y la
atmósfera de este lugar no ayuda…
—Richie. Si ha ocurrido algo, tienes
que contármelo.
Sus ojos buscaron los míos. Parecía
joven y completamente perdido y,
cuando separó los labios, supe que era
para pedir ayuda. De repente, su rostro
se cerró sin más y dijo:
—Nada. De verdad. ¿Nos vamos?
Cuando pienso en el caso de los
Spain, en el abismo de las noches
inacabables, ese es el momento que me
viene a la memoria. Todo lo demás,
cada tropiezo o desliz en el camino,
podría haberse compensado. Me aferró
a ese momento por su profundidad, por
cómo me desgarra. El aire frío e
inmóvil, un tenue rayo de luz rebotando
en la pared al otro lado de la ventana y
el olor a pan rancio y manzanas.
Sabía que Richie me mentía. Había
visto algo, oído algo, encajado una pieza
o captado un destello de una imagen
completamente nueva. Mi trabajo
consistía en seguir insistiendo hasta que
me contara la verdad. Lo entiendo y lo
entendía entonces, en aquel apartamento
de techo bajo donde el polvo
impregnaba el aire y hacía que me
picaran las manos. Entendí o, si hubiera
conseguido ver con claridad en mitad de
la fatiga y del resto de cosas
inexcusables, debería haber entendido
que Richie era responsabilidad mía.
Pensé que había encontrado algo que
demostraba de manera inequívoca que
Conor era nuestro hombre y quería
acariciar su orgullo en privado durante
un rato más. Pensé que algo le había
señalado un motivo y quería avanzar un
paso más, hasta que estuviera seguro,
antes de exponérmelo. Pensé en mis
otros compañeros de la brigada, los que
se consolidan tras más tiempo de lo que
duran la mayoría de los matrimonios: el
equilibrio diestro con el que se mueven
unos alrededor de otros; la confianza
sólida y práctica como un abrigo o una
taza, algo de lo que nunca hablaron
porque siempre los acompañaba.
—Sí —convine—. Y probablemente
también te sentaría bien tomarte otro
café. Larguémonos de aquí.
Richie arrojó la última de las
pertenencias de Conor sobre el sofá,
agarró la bolsa de pruebas que contenía
la caja de frutas y pasó como una flecha
por mi lado, sacándose un guante con los
dientes. Lo oí subir los escalones con la
caja en brazos.
Antes de apagar la luz, eché un
último vistazo alrededor, repasando el
lugar en busca de aquella cosa
misteriosa que lo había deslumbrado de
súbito. El piso estaba en silencio, hosco,
regresaba a su antiguo yo, a su estado
desértico. Allí no había nada.
Capítulo 12
De camino a Broken Harbour, en el
coche, Richie se esforzó sobremanera:
me dio conversación y me contó una
larga y estrambótica anécdota de los
tiempos en que iba de uniforme y tuvo
que lidiar con dos ancianos hermanos
que se pegaban por un asunto
relacionado con unas ovejas; ambos
eran sordos y hablaban con un acento de
montaña tan cerrado que Richie no
conseguía entenderlos, así que nadie
tenía ni idea de qué estaba ocurriendo.
La historia acabó con ambos hermanos
aunando fuerzas contra el muchacho de
ciudad y con Richie huyendo de aquella
casa mientras le atizaban el trasero con
un bastón. Aderezó la anécdota con
payasadas, intentando mantener la
conversación en terreno neutral. Y yo le
seguí el juego: le conté meteduras de
pata de mi época de uniformado, las
novatadas a las que injustamente nos
sometieron a un amigo y a mí en la
escuela de formación, anécdotas con
remates chistosos. Habría sido un
trayecto divertido en el que nos echamos
unas buenas risas, salvo por la delgada
sombra que se interponía entre nosotros,
que empañaba el parabrisas y se
espesaba cada vez que se hacía un
silencio.
El equipo subacuático había
encontrado un bote que llevaba largo
tiempo hundido en el fondo del puerto, y
fueron muy claros al decir que eso era el
objeto más interesante que esperaban
hallar. Sin rostro y esbeltos en sus trajes
de buzo, los submarinistas convertían el
puerto en un lugar asediado y siniestro.
Les dimos las gracias, estrechamos sus
resbaladizas manos enguantadas y les
dijimos que se marcharan a casa. Los
rastreadores, que habían estado
inspeccionando toda la urbanización,
estaban sucios, exhaustos y enfadados:
habían encontrado ocho cuchillos de
formas y medidas diversas, todos los
cuales habían sido arrojados durante la
noche por adolescentes que se creían
genios de la comedia, cuchillos que, sin
excepción, habría que examinar. Les
ordené que trasladaran la búsqueda a la
colina donde Conor había ocultado su
coche. Según nos había contado, había
lanzado las armas al mar, pero Richie
tenía razón en una cosa: Conor estaba
jugando con nosotros. Y hasta que no
supiéramos exactamente cuál era su
juego y descubriéramos el porqué de
este, sería preciso verificar todo lo que
dijese.
En la tapia del jardín de los Spain,
había un muchacho desaliñado y
larguirucho con rastas y una parka
polvorienta sentado fumándose un
cigarrillo de liar.
—¿Podemos ayudarle?
—Hola —saludó, al tiempo que
apagaba la colilla en la suela de su
zapato—. Son los detectives, ¿no? Soy
Tom. Larry me dijo que querían que los
esperase.
¿Dónde habían ido a parar las batas
de laboratorio, las prendas protectoras y
la distancia con el público? El
laboratorio se rige por unos estándares
inferiores a los nuestros en cuanto a
elegancia en el vestir, pero aquel tipo se
pasaba de la raya.
—Soy el detective Kennedy —me
presenté— y este es el detective Curran.
¿Eres tú quien ha venido a comprobar si
hay algún animal en el desván?
—Sí. ¿Quieren entrar conmigo a
echar un vistazo?
Parecía estar colocado hasta las
cejas; sin embargo, sé que Larry es muy
puntilloso con las personas que trabajan
para él, de manera que opté por no
descartar al muchacho todavía.
—Sí, adelante —repliqué—. Tus
compañeros encontraron un petirrojo
muerto en el jardín trasero. ¿Le has
echado un vistazo?
Tom guardó la colilla en su paquete
de tabaco, se agachó para pasar bajo la
cinta que delimitaba la escena del
crimen y avanzó arrastrando los pies por
el camino de entrada.
—Sí, claro, pero no hay demasiado
que ver. Lar me comentó que les
interesaba saber si lo había matado otro
animal o un ser humano, pero la
actividad de los insectos había
destrozado ya la herida. Lo único que
puedo decirles es que era irregular, de
manera que no pudo hacerse con una
cuchilla afilada. La cabeza podría
haberse cortado con un cuchillo de
sierra, probablemente sin afilar, o bien
arrancarse con los dientes, pero es
imposible determinarlo.
—¿Qué tipo de dientes? —quiso
saber Richie.
Tom sonrió.
—Humanos no. ¿Quién creen que era
ese tipo, Ozzy[11]?
Richie le devolvió la sonrisa.
—De acuerdo. Feliz Halloween, soy
demasiado viejo para murciélagos; aquí
hablamos de un petirrojo.
—¡Qué chungo! —exclamó Tom
alegremente.
Alguien había reparado la puerta de
los Spain, más o menos, con unos
cuantos tornillos y un cerrojo, para
mantener alejados a los morbosos y a
los periodistas. Tom buscó la llave en su
bolsillo.
—Dientes de animal. Podría ser una
rata o un zorro, salvo que ambos,
probablemente, se habrían comido las
entrañas del bicho, y no sólo la cabeza.
Si fue un animal, yo diría que
probablemente se tratara de un
mustélido, como un armiño o un visón.
Un animal de esa familia. Matan por
matar.
—Es lo mismo que aventuraba el
detective Curran —apunté—. ¿Encajaría
un mustélido con lo que sea que está
sucediendo en el desván?
El candado emitió un chasquido y
Tom abrió la puerta de un empujón. La
casa estaba fría (alguien había apagado
la calefacción) y el tenue olor a limón en
el aire se había desvanecido: en su
lugar, olía a sudor, a sangre seca y al
hedor químico del plástico de los monos
integrales que los miembros de la
Policía Científica visten para explorar
la escena del crimen. Limpiar la escena
del crimen no figura entre nuestras
tareas. Dejamos atrás tanto los residuos
del asesinato como los nuestros, hasta
que los supervivientes o bien llaman a
un equipo de limpieza profesional o se
ocupan ellos mismos de hacerlo.
Tom se dirigió hacia las escaleras.
—He leído la consulta de la víctima
en
el
foro
de
Wildwatcher.
Probablemente tenga razón respecto a lo
de descartar ratones, ratas y ardillas,
porque se habrían abalanzado sobre la
mantequilla de cacahuete. Lo primero
que pensé fue que tal vez algún vecino
tuviera un gato. Pero hay un par de cosas
que no encajan. Un gato no se limitaría a
arrancarle la cabeza a ese petirrojo ni se
pasaría mucho rato paseándose por el
desván sin delatarse, sin maullar para
que lo dejaran bajar por la trampilla. No
tienen tanto miedo de los humanos como
los animales salvajes. Además, la
víctima afirmó haber percibido un olor
almizclado, ¿verdad? Almizclado o
ahumado… Y a mí eso no me suena a
olor de gato. En cambio, la mayoría de
los mustélidos sí desprenden un olor a
almizcle.
Había encontrado una escalera de
mano en algún sitio y la había colocado
en el descansillo, bajo la trampilla.
Saqué mi linterna. Las puertas de los
dormitorios continuaban entreabiertas, y
atisbé la cama a rayas de Jack.
—Con cuidado —dijo Tom, al
tiempo que entraba por la trampilla.
Nos iluminó desde arriba con su
linterna.
—Muévanse hacia la izquierda, ¿de
acuerdo? Hay algo que no quiero que
golpeen.
La trampa estaba en el suelo del
desván, situada unos pocos centímetros
a la derecha de la trampilla. Yo sólo
había visto trampas en fotografías. En
directo me resultaba más potente y
obscena, como unas fauces perversas
abiertas de par en par, con la luz de las
linternas deslizándose en suaves arcos
por las mandíbulas. Bastaba un vistazo
para oír la salvaje sacudida del aire y el
crujido de huesos. Ninguno de los tres
nos acercamos a ella.
Por el suelo se extendía una larga
cadena que anclaba la trampa a una
tubería metálica en un rincón bajo, entre
candelabros polvorientos y muñecos de
plástico pasados de moda. Tom le dio un
golpecito a la cadena con un dedo del
pie, manteniendo la distancia.
—Eso —dijo— es un cepo.
Malditos capullos. Con un par de euros
más puedes hacerte con una trampa con
relleno o mandíbulas descentradas para
minimizar el daño al animal, pero esto
es una trampa clásica para osos. El
bicho se mete en ella atraído por el cebo
y, al ejercer presión sobre la bandeja,
las mandíbulas lo atrapan y no lo
sueltan. Al cabo de un rato, se desangra
o muere a causa del estrés y el
agotamiento, a menos que lo liberes.
Probablemente podría roerse la pata y
soltarse, pero lo más seguro es que se
desangre hasta morir. Las mandíbulas de
este cepo, abiertas, tienen un diámetro
de casi veinte centímetros. Podrían
atrapar cualquier animal del tamaño de
un lobo, por ejemplo. Su víctima no
estaba seguro de qué perseguía, pero es
indiscutible que estaba empeñado en
atraparlo.
—¿Y tú? —pregunté.
Deseé que Pat hubiera tenido el
sentido común de instalar una lámpara
en el desván. No quería apartar el haz de
luz de mi linterna de aquella trampa;
tenía la sensación de que podía
acercarse a nosotros sibilinamente, en
medio de la oscuridad, hasta que alguno
diera un mal paso, aunque lo cierto es
que tampoco me entusiasmaba estar
rodeado de rincones invisibles. Podía
oír el mar, rugiendo con fuerza a través
de la delgada capa de tejas y el aislante.
—¿Tú qué crees que perseguía?
—Bueno, lo primero que debemos
preguntarnos es cómo entró. En ese
sentido, no hay problema.
Tom levantó la barbilla. En la parte
superior de la pared posterior, encima
del dormitorio de Jack, por lo que pude
figurarme, se distinguía un parche de
tenue luz gris. Entendí lo que había
querido decir el perito: aquel boquete
irregular invitaba a pensar que la pared
sencillamente se había desprendido del
tejado. Richie exhaló un amargo suspiro,
como una risa triste.
—Mirad eso —dijo—. No me
extraña que los promotores no
respondan al teléfono cuando llaman los
Gogan. Yo sería capaz de construir una
urbanización mejor con piezas de Lego.
—La mayoría de los mustélidos son
unas alimañas muy ágiles —comentó
Tom—. Podrían trepar por la tapia del
jardín y subir hasta aquí sin problemas,
atraídos por el calor o por el olor de la
comida. Yo no diría que ese agujero lo
hizo un animal, pero sí que podría
haberlo agrandado. ¿Ven esto?
El borde superior del agujero,
irregular y desmenuzado; la capa de
aislamiento roída.
—Podrían haberlo hecho dientes y
zarpas, o quizá sólo el desgaste del
tiempo. No hay manera de saberlo a
ciencia cierta. Y en este punto pasa lo
mismo.
El haz de la linterna se deslizó hacia
abajo y hacia atrás, por encima de mi
hombro. Estuve a punto de dar un brinco
para cambiarme de sitio, pero sólo
señalaba una viga del techo en el rincón
del fondo.
—¿Qué les parece?
En la madera había una maraña
frenética
de
hondos
arañazos
entrecruzados, en grupos paralelos de
tres o cuatro. Algunos de ellos debían de
medir unos veinticinco centímetros.
Cualquiera diría que un jaguar había
atacado aquella viga.
—Las marcas podrían ser de zarpas
—observó Tom—, pero también podrían
haberse hecho con alguna máquina, un
cuchillo o un tronco de madera con
clavos. Elijan ustedes.
El chaval me estaba poniendo de
mal humor: su actitud relajada empezaba
a fastidiarme, y mucho, o quizá lo que
me molestara fuera que todas las
personas asignadas a aquel caso
parecieran tener catorce años y yo me
hubiera saltado la nota informativa
donde se nos comunicaba que estábamos
llevando a cabo el reclutamiento en
parques de patinadores.
—El experto aquí eres tú, jovencito.
Tú eres quien tiene que decirnos qué
opinas. ¿Por qué no eliges tú?
Tom se encogió de hombros.
—Yo apostaría a que las hizo un
animal, pero no tengo modo de decirles
si estuvo en este desván alguna vez. Las
marcas podrían remontarse a la época
de la construcción, durante la cual la
viga estaría al aire libre, o bien tirada
en el suelo, afuera. Quizá eso tendría
más sentido, dado que sólo hay marcas
en una viga, ¿entienden? Sin embargo, si
algo hizo esas marcas aquí, ¡caramba!
¿Ven los espacios que quedan entre
ellas?
Inclinó el haz de la linterna de nuevo
hacia aquellos arañazos.
—Hay unos dos centímetros y medio
de distancia entre ellas. Y eso no
corresponde a un armiño ni a un visón.
Para eso se precisan unas garras
jodidamente grandes. Si eso era lo que
pretendía cazar su víctima, entonces el
tamaño de ese cepo no sería tan
desproporcionado.
La
conversación
me
estaba
disgustando más de lo que debería. Los
rincones ocultos del desván se me
antojaban repletos de cosas, rebosantes
de ruidos prácticamente inaudibles y de
ojos como puntitos rojos; tenía todos
mis sentidos en alerta y los dientes
afilados, listo para luchar.
—¿Hay algo más que debamos ver
aquí arriba? —pregunté—. ¿O podemos
proseguir esta charla en algún lugar que
no duplique mi factura de la tintorería
cada sesenta segundos?
Tom pareció vagamente sorprendido.
Examinó la parte delantera de su parka,
llena de bolas de pelusa.
—Oh —dijo—. Bien. No, no, eso es
todo lo que tiene cierto interés: he
buscado excrementos, pelos, cualquier
señal de anidamiento, pero no ha habido
suerte. Bajemos, ¿vale?
Yo bajé el último, sin apartar en
ningún momento la linterna del cepo. De
manera inconsciente, al salir por la
trampilla, Richie y yo nos inclinamos
para apartarnos de aquello.
—Bien —dije una vez en el
descansillo, mientras sacaba un pañuelo
y empezaba a limpiarme el abrigo; era
un polvo desagradable, marrón y
pegajoso, como de un subproducto
industrial tóxico—. Dinos a qué nos
enfrentamos.
Tom se acomodó apoyando el
trasero en la escalera de mano, alzó una
mano y empezó a contar con los dedos.
—Bien, empecemos por los
mustélidos, ¿de acuerdo? En Irlanda no
hay comadrejas. Tenemos armiños, pero
son diminutos, no pesan más de
doscientos veinticinco gramos y no estoy
seguro de que pudieran emitir el tipo de
ruido al que aludía su hombre. Las
martas son más grandes y buenas
escaladoras, pero no hay ningún bosque
cerca, aparte de esa montaña al final de
la bahía, así que esto quedaría fuera de
su territorio y, además, tampoco se
conocen avistamientos de martas en los
alrededores. Lo que sí que encajaría es
un visón. A los visones les gusta vivir
cerca del agua, así que aquí estarían en
la gloria —comentó, señalando con la
barbilla hacia el mar—. Además, son
asesinos natos, escaladores, no les
asusta nada, ni siquiera los humanos, y
apestan.
—Y son unas alimañas maléficas —
apostillé—. Atacarían a un crío sin
pensárselo. Si tuvieras uno en tu casa,
intentarías deshacerte de él, ¿no es
cierto?
Tom
hizo
un
gesto
poco
comprometedor con la cabeza.
—Supongo que sí. Son muy, muy
agresivos. He oído decir que un visón
atacó a un cordero de veintidós kilos,
comenzó por arrancarle el ojo y se abrió
camino hasta el cerebro, luego saltó al
siguiente cordero y luego al siguiente,
hasta acabar con un par de docenas en
una sola noche. Y, cuando los acorralas,
arremeten contra lo que sea. Así que, sí,
a nadie le haría ninguna gracia tener uno
afincado en casa. Sin embargo, no estoy
completamente convencido de que eso
sea lo que tenemos aquí. Los visones
tienen el tamaño de un gato grande,
como mucho. No habría motivo para que
intentaran agrandar el orificio de entrada
y, desde luego, no podrían dejar esas
marcas de garras en las vigas, ni
tampoco sería necesario utilizar un cepo
como ese para cazarlos.
—No obstante, eso tampoco sería
motivo para descartarlo. Según tú
mismo has dicho, no podemos dar por
sentado que el bicho del desván hiciera
el agujero de entrada ni las marcas de la
viga. En cuanto a la trampa, nuestra
víctima no sabía qué estaba cazando, así
que prefirió ser precavido. Aún no
podemos descartar un visón.
Tom me miró con cierta sorpresa y
me di cuenta de que le había hablado
con acritud.
—Claro. Ni siquiera podría asegurar
que hubiera habido un animal ahí arriba,
así que nada descarta nada; estamos
hablando de hipótesis, ¿de acuerdo? Lo
único que digo es qué piezas podrían
encajar con lo que buscamos.
—Fantástico. Y muchas de ellas
apuntan a un visón. ¿Alguna otra
posibilidad?
—Otra posibilidad podría ser una
nutria. El mar está muy cerca y ocupan
vastas extensiones, de manera que una
de ellas podría vivir en la playa y
considerar esta casa como parte de su
territorio. Son bastante grandes, pueden
medir entre sesenta y noventa
centímetros y pesar hasta nueve kilos:
una nutria sí podría haber dejado esas
marcas en la viga y podría haber
necesitado agrandar el orificio de
acceso.
Además,
son
bastante
juguetonas, de modo que esos ruidos de
rodamiento por el desván tendrían
sentido; si, por ejemplo, encontró uno de
esos candelabros, uno de los juguetes o
algo así, es posible que se dedicara a
jugar con él revolcándose por el suelo…
—Noventa centímetros y nueve kilos
—le comenté a Richie— retozando por
tu casa, sobre las cabezas de tus hijos.
Creo que algo así podría preocupar
bastante a un tipo cuerdo y razonable.
¿No te parece?
—Eh —me frenó Tom sin alterarse,
levantando las manos—. Pare el carro.
La nutria no encaja a la perfección.
Dejan olor, eso sí, pero es el de sus
excrementos, y su hombre no encontró
ninguno. Yo he estado husmeando por
allí y tampoco he logrado hallar nada.
No los hay ni en el desván, ni en el
hueco que queda bajo el suelo ni en el
jardín.
Fuera de aquel desván, la casa se me
seguía antojando inquietante, infestada.
La pared que quedaba a mi espalda, la
fina capa de yeso, me enervaba.
—Yo tampoco he olido nada —
comenté—. ¿Y vosotros?
Richie y Tom negaron con la cabeza.
—De manera que quizá no fueran
excrementos lo que Pat oliera —
aventuré—, quizá fuera a la nutria
misma, y ahora que hace un tiempo que
no está por aquí, el olor se ha
desvanecido.
—Podría ser. Oler, huelen. Pero…
no sé… —Tom entrecerró los ojos y
clavó la vista en la distancia al tiempo
que se metía un dedo entre las rastas
para rascarse el cuero cabelludo—. No
sólo está lo del olor. Todo esto no se
corresponde con el comportamiento de
una nutria. Tan sencillo como eso. Las
nutrias no escalan; sí que he oído hablar
de alguna que lo hace, pero, de ser así,
sale en los titulares, ¿me entiende? Y
aunque lo hubiera hecho, si un animal de
ese tamaño hubiera andado subiendo y
bajando por las paredes de una casa,
alguien lo habría visto. Además, las
nutrias son salvajes. No son como las
ratas o los zorros, animales urbanizados
a los que no les importa vivir cerca de
los humanos. Las nutrias no se acercan a
nosotros. Si esto es obra de una nutria,
es la nutria más rara del planeta. Las
otras nutrias se encargarían muy mucho
de que sus crías se mantuvieran alejadas
de ella.
Richie señaló con la barbilla hacia
el agujero que había encima del zócalo.
—Has
visto
estos
agujeros,
¿verdad?
Tom asintió.
—¡Qué cosa tan rara, ¿no?! Las
víctimas tenían la casa inmaculada, todo
a conjunto y, sin embargo, no les
importaba tener las paredes llenas de
agujeros enormes. La gente es más
rara…
—¿Podría haber hecho esos
boquetes una nutria? ¿O un visón?
Tom se acuclilló y examinó el
agujero, asomando la cabeza desde
distintos ángulos, como si tuviera toda la
semana para hacerlo.
—Quizá —dijo al fin—. Nos sería
de gran ayuda tener escombros, para al
menos poder determinar si se hicieron
desde dentro o desde fuera de las
paredes, pero las víctimas parecían unas
personas obsesas de la limpieza.
Alguien incluso limpió la arenilla de los
bordes, ¿ven aquí?, de manera que, si
hubo marcas de garras o de dientes, se
han esfumado. Como ya he dicho, todo
esto es muy raro.
—Pediré a nuestras próximas
víctimas que se aseguren de vivir en una
pocilga
—apunté—.
Entretanto,
trabajaremos con lo que tenemos.
—No hay problema —replicó Tom
jovialmente—. Pero debo decir que un
visón no podría haber hecho algo
semejante. No les gusta escarbar, a
menos que tengan que hacerlo, y con
esas patas tan pequeñas… —Se sacudió
las manos—. La capa de yeso es
bastante delgada, pero, aun así, tardarían
años en causar un daño como este. Las
nutrias sí excavan y son fuertes, así que
supongo que una nutria sí podría haberlo
hecho. Salvo porque en algún momento
del camino habría quedado atrapada o
habría mordido un cable eléctrico y, zas,
¡nutria a la parrilla! Así que
probablemente
también
quede
descartada. ¿Ayuda eso?
—Has sido de gran ayuda —le
agradecí—. Gracias. Nos pondremos en
contacto contigo si recibimos más
información.
—Háganlo
—dijo
Tom,
enderezándose. Levantó los pulgares y
me ofreció una gran sonrisa—. Lo que
ha pasado aquí es de locos. Me gustaría
conocer el desenlace.
—Me alegro de haberte alegrado el
día —repliqué—. Me quedaré la llave,
si ya no la necesitas.
Extendí la mano. Tom sacó un
montón de porquería de su bolsillo,
desenmarañó la llave del candado y la
soltó en mi palma.
—El placer ha sido mío —contestó
con buen humor y se fue bamboleándose
por las escaleras, con las rastas
balanceándose a su espalda.
Cuando nos encontrábamos a la
altura de la verja, Richie comentó:
—Seguramente los de uniforme
hayan dejado una copia para nosotros en
la comisaría, ¿no?
Observamos
a
Tom avanzar
arrastrando los pies hasta su vehículo,
que, como no podía ser de otra manera,
era una furgoneta Volkswagen verde que
imploraba al cielo una mano de pintura.
—Probablemente sí —respondí—.
No quería que ese capullín trajera aquí a
sus colegas buscadores de visones para
darles una vueltecita por la escena del
crimen. «Tíos, ¿a que mola?». Aquí no
estamos para entretenernos.
—Son técnicos —comentó Richie
con aire ausente—. Ya sabes cómo son.
Larry es igual, estoy seguro.
—Es diferente. Ese chaval es un
adolescente. Necesita madurar un poco y
desarrollar cierto sentido común. O
quizá es que he perdido el contacto con
los jóvenes últimamente.
—Bien —dijo Richie, embutiéndose
las manos hasta el fondo de los bolsillos
y esquivando mi mirada—. ¿Y esos
agujeros? No se deben al asentamiento
del edificio y tampoco los hizo ningún
animal que ese tipo pudiera señalar.
—Eso no es lo que ha dicho.
—Más o menos.
—«Más o menos» no es una
justificación que sirva en este oficio. De
acuerdo con esa especie de doctor
Dolittle que acaba de irse, seguimos sin
poder descartar que se trate de un visón
o una nutria.
—¿Crees que uno de esos animales
hizo esto? ¿De verdad? —preguntó
Richie.
El aire transportaba el primer aroma
a invierno; en las casas a medio
construir que había al otro lado de la
carretera, unos críos que se exponían a
morir vestían ya anoraks y gorros de
lana.
—No lo sé —respondí— y te juro
que no me importa, porque, aunque Pat
hiciera esos boquetes, no atino a ver por
qué eso lo convierte en un asesino. Tal
como te he planteado ahí dentro, imagina
que tuvieras un animal misterioso de
unos nueve kilos correteando por el
desván de tu casa. O imagina que
tuvieras uno de los depredadores más
locos y agresivos de Irlanda colgado
justo encima de la cama de tu hijo. ¿Te
importaría hacer un par de agujeros en
las paredes de tu casa, si creyeras que
es el mejor modo de deshacerte del
bicho? ¿O sería eso indicativo de que
estás como una regadera?
—No sería la mejor opción, no
obstante. El veneno…
—Imagina que hubieras probado a
usar veneno y que el animal fuera
demasiado listo para comérselo. O lo
que es aún más probable: imagina que el
veneno hubiera funcionado, pero el
animal hubiera muerto dentro de tus
paredes y no supieras exactamente
dónde. ¿Sacarías entonces la maza?
¿Significaría eso que estás lo bastante
chiflado como para masacrar a tu
familia?
Tom encendió el motor de su
furgoneta, que desprendió una nube de
humos poco saludable para la fauna, y se
despidió de nosotros sacando la mano
por la ventanilla. Richie le devolvió el
saludo de manera automática y yo vi
aquellos flacos hombros levantarse y
caer con un profundo suspiro. Comprobó
la hora en el reloj y preguntó:
—¿Tenemos tiempo para hablar con
los Gogan, verdad?
En la ventana de los Gogan había
brotado un puñado de murciélagos de
plástico y, con el sutil gusto que cabía
esperar de ellos, un esqueleto a tamaño
real también de plástico. La puerta se
abrió al instante: alguien había estado
espiándonos.
Gogan era un tipo grandullón, con un
barrigón que le colgaba por encima de
los pantalones de chándal azul marino y
la cabeza rapada. Sin duda, Jayden
había heredado de él aquella mirada de
besugo.
—¿Qué? —nos saludó.
—Soy el detective Kennedy y este es
el detective Curran —anuncié—.
¿Señor…?
—Señor Gogan. ¿Qué quieren?
El señor Gogan se llamaba en
realidad Niall Gogan, tenía treinta y dos
años y en el pasado había cumplido
ocho de condena por lanzar una botella
a través de la ventana de su vecino;
había
conducido
una
carretilla
elevadora en un almacén durante gran
parte de su vida adulta y en el presente
estaba en paro, al menos oficialmente.
—Estamos investigando las muertes
de sus vecinos. ¿Nos permite entrar unos
minutos? —le pregunté.
—Podemos hablar aquí.
—Le prometí a la señora Gogan que
la mantendríamos al corriente —alegó
Richie—.
Estaba
preocupada,
¿entiende? Tenemos novedades.
Al cabo de un momento, Gogan se
apartó de la puerta.
—Que
sea
rápido.
Estamos
ocupados —dijo.
Esta vez pudimos disfrutar de la
familia al completo. Habían estado
viendo una serie en la televisión y
comiendo algo que contenía huevos
duros y kétchup, a juzgar por el olor y
por los platos que había sobre la mesilla
de centro. Jayden estaba despatarrado en
un sofá y Sinéad estaba sentada en el
otro, con el bebé apoyado en un rincón,
tomando un biberón. El crío era la
prueba irrefutable de la virtud de
Sinéad: el vivo retrato de su padre, la
cabeza calva y aquella mirada pálida.
Me aparté a un lado y cedí el
protagonismo a Richie.
—Señora Gogan —la saludó,
inclinándose para darle la mano—. No,
no se levante, por favor. Lamento
interrumpirles la velada, pero le prometí
mantenerla al tanto de las novedades,
¿recuerda?
Sinéad estaba a punto de saltar del
sofá de la impaciencia.
—¿Han atrapado al asesino?
Me aposenté en un sillón esquinero y
saqué mi cuaderno; cuando tomas notas,
si lo haces bien, te vuelves invisible.
Richie se sentó en el otro sillón, después
de que Gogan obligara a Jayden a bajar
las piernas del sofá.
—Hemos arrestado a un sospechoso.
—Jesús —respiró Sinéad. Aquella
ávida mirada le iluminaba los ojos—.
¿Es un psicópata?
Richie negó con la cabeza.
—No puedo hablarle de él, señora
Gogan. La investigación aún sigue en
curso.
Sinéad lo miró boquiabierta,
disgustada. En su rostro se leía: «¿Para
eso me han hecho poner la tele en
silencio?».
—He pensado que tenían derecho a
saber que ese tipo ya no anda suelto —
añadió Richie—. En cuanto pueda
facilitarle más información, lo haré.
Pero, por el momento, estamos
intentando cerciorarnos de que podemos
mantenerlo retenido, así que no podemos
enseñar nuestras cartas.
—Gracias. ¿Es eso todo? —quiso
saber Gogan.
Richie hizo una mueca y se frotó la
nuca, como un adolescente tímido.
—Escuchen… Está bien, se lo
contaré. No hace mucho que me dedico a
esto, pero hay algo que sí sé: los
mejores testigos son siempre niños
inteligentes. Se meten por todas partes y
lo ven todo. A los niños no se les escapa
nada, mientras que a los adultos sí:
captan todo lo que sucede. Por eso me
alegré tanto de conocer a Jayden.
Sinéad le advirtió con un dedo y
empezó a alegar:
—Jayden no vio…
Pero Richie alzó las manos para
cortarla.
—Concédame un segundo, ¿de
acuerdo? Sólo para no perder el hilo.
Escuche, sé que Jayden cree que no vio
nada o, de lo contrario, nos lo habría
explicado la vez anterior, cuando
estuvimos aquí. Pero he pensado que
quizá haya recordado algo en los
últimos dos días. Esa es otra de las
cosas buenas de los chicos listos: que lo
retienen todo —dijo dándose unos
toquecitos en la sien—. He pensado que,
quizá, con un poco de suerte, hubiera
recordado algo.
Todas las miradas se posaron en
Jayden.
—¿Qué? —preguntó él.
—¿Has recordado algo que pudiera
sernos de ayuda?
Jayden tardó un segundo de más en
encogerse de hombros. Richie tenía
razón: sabía algo.
—Ahí tiene su respuesta —dijo
Gogan.
—Jayden —continuó Richie—. Yo
tengo un montón de hermanos pequeños
y sé detectar cuando un niño se calla
algo.
Los ojos de Jayden se deslizaron
hacia un lado y se alzaron hacia su
padre, con gesto interrogativo.
—¿Hay recompensa? —quiso saber
Gogan.
No era el momento de hablar de
recompensas por prestar ayuda a la
comunidad.
—Por el momento, no —aclaró
Richie—, pero le haré saber si alguien
ofrece alguna. Sé que no le apetece que
su hijo se vea involucrado en esto. A mí
tampoco me gustaría. Lo único que
puedo decirle es que el tipo que cometió
los asesinatos actuaba en solitario: no
tiene
compinches
que
quieran
escarmentar a los testigos ni nada por el
estilo. Mientras no le soltemos, su
familia está a salvo.
Gogan se rascó la barba de dos días
y e intentó asimilar aquellas palabras,
incluida la parte tácita.
—Es un chalado, ¿no?
Aquel truco de Richie otra vez: poco
a poco, la frontera entre un
interrogatorio y una conversación se
relajaba. Richie hizo un gesto con las
manos.
—Ahora mismo no puedo hablar de
eso. Lo único que le digo es que alguna
vez tendrá que salir, ¿no? Para ir al
trabajo, a entrevistas, a reuniones… Si
fuera yo, estaría más tranquilo dejando a
mi familia en casa si supiera que ese
tipo no anda suelto.
Gogan
lo
observó
mientras
continuaba rascándose. Sinéad espetó:
—Te digo una cosa: si hay un
asesino en serie chalado rondando por
ahí, ya puedes olvidarte de ir al pub. Yo
no pienso quedarme aquí sola esperando
a que un lunático…
Gogan miró a Jayden, que se estaba
repantingando en el sofá y observaba la
escena boquiabierto, y señaló con la
cabeza a Richie.
—Adelante. Cuéntaselo.
—¿Que le cuente qué? —quiso saber
Jayden.
—No te hagas el tonto. Lo que sea
que te está preguntando.
Jayden se hundió aún más en el sofá
y contempló como los dedos de sus pies
se hundían en la alfombra.
—Había un tipo, pero fue hace
mucho —dijo.
—¿Sí? ¿Cuándo? —preguntó Richie.
—Antes del verano. Cuando acabó
la escuela.
—¿Ves? A eso me refería. A
recordar pequeños detalles. Sabía que
eras un chico listo. En junio, ¿no?
Un encogimiento de hombros.
—Probablemente.
—¿Dónde estaba?
Los ojos de Jayden se posaron de
nuevo en su padre.
—Venga, chaval, lo que estás
haciendo está bien —lo alentó Richie—.
No vas a meterte en problemas.
—Díselo —le indicó Gogan.
—Yo estaba en la casa número once.
La que está al lado de la casa de los
asesinatos. Estaba…
—¿Qué demonios hacías ahí? —
quiso saber Sinéad—. Te voy a dar una
colleja que te vas a enterar…
Pero al ver el dedo en alto de Richie
se calló, con la barbilla en un ángulo
que revelaba que nos estábamos
metiendo todos en graves problemas.
—¿Cómo entraste en el número
once? —preguntó Richie.
Jayden se retorció. Su chándal
emitió un ruido semejante a un pedo
sobre la piel sintética del sofá y soltó
una risita, pero se frenó en seco al ver
que nadie más reía. Finalmente, dijo:
—Estaba haciendo travesuras. Tenía
las llaves y… Sólo estaba haciendo el
travieso, ¿vale? Quería comprobar si las
llaves funcionaban.
—¿Probaste tus llaves en las otras
casas? —quiso saber Richie.
Jayden se encogió de hombros.
—Más o menos.
—¡Qué niño más listo! De verdad. A
nosotros no se nos había ocurrido.
Y tendría que habérsenos ocurrido:
sería típico de unos promotores de esa
calaña seleccionar un lote de llaves
únicas a precio rebajado para aquella
birria de cerraduras.
—¿Y funcionan en todas las casas?
Jayden se había enderezado en su
asiento y empezaba a disfrutar de lo
listo que era.
—No. Las de las puertas principales
no funcionan; las nuestras no
funcionaban en ninguna otra casa, y las
probé en muchas. Pero las de las puertas
traseras abren la mitad de…
—Ya basta —lo atajó Gogan—.
Cállate.
—Señor Gogan, se lo aseguro: no va
a meterse en ningún lío —lo tranquilizó
Richie.
—¿Me toma por un idiota? Si ha
entrado en otras casas, cosa que no ha
hecho, es allanamiento de morada.
—Ni siquiera se me había ocurrido
pensar en esos términos. Y nadie más lo
hará, se lo garantizo. ¿Sabe el gran favor
que nos está haciendo Jayden? Nos está
ayudando a meter a un asesino entre
rejas. Estoy encantado de que se
dedicara a hacer travesuras con esa
llave.
Gogan lo disuadió con la mirada.
—Si intenta volver a por él más
adelante acusándolo de algo, negará
habérselo contado.
Richie ni siquiera pestañeó.
—No lo haré. Créame. Y no dejaría
que nadie lo hiciera. Esto es demasiado
importante.
Gogan gruñó y asintió para indicarle
a Jayden que continuara.
—¿De verdad no se les había
ocurrido? —preguntó Jayden.
Richie negó la cabeza.
—¡Qué tontos! —apuntó Jayden en
voz baja.
—A eso me refería: tenemos suerte
de haberte encontrado. Cuéntame la
historia de la llave.
—Abre más o menos la mitad de las
puertas traseras de las casas de los
alrededores. No intenté abrir ninguna de
las casas en las que viviera gente, claro.
Jayden fingió ser un niño bueno,
pero nadie se lo tragó.
—Pero sí en las casas vacías de esta
calle y de Ocean View Promenade, y
entré en un montón. Es muy fácil. No
puedo creer que a nadie más se le haya
ocurrido.
—Y abre la casa del número once
—continuó Richie—. ¿Fue ahí donde
encontraste a aquel tipo?
—Sí. Yo estaba allí pasando el rato
y él llamó con los nudillos a la puerta de
atrás. Supongo que saltó la tapia del
jardín.
Había salido de su escondite. Había
atisbado una oportunidad.
—Así que fui a abrirle. Estaba
aburrido… y allí no había nada que
hacer.
—¿Qué te he dicho yo mil veces
sobre hablar con desconocidos? —
espetó Sinéad—. ¿Qué habría pasado si
te hubiera metido en una furgoneta y…?
Jayden puso los ojos en blanco.
—¿Acaso parezco idiota? Si hubiera
intentado
agarrarme,
me
habría
escapado corriendo. Estaba a dos
segundos de aquí.
—¿De qué hablasteis? —quiso saber
Richie.
Jayden se encogió de hombros.
—De nada en especial. Me preguntó
qué estaba haciendo allí y le dije que
pasando el rato. Me preguntó cómo
había entrado y le expliqué lo de las
llaves.
Había estado presumiendo para
impresionar a un extraño con su
inteligencia, de la misma manera que
presumía para impresionar a Richie.
—¿Y qué dijo él? —preguntó
Richie.
—Me dijo que era muy listo y que le
gustaría tener una llave como esa. Vivía
en el otro extremo de la finca, pero su
casa se había inundado porque las
tuberías habían reventado o algo así, y
ahora buscaba una casa vacía donde
poder dormir hasta que repararan la
avería.
Era una buena historia. Conor sabía
suficiente sobre la urbanización para
haberse inventado algo plausible
(Jayden podía tragarse perfectamente lo
de las tuberías reventadas y las
reparaciones que se prologaban hasta el
infinito) y se la había inventado en un
periquete, sobre la marcha, una mentira
plausible para aprovechar lo que le
ponían en bandeja: cuando quería algo
con toda su alma, el tío era bueno.
—Pero me dijo que las casas no
tenían puertas ni ventanas, estaban
congeladas o cerradas con llave y no
podía entrar. Me preguntó si le podía
prestar mi llave para hacer una copia y
poder entrar en una casa que estuviera
mejor. Me dijo que me daría cinco
euros. Yo le pedí diez.
Sinéad estalló:
—¿Le dejaste nuestra llave a un
pervertido? ¡Eres más tonto…!
—Cambiaré la cerradura mañana
mismo —la interrumpió Gogan con
brusquedad—. Cierra el pico.
Richie continuó como si tal cosa,
ignorándolos a ambos:
—Tiene sentido. Así que te dio un
billete de diez euros y le prestaste la
llave, ¿no es así?
Jayden miró a su madre de reojo
para saber si se había metido en un lío.
—Sí. ¿Y?
—¿Qué sucedió después?
—Nada. Me dijo que no se lo
contara a nadie, porque los promotores
son los propietarios de las casas y
podría meterse en problemas. Y yo le
dije que vale.
Otro gesto inteligente: era poco
probable que los promotores fueran
demasiado
populares
entre
los
habitantes de Ocean View, ni siquiera
entre los niños.
—Me dijo que dejaría la llave bajo
una roca y me enseñó cuál. Luego se
marchó. Me dio las gracias. Yo tenía que
regresar a casa.
—¿Volviste a verlo?
—No.
—¿Te devolvió la llave?
—Sí. Al día siguiente. La dejó
debajo de la roca, como me había dicho.
—¿Sabes si tu llave abre la puerta
de los Spain?
Era un modo de preguntarlo con
tacto. Jayden se encogió de hombros con
rapidez y sin una vehemencia suficiente
como para ser mentira.
—No lo he probado.
En otras palabras, no se había
arriesgado a que lo sorprendiera alguien
que supiera dónde vivía.
—¿Entró ese hombre por la puerta
trasera? —quiso saber Sinéad. Tenía los
ojos como platos.
—Estamos evaluando todas las
posibilidades —contestó Richie—.
Jayden, ¿qué aspecto tenía ese hombre?
Jayden se encogió de hombros otra
vez.
—Delgado.
—¿Más viejo que yo? ¿Más joven?
—Más o menos como usted. Más
joven que él.
Yo.
—¿Alto? ¿Bajo?
Un encogimiento de hombros.
—Normal. Quizá más bien alto,
como él.
Yo de nuevo.
—¿Lo reconocerías si volvieras a
verlo?
—Sí. Probablemente.
Me incliné sobre mi maletín y
encontré una hoja con fotos. Uno de los
refuerzos la había recopilado por la
mañana y había hecho un buen trabajo:
contenía imágenes de seis tipos de
veintitantos años, todos ellos delgados,
con el pelo castaño muy corto y una
mandíbula prominente. Jayden tendría
que acompañarnos a la comisaría para
asistir a una rueda de identificación
formal, pero al menos podríamos
descartar la posibilidad de que le
hubiera dejado su llave a otro tipo raro
ajeno al caso.
Le pasé la hoja con las fotos a
Richie, quien la sostuvo en alto para
Jayden.
—¿Es uno de estos?
Jayden disfrutó del momento cuanto
pudo: inclinando la hoja en distintos
ángulos, sosteniéndola a la altura de los
ojos y escudriñándola. Finalmente dijo:
—Sí. Este.
Señaló con el dedo la fotografía
central de la hilera inferior: Conor
Brennan. Richie me miró a los ojos un
segundo.
—¡Madre de Dios! —exclamó
Sinéad—. ¡Ha estado hablando con un
asesino!
Sonaba
entre
atemorizada
y
encolerizada. La vi intentando pensar
cómo debía proceder.
—¿Estás seguro, Jayden? —preguntó
Richie.
—Sí. El número cinco.
Richie alargó la mano para
recuperar la hoja con la selección de
fotografías, pero Jayden seguía con la
mirada clavada en ella.
—¿Es el tipo que los mató?
Vi el rápido parpadeo de Richie.
—Serán los jueces de un tribunal
quienes lo determinen.
—Si no le hubiera dado la llave,
¿me habría matado?
Su voz sonaba frágil. El morbo había
desaparecido; de repente, parecía tan
sólo un niño asustado.
—No lo creo —le contestó Richie
para tranquilizarlo—. No puedo jurarlo,
pero apuesto a que nunca estuviste en
peligro, ni por un segundo. Aunque tu
madre tiene razón: no debes hablar con
extraños, ¿de acuerdo?
—¿Va a volver?
—No. No va a volver.
El primer patinazo de Richie: no
puedes hacer esa promesa, al menos no
cuando aún necesitas cierta ventaja.
—De eso es de lo que estamos
intentando asegurarnos —apunté yo con
voz pausada al tiempo que extendía una
mano para que me entregaran la hoja—.
Jayden, has sido de gran ayuda y lo que
nos has contado es importantísimo. Pero
necesitamos toda la ayuda que podamos
conseguir para mantener a ese tipo
donde está. Señor Gogan, señora Gogan,
ustedes también han tenido un par de
días para pensar. ¿Han recordado algo
que pueda ayudarnos? ¿Se les ocurre
algo? ¿Algo que hayan visto, oído, algo
que no encaje? Lo que sea…
Se produjo un silencio. El bebé
empezó a emitir pequeños resoplidos de
queja; Sinéad alargó una mano, sin
mirar, y meneó el cojín hasta que se
calló de nuevo. Ni ella ni Gogan
miraban a nadie.
Al final, Sinéad dijo:
—No se me ocurre nada.
Y Gogan negó con la cabeza.
Dejamos que el silencio se
acrecentara. El bebé se retorció y lanzó
un gañido agudo en señal de protesta;
Sinéad lo tomó en brazos y lo meció.
Sus ojos, posados en la cabeza del crío,
eran fríos, planos como los de su
marido, desafiantes.
Al final, Richie asintió.
—Si se les ocurre algo, tienen
nuestra tarjeta. Entretanto, hágannos un
favor, ¿de acuerdo? Hay algunos
periodistas ahí fuera que podrían estar
interesados en la historia de Jayden. No
la divulguen durante unas semanas, ¿de
acuerdo?
Sinéad apretó los labios en gesto de
indignación; obviamente, había estado
planeando salir de compras y
decidiendo dónde peinarse para la
sesión fotográfica.
—Podemos hablar con quien
queramos. No pueden impedírnoslo.
—Los periodistas seguirán ahí fuera
dentro de un par de semanas —contestó
Richie con calma—. Cuando hayamos
encerrado a ese tipo, les daré carta
blanca y podrán llamarlos. Hasta
entonces, les ruego que nos hagan el
favor de no entorpecer la investigación.
Gogan asimiló la amenaza, aunque
su mujer no lo hiciera.
—Jayden no hablará con nadie. ¿Eso
es todo?
Se puso en pie.
—Una última cosa —dijo Richie—
y les dejaremos tranquilos. ¿Podrían
prestarnos la llave de su puerta trasera
un minuto?
Encajó en la puerta trasera de los
Spain como si hubiera estado engrasada.
La cerradura se abrió con un clic y el
último eslabón de aquella cadena encajó
en su sitio, un brillante y tenso hilo que
corría desde el escondite de Conor hasta
la cocina de los Spain. Estuve a punto
de levantar la mano para chocar los
cinco con Richie, pero él estaba
asomado por encima de la tapia del
jardín, mirando hacia los huecos de las
ventanas de aquella guarida, no a mí.
—Y así fue como las manchas de
sangre llegaron al pavimento —dije—.
Salió por el mismo sitio por el que
entró.
Los tics nerviosos de Richie habían
regresado; se repiqueteaba con los
dedos en el muslo, a un ritmo rápido.
Fuera lo que fuese aquello que lo
preocupaba, los Gogan no habían
ayudado a solucionarlo.
—Pat y Jenny —dijo—. ¿Cómo
demonios acabaron aquí?
—¿Qué quieres decir?
—A las tres de la madrugada, en
pijama. Si estaban en la cama y Conor
vino persiguiéndolos, ¿cómo puede ser
que acabaran peleando aquí? ¿Por qué
no en su dormitorio?
—Lo atraparon cuando intentaba
escaparse.
—Eso implicaría que su objetivo
eran los niños. No encaja con la
confesión: todo giraba en torno a Pat y
Jenny. ¿Y no habrían ido ellos a
comprobar primero si los niños estaban
bien en caso de que hubieran oído un
ruido y se hubieran quedado junto a
ellos para intentar ayudarlos? ¿Te
importaría que un intruso escapara si les
hubiera pasado algo a tus hijos?
—En este caso, son muchas las
cosas aún por explicar —sentencié—.
No te lo voy a negar. Pero recuerda que
no era un simple intruso. Era su mejor
amigo, o lo había sido en el pasado. Eso
podría cambiar el curso de los
acontecimientos. Esperemos a ver qué
nos cuenta Fiona.
—Sí —convino Richie.
Abrió la puerta de un empujón y una
bocanada de aire frío barrió la cocina,
arrancando el olor de la estancada capa
de sangre y productos químicos y
convirtiendo aquella estancia, por un
instante, en un lugar fresco y
conmovedor como la mañana.
—Esperemos a ver.
Busqué mi teléfono y llamé a los
uniformados: tenían que enviar a un
cerrajero antes de que los Gogan
decidieran montar un puesto de venta de
recuerdos. Mientras esperaba a que
contestaran, le dije a Richie:
—Ha sido un buen interrogatorio.
—Gracias.
No sonaba ni de lejos tan
complacido consigo mismo como
debería.
—Al menos ahora sabemos por qué
Conor inventó esa historia acerca de
cómo encontró la llave de Pat, para no
incriminar a Jayden.
—¡Qué amable por su parte! Muchos
asesinos también dan de comer a los
cachorrillos abandonados.
Richie miraba hacia el jardín, que ya
había empezado a cobrar un aspecto de
dejadez: las malas hierbas se abrían
camino entre el césped, y una bolsa de
plástico azul azotaba un arbusto por
efecto del viento.
—Sí —contestó—. Probablemente.
Cerró de un portazo y fue a devolver
la llave. La última ráfaga de aire frío
hizo que revolotearan los papeles
sueltos esparcidos por el suelo.
Gogan lo esperaba en la puerta
principal de su casa para recuperarla.
Jayden estaba tras él, colgado del pomo
de la puerta. Cuando Richie entregó la
llave, Jayden se asomó bajo el brazo de
su padre y dijo:
—Señor.
—¿Sí? —preguntó Richie.
—Si yo no le hubiera prestado la
llave a ese hombre, ¿no los habría
matado?
Miraba a Richie con ojos de
verdadero
horror.
Richie,
con
amabilidad pero también con firmeza, le
contestó:
—No ha sido culpa tuya, Jayden. La
culpa es de la persona que lo ha hecho.
Punto y final.
Jayden se retorció.
—Pero no habría podido entrar sin
la llave…
—Habría encontrado otro modo de
hacerlo.
Algunas
cosas
acaban
sucediendo; cuando empiezan, por
mucho que te esfuerces, no puedes
detenerlas. Todo esto empezó mucho
antes de que tú conocieras a ese hombre,
¿lo entiendes?
Sus palabras se deslizaron por mi
cráneo y se clavaron en mi nuca. Me
revolví para que Richie se apresurara,
pero estaba concentrado en Jayden. El
chaval parecía medio convencido. Al
cabo de un momento, dijo:
—Supongo que sí.
Volvió a colarse bajo el brazo de su
padre y desapareció en el sombrío
pasillo. Justo antes de cerrar la puerta,
Gogan miró a Richie a los ojos y asintió,
en un leve y reticente gesto de
aprobación.
Las dos familias vecinas que vivían al
final de la calle estaban en casa aquella
vez. Eran como los Spain tres días
antes: parejas jóvenes con críos
pequeños, suelos limpios y casas
decoradas a la moda con esfuerzo y
ahorros, ordenadas y listas para dar la
bienvenida a unos visitantes que no se
dignarían a venir. Ninguno de ellos
había visto ni oído nada. Les
informamos de que convenía cambiar las
cerraduras de las puertas traseras, con
discreción, insinuándoles que era sólo
por precaución, un posible defecto de
fabricación con el que habíamos topado
durante el transcurso de la investigación,
nada relacionado con los crímenes.
Uno de los integrantes de cada una
de las parejas tenía un empleo, jornadas
largas a largas distancias; al otro
hombre lo habían despedido una semana
antes, y a la otra mujer en julio. Había
intentado entablar amistad con Jenny
Spain. «Estábamos aquí confinadas todo
el día, así que pensé que nos sentiríamos
menos solas si teníamos a alguien con
quien hablar…». Jenny se había
mostrado educada, pero había mantenido
las distancias: siempre le parecía
fantástico tomar una taza de té, pero
nunca estaba libre y nunca estaba segura
de cuándo lo estaría.
—Pensé que quizá fuera tímida o
que no quería que yo imaginara que
éramos amigas del alma y me presentara
en su casa todos los días, o quizá
estuviera molesta porque antes no lo
hubiera intentado. Pero es que antes
apenas había tenido oportunidad de
hacerlo, apenas estaba en casa… Pero si
estaba preocupada por… Quiero
decir… ¿Ha sido…? ¿Puedo preguntar?
Había dado por supuesto que había
sido Pat, tal como yo le había dicho a
Richie que haría todo el mundo.
—Hemos detenido a un hombre en
relación con los crímenes —la informé.
—Dios mío.
Agarró la mano de su marido, sobre
la mesa de la cocina. Era una mujer
guapa, delgada, rubia y bien vestida,
pero había estado llorando antes de que
llegáramos.
—Entonces no fue… ¿Fue… otra
persona? ¿Un ladrón?
—La persona arrestada no vivía en
la casa.
Se echó a llorar de nuevo.
—Entonces… Oh, Dios…
Sus ojos se desplazaron por encima
de mi hombro, hacia el fondo de la
cocina… Su hija, de unos cuatro años,
estaba sentada con las piernas cruzadas
en el suelo, con su cabecita rubia
apoyada sobre un tigre de peluche,
murmurando algo.
—Entonces podría habernos pasado
a nosotros. Nada lo hubiera impedido.
Me gustaría poder decir «Gracias a
Dios», pero no puedo, ¿verdad? Porque
eso equivaldría a decir que Dios quería
que muriesen… Y no ha sido Dios. Ha
sido sólo un accidente, pura suerte. Sólo
suerte…
Los nudillos de la mano que tenía
apoyada sobre la de su marido se le
habían quedado blancos y se esforzaba
por no estallar en sollozos. Me dolía la
mandíbula de cuánto deseaba aclararle
que se equivocaba: que los Spain habían
lanzado algún mensaje al viento marino
y Conor había respondido, y que ella y
los suyos podían vivir una vida segura.
—El sospechoso está bajo arresto.
Pasará a la sombra mucho tiempo —la
tranquilicé.
La mujer asintió, sin mirarme. Su
rostro me decía que yo no lo entendía.
—De todos modos, queríamos
marcharnos de aquí —explicó el marido
—. Nos habríamos marchado hace
meses, pero ¿quién va a querer comprar
esto? Ahora…
—No vamos a quedarnos aquí. Ni lo
sueñes —sentenció la mujer.
Rompió a llorar. Su voz y los ojos
del marido revelaban la misma sombra
de indefensión. Ambos sabían que no
irían a ningún sitio.
De regreso al coche, mi teléfono vibró
para informarme de que tenía un
mensaje. Geri me había llamado justo
después de las cinco.
—«Mick…
Lamento
mucho
molestarte, sé que estás hasta las cejas
de trabajo, pero he pensado que querrías
saber… Quizá ya lo sabes, seguramente
sí, pero… Dina se ha largado. Mick, lo
siento mucho, sé que se suponía que
debíamos cuidar de ella… y lo
estábamos haciendo; la dejé con Sheila
quince minutos mientras iba a
comprar… ¿Ha vuelto a tu casa? Sé que
seguramente estés enfadado conmigo, no
te culpo, pero Mick, si está contigo, por
favor, llámame. Lo lamento muchísimo,
de verdad, yo…».
—¡Mierda! —exclamé.
Dina llevaba desaparecida una hora
como mínimo. Y no habría nada que yo
pudiera hacer hasta dentro de al menos
dos horas más, una vez Richie y yo
hubiéramos acabado de interrogar a
Fiona. La idea de lo que podía sucederle
a Dina en ese lapso de tiempo hizo que
mi corazón latiera contra un muro de
barro endurecido.
—¡Me cago en todo!
No me di cuenta de que había dejado
de caminar hasta que vi a Richie, un par
de pasos por delante, con la cabeza
vuelta hacia mí.
—¿Va todo bien? —me preguntó.
—Sí, todo bien —respondí—. No
tiene nada que ver con el trabajo. Sólo
necesito un minuto para aclarar una
cosa.
Richie abrió la boca para decir algo,
pero antes de que pudiera hacerlo le di
la espalda y me eché a caminar en
dirección contraria, a un ritmo que le
sugería que era mejor no seguirme.
Geri descolgó al primer timbrazo.
—¿Mick? ¿Está contigo?
—No. ¿A qué hora se ha marchado?
—Oh, Dios. Tenía la esperanza de
que…
—No te pongas nerviosa. Podría
estar en mi casa o en la comisaría. He
estado trabajando fuera toda la tarde. ¿A
qué hora se ha marchado?
—Alrededor de las cuatro y media.
A Sheila le ha sonado el móvil y era
Barry, su novio, así que ha subido a su
habitación para hablar con él en privado
y, cuando ha bajado, Dina se había ido.
Ha escrito: «Gracias, ¡adiós!» en el
frigorífico con el lápiz de ojos y lo ha
subrayado como hace siempre, con una
onda. Se ha llevado el monedero de
Sheila. Había sesenta euros, así que al
menos tiene dinero… En cuanto he
llegado a casa y Sheila me lo ha
contado, he salido a buscarla en coche
por el vecindario. Te prometo que he
mirado por todas partes, he entrado en
las tiendas, en los jardines de los
vecinos, en todos los sitios, pero había
desaparecido. No sabía dónde más
buscarla. La he llamado una docena de
veces, pero tiene el móvil desconectado.
—¿Cómo estaba esta tarde? ¿Se ha
molestado contigo o con Sheila?
Si Dina se aburría… Intenté
recordar si había mencionado el
apellido de Jezzer.
—¡No, estaba mejor! Mucho mejor.
No estaba enfadada, asustada ni
herida… Razonaba, al menos la mayor
parte del tiempo. Parecía un poco
distraída, como si no prestara
demasiada atención cuando hablabas
con ella, como si estuviera dándole
vueltas a algo en la cabeza. Eso es todo.
Geri hablaba en un tono cada vez
más agudo.
—Te
prometo
que
estaba
prácticamente recuperada, Mick. Estaba
segura de que empezaba a estar mejor;
de otro modo, jamás la habría dejado a
solas con Sheila, nunca…
—Ya lo sé. Seguro que estará bien.
—No está bien, Mick. No lo está.
Nada más lejos de la realidad.
Miré hacia atrás por encima de mi
hombro: Richie estaba apoyado en la
puerta del coche, con las manos en los
bolsillos, de cara a las obras para
concederme la máxima intimidad.
—Ya sabes a qué me refiero. Estoy
seguro de que sólo se ha aburrido y se
ha marchado a casa de algún amigo.
Aparecerá mañana por la mañana con
unos cruasanes para pedirte perdón…
—Pero eso no significa que esté
bien. Alguien que está bien no le roba a
su sobrina el dinero que gana haciendo
de niñera. Alguien que está bien no
necesita que andemos pisando huevos
todo el rato…
—Ya lo sé, Geri. Pero eso no es
algo que podamos solucionar esta noche.
Concentrémonos en una cosa cada vez,
¿de acuerdo?
Por encima de la tapia de la
urbanización, el mar se oscurecía,
meciéndose implacablemente hacia la
noche; los pajarillos habían vuelto y
hurgaban en la orilla. Geri contuvo el
aliento y suspiró con voz temblorosa.
—Estoy tan harta de todo esto…
Había oído aquella queja un millón
de veces antes, en su voz y en la mía:
agotamiento, frustración y molestia
mezclados con puro terror. Por muchas
veces que vivas la misma situación,
nunca olvidas que esta podría ser la vez
en que, al fin, concluye de forma
distinta: no con una tarjeta de disculpa
garabateada y con un ramo de flores
robadas en el umbral de casa, sino con
una llamada telefónica de madrugada, un
policía novato practicando sus dotes
para dar malas noticias y una visita a la
morgue de Cooper para identificarla.
—Geri —le dije—. No te
preocupes. Tengo que hacer un
interrogatorio antes de marcharme, pero
luego solucionaré este asunto. Si la
encuentro esperándome en el trabajo, te
llamaré. Tú sigue intentando que
responda al móvil; si consigues hablar
con ella, dile que se reúna conmigo en la
comisaría y envíame un mensaje de texto
para que sepa que está de camino. En
caso contrario, me pondré a buscarla en
cuanto acabe. ¿De acuerdo?
—Sí. De acuerdo.
Geri no preguntó cómo. Necesitaba
creer que sería sencillo. Y yo también.
—Seguramente no le sucederá nada
por pasar sola otro par de horas.
—Intenta dormir un poco. Se
quedará en mi casa esta noche, pero es
posible que mañana tenga que volver a
llevártela.
—Claro. Por supuesto. Todos se
encuentran mejor. Colm y Andrea no se
han contagiado, gracias a Dios… Y no
dejaré que se aparte de mi vista esta
vez. Te lo prometo. Mick, lo lamento
muchísimo.
—De verdad, Geri: no tienes que
disculparte por nada. Diles a Sheila y a
Phil que espero que se encuentren mejor.
Te llamo luego.
Richie seguía apoyado en la puerta
del coche, con la vista alzada hacia los
afilados zigzags de las paredes y los
andamios recortados contra el frío cielo
azul turquesa. Cuando desbloqueé las
puertas del coche con el mando a
distancia, el pitido hizo que se
enderezara y se volviera hacia mí.
—Hola.
—Solucionado —dije—. Vámonos.
Abrí la puerta, pero no se movió.
Bajo la luz menguante, su rostro parecía
pálido y sabio, mucho mayor de sus
treinta y un años.
—¿Puedo hacer algo por ti? —
preguntó.
Un segundo antes de poder abrir la
boca noté una oleada dentro de mí,
repentina y potente como una inundación
e igual de peligrosa: la idea de
explicárselo. Pensé en esos compañeros
que llevan diez años juntos y se conocen
al dedillo, en lo que habría dicho
cualquiera de ellos: «¿Te acuerdas de la
chica del otro día? Pues es mi hermana y
está como una regadera. Y ya no sé
cómo ayudarla…». Vi el bar, al
compañero pidiendo las cervezas y
haciendo comentarios sobre deportes,
chistes verdes, explicando anécdotas
que eran verdades a medias hasta que
los hombros se te destensaban y
olvidabas que el cerebro se te había
cortocircuitado; lo vi enviándote a casa
de noche con una resaca, notándolo
detrás de ti, sólido como un muro de
roca. Vi aquella imagen con tanta
claridad que me podría haber calentado
las manos con ella.
Pero, un segundo después, me
recompuse. La idea de explayarme con
los asuntos privados de mi familia
delante de él y rogarle que me diera una
colleja y me dijera que todo iba a salir
bien me revolvió el estómago. Richie no
era un colega de hacía años ni un
hermano de sangre; era casi un extraño
que ni siquiera se había preocupado de
compartir conmigo qué lo había
desconcertado en el piso de Conor
Brennan.
—No hace falta —le contesté con
sequedad.
Por un momento, pensé en pedirle a
Richie que se ocupara del interrogatorio
de Fiona, que redactara el informe de la
jornada o pospusiera la reunión con la
hermana hasta la mañana siguiente
(Conor no iba a marcharse a ninguna
parte), pero ambas opciones me
parecieron tan patéticas que me
provocaron náuseas.
—Aprecio el ofrecimiento, pero lo
tengo todo controlado. Vayamos a ver
qué tiene Fiona que contarnos.
Capítulo 13
Fiona nos estaba esperando frente a la
comisaría central, apoyada en una
farola. Bajo el círculo de luz amarillenta
y ahumada, con la capucha de su trenca
roja levantada para protegerse del frío,
parecía la criaturita perdida de uno de
los cuentos que se explican al calor de
una chimenea. Me pasé una mano por el
pelo y cerré con llave a Dina en el fondo
de mi mente.
—Recuerda —le dije a Richie—,
aún no la hemos descartado.
Richie respiró hondo, como si el
agotamiento lo hubiera atacado de
repente por la espalda.
—No le dio las llaves a Conor —
replicó.
—Ya lo sé. Pero lo conocía. Ahí
está la historia, y necesitamos mucha
más información sobre eso antes de
poder descartarla como sospechosa.
Fiona se irguió al ver que nos
acercábamos. En los últimos dos días,
había perdido peso: los pómulos se le
marcaban, afilados, a través de la piel,
que había adquirido un tono grisáceo y
apagado. Olía a hospital, a desinfectante
y a enfermedad.
—Señorita Rafferty —la saludé—,
le agradezco que haya venido.
—¿Podríamos…? ¿Podríamos hacer
que esto fuera lo más rápido posible?
Quiero regresar junto a Jenny.
—Lo entiendo —dije, extendiendo
un brazo para guiarla hacia la puerta—.
Procuraremos ser breves.
Fiona no se movió. El cabello le
caía desordenadamente alrededor del
rostro en ondas castañas, lacias y sin
vida, como si se lo hubiera lavado en la
pila del baño con jabón de hospital.
—Me dijo que habían atrapado al
hombre, al hombre que ha hecho esto.
Le hablaba a Richie.
—Hemos detenido a una persona en
relación con los crímenes, así es —le
comunicó Richie.
—Quiero verlo.
Richie no supo cómo reaccionar.
—Me temo que no está aquí. Lo
hemos enviado a prisión —le dije yo
con delicadeza.
—Necesito verlo. Necesito…
Fiona perdió el hilo de sus
pensamientos, sacudió la cabeza y se
apartó el pelo de la cara.
—¿Podemos ir a verlo?
—Esto no funciona así, señorita
Rafferty. Estamos fuera del horario de
visitas y, además, tendríamos que
cumplimentar un montón de papeleo.
Podríamos tardar unas cuantas horas en
traerlo, y eso siempre en función de las
medidas de seguridad disponibles… Si
quiere regresar junto a su hermana,
deberemos posponerlo y dejarlo para
otro día.
Pese a que le había dado la
oportunidad de discutirlo, no le
quedaban fuerzas para hacerlo. Al cabo
de un momento dijo:
—Sí, otro día. ¿Podré verlo otro
día?
—Estoy seguro de que algo
conseguiremos —la tranquilicé y volví a
alargar el brazo.
En esta ocasión, Fiona sí se movió,
salió del círculo de luz de la farola y se
adentró en las sombras, hacia la puerta
de la comisaría.
Una de las salas de interrogatorios
está amueblada para resultar cómoda:
hay moqueta en lugar de linóleo, las
paredes son de color crema y están
limpias, las sillas son cómodas y no te
dejan el culo amoratado, hay un
dispensador de agua fría, una tetera
eléctrica y una cestita con bolsitas de té,
café y azúcar, además de tazas de
verdad, en lugar de vasos de plástico.
Es para los familiares de las víctimas,
para los testigos frágiles y para los
sospechosos que se tomarían las otras
salas como una afrenta contra su
dignidad. Allí fue donde condujimos a
Fiona. Richie la ayudó a acomodarse
(estaba bien tener un socio a quien
podías confiarle alguien tan frágil),
mientras que yo bajé a la sala de
investigaciones y lancé un par de
pruebas a una caja de cartón. Cuando
regresé, Fiona había dejado el abrigo en
el respaldo de la silla y estaba
encorvada sobre una taza de té
humeante, como si todo su cuerpo
necesitara entrar en calor. Sin el abrigo,
parecía menuda como una niña, incluso
con aquellos tejanos anchos y su rebeca
extragrande de color crema. Richie
estaba sentado frente a ella, con los
codos
apoyados
en la
mesa,
explicándole
una
historia
tranquilizadora sobre un pariente
imaginario a quien los médicos del
hospital donde se encontraba Jenny
habían salvado de una dramática
combinación de heridas.
Deslicé la caja bajo la mesa para
que no estorbara y ocupé una silla junto
a Richie.
—Le estaba explicando a la señorita
Rafferty que su hermana está en buenas
manos —me informó.
—El médico ha dicho que dentro de
un par de días le reducirán la dosis de
calmantes. No sé cómo va a afrontar
todo esto Jenny —añadió Fiona—.
Evidentemente, está malherida, pero los
calmantes ayudan y la mitad del tiempo
piensa que es sólo una pesadilla.
Cuando recobra la conciencia, vuelve a
golpearla… ¿No pueden darle otra
cosa? ¿Antidepresivos o algo parecido?
—Los médicos saben lo que se
hacen —replicó Richie con amabilidad
—. La ayudarán a recuperarse.
—Quiero pedirle que haga algo por
nosotros, señorita Rafferty —dije—.
Mientras está aquí, necesito que olvide
lo que le ha sucedido a su familia.
Quíteselo de la cabeza y concéntrese al
cien por cien en responder a nuestras
preguntas. Créame, sé que le parecerá
imposible, pero es el único modo en que
puede ayudarnos a meter a ese hombre
entre rejas. Eso es lo que Jenny necesita
de usted en estos momentos, lo que
todos ellos necesitan. ¿Podrá hacerlo
por ellos?
Es el regalo que les ofrecemos a los
seres queridos de las víctimas:
descanso. Durante una hora o dos tienen
la oportunidad de permanecer sentados
en calma y —libres de culpa, porque no
les queda más alternativa— les
permitimos que dejen de machacarse el
pensamiento intentando recomponer los
añicos de lo sucedido. Entiendo que es
una labor inmensa y de un valor
incalculable. Vi las capas en los ojos de
Fiona como las había visto en
centenares
de
personas:
alivio,
vergüenza y gratitud.
—Está bien —dijo—. Lo intentaré.
Nos explicaría cosas que jamás
había querido mencionar, para darse a sí
misma una razón para continuar
hablando.
—Le estamos muy agradecidos —
respondí—. Sé que es difícil, pero está
haciendo lo correcto.
Liona apoyó la taza de té en
equilibrio sobre sus delgadas rodillas,
sosteniéndola entre las manos, y me
dedicó toda su atención. Su espalda ya
se había enderezado un poco.
—Empecemos por el principio —
anuncié—. Hay muchas posibilidades de
que nada de esto sea relevante, pero es
muy importante para nosotros obtener el
máximo de información posible. Según
nos dijo, Pat y Jenny comenzaron a salir
a los dieciséis años, ¿verdad? ¿Puede
decirme cómo se conocieron?
—No
con
exactitud.
Todos
procedemos de la misma zona, así que
nos conocíamos de vista, desde que
éramos niños, desde la escuela primaria;
no recuerdo exactamente cuándo nos
conocimos ninguno de nosotros. Hacia
los doce o trece años, un puñado de
nosotros empezamos a salir en pandilla,
íbamos a la playa, hacíamos patinaje en
línea o bajábamos a Dun Laoghaire y
matábamos el tiempo en el embarcadero.
A veces íbamos a la ciudad, al cine y
luego al Burger King, y los fines de
semana salíamos a las discotecas para
menores si había alguna fiesta que
estuviera bien. Cosas de críos, pero
estábamos muy unidos. Unidos de
verdad.
—No hay nada como los amigos que
uno hace de adolescente —comentó
Richie—. ¿Cuántos eran?
—Jenny y yo, Pat y su hermano Ian,
Shona Williams, Conor Brennan, Ross
McKenna, «Mac», y un par más que se
unían a nosotros esporádicamente, pero
que no formaban parte de la cuadrilla.
Rebusqué en la caja de cartón, saqué
un álbum de fotos con la portada rosa y
flores de lentejuelas y lo abrí por una
hoja marcada con un pósit. Había siete
adolescentes sentados sobre una tapia,
apretados muy juntos para caber en la
foto, riendo, blandiendo cucuruchos de
helado y con camisetas de vivos
colores. Piona llevaba aparatos en los
dientes y el cabello de Jenny era un tono
más oscuro; Pat la rodeaba con los
brazos (ya tenía los hombros anchos
como un hombre, aunque seguía teniendo
cara de niño, franca y rubicunda) y ella
simulaba estar dándole un mordisco al
helado de él. Conor era desgarbado,
todo piernas y brazos, y parecía estar
haciendo el chimpancé descolgándose
del muro.
—¿Es esta la pandilla? —pregunté.
Fiona depositó el té en la mesa
(demasiado rápido; salpicaron un par de
gotas) y alargó una mano para señalar el
álbum.
—Eso es de Jenny.
—Ya lo sé —le respondí en un tono
amable—. Hemos tenido que tomarlo
prestado por un tiempo.
Los hombros se le desplomaron al
notar como nuestros dedos escarbaban
de súbito en las profundidades de sus
vidas.
—Dios… —exclamó sin querer.
—Se lo devolveremos a Jenny lo
antes posible.
—¿Pueden…? Si terminan pronto,
¿podrían no decirle que lo han cogido?
No necesita llevarse ningún disgusto
más. Aquí…
Fiona pasó una mano por la foto y,
en voz tan baja que apenas pude oírla,
dijo:
—Éramos realmente felices.
—Haremos cuanto podamos —le
aseguré—. Y usted también podrá
ayudarnos en eso. Si puede darnos toda
la información que necesitamos,
evitaremos tener que formularle a Jenny
estas preguntas.
Asintió, sin levantar la mirada.
—Estupendo —continué—. Y ahora
dígame. Este tiene que ser Ian. ¿Me
equivoco?
Ian era un par de años más joven que
Pat, más delgado y tenía el pelo castaño;
aun así el parecido entre ambos era
evidente.
—Sí, ese es Ian. Está tan joven
ahí… En aquel entonces era muy tímido.
Di unos golpéenos en el pecho de
Conor.
—¿Y este quién es?
—Es Conor.
Lo dijo sin más, de inmediato, sin
tensiones.
—Es el mismo tipo que sostiene a
Emma en brazos en la foto del bautizo,
la que había en su habitación. ¿Es su
padrino?
—Sí.
Al oír el nombre de Emma se le
tensó el rostro. Presionó las puntas de
los dedos sobre la foto como si intentara
apartarse de ella.
Avancé hacia la siguiente cara y le
pregunté con calma:
—¿Y este tipo? ¿Mac, no es cierto?
Era un tipo regordete, con el pelo
recio, los brazos abiertos y unas Nike
inmaculadas. Sólo con mirarles la ropa
cualquiera habría podido decir a qué
generación
pertenecían
aquellos
chavales: nada de prendas de segunda
mano ni de remiendos; todo era
novísimo y de marca.
—Sí. Y esta es Shona.
Pelirroja, con un cabello que habría
sido encrespado si no le hubiera
dedicado mucho tiempo a alisárselo y
una piel que seguramente era pecosa
bajo el bronceado artificial y el
esmerado maquillaje. Durante un
extraño segundo, casi sentí lástima por
aquellos chavales. A su edad, mis
amigos y yo éramos pobres como ratas
y, por muy poco recomendable que sea
la pobreza, al menos requería menos
esfuerzo.
—Mac y ella siempre nos hacían
reír. Me había olvidado del aspecto que
tenía Shona. Ahora es rubia.
—Entonces ¿todavía mantiene el
contacto con todos ellos?
Me sorprendí esperando que la
respuesta fuera afirmativa, no por la
investigación, sino por Pat y Jenny,
varados en su fría isla desértica, al azote
de los vientos. Me habría gustado saber
que habían mantenido la fortaleza de sus
raíces.
—No mucho. Yo conservo los
números de teléfono de todos ellos, pero
hace siglos que no nos vemos. Debería
llamarlos y contarles lo ocurrido, pero
es que… no puedo.
Se llevó la taza a la boca para
ocultar el rostro.
—Facilítenos los números y
nosotros lo haremos —se ofreció Richie
—. No hay razón para que sea usted
quien les comunique las malas noticias.
Fiona asintió, sin mirarlo, y buscó a
tientas el teléfono en su bolsillo. Richie
arrancó una página de su cuaderno de
notas y se la entregó. Mientras escribía,
le pregunté, para intentar adentrarla de
nuevo en un territorio más seguro:
—Al parecer formaban ustedes una
pandilla muy unida. ¿Cómo es que
perdieron el contacto?
—Cosas de la vida. Cuando Pat,
Jenny y Conor entraron en la
universidad… Shona y Mac eran un año
más jóvenes que ellos e Ian y yo dos, así
que dejamos de estar en la misma onda.
Ellos podían entrar en pubs, en
discotecas de verdad, y quedaban con
sus amigos de la facultad. Sin ellos tres,
el resto sencillamente dejamos de… ya
no era lo mismo.
Le entregó la nota y el bolígrafo a
Richie.
—Lo
intentamos.
Todos.
Al
principio seguíamos quedando a todas
horas. Era extraño, porque, de repente,
había que programar actividades y
siempre había alguien que se descolgaba
en el último minuto, pero aun así,
continuamos viéndonos. Poco a poco,
nos fuimos distanciando. Hasta hace un
par de años seguíamos reuniéndonos
para tomar una cerveza cada pocas
semanas, pero… dejó de funcionar.
Volvía a tener las manos alrededor
de la taza, la inclinaba describiendo
círculos y contemplaba cómo se
arremolinaba el té. El aroma estaba
cumpliendo su misión: convertir aquella
sala en un lugar hogareño y seguro.
—En realidad, probablemente dejó
de funcionar mucho antes de eso. Se
aprecia en las fotos: dejamos de encajar
como en esa foto de ahí; nos volvimos
todo codos y rodillas clavados en los
otros, todo muy raro… Y no nos
apetecía
ver
cómo
nos
desmembrábamos. A Pat menos que a
nadie. Cuanto menos sintonía había, más
se esforzaba por que siguiéramos juntos.
Podíamos estar sentados en el
embarcadero o donde fuera y Pat se
estiraba intentando continuar cerca de
todos nosotros, como si volviéramos a
ser una gran pandilla. Creo que le
enorgullecía seguir conservando a los
amigos de su infancia. Significaba
mucho para él. No quería perder eso.
Fiona
era
poco
corriente:
perceptiva, aguda, sensible; el tipo de
muchacha que pasaría mucho tiempo
sola reflexionando sobre algo que no
entendiera, tirando de los hilos hasta
desenredar el nudo. Y eso la convertía
en una testigo útil, pero a mí no me gusta
lidiar con gente poco corriente.
—Cuatro chicos y tres chicas —dije
yo—. ¿Tres parejas y el que siempre
queda suelto? ¿O sólo una pandilla de
amigos?
Fiona casi sonrió mirando la foto.
—Una
pandilla
de
amigos,
básicamente. Cuando Jenny y Pat
comenzaron a salir juntos, las cosas no
cambiaron demasiado. Hacía mucho
tiempo que todos sabíamos que acabaría
pasando.
—Recuerdo que nos comentó que
usted soñaba con alguien que la amara
del mismo modo que Pat amaba a Jenny
—apunté—. ¿Los otros chavales no eran
objetivos válidos? ¿No salió nunca con
ninguno de ellos?
Se sonrojó; el rubor borró el tono
grisáceo de su rostro y lo volvió joven y
vital. Por un instante, pensé que era por
Pat, que él había ocupado el lugar que
otros chicos podrían haber llenado, pero
dijo:
—La verdad es que sí. Con Conor…
Salimos, pero poco tiempo. Cuatro
meses. El verano de mis dieciséis años.
Lo cual, a aquella edad, era casi un
matrimonio. Me percaté del leve
temblor de los pies de Richie.
—Pero la trataba mal —añadí yo.
El sonrojo se iluminó.
—No. Mal, no. Nunca fue malo
conmigo ni nada parecido.
—¿De verdad? La mayoría de los
chavales a esa edad pueden ser bastante
crueles.
—Conor no lo fue nunca. Era… es
un tipo muy dulce. Amable.
—¿Pero…? —quise saber yo.
Fiona se frotó las mejillas como si
intentara deshacerse del rubor.
—No sé, me emocionó mucho que
me pidiera una cita; siempre me había
preguntado si estaba enamorado de
Jenny. No por nada que dijera, sólo…
No sé, a veces esas cosas se notan. Y
luego, cuando empezamos a salir, él…
daba la sensación de que… Me refiero a
que nos lo pasábamos en grande, nos
reíamos mucho, pero él siempre quería
hacer cosas con Pat y Jenny, como ir al
cine con ellos o ir los cuatro juntos a la
playa y ese tipo de cosas. Todo su
cuerpo, todos los ángulos de su cuerpo
apuntaban en la dirección de Jenny. Y
cuando la miraba… se le iluminaba el
rostro. Siempre que contaba un chiste, al
decir la frase final, la miraba a ella, no a
mí…
Y ahí estaba nuestro motivo, el más
viejo del mundo. De un modo extraño,
era reconfortante saber que yo había
estado en lo cierto desde el principio: el
viento no había traído aquella desgracia
como un temporal asesino que se había
estrellado contra los Spain al azar.
Había surgido de sus propias vidas.
Prácticamente podía escuchar a
Richie zumbando junto a mí de las ganas
que tenía de moverse. No lo miré. Dije:
—Usted pensó que en realidad
quería salir con Jenny, que salía con
usted para estar más cerca de ella.
Intenté suavizarlo, pero igualmente
sonó brutal. Fiona se estremeció.
—Supongo que sí. Más o menos.
Creo que en parte era eso y en parte
Conor esperaba que, si estábamos
juntos, seríamos como ellos, como Jenny
y Pat. Ellos eran…
En la página enfrentada a la
fotografía de grupo había una imagen de
Pat y Jenny tomada el mismo día, a
juzgar por la ropa. Estaban sentados
juntos sobre una tapia, inclinados el uno
hacia el otro, mirándose a la cara, con
sus narices casi rozándose. Jenny
sonreía a Pat; él la miraba con ojos
absortos, atentos, felices. El aire que los
rodeaba era cálido, blanco y dulce como
el verano. A lo lejos, a su espalda, se
divisaba una franja de mar azul como las
flores.
Fiona suspendió la mano encima de
la foto, como si quisiera tocarla pero no
pudiera.
—Yo les saqué esta foto —comentó.
—Es muy buena.
—Eran muy fotogénicos. La mayoría
de las veces, cuando vas a sacarle una
foto a una pareja, has de tener cuidado
con el espacio que queda entre ellos,
por cómo rompe la luz. Con Pat y Jenny,
parecía que la luz no se rompiera nunca,
que simplemente atravesara el hueco…
Eran muy especiales. Por separado,
ambos eran muy populares en la escuela.
Pat jugaba muy bien al rugby y Jenny
tenía un séquito de pretendientes, pero
juntos… Eran de oro. Podría haberme
pasado el día mirándolos. Los mirabas y
pensabas: «¡Así! ¡Así es como se
supone que tiene que ser!».
Peinó las manos entrelazadas de Pat
y Jenny con las puntas de los dedos y
luego los apartó.
—Conor… Sus padres estaban
separados. Su padre vivía en Inglaterra,
creo recordar, y nunca hablaba de él. Pat
y Jenny eran la pareja más feliz que él
había conocido nunca. Era como si
quisiera ser ellos y pensara que, si
nosotros salíamos juntos, podríamos…
Yo entonces no sabía expresar todo esto
en palabras, claro, pero después, con el
tiempo, pensé que quizá…
—¿Habló con él de aquello? —
quise saber.
—No. Me daba vergüenza. Era mi
hermana, entiéndalo…
Fiona se pasó las manos por el pelo
y se lo echó hacia delante para ocultar
sus mejillas.
—Me limité a romper con él. No fue
nada trágico. No es que estuviera
enamorada de él. Éramos unos críos.
Sin embargo, sí debió de ser algo
trágico. «Mi hermana…». Richie apartó
su silla y se levantó para encender la
tetera eléctrica. Por encima de su
hombro comentó, como si tal cosa:
—Recuerdo que nos dijo que Pat
sentía celos de los chicos que iban
detrás de Jenny cuando todavía eran
unos chavales. ¿Se refería a Conor?
Fiona levantó la cabeza ante aquella
pregunta, pero Richie estaba sacudiendo
un sobrecito de café y mirándola con
simple interés.
—No se ponía celoso como usted
insinúa. Simplemente… él también se
dio cuenta. De manera que, cuando yo
rompí con Conor, Pat me llevó aparte un
par de días más tarde y me preguntó por
qué lo había hecho. Se lo conté todo.
Era como un hermano mayor para mí. Y
acabamos hablando del asunto.
Richie silbó.
—Cuando yo era más joven —dijo
—, si a mi colega le hubiera gustado mi
novia, me habría hervido la sangre. Le
aseguro que no soy una persona violenta,
pero se habría llevado un buen puñetazo
en la jeta.
—Creo que Pat también lo pensó.
Me refiero a que…
Un destello repentino de alarma.
—Pat tampoco era una persona
violenta, nunca lo fue, pero como usted
ha dicho… Estaba enfadado. Vino a
verme a casa mientras Jenny estaba de
compras y, cuando se lo conté, se largó
sin más. Se quedó blanco como el papel,
el rostro pétreo. La verdad es que me
asusté, no porque pensara que pudiera
hacerle algo a Conor, porque sabía que
no lo haría, pero… Pensé que si todo el
mundo se enteraba, la pandilla se
separaría y todo sería horrible. Deseé…
—Agachó la cabeza y, con voz más baja,
mirando a la taza, concluyó—: Deseé
haber cerrado el pico. O no haber salido
nunca con Conor, para empezar.
—La culpa no fue suya —la consolé
—. Usted no podía saberlo. ¿O sí?
Fiona se encogió de hombros.
—Probablemente no. Sin embargo,
tenía la sensación de que sí podía. No
sé, podía haberme preguntado por qué
iba a gustarle yo estando Jenny.
Su cabeza estaba aún más gacha. Y
de nuevo, aquel destello de algo
profundo y enmarañado que se extendía
entre ella y Jenny.
—Imagino que debió de ser bastante
humillante —aventuré.
—Sobreviví. Al fin y al cabo, tenía
dieciséis años: a esa edad todo es
humillante.
Se esforzaba por bromear, pero no
lo consiguió. Richie le sonrió al
inclinarse sobre su hombro para asir su
taza, pero ella se la dio sin mirarlo a los
ojos.
—Pat no era el único con derecho a
estar enojado. ¿No se enfadó también
usted? ¿Con Jenny, con Conor, con
ambos?
—Yo no era así. Pensé que era culpa
mía, por ser tan boba.
—¿Y Pat no se enfrentó a Conor? —
quise saber.
—Creo que no. Ninguno de los dos
apareció con moretones ni rasguños, o al
menos yo no los vi. No sé exactamente
qué sucedió. Pat me llamó al día
siguiente y me dijo que no me
preocupara por nada, que olvidara que
habíamos
mantenido
aquella
conversación. Le pregunté qué había
ocurrido, pero lo único que me dijo fue
que en adelante no supondría ningún
problema.
En otras palabras, Pat había
mantenido el control, había lidiado
limpiamente
con
una
situación
desagradable y había reducido el nivel
de dramatismo al mínimo. Entretanto,
Conor había sido vencido por Pat,
humillado incluso de forma más
dolorosa que por Fiona, y ya no le había
quedado duda de que no tenía
absolutamente ninguna oportunidad con
Jenny. Esta vez sí miré a Richie. Andaba
enredando con las bolsitas de té.
—¿Y el problema desapareció? —
pregunté.
—Sí. Para siempre. Ninguno de
nosotros volvió a comentar nada sobre
el tema. Conor se mostró más amable de
lo normal conmigo durante un tiempo,
quizá intentaba compensar que las cosas
no hubieran salido bien, aunque lo cierto
es que siempre había sido bueno
conmigo… Y me llevé la impresión de
que mantenía las distancias con Jenny;
nada demasiado obvio, pero se
aseguraba de no hacer nunca nada a
solas con ella, por ejemplo. Pero,
básicamente, todo volvió a la
normalidad.
Fiona tenía la cabeza gacha, se
quitaba bolitas de la manga de la rebeca
y aún le quedaba un residuo de sonrojo
en las mejillas.
—¿Llegó a descubrirlo Jenny? —le
pregunté.
—¿Que rompí con Conor? ¿Cómo no
iba a darse cuenta?
—Que él estaba interesado en ella.
Un tono de rojo más subido de
nuevo.
—Creo que sí, la verdad. De hecho,
creo que lo supo siempre. Yo nunca se
lo dije, y Conor tampoco lo hizo, y
Pat… Pat es muy protector, no habría
querido preocuparla. Pero una noche, un
par de semanas después de aquella
historia, Jenny entró en mi habitación.
Estábamos a punto de meternos en la
cama; ella ya llevaba el pijama puesto.
Se quedó ahí de pie, toqueteando mis
horquillas del pelo, colgándoselas de
las puntas de los dedos y demás… Al
final le pregunté: «¿Qué pasa?», y ella
me contestó: «Siento mucho lo que ha
pasado entre Conor y tú». Yo repliqué
algo como: «Estoy bien, no importa».
Habían pasado semanas y ella ya me
había dicho aquello un montón de veces,
no sé qué le pasó, pero contestó: «Lo
digo en serio. Si ha sido por mi culpa, si
pudiera haber hecho algo de manera
distinta… Quería decirte que lo siento
muchísimo, eso es todo».
Fiona soltó una risa irónica y
contenida.
—Las dos nos moríamos de
vergüenza. Yo le dije: «No, claro que no
ha sido por tu culpa, ¿por qué habría de
serlo? Estoy bien, buenas noches…». Lo
único que quería era que se marchara.
Jenny… Por un instante pensé que iba a
añadir algo, así que metí la cabeza en el
armario y empecé a lanzar ropa por la
habitación, fingiendo buscar algo que
ponerme al día siguiente. Cuando volví
la vista, ya no estaba. Jamás volvimos a
hablar de ello, pero por eso imaginé que
sabía lo de Conor.
—Y le preocupaba que usted
pensara que lo había estado provocando
—observé—. ¿Lo creía así?
—Ni siquiera me paré a pensarlo
nunca.
Fiona leyó el signo de interrogación
en mi ceja y desvió la mirada.
—Bueno, sí que lo pensé, pero
jamás la culpé por… A Jenny le gustaba
flirtear. Le gustaba llamar la atención de
los chicos. Tenía dieciocho años, ¿cómo
no iba a gustarle? No creo que alentara a
Conor, pero creo que sabía que a él le
gustaba y que a ella eso la divertía. Eso
es todo.
—¿Cree que hizo algo relacionado
con ese tema? —le pregunté.
Fiona levantó la cabeza de súbito y
me clavó la mirada.
—¿Como qué? ¿Como decirle que se
apartara? ¿Como enrollarse con él?
—Cualquiera de las dos opciones —
repuse de manera insulsa.
—¡Pero si ella salía con Pat! Salían
en serio, no era cosa de críos. Estaban
enamorados. Y Jenny no es de las que
ponen los cuernos… ¡Estamos hablando
de mi hermana!
Levanté las manos.
—No dudo ni por un instante que
estuvieran enamorados. Pero una
adolescente que empieza a darse cuenta
de que va a pasar el resto de su vida con
el mismo hombre… Es posible que
tuviera un ataque de pánico, que pensara
que necesitaba pasar un momento con
otro muchacho antes de establecerse.
Eso no la convertiría en una golfa.
Fiona negaba con la cabeza, con el
cabello desordenado.
—Usted no lo entiende. Jenny…
Cuando Jenny hace algo, lo hace bien.
Aunque no hubiera estado loca por Pat,
y lo estaba, jamás le habría puesto los
cuernos con nadie, ni siquiera dando un
beso.
Decía la verdad, pero eso no
significaba que estuviera en lo cierto.
Cuando la mente de Conor había
empezado a soltar amarras, un beso del
pasado podría haberse transformado en
un millón de dulces posibilidades que se
le escurrían de las manos.
—Entendido —dije yo—. ¿Y
respecto a enfrentarse a Conor? ¿Cree
que pudo hacerlo?
—No lo creo. ¿Para qué iba a
hacerlo? ¿De qué habría servido? Lo
único que habría conseguido es
avergonzar a todo el mundo y de paso
echar a perder quizá la relación entre
Pat y Conor. Y Jenny no habría querido
que eso sucediese. No le van los
dramas.
Richie vertió agua hirviendo en la
taza.
—Yo hubiera dicho que la relación
entre Pat y Conor ya estaría deteriorada,
¿no? Me refiero a que, aunque Pat no le
diera a Conor un par de bofetones aquel
día, dudo mucho que fuera un mártir. No
creo que continuaran siendo amigos
como si nada hubiera sucedido.
—¿Por qué no? Conor no había
hecho nada. Era su mejor amigo y no
podían permitir que algo así arruinase su
relación. ¿Algo de esto es…? ¿Por
qué…? No sé, todo eso ocurrió hace
once años.
Fiona empezó a mostrarse recelosa.
Richie se encogió de hombros y arrojó
la bolsita de té a la papelera.
—Lo único que digo es que, si
continuaron siendo amigos después de
aquello, debían de estar muy unidos. Yo
he tenido buenos amigos de joven, pero
debo admitir que, de haber vivido una
situación semejante, mejor que hubieran
puesto tierra de por medio.
—Lo eran. Eran muy amigos. Todos
lo éramos, pero lo de Pat y Conor era
distinto. Creo…
Richie le ofreció una taza de té
recién hecho. Fiona removió la cuchara
con
aire
ausente;
se
estaba
concentrando, buscaba las palabras
exactas.
—Siempre creí que se debía a sus
padres. El padre de Conor, como ya les
he explicado, había desaparecido, y el
de Pat falleció cuando él tenía unos ocho
años… Y eso marca mucho, sobre todo
a los chicos. Los hombres que han
tenido que asumir ser el cabeza de
familia cuando niños son distintos.
Tuvieron que asumir responsabilidades
a una edad temprana. Y eso se nota.
Fiona alzó la vista; nuestros ojos se
encontraron y, por algún motivo, ella
desvió
la
mirada
demasiado
rápidamente.
—No sé —continuó—. Tenían eso
en común. Supongo que, para los dos,
significaba mucho tener cerca a alguien
que los entendiera. A veces se iban a dar
una vuelta, los dos solos, paseaban hasta
la playa o a cualquier otro sitio. Yo
solía observarlos. En ocasiones, ni
siquiera hablaban; se limitaban a
caminar muy juntos, tanto que sus
hombros casi se rozaban. Acompasados.
Regresaban con aire más tranquilo, más
sosegados. Su mutua compañía les
sentaba bien a ambos. Y cuando uno
tiene un amigo así, puede llegar muy
lejos para conservarlo.
El repentino y doloroso latigazo de
envidia me pilló por sorpresa. Yo fui un
solitario en mis últimos años en la
escuela. Me habría sentado bien tener un
amigo así.
—Desde luego —confirmó Richie
—. Sé que ha comentado que las cosas
cambiaron al empezar a estudiar en la
universidad, pero supongo que hizo falta
algo más para que la pandilla se
deshiciera.
—Así fue —respondió Fiona de
manera inesperada—. Creo que, cuando
eres un crío, estás menos… ¿definido?
Pero luego creces y empiezas a decidir
qué clase de persona quieres ser, y eso
no siempre encaja con la clase de
personas en que se están convirtiendo
tus amigos.
—Sé a lo que se refiere. Yo sigo
viéndome con mis amigos del instituto,
pero la mitad de nosotros queremos
hablar de conciertos y de la Xbox y la
otra mitad se empeña en hablar del color
de las cosas de sus bebés. Se producen
muchos silencios incómodos.
Richie se deslizó en su asiento, me
entregó una taza de café y le dio un buen
trago al suyo.
—¿Y qué caminos tomaron?
—Al principio se descolgaron Mac
e Ian. Querían ser como los chicos ricos
de la ciudad. Mac trabaja para una
agencia inmobiliaria e Ian se dedica a
algo relacionado con la banca, no sé
exactamente qué. Empezaron a ir a sitios
superpijos, como el Café en Seine y
clubes como el Lillie’s. Cuando
quedábamos todos, Ian presumía de
cuánto había pagado por cada prenda
que llevaba puesta y Mac explicaba a
voz en grito que una chica se había
abalanzado sobre él la noche anterior y
no conseguía quitársela de encima, pero
que, como se sentía generoso, había
acabado por darle cuerda… Me
juzgaban como una tonta por dedicarme
a la fotografía, sobre todo Mac; no
dejaba de decirme que era una idiota y
que nunca me forraría, que debería
madurar y que más me valdría vestir con
ropa decente para tener la oportunidad
de cazar a un ricachón que cuidara de
mí. Después, la empresa de Ian lo
destinó a Chicago y Mac estaba casi
siempre en Leitrim, vendiendo pisos en
las grandes urbanizaciones de la zona, y
así acabamos perdiendo el contacto.
Imaginé…
Hojeó el álbum de fotos y sonrió con
tristeza al ver una fotografía de los
cuatro muchachos haciendo muecas y
gestos de gánster con las manos.
—Me refiero a que mucha gente se
volvió como ellos durante el boom de la
construcción —prosiguió—. No es que
Mac e Ian fueran unos gilipollas, sino
que se limitaron a hacer lo que hacía
todo el mundo. Imaginé que acabarían
cansándose. Ya no son tipos divertidos,
pero en el fondo siguen siendo buenas
personas. Las personas que te conocen
en tu época adolescente, quienes han
sido testigos de tu corte de pelo más
estúpido y de las cosas más vergonzosas
que has hecho en tu vida y aun así siguen
queriéndote
son
irreemplazables,
¿saben? Yo siempre creía que, en algún
momento, volveríamos a reunimos. Pero
ahora, después de esto… No lo sé.
La sonrisa se había desvanecido.
—¿Conor no iba al Lillie’s con
ellos? —pregunté.
Una sombra momentánea de sonrisa
revoloteó en su rostro.
—¡Qué va! No era su estilo.
—¿Era un muchacho solitario?
—No era un solitario. Podía estar en
el pub divirtiéndose como cualquiera,
pero no en un pub como Lillie’s. Conor
es un tipo intenso. Nunca se dejó llevar
por las modas; afirmaba que eso era
permitir que otras personas decidieran
por ti y que él era lo bastante mayorcito
para tomar sus propias decisiones. Y
pensaba que la competición por saber
quién tenía la tarjeta de crédito más
abultada era una chorrada. Se lo decía a
Ian y a Mac, les decía que se estaban
convirtiendo en un par de borregos sin
neuronas. Y ellos no se lo tomaban
demasiado bien.
—Un provocador —observé.
Fiona sacudió la cabeza.
—Provocador no. Sólo… lo que he
explicado antes. Dejaron de encajar, y
era algo que les preocupaba.
Descargaban sus frustraciones los unos
en los otros.
Si continuaba insistiendo en la figura
de Conor durante mucho más tiempo,
empezaría a preguntarse por qué.
—¿Y qué hay de Shona? ¿Cómo dejó
de encajar ella?
—Shona…
Fiona se encogió de hombros con un
gesto elocuente.
—Shona andará por ahí convertida
en la versión femenina de Mac e lan.
Bronceado artificial, ropa de marca,
muchas
amigas
con bronceados
artificiales y ropa de marca, y dedicadas
a criticarlo todo, siempre, con inquina,
no como el resto. Cuando nos
reuníamos, no dejaba de hacer
comentarios socarrones sobre el corte
de pelo de Conor, sobre mi ropa, y Mac
e lan le reían las gracias. Era divertida,
siempre lo fue, pero antes no hacía
bromas crueles. Hubo una vez, hace
unos cuantos años, en que le envié un
mensaje de texto para proponerle que
fuéramos a tomar una cerveza, algo
normal, sin más. Se limitó a contestarme
informándome de que iba a casarse (no
nos había presentado a su novio, pero
todos sabíamos que estaba forrado) y
que se moriría de vergüenza si su
prometido la viera alguna vez con
alguien como yo, así que ya podía ir
repasando las secciones de sociedad de
los diarios para ver las fotos de la boda.
¡Adiós!
Otro encogimiento de hombros,
corto y seco.
—En el caso de Shona, no creo que
cambie nunca.
—¿Y qué hay de Pat y Jenny? —
inquirí—. ¿También anhelaban ser los
modernos de la ciudad?
El dolor trazó un arco en el rostro de
Fiona, pero se desprendió de él con una
sacudida rápida de cabeza y agarró su
taza.
—Más o menos. No como lan y
Mac, pero sí les gustaba ir a esos sitios
modernos y vestir como correspondía.
Aunque, para ellos, lo más importante
era estar juntos. Casarse, comprarse una
casa, tener hijos…
—La última vez que hablamos
mencionó usted que hablaba con Jenny
todos los días, pero que hacía mucho
que no se veían. Ustedes también se
alejaron. ¿Fue por eso? ¿Porque Pat y
ella vivían inmersos en su frenesí
doméstico y no encajaba con el suyo?
Se estremeció.
—Suena espantoso. Pero, sí,
supongo que así fue. Cuanto más
avanzaban por su senda, más se alejaban
del resto de nosotros. Cuando nació
Emma, empezaron a hablar de cosas
como la rutina de acostarla y encontrar
la guardería adecuada, y al resto de
nosotros todo eso nos quedaba muy
lejos.
—Igual que con mi pandilla —se
sumó Richie asintiendo—. Caca de
bebés y cortinas.
—Sí. Al principio podían contratar a
una niñera y venir a tomar unas
cervezas, así que al menos los veíamos,
pero cuando se mudaron a Brianstown…
De todos modos, tampoco sé si les
apetecía demasiado salir. Estaban
ocupados cuidando de su familia y
querían hacerlo bien; no les gustaba
emborracharse en bares y llegar a casa
bebidos a las tres de la madrugada, ya
no. Siempre nos invitaban a ir a
visitarlos, pero con la distancia y todos
trabajando jornadas interminables…
—Nadie lo hacía. A mí también me
ha pasado. ¿Cuándo fue la última vez
que la invitaron a visitarlos, lo
recuerda?
—Hace ya meses. En mayo o junio.
Jenny acabó cansándose de invitarme y
que nunca pudiera ir.
Fíona empezaba a apretar la taza
entre las manos.
—Debería haberme esforzado por ir
a verlos.
Richie
sacudió
la
cabeza,
comprensivo.
—No tenía motivo para pensar eso.
Usted estaba viviendo su vida y ellos la
suya, todo el mundo estaba bien y feliz,
porque ellos eran felices, ¿verdad?
—Sí. En los últimos meses andaban
algo preocupados por el dinero, pero
sabían que
al
final
lograrían
solucionarlo. Jenny me lo comentó en un
par de ocasiones, y me confesó que no
pensaba ponerse histérica porque sabía
que la situación terminaría por
resolverse, de un modo u otro.
—¿Y usted pensó que estaba en lo
cierto?
—Sí, la verdad es que sí. Jenny es
así: todo acaba saliéndole bien. Hay
gente a quien la vida le sonríe. Lo hacen
bien, sin ni siquiera pensar en ello. Y
Jenny siempre fue una de esas personas.
Por un instante, vi a Geri en su
cocina rodeada de olores, revisando los
deberes de Colm mientras le reía una
broma a Phil y miraba de reojo la pelota
que Andrea iba chutando por la casa; y
luego a Dina, con su cabello desgreñado
y sus dientes como garras, discutiendo
conmigo
por
cualquier
motivo
inexistente producto de su imaginación.
Me esforcé por no mirar el reloj.
—Sé a lo que se refiere —le dije—.
Yo la habría envidiado por ello. ¿Usted
lo hacía?
Fiona lo meditó mientras se
enroscaba un mechón de cabello
alrededor de un dedo.
—Quizá cuando éramos más
jóvenes. En la adolescencia, nadie sabe
lo que quiere. Y Jenny y Pat siempre
sabían qué estaban haciendo. Tal vez ese
fuera uno de los motivos por los que
acepté salir con Conor; supongo que
pensé que, si hacía lo mismo que Jenny,
sería como ella, también estaría segura
de lo que quería. Y eso me habría
gustado.
Se desenrolló el mechón del dedo y
lo examinó, haciéndolo girar para
atrapar la luz y luego esquivarla. Tenía
las uñas mordidas, en carne viva.
—Pero
cuando
nos
hicimos
mayores… ya no. No habría querido la
vida de Jenny: trabajar de relaciones
públicas, casarme a una edad temprana,
tener hijos enseguida… nada de eso.
Aunque a veces anhelaba querer lo que
ella tenía. Todo me habría resultado más
sencillo. No sé si esto tiene sentido.
—Tiene todo el sentido del mundo
—le respondí.
En realidad, sonaba a lamento
adolescente: «Ojalá pudiera hacer las
cosas con normalidad, pero soy
demasiado especial», si bien me reservé
la carga de irritación para mí mismo.
—¿Y qué hay de la ropa de marca?
¿Eso tampoco le interesaba? ¿Ni las
vacaciones de lujo? Supongo que debía
dolerle ver a Jenny disfrutar de todo eso
mientras usted continuaba compartiendo
piso y contando hasta el último céntimo.
Negó con la cabeza.
—Yo parecería una idiota vestida
con ropa de marca. Y no me muevo por
dinero.
—Vamos, señorita Rafferty. A todo
el mundo le gusta el dinero. No hay por
qué avergonzarse de ello.
—Bueno, no me gusta estar sin
blanca. Pero, para mí, el dinero no es lo
más importante del universo. Lo que yo
quiero es convertirme en una fotógrafa
verdaderamente buena, lo bastante buena
como para no tener que explicarle a
usted nada sobre Pat y Jenny, ni sobre
Pat y Conor; lo bastante buena como
para que pudiera entenderlo todo con
sólo mirar mis fotos. Y si eso requiere
invertir unos años trabajando en el
estudio de Pierre por un sueldo
miserable mientras aprendo, pues me
parece bien, me doy por satisfecha. Mi
piso es bonito, mi coche funciona y
salgo cada fin de semana. ¿Por qué iba a
querer más dinero?
—Pues el resto de su pandilla no
pensaba lo mismo —apuntó Richie.
—Conor sí, más o menos. A él
tampoco le preocupa demasiado el
dinero. Se dedica al diseño web y le
encanta. Dice que, dentro de cien años,
se convertirá en una de las grandes
expresiones de arte y estaría dispuesto a
trabajar gratis en una web que le
interesara. Pero los otros… no. Nunca
lo entendieron. Pensaban, y creo que
Jenny también, que yo era una inmadura
y que tarde o temprano tendría que
enfrentarme a la realidad.
—¿Y eso no la enfurecía? —quise
saber—. ¿Que sus amigos de siempre y
su propia hermana pensaran que lo que
usted quería no merecía la pena?
Fiona exhaló y se pasó los dedos por
el pelo, intentando encontrar las
palabras adecuadas.
—La verdad es que no. Tengo
muchos amigos que sí que lo entienden.
La pandilla… Sí, me habría gustado que
estuviéramos en la misma longitud de
onda, pero no los culpé por ello. Por lo
que leías en los periódicos y en las
revistas y oías en las noticias… era
como si lo único que pretendías era
estar cómoda y dedicarte a lo que te
gustaba, entonces fueras un imbécil o un
excéntrico. Se suponía que no tenías que
pensar en eso, que lo único que
importaba era enriquecerse y comprar
una propiedad. Así que no podía
enfadarme con los demás por hacer
exactamente lo que se suponía que tenían
que hacer.
Fiona acarició el álbum.
—Por eso nos distanciamos. No por
la edad. Pat, Jenny, Ian, Mac y Shona,
todos ellos hacían lo que se suponía que
tenían que hacer. Cada uno a su modo,
así que también dejaron de verse entre
ellos, pero todos querían lo que se
suponía que tenían que querer, mientras
que Conor y yo queríamos algo distinto.
Los demás no lo entendían. Y nosotros
no los entendíamos a ellos, no del todo.
Así fue como acabó.
Había retrocedido por las páginas
del álbum hasta llegar de nuevo a
aquella fotografía de los siete sentados
sobre la tapia. Su voz no denotaba
resentimiento, sólo una cierta tristeza, y
una estupefacción indomable sobre lo
extraña y definitiva que puede ser la
vida.
—No obstante, Pat y Conor sí
lograron permanecer unidos, ¿no es
cierto? Si Pat le pidió a Conor que fuera
el padrino de Emma… ¿O fue decisión
de Jenny?
—¡No! De Pat. Ya les he explicado
que eran amigos íntimos. Conor fue el
testigo de boda de Pat. Siguieron siendo
amigos.
Hasta que algo cambió y dejaron de
serlo.
—¿Era un buen padrino?
—Sí. Genial.
Fiona sonrió al chaval larguirucho
de la fotografía. La idea de explicarle lo
sucedido hizo que me estremeciera.
—Solíamos llevar a los niños al zoo
juntos, él y yo, y Conor le explicaba a
Emma cuentos sobre las alocadas
aventuras que vivían los animales
cuando cerraban el zoo por la noche…
En una ocasión, Emma perdió su osito
de peluche, el oso con el que dormía por
las noches. Estaba desconsolada. Conor
le explicó que el osito había ganado un
viaje alrededor del mundo y se hizo con
un montón de postales de sitios como
Surinam, las islas Mauricio y Alaska…
No sé de dónde las sacaría, supongo que
las compró por internet… Recortó
fotografías de un osito como el de
Emma, las pegó a las postales, le
escribió mensajes en nombre del osito,
como: «Hoy he estado esquiando en esta
montaña y me he tomado una taza de
chocolate. Un abrazo enorme. Te quiere,
Benjy» y se las envió a Emma. Todos
los días, hasta que se encaprichó de una
muñeca nueva y dejó de añorar al oso,
recibió una de aquellas postales.
—¿Cuándo ocurrió eso?
—Hace unos tres años, diría. Jack
era un bebé, así que…
Aquella oleada de dolor volvió a
empañarle el rostro. Antes de darle
tiempo de empezar a pensar, le pregunté:
—¿Cuándo fue la última vez que vio
a Conor?
Hubo un repentino destello de recelo
en sus ojos. El caparazón de la
concentración comenzaba a afinarse;
sabía que estaba pasando algo, aunque a
ella se le escapara. Se reclinó en su silla
y cruzó los brazos sobre la cintura.
—No estoy segura. Hace tiempo. Un
par de años, supongo.
—¿Conor no estuvo en la fiesta de
cumpleaños de Emma el pasado mes de
abril?
Sus hombros se tensaron un punto.
—No.
—¿Por qué no?
—Supongo que no pudo ir.
—Acaba de explicarnos que Conor
removería cielo y tierra por su ahijada
—apunté—. ¿Cómo iba a perderse su
fiesta de cumpleaños?
Fiona se encogió de hombros.
—Pregúntenselo a él. Yo no lo sé.
Volvía a toquetearse la manga de la
rebeca y no nos miraba. Me recosté, me
puse cómodo y aguardé.
Tardó unos minutos. Fiona consultó
la hora en su reloj y arrancó algunas
bolitas hasta que cayó en la cuenta de
que
nosotros
podíamos
seguir
esperando. Finalmente, dijo:
—Creo que habían discutido por
algo.
Asentí.
—¿Por qué?
Un encogimiento de hombros
incómodo.
—Cuando Jenny y Pat compraron la
casa, Conor pensó que se habían vuelto
locos. Yo era de la misma opinión, pero
no querían oírlo, así que lo intenté un
par de veces y luego desistí. Aunque no
estuviera segura de que fuera a
funcionar, eran felices y quería
alegrarme por ellos.
—Pero Conor no. ¿Por qué no?
—Él no sabe mantener la boca
cerrada y limitarse a asentir y sonreír, ni
siquiera cuando más le convendría. Lo
considera una actitud hipócrita. Si
piensa que algo es una idea de mierda,
lo dice.
—¿Y eso molestó a Pat o a Jenny?
¿A ambos quizá?
—A los dos, sí. Dijeron: «¿Cómo, si
no, se supone que vamos a escalar en el
mercado inmobiliario? ¿Cómo se supone
que vamos a comprar una casa de un
tamaño decente con un jardín para los
niños? Es una inversión magnífica;
dentro de unos años se habrá
revalorizado y podremos venderla para
comprar una en Dublín, pero por
ahora… Si fuéramos millonarios nos
compraríamos una enorme casa en
Monkstown sin dudarlo, pero no es el
caso, así que, a menos que Conor esté
dispuesto a prestarnos unos cuantos
cientos de miles de euros, es lo que
vamos a comprar». Les cabreó mucho
que no les apoyara en aquello. Jenny no
dejaba de decir: «No quiero que me
venga con toda esa negatividad; si todo
el mundo pensara como él, el país
estaría en la ruina; nosotros preferimos
pensar en positivo…». Estaba enfadada
de verdad. Jenny cree en la capacidad
del pensamiento positivo para cambiar
las cosas; le pareció que, si seguía
escuchándolo, Conor podía echarlo todo
a perder. Desconozco los detalles, pero
creo que al final hubo una enorme
discusión. Después de aquello, Conor
dejó de aparecer y ellos dejaron de
mencionarlo. ¿Por qué? ¿Qué importa
eso?
—¿Conor seguía sintiendo algo por
Jenny? —le pregunté.
Era la pregunta del millón de
dólares, pero Fiona me miró como si no
hubiera oído ni una palabra de lo que
había dicho.
—De eso hace una eternidad. Eran
cosas de críos, por el amor de Dios.
—Las cosas de críos pueden ser
bastante poderosas. Hay mucha gente
que nunca olvida su primer amor. ¿Cree
que Conor podría ser una de esas
personas?
—No tengo ni idea. Tendrán que
preguntárselo a él.
—¿Y qué hay de usted? —quise
saber—. ¿Continúa sintiendo algo por
él?
Había imaginado que me echaría
encima la caballería al oír aquella
pregunta, pero se paró a meditar la
respuesta, se inclinó sobre el rostro de
Conor en el álbum y volvió a
toquetearse el pelo con los dedos.
—Depende de lo que entienda por
«sentir algo» —respondió—. Lo echo
de menos, sí. Y a veces pienso en él.
Hemos sido amigos desde que yo tenía
unos once años. Y eso es importante.
Pero no es que me consuma la
melancolía por haberlo perdido. No me
gustaría volver a salir con él, si eso es
lo que quiere saber.
—¿Y no se le ocurrió mantener el
contacto con él después de que se
peleara con Pat y Jenny? Por lo que
cuenta, suena como si tuviera usted más
cosas en común con él, a fin de cuentas.
—Lo cierto es que lo pensé, sí. Dejé
pasar un tiempo, por si Conor necesitaba
serenarse (no quería inmiscuirme), pero
luego lo llamé un par de veces. No me
devolvió las llamadas, así que no insistí.
Tal como le he dicho, Conor no era el
centro de mi mundo. Supuse que, al igual
que con Mac e Ian, en algún momento
volveríamos a encontrarnos.
No era así como ella había
imaginado aquella reunión.
—Gracias —respondí—. Eso podría
sernos de utilidad.
Fui a recoger el álbum, pero Fiona
extendió una mano para detenerme.
—¿Me permite… un segundo…?
Me aparté y la dejé. Se acercó el
álbum y lo rodeó con sus antebrazos. La
habitación estaba en silencio; oí el tenue
siseo de la calefacción central
desplazándose a través de las paredes.
—Aquel verano… —empezó Fiona.
No parecía que nos lo explicara a
nosotros. Tenía la cabeza inclinada
sobre la foto, el cabello le caía en
cascada.
—Nos reímos tanto… El helado…
Había un quiosquito de helados junto a
la playa. Nuestros padres solían
llevarnos allí cuando éramos niños.
Aquel verano, el heladero nos explicó
que el propietario le había aumentado el
alquiler a una cifra astronómica y que no
podía pagarlo. Al parecer, el propietario
quería obligarlo a marcharse para poder
vender el terreno y construir no sé qué,
oficinas o apartamentos, algo así. Todo
el mundo estaba indignado: aquel lugar
era una institución. Allí era donde a los
niños pequeños se les compraba su
primer helado, donde ibas en tu primera
cita… Pat y Conor dijeron: «Sólo hay un
modo de que pueda continuar con el
negocio: veremos cuántos helados
somos capaces de comernos». Aquel
verano nos comimos un helado cada día.
Era como una misión. Cuando nos
habíamos comido el primer lote, Pat y
Conor desaparecían y venían con una
segunda tanda de cucuruchos, y todos les
gritábamos para que nos los apartaran
de nuestra vista; ellos se tronchaban de
risa y nos decían: «Venga, tenéis que
hacerlo, es por una buena causa, hay que
luchar contra el sistema…». Jenny decía
que se iba a poner gorda como una vaca
y que Pat se arrepentiría, pero se comía
los helados igualmente. Todos lo
hacíamos.
Peinó la fotografía con el dedo,
entreteniéndose en el hombro de Pat y en
el cabello de Jenny, hasta acabar
posándolo sobre la camiseta de Conor.
Con un triste susurro cercano a una risa,
leyó: «Yo voy a Jojo’s». Por un instante,
Richie y yo contuvimos el aliento. Luego
Richie preguntó, como si tal cosa:
—¿Jojo’s era la heladería, verdad?
—Sí. Aquel verano repartimos unas
chapas para que la gente mostrara su
apoyo al heladero. Ponía «Yo voy a
Jojo’s» y tenía un cucurucho dibujado.
Medio Monkstown las llevaba, incluso
las viejecitas. Una vez, incluso vimos a
un cura con una.
Su dedo se movió y destapó una
mancha pálida sobre la camiseta de
Conor. Era pequeña y lo bastante
borrosa como para que no nos
hubiéramos fijado en ella. Todos
llevaban camisetas de colores vivos y,
en algún punto, en el cuello, en el pecho
o en la manga, una de aquellas chapas.
Me agaché para pescar algo de la
caja de cartón; saqué la pequeña bolsa
de muestras que contenía la chapa
oxidada que habíamos encontrado oculta
en el cajón de Jenny. Se la pasé a Fiona
por encima de la mesa.
—¿Es esta una de las chapas?
—Madre mía, no puedo creerlo…
—respondió Fiona con dulzura.
Inclinó la chapa hacia la luz en
busca de la imagen a través del tiempo y
del polvo para detectar huellas que no
había revelado ninguna pista.
—Sí, lo es. ¿Es de Pat o de Jenny?
—No lo sabemos. ¿Quién de los dos
es más probable que la hubiera
conservado?
—No estoy segura. La verdad es que
no habría pensado que ninguno de los
dos lo hiciera. A Jenny no le gusta el
desorden, Pat no es tan sentimental como
para guardar algo así. Es más práctico.
Él actúa, como con los helados, pero no
conservaría una chapa de recuerdo.
Quizá la olvidara entre un montón de
cosas… ¿Dónde estaba?
—En la casa —respondí.
Alargué una mano para asir la bolsa,
pero Fiona la retuvo, presionando
aquella chapa entre sus dedos a través
del plástico.
—¿Qué…? ¿Por qué la necesitan…?
¿Tiene algo que ver con…?
—En las fases preliminares de la
investigación, tenemos que presumir que
todo podría ser relevante —le aclaré.
Antes de darle tiempo a insistir,
Richie preguntó:
—¿Y funcionó
la
campaña?
¿Lograron salvar la heladería?
Fiona sacudió la cabeza.
—Qué va. El tipo vivía en Howth o
algo parecido; le importaba un comino
que todo Monkstown se dedicara a
clavar alfileres en un muñeco de vudú.
Y, aunque hubiéramos muerto de un
empacho de tanto comer helados, Jojo’s
no habría podido pagar el alquiler que
le pedía. Creo que, en el fondo, de
alguna manera, sabíamos que era una
batalla perdida. Sólo queríamos…
Le dio la vuelta a la chapa entre sus
manos.
—Aquello sucedió el verano antes
de que Pat, Jenny y Conor entraran en la
universidad. Y supongo que también
sabíamos que todo empezaría a cambiar
cuando lo hicieran. Creo que Pat y
Conor emprendieron la campaña porque
querían que aquel verano fuera especial.
Era el último verano. Creo que
pretendían que todos conserváramos
algo bueno en el recuerdo, que, al echar
la vista atrás, tuviéramos anécdotas
tontas que contar, que pudiéramos
preguntarnos:
«¿Os acordáis de
cuando…?».
No volvería a pensar lo mismo
sobre aquel verano.
—¿Usted conserva aún la chapa de
Jojo’s?
—No lo sé. Quizá esté por algún
sitio. Tengo un montón de cosas
guardadas en cajas en el desván de casa
de mi madre. Detesto desprenderme de
mis cosas. Pero hace años que no las
reviso. Muchísimo tiempo.
Alisó el plástico sobre la chapa
durante un momento y luego me la
tendió.
—Cuando no la necesite, si Jenny no
la quiere, ¿podría quedármela?
—Estoy
seguro
de
que
encontraremos una solución.
—Gracias —dijo Fiona—. Me
gustaría.
Tomó aire para apartarse de aquel
lugar bañado por los cálidos rayos del
sol y las risas incontenibles y comprobó
la hora en su reloj.
—Debería marcharme. ¿Es eso…?
¿Hay algo más que pueda hacer por
ustedes?
Richie me miró a los ojos,
interrogante.
Tendríamos que volver a hablar con
Fiona: necesitábamos que Richie
continuara siendo el poli bueno, el que
no hurgaba en sus heridas.
—Señorita Rafferty —dije con voz
queda, inclinándome sobre mis codos—,
tengo que explicarle algo.
Se quedó helada. La mirada de
espanto en sus ojos era elocuente: «Por
favor, más no».
—El hombre a quien hemos
arrestado —anuncié— es Conor
Brennan.
Fiona me miró de hito en hito.
Cuando pudo, respondió, debatiéndose
por coger aire:
—No. Esperen. ¿Conor? ¿Qué…?
¿Por qué lo han arrestado?
—Por el ataque contra su hermana y
los asesinatos de su familia.
Las manos de Fiona saltaron; por un
instante creí que iba a cubrirse los oídos
con ellas, pero volvió a apoyarlas en la
mesa. Con una voz plana y dura, como
un ladrillo cayendo sobre una piedra,
dijo:
—No. Conor no lo hizo.
Estaba tan segura como lo había
estado sobre Pat. Necesitaba estarlo. Si
alguno de ellos era el culpable, su
pasado y su presente quedarían
reducidos a unas ruinas magulladas y
sangrientas. Aquel luminoso paisaje de
helados y bromas compartidas, de
carcajadas sobre una tapia, su primer
baile, su primera copa y su primer beso,
todo aquello quedaría contaminado
como un arma nuclear, sería intocable.
—Ha confesado —añadí.
—Me da igual. Ustedes… ¡Joder!
¿Por qué no me lo han dicho antes? Han
dejado que permaneciera aquí sentada
hablando sobre él, diciendo tonterías,
con la esperanza de que revelara algo
que pudiera empeorar las cosas para
él… Menuda mierda. Si Conor ha
confesado, es sólo porque le han estado
confundiendo como han hecho conmigo.
Él no ha cometido esos crímenes. Esto
es una locura.
Las chicas buenas de clase media no
hablan así a los detectives, pero Fiona
estaba demasiado enfadada para
advertírselo. Tenía los puños cerrados
sobre la mesa y su rostro parecía pálido
y resquebrajado, como una concha
reseca sobre la arena. Al verla así me
dieron ganas de hacer algo, lo que fuera,
cuanto más tonto mejor: retirarlo todo,
empujarla hasta la puerta para que se
largara, colocar su silla contra la pared
para no tener que mirarla a los ojos…
—No sólo está la confesión —
aclaré—. Tenemos pruebas que la
sustentan. Lo lamento muchísimo.
—¿Qué tipo de pruebas?
—Me temo que no podemos
revelárselas. Pero no nos referimos a
pequeñas coincidencias a las cuales
pueda encontrarse una explicación
sencilla. Hablamos de pruebas sólidas,
indiscutibles, incriminatorias. Pruebas.
El rostro de Fiona se volvió
inescrutable. Vi que su mente iba al mil
por hora.
—De acuerdo —dijo al cabo de un
minuto. Apartó su taza sobre la mesa y
se puso en pie—. Tengo que regresar
junto a Jenny.
—No revelaremos su nombre a la
prensa hasta que presentemos cargos
contra
el
señor
Brennan.
Y
preferiríamos que usted tampoco se lo
mencionara a nadie. Y eso incluye a su
hermana.
—No tenía previsto hacerlo.
Agarró su abrigo del respaldo de la
silla y se lo puso.
—¿Cómo salgo de aquí?
Le abrí la puerta.
—Estaremos en contacto —le
anuncié, pero Fiona no alzó la vista.
Avanzó
por
el
pasillo
apresuradamente, con la barbilla
hundida en el pecho, como si ya
estuviera protegiéndose del frío.
Capítulo 14
La sala de investigaciones se había
vaciado; sólo quedaba el chaval que
atendía la línea telefónica de
información y un par de agentes más
haciendo horas extras, que, al verme,
aceleraron la velocidad con la que
hojeaban la documentación. Cuando nos
sentamos a nuestras mesas, Richie
espetó:
—No creo que ella tuviera nada que
ver.
Estaba preparado para defender su
postulado.
—¡Uf! ¡Menudo alivio! Al menos
estamos de acuerdo en eso… —le dije
con una sonrisa.
No me la devolvió.
—Relájate, Richie. Yo tampoco creo
que ella tuviera nada que ver. Claro que
envidiaba a Jenny, pero si hubiera
querido cabrearse con ella, lo habría
hecho cuando Jenny tenía una vida de
cuento, no cuando estaba hecha unos
zorros y Fiona podía haberle dicho: «Te
lo advertí». A menos que su registro
telefónico nos revele infinidad de
llamadas a Conor o que su economía nos
sorprenda con una deuda colosal, creo
que podemos tacharla de nuestra lista.
—Yo creo que podemos hacerlo
aunque esté sin blanca. Yo la creo: no le
interesa el dinero. Y se ha esforzado por
darnos toda la información posible,
aunque le doliera. Quiere ver al
culpable entre rejas.
—Bueno, lo ha hecho hasta que ha
descubierto que se trataba de Conor
Brennan. Si necesitamos hablar con ella
de nuevo, te aseguro que no se mostrará
tan predispuesta a colaborar.
Acerqué la silla a mi escritorio y
busqué un formulario de informe para el
comisario.
—Y eso es otra señal de su
inocencia. Apostaría un dineral a que su
reacción era sincera. La ha cogido por
sorpresa. Si hubiera estado detrás de
esto, habría pensado en Conor desde el
momento en que le anunciamos que
habíamos arrestado a un sospechoso. Y,
desde luego, no nos iba a señalar en su
dirección dándole un motivo.
Richie copiaba los números de
teléfono que Fiona le había dado en su
cuaderno de notas.
—Bueno, no era realmente un
motivo —alegó.
—¡Venga ya! ¿Un amor desdeñado
aderezado
con
una
dosis
de
humillación? No habría podido obtener
un motivo mejor ni pidiéndolo por
catálogo.
—Pues yo sí. Fiona creía que quizá
a Conor le gustaba Jenny, pero de eso
hace diez años. A mi juicio eso no es un
motivo sólido.
—Jenny le gustaba ahora. ¿A qué
crees que viene todo eso de la chapa de
Jojo’s? Jenny no habría conservado la
suya, ni Pat, pero te apuesto lo que
quieras a que conozco a alguien que sí.
Y un día, cuando andaba deambulando
por la casa de los Spain, decidió dejarle
un regalito a Jenny, maldito capullo
retorcido. «¿Te acuerdas de mí? ¿De
cuando todo era maravilloso y tu vida no
era una basura? ¿Recuerdas los grandes
momentos que vivimos juntos? ¿No me
añoras?».
Richie se guardó el cuaderno en el
bolsillo y hojeó la pila de informes que
había sobre su mesa, sin leerlos.
—Aun así, eso no significa que la
matara. Pat es un tipo celoso, ya había
advertido a Conor de que se alejara de
Jenny en una ocasión y últimamente
debía de sentirse bastante inseguro. Si
descubrió que Conor iba por ahí
dejando regalos a Jenny…
Hablé en voz baja.
—Pero no lo descubrió, ¿no es
cierto? Esa chapa no estaba tirada en la
cocina ni atragantada en el cuello de
Jenny. Estaba oculta en su cajón, segura,
a salvo.
—La chapa sí, pero no sabemos qué
más pudo dejar Conor.
—Eso es verdad. Pero cuantos más
regalitos le dejara a Jenny, más razón
para creer que seguía estando loco por
ella. Y eso son pruebas contra Conor, no
contra Pat.
—Salvo porque Jenny seguramente
sabía quién le había dejado aquella
chapa. Seguro que sí. ¿Cuántas personas
tendrían una chapa de Jojo’s y sabrían
dónde dejársela? Y ella la conservó.
Fuera lo que fuera que Conor sentía por
ella, no era unidireccional. No es que
Jenny tirara sus regalos a la basura y él
se pusiera hecho un basilisco. En
cambio, Pat sí que habría perdido los
estribos de haber descubierto lo que
estaba pasando.
—En cuanto los médicos de Jenny le
retiren los calmantes, tendremos que
mantener otra conversación con ella y
descubrir exactamente cuál es el rumbo
de esta historia —observé—. Es posible
que no recuerde qué ocurrió la noche del
lunes, pero es imposible que haya
olvidado esa chapa.
Pensé en el rostro desfigurado de
Jenny, en la mirada de sus ojos
destrozados y me sorprendí esperando
que Fiona convenciera a los médicos de
que la mantuvieran dopada hasta las
cejas durante un largo tiempo.
Richie pasó las páginas con más
celeridad.
—¿Y qué hay de Conor? —quiso
saber—. ¿Tienes previsto volver a
interrogarlo esta noche?
Comprobé la hora en mi reloj. Eran
más de las ocho.
—No, lo dejaremos cocerse un
poquito más. Mañana arremeteremos
con todo el arsenal.
Eso hizo que las rodillas de Richie
empezaran a agitarse bajo su escritorio.
—Llamaré a Rieran antes de
marcharme —anunció— para ver si ha
encontrado algo nuevo relacionado con
las páginas web.
Estaba ya buscando el teléfono
cuando lo intercepté.
—Ya lo haré yo —dije—. Tú
prepara el informe para el comisario.
Coloqué el formulario sobre su mesa
antes de darle tiempo a discutir. Pese a
la hora que era, Rieran parecía contento
de oírme.
—¡Colega! Estaba pensando en
usted. Déjeme que le diga algo: ¡soy un
jodido monstruo!
Por un segundo, pensé que para
corresponder a su tono desenfadado
necesitaría más fuerzas de las que me
quedaban.
—Yo aquí, a punto de quedarme en
la estacada, y resulta que tú eres un
monstruo. Dime qué tienes para mí.
—¡Tenía razón! Si le soy sincero,
cuando recibí su correo electrónico
pensé: de acuerdo, sí, pero aunque su
hombre llevara el asunto de la
comadreja a otro foro, el ciberespacio
es un lugar muy grande, ¿cómo se
suponía
que
debía
buscarlo?,
¿introduciendo «comadreja» en internet?
Pero ¿recuerda aquella URL parcial que
arrojó el programa de recuperación de
datos? ¿El foro sobre casa y jardín?
—Sí.
Le hice un gesto con los pulgares en
alto a Richie. Dejó el formulario sobre
la mesa y acercó su silla a la mía.
—La comprobamos, y revisamos los
dos últimos meses de consultas. Había
un par de tipos del foro de bricolaje que
discutían sobre paneles de yeso, a saber
por qué, un tema que no me interesa en
absoluto. Nadie acosaba a nadie; de
hecho, este podría ser el foro más
aburrido de la historia, nadie encajaba
con su víctima y nadie se llamaba nada
parecido a «sparklyjenny», así que
pasamos a otra web. Pero luego recibí
su correo electrónico y se me ocurrió
una idea genial: quizá estuviéramos
equivocados respeto a lo que
buscábamos así como a la fecha en que
lo hacíamos.
—No fue Jenny quien publicó la
consulta. Fue Pat.
—¡Bingo! Y tampoco fue en los
últimos dos meses. Fue en junio. La
última vez que dejó un comentario en
Wildwatcher fue el día trece, ¿verdad?
Si probó a consultar en algún otro lugar
en el siguiente par de semanas, no he
sido capaz de encontrarlo, al menos
todavía, pero el veintinueve de junio
aparece en la sección de «Naturaleza y
fauna» de la web de casa y jardín bajo
el apodo de Pat-el-colega de nuevo.
Había publicado antes en ese foro, en
torno a un año y medio atrás (algo
relacionado con un atasco en el
inodoro), de manera que, probablemente
por eso, se le ocurrió hacerlo de nuevo.
¿Quiere que le reenvíe el enlace?
—Sí, por favor. Ahora mismo, si es
posible.
—Y ahora dígame, colega, ¿soy un
monstruo o no?
—Un jodido monstruo.
Richie sonrió. Le levanté el dedo:
sabía que no me libraría de sus bromitas
por utilizar aquel lenguaje, pero no me
importaba.
—Música para mis oídos —dijo
Rieran—. Ahora mismo le llega el
enlace.
Y colgó.
La consulta de Pat en el sitio web de
casa y jardín empezaba igual que el hilo
de Wildwatcher: una exposición de los
hechos clara y concisa, el tipo de
exposición que a mí me habría gustado
obtener de alguno de mis refuerzos. Sin
embargo, esta continuaba más allá de
donde
se
había
detenido
en
Wildwatcher:
«He buscado excrementos
varias veces, sin suerte; el bicho
este debe de salir al exterior a
hacer sus necesidades. Eché
harina para intentar obtener sus
huellas, pero eso tampoco ha
resultado; cuando subía para
comprobarlo, la harina estaba
como manchada y barrida (puedo
colgar fotografías si eso ayuda),
pero no había ninguna huella. El
único rastro físico lo vi hace
unos diez días, cuando esa cosa
se volvió loca. Subí al desván y,
justo debajo del agujero, había
cuatro largos tallos con hojas
verdes (parecían pertenecer a
una de las plantas de la playa,
pero no estoy seguro, soy un tipo
de ciudad) y un trozo de madera
de unos 10 x 10 cm gastado, con
pintura verde desconchada, del
tablero de un barco, supongo. No
tengo ni idea de: a) ¿por qué un
animal querría cogerlo?, b)
¿cómo ha conseguido meterlo en
el desván si apenas cabe por el
agujero que hay bajo el alerón?
Si sirve de ayuda, también puedo
colgar fotografías».
—Vimos ese tablón —comentó
Richie en voz baja—. En su armario.
¿Recuerdas?
La lata de galletas escondida en el
estante del armario ropero de Pat. Había
dado por sentado que eran regalos de
los niños que había guardado como
recuerdo.
—Sí —contesté—. Lo recuerdo.
«Esa noche coloqué otra
trampa con un trozo de pollo,
pero sin suerte. Me han sugerido
que podía ser un visón, una
marta o un armiño, pero esos
bichos se habrían comido el
pollo, ¿no? Además, ¿por qué
iban a traer hojas y un pedazo de
madera? Me gustaría saber qué
hay ahí arriba».
Atrajo la atención del foro de
inmediato, tal como había ocurrido en
Wildwatcher. Al cabo de unos minutos,
ya tenía respuestas. Un usuario
especulaba con que el animal estuviera
haciendo un nido junto con toda su
familia:
«El hecho de que apile hojas
y madera podría indicar que está
anidando. Junio es un poco tarde
para hacerlo… pero nunca se
sabe. ¿Has comprobado si ha
añadido más objetos desde
entonces?».
Otro opinaba que se
preocupando por una nimiedad:
estaba
«Si yo fuera tú, no me
inquietaría. De tratarse de un
depredador (es decir, un animal
peligroso), habría tenido que ser
lo bastante inteligente como para
no tocar la carne. No se me
ocurre ninguna alimaña capaz de
hacer algo así. ¿Has considerado
la posibilidad de que sean
ardillas? ¿Ratones? O quizá
pájaros. O urracas. Y, si vivís
cerca del mar, también podrían
ser gaviotas…».
Cuando Pat volvió a consultar el
hilo, al día siguiente, no parecía
convencido:
«Sí, desde luego, podrían ser
ardillas, pero por el ruido
parece algún animal más grande.
No lo descarto del todo, porque
la acústica de la casa es bastante
curiosa (puede haber alguien en
la otra punta y es como si lo
tuvieras al lado), pero los
golpetazos suenan como si
tuviera el tamaño de un tejón. Sé
que es improbable que un tejón
pueda llegar al desván, pero
definitivamente es más grande
que una ardilla o una urraca y
muchísimo más que un ratón. No
me entusiasma la idea de tener
un depredador demasiado listo
para caer en trampas. Ni
tampoco la de que anide en mi
desván. Hace días que no subo,
pero supongo que tendré que
hacerlo para comprobarlo».
El tipo que había sugerido lo de los
ratones seguía sin estar impresionado.
«Tú mismo dijiste que la
acústica
era
curiosa.
Probablemente sea el sonido
amplificado de un par de ratones
o algo parecido. No vives en
África ni en ningún lugar donde
pudiera haber un leopardo o
fiera salvaje. De verdad,
continúa con las trampas para
ratones, prueba con distintos
cebos y olvídate del tema».
Pat seguía conectado:
«Sí, eso es lo que cree mi
esposa; de hecho, ella se inclina
por que probablemente sea un
pájaro (¿palomos?) y que los
picotazos
explicarían
esos
repiqueteos. Lo que ocurre es
que ella no ha oído los ruidos,
porque se producen o bien: a) de
madrugada, mientras duerme (yo
no duermo bien últimamente y
ando
despierto
a
horas
intempestivas), o b) cuando está
cocinando y yo juego con los
niños en la planta de arriba para
que no la molesten. Procuro no
insistir demasiado en el tema ni
convertirlo en un problema
porque no quiero asustarla, pero
para ser honesto empieza a
inquietarme de verdad. No es
que tema que vaya a devorarnos,
pero sería un gran alivio saber
de qué se trata. Comprobaré de
nuevo el desván y os comunicaré
las novedades lo antes posible.
Cualquier consejo es bien
recibido».
Los refuerzos andaban recogiendo,
asegurándose de hacerlo con el ruido
suficiente como para que yo fuera
consciente de que habían trabajado hasta
muy tarde.
—Buenas noches, detectives —se
despidió uno de ellos, cuando se
dirigían hacia la puerta.
—Buen regreso a casa. Nos vemos
mañana
—respondió
Richie
automáticamente.
Yo alcé mi mano y continué
navegando por la pantalla.
Era tarde, cerca de medianoche,
cuando Pat volvió a conectarse a
internet.
«Bien. He subido al desván y
he comprobado si había algún
indicio más de anidamiento o
algo parecido. Una de las vigas
del tejado está cubierta por lo
que parecen marcas de zarpas.
Confieso que estoy bastante
asustado,
pues
parecen
corresponder a un bicho de un
tamaño considerable. El caso es
que no estoy seguro de haber
revisado esa viga antes (está en
un rincón apartado), así que
podrían estar ahí desde hace
siglos, incluso desde antes de
que nos mudáramos a la casa.
¡Eso espero, al menos!».
El tipo que había sugerido que el
bicho estaba construyendo un nido
seguía la conversación: al cabo de unos
minutos de ver el comentario de Pat,
contraatacó con otra sugerencia.
«Supongo que tienes una
trampilla de acceso al desván.
Yo de ti dejaría la trampilla
abierta,
instalaría
una
videocámara apuntando hacia
ella y la dejaría grabando
cuando me acostara o antes de
que mi esposa empiece a
cocinar. Más pronto o más tarde
el bicho sentirá curiosidad… y
captarás su imagen. Si te
preocupa que pueda bajar a la
casa y sea peligroso, puedes
cubrir la abertura clavando un
trozo de malla de alambre.
Espero que te ayude».
Pat respondió al instante con
optimismo: la mera idea de obtener una
imagen del animal le había levantado el
ánimo.
«¡Fantástica
idea!
Muchísimas gracias. A estas
alturas hace ya aproximadamente
un mes que ronda por la casa, así
que no creo que decida
atacarnos. De hecho, no me
preocuparía que lo hiciera; le
daría algo en qué pensar; si no
consigo abatirlo, me merezco lo
que nos tenga preparado para
nosotros, ¿no es cierto?».
A ese comentario añadía tres
pequeños emoticonos que se tronchaban
de la risa.
«Sencillamente, me gustaría
ver bien esa cosa, no me importa
cómo, sólo quiero ver a qué me
enfrento. Además, me pregunto si
mi mujer debería verlo; quizá si
comprueba que no se trata de un
pájaro, nos pondremos de
acuerdo y seremos capaces de
tomar una decisión sobre cómo
actuar. ¡Y así dejaría de
preocuparse
porque
esté
perdiendo la poca cordura que
me queda! Nuestro presupuesto
no nos permite comprar una
video-cámara
en
estos
momentos, pero tengo un
intercomunicador con vídeo que
podría instalar. No sé cómo no
se me ha ocurrido antes; de
hecho, es incluso mejor que una
cámara de vídeo, porque tiene
infrarrojos, así que ni siquiera
necesito dejar la trampilla
abierta. Voy a instalarlo en el
ático para probar. Le daré el
receptor a mi mujer para que lo
observe mientras prepara la cena
y mantendré los dedos cruzados.
¡Es posible que incluso me deje
cocinar por una vez en la vida!
¡Deseadme suerte!».
Se despedía con un pequeño
emoticono sonriente y amarillo.
—«Perder la poca cordura que me
queda» —repitió Richie.
—Es una forma de hablar, hijo. Este
tipo mantuvo la cordura cuando su mejor
amigo se enamoró de su futura esposa:
abordó la situación sin dramas, con la
frialdad de un témpano. ¿Crees que
sufriría una crisis nerviosa por un
visón?
Richie se dedicó a mordisquear el
bolígrafo y no respondió.
Y ahí acababan los comentarios de
Pat durante un par de semanas. Unos
cuantos asiduos le solicitaban que los
pusiera al día, había quien lo tachaba de
desagradecido, y la consulta moría.
Pero, el catorce de julio, Pat regresó
y la situación había aumentado una
vuelta de rosca.
«Hola, muchachos, vuelvo a
ser yo. Esta vez necesito
realmente vuestra ayuda. Os
pondré al día diciéndoos que
instalé el monitor de vídeo, pero
hasta ahora no ha arrojado
ningún resultado. He intentado
instalar una cámara para captar
distintos puntos del desván, pero
tampoco ha habido suerte. Sé
que el animal no se ha ido
porque sigo oyéndolo cada
día/noche. Cada vez es más
ruidoso; creo que o bien se
siente más seguro o quizá haya
crecido. Mi esposa sigue sin
haberlo oído NI UNA SOLA
VEZ. Si no supiera que es
imposible, pensaría que el bicho
espera a que ella no esté cerca
para manifestarse. En cualquier
caso, estas son las novedades: el
que escribe subió al desván para
comprobar
si
había más
hojas/maderas/ lo que fuera y
encontró cuatro esqueletos de
animales en un rincón. No soy
ningún experto, pero parecían
ratas o quizá ardillas. Les habían
arrancado la cabeza. Lo más
desconcertante es que estaban
todos perfectamente alineados,
como si alguien los hubiera
colocado allí para que yo los
encontrara. Sé que suena a
locura, pero os juro que es lo
que parecía. No quiero decirle
nada a mi esposa por si le entra
el pánico, pero, muchachos, es
un depredador y NECESITO
averiguar de qué tipo».
En esta ocasión, los habituales se
mostraron unánimes: el asunto se le
había escapado de las manos y
necesitaba recurrir cuanto antes a un
profesional. Los usuarios publicaban
enlaces de servicios de control de
plagas y, menos útiles, de noticias
sensacionalistas en las que animales
insospechados habían mutilado o dado
muerte a una criatura. El tono de Pat
parecía un tanto seco («Esperaba poder
lidiar con ello yo solo; no me gusta
pedirle a nadie que solucione lo que yo
debería solucionar»), pero al final dio
las gracias a todo el mundo y se decidió
a llamar a un exterminador.
—Pues aquí no parece frío como un
témpano —comentó Richie.
Ignoré su comentario.
Tres días después, Pat regresaba.
«Bueno, el tipo del control
de plagas ha venido esta mañana.
Ha echado un vistazo a los
esqueletos y me ha dicho: “Tío,
no puedo ayudarte, los animales
más grandes que tratamos son
ratas, y esto no es cosa de una
rata, seguro: las ratas no le
arrancarían la cabeza a una
ardilla y dejarían el resto”. Cree
que los cuatro esqueletos son de
ardilla. “Nunca he visto nada
parecido”, ha dicho. Ha
comentado que podía tratarse de
un visón o alguna mascota
exótica de la que algún imbécil
se haya desprendido dejándola
suelta.
Posiblemente,
algo
semejante a un lince rojo o
incluso un glotón; dice que nos
sorprenderían lo pequeños que
son los agujeros por los que esos
bichos pueden colarse. Dice que
se necesitaría un especialista
para ocuparse de ellos, pero no
me apetece gastarme un dineral
en que alguien venga y me diga
que no es asunto suyo. Además, a
estas
alturas
empiezo
a
tomármelo como un asunto
personal. ¡¡Esta casa no es lo
bastante grande para los dos!!».
Y de nuevo aquellas caritas, rodando
y riendo.
«Así que busco ideas sobre
cómo atraparlo/eliminarlo/qué
utilizar como cebo/cómo obtener
pruebas de su existencia para
mostrárselas a mi esposa.
Anteanoche pensé que las tenía:
estaba bañando a mi hijo y esa
cosa empezó a volverse loca
sobre nuestras cabezas; al
principio fueron sólo unos
arañazos, pero luego fue en
aumento, hasta que llegó un
punto en que parecía estar dando
vueltas en círculos intentando
escarbar un agujero en el techo o
algo así. Mi hijo también lo oyó
y me preguntó qué era. Le dije
que un ratón (normalmente, no le
miento, pero estaba asustado y
¿¿qué podía decirle??). Bajé
como una flecha a la planta de
abajo para que mi mujer subiera
a escucharlo, pero, cuando
llegamos arriba, el ruido había
cesado y el pequeño capullo no
volvió a aparecer en toda la
noche. ¡Juro por Dios que
parecía saberlo! Muchachos,
NECESITO QUE ME AYUDÉIS
CON ESTO. Esa cosa está
atemorizando a mi hijo en su
propia casa. Mi mujer me miró
como si me hubiera vuelto
majara. Necesito atrapar a ese
hijo de perra».
La desesperación traspasaba la
pantalla, densa como el humo del
alquitrán bajo un sol implacable. Su
aroma agitó el foro, cuyos usuarios se
mostraron inquietos y agresivos a partes
iguales. Empezaron a incitar a Pat: ¿le
había mostrado los esqueletos a su
esposa? ¿Qué pensaba ahora ella de ese
animal? ¿Sabía Pat lo peligrosos que
pueden ser los glotones? ¿Iba a llamar a
un especialista? ¿Pensaba poner
veneno? ¿Tenía previsto tapiar el
agujero bajo el alerón? ¿Qué pensaba
hacer a continuación?
Y estaban consiguiendo alterar a Pat
o, para ser más exactos, todas las cosas
que se acumulaban en su vida estaban
empezando a hacer mella en él: aquella
serenidad empezaba a deshilacharse por
los bordes.
«En respuesta a vuestras
preguntas, mi mujer no sabe lo
de los esqueletos, e hice que el
tipo de control de plagas viniera
cuando ella estaba de compras
con los críos. No sé vosotros,
pero yo considero que mi trabajo
consiste en ocuparme de mi
mujer y no en asustarla. Una cosa
es que oiga los arañazos del
bicho y otra muy distinta
enseñarle
los
esqueletos
decapitados. Cuando le eche el
guante a esa cosa, lógicamente,
se lo explicaré todo. La verdad
es que no me gusta la idea de
que, mientras tanto, piense que
estoy perdiendo la chaveta, pero
prefiero eso a que se quede
petrificada de miedo cada vez
que está sola en casa. Espero
que lo comprendáis; si no, lo
único que puedo decir es: mala
suerte.
»En cuanto a lo del
especialista, etc., aún no me he
decidido, pero no tengo previsto
tapiar el agujero ni tampoco usar
veneno. Lamento si no hago lo
que me aconsejáis, pero soy yo
quien está viviendo esto. VOY a
adivinar de qué se trata y voy a
enseñarle qué pasa cuando
alguien intenta joder a mi
familia, para que LUEGO pueda
largarse y morir donde le
apetezca, pero, hasta entonces,
no voy a correr el riesgo de
perderlo. Si tenéis una idea que
pueda serme realmente de ayuda,
adelante, os ruego que me la
digáis, estaré encantado de
escucharla, pero si sólo estáis
aquí para fastidiarme por no
tener esto bajo control, que os
jodan. A todos los que no están
comportándose como auténticos
capullos, gracias de nuevo. Os
mantendré informados».
Llegados a este punto, alguien con un
par de miles de publicaciones intervino:
«Tíos, no alimentéis al trol».
—¿Qué es un trol? —preguntó
Richie.
—¿Lo preguntas en serio? ¡Madre
mía! Pero ¿es que nunca te has
conectado a internet? Pensaba que
pertenecías
a
la
generación
«conectada».
Se encogió de hombros.
—Compro música online y he
consultado cosas algunas veces. Pero
nunca entro en ningún foro. Prefiero la
vida real.
—Internet es la vida real, amigo
mío. Todas estas personas son tan reales
como tú y como yo. Un trol es alguien
que publica chorradas para provocar.
Este tipo piensa que Pat miente.
Una vez sembraron la sombra de la
sospecha, ninguno de los participantes
del foro quería parecer un ingenuo: de
repente, todo el mundo había estado
preguntándose si Pat-el-colega era un
provocador, un escritor en ciernes en
busca de inspiración. ¿Os acordáis de
aquel tipo del año pasado que escribía
en el foro de temas estructurales sobre
la habitación tapiada y la calavera
humana? Publicó el relato en su blog un
mes después. «Esfúmate, trol» o un
estafador abonando el terreno para hacer
una recolecta. Al cabo de un par de
horas, el consenso general era que, si
Pat hubiera hablado en serio, habría
puesto veneno hacía mucho tiempo;
opinaban que, en cualquier momento,
aparecería anunciando que el misterioso
animal había devorado a sus hijos
imaginarios y pediría ayuda para costear
el funeral.
—¡Madre mía! —exclamó Richie—.
Sí que se pasan…
—¿Por esto? Esto no es nada. Si te
metieras en internet más a menudo, lo
sabrías. Internet es la selva; en la red no
se aplican las reglas normales. Las
personas decentes y educadas que no
alzan la voz bajo ninguna circunstancia
se compran un módem y se convierten en
Mel Gibson tras tomarse un par de
botellas de tequila. En comparación con
muchas de las cosas que se ven aquí,
estos tipos son encantadores, créeme.
Pero Pat lo había visto desde la
perspectiva de Richie: cuando regresó,
estaba furioso.
«Escuchad, pandilla de
subnormales, NO SOY UN
MALDITO
TROL,
¿DE
ACUERDO? Sé que os pasáis
las horas metidos en este foro,
pero resulta que yo tengo una
VIDA real y, si quisiera perder
el tiempo tomándole el pelo a
alguien no seríais vosotros,
pandilla de perdedores. Sólo
intentaba lidiar con LO QUE
SEA QUE HAY EN MI
DESVÁN y si vosotros, pandilla
de imbéciles inútiles, no podéis
ayudarme, pues IROS A LA
MIERDA».
Y se esfumó.
Richie silbó.
—No me dirás que eso es también
culpa de internet —comentó—. Tal
como tú mismo has dicho, Pat era un
tipo sensato. Para ponerse así —dijo
señalando con la cabeza hacia la
pantalla—, tenía que haber perdido los
papeles.
—Tenía motivos para hacerlo —
opiné yo—. Había un bicho asqueroso
asustando a su familia y, dondequiera
que buscara ayuda, se negaban a
brindársela.
Wildwatcher,
el
exterminador, este foro: en definitiva,
todo el mundo le decía que no era asunto
suyo, que se las apañara solo. Yo creo
que, en su lugar, tú también hubieras
«perdido los papeles».
—Sí. Quizá.
Richie alargó la mano hacia el
teclado, me miró como pidiéndome
permiso, y navegó hacia el inicio de la
página para releer los mensajes. Una vez
hubo acabado, dijo, con mucho tiento:
—De manera que nadie, salvo Pat,
oyó aquel bicho.
—Pat y Jack.
—Jack tenía tres años. Los niños de
esa edad no saben diferenciar la
realidad de la imaginación.
—De manera que estás con Jenny —
observé—.
Crees
que
eran
imaginaciones de Pat.
—Tom tampoco
estaba
muy
convencido —apuntó Richie.
Eran más de las ocho y media. Por el
pasillo, la mujer de la limpieza
canturreaba al ritmo de los grandes
éxitos musicales que escuchaba en su
radio; al otro lado de las ventanas de la
sala de investigaciones, el cielo era de
un negro sólido. Dina llevaba cuatro
horas desaparecida. No tenía tiempo
para aquello.
—Pero no pudo asegurar que no lo
hubiera. Sin embargo, tú tienes la
impresión de que, de alguna manera,
esto sustenta tu teoría de que Pat
masacró a su familia. ¿Me equivoco?
—Sabemos que estaba sometido a
mucha presión —contestó Richie
escogiendo las palabras—. De eso no
hay duda. Y, por lo que explica aquí,
parece que su matrimonio tampoco iba
como la seda. Si estaba ya en tan mala
forma que empezaba a imaginar cosas…
Sí, creo que eso haría más probable que
perdiera los estribos.
—Las hojas y el madero no fueron
imaginaciones suyas. No, a menos que
nosotros también lo hayamos imaginado.
Yo puedo tener mis problemas, pero no
creo que haya llegado todavía a la fase
de sufrir alucinaciones.
—Tal como comentaban los
muchachos del foro, podría haberse
tratado de un pájaro. No hay pruebas de
que fuera ningún animal salvaje.
Cualquier hombre que no hubiera estado
estresado como un mono los habría
tirado a la papelera y se habría olvidado
del asunto.
—¿Y los esqueletos de las ardillas?
¿También eran obra de un pájaro? No es
que sea un experto en fauna, o no más de
lo que lo era Pat, pero déjame decirte
algo: si hay algún pájaro en este país
capaz de decapitar a una ardilla,
comerse su carne y alinear los restos,
nadie lo ha puesto en mi conocimiento.
Richie se frotó la nuca y observó las
lentas espirales del salva-pantallas.
—No vimos los esqueletos —dijo
—. Pat no los conservó. Las hojas, sí,
pero los esqueletos, que demostrarían
que efectivamente había algo peligroso
ahí arriba, no estaban.
El arrebato de irritación me hizo
tensar la mandíbula un instante.
—Venga ya, chaval. Yo no sé qué
guardas tú en tu pisito de soltero, pero te
prometo que cualquier hombre casado
que le explique a su mujer que quiere
guardar unos esqueletos de ardilla en el
armario ropero se enfrenta a una bronca
de órdago y a unas cuantas noches
durmiendo en el sofá. ¿Y qué me dices
de los niños? ¿Crees que habría querido
que los niños los encontraran?
—No sé lo que quería ese tipo.
Parecía ansiar poder demostrarle a su
esposa que ese bicho existía y, cuando
obtiene una prueba sólida de ello, se
retira: ah, no, no podría hacer algo así,
no me gustaría asustarla. Se muere por
saber lo que hay ahí arriba, pero cuando
el tipo de control de plagas le
recomienda que llame a un especialista,
ah, no, eso es tirar el dinero. Suplica en
ese foro que le ayuden a determinar qué
hay ahí arriba, se ofrece a publicar fotos
de la harina en el suelo del desván, fotos
de las hojas, pero, cuando encuentra los
esqueletos (y podrían tener marcas de
dientes), no dice ni pío sobre publicar
las fotografías. Está actuando… —
Richie me miró de reojo—. Puede que
me equivoque, pero está actuando como
si en el fondo supiera que ahí arriba no
hay nada.
Durante un segundo efímero pero
contundente quise agarrarlo por el
pescuezo y apartarlo del ordenador,
decirle que regresara a Vehículos
Motorizados y que ya me ocuparía yo
sólito de aquel caso. Según los informes
de los refuerzos, el hermano de Pat, Ian,
jamás había tenido noticia de ningún
animal, ni tampoco sus antiguos
compañeros de trabajo, ni los amigos
que habían asistido a la fiesta de
cumpleaños de Emma ni las pocas
personas con quienes aún intercambiaba
correos electrónicos. Esto explicaba por
qué. Pat no se atrevía a contárselo por
miedo a que reaccionaran como todos
los demás, desde los extraños de los
foros de debate hasta su propia esposa,
por miedo a que reaccionaran como
Richie.
—Sólo por curiosidad, chaval —
dije—. ¿De dónde crees que se
materializaron los esqueletos? El tipo
del control de plagas sí los vio,
¿recuerdas? No eran producto de la
imaginación de Pat. Sé que crees que Pat
estaba como una chota, pero ¿crees
sinceramente que arrancó las cabezas de
unas ardillas a bocados?
—Yo no he dicho eso —respondió
Richie—. Pero nadie, salvo el propio
Pat, vio al exterminador. Lo único que
tenemos es esa publicación en la que
asegura que hizo ir a ese tipo a su casa.
Y tú mismo lo dijiste: la gente miente en
internet.
—Pues busquemos a ese tipo —
propuse—. Destina a uno de los
refuerzos a localizarlo. Dile que
empiece por los números que le
facilitaron a Pat a través del foro y, si
ninguno de ellos es operativo, que llame
a todas las empresas en un radio de
ciento cincuenta kilómetros a la
redonda.
La idea de que un refuerzo adoptara
este ángulo, de otro par de ojos fríos
leyendo aquellos comentarios y otro
rostro adoptando poco a poco la misma
expresión que Richie, hizo que se me
volviera a tensar el cuello.
—O, mejor aún, lo haremos nosotros
mismos. Mañana, a primera hora de la
mañana.
Richie presionó el botón del ratón
con mi dedo y examinó detenidamente
los comentarios de Pat.
—No será difícil de averiguar —
comentó.
—¿Averiguar qué?
—Si existe ese bicho. Un par de
videocámaras…
—Como si le hubieran funcionado
tan bien a Pat…
—Él no tenía cámaras. Los
monitores de bebé no graban;
únicamente podía ver lo que ocurría a
tiempo real, cuando tenía un momento
para estar observando. Si instalamos una
cámara para que grabe en el desván las
veinticuatro horas del día… dentro de
pocos días, si hay algo ahí arriba,
podremos echarle un vistazo.
Por algún motivo, aquella idea hizo
que me asaltaran unas ganas terribles de
arrancarle la cabeza de un mordisco.
—Va a quedar fantástico en el
formulario de solicitud… —apunté—.
«Nos gustaría solicitar un costoso
aparato del material del departamento y
un técnico desbordado de trabajo por si,
por casualidad, podemos echar un
vistazo a un animal que, tanto si existe
como si no, no tiene que ver un carajo
con nuestro caso».
—O’Kelly dijo que le pidiéramos
cualquier cosa que necesitáramos…
—Ya lo sé. Y aprobaría nuestra
solicitud. Eso no es lo importante. Pero
tú y yo nos hemos ganado unos cuantos
puntos con el comisario ahora mismo y,
personalmente, prefiero no malgastarlos
por echarle un vistazo a un visón. Antes
me voy al zoológico, qué quieres que te
diga…
Richie apartó su silla de un empujón
y empezó a caminar describiendo
círculos por la sala de investigaciones,
inquieto.
—Yo rellenaré el formulario. Así no
perderás tus puntos.
—No lo harás. Conseguirás que Pat
parezca una especie de maníaco imbécil
a la caza de gorilas de color rosa en su
cocina. Recuerda el trato: no
señalaremos con el dedo a Pat hasta y a
menos que tengamos pruebas contra él.
Richie se volvió hacia mí de repente
y golpeó el escritorio de alguien con las
palmas de sus manos, haciendo que los
papeles salieran volando.
—¿Cómo se supone que voy a
obtener las pruebas si me pones palos en
las ruedas cada vez que empiezo a
investigar algo que podría llevarnos a
algún sitio…?
—Cálmate, detective. Y baja la voz.
¿Quieres que Quigley se presente aquí
para averiguar qué sucede?
—El trato era «investigar» a Pat, no
que yo «mencione» investigar a Pat de
vez en cuando y tú me cierres el paso. Si
hay pruebas ahí fuera, ¿cómo se supone
que voy a hacerme con ellas? Venga,
dímelo, ¿cómo?
Señalé hacia mi monitor.
—¿Qué te parece que estamos
haciendo con esto? Investigando al
maldito Pat Spain. No, no lo estamos
presentando al mundo como un
sospechoso. Ese era el trato. Y si crees
que no es justo contigo…
—No. A la mierda si es justo o no
conmigo. Eso no me importa. No es
justo con Conor Brennan.
Su voz seguía aumentando de tono.
Yo me esforcé porque la mía sonara
plana.
—¿No? No acabo de ver claro en
qué podría ayudarle una cámara de
vídeo. Pongamos que la instalamos y no
obtenemos nada: ¿en qué sentido la
ausencia de nutrias invalida la confesión
de Brennan?
—Explícame algo —replicó Richie
—. Si tanto crees en Pat, ¿por qué te
empeñas en no instalar esas cámaras?
Una sola imagen de un visón, de una
ardilla o incluso de una rata y podrás
mandarme a paseo. Suenas igual que Pat,
tío: como si supieras que ahí arriba no
hay nada.
—No, amiguito. Nada de eso. Sueno
como si no me importara un bledo lo que
pueda haber ahí arriba. Si no captamos
nada, ¿qué prueba eso? El bicho podría
haberse asustado, podría haberlo matado
un
depredador,
podría
estar
hibernando… Aunque no hubiera
existido, eso no culpa de las muertes a
Pat. Quizá esos ruidos tuvieran algo que
ver con el asentamiento o con las
cañerías y se excedió en su reacción.
Quizá quiso ver cosas donde no las
había. Pero eso sólo lo convertiría en un
tipo sometido a una gran presión, cosa
que ya sabemos. No lo convertiría en un
asesino.
Richie no me lo discutió. Se apoyó
en una mesa y se presionó los ojos con
los dedos. Al cabo de un momento dijo,
con voz más serena:
—Nos revelaría algo. Eso es todo lo
que estoy pidiendo.
Tenía ardor de estómago, ya fuera
por la discusión, por el cansancio o por
Dina. Intenté tragar saliva sin que
trasluciera un gesto de dolor.
—Está bien —dije—. Rellena el
formulario de solicitud. Yo tengo que
marcharme, pero lo firmaré antes; es
mejor que figuren los nombres de
ambos. Y nada de pedir bailarinas de
striptease.
—Lo estoy haciendo lo mejor que sé
—dijo Richie, mirándose las manos.
Su tono de voz me sorprendió:
crudo, perdido, como una llamada
salvaje de ayuda.
—Lo único que intento es averiguar
la verdad. Lo juro por Dios. Es lo único
que pretendo.
Todos los novatos tienen la
impresión de que el mundo se va a
mantener en pie o a desmoronarse con su
primer caso. No tenía tiempo de cogerlo
de la manita y ayudarlo a pasar por
aquello, no con Dina en la calle,
deambulando y emitiendo ese brillo
estroboscópico roto que atrae a los
depredadores desde kilómetros a la
redonda.
—Ya lo sé —lo tranquilicé—. Lo
estás haciendo muy bien. Comprueba
antes la ortografía: el superintendente es
muy puntilloso con eso.
—De acuerdo.
—Entretanto, le reenviaremos este
enlace a Comosellame, el doctor
Dolittle; quizá él detecte alguna señal. Y
haré que Kieran revise la cuenta de Pat
en este foro para comprobar si envió o
recibió algún mensaje privado. Un par
de esos tipos sonaban bastante
intrigados por la historia; quizá alguno
de ellos intercambió correspondencia
con él y Pat le facilitó algunos detalles
adicionales. Y necesitaremos averiguar
en qué foro de debate continuó sus
consultas.
—Quizá en ninguno. Probó en dos
foros y ninguno de ellos le sirvió de
nada… Tal vez se dio por vencido.
—No se dio por vencido —atajé yo.
En mi monitor, conos y parábolas se
entrelazaban con gracia, se plegaban
sobre sí mismos y se desvanecían, para
desplegarse de nuevo e iniciar su lenta
danza una vez más.
—Ese tipo estaba desesperado.
Puedes interpretarlo como quieras,
puedes pensar que era porque estaba
perdiendo la razón, pero los hechos no
cambian: necesitaba ayuda. Seguramente
siguió buscándola en internet, porque no
tenía ningún otro sitio adonde dirigirse.
***
Dejé a Richie redactando el
formulario de solicitud. Ya me había
hecho una lista mental de los sitios a los
que acudir en busca de Dina a partir de
la última vez, la vez antes que esa y la
anterior: los pisos de sus ex, los pubs a
cuyos camareros les gustaba y antros
donde, por sesenta euros, te ofrecían un
sinfín de modos de freírte el cerebro
durante un rato. Sabía que todo era
inútil, que Dina podía haber subido a un
autocar rumbo a Galway porque le había
parecido precioso en un documental o
haberse marchado a casa del primer tipo
que le hubiera entrado para contemplar
sus litografías, pero no tenía otra
alternativa. Aún me quedaban unas
cuantas píldoras de cafeína en el
maletín, de la misión de vigilancia:
cafeína, una ducha, un sándwich y
estaría listo para emprender la marcha.
Acallé la vocecilla tosca que me
advertía que ya estaba muy viejo y
demasiado cansado para aquello.
Cuando introduje la llave en la
cerradura de mi apartamento, seguía
repasando la lista de direcciones en mi
cabeza, intentando trazar la ruta más
rápida entre ellas. Tardé un segundo en
caer en la cuenta de que algo no
encajaba. La puerta no estaba cerrada
con llave.
Durante un largo minuto permanecí
inmóvil en el pasillo, escuchando: nada.
Luego dejé el maletín en el suelo, saqué
la pistola y abrí la puerta de par en par
de un golpe.
El Sunken Cathedral de Debussy
sonaba a un volumen bajo en el salón,
tenuemente iluminado; la luz de las velas
quedaba atrapada en las curvas de las
copas y resplandecía con el rojo vivo
del vino tinto. Por un instante increíble
que me dejó sin aliento pensé: «Laura».
Luego Dina desenroscó las piernas
sobre el sofá y se inclinó hacia delante
para agarrar su copa.
—Hola —me saludó, alzando la
copa—. Ya era hora.
El corazón me había subido a la
garganta.
—¿Qué demonios?
—Joder, Mikey. Tranquilo. ¿Eso es
una pistola?
Tardé un par de segundos en poner el
seguro de nuevo.
—¿Cómo diantre has entrado aquí?
—Pero ¿quién eres? ¿Rambo? ¿No
estás exagerando un poco?
—¡Joder, Dina! Me has dado un
susto de muerte.
—Así que apuntando con la pistola a
tu propia hermana… Y yo que creía que
estarías contento de verme…
Su mohín era de mofa, pero el
destello de sus ojos a la luz de las velas
me indicó que debía proceder con
cautela.
—Y lo estoy —dije, bajando la voz
—. Es sólo que no te esperaba. ¿Cómo
has entrado?
Me sonrió con petulancia y sacudió
el bolsillo de su rebeca, que emitió un
alegre tintineo.
—Geri tenía tus llaves. De hecho,
¿quieres que te diga algo? Geri tiene un
juego de llaves de todo Dublín. La
pequeña señorita De Confianza, oh,
perdón, la señora De Confianza no es
exactamente la persona más indicada
para vigilar tu casa si te roban estando
de vacaciones, permíteme que te lo diga.
Si un ladrón intentara averiguar quién
podría tener unas llaves extra de otra
persona, ¿no se le ocurriría pensar
inmediatamente en alguien como Geri?
Deberías haberlo visto, te habrías
muerto de risa: las tiene todas colgadas
en una fila de clavos en el cuarto de la
colada, todas ordenaditas y etiquetadas
con su mejor caligrafía. Podría haber
robado en las casas de medio vecindario
si me hubiera dado la gana.
—Geri está preocupadísima por ti.
Los dos los estábamos.
—Bueno, por eso he venido. Por eso
y para animarte un poco. El otro día me
pareció que estabas muy estresado. Te
juro que, si tuviera una tarjeta de
crédito, te habría contratado a una
prostituta.
Se inclinó sobre la mesa y me tendió
la otra copa de vino.
—Ten. En su defecto, te he
comprado esto.
O lo había comprado con el dinero
que Sheila había ganado haciendo de
canguro, o bien lo había robado en una
tienda. Dina no podía resistir la
tentación de invitarme a beber vino
robado, comer pastelitos de hachís o
llevarme a pasear en el coche sin seguro
de su último novio.
—Gracias —dije.
—Venga, siéntate a beber conmigo.
Me estás poniendo nerviosa ahí plantado
como un pasmarote.
Tras la descarga de adrenalina,
esperanza y alivio, aún me temblaban
las piernas. Recuperé mi maletín y cerré
la puerta.
—¿Por qué no estás en casa de
Geri?
—Porque con Geri me aburro como
una ostra, por eso. No he estado allí ni
un día entero y ya me ha contado todo lo
que Sheila, Colm y el pequeñajo han
hecho en toda su vida. Me da ganas de
cortarme las venas. Siéntate de una vez.
Cuanto más rápido la llevara de
regreso a casa de Geri, más podría
dormir, pero, si no demostraba un cierto
aprecio por aquella escenita que me
había montado, se le desatarían los
cables hasta Dios sabe qué hora de la
madrugada. Me desplomé en el sillón,
que me abrazó con tanto amor que pensé
que nunca más lograría levantarme de
allí. Dina se inclinó sobre la mesilla de
centro, equilibrándose sobre una mano,
para pasarme el vino.
—Ten. Apuesto a que Geri pensaba
que andaría muerta en una zanja.
—No puedes culparla.
—Si me hubiera encontrado tan mal
como para salir, no habría salido. Siento
tanta lástima por Sheila… ¿a ti no?
Apuesto a que cada vez que va a casa de
una de sus amigas tiene que llamar a su
madre cada media hora para que Geri no
crea que la han vendido para la trata de
blancas.
Dina siempre ha tenido la capacidad
de hacerme sonreír aunque me esfuerce
por no hacerlo.
—¿Es eso lo que estamos
celebrando? Un día con Geri y, de
repente, ¿yo te caigo bien?
Se acurrucó en un rincón del sofá y
se encogió de hombros.
—Me apetecía ser amable contigo,
eso es lo que celebramos. Desde que
Laura y tú os separasteis, no hay nadie
que cuide de ti.
—Dina, estoy bien.
—Todo el mundo necesita que lo
cuiden. ¿Quién es la última persona que
hizo algo agradable por ti?
Pensé en Richie ofreciéndome un
café y cerrándole el pico a Quigley
cuando intentaba criticarme.
—Mi compañero —respondí.
Dina arqueó las cejas.
—¿De verdad? Pensaba que era un
novato incapaz de encontrarse el trasero
con ambas manos. Probablemente sólo
estuviera haciéndote la pelota.
—No —repliqué—. Es un buen
compañero.
Me invadió una oleada de calor al
escucharme
pronunciar
aquellas
palabras. Ninguno de los otros
muchachos a quienes había formado se
habría atrevido a discutir conmigo el
asunto de la cámara: mi negativa habría
puesto punto y final al tema.
De súbito, la discusión se me antojó
un regalo, el tipo de disputa igualada
que los compañeros pueden mantener
todas las semanas durante veinte años.
—Vaya —dijo Dina—. Me alegro.
Alargó la mano para agarrar la
botella y se llenó la copa.
—Esto es muy agradable. —En
parte, lo decía en serio—. Gracias,
Dina.
—Ya lo sé. ¿Por qué no te tomas el
vino? ¿Acaso temes que vaya a
envenenarte? —Sonrió, mostrándome
sus dientecillos blancos de gata—. No
soy tan tonta como para echarte el
veneno en el vino, por favor, un poco
más de confianza…
Le sonreí.
—Apuesto a que serías muy
creativa, Dina. Pero esta noche no puedo
emborracharme. Mañana por la mañana
tengo que trabajar.
Dina puso los ojos en blanco.
—¡Por todos los santos! Ya estamos
otra vez con el puñetero trabajo.
Trabajo, trabajo, trabajo… Llama y di
que te encuentras mal.
—Ojalá pudiera hacerlo.
—Hazlo, ¿qué te lo impide?
Hagamos algo agradable juntos. El
Museo de Cera acaba de abrir las
puertas de nuevo. ¿Sabes que nunca lo
he visitado?
Aquello no iba a acabar bien.
—Me encantaría, pero tendremos
que esperar a la semana próxima.
Necesito
estar
en
comisaría
despejadísimo y a primera hora de la
mañana, y promete ser una jornada muy
larga.
Tomé un sorbito de vino y,
sosteniendo la copa en alto, le dije:
—Está muy bueno. Cuando nos lo
acabemos te llevaré de vuelta a casa de
Geri. Sé que es aburrida, pero hace lo
que puede, ¿de acuerdo?
Dina hizo oídos sordos a mi
comentario.
—¿Por qué no puedes llamar y decir
que te encuentras mal? Me apuesto lo
que sea a que tienes un año entero de
vacaciones ahorradas. Estoy segura de
que nunca has llamado diciendo que
estabas enfermo. ¿Qué van a hacerte?
¿Despedirte?
La cálida sensación se desvanecía
por momentos.
—Tengo a un tipo detenido y el
plazo para presentar cargos contra él o
dejarlo en libertad termina el domingo
por la mañana —le expliqué—.
Necesito cada minuto disponible para
solucionar el caso. Lo siento, cariño. El
Museo de Cera tendrá que esperar.
—Tu caso —dijo Dina con gesto
adusto—. Eso que ha pasado en Broken
Harbour, ¿no?
No tenía sentido negarlo.
—Sí.
—Pensaba que se lo ibas a endosar
a otra persona.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Porque no es así como funcionan
las cosas. Visitaremos el Museo de Cera
tan pronto como solucione este asunto,
¿de acuerdo?
—¡A la porra el Museo de Cera!
Preferiría apuñalarme en los ojos antes
que ir a ver un estúpido monigote de
Roñan Keating, el cantante ese de los
Boyzone.
—Entonces haremos cualquier otra
cosa. Tú eliges.
Dina empujó la botella de vino en mi
dirección con la punta de su bota.
—Sírvete más.
Mi copa todavía estaba llena.
—Debo llevarte a casa de Geri. Con
lo que tengo en la copa, me basta,
gracias.
Dina hizo sonar su uña contra el filo
de la copa, un repiqueteo metálico
monótono, mientras me observaba por
debajo del flequillo.
—Geri recibe el diario cada mañana
—me informó—. Por supuesto, cómo
iba a ser de otra manera. Así que lo leí.
—Bien —dije.
Me tragué una bola de enfado: Geri
debería haber estado más atenta, pero es
una mujer demasiado ocupada y Dina es
muy sibilina.
—¿Cómo es ahora Broken Harbour?
En la foto tenía una pinta penosa.
—Sí, la tiene. Alguien empezó a
construir lo que podría haber sido una
bonita urbanización, pero nunca la
acabó. Y a estas alturas, probablemente
se quede así. La gente que vive allí no
es feliz.
Dina metió un dedo en el vino y lo
removió.
—¡Joder! ¡Qué estupidez hacer algo
así!
—Los promotores no sabían que las
cosas se pondrían tan feas.
—Pues yo apuesto a que sí lo sabían
o a que no les importaba. Pero no me
refiero a eso. Lo que me parece una
estupidez es que la gente se mudara a
Broken Harbour. Preferiría vivir en un
vertedero.
—Yo tengo un montón de buenos
recuerdos de Broken Harbour —tercié
yo.
Se chupó el dedo ruidosamente para
limpiárselo.
—Tú sólo piensas eso porque
siempre te gusta pensar que todo es
fantástico. Damas y caballeros, mi
hermano Pollyanna, el paladín del
optimismo.
—Nunca he entendido qué hay de
malo en centrarse en lo positivo —
alegué yo—, aunque quizá para ti no sea
lo suficientemente interesante…
—¿Qué tenía de positivo? Para Geri
y para ti estaba bien, porque salíais por
ahí con vuestros amigos, mientras que yo
me tenía que quedar allí atrapada con
mamá y papá, jugando con la pala y el
cubo, fingiendo que me entretenía
chapoteando en el agua helada.
—Bueno —repliqué alegremente—,
tú sólo tenías cinco años la última vez
que fuimos. ¿Tan bien lo recuerdas?
Un destello azul de su mirada, bajo
el flequillo.
—Lo recuerdo lo suficiente como
para saber que era una mierda. Aquel
lugar era espeluznante. Aquellas
montañas. Siempre tuve la sensación de
que me observaban, como algo que
trepara por mi cuello… Me venían
ganas de…
Se dio una palmada en el cuello, un
gesto reflejo perverso que hizo que me
estremeciera
—Y aquel ruido… El mar, el viento,
las gaviotas, todos aquellos ruidos
extraños que llenaban tus oídos y que no
sabías de qué eran… Prácticamente
todas las noches tenía pesadillas con
monstruos marinos que introducían sus
tentáculos a través de la ventana de la
caravana e intentaban estrangularme. Me
apuesto lo que sea a que alguien murió
construyendo esa urbanización de
mierda, como en Titanio.
—Pensaba que te gustaba Broken
Harbour. Siempre pensé que lo pasabas
bien.
—Pues no me gustaba. Lo que ocurre
es que a ti te gusta creer que sí.
Por un instante, el gesto de la boca
de Dina la hizo parecer casi fea.
—Lo único bueno era que mamá era
muy feliz allí. Y mira cómo acabó.
Se produjo un momento de silencio
que podría haberse cortado con un
cuchillo. Estuve a punto de dejarlo
correr todo, de tomarme el vino y
decirle que estaba delicioso. Tal vez
debería haberlo hecho. Pero, no sé por
qué, no pude.
—Haces que parezca que tus
problemas se remontan a aquel entonces
—comenté.
—¿Quieres decir que ya estaba
loca? ¿Es eso lo que intentas decirme?
—Si quieres expresarlo así…
Cuando íbamos de vacaciones a Broken
Harbour, tú eras una cría feliz y estable.
Quizá no disfrutaras de las vacaciones
de tu vida, pero, en general, estabas
bien.
Necesitaba que me lo dijera.
—Yo nunca estuve bien —replicó—.
Hubo una vez en que estaba excavando
un hoyo en la arena, con mi cubo y la
palita y todas esas cosas tan adorables,
y en el fondo de aquel hoyo vi una cara.
Parecía una cara de hombre aplastada, y
hacía muecas, como si intentara sacarse
la arena de los ojos y la boca. Grité y
mamá vino, pero para entonces había
desaparecido. Y, además, no sólo
ocurría en Broken Harbour. Una vez
estaba en mi habitación y…
No podía soportar seguir oyendo
aquellas cosas.
—Tenías mucha imaginación. No es
lo mismo. Todos los niños imaginan
cosas. Cuando mamá murió empezaste…
—Fue antes, Mikey. No lo sabíais
porque, cuando era pequeña, podíais
achacarlo a la imaginación desbordante
de los niños, pero siempre he sido así.
La muerte de mamá no tuvo nada que ver
con ello.
—De acuerdo —dije.
Mi mente se revolvía como una
ciudad agitada por un terremoto.
—Quizá la causa no fuera la muerte
de mamá exactamente. Mamá había
estado deprimida durante toda su vida,
con continuos altibajos. Nosotros
hicimos cuanto pudimos para que no lo
notaras, pero los niños perciben esas
cosas. De hecho, tal vez habría sido
mejor si no hubiéramos intentado…
—Sí, claro, vosotros hicisteis cuanto
pudisteis y ¿sabéis qué? Hicisteis un
trabajo excelente. Apenas recuerdo
haberme preocupado por mamá, nunca.
Sabía que a veces se ponía enferma o
triste, pero no tenía ni idea de que era
algo grave. Pero yo no soy así por eso.
Sigues
intentando
organizarme,
encasillarme y conseguir que todo
encaje, como si yo fuera uno de tus
casos, pero no lo soy.
—Yo no intento organizarte —refuté.
Mi voz sonaba extrañamente
tranquila, generada artificialmente en un
punto distante. Recuerdos minúsculos
me asaltaron el pensamiento, estallando
como chispas de cenizas candentes:
Dina con cuatro años gritando como una
loca en la bañera y aferrándose a mamá
porque el bote del champú le estaba
susurrando; entonces yo había creído
que lo único que quería era que no le
lavaran el pelo. Dina entre Geri y yo en
el asiento trasero del coche, peleándose
con su cinturón de seguridad y
mordisqueándose los dedos con un
sonido espantoso y preocupante hasta
que se le hinchaban, se le amorataban y
sangraban, e incluso recordaba el
porqué.
—Lo único que digo es que fue por
mamá. ¿Por qué habría de ser, si no?
Nunca abusaron de ti, eso lo juraría por
mi vida, jamás te pegaron ni pasaste
hambre ni… Ni siquiera te llevaste un
cachete en el culo. Todos te queríamos.
Si la causa no fue mamá, entonces ¿por
qué?
—No existe un porqué. Eso es lo
que intento explicarte. Por eso digo que
no
tiene
sentido
que
intentes
organizarme. No estoy loca por causa de
algo. Simplemente lo estoy.
Hablaba con voz clara, firme,
realista, y me miraba a los ojos con algo
que podía aproximarse a la compasión.
Me dije que Dina se agarra a la realidad
con un solo dedo en sus mejores
momentos y que, si entendiera los
motivos por los que estaba loca,
entonces, para empezar, no lo estaría.
—Sé que no es lo que te gustaría
pensar —remató.
Mi pecho parecía un globo
llenándose de helio, balanceándome de
manera peligrosa. Me agarraba con la
mano al brazo del sillón como si pudiera
anclarme a él.
—Si crees que esto te sucede sin un
motivo, no entiendo cómo puedes vivir
con ello.
Dina se encogió de hombros.
—Lo hago y ya está. ¿Cómo
sobrellevas tú la vida en un mal día?
Había vuelto a retreparse en el
rincón del sofá, mientras se bebía el
vino; había perdido el interés por la
conversación. Respiré hondo.
—Yo intento entender por qué estoy
teniendo un mal día para poder
arreglarlo. Me concentro en el lado
positivo.
—Genial. Pues si Broken Harbour
era tan fantástico y todos guardáis tan
gratos recuerdos y todo es tan positivo,
entonces ¿por qué regresar allí te está
destrozando?
—Yo nunca he dicho que eso
estuviera sucediendo.
—No hace falta que lo digas, Mikey.
No deberías ocuparte de ese caso.
Estar manteniendo la misma
discusión de siempre, hallarme de nuevo
en terreno familiar, con aquel destello
sesgado despertándose de nuevo en los
ojos de Dina, me pareció una salvación.
—Dina. Es un caso de homicidio,
como todas las docenas de casos en los
que he trabajado. No tiene nada de
especial, salvo la ubicación.
—La ubicación, la ubicación… pero
¿qué eres? ¿Un agente de la propiedad
inmobiliaria? Esa ubicación te sienta
mal. Me di cuenta en el mismísimo
momento en que te vi la otra noche,
estabas descompuesto; olías raro, como
a chamusquina. Y mírate ahora, ve a
mirarte al espejo. Cualquiera diría que
se te ha cagado algo en la cabeza y te ha
prendido fuego. Este caso te está,
destrozando. Llama al trabajo mañana y
diles que no vas a seguir en él.
En aquel instante estuve a punto de
mandarla a la porra. Me sorprendió lo
repentina y duramente que aquellas
palabras se estrellaron contra mis
labios. Jamás en mi vida adulta le he
dicho nada parecido a Dina.
Cuando estuve seguro de que mi voz
se había despojado de todo rastro de ira,
respondí:
—No voy a abandonar el caso.
Seguro que tengo un aspecto penoso,
pero se debe a que estoy agotado. Y si
quieres ayudarme un poco en ese
sentido, estaría bien que te quedaras en
casa de Geri.
—No puedo. Estoy preocupada por
ti. Cada segundo que pasas ahí fuera
pensando en ese sitio, noto que algo
malo te ronda en la cabeza. Por eso he
regresado.
Era tal la ironía que cualquiera
habría aullado de la risa, pero Dina
hablaba completamente en serio: con la
espalda bien erguida en el sofá y las
piernas cruzadas bajo el trasero, estaba
lista para enfrentarse a mí hasta el final.
—Estoy bien. Te agradezco que
cuides de mí, pero no me hace falta. De
verdad.
—Claro que sí. Tú eres tan desastre
como yo. Lo que ronda es que tú lo
disimulas mejor.
—Quizá. A mí me gustaría pensar
que me he esforzado lo bastante como
para dejar de ser un desastre, pero,
quién sabe, quizá tengas razón. En
cualquier caso, la conclusión es que soy
perfectamente capaz de ocuparme de
este caso.
—No. De ninguna manera. Tú te
crees muy fuerte, por eso te encanta que
me descarríe, porque te hace sentir Don
Perfecto, pero eso no son más que
pamplinas. Me apuesto lo que sea a que,
en ocasiones, cuando tienes un mal día,
albergas la esperanza de que me
presente en el umbral de tu casa
diciendo chorradas sólo para sentirte
mejor contigo mismo.
Parte del infierno que representa
Dina es que, aunque sepas que sólo dice
tonterías, que lo que hablan son los
recovecos oscuros y corroídos de su
mente, sus palabras siguen siendo
hirientes.
—Espero que sepas que eso no es
verdad —alegué—. Si amputándome un
brazo te ayudara, me lo amputaría sin
pestañear.
Se sentó sobre sus talones y meditó
mis palabras.
—¿Ah, sí?
—Por supuesto.
—¡Caramba! —exclamó Dina con
más aprecio que sarcasmo. Se dejó caer
en el sofá y se pasó las piernas por
encima del brazo, mirándome—. No me
encuentro bien —dijo—. Desde que leí
esos diarios, todo suena raro otra vez.
He tirado de la cadena en tu baño y
sonaba a palomitas.
—No me sorprende. Por eso
necesitamos llevarte a casa de Geri —
insistí—. Si te sientes mal, vas a
necesitar tener a alguien cerca.
—No quiero tener a «alguien» cerca.
Te quiero a ti. Geri me da ganas de
agarrar un ladrillo y aporrearme la
cabeza. Un día más con ella y te juro que
lo haré.
Con Dina, uno no puede darse el lujo
de interpretar nada como una hipérbole.
—Pues encuentra un modo de
ignorarla —le sugerí—. Respira hondo.
Lee un libro. Puedo prestarte mi iPod y
así dejarás de escuchar a Geri. Podemos
cargarlo con la música que quieras, si
mi gusto no es lo bastante moderno para
ti.
—No puedo utilizar auriculares.
Empiezo a escuchar cosas y no soy
capaz de discernir si salen de ellos o de
dentro de mis oídos.
Golpeaba un talón con el lateral del
sofá con un ritmo implacable y
exasperante que desentonaba con la
fluida música de Debussy.
—Entonces te prestaré un buen libro.
Escógelo tú.
—No necesito ni un buen libro ni un
pack de DVD ni una puñetera taza de té
calentita ni una revista de sudokus. Te
necesito a ti.
Pensé en Richie sentado ante su
escritorio, mordisqueándose una uña y
revisando la ortografía del formulario
de solicitud, en su voz implorante y
desesperada; pensé en Jenny tendida en
la cama del hospital, envuelta en una
pesadilla que no iba a tener fin; pensé en
Pat, destripado como un trofeo de caza
esperando en uno de los cajones de
Cooper a que me asegurase de que unos
cuantos millones de mentes no lo
etiquetaran como un asesino; pensé en
sus hijos, demasiado pequeños para
saber qué era la muerte. Ese arrebato de
ira volvió a resurgir en mí, con fuerza.
—Ya lo sé. Pero ahora hay otra
gente que me necesita más.
—¿Quieres decir que este asunto de
Broken Harbour es más importante que
tu familia? ¿Te refieres a eso? Ni
siquiera te das cuenta de lo lamentable
que es, ¿verdad? Ni siquiera ves que
ningún tipo normal en el mundo diría
algo así, que nadie lo diría a menos que
estuviera obsesionado con un lugar
infernal que le bombea mierda en el
cerebro. Sabes perfectamente que, si me
devuelves a casa de Geri, acabará
aburriéndome hasta hacerme perder la
cordura y me escaparé y ella
enloquecerá de preocupación, pero a ti
eso te importa un comino, ¿verdad? Aun
así, pretendes llevarme de vuelta allí.
—Dina, no tengo tiempo para
pamplinas. Me quedan poco más de
cincuenta horas para presentar cargos
contra ese tipo. Transcurrido ese tiempo
haré lo que necesites, iré a buscarte a
casa de Geri al romper el alba, te
acompañaré al museo que te dé la gana,
pero hasta entonces tienes razón: no eres
el centro de mi universo. Ni puedes
serlo.
Dina me miró impertérrita, apoyada
sobre sus codos. Nunca antes había
escuchado el azote de mi voz. Su mirada
patidifusa hinchó aún más el globo
dentro de mi pecho. Por un instante
aterrador, pensé que iba a echarme a
reír.
—Respóndeme a una cosa —dijo.
Sus ojos se habían estrechado: se
estaba quitando los guantes de boxeo.
—¿A veces desearías que estuviera
muerta? Por ejemplo, cuando soy
inoportuna, como ahora. ¿Te gustaría que
me muriera y ya está? ¿Esperas que
alguien te llame por la mañana y te diga:
«Lo lamento muchísimo, señor, un tren
acaba de arrollar a su hermana»?
—Claro que no quiero que mueras.
Lo que deseo es que seas tú quien me
telefonee por la mañana y me diga:
«¿Sabes qué, Mick? Tenías razón. Geri
no es una forma de tortura prohibida por
la Convención de Ginebra; no sé cómo
me las he apañado, pero he
sobrevivido…».
—Entonces ¿por qué te comportas
como si desearas mi muerte?
Pensándolo bien, supongo que no te
gustaría que fuera un tren; que
preferirías una muerte limpia, ¿no es
cierto? ¿Cómo te gustaría que fuera?
¿Que me ahorcara, es eso lo que te
gustaría, o que me tomara una
sobredosis…?
Se me habían pasado las ganas de
reírme. Me agarraba con fuerza a la
copa de vino, con tanta fuerza que pensé
que iba a hacerla añicos.
—No seas ridícula. Me comporto
como si quisiera que tuvieras un poco de
autocontrol. Sólo el suficiente como
para quedarte en casa de Geri durante
dos puñeteros días. ¿De verdad te
parece que es mucho pedir?
—¿Por qué debería hacerlo? ¿Qué
sucede, que este caso va a cerrar algo?
¿Acaso eres tan estúpido para pensar
que si lo arreglas compensarás lo que le
ocurrió a mamá? Porque si es así, me
dan ganas de vomitar, no te soporto, voy
a vomitar en tu bonito sofá…
—Esto no tiene nada que ver con
ella, ¡joder! Es una de las cosas más
estúpidas que he oído en la vida. Si no
se te ocurre nada con un poco más de
sentido, entonces quizá deberías
mantener la bocaza cerrada.
Yo no había perdido los estribos
desde que era adolescente, no de ese
modo y desde luego no con Dina, y me
pareció como conducir a ciento
cincuenta kilómetros por hora por una
autopista después de haber tomado seis
vodkas uno detrás de otro, una sensación
inmensa, letal y deliciosa. Dina se sentó
muy recta, inclinada sobre la mesita del
café, apuntándome con los dedos como
puñales.
—¿Lo ves? A esto es exactamente a
lo que me refiero. Esto es lo que te está
haciendo ese asunto. Nunca te enfadas
conmigo y ahora, mírate, mira cómo te
has puesto. Te gustaría pegarme, ¿no es
cierto? Dilo, venga, dilo de una vez,
dime cuánto te gustaría…
Tenía razón: me habría gustado
abofetearla. Una pequeña parte de mí
entendía que, si le pegaba, me quedaría
con ella, y ella también lo sabía. Dejé
mi copa sobre la mesita de centro, con
tranquilidad.
—No voy a pegarte.
—Venga, adelante, no pasa nada.
¿Qué diferencia hay? ¿Acaso va a ser
mejor si me arrojas al hogar infernal de
Geri, me escapo, no puedo venir a verte,
no consigo dominarme y me tiro al río?
Estaba casi encima de la mesita de
centro, ofreciéndome la mejilla, justo al
alcance de mi mano.
—No me abofeteas porque, claro,
eres demasiado bueno para eso y que
Dios te ampare por sentirte como el
malo de la película por una sola vez en
tu vida, pero en cambio sí que está bien
hacerme saltar de un puente, claro, eso
sí que está bien…
Un sonido a medio camino entre una
carcajada y un grito.
—¡Virgen Santa! No puedes ni
imaginarte lo cansado que estoy de
escuchar todo eso. ¿Crees que sólo eres
tú quien tiene ganas de vomitar? ¿Y qué
hay de mí? ¿Qué te parece que me
ocurre cuando tengo que tragarme esta
mierda cada vez que me doy media
vuelta? «Si no me llevas al Museo de
Cera, me voy a suicidan». «Si no me
ayudas a sacar todas mis cosas de mi
piso a las cuatro de la madrugada, me
voy a suicidan». «Si no te pasas la
noche escuchando mis problemas en
lugar de intentar salvar tu matrimonio
por última vez, me voy a suicidan». Sé
que es culpa mía, por haber cedido
siempre que me azotabas con esas
tonterías, pero esta vez no pienso
hacerlo. ¿Quieres suicidarte? Pues
adelante, hazlo. No quieres, pues no lo
hagas. Tú decides. Nada de lo que yo
haga servirá de nada, de todos modos.
Así que no me eches esa jodida carga
encima.
Dina me miró de hito en hito,
boquiabierta. El corazón me iba a
estallar entre las costillas; me costaba
incluso respirar. Al cabo de un
momento, arrojó su copa de vino al
suelo, esta rebotó en la alfombra y rodó
dibujando un arco rojo como sangre
derramada. Se puso en pie y se dirigió a
la puerta, agarrando su bolso de camino
a ella. Pasó deliberadamente tan cerca
de mí que su cadera chocó con mi
hombro; esperaba que la agarrara, que
me enfrentara a ella para que la obligara
a quedarse. No me moví.
—Será mejor que encuentres un
modo de acabar el trabajo. Si no vienes
a buscarme mañana por la noche, lo vas
a lamentar —dijo desde el umbral.
No me volví para mirarla. Al cabo
de un momento, cerró de un portazo a su
espalda y la oí dar un puntapié antes de
largarse corriendo por el pasillo.
Permanecí sentado inmóvil durante un
buen rato, agarrado a los brazos del
sillón para aquietar el temblor de mis
manos.
Escuché
mi
corazón
palpitándome en los oídos y entre el
susurro de los altavoces. Cuando
Debussy dejó de sonar, agucé el oído
para no perderme los pasos de Dina al
regresar.
Mi madre estuvo a punto de llevarse
a Dina con ella. En algún momento
después de la una de la madrugada,
durante nuestra última noche en Broken
Harbour, despertó a Dina, salió a
hurtadillas de la caravana y se encaminó
hacia la playa. Lo sé porque yo regresé
a medianoche, confuso y jadeando
después de haber estado tumbado en las
dunas con Amelia bajo un cielo como un
inmenso cuenco negro rebosante de
estrellas y, cuando abrí la puerta de la
caravana, el haz de luz de la luna los
iluminó a los cuatro, todos ellos
acurrucados y calentitos en sus literas.
Geri roncaba delicadamente. Dina dio
media vuelta y murmuró algo mientras
yo me metía en la cama vestido. Había
sobornado a uno de los mayores para
que nos comprara un botellón de sidra,
así que estaba medio borracho, pero
debió de transcurrir una hora antes de
que mi aturdimiento por el placer dejara
de zumbarme en la piel y lograra
conciliar el sueño.
Unas horas más tarde volví a
despertarme, sólo para cerciorarme de
que seguía siendo verdad. La puerta
estaba abierta, la luz de la luna y los
sonidos del mar inundaban la caravana
con su presencia, y había dos literas
vacías. La nota estaba encima de la
mesa. No recuerdo qué decía.
Probablemente se la llevara la policía;
probablemente podría buscarla en el
Departamento de Informes, pero no lo
haré. Lo único que recuerdo es la
posdata. Rezaba: «Dina es demasiado
pequeña para estar sin su madre».
Sabíamos dónde buscar: a mi madre
siempre le había encantado el mar. En
las pocas horas transcurridas desde que
yo había estado allí, la playa se había
transformado en algo oscuro y
huracanado.
Bramaba
un viento
creciente, las nubes se movían
rápidamente sobre la luna, conchas
afiladas me cortaban los pies desnudos
mientras corría, sin causarme dolor. A
Geri le faltaba el aire a mi lado; mi
padre corría hacia el mar bajo la luz de
la luna, con el pijama aleteando al
viento y moviendo los brazos como
aspas, un espantapájaros pálido y
grotesco. Gritaba «Annie, Annie,
Annie», pero el viento y las olas
ahogaban sus gritos en la nada. Nos
colgamos de sus mangas como niños. Yo
le grité al oído:
—¡Papá! ¡Papá! ¡Voy a buscar
ayuda!
Me agarró del brazo y me lo
retorció. Mi padre nunca nos había
hecho daño.
—¡No! ¡Ni se te ocurra! —gruñó.
Tenía los ojos en blanco. Tardé años
en darme cuenta de lo que había
sucedido entonces: aún pensaba que
podíamos encontrarlas con vida. Quería
salvarla de todas las personas que se la
habrían llevado de haber sabido lo que
pretendía.
Así que las buscamos nosotros.
Nadie nos oyó gritar «Mamá, Annie,
Dina, mamá, mamá, mamá», no a través
del viento y el mar. Geraldine
permaneció en tierra, peinando la playa,
escarbando en las dunas de arena y
arrancando matojos de hierbas a
zarpazos. Yo me metí en el agua con mi
padre, hasta la altura de los muslos.
Cuando se me durmieron las piernas, me
resultó más fácil seguir avanzando.
Durante el resto de aquella noche
(jamás imaginé cuánto había durado,
mucho más de lo que deberíamos haber
sido capaces de sobrevivir), luché
contra la corriente para mantenerme de
pie y tantee a ciegas el agua. En una
ocasión, mis dedos se enredaron en algo
y aullé pensando que eran los cabellos
de una de ellas, pero del agua salió un
bulto que no eran sino algas que se me
enroscaban en las muñecas y se me
quedaban pegadas cuando intentaba
zafarme de ellas. Horas después,
todavía encontré una tira fría de aquellas
algas enrollada alrededor de mi cuello.
Cuando el alba comenzó a conferir
un lóbrego tono gris blanquecino al día,
Geraldine encontró a Dina, escarbando
como un conejo, en un terrón de
barrones, con los brazos metidos hasta
los codos en la arena. Geri dobló las
largas briznas de hierba una a una y fue
sacando la arena a manos llenas, como
si estuviera liberando algo que pudiera
hacerse añicos. Finalmente, Dina quedó
sentada en la arena, temblando. Enfocó
la mirada en Geraldine y le dijo:
—Geri, he tenido pesadillas.
Luego vio dónde estaba y empezó a
gritar.
Mi padre se negaba a abandonar la
playa. Al final, envolví a Dina con mi
camiseta (estaba mojada de agua del
mar y la hizo temblar aún más), me la
eché sobre el hombro y la llevé de
regreso a la caravana. Geraldine avanzó
dando traspiés a mi lado, sosteniendo a
Dina en alto cuando se me escurría de
las manos.
Le sacamos el camisón. Estaba fría
como un pez y rebozada en arena. La
envolvimos en todas las prendas
calientes que encontramos. Las rebecas
de mamá olían a ella; quizá fuera eso lo
que hizo aullar a Dina como un cachorro
al recibir una patada, o quizá le hicimos
daño con nuestra torpeza. Geraldine se
desnudó como si yo no estuviera
delante, se metió en la litera de Dina con
ella y echó el edredón por encima de sus
cabezas. Las dejé allí y salí en busca de
alguien.
La luz se tornaba amarillenta y las
otras
caravanas
empezaban
a
despertarse. Una mujer con un vestido
veraniego llenaba su tetera bajo un grifo;
un par de niños pequeños bailaban a su
alrededor, salpicándose agua y gritando
entre risitas. Mi padre se había dejado
caer en la arena de la orilla, con las
manos colgando indefensas a los lados
mientras contemplaba el sol alzarse
sobre el mar.
Geri y yo estábamos cubiertos de
cortes y arañazos de la cabeza a los
pies. Los enfermeros nos limpiaron los
que tenían peor aspecto; uno de ellos
lanzó un silbido bajo al ver mis pies (yo
no entendí por qué hasta mucho
después). A Dina la trasladaron al
hospital, donde nos informaron de que
estaba físicamente bien, salvo por una
leve hipotermia. No dejaron que Geri y
yo nos la lleváramos a casa y
cuidáramos de ella hasta que se
convencieron de que mi padre no
pensaba hacer «ninguna tontería» y le
dieran el alta. Nos inventamos la
existencia de unas tías y les aseguramos
a los médicos que nos ayudarían.
Dos semanas después, el vestido de
nuestra madre apareció enredado en las
redes de pesca de un barco en
Cornualles. Yo lo identifiqué (mi padre
seguía sin poder levantarse de la cama y
no podía permitir que lo hiciera Geri,
así que sólo quedaba yo). Era su vestido
favorito, de seda, con flores verdes
sobre un fondo de color crema. Había
ahorrado para comprárselo. Solía
llevarlo a misa, cuando estábamos en
Broken Harbour y los domingos, cuando
íbamos a comer al Lynch’s y
paseábamos por la playa. Le confería el
aspecto de una bailarina, de una
muchacha salida de una postal que ríe y
camina de puntillas. Cuando lo vi
extendido sobre la mesa de la comisaría
de policía estaba manchado de marrón y
verde, de todas las cosas innombrables
que se habían arremolinado a su
alrededor en el agua, que lo habían
manoseado, acariciado y ayudado en su
largo viaje. Podría no haberlo
reconocido, pero sabía qué buscaba:
Geri y yo nos habíamos dado cuenta de
su ausencia cuando empaquetamos las
cosas de mi madre para dejar la
caravana.
Eso fue lo que Dina había oído en la
radio, con mi voz girando a su
alrededor, el día que asumí este caso.
«Muerto, Broken Harbour, descubrió el
cuerpo, el forense del Estado está en la
escena del crimen». La posibilidad de
que ocurriera algo como aquello nunca
había cruzado por su mente; las reglas
de la probabilidad y la lógica, los
patrones nítidos de rayas continuas y
ojos de gato que nos mantienen en la
carretera cuando el clima es adverso no
significan nada para Dina. El galimatías
de su mente había saltado a los
humeantes restos del naufragio, a los
crujidos de una hoguera, y había acudido
a mí.
Nunca nos contó qué sucedió aquella
noche. Geri y yo habíamos intentado que
lo hiciera un par de miles de veces, para
pillarla con la guardia baja. Le
preguntábamos
cuando
estaba
adormilada frente a la tele o mirando las
musarañas a través de la ventanilla del
coche. Pero lo único que obteníamos por
respuesta era un simple y llano «Tuve
pesadillas», y sus ojos azules
desviándose rápidamente hacia la nada.
Cuando tenía trece o catorce años
empezamos a darnos cuenta, poco a
poco y sin que ello nos sorprendiera
realmente, de que algo fallaba. Había
noches en que se sentaba en mi cama o
en la de Geri y hablaba a toda velocidad
hasta el amanecer, acelerada y frenética
sobre algo que apenas podíamos
traducir, enojada con nosotros por no ser
capaces de entenderla; días en los que
llamaban de la escuela para decir que
tenía la mirada fija, vidriosa,
aterrorizada, como si sus compañeros de
clase y sus profesores se hubieran
transformado en formas sin sentido que
gesticulaban y parloteaban; o los
caminillos de uñas marcadas que le
formaban costra en los brazos. Yo
siempre había sabido que aquella noche
algo había corroído en el fondo de la
mente de Dina. ¿Cuál, si no, podría ser
la causa?
«No existe un porqué». Aquel
aturdimiento volvió a apoderarse de mí.
Pensé en globos desamarrados y
elevándose en el cielo, estallando en el
delgado aire por la presión de su propia
ingravidez.
Oí el ir y venir de pasos por el
pasillo, pero ninguno de ellos se detuvo
en mi puerta. Geri llamó en dos
ocasiones; no respondí. Cuando fui
capaz de ponerme en pie, cubrí la
alfombra con papel de cocina hasta
absorber todo el vino posible. Esparcí
sal sobre la mancha y dejé que surtiera
efecto. Vertí el resto del vino por el
fregadero, tiré la botella a la papelera
de reciclaje y lavé las copas. Luego
busqué una cinta de celo y un par de
tijeras de manicura, me senté en el suelo
del salón y me dediqué a pegar las
páginas que Dina había arrancado de los
libros, recortando la cinta a ras del
papel, hasta que el montón de libros
destrozados se convirtió en una pila
ordenada de remiendos y pude empezar
a colocarlos de nuevo en las estanterías,
en orden alfabético.
Capítulo 15
Dormí en el sofá, para asegurarme de
que incluso el giro más silencioso de
una llave en la cerradura me despertaría.
Aquella noche encontré a Dina cuatro o
cinco veces: acurrucada durmiendo en el
umbral de casa de mi padre, gritando y
riendo en una fiesta mientras alguien
bailaba descalzo al ritmo de unos
tambores salvajes; en la bañera,
boquiabierta y con los ojos como platos
bajo una película de agua cristalina, con
los cabellos flotando alrededor… Cada
una de las veces, al despertarme, estaba
de pie y de camino a la puerta.
Dina y yo nos habíamos discutido
anteriormente, en sus peores etapas.
Jamás de aquella manera, pero de vez en
cuando algo que a mí me parecía
insignificante la había hecho estallar de
ira y lanzarme algo mientras se dirigía
hacia la puerta. Siempre había salido
corriendo tras ella. La mayoría de las
veces le había dado alcance al cabo de
unos segundos, pues se había entretenido
fuera esperando a que acudiera en su
busca. Incluso en las pocas ocasiones en
las que había logrado esquivarme o en
que se había enfrentado a mí a voz en
grito hasta que yo retrocedía antes de
que alguien llamara a la policía y
acabara encerrada en un manicomio, la
había perseguido, buscado, telefoneado
y le había enviado mensajes de texto
hasta dar con ella y persuadirla para que
regresara a mi casa o a la de Geri. En el
fondo, era lo que Dina quería: que la
encontraran y la llevaran de vuelta a
casa.
Me desperté temprano, me duché, me
afeité, me preparé un desayuno ligero y
mucho café. No llamé a Dina. En cuatro
ocasiones empecé a escribirle un
mensaje, pero en las cuatro lo borré. De
camino al trabajo no me desvié para
pasar frente a su piso ni me arriesgué a
tener un accidente mientras alargaba el
cuello para escudriñar a cualquier chica
delgada con melena oscura que pasara
cerca de mí: si quería contactar
conmigo, sabía dónde encontrarme. Mi
propio atrevimiento me dejó sin aliento.
Notaba las manos temblorosas, pero, al
mirarlas, posadas sobre el volante,
parecían estables y fuertes.
Richie estaba ya en su escritorio,
con el teléfono pegado a la oreja,
mientras hacía rodar su silla adelante y
atrás y escuchaba una alegre musiquita
de espera lo bastante alta como para
llegar hasta mis oídos.
—Empresas de control de plagas —
me anunció, señalando con la cabeza una
hoja impresa que tenía sobre la mesa—.
He probado todos los números que le
facilitaron a Pat en el foro de debate,
pero no ha habido suerte. Eso de ahí es
un listado de todos los exterminadores
de Leinster, veremos si obtenemos algún
resultado.
Me senté y descolgué mi teléfono.
—Aunque no saques nada, no
podemos asumir que no haya nada por
obtener. Hoy en día, hay mucha gente
por ahí suelta trabajando en negro. Si
alguien no declaraba sus ingresos a
Hacienda, ¿crees que nos lo va a contar
a nosotros?
Richie abrió la boca para decir algo,
pero la música de espera se cortó y
arrastró la silla hacia su escritorio.
—Buenos días, al habla el detective
garda
Richard
Curran.
Busco
información acerca de…
Ningún mensaje de Dina; no es que
esperara recibir ninguno, pues ni
siquiera tenía mi número del trabajo,
pero una parte de mí había albergado un
resquicio de esperanza. Había uno del
doctor Dolittle y sus rastas diciendo que
había comprobado el foro de casa y
jardín y, caramba, la gente parecía estar
majareta. Según él, los esqueletos
alineados podían ser obra de un visón,
pero la idea de una mascota exótica
abandonada también era una opción
plausible y, desde luego, había gente
perfectamente capaz de pasar un glotón
de contrabando y despreocuparse
después de los cuidados que debía
prestarle. Tenía previsto darse un paseo
por Brianstown durante el fin de semana
y buscar algún indicio de «algo
divertido». También había un mensaje
de Rieran, cuyo mundo, a las ocho de la
mañana del viernes ya había empezado a
atronar con drum and bass; me pedía
que lo telefonease.
Richie colgó, sacudió la cabeza
mirándome y empezó a marcar de nuevo.
Yo le devolví la llamada a Kieran.
—¡Colega! Espera un segundo.
Una pausa mientras bajaba la música
a un volumen que implicaba que apenas
tenía que gritar.
—He comprobado la cuenta del tal
Pat-el-colega en ese foro de casa y
jardín: no hay mensajes privados, ni
entrantes ni salientes. Podría haberlos
borrado, pero, para verificarlo,
necesitaríamos enviar una citación a los
propietarios del sitio web. Básicamente,
ese era el motivo de mi llamada, para
informarle de que estamos llegando a un
punto muerto. El programa de
recuperación de datos ha concluido su
tarea y hemos verificado todos los
resultados que ha arrojado. No hay más
publicaciones sobre comadrejas o lo
que sea en ningún punto del historial de
ese ordenador. Literalmente, lo más
interesante que nos ha aportado es el
correo electrónico que un idiota le
reenvió a Jenny Spain acerca de unos
extranjeros que secuestraron a un niño
en un centro comercial y le raparon el
pelo en los lavabos, lo cual sólo resulta
interesante porque debe de ser la
leyenda urbana más vieja del mundo y
no concibo que todavía haya personas
que siguen creyéndosela. Si de verdad
quiere averiguar qué vivía en el desván
de su hombre y supone que lo reveló en
internet, el siguiente paso sería presentar
una solicitud al proveedor de servicios
de internet de las víctimas y mantener
los dedos cruzados para que conserven
un registro de los sitios web visitados.
Richie colgó de nuevo; apoyó una
mano sobre el teléfono y, en lugar de
marcar otro número, me observó,
expectante.
—No tenemos tiempo para eso —
dije—. Nos quedan menos de dos días
para presentar cargos contra Conor
Brennan o dejarlo en libertad. ¿Hay algo
en su ordenador que debamos saber?
—Por ahora no. No hay enlaces que
conduzcan a las víctimas: ni visitas a las
mismas páginas web ni intercambio de
correos electrónicos. Además, no veo
ningún dato eliminado en los últimos
días, de manera que diría que no borró
nada interesante al saber que íbamos a
por él, a menos que lo hiciera tan bien
que no podamos descubrirlo y,
perdóneme si le parezco arrogante, pero
lo dudo mucho. Básicamente, apenas ha
tocado su ordenador en los últimos seis
meses. Revisaba su correo electrónico
de vez en cuando, se ocupaba del
mantenimiento de un par de páginas web
y estuvo viendo un puñado de
documentales de animales del National
Geographic en línea, pero poca cosa
más. No parece un tipo en busca de
emociones fuertes, la verdad.
—De acuerdo —respondí—. Seguid
revisando el ordenador de los Spain. Y
mantenme al día.
Pude oír el encogimiento de
hombros en la voz de Rieran.
—De acuerdo, colega. A ver si
encontramos la aguja en el pajar. Le
llamo luego.
Por un segundo traicionero, pensé en
desistir. ¿Qué importaba lo que Pat
hubiera contado en el ciberespacio
sobre su problema con las alimañas? Lo
único que conseguiríamos era dar a la
gente otro motivo para tacharlo de
chalado. Pero Richie me observaba,
esperanzado como un cachorrillo al ver
su correa, y se lo había prometido.
—Sigue con eso —le dije,
señalando con la cabeza el listado de
control de plagas—. Tengo una idea.
A pesar de estar sometido a una gran
presión, Pat había sido un tipo
organizado y eficiente. En su lugar, yo
no me habría tomado la molestia de
reescribir mi saga de publicaciones al
cambiar de foro de debate. Quizá, en la
escala de Rieran, Pat no se tratara de
ningún genio de la informática, pero me
apostaba lo que fuera a que sabía cómo
copiar y pegar.
Recuperé
sus
publicaciones
originales, la de Wildwatcher y la del
foro de casa y jardín, y empecé a pegar
frases en Google. Bastaron cuatro
intentos para que apareciera un nuevo
comentario de Pat-el-colega.
—Richie —lo llamé.
Richie ya estaba moviendo su silla
hacia mi escritorio.
El sitio web era estadounidense, un
foro de cazadores. Pat había empezado a
participar en él a finales de julio, casi
dos meses después de estallar en llamas
en la página de casa y jardín: se había
dedicado a lamerse las heridas durante
un tiempo o a buscar el lugar de consulta
idóneo, o quizá su necesidad de ayuda
hubiera tardado en alcanzar un punto que
no podía ignorar.
El tono apenas había cambiado.
«Lo oigo casi todos los días,
pero no sigue un patrón definido;
pueden ser cuatro o cinco veces
en un día o una noche, y en otras
ocasiones permanece en silencio
durante 24 horas. He tenido un
monitor de vídeo para bebés
instalado en el altillo, pero no ha
habido suerte. Me pregunto si el
bicho debe de ocupar el hueco
que queda entre el suelo del
desván y el techo de la
habitación que hay debajo. He
intentado comprobarlo con una
linterna, pero no veo nada. Tengo
previsto dejar la trampilla del
altillo abierta y colocar otro
monitor de vídeo apuntando
hacia la abertura, para ver si esa
cosa se envalentona y decide
salir a explorar. (Cubriré la
trampilla con malla de alambre
para que no aparezca en la
almohada de uno de mis hijos, no
os preocupéis. No me he vuelto
completamente
loco…
¡todavía!)».
—Aguarda un momento —dijo
Richie—. En el foro de casa y jardín,
Pat se puso hecho una fiera porque no
quería que Jenny supiera nada de esto,
no quería asustarla. ¿Recuerdas? Y, sin
embargo, ahora pensaba colocar ese
monitor en el descansillo. ¿Cómo
pretendía ocultárselo?
—Quizá no quisiera hacerlo. Los
matrimonios conversan de vez en
cuando, muchacho. Quizá Pat y Jenny se
sinceraron en algún momento a lo largo
de ese tiempo y ella se puso al día de
todo lo relacionado con esa cosa del
desván.
—Sí —replicó Richie. Había
empezado a mover nerviosamente una
rodilla—. Quizá.
«Pero, dado que el primer
monitor no ha servido de nada,
me preguntaba si a alguien se le
ocurre alguna otra idea. Como de
qué especie puede tratarse o qué
cebo podría atraerlo. POR
FAVOR, por lo que más queráis,
no me digáis que ponga veneno
ni que llame a un exterminador,
porque esas opciones están
descartadas, fin de la historia.
Aparte de eso, ¡¡cualquier idea
será bienvenida!!».
Los cazadores le proporcionaron la
lista de sospechosos habituales, esta vez
inclinados en su mayoría hacia la opción
del visón (coincidían con el doctor
Dolittle respecto a los esqueletos
alineados). En cuanto a las soluciones,
no obstante, eran mucho más expeditivos
que en los otros foros. Al cabo de pocas
horas, un tipo le había aconsejado a Pat:
«¡Al diablo con las trampas
para
ratones!
¡Eso
son
chorradas! Es hora de hacerse
con un armamento decente. Lo
que necesitas es una trampa de
verdad. Echa un vistazo a estas».
El enlace te llevaba a un sitio web
que debía de ser lo más parecido a una
tienda de golosinas para cazadores:
páginas y páginas de trampas destinadas
a atrapar toda suerte de bichos, desde
ratoncitos hasta osos, y para todo tipo de
personas, desde los amantes de los
animales hasta los sádicos más salvajes,
todo ello descrito con una jerga cariñosa
y a medias comprensible.
«Tres opciones. Uno: hazte
con una trampa que te permita
atraparlo con vida; son las que
parecen jaulas de alambre; no le
harás daño. Dos: hazte con un
cepo, una trampa para sujetarle
una pata, las que te vienen a la
memoria cuando piensas en las
trampas que has visto en las
películas;
conseguirás
inmovilizar a tu presa hasta que
vuelvas a por ella, pero ten
mucho cuidado ya que, en
función del animal que sea,
podría hacer mucho ruido; si
crees que eso podría molestar a
tu mujer o a los críos, descártala.
Y tres: hazte con una trampa
Conibear; le rompe el pescuezo
a la presa y la aniquila casi de
inmediato. Escojas lo que
escojas, que mida unos diez
centímetros con las fauces
abiertas. Buena suerte. Y procura
no pillarte los dedos».
En su siguiente publicación, Pat
parecía mucho más feliz: de nuevo, la
perspectiva de tener un plan suponía
para él una gran diferencia.
«Tío, muchísimas gracias,
me estás salvando el culo. Te
debo una. Creo que voy a
comprar una de las segundas,
para atraparlo por la pata. Tal
vez parezca raro, pero no quiero
matar a ese bicho, al menos no
hasta que le haya echado un
vistazo, y creo que tengo derecho
a enfrentarme a él cara a cara.
Aunque, después de todas las
molestias que me ha causado,
tampoco
me
apetece
preocuparme por no hacerle
daño. Que se joda, llevo
demasiado tiempo sufriéndolo;
ahora le ha llegado el turno de
sufrirme a mí, para variar, y no
pienso
desperdiciar
oportunidad».
mi
Richie tenía las cejas arqueadas.
—Encantador —comentó.
Casi deseé no haber cedido a la
tentación de investigarlo y haber
delegado todo aquel asunto en Kieran.
—Los tramperos llevan toda la vida
utilizando cepos —repliqué—. Eso no
los convierte en unos sádicos
psicópatas.
—¿Recuerdas lo que dijo Tom?
Puedes conseguir trampas que no
provocan heridas tan graves al animal,
pero Pat no quiso ninguna de esas. Tom
dijo que cuestan unos pocos euros más y
supuse que sería por eso, pero… —
Richie se pasó la lengua por los dientes
y sacudió la cabeza—. Creo que me
equivocaba, tío. No fue por el dinero.
Pat quería hacerle daño.
Seguí el hilo de las publicaciones.
Otro usuario no parecía muy
convencido.
«Colocar un cepo dentro de
casa es una idea absurda.
Piénsatelo bien. ¿Qué vas a
hacer con tu presa? Entiendo que
quieras contemplarla o lo que
sea, pero ¿y luego? No podrás
agarrarla sin más y sacarla de tu
casa. Te arrancará la mano de
cuajo. En el bosque, le disparas
y se acabó, pero yo te
recomendaría que no instalaras
un cepo en el desván. Poco
importa lo fantástica que sea tu
mujer… porque a ninguna le
gusta tener agujeros de bala
decorando sus bonitos techos».
Pat no se inmutó.
«Seré sincero contigo: ni
siquiera me había planteado
pensar qué haré una vez haya
atrapado a ese bicho. Me había
concentrado en cómo me sentiré
cuando suba ahí arriba y lo vea
en la trampa. Te juro que no
recuerdo la última vez que
esperaba algo con tantas ganas.
¡Me siento como un niño en
Nochebuena! No estoy seguro de
qué haré después. Si decido
matarlo, supongo que podría
golpearle la cabeza con algún
objeto contundente».
—«Golpearle la cabeza con algún
objeto contundente» —dijo Richie—.
Como alguien hizo con Jenny.
Continué leyendo.
«De otro modo, si decido
soltarlo, podría dejarlo en la
trampa hasta que caiga rendido y
no tenga fuerzas para atacarme,
luego envolverlo con una manta,
llevármelo a la montaña y
dejarlo en libertad, ¿no? ¿Cuánto
tardaría en cansarse lo suficiente
para hacer de ese bicho un
animal
inofensivo?
¿Unas
cuantas horas o unos cuantos
días?».
Un
escalofrío
me
recorrió
la
columna. Noté los ojos de Richie
posados en mí: Pat, el pilar de la
sociedad, soñando despierto con que un
bicho agonizara durante tres días sobre
las cabezas de su mujer y sus hijos. No
alcé la vista.
El tipo que albergaba dudas sobre el
cepo seguía sin estar convencido:
«No es posible saberlo con
exactitud.
Hay
demasiadas
variables en juego. Depende de
cuál sea la presa, de cuándo fue
la última vez que comió o bebió,
de las lesiones que le cause la
trampa y de si intenta roerse la
pata para escapar. Y aunque
parezca
inofensivo,
podría
volver en sí una última vez
cuando intentes liberarle la pata
y darte un mordisco. En serio,
colega… Llevo haciendo esto
mucho tiempo y te aseguro que
es una idea pésima. Hazte con
otra cosa, no con un cepo».
Pat tardó un par de días en contestar.
«Demasiado tarde. ¡Ya lo he
encargado! Al final he apostado
por algo un poco más grande de
lo que me habíais recomendado.
Pensé ¡qué demonios!, más vale
prevenir que curar, ¿no es
cierto?».
Emoticonos riendo y revolcándose
por el suelo.
«Ahora sólo me queda
esperar a atrapar a ese bicho y
decidir qué hacer con él.
Probablemente me limite a
observarlo durante un tiempo y
espere a ver si me inspiro».
Esta vez Richie no levantó la vista.
El mismo escéptico señalaba que
aquello no era ningún espectáculo para
recrearse la vista:
«Las trampas no son para
torturar. Cualquier trampero
decente recoge su presa lo antes
posible. Lo siento, amigo, pero
este asunto pinta mal. Me da
igual lo que tengas en las
paredes,
tienes
problemas
peores».
Pat no se dio por aludido.
«Claro, pero este es el
problema que estoy abordando
ahora, ¿de acuerdo? ¿Quién
sabe? Quizá cuando vea al
animal
ahí
atrapado
me
compadezca de él. Aunque,
sinceramente, lo dudo. Mi hijo
tiene tres años y lo ha oído
varias veces. Es un pequeñajo
con agallas, no se asusta
fácilmente, pero esa cosa lo
tiene aterrorizado. Hoy me ha
dicho: “¿Puedes subir a matarlo
con una pistola, papi?”. ¿Qué se
suponía que debía contestarle?
“No, lo siento, hijito, ni siquiera
he podido ver a ese maldito
capullo”. Le he dicho que por
supuesto, así que os aseguro que
me cuesta mucho imaginarme
compadeciéndome de ese bicho,
sea lo que sea. Nunca le he
hecho daño deliberadamente a
nadie en toda mi vida. Bueno, tal
vez a mi hermano pequeño
cuando éramos críos, pero quién
no lo ha hecho. Sin embargo,
esto es diferente. Y si no lo
entendéis, lo siento en el alma».
La trampa tardó un tiempo en llegar
y la espera pasó factura a Pat. El
veinticinco de agosto regresó al foro:
«Bien, creo que tengo un
problema (bueno, más de lo
mismo). Esa cosa ha salido del
desván. Ahora desciende por las
paredes. Empecé oyéndolo en el
salón, siempre en un punto
concreto, junto al sofá, así que
hice un agujero en la pared e
instalé un monitor. Nada, el
bicho se trasladó a la pared del
pasillo. Cuando instalé un
monitor allí, se marchó a la
cocina, etc., etc., etc. Os juro que
cualquiera diría que pretende
volverme
loco
sólo
por
diversión. Sé que es imposible,
pero es la sensación que tengo.
En cualquier caso, se está
envalentonando.
En
cierto
sentido, creo que puede ser
positivo, porque, si sale de las
paredes a un espacio abierto, es
más probable que pueda echarle
un vistazo, pero ¿debería
preocuparme
que
pueda
atacarnos?».
El tipo que había sugerido la página
web de venta de trampas estaba
impresionado.
«¡Joder! ¿Agujeros en las
paredes? Tu mujer debe de ser
de otro mundo. Si yo le dijera a
mi esposa que quiero agujerear
las paredes, me echaría a
patadas».
Pat sonaba complacido (una hilera
de caritas verdes sonrientes).
«Sí, tío, es una auténtica
joya. Una entre un millón. No es
que esté demasiado contenta,
porque TODAVÍA no ha oído
ninguno de los ruidos realmente
graves, sólo alguna rascada
ocasional que uno podría atribuir
a un ratón o a una urraca, pero le
parece bien, dice que, si es lo
que necesito, adelante. Ahora
entendéis por qué TENGO que
atrapar a esa cosa, ¿verdad? Ella
se lo merece. En realidad, se
merece un abrigo de visón y no
un visón medio muerto, pero si
eso es lo mejor que puedo darle,
entonces os aseguro que lo
tendrá».
—Fíjate en la hora de las
publicaciones —comentó Richie en voz
baja. Deslizó el dedo por la pantalla,
desplazándose por el horario junto a las
entradas—. Pat escribe siempre muy
tarde.
El foro estaba configurado con el
huso horario de la Costa Oeste de
Estados Unidos. Hice los cálculos: Pat
se conectaba a las cuatro de la
madrugada.
El escéptico quería saber más.
«¿A qué viene esa chorrada
de los monitores para bebés?
Créeme, no soy ningún experto
en la materia, pero no graban,
¿verdad? Ese bicho podría estar
bailando una polca en tu desván
mientras tú vas a cambiarle el
agua al canario y, si no estás ahí
para verlo justo en ese momento,
los monitores no sirven para una
mierda. ¿Por qué no te haces con
unas cámaras de vídeo y lo
grabas?».
A Pat no le gustó la sugerencia.
«Porque no; NO QUIERO
grabarlo. ¿De acuerdo? Quiero
atrapar al bicho real en un
momento real en mi casa real.
Quiero mostrárselo a mi esposa
real. Cualquiera puede obtener
imágenes de un animal. YouTube
está lleno de ellas. Lo que yo
necesito es atrapar al ANIMAL.
De todos modos, creo que no te
he pedido consejo sobre la
tecnología que utilizo, sólo sobre
qué hacer con esta cosa que
corretea por las paredes. Si
crees que no puedes ayudarme,
tranquilo. Estoy seguro de que
hay muchas otras consultas que
podrían
servirse
de
tu
genialidad».
El tipo de las trampas intentó
apaciguarlo.
«Eh, tío, no te preocupes
porque baje por las paredes.
Arregla los agujeros y olvídate
del tema hasta que recibas la
trampa. Hasta entonces, todo lo
que hagas será en vano. Procura
tomártelo con calma y espera».
Pat no parecía convencido.
«Sí, quizá. Os mantendré al
corriente. Gracias».
—Sin embargo, no reparó los
agujeros, ¿no es cierto? —apuntó Richie
—. Si hubiera colocado malla de
alambre o los hubiera cubierto con algo,
habríamos visto las marcas. Los dejó tal
cual.
No añadió nada más: en algún
momento, las prioridades de Pat habían
cambiado.
—Quizá los disimuló con los
muebles —aventuré.
Richie no contestó.
A finales de agosto, Pat recibió por
fin la trampa.
«¡¡¡Ha llegado hoy!!! Es
preciosa. Al final opté por una
clásica, con dientes. ¿Qué
sentido tiene hacerse con una
trampa si no se parece a las que
veías en las películas cuando
eras niño? Me pasaría el día
sentado acariciándola como un
villano de James Bond —más
caritas sonrientes—, pero será
mejor que suba a colocarla antes
de que mi esposa regrese a casa.
No le entusiasma demasiado la
idea, y la trampa tiene una pinta
letal, cosa que a mí me parece
bien pero a ella quizá no tanto…
¿Algún consejo?».
Un par de personas le sugerían que
tuviera cuidado de no pillarse los dedos
en el cepo: al parecer, eran ilegales en
la mayoría de los países del mundo
civilizado. Me pregunté cómo había
podido
pasar
por
la
aduana.
Probablemente, el vendedor la había
marcado como «objeto decorativo
clásico» y había cruzado los dedos.
Pat no parecía preocupado.
«Bueno, me arriesgaré; sigue
siendo mi casa (al menos hasta
que el banco venga a reclamarla)
y tengo que protegerla, así que
puedo instalar la trampa que me
apetezca. Os mantendré al tanto
de los progresos. Me muero de
ganas».
Estaba tan cansado que se me
empezaban a cruzar los cables. Las
palabras saltaban de la pantalla como
una voz que me hablaba al oído,
sobreexcitada.
Me
sorprendí
inclinándome sobre el ordenador para
escucharla mejor.
Pat regresó al foro una semana
después, pero esta vez el tono parecía
mucho más contenido.
«Bueno, he probado con
carne picada cruda como cebo,
pero no ha habido suerte. Lo he
intentado también con un bistec
crudo, porque es más sangriento
y pensé que quizá eso podría ser
de ayuda, pero tampoco ha
funcionado. Lo dejé en la trampa
durante tres días para que lo
olfateara, pero tuve que sacarlo
cuando comenzó a apestar. Nada.
Estoy
empezando
a
preocuparme. No tengo ni idea
de qué voy a hacer si esto no da
resultado. La próxima vez lo
probaré con un cebo vivo. Por
favor, muchachos, cruzad los
dedos por mí.
»Y hay otra cosa rara.
Cuando subí para quitar el bistec
(antes de que apestara tanto que
mi mujer lo oliera, porque no
quería que lo descubriera) había
una pila de cosas en un rincón
del desván. Seis guijarros muy
erosionados, como piedrecitas
de la playa, y tres conchas
marinas, viejas, blancas y secas.
No estoy seguro de que no
estaban ahí antes. ¿Qué coño está
pasando?».
A nadie en el foro parecía
preocuparle. La opinión general era que
Pat invertía demasiado tiempo y espacio
mental en aquel asunto y se preguntaban
qué importancia tenía que hubiera unas
cuantas piedras en el desván. El
escéptico quería saber por qué
continuaba empecinado en el asunto:
«En serio, tío, ¿por qué
intentas convertir esto en un
culebrón? Echa un poco de
veneno, sal a tomarte un par de
cervezas y olvídate de una vez
por todas del tema. Podrías
haberlo hecho hace meses.
¿Existe alguna razón por la que
no lo hayas hecho aún?».
A las dos de la madrugada del día
siguiente, Pat regresó hecho un
basilisco.
«Está bien, ¿quieres saber
por qué no quiero utilizar
veneno? Pues te lo voy a
explicar. Mi mujer piensa que
me he vuelto loco. ¿De acuerdo?
No deja de decirme que no, que
no es verdad, que sólo estoy
nervioso, pero la conozco muy
bien y sé lo que piensa. No lo
entiende; lo intenta, pero cree
que todo esto es fruto de mi
imaginación. Necesito mostrarle
ese animal; a estas alturas, con
oír los ruidos solamente no voy a
conseguir convencerla. Tiene
que VERLO en carne y hueso
para saber que: uno, todo esto no
es ninguna alucinación mía o,
dos, no estoy exagerando algo
tan estúpido como un ratón o lo
que sea. De otro modo, va a
acabar dejándome y llevándose a
los críos. Y NO PIENSO
PERMITIR QUE OCURRA. Mi
mujer y esos niños son lo único
que tengo. Si echo veneno, el
animal podría irse a morir a
algún otro sitio y ella nunca
sabría que ha existido. Pensaría
que me volví loco y que luego
me repuse y siempre estaría
alerta por si me descarrío otra
vez. Antes de que digas nada, SÍ,
he pensado en tapiar el agujero
antes de echar el veneno, pero,
entonces, ¿qué pasará si dejo a
esa alimaña fuera en lugar de
encerrarla dentro y se marcha
para siempre? Así que, ya que lo
preguntas, no pienso utilizar
veneno porque adoro a mi
familia. Y ahora, VETE A LA
MIERDA».
Richie emitió un leve silbido al
tiempo que se acercaba más a la
pantalla, a mi lado, pero ninguno de los
dos levantó la vista. El escéptico
publicó una carita sonriente que guiñaba
un ojo; otro usuario envió un emoticono
cuyo dedo apuntaba hacia su sien y
alguien aconsejó a Pat que se tomara las
azules antes de las amarillas. El tipo de
las trampas les pidió que lo dejaran en
paz.
«Muchachos,
basta.
Yo
quiero saber qué atrapa. Si lo
hacéis enfadar y no vuelve a
conectarse, entonces ¿qué? Pat-
el-colega, no hagas caso a estos
imbéciles. Sus madres no les
enseñaron buenos modales.
Consigue un cebo vivo y
pruébalo. Los visones son
asesinos. Si es un visón, no
podrá resistirse. Y luego
cuéntanos qué atrapas».
Pat desapareció. Durante los días
siguientes
hubo
quien
bromeó
proponiendo que el tipo de las trampas
viajara a Irlanda para cazar aquella cosa
él mismo, así como también algunas
especulaciones ligeramente compasivas
acerca del estado mental y el
matrimonio de Pat («Estas son el tipo de
cosas por las que yo sigo soltero»).
Después todo el mundo cambió de tema.
El cansancio empezaba a hacer mella en
mi cerebro: por una milésima de
segundo de confusión, me preocupé
porque Pat no escribiera y me pregunté
si deberíamos presentarnos en Broken
Harbour para comprobar si se
encontraba bien. Agarré una botella de
agua y me la presioné contra el cuello
para refrescarme.
Dos semanas después, el veintidós
de septiembre, Pat regresó, y lo hizo en
peor forma.
«¡¡POR FAVOR, LEED
ESTO!! Tuve algunos problemas
para conseguir cebo vivo;
finalmente, fui a una tienda de
mascotas y compré un ratón. Lo
coloqué sobre una de esas
planchas con pegamento y lo
metí dentro de la trampa. El
pobrecillo chillaba como un loco
y me hizo sentir fatal, pero no
tenía más remedio, ¿vale? Me
quedé mirando el monitor
prácticamente
CADA
SEGUNDO, TODA LA NOCHE.
Juro sobre la tumba de mi madre
que sólo cerré los ojos unos
veinte minutos en torno a las
cinco de la madrugada; no
quería, pero estaba hecho polvo
y eché una cabezadita. Cuando
me desperté, el ratón y la
plancha de pegamento HABÍAN
DESAPARECIDO.
NO
ESTABAN. El cepo NO SALTÓ.
Seguía
COMPLETAMENTE
ABIERTO. Esta mañana, en
cuanto mi mujer se ha llevado a
los críos a la escuela, he subido
al desván para comprobarlo: la
trampa está abierta, el ratón y el
tablero con pegamento han
desaparecido. ¡¡¡¡¿Qué coño está
pasando?!!!! ¿Cómo ha podido
hacer algo así UN ANIMAL?
¿¿¿Y qué hago yo ahora??? No
puedo explicárselo a mi mujer,
porque no lo entiende. Si se lo
cuento, va a pensar que soy un
lunático.
¿¿¿QUÉ
PUEDO
HACER???».
Sentí una repentina oleada de
nostalgia por aquella primera vez en que
recorrimos la casa, sólo tres días atrás,
cuando pensé que Pat era un perdedor
que escondía un alijo de droga en las
paredes y Dina se encontraba a salvo
preparando sándwiches para ejecutivos.
Si eres bueno en este oficio, y yo lo soy,
cada paso en un caso de homicidios te
hace avanzar en una única dirección:
hacia el orden. Nos arrojan montones de
escombros sin sentido y los ordenamos
hasta que conseguimos sacar el lienzo de
las tinieblas y exponerlo a la luz del día,
sólido, completo, claro. Bajo todo el
papeleo y el politiqueo, en eso consiste
nuestro trabajo; y es ese corazón frío y
resplandeciente lo que yo adoro con
cada fibra del mío. Pero este caso era
distinto. Tenía la sensación de estar
retrocediendo, de que la fiereza de su
reflujo feroz nos arrastraba. Cada paso
nos sumía más en el caos, nos enredaba
entre los rizos de la locura y tiraba de
nosotros hacia el fondo.
El doctor Dolittle y Kieran, el
técnico informático, se lo estaban
pasando en grande: la locura siempre se
antoja una gran aventura cuando lo único
que tienes que hacer es pulsar una tecla
aquí o allá, mirar boquiabierto el
desbarajuste que se presenta ante ti,
despojarte de los residuos en la
seguridad de tu hogar y luego ir al pub y
contarles a tus amigos esa historia tan
entretenida. Pero yo no me estaba
divirtiendo tanto como ellos. Y
entonces, se coló en mi mente con un
pinchazo de intranquilidad: Dina quizá
había acertado en algo relacionado con
este caso, aunque tal vez no en el sentido
que ella creía.
La mayoría de los cazadores se
habían olvidado de Pat y su epopeya
(más emoticonos sonrientes señalándose
la sien con el dedo, alguien que quería
saber si había luna llena en Irlanda…).
Algunos empezaron a tomarle el pelo:
«¡¡¡Tío, creo que tienes uno
de estos!!! ¡¡¡Hagas lo que hagas,
no dejes que se acerque al
agua!!!».
El enlace conducía a la imagen de un
gremlin.
El trampero continuaba intentando
tranquilizarlo.
«No te desanimes, Pat-elcolega. Piensa en el lado
positivo: al menos ahora sabes
qué clase de cebo le gusta. La
próxima vez, sólo tienes que
fijarlo un poco mejor. Estás a
punto de resolverlo. Y otra cosa.
No pretendo acusar a nadie de
nada, entiéndeme, es algo que se
me ha ocurrido. ¿Qué edad
tienen tus hijos? ¿Son lo bastante
mayorcitos como para creer que
volver loco a su padre podría
resultar divertido?».
A las 4.45 de
siguiente, Pat contestó:
la
madrugada
«Gracias, tío. Sé que intentas
ayudar, pero esta trampa no
funciona. No tengo ni idea de
qué
más
probar
ahora.
Básicamente, estoy jodido».
Y ahí concluía la historia. Los
habituales jugaron a «¿Qué hay en el
desván de Pat-el-colega?» durante un
tiempo (fotos del Pie Grande, de
duendecillos, de Ashton Kutcher y el
inevitable Rickroll[12]). Cuando se
aburrieron, el hilo de conversación fue
menguando.
Richie se recostó en la silla y se
frotó el cuello para aliviar la tensión.
—Caramba —dijo mirándome de
reojo.
—Sí.
—¿Qué deduces de eso?
Se mordisqueó los nudillos y clavó
la vista en la pantalla, sin leer; estaba
concentrado, pensando. Al cabo de un
momento, tomó una honda bocanada de
aire.
—Lo que yo deduzco —contestó—
es que Pat había perdido el juicio. Al
margen de que hubiera o no un bicho en
su casa, se había vuelto loco.
Su voz era simple y grave, casi
triste.
—Estaba sometido a mucha presión.
No es necesariamente lo mismo —aduje.
Sólo jugaba a hacer de abogado del
diablo; en el fondo, sabía que tenía
razón. Richie negó con la cabeza.
—No, tío. No. Ese de ahí —señaló
dando un golpecito en el borde de mi
monitor con una uña— no es el mismo
tipo de este verano. En julio, en el foro
de casa y jardín, Pat sólo habla de
proteger a Jenny y a los niños. Pero aquí
le trae sin cuidado que Jenny esté
asustada o que ese bicho tal vez ataque a
los críos, siempre y cuando pueda
echarle el guante. Y luego pretende
abandonarlo en una trampa, en una
trampa que eligió específicamente para
provocarle el mayor sufrimiento
posible, y piensa quedarse a
contemplarlo mientras muere. No sé
cómo lo llamarían los médicos, pero ese
tipo no estaba bien. No lo estaba.
Aquellas palabras resonaron como
un eco en mi cabeza. Tardé un instante
en recordar por qué: yo mismo se las
había dicho a Richie, justo dos noches
atrás, acerca de Conor Brennan. No
lograba enfocar la vista; la imagen del
monitor parecía descentrada, como un
denso bulto de peso muerto que hacía
oscilar la carcasa en ángulos extraños.
—No —dije—. Ya lo sé.
Tomé un trago de agua: el frío
ayudaba, pero me dejó un regusto
nauseabundo a óxido en la lengua.
—Aun así, conviene no olvidar que
eso no lo convierte necesariamente en un
asesino. No menciona nada sobre causar
daño a su mujer o sus hijos, y sí mucho
sobre cuánto los quiere. Por eso está tan
empeñado en atrapar a ese animal:
porque cree que es el único modo de
salvar a su familia.
—«Mi función es cuidar de ella» —
repitió Richie—. Es lo que dijo en ese
foro de casa y jardín. Si creyó que ya no
estaba capacitado para hacerlo… «¿Qué
demonios hago ahora?».
Yo sabía lo que venía a
continuación. La idea me provocó una
arcada, como si el agua hubiera estado
contaminada. Cerré el navegador y
observé la pantalla, que se tornó de un
azul soso e inocuo.
—Ya acabarás con esa lista de
llamadas más tarde. Ahora tenemos que
hablar con Jenny Spain.
Estaba sola. La habitación tenía un aire
casi veraniego: lucía un día luminoso,
alguien había entreabierto la ventana y
una leve brisa jugueteaba con las
persianas; la atmósfera viciada con olor
a desinfectante se había disipado para
llenar la estancia de un tenue olor a
limpio. Jenny estaba apoyada en
almohadas, contemplando el dibujo
cambiante del sol y las sombras en la
pared, con las manos extendidas e
inmóviles sobre la manta azul. Sin
maquillaje parecía más joven y natural
que en las fotos de su boda y, ahora que
se apreciaban sus singularidades,
también menos anodina: un lunar en la
mejilla descubierta, un labio superior
irregular que apuntaba una sonrisa… No
era un rostro extraordinario en modo
alguno, pero poseía una dulzura y una
claridad de líneas que evocaban
barbacoas en verano, golden retrievers y
partidos de fútbol sobre un césped
recién cortado, y yo siempre me he
sentido atraído por la discreta e
infinitamente estimulante belleza de lo
mundano, una belleza que pasa
fácilmente desapercibida.
—Señora Spain —la saludé—. No
sé si nos recuerda: somos el detective
Michael Kennedy y el detective Richard
Curran. ¿Nos permite entrar unos
minutos?
—Oh…
Los ojos de Jenny, enrojecidos e
hinchados, se deslizaron por nuestros
rostros.
Logré
contener
un
estremecimiento de dolor.
—Sí. Me acuerdo. Supongo que…
sí. Pasen.
—¿No hay nadie que la acompañe?
—Fiona está trabajando y mi madre
tenía que ir a tomarse la tensión.
Regresará dentro de un rato. Estoy bien.
Seguía hablando con voz ronca y
gruesa, pero había alzado la vista
rápidamente al oírnos entrar: su cabeza
empezaba a aclararse, que Dios la
amparara. Parecía tranquila, pero me
resultaba difícil determinar si cabía
atribuirlo a la estupefacción por la
conmoción vivida o al cristal
quebradizo del agotamiento.
—¿Cómo se encuentra? —le
pregunté.
No me respondió. Los hombros de
Jenny describieron algo similar a un
encogimiento.
—Me duele la cabeza y la cara. Me
han administrado calmantes. Supongo
que ayudan. ¿Han descubierto algo
sobre… lo que pasó?
Fiona había mantenido el pico
cerrado, lo cual era bueno, pero también
interesante. Le lancé a Richie una
mirada de advertencia (no quería
mencionar el nombre de Conor, no
mientras Jenny estuviera tan lenta y tan
embotada que su reacción pudiera no
revelar nada), pero él estaba
concentrado en la luz del sol que se
filtraba a través de las persianas. Tenía
la mandíbula tensa.
—Estamos siguiendo una línea de
investigación definida —la informé.
—Una línea. ¿Qué línea?
—La mantendremos informada.
Había dos sillas junto a la cama, con
unos cojines aplastados en el respaldo,
donde Liona y la señora Rafferty habían
intentado descansar. Así la más cercana
a Jenny y empujé la otra hacia Richie.
—¿Puede contarnos algo más sobre
el lunes por la noche? Cualquier cosa,
por insignificante que sea.
Jenny negó con la cabeza.
—No recuerdo nada. Lo he
intentado. Lo intento sin cesar… pero la
mitad del tiempo no logro concentrarme
a causa de la medicación y la otra mitad
me duele demasiado la cabeza. Creo
que, cuando deje de tomar calmantes y
pueda marcharme de aquí, cuando
regrese a casa… ¿Sabe cuándo…?
Imaginarla entrando en aquella casa
me provocó un escalofrío, íbamos a
tener que hablar con Fiona para que
contratara un equipo de limpieza o le
pidiera a Jenny que se instalara en su
piso, o tal vez ambas cosas.
—Lo siento —le contesté—. No
sabemos nada de eso. ¿Qué me dice
respecto a antes del lunes por la noche?
¿Recuerda algo fuera de lo normal que
haya ocurrido recientemente, algo que la
preocupara?
Otra negación con la cabeza. Sólo se
apreciaban algunos fragmentos de su
rostro bajo el vendaje, de modo que
resultaba difícil descifrar su expresión.
—La última vez que hablamos —
continué—, comentamos que, en los
últimos meses, alguien había estado
entrando en su casa.
Jenny volvió el rostro hacia mí y
capté una chispa de recelo: sabía que
algo pasaba (sólo había comentado con
Fiona el primer episodio), pero no
atinaba a acertar qué.
—¿Eso? ¿Qué tiene eso que ver?
—Debemos
considerar
la
posibilidad de que estén relacionados
con el ataque —le aclaré.
Jenny frunció el ceño. Podría haber
estado divagando, pero su inmovilidad
revelaba que, en medio de aquella
neblina, se estaba esforzando por
recordar. Al cabo de un largo minuto
dijo, casi con desdén:
—Ya se lo conté. No fue nada
importante. Para serles sincera, ni
siquiera estoy segura de que entraran en
casa alguna vez. Quizá los niños
cambiaran las cosas de sitio.
—¿Podría facilitarnos los detalles?
—insistí—. Fechas, horas, cosas que
echó en falta.
Richie sacó su cuaderno de notas.
La cabeza de Jenny se movía sin
descanso sobre la almohada.
—No me acuerdo. Debió de ser, no
sé, en julio, quizá. Yo estaba recogiendo
y noté que faltaban un bolígrafo y unas
lonchas de jamón. O quizá fueran sólo
imaginaciones mías. Habíamos pasado
el día fuera y me puse un poco nerviosa;
pensé que quizá había olvidado cerrar
alguna puerta con llave y alguien había
entrado.
Hay
gente
ocupando
ilegalmente algunas de las casas vacías,
y a veces se acercan a fisgonear. Eso es
todo.
—Fiona dijo que usted la había
acusado de usar su juego de llaves para
entrar.
Los ojos de Jenny se dirigieron al
techo.
—Ya se lo dije: Fiona hace una
montaña de cualquier cosa. Yo no la
acusé de nada. Le pregunté si había
estado en casa, porque es la única que
tenía un juego de llaves. Me contestó
que no. Fin de la historia. No hubo
ningún drama.
—¿No llamó usted a la policía?
Jenny se encogió de hombros.
—¿Para explicarles qué? ¿Que no
encontraba un bolígrafo y que alguien se
había comido unas cuantas lonchas de
jamón de la nevera? Se habrían reído de
mí. Cualquiera se habría reído de mí.
—¿Cambió usted las cerraduras?
—Cambié el código de la alarma,
por si acaso. Cambiar todas las
cerraduras cuando ni siquiera sabía si en
verdad había sucedido algo me parecía
una insensatez.
—Pero después de cambiar el
código de la alarma se produjeron otros
incidentes —comenté yo.
Logró soltar una risita, lo bastante
quebradiza como para hacerse añicos en
el aire.
—Pero ¿qué está diciendo? ¿Qué
incidentes? No vivíamos en una zona de
conflicto. Utiliza un tono como si
alguien hubiera bombardeado nuestro
salón.
—Quizá mis datos sean erróneos —
contesté con toda la calma—. ¿Qué
ocurrió exactamente?
—Ni siquiera lo recuerdo. Nada
relevante. ¿Podríamos aplazar esta
conversación? Me duele horrores la
cabeza.
—Sólo le robaremos unos pocos
minutos más, señora Spain. ¿Podría
facilitarme los detalles correctos?
Jenny se llevó las yemas de los
dedos a la nuca, con cautela, e hizo una
mueca de dolor. Noté que Richie movía
los pies y me miraba, listo para
marcharse, pero lo ignoré. El hecho de
que la víctima intente jugar contigo te
provoca una sensación extraña; mirar a
la criatura herida a quien supuestamente
deberías estar ayudando y ver en ella a
un adversario cuyo ingenio debes
superar es una situación antinatural. A
mí
suele
estimularme.
Prefiero
enfrentarme a un desafío que a una masa
de dolor en carne viva.
Al cabo de un momento, Jenny dejó
caer de nuevo la mano en su regazo.
—El mismo tipo de cosas, puede
que incluso aún más insignificantes —
añadió—. Por ejemplo, en un par de
ocasiones me di cuenta de que las
cortinas del salón estaban mal
descorridas: yo las aliso cuando las
sujeto a los lados para que caigan
rectas, pero un par de veces las encontré
retorcidas. ¿Ve a lo que me refiero?
Probablemente no fueran más que los
niños jugando al escondite o…
La mención de los niños la hizo
contener el aliento.
—¿Algo más? —me apresuré a
preguntar.
Jenny exhaló lentamente y se
recompuso.
—Sólo… cosas como esas. Me
gusta encender velas para que la casa
huela bien. Guardo un montón de ellas
en uno de los armarios de la cocina,
todas de aromas distintos, y las cambio
cada pocos días. En una ocasión,
durante el verano, quizá en agosto, fui a
coger una vela con olor a manzana y no
estaba… y recordaba haberla visto la
semana anterior. Pero a Emma le
encantaba precisamente aquella vela de
manzana, así que quizá se la llevara al
jardín para jugar y luego la olvidara.
—¿Se lo preguntó?
—No me acuerdo. Sucedió hace
meses. Eran cosas sin importancia.
—Pues
a
mí
me
parece
desconcertante —objeté yo—. ¿No
estaba asustada?
—No. Claro que no. Aunque hubiera
sido un ladrón, sólo se llevaba cosas
como velas y jamón, y eso no es
precisamente aterrador, ¿no cree? Pensé
que, si realmente había alguien, sería
uno de los críos de la urbanización:
algunos de ellos son auténticos salvajes,
son como monos, gritan y te arrojan
cosas al coche cuando pasas
conduciendo. En casa, las cosas se
pierden. ¿O hay que llamar a la policía
cada vez que te desaparecen unos
calcetines en la lavadora?
—De manera que no cambió las
cerraduras ni siquiera después de que se
produjeran aquellos incidentes.
—No. No lo hice. Si alguien entraba
en casa, y digo «si», quería atraparlo.
No quería que molestara a nadie más;
quería detenerlo.
Aquel recuerdo le hizo alzar la
barbilla, imprimió firmeza a su
mandíbula e inundó sus ojos de una
decisión fría y lista para el combate,
barrió por completo aquel aspecto
anodino y la convirtió en una persona
vivaz y fuerte. Pat y ella habían formado
una buena pareja: eran dos luchadores.
—Con el tiempo, decidí no poner la
alarma cuando salíamos, a veces, por si
a alguien se le ocurría entrar y tener así
la oportunidad de sorprenderlo al
regresar a casa. ¿Lo ve? No estaba
asustada.
—Lo entiendo —dije—. ¿Cuánto
esperó para contárselo a Pat?
Jenny se encogió de hombros.
—No se lo conté.
Aguardé. Al cabo de un momento
añadió:
—No se lo conté. No quería que se
preocupara.
—No pretendo juzgar sus actos,
señora Spain, pero se me antoja una
decisión muy extraña —comenté con
sutileza—. ¿No se habría sentido más
segura si Pat lo hubiera sabido? De
hecho, ¿no habría estado él más seguro
de haberlo sabido?
Un
encogimiento
la
hizo
estremecerse de dolor.
—Ya tenía bastantes problemas.
—¿Por ejemplo?
—Lo
habían
despedido.
Se
esforzaba por conseguir un nuevo
empleo, pero no había manera.
Estábamos… no teníamos mucho dinero.
Pat estaba un poco estresado.
—¿Algo más?
Otro encogimiento de hombros.
—¿No le basta con eso?
Aguardé de nuevo, pero esta vez no
cambió de opinión.
—Hemos encontrado una trampa en
su desván, una trampa para animales —
anuncié.
—Madre mía. Eso.
Aquella risa de nuevo, pero esta vez
tuve tiempo de captar un destello de
terror quizá, o de furia, que por un
instante insufló vida a su rostro.
—Pat creía que había un armiño, un
zorro o algún otro animal que entraba y
salía de la casa. Se moría de ganas de
ver lo que era. Éramos un par de
urbanitas; al principio de mudarnos, nos
emocionábamos sólo con ver a los
conejos entre las dunas de arena.
Atrapar a un zorro vivo habría sido la
cosa más entretenida del mundo.
—¿Y atrapó algo?
—No, claro que no. Ni siquiera
sabía qué tipo de cebo debía emplear.
Tal como le he dicho, éramos un par de
urbanitas.
Hablaba con voz ligera, festiva, pero
tenía los dedos clavados como garras a
la manta.
—¿Y los agujeros en las paredes?
Nos dijo que eran para un proyecto de
bricolaje. ¿Tenían algo que ver con ese
armiño?
—No. Bueno, un poco, pero en
verdad no.
Jenny cogió el vaso de agua que
había sobre la mesilla de noche y bebió
un trago largo. La vi luchar por hacer
que su mente trabajara más deprisa.
—Los agujeros aparecieron sin más,
¿sabe? Esas casas… no están bien
cimentadas. Los agujeros surgen de la
nada. Pat tenía previsto arreglarlos, pero
primero quería solucionar otra cosa, el
cableado eléctrico, quizá, no lo sé, no
me acuerdo. No entiendo de eso.
Me lanzó una mirada autocrítica, de
mujercita indefensa. Yo me mantuve
impasible.
—Y se preguntaba si quizá el
armiño, o lo que fuera, bajaría por las
paredes para que pudiéramos atraparlo.
Eso es todo.
—¿Ya usted eso no la molestaba?
¿El retraso en reparar las paredes, la
posibilidad de que hubiera una alimaña
en la casa?
—La verdad es que no. Si le soy
sincera, nunca creí que hubiera un
armiño ni ningún otro animal grande. De
otro modo, no habría permitido que los
niños siguieran en aquella casa. Pensaba
que se trataría de un pájaro o de una
ardilla. A los niños les habría encantado
ver una ardilla. Evidentemente, habría
sido mucho mejor si, en lugar de
destrozar las paredes, a Pat le hubiera
dado por construir un cobertizo en el
jardín. —Esa risa de nuevo, le costaba
tanto esfuerzo que dolía oírla—. Pero
necesitaba mantener la mente ocupada
en algo. Así que no le di ninguna
importancia. Hay aficiones peores.
Podría haber sido verdad, podría
haber sido una versión refractada de la
historia que Pat había hecho circular en
internet, pero no podía interpretar la
expresión de su rostro a través de todos
los obstáculos que se interponían entre
nosotros. Richie se removió en su silla.
Escogiendo muy bien las palabras, dijo:
—Según varias informaciones a las
que hemos tenido acceso, Pat estaba
bastante alterado a causa de esa ardilla,
zorro o lo que fuera. ¿Podría hablarnos
de eso?
El destello de una emoción vivida
volvió a cruzar el rostro de Jenny,
demasiado veloz para atraparlo.
—¿Qué informaciones? ¿De quién?
—No podemos facilitarle los
detalles —contesté yo con tranquilidad.
—Pues lo lamento muchísimo, pero
sus informaciones son erróneas. Si esto
es obra de Fiona, esta vez no se ha
limitado a hacer una montaña de un
grano de arena: se lo ha inventado. Pat
ni siquiera estaba seguro de que tal
bicho existiera… y podría haber sido un
simple ratón. Un hombre adulto no se
altera por un ratón. ¿Usted se alteraría?
—No —admitió Richie, esbozando
una leve sonrisa—. Sólo estamos
cotejando datos. Hay otra cosa que
quería preguntarle: ha dicho usted que
Pat necesitaba algo que lo mantuviera
ocupado. ¿Qué hacía durante todo el día,
después de que lo despidieran? Aparte
del bricolaje, claro.
Jenny se encogió de hombros.
—Buscar un nuevo empleo, jugar
con los niños. Salía mucho a correr;
bueno, desde que empeoró el mal tiempo
no tanto, pero sí durante el verano; el
paisaje que se divisa desde Ocean View
es precioso. Había estado trabajando
como una hormiguita desde que salimos
de la universidad, y el hecho de
disponer de un poco de tiempo libre le
sentaba bien.
Lo dijo demasiado a la ligera, como
si se lo hubiera estado repitiendo a sí
misma.
—Antes nos ha comentado que estar
en paro lo estresaba —añadió Richie—.
¿En qué medida?
—Obviamente, no le gustaba estar
sin empleo; ya sé que hay gente a la que
sí le gusta, pero Pat no es de esos.
Habría sido más feliz de haber sabido
cuándo obtendría un nuevo empleo, pero
aprovechó el tiempo como pudo. Ambos
creemos que hay que mantener siempre
una actitud positiva; que tenemos que
pensar siempre en positivo.
—¿Ah, sí? Hay un montón de
hombres en paro en estos días a quienes
les cuesta horrores adaptarse a su nueva
situación, y no hay de qué avergonzarse.
Algunos de ellos se deprimen o se
vuelven irascibles; otros se dan a la
bebida o pierden los nervios con más
facilidad. Es natural, desde luego. Eso
no los convierte en hombres frágiles ni
en locos. ¿Le sucedía a Pat algo de eso?
Richie se esforzaba por establecer
esa complicidad con la que había
conseguido que Conor y los Gogan
bajaran la guardia, pero su estrategia no
estaba funcionando; el ritmo le fallaba y
su voz delataba un tono forzado. En
lugar de relajar a Jenny, había
conseguido crisparla; sus ojos azules
enardecían de ira.
—Claro que no. No sufrió ninguna
crisis nerviosa ni nada por el estilo.
Quien les haya dicho…
Richie levantó las manos.
—Si así fuera, no pasaría nada, es
todo lo que digo. Podría ocurrirle al más
pintado.
—Pat estaba bien. Necesitaba
encontrar un nuevo empleo. No estaba
loco. ¿Entendido, detective? ¿Le vale mi
respuesta?
—Yo no digo que estuviera loco.
Sólo quería saber si estaba preocupada
por él, porque se hiciera daño a sí
mismo o la lastimara a usted. El
estrés…
—¡No! Pat jamás haría algo
semejante. Ni en un millón de años.
Él… Pat era… Pero ¿qué están
haciendo? ¿Intentan…?
Jenny se había desplomado sobre las
almohadas y respiraba con rapidez.
—¿Les importaría… que dejáramos
esto para otro momento? ¿Por favor?
De repente, su rostro se había vuelto
gris y sus manos parecían inertes sobre
la manta. Esta vez no fingía. Miré a
Richie, pero tenía la cabeza inclinada
sobre su cuaderno y no alzó la vista.
—Desde luego —dije—. Gracias
por su tiempo, señora Spain. Una vez
más, acepte nuestras más sinceras
condolencias. Espero que no le hayamos
causado demasiadas molestias.
No respondió. El brillo de sus ojos
se había apagado; ya no estaba con
nosotros. Nos levantamos de las sillas y
salimos de la habitación con el máximo
sigilo posible. Mientras cerraba la
puerta tras nosotros, oí que Jenny
rompía a llorar.
En la calle, el cielo estaba encapotado;
los escasos rayos de sol que se filtraban
entre las nubes inducían a pensar que,
aun así, era un día cálido; las montañas
aparecían moteadas de luz y sombra.
—¿Qué ha pasado ahí dentro? —
pregunté.
Richie se estaba guardando el
cuaderno en el bolsillo.
—La he cagado —sentenció.
—¿Por qué?
—Por ella. Por su estado. Me ha
dejado fuera de juego.
—El pasado miércoles, eso no te
supuso ningún problema.
Levantó un hombro.
—Ya, quizá no. Pero cuando
creíamos que era obra de algún extraño
me parecía distinto, ¿entiendes? Si
vamos a tener que explicarle que fue su
propio marido quien le hizo eso, quien
se lo hizo a sus hijos… Supongo que, en
el fondo, esperaba que ella ya lo
supiera.
—Si en verdad fue él quien lo hizo.
¿Por qué no avanzamos paso a paso?
—Ya lo sé. La he fastidiado. Lo
siento.
Seguía toqueteando su cuaderno.
Estaba pálido y encogido, como si
esperara una reprimenda. Un día antes
probablemente se habría llevado una,
pero aquella mañana yo ni siquiera
recordaba por qué tenía que malgastar
energía en ello.
—Bueno, no has causado ningún
daño irreparable —dije—. De todas
maneras, nada de lo que diga ahora
tendrá validez ante un tribunal; está tan
dopada que cualquier declaración
quedaría anulada en un abrir y cerrar de
ojos. Era un buen momento para
marcharse.
Pensé que mis palabras lo
tranquilizarían, pero su rostro continuó
tenso.
—¿Cuándo
volveremos
a
interrogarla?
—Cuando los médicos reduzcan la
dosis de analgésicos. Por lo que
comentó Piona, será pronto. Vendremos
a comprobarlo mañana.
—Podría tardar un tiempo en
recuperarse y estar en disposición de
hablar. Ya la has visto: estaba
prácticamente inconsciente.
—Está en mejor forma de lo que
finge estar —repliqué—. Al final, se ha
desmoronado, sí, pero hasta entonces…
Tiene el pensamiento embotado y siente
dolor, eso desde luego, pero ha
progresado muchísimo desde el otro día.
—Pues a mí me ha parecido que
tenía un aspecto deplorable —apuntó
Richie.
Se dirigía hacia el coche.
—Espera un momento —dije.
Tanto Richie como yo necesitábamos
respirar aire fresco; además, yo estaba
demasiado cansado para mantener
aquella conversación y conducir con
seguridad al mismo tiempo.
—Tomémonos cinco minutos.
Dirigí mis pasos hacia la tapia
donde nos habíamos sentado la mañana
en que se practicaron las autopsias; me
pareció que desde entonces había
transcurrido una década. La ilusión del
verano no duró: la luz del sol era fina y
trémula, y el aire era tan afilado que me
atravesaba el abrigo. Richie se sentó
junto a mí, sin dejar de subirse y bajarse
la cremallera de la chaqueta.
—Oculta algo —apunté.
—Quizá. Es difícil asegurarlo, con
toda la medicación.
—Yo estoy seguro. Se esfuerza
demasiado por aparentar que, hasta el
lunes por la noche, su vida era perfecta.
Los allanamientos fueron una nadería, la
alimaña de Pat era una chorrada, todo
iba bien. Charlaba con nosotros como si
nos hubiéramos reunido para tomar una
humeante taza de café.
—Existe gente así. Todo va bien,
siempre. Si algo no funciona, se trata de
no admitirlo; se limitan a apretar los
dientes y a continuar diciendo que todo
va fantásticamente bien, con la
esperanza de que sus deseos se hagan
realidad.
Tenía los ojos posados en mí. No
pude reprimir una media sonrisa.
—Es cierto. Es muy difícil
desprenderse de las costumbres. Y
tienes razón: parece propio de Jenny.
Pero, en un momento como este,
pensarías que va a contar todo lo que
sabe, a menos que tenga una
poderosísima razón para no hacerlo.
—Lo más lógico sería que recordara
la noche del lunes —añadió Richie al
cabo de un instante—. Y entonces, todo
apuntaría a Pat. Tal vez mantenga la
boca cerrada por su marido. Pero dudo
mucho que lo hiciera por alguien a quien
no había visto en años.
—Entonces
¿por
qué
resta
importancia al hecho de que alguien se
colara en su casa? Si de verdad no
estaba asustada, ¿por qué no? Si
cualquier mujer del mundo sospecha que
hay alguien que entra en la casa en la
que vive con sus hijitos, actúa para
evitarlo. A menos que conozca
perfectamente a quien entra y sale y eso
no le suponga ningún problema.
Richie se mordió una cutícula y
meditó mis palabras, escudriñando la
tenue luz del sol. Sus mejillas
empezaban a recobrar algo de color,
pero seguía teniendo la espina dorsal
curvada por la tensión.
—Entonces ¿por qué se lo contó a
Fiona?
—Porque quizá al principio no lo
sabía. Ya la has oído: intentaba atrapar a
ese tipo. ¿Qué pasa si lo hizo? ¿O si
Conor se envalentonó y decidió dejarle
una nota a Jenny en algún sitio?
Recuerda que ahí hay gato encerrado.
Fiona cree que nunca existió una historia
romántica entre ambos (o, al menos, eso
es lo que nos ha contado), pero dudo
que, de haber existido, lo supiera. Como
mínimo, eran amigos, amigos íntimos, y
lo fueron durante mucho tiempo. Si
Jenny descubrió que Conor andaba
cerca, es posible que decidiera retomar
la amistad.
—¿Sin decírselo a Pat?
—Quizá temía que perdiera los
estribos y le diera una paliza a Conor;
recuerda que entre ambos había una
historia de celos. Y quizá Jenny sabía
que Pat tenía algo de lo que estar celoso.
Pronunciarlo en voz alta hizo que me
recorriera una descarga eléctrica, que a
punto estuvo de hacerme saltar de
aquella tapia. Por fin, y ya era hora,
aquel caso empezaba a encajar en una de
las plantillas, la más antigua y
desgastada de todas.
—Pat y Jenny estaban locos el uno
por el otro —objetó Richie—. Si hay
algo en lo que todo el mundo concuerda,
es justo en eso.
—¡Pero si tú estás defendiendo que
intentó matarla!
—No es lo mismo. Hay quien mata a
las personas que más quiere; sucede
todos los días. Pero no le pones los
cuernos a la persona de la que estás
enamorado.
—La naturaleza humana es la
naturaleza humana. Jenny está atrapada
en mitad de la nada, sin amigos, sin un
empleo,
hasta
las
cejas
de
preocupaciones por el dinero, con Pat
obsesionado por el animal que se oculta
en el desván, y, de repente, cuando más
lo necesita, Conor reaparece. Alguien
que la conocía cuando era la chica
dorada con la vida perfecta, alguien que
la ha adorado durante la mitad de sus
vidas. Hay que ser un santo para no
sentirse tentado.
—Tal vez —convino Richie; seguía
mordisqueándose
la
cutícula—.
Pongamos que estás en lo cierto. Eso no
nos aporta ningún motivo adicional que
señale a Conor.
—Quizá Jenny decidió poner fin a la
aventura.
—Pero eso sería un motivo para
matarla a ella. O a Pat, si Conor creyera
que eso haría que Jenny regresara junto
a él. No a toda la familia.
El sol se había ocultado; las
montañas se fundían en un tono gris y el
viento hacía revolotear las hojas en
círculos
vertiginosos
antes
de
estamparlas de nuevo contra el húmedo
suelo.
—Depende de en qué grado
pretendiera castigarla —tercié.
—Está bien —aceptó Richie.
Dejó de morderse la uña, se metió
las manos en los bolsillos y se arrebujó
en la chaqueta.
—Quizá. Pero entonces ¿por qué no
lo cuenta Jenny?
—Porque no se acuerda.
—Tal vez no se acuerde del lunes
por la noche. Pero recuerda los últimos
meses a la perfección. Si había tenido
una aventura con Conor, o incluso si
sólo quedaba con él para charlar, se
acordaría. Y si hubiera previsto dejarlo,
lo sabría.
—¿Y crees que le gustaría verlo
impreso en los titulares? «La madre de
los niños asesinados tenía una aventura
con el acusado, según el tribunal».
¿Crees que se va a presentar voluntaria
para convertirse en «la Zorra de la
Semana»
ante
los
medios
de
comunicación?
—Pues sí, lo creo. Estás insinuando
que ese tipo mató a sus hijos. ¿Cómo iba
a encubrir eso?
—Quizá porque se siente culpable
—especulé—. Si tenían una aventura,
Jenny sería la culpable de que Conor
hubiera aparecido en sus vidas, lo cual
implicaría que lo que Conor hizo
después fuera también culpa suya. A
muchas personas les costaría mucho
ordenar sus ideas respecto a un asunto
así, por no hablar ya de contárselo a la
policía. Nunca subestimes el poder de la
culpa.
Richie negó con la cabeza.
—Aunque tengas razón respecto a lo
de la aventura, eso no apunta a Conor.
Señala a Pat. Estaba perdiendo la
cordura, tú mismo lo has dicho. De
repente, descubre que su esposa le está
poniendo los cuernos con su amigo de
toda la vida y estalla. Se carga a Jenny
para castigarla y a los críos para que no
tengan que vivir sin sus padres, y luego
se suicida porque no le queda nada por
lo que vivir. Ya viste lo que dijo en ese
foro: «Mis hijos y ella son lo único que
me queda».
Un par de insensatos estudiantes de
medicina habían sacado sus ojeras y sus
barbas de dos días a fumar un cigarrillo.
Sentí un súbito arrebato de impaciencia,
tan violento que hizo añicos el
cansancio, una impaciencia dirigida
hacia todo lo que me rodeaba: el
hediondo olor del humo del tabaco; los
cautelosos pasitos de baile que
habíamos dado durante el interrogatorio
de Jenny; la imagen de Dina llamándome
con insistencia desde un recoveco de mi
mente, y Richie, su testarudez y su
maraña de objeciones e hipótesis.
—Bueno —dije. Me puse en pie y
me sacudí el polvo del abrigo—.
Empecemos por averiguar si tengo razón
en lo de la aventura, ¿te parece?
—¿Conor?
—No —respondí.
Tenía tantas ganas de atrapar a
Conor que casi podía olerlo, ese olor
acre a resina que desprendía, pero ahí es
justo donde el autocontrol resulta
especialmente útil.
—Lo reservaremos para más
adelante. No pienso acercarme a Conor
Brennan hasta que no pueda arremeter
contra él con toda la artillería pesada.
Vamos a ir a hablar de nuevo con los
Gogan. Y esta vez seré yo quien se
encargue de hacerlo.
Cada día que pasaba, Ocean View
tenía peor aspecto. El martes había
parecido un náufrago maltrecho a la
espera de su salvador, como si lo único
que necesitara fuera un promotor
inmobiliario forrado de dinero y con la
energía suficiente para irrumpir en aquel
paraje y hacer realidad todas las formas
luminosas que debía acoger. Ahora
parecía el fin del mundo. Casi esperaba
encontrar perros salvajes merodeando
con sigilo alrededor del coche cuando
me detuve, los últimos supervivientes en
surgir, tambaleantes y gimiendo, de
aquellos esqueletos de casas. Pensé en
Pat corriendo en círculos alrededor de
aquel vertedero, intentando librarse de
aquellos ruidos que escarbaban sus
pensamientos; en Jenny escuchando el
silbido del viento en sus ventanas,
leyendo libros forrados de rosa para
mantener a flote su actitud positiva y
preguntándose dónde había ido a parar
su final feliz.
Por supuesto, Sinéad Gogan estaba
en casa.
—¿Qué quieren? —preguntó en el
umbral.
Vestía las mismas mallas grises del
martes. Reconocí la mancha de grasa en
su regordete muslo.
—Nos gustaría intercambiar unas
palabras con usted y con su marido.
—Mi marido no está.
Lo cual era un fastidio. Gogan tenía
el cerebro de un mosquito; yo había
confiado en que imaginaría que tendrían
que hablar con nosotros.
—No pasa nada —repliqué—.
Podemos regresar y hablar con él más
tarde, si necesitamos su colaboración.
Por ahora, veamos si usted puede
ayudarnos.
—Jayden ya les contó…
—Sí, lo hizo —la corté yo,
apartándola de mi camino para dirigirme
al salón, con Richie siguiéndome—.
Pero esta vez no estamos interesados en
hablar con Jayden, sino con usted.
—¿Por qué?
Jayden volvía a estar sentado en el
suelo, matando zombis.
—No he ido al colé porque estoy
enfermo —se apresuró a aclarar.
—Apaga eso —le ordené, mientras
me acomodaba en uno de los sillones.
Richie ocupó el otro. Jayden puso
cara de asco, pero, cuando señalé el
mando a distancia y chasqueé los dedos,
hizo lo que le ordenaba.
—Tu madre tiene algo que
contarnos.
Sinéad permaneció en la puerta.
—No es verdad.
—Claro que sí. Ha estado ocultando
algo desde la primera vez que vinimos a
verla. Y ha llegado el momento de
contárnoslo. ¿Qué era, señora Gogan?
¿Algo que vio? ¿Que oyó? ¿Qué?
—No sé nada sobre ese tipo. No lo
he visto nunca.
—Eso no es lo que le he preguntado.
Me importa un bledo si no tiene nada
que ver con ese tipo ni con ningún otro.
Pero quiero oírlo. Siéntese.
Sinéad sopesó la posibilidad de
adoptar la actitud de «a mí nadie me da
órdenes en mi propia casa», pero bastó
una mirada mía para dejarle claro que
sería una idea nefasta. Al final puso los
ojos en blanco y se desplomó en el sofá,
del cual se desprendió un crujido.
—Tengo que ir a despertar al bebé
dentro de un minuto. Y no sé nada que
tenga que ver con nada. ¿De acuerdo?
—Eso no depende de usted.
Funciona de la siguiente manera: usted
nos cuenta lo que sabe y nosotros
decidimos si es relevante o no. Por eso
somos nosotros quienes llevamos placa.
Así que adelante.
Suspiró sonoramente.
—No. Sé. Nada. ¿Qué se supone que
debo decir?
—¿Es usted estúpida? —pregunté.
El rostro de Sinéad se afeó aún más
y abrió su bocaza para soltar alguna
sandez sobre el respeto, pero yo
continué martilleándola con mis
palabras hasta que la cerró de nuevo.
—¿Pretende hacerme vomitar de
asco o qué? ¿Qué diantres se cree que
estamos investigando? ¿Un robo en una
tienda? ¿Un acto de vandalismo urbano?
Esto es un caso de asesinato. Asesinato
múltiple. ¿Acaso es lo bastante tonta
como para no haberlo entendido aún?
—No me llame…
—Dígame algo, señora Gogan.
Siento curiosidad. ¿Qué tipo de escoria
deja que un asesino de niños quede en
libertad sólo porque no le gustan los
policías?
¿En qué
estrato
de
infrahumanidad cree usted que hay que
estar para pensar que eso está bien?
—¿Piensa dejar que continúe
hablándome así? —exclamó Sinéad
dirigiéndose a Richie.
Richie abrió las manos en señal de
impotencia.
—Estamos sometidos a mucha
presión, señora Gogan. Seguramente
habrá leído usted los diarios. Todo el
país aguarda a que resolvamos este
caso. Y tenemos que hacer todo lo que
esté en nuestra mano.
—Déjate de chorradas —lo atajé—.
¿Por qué cree usted que hemos venido?
¿Porque nos cuesta mantenernos
alejados de su cara bonita? Estamos
aquí porque tenemos a un tipo detenido y
necesitamos obtener pruebas para que
siga en la cárcel. Piénselo bien, si es
usted capaz de hacerlo. ¿Qué cree que
va a ocurrir si ese tipo queda libre?
Sinéad tenía los brazos cruzados
sobre los michelines y los labios
fruncidos en un tenso nudo de
indignación. No esperé.
—En primer lugar, tengo que decirle
que estoy muy cabreado; e incluso usted
tiene que saber que cabrear a un policía
es una muy mala idea. ¿Alguna vez
trabaja su marido haciendo chapuzas,
señora Gogan? ¿Sabe cuánto tiempo
podría caerle por defraudar al fisco?
Además, Jayden no tiene pinta de estar
enfermo. ¿Con qué frecuencia falta a la
escuela? Si me esfuerzo, y le aseguro
que lo haré, ¿tiene idea de cuántos
problemas podría ocasionarle?
—Somos una familia decente…
—Ahórrese ese rollo. Aunque la
creyera, yo no soy el mayor de sus
problemas. Lo segundo que va a ocurrir
si continúa tomándonos el pelo es que
ese tipo quedará en libertad. Y Dios
sabe que no albergo ninguna esperanza
de que a usted le importen un comino ni
la justicia ni el bien de la sociedad, pero
pensé que al menos tendría cerebro
suficiente para cuidar de su propia
familia. Ese hombre sabe que Jayden
podía contarnos lo de la llave. ¿Acaso
cree que no sabe dónde vive su hijo? Si
le explico que alguien tiene algo para
incriminarlo y que podría hablar en
cualquier momento, ¿quién cree que va a
venirle a la mente?
—Mamá —dijo Jayden con una
vocecilla.
Tenía el culo apoyado contra el sofá
y me miraba atónito.
Noté que la cabeza de Richie se
volvía también hacia mí, pero tuvo el
sentido común suficiente para mantener
la boca cerrada.
—¿Le ha quedado bastante claro?
¿Necesita que se lo explique con
palabras más sencillas? Porque, a menos
que sea usted literalmente demasiado
tonta para vivir, lo siguiente que va a
salir de sus labios será lo que quiera
que nos ha estado ocultando.
Sinéad estaba apoyada contra el
sofá, con la mandíbula colgando por la
sorpresa. Jayden se aferraba al
dobladillo de las mallas de su madre. El
terror en sus rostros trajo de vuelta el
mareo de la pasada noche y lo expandió
por mi torrente sanguíneo a toda
velocidad, como una droga sin nombre.
No suelo hablar así a los testigos.
Quizá mis modales no sean los más
afortunados, y quizá tenga la reputación
de ser frío, brusco o como quieran
llamarlo, pero jamás en toda mi carrera
había hecho nada semejante. Y no
porque no hubiera querido. No se
equivoquen: todos tenemos una veta de
crueldad. La mantenemos guardadita
bajo llave, ya sea porque tememos que
nos castiguen o porque creemos que eso
marcará la diferencia y hará de este
mundo un lugar mejor. Nadie castiga a
un detective por asustar un poco a un
testigo. He escuchado a no pocos
muchachos excederse mucho más y
nunca les ha ocurrido nada.
—Hable —le ordené.
—Mamá.
—Es ese trasto de ahí —dijo
Sinéad.
Señaló con la cabeza hacia el
intercomunicador que había volcado
sobre la mesilla de café.
—¿Qué pasaba?
—A veces se cruzaban los cables o
como se diga.
—Frecuencias —la corrigió Jayden
—, no cables.
Parecía de mejor ánimo ahora que su
madre había decidido hablar.
—Cierra el pico. Todo esto es por tu
culpa, tuya y de tus puñeteros diez euros.
Jayden se
apartó
de
ella
arrastrándose por el suelo y se
enfurruñó.
—Como se diga, se cruzan. A veces,
no todo el tiempo; quizás cada dos
semanas, como si ese trasto captara su
sonido en lugar del nuestro. Así que
podíamos oír lo que ocurría en su casa.
No lo hacíamos a propósito, a mí no me
gusta escuchar a hurtadillas a los
demás…
Sinéad consiguió poner una mirada
de santurrona que no le pegaba en
absoluto.
—Pero no podíamos evitarlo.
—Bien —dije—. ¿Y qué oyeron?
—Ya le he dicho que no me dedico a
escuchar las conversaciones de los
demás a escondidas. No les prestaba
atención. Simplemente, apagaba el
monitor y volvía a encenderlo. Sólo una
vez escuché unos segundos.
—Escuchabas durante horas —dijo
Jayden—. Me hacías apagar la consola
para poder oír mejor.
Sinéad le lanzó una mirada que
indicaba que se iba a ganar una buena en
cuanto saliéramos por la puerta. Había
estado dispuesta a dejar a un asesino
suelto con tal de parecer un ama de casa
respetable ante sus propios ojos, ni
siquiera ante los nuestros, en lugar de la
zorra fisgona y furtiva que era. Lo había
visto un centenar de veces, pero me
entraron ganas de abofetearla y borrar
aquella ridícula expresión de remilgo de
su cara.
—Me importa un carajo si se pasaba
los días bajo la ventana de los Spain con
una trompetilla —dije—. Sólo quiero
saber qué oyó.
—Cualquiera habría hecho lo mismo
—comentó Richie con franqueza—. Está
en la naturaleza humana. Además, no
tuvo otra alternativa. Tenía que
averiguar qué le sucedía a su monitor.
Su voz exudaba de nuevo aquella
calma: volvía a estar en forma.
—Sí. Exacto —asintió Sinéad con
vigor—. La primera vez que sucedió
casi me da un infarto. Oí a un crío
gritándome al oído en mitad de la noche:
«Mami, mami, ven». Primero pensé que
se trataba de Jayden, pero sonaba
demasiado pequeño; además, Jayden no
me llama «mami», y el bebé acababa de
nacer. Me llevé un susto de muerte.
—Gritó —nos explicó Jayden con
una sonrisita. Al parecer, se había
recuperado—. Pensaba que era un
fantasma.
—Es verdad. ¿Y qué? Entonces mi
esposo se despertó e imaginó a qué
podía deberse, pero cualquiera se habría
llevado un buen susto. ¿Qué hay de malo
en ello?
—Decía que iba a llamar a un
médium, a uno de esos cazafantasmas.
—Cierra el pico.
—¿Cuándo sucedió eso? —quise
saber.
—El bebé tiene ahora diez meses,
así que en enero o febrero.
—Y después de aquello volvió a
escucharlo cada dos semanas, un total de
unas veinte veces. ¿Qué oyó?
Sinéad seguía lo bastante furiosa
como para fulminarme, pero un cotilleo
sobre sus presuntuosos vecinitos se le
antojaba imposible de resistir.
—Sobre todo chorra… cosas
aburridas. Las primeras veces, oí que él
les leía algún cuento a los niños para
que se durmieran, los saltos del pequeño
sobre la cama o a la niña hablando con
una de sus muñecas. Pero, hacia finales
del verano, supongo que trasladaron el
intercomunicador a la planta de abajo,
porque empezamos a oír otras cosas.
Por ejemplo, los oímos cuando veían la
tele o ella enseñaba a la niña a hacer
galletas de chocolate (no se dignaba a
comprarlas en la tienda como el resto de
la gente, no, ella tenía demasiada
categoría para eso). Y en una ocasión,
de nuevo en plena madrugada, la oí
decir: «Venga, ven a la cama, por
favor», como si le estuviera rogando, y
él contestó: «Dentro de un minuto». No
lo culpo; debía de ser como follarse a un
saco de patatas.
Sinéad buscó los ojos de Richie
para compartir una sonrisita, pero él
permaneció impertérrito.
—Como les he dicho, cosas
aburridas.
—¿Y las que no eran aburridas? —
pregunté.
—Sucedió sólo una vez.
—Adelante.
—Fue una tarde. Ella acababa de
regresar, supongo que de recoger al
pequeño de la guardería. Nosotros
estábamos aquí. El bebé dormía la
siesta, así que tenía el intercomunicador
encendido y, de repente, se oyó a la
mujer dándole a la sinhueso. Estuve a
punto de apagarlo, porque juro que lo
que oí daba ganas de vomitar, pero…
Sinéad
hizo
un
pequeño
encogimiento de hombros, desafiante.
—¿Qué decía Jennifer Spain?
—Hablaba sin parar. Decía:
«¡Venga, vamos a prepararnos! Papi
regresará de dar su paseo dentro de un
minuto y, cuando entre en casa,
estaremos todos contentos. Muy, muy
contentos». Hablaba con entusiasmo —
Sinéad frunció los labios—, como una
animadora americana. No sé por qué
tenía que estar tan contenta. Lo único
que estaba haciendo era arreglar a los
niños, decirle a la niñita que se sentara y
preparara un picnic para su muñeca y al
crío que se quedara sentadito en su sitio,
que no esparciera las piezas de Lego por
ahí y que, si necesitaba ayuda, la pidiera
educadamente. «Todo va a ser
encantador. Cuando papi entre, se
pondrá taaaan contento», decía. «Eso es
lo que queréis, ¿verdad? ¿A que no
queréis que papi esté triste?».
—«Mami y papi» —dijo Jayden en
voz baja, y soltó una carcajada.
—Se pasó así una eternidad, hasta
que se cortó. ¿Entiende lo que quiero
decirle de ella? Parecía una de las
protagonistas de Mujeres desesperadas,
esa que necesita que todo sea perfecto o
pierde la chaveta. Yo pensaba: «Madre
mía, relájate un poco». Mi marido dijo:
«¿Sabes lo que le hace falta a esa?
Necesita un buen…».
Sinéad recordó con quién estaba
hablando y no remató la frase, si bien
nos lanzó una mirada con la que quiso
aclararnos que no nos tenía miedo.
Jayden soltó una risita.
—Para serles sincera —añadió—,
parecía haberse vuelto completamente
loca.
—¿Cuándo sucedió eso?
—Hará más o menos un mes. A
mediados de septiembre. ¿Entienden lo
que les digo? No tiene nada que ver con
nada.
No parecía una de las protagonistas
de Mujeres desesperadas, sino una
víctima. Como todas las mujeres
maltratadas y los hombres con quienes
tuve que lidiar en Violencia Doméstica.
Todas y cada una de ellas se habían
asegurado de que sus parejas fueran
felices y de que el jardín estuviera
perfectamente cuidado para intentar que
todo saliera bien. A todas y cada una de
ellas les aterrorizaba pensar, hasta un
punto entre la histeria y la parálisis, que
algo estuviera mal y papá no estuviera
contento.
Richie se había quedado inmóvil, ya
no sacudía las piernas: él también lo
había detectado.
—Por eso, lo primero que usted
pensó cuando vio a nuestros hombres ahí
fuera fue que Pat Spain había matado a
su esposa —comentó.
—Sí. Pensé que, si no encontraba la
casa limpia o si los niños se habían
portado mal, quizá le habría dado una
paliza. Es irónico, ¿no? Ahí estaba ella,
toda compuesta, con su ropa de marca y
su acento pijo, y él le arreaba unas
tundas tremendas.
Sinéad no pudo evitar ocultar que se
le dibujara una media sonrisa en la
comisura de los labios. Le gustaba
aquella idea.
—Así
que,
cuando
ustedes
aparecieron, imaginé que tenía que ser
eso. Que a ella se le habría quemado la
cena o algo así y él se había puesto
hecho una furia.
—¿Hay algo más que la induzca a
pensar
que
él
podría
estar
maltratándola? —inquirió Richie—.
¿Algo que oyera o que viera?
—Bueno, el hecho de que esos
intercomunicadores estuvieran en la
planta baja. Es bastante raro, no sé si me
entiende. Al principio no se me ocurría
ningún motivo para tenerlos en un lugar
que no fueran los dormitorios de los
críos. Pero cuando la oí hablar de
aquella manera, pensé que quizá él los
había instalado por toda la casa para
controlarla. Así, si él iba al piso de
arriba o salía al jardín, podía llevarse
los receptores y escuchar todo lo que
ella hacía.
Un asentimiento de satisfacción:
Sinéad estaba encantada con su olfato de
detective.
—Espeluznante, ¿no?
—¿Nada más? ¿Seguro?
Un encogimiento.
—No le vi moretones ni nada
semejante. Y tampoco escuché nunca
gritos. Cuando la veía fuera de casa, ella
fingía todo el tiempo, eso sí. Solía estar
muy alegre; incluso cuando los niños se
portaban mal, siempre llevaba puesta
aquella gran sonrisa falsa. Pero en los
últimos tiempos, eso cambió: parecía
andar siempre deprimida, colocada,
como si… pensé que quizá tomaba
Valium. Imaginé que era porque a él lo
habían despedido: ella no se
conformaba con una vida como la del
resto, sin todoterreno ni sus trapitos de
marca. Aunque, si él la pegaba,
posiblemente andará deprimida por eso.
—¿Alguna vez oyó a alguna otra
persona en la casa, aparte de los cuatro
miembros de la familia Spain? —
indagué—.
¿Visitas,
familia,
comerciales?
El pálido rostro de Sinéad se
iluminó.
—¡Jesús! ¿Acaso le ponía los
cuernos? ¿Recibía a algún tío en casa
mientras su marido estaba fuera? Así, no
me extraña que él quisiera tenerla
controlada. ¡Menuda jeta, la tía,
actuando
como
si
los
demás
estuviéramos a la altura del betún
cuando en realidad…!
—¿Vio usted o escuchó algo que
indicara esa posibilidad? —insistí.
Reflexionó un instante.
—No —contestó a regañadientes—.
Sólo los oímos a ellos cuatro.
Jayden andaba toqueteando el
mando, pulsando los botones, pero no se
atrevía a volver a encender el aparato.
—El silbido —dijo el chico.
—Eso fue en otra casa.
—No. Están demasiado lejos.
—Cuéntenoslo de todos modos —la
invité.
Sinéad se removió en el sofá.
—Sólo ocurrió una vez. En agosto,
diría, pero podría haber sido antes. Fue
a primera hora de la mañana. Oímos a
alguien silbando, como cuando un
hombre silba para sí mismo mientras
anda ocupado en otra cosa, no una
canción ni nada parecido.
Jayden hizo una demostración: un
sonido grave, sin melodía, ausente.
Sinéad le dio un empujoncito en el
hombro.
—Basta ya. Me estás dando dolor de
cabeza. Los del número nueve habían
salido, todos, así que no podía ser ella.
Pensé que debía de proceder de una de
las casas del final de la calle; ahí viven
dos familias y las dos tienen críos, así
que seguramente también tienen
intercomunicadores.
—No es verdad —refutó Jayden—.
Volviste a pensar que era un fantasma.
—Soy dueña de pensar lo que me dé
la gana —nos espetó Sinéad a mí, a
Richie o a ambos—. Si lo desean,
pueden seguir mirándome como sí fuera
idiota, pero ustedes no tienen que vivir
aquí. Pruébenlo durante un tiempo y
luego vengan a contármelo.
Su tono era beligerante, pero el
miedo de sus ojos era real.
—Le
enviaremos
a
los
Cazafantasmas —comenté—. ¿Oyó usted
algo por los intercomunicadores el lunes
por la noche? ¿Lo que fuera?
—No. Como ya les he dicho, sólo
sucedía cada pocas semanas.
—Será mejor que no mienta.
—Es verdad. Estoy segura.
—¿Y su marido?
—Tampoco. Me lo habría contado.
—¿Eso es todo? —pregunté—. ¿No
hay nada más que debamos saber?
Sinéad sacudió la cabeza.
—Eso es todo.
—¿Cómo puedo estar seguro de
ello?
—Porque sí. Porque no quiero que
vuelva a venir usted aquí a insultarme
delante de mi hijo. Se lo he contado
todo. Y ahora ya puede largarse a soltar
tacos en otro sitio y dejarnos en paz.
¿Entendido?
—Será un placer —respondí, al
tiempo que me ponía en pie—. Se lo
aseguro.
Al levantar la mano del brazo del
sillón, sentí algo pegajoso; no me
molesté en disimular una mirada de
asco.
Cuando nos marchamos, Sinéad se
plantó en el umbral de su casa, a nuestra
espalda, dedicándonos algo que
pretendía ser una mirada solemne; sin
embargo, apenas logró componer una
cara de perrillo electrocutado. Cuando
nos encontramos a una distancia
prudencial, nos gritó:
—¡No pueden hablarme así!
¡Presentaré una queja!
Me saqué una tarjeta del bolsillo sin
perder el paso, la agité por encima de
mi cabeza y la lancé al suelo del camino
de entrada para que pudiera recogerla.
—Nos vemos —le dije por encima
del hombro—. Estoy deseándolo.
Esperaba que Richie hiciera algún
comentario sobre mi nueva técnica de
interrogatorio (llamar a un testigo «tonto
de remate» no figura en ningún punto del
reglamento), pero se había retirado de
nuevo a algún rincón de su mente;
caminó con torpeza hasta el coche, con
las manos embutidas en los bolsillos y
la cabeza gacha para protegerse del
viento. En mi móvil había tres llamadas
perdidas y un mensaje de texto, todos de
Geri. El texto empezaba: «Perdona
Mick, ¿hay noticias de…?». Lo borré
todo.
Cuando nos incorporamos a la
autopista, Richie volvió a emerger a la
superficie.
—Si Pat maltrataba a Jenny… —
dijo con cautela, mirando el parabrisas.
—Si mi tía tuviera pelotas, sería mi
tío. Esa imbécil de Gogan no sabe nada
de los Spain, por mucho que le guste
pensar lo contrario. Por suerte para
nosotros, hay un hombre que sí sabe
muchas cosas y sabemos exactamente
dónde encontrarlo.
Richie no respondió. Solté una mano
del volante para darle una palmadita en
el hombro.
—No te preocupes, muchacho.
Conor cantará. ¿Quién sabe? Quizá
incluso resulte divertido.
Me miró de soslayo: yo no debería
mostrarme tan optimista, no después de
lo que Sinéad Gogan nos había contado.
No sabía cómo explicarle a Richie que
no estaba de buen humor, o al menos no
en el sentido que él pensaba; era sólo
aquella ráfaga salvaje que seguía
recorriendo mis venas desbocada, era el
terror en el rostro de Sinéad y saber que
tenía a Conor esperándome al final de
aquel trayecto. Pisé el acelerador y vi
como ascendía la aguja del velocímetro.
El Beemer se comportó mejor que
nunca, volaba en línea recta, como un
halcón abalanzándose en picado sobre
su presa, como si aquella velocidad
fuera lo que había estado pidiendo a
gritos todo el tiempo.
Capítulo 16
Antes de que nos trajeran a Conor,
echamos un vistazo a la marea de
papeles que había invadido la sala de
investigaciones: informes, mensajes
telefónicos, declaraciones, pistas, todo.
Apenas había datos de interés: los
refuerzos encargados de buscar a los
amigos y familiares de Conor apenas
habían dado con un par de primos, y la
línea de atención ciudadana había
atraído al enjambre habitual de tarados
ansiosos por charlar sobre el Libro de
las
Revelaciones,
matemáticas
complejas y mujeres de la vida alegre,
si bien también encontramos un par de
perlas. La vieja amiga de Fiona, Shona,
se encontraba en Dubái aquella semana
y si bien afirmó que nos denunciaría
personalmente si alguno de nosotros
imprimía su nombre en conexión con
aquel desaguisado, compartía no
obstante la opinión de Fiona sobre
Conor:
había
estado
locamente
enamorado de Jenny cuando eran críos y
nada había cambiado desde entonces. Si
no, ¿por qué no había mantenido ninguna
relación de pareja que durara más de
seis meses? Y los muchachos de Larry
habían encontrado un abrigo, un jersey,
un par de pantalones vaqueros, un par de
guantes de piel y un par de zapatillas
deportivas del número cuarenta y cuatro
en la papelera de un bloque de pisos
situado a un kilómetro y medio del
apartamento de Conor. Estaban cubiertos
de sangre. Los tipos sanguíneos
encajaban con los de Pat y Jenny Spain.
La zapatilla izquierda coincidía con la
huella del coche de Conor y encajaba a
la perfección con la que había en el
suelo de la cocina de los Spain.
Aguardamos a que los uniformados nos
trajeran a Conor a la sala de
interrogatorios, una de las más pequeñas
y estrechas, sin sala de observación y
sin apenas espacio para moverse.
Alguien la había utilizado: había
envoltorios de sándwiches y vasos de
plástico esparcidos por la mesa, y un
ligero aroma a loción para el afeitado
mezclado con olor cítrico, sudor y
cebolla impregnaba el ambiente. Me
resultaba imposible permanecer quieto.
No dejé de moverme por la sala,
mientras hacía bolas con aquella basura
y la arrojaba a la papelera.
—Debería estar muy nervioso —
apuntó Richie—. Un día y medio
sentado ahí, preguntándose a qué
estamos esperando…
—Tenemos que estar muy seguros de
lo que buscamos. Yo quiero un motivo
—dije.
Richie metió unos cuantos sobres de
azucarillos vacíos en un vaso de
plástico.
—Es posible que no obtengamos
ninguno.
—Sí. Ya lo sé.
El mero hecho de pronunciarlo en
voz alta me provocó otra oleada de
aturdimiento; por un instante pensé que
tendría que apoyarme en la mesa hasta
recuperar el equilibrio.
—Es posible que ni siquiera lo haya.
Tenías razón: a veces la vida es una
mierda. Pero eso no impedirá que
emplee todo mi arsenal para probarlo.
Richie meditó sobre mis palabras
mientras examinaba un envoltorio de
papel que había recogido del suelo.
—Si es posible que no consigamos
un motivo —dijo—, ¿qué otra cosa
buscamos?
—Respuestas. Saber por qué se
pelearon Conor y los Spain hace unos
años. Cuál era su relación con Jenny.
Por qué borró el historial de ese
ordenador.
La sala estaba lo más limpia que iba
a estar. Me apoyé en la pared y me
quedé quieto.
—Quiero que estemos seguros.
Cuando tú y yo salgamos de esta sala,
quiero que ambos pensemos lo mismo y
que ambos estemos seguros de a quién
perseguimos. Eso es todo. Si logramos
llegar hasta ese punto, el resto de las
piezas encajarán por sí solas.
Richie me observaba con expresión
inescrutable.
—Pensaba que tú estabas seguro —
dijo.
Los ojos me escocían a causa del
agotamiento. Deseé haberme tomado
otro café cuando nos detuvimos a
almorzar.
—Y lo estaba —confirmé.
Asintió. Tiró el vaso a la papelera y
vino a apoyarse en la pared, a mi lado.
Al cabo de un rato, se sacó un paquete
de caramelos mentolados del bolsillo y
me lo ofreció. Tomé uno y
permanecimos
allí,
comiendo
caramelos, hombro con hombro, hasta
que la puerta de la sala de
interrogatorios se abrió y el uniformado
hizo entrar a Conor.
Tenía mal aspecto. Quizá se debiera
sólo a que esta vez no llevaba la parka,
pero parecía incluso más flaco, tanto
que me pregunté si deberíamos requerir
los servicios de un médico; los huesos
le sobresalían dolorosamente bajo la
pelirroja barba de varios días. Había
estado llorando de nuevo.
Se sentó encorvado sobre la mesa,
con la vista fija en sus puños, plantados
frente a él, y no se movió ni siquiera
cuando la calefacción central se puso en
marcha con un ruido metálico. En cierto
sentido, eso me tranquilizó. Los
inocentes se revuelven, nerviosos, y
saltan de sus sillas al menor ruido; se
mueren de ganas de hablar contigo y
aclararlo todo. En cambio, los culpables
se concentran, reúnen todas sus fuerzas
alrededor del bastión interior y se
preparan para la batalla.
Richie alargó el brazo para encender
la cámara de vídeo y dijo mirando a
pantalla:
«Detective
Kennedy y
detective Curran interrogando a Conor
Brennan. El interrogatorio da comienzo
a las 16.43». Yo le leí la hoja de
derechos; Conor la firmó sin mirar, se
apoyó en el respaldo de la silla y cruzó
los brazos. Por lo que a él concernía,
habíamos acabado.
—Caramba, Conor —dije yo,
recostándome también en la silla y
sacudiendo la cabeza con gesto triste—.
Conor, Conor, Conor. Y yo que pensaba
que la otra noche nos habíamos caído
tan bien…
Me observó sin despegar los labios.
—Y resulta que no fuiste honesto
con nosotros, amiguito.
Un destello de miedo le recorrió el
rostro, demasiado evidente para
ocultarlo.
—Sí que lo fui.
—No, no lo fuiste. ¿Has oído alguna
vez eso de «la verdad, toda la verdad y
nada más que la verdad»? Pues nos has
decepcionado en al menos una de esas
premisas. Y nos preguntamos qué te
habrá impulsado a hacerlo.
—No sé de qué me habla —replicó
Conor.
Cerró la boca; sus labios dibujaron
una línea severa, pero seguía mirándome
fijamente. Tenía miedo.
Richie, apoyado contra la pared bajo
la cámara, chasqueó la lengua en señal
de reproche.
—Empecemos por esto —propuse
—: Nos transmitiste la impresión de
que, hasta el lunes por la noche, tu
relación con los Spain se limitaba a
observarlos a través de los prismáticos.
¿No se te ocurrió que podría ser buena
idea mencionar que habían sido tus
mejores amigos desde que erais críos?
Un leve rubor le encendió las
mejillas, pero no pestañeó: no era lo que
temía.
—No es asunto suyo.
Suspiré y le hice un gesto
admonitorio con el dedo.
—Conor, no te hagas el tonto. Todo
lo que digas ahora es asunto nuestro.
—¿Qué te habría costado? —señaló
Richie—. Tenías que saber que Pat y
Jenny guardaban fotos, tío. Lo único que
conseguiste fue retrasarnos un par de
horas y hacer que nos cabreáramos.
—Lo que dice mi colega es cierto —
confirmé—. Si no te importa, recuérdalo
la próxima vez que intentes tomarnos el
pelo.
—¿Cómo está Jenny? —preguntó
Conor.
Solté una carcajada.
—Pero ¿qué te pasa? Si tan
preocupado estabas por su salud,
podrías, no sé, no haberla apuñalado,
por ejemplo. ¿O acaso esperas que haya
concluido el trabajo por ti?
Se le había tensado la mandíbula,
pero mantuvo la frialdad.
—Quiero saber cómo se encuentra.
—Y a mí me importa un carajo lo
que tú quieras, pero deja que te aclare
algo: tenemos unas cuantas preguntas
que hacerte. Si las respondes como un
buen chico, sin intentar confundirnos
más, quizá me ponga de mejor humor y
decida
compartir
contigo
esa
información. ¿Te parece un trato justo?
—¿Qué quieren saber?
—Empecemos
por
lo
fácil.
Háblanos de Pat y Jenny, de cuando
erais unos críos. ¿Cómo era Pat?
—Era mi mejor amigo desde los
catorce años —respondió Conor—,
aunque probablemente ya lo sepan.
Richie y yo nos mantuvimos en
silencio.
—Era un tío responsable. Eso es
todo. El hombre más responsable que he
conocido en la vida. Le gustaba el rugby,
echarse unas risas y salir con sus
amigos; la mayoría de la gente le caía
bien y él caía bien a todo el mundo. A
esa edad, muchos de los tíos más
populares son auténticos gilipollas y, en
cambio, jamás vi a Pat comportarse
como un capullo con nadie. Quizá todo
eso a ustedes no les parezca nada
especial. Pero lo es.
Richie jugaba a lanzar un sobrecillo
de azúcar al aire y recogerlo.
—Eran amigos íntimos, ¿no?
Conor nos señaló con la barbilla,
primero a Richie y luego a mí.
—Ustedes son compañeros. Eso
significa que tienen que estar dispuestos
a confiar su vida al otro, ¿no es cierto?
Richie agarró el sobrecillo y se
quedó inmóvil, a la espera de mi
respuesta.
—Con los buenos compañeros sí,
así es.
—Entonces saben cómo éramos Pat
y yo. Le conté algunas cosas que, de
haberlas descubierto cualquier otra
persona, me habrían llevado a cortarme
las venas. Pero yo confiaba en él y se
las conté.
Había dejado a un lado la ironía, si
es que la había. El latigazo de
desasosiego estuvo a punto de hacerme
saltar de la silla y volver a dar vueltas
por la habitación.
—¿Qué clase de cosas?
—Si cree que voy a contárselas, lo
lleva claro. Asuntos de familia.
Miré a Richie (si lo necesitábamos,
podíamos descubrirlo por otra vía),
pero tenía los ojos posados en Conor.
—Hablemos de Jenny —propuse—.
¿Cómo era en aquellos tiempos?
El rostro de Conor se suavizó.
—Jenny —dijo con dulzura— era
especial.
—Sí, hemos visto las fotos. No
parece haber pasado por situaciones
difíciles.
—No me refiero a eso. Cuando
entraba en una habitación, la atmósfera
mejoraba. Siempre quería que todo fuera
perfecto y que todo el mundo fuera feliz,
y sabía qué hacer para conseguirlo.
Tenía un don especial, nunca he visto
nada parecido. Recuerdo una vez en que
estábamos todos en la discoteca, una de
esas para menores de edad, y Mac, un
chico de la pandilla, estaba flirteando
con una chica, bailando a su alrededor
para llamar su atención. Ella hizo una
mueca y le dijo algo, no sé qué, pero
todas sus amigas estallaron en
carcajadas. Mac regresó a nuestro lado
rojo como la grana. Estaba hecho polvo.
Aquellas chicas seguían señalándolo y
riéndose; a él le habría gustado que se lo
tragase la tierra. Y justo en aquel
momento, Jenny se volvió para mirar a
Mac, le tendió las manos y le dijo: «Me
encanta esta canción, pero Pat la odia.
¿Quieres bailar conmigo? ¿Por favor?».
Y se pusieron a bailar. Un momento
después, Mac estaba sonriendo y Jenny
reía de algo que le había contado
mientras bailaban. Eso hizo que aquellas
chicas cerraran el pico. Jenny era sin
duda diez veces más guapa que aquella
otra muchacha.
—¿Y Pat no se molestó?
—¿Porque Jenny bailara con Mac?
Conor estuvo a punto de soltar una
carcajada.
—¡Qué va! Mac era un año más
joven. Un chaval regordete con el
cabello desordenado. Además, Pat era
consciente de la jugada de Jenny. Diría
que incluso debió de quererla más por
aquello.
En su voz se había abierto camino la
dulzura. Sonaba como la voz de un
amante, una voz para una luz tenue y
música embriagadora, para un solo
oyente. Fiona y Shona estaban en lo
cierto.
—Deduzco que mantenían una buena
relación —observé.
—Eran fantásticos —respondió
Conor sin más—. No existe otra manera
de describirlos. ¿Conocen esa sensación
que te invade cuando eres adolescente,
cuando crees que el mundo es una
mierda? Pues ellos dos te insuflaban
esperanza.
—Adorable —dije—. De verdad.
Richie había empezado a juguetear
otra vez con el sobrecito de azúcar.
—Saliste con la hermana de Jenny,
Fiona, ¿no es cierto? ¿Qué edad tenía?
¿Dieciocho?
—Sí. Pero sólo duró unos meses.
—¿Por qué rompisteis?
Conor se encogió de hombros.
—No funcionaba.
—¿Por qué no? ¿Era desagradable?
¿No teníais nada en común? ¿No estaba
dispuesta a llegar hasta el final?
—No. Fue ella quien rompió. Fiona
es genial. Nos llevábamos muy bien.
Sencillamente, no funcionaba.
—Desde luego, puedo entender en
qué fallaba —apuntó Richie con
sequedad, al tiempo que pescaba el
sobrecillo de azúcar en el aire—. Si
estabas enamorado de su hermana…
Conor se quedó inmóvil.
—¿Quién ha dicho eso?
—¿Y eso qué importa?
—Pues a mí sí que me importa,
porque quien lo haya dicho miente.
—Conor —dije en un tono de
advertencia—. ¿Recuerdas nuestro
trato?
Habría jurado que lo que de verdad
le apetecía era hacer que nos tragáramos
los dientes con un par de puñetazos,
pero, al cabo de un momento, dijo:
—No era lo que insinúas.
Y, si eso no era un motivo, como
poco, como mínimo, estaba a un solo
paso de distancia. No podía dejar de
mirar a Richie, pero él había lanzado el
sobre de azúcar demasiado lejos y
estaba alargando el brazo para
agarrarlo.
—¿Sí? —preguntó—. ¿Y qué es lo
que he insinuado?
—Que yo era un hijo de puta que
intentaba interponerme entre ambos. No
lo era. No los habría separado aunque
me hubiera resultado tan fácil como
pulsar un botón. Todo lo demás, mis
sentimientos, eran asunto mío.
—Quizá —intervine. Me complació
el tono de mi voz, perezosa, divertida—.
Al menos hasta que Jenny lo descubrió.
Porque lo descubrió, ¿verdad?
Conor se había ruborizado. Tras
todos aquellos años, aquella herida
debería haber cicatrizado.
—Yo nunca le dije ni una palabra.
—Ni falta que hacía. Jenny lo
adivinó. Las mujeres son así, muchacho.
¿Qué sentía ella?
—¿Cómo iba a saberlo yo?
—¿Te dio calabazas sin más? ¿O le
divertía tu atención y te siguió el juego?
¿Alguna vez os disteis un beso rápido y
un achuchón cuando Pat no miraba?
Conor tenía los puños apretados
sobre la mesa.
—No. Ya se lo he dicho. Pat era mi
mejor amigo. Ya les expliqué la relación
que mantenían. ¿Acaso cree que alguno
de nosotros, Jenny o yo, nos habríamos
atrevido a hacer algo así?
Solté una carcajada.
—Pues claro que sí… Yo también he
sido un adolescente. Habría vendido a
mi propia madre sin pestañear por sobar
un par de tetas.
—Probablemente usted sí. Pero yo
no.
—Vaya, así que eres un tipo
respetable… —dije, con sólo un
destello de sonrisa—. Sin embargo, Pat
no entendió que te limitabas a adorarla
como un caballero desde la distancia,
¿verdad? Se enfrentó contigo por Jenny.
¿Quieres contarnos tu versión de lo
sucedido?
—Pero ¿qué pretenden? —preguntó
Conor—. Les he contado que los maté.
Lo que ocurrió cuando éramos unos
críos no tiene ninguna importancia.
Tenía los nudillos blancos.
—¿Recuerdas lo que te dije? —
repliqué con frialdad—. Nosotros
decidimos qué es y qué no lo es. Así que
cuéntanos qué sucedió entre Pat y tú.
Le tembló la mandíbula, pero
mantuvo el control.
—No sucedió nada. Una tarde,
pocos días después de que Fiona
rompiera conmigo, yo estaba en casa.
Pat vino y me dijo: «Vamos a dar un
paseo». Yo sabía que pasaba algo,
porque tenía una expresión adusta y no
me miraba a la cara. Caminamos hasta la
playa y me preguntó si Fiona me había
dejado porque yo estaba enamorado de
Jenny,
—¡Caramba! —exclamó Richie,
poniendo cara de bochorno—. ¡Qué
vergüenza!
—¿Eso crees? Pat estaba triste. Y yo
también.
—Qué tipo más comedido nuestro
Pat, ¿no? —añadí—. Te aseguro que yo
te habría hecho saltar los dientes de un
puñetazo.
—Pensé que probablemente lo haría.
Y no me importaba. Supuse que me lo
merecía. Pero Pat… no perdía los
estribos, nunca. Se limitó a decir: «Sé
que hay muchos chicos que van detrás de
Jenny. Y no los culpo. Siempre que se
mantengan alejados de ella, no me
supone ningún problema. Pero tú…
Joder, tío, nunca pensé que tuviera que
preocuparme por ti».
—Y tú ¿qué le dijiste?
—Lo mismo que les he dicho a
ustedes, que preferiría morirme a
interponerme entre ellos. Que nunca se
lo diría a Jenny. Que lo único que quería
era encontrar a una chica con la que
pudiera formar una pareja como la suya
y olvidar que había sentido aquello
alguna vez.
La sombra de aquella antigua pasión
en su voz revelaba que había sido
sincero al decirlo, tuviera eso el valor
que tuviera. Alcé una ceja.
—¿Y eso bastó para zanjar el tema?
¿De verdad?
—Tardamos horas. Pasamos la tarde
entera caminando por la playa, de un
lado a otro, charlando. Pero, en
resumen, eso fue lo que pasó.
—¿Y Pat te creyó?
—Me conocía. Le dije la verdad. Y
me creyó.
—¿Y luego?
—Luego nos fuimos al pub. Nos
emborrachamos y acabamos regresando
a casa dando tumbos, sosteniéndonos en
pie el uno al otro, diciéndonos todas las
chorradas que los hombres se dicen en
noches como esa.
«Te quiero, tío, no vayas a creer que
soy marica, pero te quiero, ¿sabes?
Haría cualquier cosa por ti, lo que
fuera…». Aquel desasosiego volvió a
despertar una llama en mí, esta vez más
virulenta.
—Y fueron felices y comieron
perdices —dije.
—Pues sí —respondió Conor—.
Años más tarde fui testigo en su boda. Y
soy el padrino de Emma. Comprueben el
registro, si no me creen. ¿Les parece que
Pat me habría elegido si pensara que
intentaba ligar con su mujer?
—La gente hace cosas muy raras,
amigo. Si no fuera así, mi compañero y
yo estaríamos en paro. Pero te tomaré la
palabra: volvisteis a ser los mejores
amigos, hermanos del alma, y las aguas
volvieron a su cauce. Y luego, unos años
después, la amistad se hizo añicos. Nos
gustaría conocer tu versión de lo que
sucedió entonces.
—¿Quién dice que se hizo añicos?
Le sonreí.
—Te estás volviendo predecible,
amigo. Uno: somos nosotros quienes
formulamos las preguntas. Dos: no
revelamos nuestras fuentes. Y tres: tú
mismo lo dijiste. Si hubieras seguido
siendo amigo de los Spain, no habrías
tenido que congelarte las pelotas en un
edificio en construcción para comprobar
qué tal les iba.
Al cabo de un momento, Conor
continuó:
—Fúe por esa mierda de lugar,
Ocean View. Ojalá nunca hubieran oído
hablar de ese sitio.
Su voz traslucía algo nuevo, salvaje.
—Lo supe enseguida, desde el
primer momento. Hará unos tres años,
no mucho después de que Jack naciera,
estuve cenando en casa de Pat y Jenny
(entonces vivían en un adosado de
alquiler en Inchicore); mi casa estaba a
diez minutos de la suya, en la misma
calle, y nos veíamos con frecuencia.
Aquella noche, cuando llegué, Pat y
Jenny parecían estar en las nubes.
Apenas hube cruzado el umbral, me
enseñaron aquel folleto: «¡Mira! ¡Mira
esto! Hemos pagado la fianza esta
mañana; la madre de Jenny se quedó
cuidando de los niños para que
pudiéramos acampar fuera de las
oficinas de la agencia inmobiliaria
durante la noche; éramos los décimos en
la cola… ¡y hemos conseguido justo la
que queríamos!». Desde que se
comprometieron, se morían de ganas de
comprar una casa, así que, mi primera
reacción fue alegrarme muchísimo por
ellos. Pero luego eché un vistazo al
folleto y a la urbanización en
«Brianstown». Jamás había oído hablar
de aquel lugar; me sonaba a uno de esos
antros remotos que los promotores
bautizaban en honor a su hijo o a ellos
mismos, jugando a ser pequeños
emperadores. En el folleto se leía algo
parecido a: «A sólo cuarenta minutos de
Dublín», pero, tras comprobarlo en el
mapa, me dije que eso sería si viajaras
en helicóptero.
—Vaya, eso está muy lejos de
Inchicore. Se acabaron las visitas cada
pocos días —apunté yo.
—Eso no me representaba ningún
problema. Podrían haberse comprado
una casa en Galway y yo me habría
alegrado por ellos, siempre y cuando
fueran a ser felices allí.
—Que es lo que ellos pensaban que
ocurriría en ese lugar.
—El problema es que no existía ese
tal lugar. Examiné de cerca aquel folleto
y me percaté de que no eran casas; eran
maquetas. Entonces les dije: «Pero ¿la
urbanización está construida?», a lo que
Pat respondió: «Lo estará para cuando
nos mudemos».
Conor sacudió la cabeza e hizo una
mueca de disgusto. Algo había
cambiado. Broken Harbour había
irrumpido en la conversación como una
ráfaga de viento y había hecho que todos
nos pusiéramos en tensión y nos
concentráramos. Richie había dejado
por fin el sobrecillo de azúcar.
—Se jugaron diez años de sus vidas
en un campo en medio de la nada —dijo.
—Bueno, eran optimistas —dije—.
Eso es bueno.
—¿Ah sí? Primero son optimistas y
luego se vuelven locos de remate.
—¿Crees acaso que no eran lo
bastante mayorcitos para tomar aquella
decisión por sí mismos?
—Sí. Eso me pareció. Así que
mantuve la boca cerrada. Los felicité,
les dije que estaba encantado por ellos y
que me moría de ganas de ver su casa.
Me dediqué a asentir y sonreír cuando
hablaban de ella, cuando Jenny me
enseñaba muestras de tela para cortinas,
cuando Emma hizo un dibujo de cómo
sería su habitación. Me habría encantado
que fuera maravilloso, de verdad.
Rezaba por que fuera lo que ellos
siempre habían anhelado.
—Pero no lo era —observé yo.
—Cuando la casa estuvo lista, me
llevaron a verla —prosiguió Conor—.
Un domingo, el día antes de firmar el
contrato definitivo. Debió de ser hace un
par de años, quizá un poco más, porque
era verano. Hacía un día caluroso,
bochornoso, estaba nublado y el aire
pesaba. El lugar era…
Un sonido deprimente que podría
haber sido una carcajada.
—Ya lo han visto. Entonces no
estaba tan mal, aún no habían crecido
las malas hierbas y las obras seguían su
curso, así que al menos no parecía un
cementerio, pero, de todos modos, no
era nada parecido a un lugar donde
alguien querría vivir. Nada más salir del
coche, Jenny exclamó: «Mira, ¡se ve el
mar! ¿No es fantástico?». Yo respondí:
«Sí, la vista es maravillosa», pero no lo
era. El agua parecía sucia y grasienta y
la brisa marina debería habernos
refrescado, pero el aire estaba
estancado. La casa sí era bonita, si te
gusta el estilo Stepford, pero al otro
lado de la calle había un vertedero y una
excavadora. En conjunto, el lugar era
horrendo. Me dieron ganas de dar media
vuelta y largarme de allí a la carrera,
arrastrando a Pat y Jenny conmigo.
—¿Y qué hay de ellos? —quiso
saber Richie—. ¿Estaban contentos?
Conor se encogió de hombros.
—Eso parecía. «Las obras de la
acera opuesta estarán terminadas en un
par de meses», me explicó Jenny. A mí
no me parecía que eso fuera posible,
pero no dije ni pío. Ella añadió: «Va a
ser fantástico. El préstamo hipotecario
cubre un ciento diez por ciento del
precio para que podamos amueblar la
casa. Había pensado decorar la cocina
con temática marina, para combinar con
el mar. ¿No crees que quedaría precioso
tener una cocina con aire marítimo?».
Yo le contesté: «Sería más seguro que
pidierais sólo el cien por cien y fuerais
decorando la casa poco a poco». Jenny
se echó a reír; su risa sonaba falsa, pero
quizá fuera porque el aire lo aplastaba
todo; me dijo: «Venga, Conor, relájate.
Podemos permitírnoslo. No saldremos
tanto a comer fuera; de todos modos, no
hay ningún restaurante cerca adonde ir.
Quiero que todo sea muy bonito». Yo
insistí: «Lo único que digo es que sería
más seguro. Sólo por precaución». Tal
vez no debería haber dicho nada, pero
aquel lugar… Parecía como cuando un
gran perro te observa y empieza a
acercarse a ti poco a poco y sabes que,
si quieres escapar, es ahora o nunca. Pat
soltó una carcajada y dijo: «Tío, ¿sabes
lo rápido que están subiendo los precios
de las propiedades inmobiliarias? Aún
no nos hemos mudado y la casa ya vale
más de lo que pagamos por ella. Si en
algún momento decidimos venderla,
obtendremos beneficios».
—Si ellos estaban locos, el resto del
país no lo estaba menos. Nadie pensó
que la burbuja acabaría estallando —
comenté, consciente del deje pomposo
de mi voz.
Conor arqueó una ceja.
—¿De verdad lo cree?
—Si alguien lo hubiera sabido, este
país no estaría en la situación en la que
está.
Se encogió de hombros.
—Yo no sé de temas económicos.
Soy un simple diseñador web. Pero
sabía que nadie iba a querer comprar
centenares de casas en medio de la nada.
Quienes las adquirieron lo hicieron
porque los convencieron de que dentro
de cinco años podrían venderlas por el
doble de lo que habían pagado y
mudarse a un sitio decente. Tal como ya
he dicho, quizá sea idiota, pero hasta yo
sabía que las estructuras piramidales
acaban quedándose sin imbéciles que
las sustenten.
—Vaya, vaya, pero si tenemos a
Alan Greenspan con nosotros —
comenté.
Conor empezaba a tocarme las
narices, porque estaba en lo cierto y
porque Pat y Jenny tenían todo el
derecho a creer que se equivocaba.
—Es fácil tener razón en
retrospectiva, amiguito. No te habría
hecho ningún daño ser un poco más
positivo con tus amigos.
—¿Contarles más patrañas? Ya les
estaban contando suficientes. Los
bancos, los promotores, el Gobierno:
«Adelante, la mejor inversión de
vuestras vidas…».
Richie hizo una pelota con el
sobrecito de azúcar y lo lanzó a la
papelera con un susurro.
—Si yo hubiera visto a mis mejores
amigos correr hacia ese precipicio,
también les habría dicho algo. Quizá no
hubiera logrado detenerlos, pero puede
que hubiera suavizado la caída.
Richie y Conor me miraban como si
estuvieran en el mismo bando y yo fuera
el extraño. Richie sólo pretendía
presionar a Conor para que explicara las
repercusiones que aquella caída había
tenido en Pat, pero aun así me dolió.
—Continúa. ¿Qué sucedió luego? —
pregunté.
Le tembló la mandíbula. El recuerdo
se enroscaba a su alrededor con más y
más fuerza.
—Jenny, quien odiaba las peleas,
dijo: «¡Deberías ver el tamaño del
jardín trasero! Estamos pensando en
comprar un tobogán para los niños y, en
verano, celebraremos barbacoas. Luego
puedes quedarte a dormir, así no tendrás
que preocuparte por tomar unas cuantas
cervezas…». Pero justo entonces oímos
un inmenso estrépito al otro lado de la
calle, como si un fardo de pizarras
hubiera caído de un andamio o algo así.
Nos llevamos un susto de muerte.
Cuando el corazón volvió a latirnos, yo
dije: «¿Estáis seguros de lo que
hacéis?». Pat respondió: «Sí. Lo
estamos. Más nos conviene: la fianza no
es retornable».
Conor sacudió la cabeza.
—Intentó que sonara a broma. Yo le
dije: «¡A la mierda la fianza! Aún estáis
a tiempo de cambiar de opinión». Y, de
repente, Pat se puso hecho una fiera
conmigo: «¡Por todos los diablos! ¿No
puedes fingir que te alegras por
nosotros?». No era propio de Pat, en
absoluto; tal como he dicho, jamás
perdía los estribos. Entonces supe que
seguía dándole vueltas, que tenía serias
dudas. Yo respondí: «¿De verdad
quieres vivir en esta casa? Contéstame a
eso». Y me respondió: «Sí. Siempre lo
he querido. Ya lo sabes. Sólo porque tú
seas feliz viviendo de alquiler en un
piso de soltero durante el resto de tu
vida…». Lo interrumpí: «No. No me
refiero a una casa, hablo de esta. ¿La
quieres? ¿De verdad te gusta? ¿O sólo la
compras porque se supone que tienes
que comprarla?». Y Pat me dijo: «No es
perfecta, eso ya lo sé, ya lo sabía antes.
Pero ¿qué quieres que hagamos?
Tenemos hijos. Cuando tú tengas una
familia, necesitarás un hogar. ¿Qué
problema tienes con eso?».
Conor se pasó una mano por la
barbilla, con fuerza suficiente como para
dejar una línea roja.
—Estábamos hablando a voz en
grito. Donde nosotros vivíamos de
niños, para entonces ya habría habido
media docena de viejecitas asomando la
nariz por la puerta para cotillear. Pero
allí no se movió ni un alma. Yo le dije:
«Si no podéis comprar algo que os guste
de verdad, continuad viviendo de
alquiler». Pat replicó: «¡Joder, Conor,
no es así como funciona esto!
¡Necesitamos ascender en la escalera de
la propiedad!». Yo le pregunté: «¿Así es
como queréis hacerlo? ¿Zambulléndoos
de cabeza en una deuda colosal por un
antro que quizá nunca llegue a ser un
sitio decente donde vivir? ¿Qué pasa si
los vientos cambian y esto se queda
estancado?». Jenny enlazó su brazo con
el mío y me dijo: «Conor, está bien, te lo
juro. Sé que sólo pretendes protegernos,
pero te estás comportando de un modo
anticuado. Todo el mundo compra hoy en
día. Todo el mundo».
Rio, una única carcajada seca.
—Lo dijo como si eso significara
algo, como si fuera el argumento
definitivo, el punto y final. Me costaba
dar crédito a lo que oía.
—Tenía razón. ¿Cuánta gente de
nuestra generación hizo lo mismo?
Miles, tío. Miles y miles —comentó
Richie como de pasada.
—¿Y qué? ¿A quién le importa lo
que hagan los demás? Se estaban
comprando una casa, no una camiseta.
No era una inversión. Era un hogar. Si
dejas que otra persona decida en
aspectos como ese, si te dejas llevar por
la corriente sólo porque está de moda,
entonces ¿quién eres? ¿Qué sucede si el
viento cambia de dirección al día
siguiente? ¿Qué haces? ¿Te olvidas de
todo y empiezas de cero, sólo porque
otra gente lo diga? Entonces, en el fondo
¿qué eres? No eres nada. No eres nadie.
Aquella furia, densa y fría como una
piedra. Pensé en la cocina, destrozada y
ensangrentada.
—¿Es eso lo que le dijiste a Jenny?
—No pude decirle nada. Pat debió
de vérmelo en la cara y me dijo: «Es
cierto, tío. Pregúntale a cualquier
ciudadano de este país: el noventa y
nueve por ciento de ellos te dirían que
estamos haciendo lo correcto».
Aquella risa ronca de nuevo.
—Yo me quedé allí plantado,
boquiabierto, mirándolos atónito. No
podía… Pat nunca había sido así.
Nunca. Ni siquiera cuando teníamos
dieciséis años. Sí que a veces se fumaba
un cigarrillo o un porro sólo porque
todo el mundo en la fiesta lo hacía, pero
en el fondo sabía quién era. Jamás
habría cometido ninguna estupidez,
nunca se habría metido en un coche cuyo
conductor estuviera borracho ni nada
por el estilo sólo porque alguien lo
empujara a hacerlo. Y allí estaba, un
maldito hombre maduro rebuznando
aquel «¡Todo el mundo lo hace!».
—¿Qué le dijiste tú? —le pregunté.
Conor meneó la cabeza de lado a
lado.
—No había nada que pudiera
decirle. Entonces lo supe. Ellos… Pensé
que, de repente, se habían convertido en
un par de extraños. No eran personas
con quienes quisiera tener nada que ver.
Pero lo intenté de todos modos, como un
idiota. Les dije: «Pero ¿qué demonios os
ha pasado?». Pat me contestó: «Hemos
madurado. Eso es lo que ha pasado.
Somos adultos. Tienes que amoldarte a
las reglas». Yo le contesté: «¡Ni mucho
menos! Cuando uno es adulto, piensa por
sí mismo. ¿Es que te has vuelto loco?
¿Te has convertido en un zombi o qué?
¿Qué te pasa?». Nos cuadramos como si
fuéramos a pegarnos. Pensé que lo
haríamos; pensé que, en cualquier
momento, me propinaría un puñetazo.
Entonces Jenny volvió a agarrarme por
el codo, me dio media vuelta y me gritó:
«¡Cállate! ¡Cállate! Lo vas a echar todo
a perder. No soporto toda esa
negatividad, no quiero tenerla cerca de
mis hijos ni de nosotros. ¡No la soporto!
Es de enfermos. Si todo el mundo
empieza a pensar como tú, el país entero
va a irse por el retrete, y entonces sí que
estaremos en problemas. ¿Serás feliz
cuando eso ocurra?».
Conor volvió a pasarse la mano por
la boca y se mordisqueó la carne de la
palma
—Jenny se echó a llorar. Yo
balbuceé algo, no recuerdo qué, pero
ella se tapó los oídos con las manos y
echó a andar a toda prisa por la calle.
Pat me miró como si fuera una basura.
«Gracias, tío, ha sido genial», me dijo, y
se marchó detrás de ella.
—¿Y tú qué hiciste? —quise saber.
—Me marché. Me di una vuelta por
aquella urbanización de mierda durante
un par de horas, en busca de algo que me
hiciera llamar a Pat y decirle: «Lo
siento, tío, estaba equivocado. Este sitio
va a ser el paraíso». Pero lo único que
encontré fue más mierda. Al final opté
por llamar a un amigo y pedirle que
viniera a buscarme. No volvieron a
llamarme. Y yo tampoco intenté ponerme
en contacto con ellos.
—Hummm —dije.
Me recosté en la silla dándome
golpecitos con el bolígrafo en los
dientes y analicé su última respuesta.
—Había oído hablar de amistades
que se rompen por motivos extraños,
pero ¿por el valor de la propiedad? ¿En
serio?
—Pues resulta que acerté, ¿no?
—¿Y te complació averiguarlo?
—¡No! Me habría encantado
equivocarme.
—Porque querías a Pat… por no
mencionar a Jenny. Querías a Jenny.
—Los quería a los cuatro.
—Sobre todo a Jenny. No, espera:
no he acabado. Soy un tipo muy simple,
Conor. Pregúntaselo a mi compañero; él
te lo confirmará: siempre apuesto por la
solución más sencilla, y resulta que
normalmente es la correcta. Así que lo
que se me ocurre es que quizá discutiste
con los Spain por su elección, por el
precio de su hipoteca, por su visión del
mundo y por todo lo que nos has
contado… Me he perdido, ya me lo
recordarás más adelante. Pero, dado el
trasfondo, a mí me parece mucho más
sencillo pensar que os peleasteis porque
tú seguías enamorado de Jenny Spain.
—Eso ni siquiera surgió durante la
conversación. No habíamos hablado de
ello desde aquella vez, después de que
Fiona rompiera conmigo.
—Entonces ¿seguías enamorado de
ella? —le pregunté.
Al cabo de un momento, Conor
respondió, con tranquilidad y dolor:
—Nunca he conocido a nadie como
Jenny.
—Motivo por el cual no te duran las
novias, ¿cierto?
—No malgasto años de mi vida en
algo que no quiero, por mucho que me
digan que debería hacerlo. Vi a Pat y a
Jenny; sé lo que es el amor verdadero.
¿Por qué tendría que conformarme con
otra cosa?
—Sin embargo, pretendes decirme
que la discusión que tuvisteis no fue por
eso —alegué.
Un destello de asco iluminó sus ojos
grises entrecerrados.
—No lo fue. ¿Cree que habría
permitido que lo adivinaran?
—Ya lo sabían.
—Porque yo era más joven. En
aquel entonces, era un patán ocultando
cosas.
Solté una sonora carcajada.
—¿Así que eras un libro abierto?
Pues parece que Pat y Jenny no fueron
los únicos que cambiaron al madurar.
—Me volví más sensato. Y
desarrollé un mayor control sobre las
cosas. Yo no me convertí en una persona
distinta.
—¿Significa eso que todavía estás
enamorado de Jenny? —inquirí.
—Hace años que no hablo con ella.
Lo cual respondía a una pregunta
completamente distinta, pero podía
esperar.
—Quizá no. Pero la has visto a
menudo desde tu pequeño escondite. Y
ya que estamos, ¿cómo empezó todo
eso?
Esperaba que evitara pronunciarse,
pero respondió enseguida, sin rodeos,
como si hubiera estado esperando
aquella pregunta: cualquier tema era
mejor que hablar de sus sentimientos
hacia Jenny Spain.
—Casi por accidente. A finales del
año pasado, las cosas empezaron a irme
mal. El trabajo había menguado. Era el
inicio de la crisis y, aunque nadie lo
decía (todavía no, porque si te dabas
cuenta y lo decías, te tachaban de traidor
a tu país), yo lo intuí. Los trabajadores
autónomos como yo fuimos los primeros
en notarla. Yo estaba sin blanca. Tuve
que mudarme de mi apartamento,
instalarme
en
un
agujero…
probablemente ya lo hayan visto, ¿no es
cierto?
No respondimos. En su rincón,
Richie permanecía quieto, fusionándose
con la estancia para despejarme el
terreno. Conor torció el gesto.
—Espero que les haya gustado —
continuó—. Ahora entenderán por qué
no paso mucho tiempo allí, si puedo
evitarlo.
—No obstante, tampoco parecías
entusiasmado con Ocean View. ¿Cómo
acabaste merodeando por la zona?
Se encogió de hombros.
—Tenía tiempo libre, estaba
deprimido… No dejaba de pensar en Pat
y Jenny. Solía hablar con ellos cuando
algo iba mal. Los echaba de menos. Sólo
me preguntaba… quería ver cómo les
iba.
—Hasta ahí lo entiendo —repliqué
—. Pero cuando una persona normal
quiere recuperar el contacto con sus
amigos, no instala un campamento con
vistas a la cocina de su casa. Lo que
hace es descolgar el teléfono. Lo siento
si te parece una pregunta tonta, amigo,
pero ¿no se te ocurrió hacerlo?
—No sabía si querrían hablar
conmigo. Ni siquiera sabía si seguíamos
teniendo lo bastante en común como
para llevarnos bien. No habría
soportado descubrir que no era así.
Por un instante, sonó como un
adolescente, frágil y desprotegido.
—Claro, podría haber llamado a
Fiona y haberle preguntado por ellos,
pero no tenía muy claro qué le habían
contado acerca de nuestra discusión y no
quería involucrarla… Un fin de semana,
pensé en dejarme caer por Brianstown
para echarles un vistazo y regresar a
casa. Eso fue todo.
—Y lo hiciste.
—Sí. Subí a la casa donde me
encontraron. Lo único que pensé fue que
podía verlos cuando salieran al jardín
trasero, pero las ventanas de aquella
cocina… Se veía todo. Los vi sentados a
la mesa, los cuatro. A Jenny haciéndole
una coleta a Emma para que no metiera
el pelo en el plato. A Pat contando algo.
Y a Jack riendo con la cara manchada de
comida.
—¿Cuánto tiempo permaneciste allí
arriba? —pregunté.
—Más o menos una hora. Era
agradable, lo más agradable que había
visto desde no sabía cuándo.
El recuerdo suavizó la tensión de la
voz de Conor, la endulzó.
—Me sentí en paz. Me marché a
casa en paz.
—Y regresaste para un segundo
asalto.
—Sí. Un par de semanas después.
Emma había sacado las muñecas al
jardín y las hacía bailar por turnos, las
estaba
enseñando.
Jenny estaba
tendiendo la colada. Y Jack simulaba ser
un avión.
—Y eso también te infundió paz. Así
que comenzaste a acudir asiduamente.
—Sí. ¿Qué más podía hacer durante
todo el día? ¿Sentarme en aquel cuchitril
y mirar la tele?
—Y al momento siguiente, te has
instalado allí con un saco de dormir y
unos prismáticos —comenté.
—Sé que suena a locura —replicó
Conor—. No es necesario que me lo
diga.
—Así es. Pero, por el momento,
también suena inofensivo. Cuando se
convierte en una actitud propia de
psicópata sin paliativos es cuando
empiezas a entrar en su casa. ¿Quieres
contarnos tu versión de esa parte?
No se lo pensó dos veces. Incluso
allanar aquella morada se le antojaba un
tema más llevadero que hablar de Jenny.
—Encontré la llave de la puerta
trasera, como les dije. No planeaba
hacer nada con ella; sólo me gustaba
tenerla. Pero una mañana salieron de
casa y yo había pasado allí la noche,
tenía el cuerpo entumecido por la
humedad, hacía un frío de mil demonios
(eso fue antes de que me hiciera con un
saco de dormir decente) y pensé: «¿Por
qué no? Sólo serán cinco minutos, para
entrar en calor…». Sin embargo, me
pareció que allí se estaba bien. Olía a
ropa recién planchada, a flores, a té y a
bollos calientes. Todo estaba limpio,
impoluto. Hacía mucho tiempo que no
estaba en un lugar como aquel. Era un
auténtico hogar.
—¿Cuándo fue eso?
—En primavera. No recuerdo la
fecha.
—Y luego seguiste entrando —añadí
—. No se te da muy bien resistir la
tentación, ¿no es cierto, muchacho?
—No le hacía ningún daño a nadie.
—¿Ah, no? Entonces ¿qué hacías ahí
dentro?
Un leve encogimiento de hombros.
Conor tenía los brazos cruzados y no nos
miraba: estaba avergonzado.
—Poca cosa. Tomarme una taza de
té y una galleta. O a veces un sándwich.
Las lonchas de jamón desaparecidas
de Jenny.
—A veces yo…
El rubor cobraba fuerza en sus
mejillas.
—A veces cerraba las cortinas del
salón para que los capullos de los
vecinos no me vieran y veía un rato la
tele. Cosas así.
—Fingías vivir ahí —sentencié yo.
Conor no respondió.
—¿Alguna vez subiste a la planta
superior? ¿Entraste en los dormitorios?
Silencio por respuesta.
—Conor.
—¿Un par de veces?
—¿Y qué hiciste?
—Contemplar los dormitorios de
Emma y de Jack. Me quedé en la puerta,
observando. Quería ser capaz de
imaginármelos allí.
—¿Y en el dormitorio de Pat y
Jenny? ¿Entraste alguna vez?
—Sí.
—¿Y?
—No es lo que están pensando. Me
descalcé y me tumbé en su cama. Sólo
un minuto. Cerré los ojos. Eso es todo.
No nos miraba. Se estaba dejando
arrastrar por los recuerdos; noté la
tristeza que se acumulaba en su interior,
fría como el hielo.
—¿No pensaste que podías estar
atemorizando a los Spain? —pregunté
con crudeza—. ¿O te daba igual?
Mi pregunta lo hizo regresar.
—No los estaba asustando. Siempre
me aseguré de salir mucho antes de que
volvieran a casa. Lo dejé todo tal como
estaba antes: lavé mi taza, la sequé y la
guardé en el armario. Barrí el suelo, por
si había dejado alguna mancha de tierra.
Los objetos que me llevé eran
insignificantes: nadie iba a echar de
menos un par de gomas para el pelo.
Nadie podía saber que había estado allí.
—Sin embargo, nosotros sí lo
sabemos —repliqué—, que no se te
olvide. Dime una cosa, Conor, y,
recuerda, nada de tomarme el pelo: te
morías de los celos, ¿no es verdad? De
los Spain. De Pat.
Conor negó con la cabeza, un gesto
impaciente,
como
si
estuviera
espantando una mosca.
—¡No! No lo entienden. Es lo
mismo que cuando teníamos dieciocho
años: no es lo que usted insinúa.
—Entonces ¿cómo es?
—Yo nunca quise que les ocurriera
nada malo. Yo sólo… Sé que los puse a
parir al decirles que hacían lo que todo
el mundo. Pero, cuando empecé a
espiarlos…
Una
respiración
larga.
La
calefacción había vuelto a pararse. Sin
el zumbido, la sala se antojaba
silenciosa, vacía: los leves sonidos de
nuestras respiraciones eran absorbidos
por el silencio y se disolvían en la nada.
—Desde fuera, su vida parecía
exactamente como la de cualquier otra
familia, como sacada de una película de
terror de clones. Pero, una vez la
contemplabas desde dentro, te dabas
cuenta de que… Por ejemplo, Jenny
solía aplicarse esa gilipollez de
bronceador que se ponen todas las
mujeres y tenía el mismo aspecto que
cualquiera de ellas, pero después se lo
llevaba a la cocina y ella y los críos
cogían unos pincelitos y se pintaban las
manos. Se dibujaban estrellas o caras
sonrientes, o escribían sus iniciales; en
una ocasión, Jenny le pintó rayas de
tigre a Jack en los brazos y él se pasó
toda la semana encantado siendo un
tigre. O, después de acostar a los niños,
Jenny ordenaba sus cosas, como
cualquier otra ama de casa del mundo,
sólo que a veces Pat aparecía para
echarle una mano y acababan jugando
con los juguetes, peleando con los
peluches y riendo, y luego se tumbaban
en el suelo juntos y contemplaban la luna
a través de la ventana. Desde allí arriba,
veías que seguían siendo ellos, seguían
siendo los mismos que a los dieciséis
años.
Conor había separado los brazos;
tenía las manos ahuecadas sobre la
mesa, con las palmas hacia arriba, y los
labios entreabiertos. Observaba una
lenta procesión de imágenes pasar frente
a una ventana iluminada, lejana e
intocable, resplandeciente y llamativa
como el esmalte y el oro.
—Las noches son más largas cuando
uno las pasa solo. Empiezas a pensar
cosas extrañas. Veía otras luces, en otras
casas de la urbanización. A veces se oía
música; había alguien que ponía rock a
toda pastilla y otro vecino solía ensayar
con la flauta. Empecé a pensar en todas
las personas que vivían allí, en todas
aquellas vidas. Aunque todo el mundo
estuviera preparando la cena, un tipo
podía estar cocinándole su plato
favorito a su hija para alegrarle el ánimo
después de un mal día en la escuela o
una pareja podía estar celebrando la
noticia de que ella estaba embarazada…
Cada una de aquellas personas pensaba
en algo suyo, personal. Y quería a
alguien sólo suyo. Cada vez que subía
allí, me daba más cuenta de que ese tipo
de vida, en el fondo, es bonita.
Conor respiró profundamente de
nuevo y extendió las palmas sobre la
mesa.
—Eso es todo —dijo—. No eran
celos. Sólo… eso.
—Sin embargo, las vidas de los
Spain dejaron de ser tan idílicas
después de que Pat perdiera su empleo
—apuntó Richie desde su rincón.
—Se llevaban genial.
El sesgo instantáneo en la voz de
Conor, en defensa de Pat, hizo que aquel
desasosiego rebotara dentro de mí una
vez más. Richie se separó de la pared y
apoyó el trasero en la mesa, demasiado
cerca de Conor.
—La última vez que hablamos, nos
dijiste que aquello lo había hundido.
¿Qué querías decir exactamente?
—Nada. Conozco a Pat. Sabía que
debía de estar pasándolo fatal. Eso es
todo.
—El pobre tío estaba destrozado, no
nos estás diciendo nada que no sepamos.
Así que dinos, ¿qué viste? ¿Lo viste
comportarse de manera extraña?
¿Llorar? ¿Gritar? ¿Pelearse con Jenny?
—No.
Una pausa breve, tensa, mientras
Conor sopesaba qué contarnos. Volvió a
cruzarse de brazos.
—Al principio estaba bien. Al cabo
de unos meses, más o menos durante el
verano, empezó a quedarse despierto
hasta altas horas de la madrugada y
luego dormía hasta bien entrada la
mañana. No salía tanto. Antes iba a
correr todos los días, pero acabó tirando
la toalla. Algunos días ni siquiera se
molestaba en vestirse o afeitarse.
—A mí me suena a depresión.
—Estaba abatido. ¿Y? ¿Quién
podría culparlo por ello?
—Y aun así, tampoco se te ocurrió
ponerte en contacto con él —comentó
Richie—. Cuando a ti te iban mal las
cosas, echaste de menos a Pat y Jenny.
Pero ¿nunca se te ocurrió que ellos te
echaran de menos a ti en los malos
momentos?
—Sí, lo pensé —contestó Conor—.
Mucho. De hecho, pensé que podría
ayudarlos, llevarme a Pat al bar a tomar
un par de cervezas y echarnos unas
risas, cuidar de los niños mientras ellos
dos disfrutaban de un rato a solas…
Pero no me vi capaz de hacerlo. Habría
sido como restregarles lo ocurrido por
la cara: «Jajaja, os dije que todo esto se
iría al carajo». Sólo habría empeorado
las cosas.
—Joder, tío. ¿Acaso podían
empeorar mucho más?
—Pues sí. La falta de ejercicio no le
sentaba bien a Pat. Pero eso no significa
que se estuviera desmoronando.
La ola defensiva seguía presente.
—El hecho de que Pat dejara de
salir no debió de hacerte ninguna gracia
—especulé—. Si se quedaba en casa, se
acabaron el té y los sándwiches para ti.
Aun así, ¿te las apañaste para pasar
algún momento en la casa durante el
último par de meses?
Se volvió hacia mí de repente,
dándole la espalda a Richie, como si yo
lo estuviera salvando.
—Menos. Aunque, una vez a la
semana, aproximadamente, salían todos
juntos, iban a recoger a Emma a la
escuela y luego de compras. A Pat no le
asustaba dejar la casa; simplemente,
quería quedarse dentro para poder
vigilar a ese visón o lo que fuera. No
tenía ninguna fobia ni nada parecido.
No miré a Richie, pero noté que se
quedaba paralizado. Conor no debería
haber sabido lo del animal de Pat.
—¿Viste alguna vez al animal? —
pregunté como si tal cosa, antes de que
cayera en la cuenta de su error.
—Como ya les he dicho, no estaba
mucho en la casa.
—Claro que sí. No me refiero sólo
al último par de meses: te hablo de todo
el tiempo en que estuviste entrando y
saliendo. ¿Lo viste? ¿Lo oíste?
Conor empezaba a mostrarse
receloso, aunque no estaba seguro de
por qué.
—Oí rascadas un par de veces.
Pensé que quizá serían ratones o un
pájaro que se había colado en el desván.
—¿Y por la noche? Es entonces
cuando supuestamente el animal debía
de cazar, copular o lo que fuera que
hiciera, y tú estabas justo enfrente, con
tus prismáticos. ¿Alguna vez viste un
armiño durante tus viajecitos? ¿Una
nutria? ¿Ni que fuera una rata?
—Había bichos viviendo ahí fuera,
eso seguro. Oía un montón de cosas
moviéndose por los alrededores, de
noche. Algunos eran grandes. No tengo
ni idea de qué podían ser, porque no los
vi. Estaba oscuro.
—¿Y eso no te preocupaba? ¿No te
inquietaba estar a la intemperie, en
mitad de la nada, rodeado por fauna
salvaje que no veías, sin nada con lo que
poder defenderte?
Conor se encogió de hombros.
—Los animales no me asustan.
—¡Qué valiente! —exclamé en señal
de admiración.
Richie se rascó la cabeza, confuso,
como un novato perplejo que intentaba
dar sentido a todo aquello, y dijo:
—Espera un momento. Me he
perdido algo. ¿Cómo sabes que Pat
estaba al acecho de ese animal?
Conor abrió la boca un instante, pero
la cerró enseguida, su cerebro
discurriendo a toda velocidad.
—¿Qué ocurre? —pregunté—. No es
una pregunta complicada. ¿Hay algún
motivo
para
que
no
quieras
contestarnos?
—No. Es sólo que no recuerdo cómo
lo descubrí.
Richie y yo nos miramos y
empezamos a reír.
—Fantástico —dije—. Te juro por
Dios que, por muchos años que lleves en
este oficio, esa respuesta nunca falla.
La mandíbula de Conor se había
tensado: no le gustaba que se rieran de
él.
—Lo siento, amigo. Pero tienes que
entender que nos topamos con muchos
casos de amnesia. A veces me preocupa
que el Gobierno pueda estar echando
algo en el agua. ¿Quieres volver a
intentarlo?
La mente le iba a mil revoluciones.
—Venga, tío. ¿Qué daño puedes
hacer? —le preguntó Richie aún con voz
divertida.
—Una noche me paré a escuchar
bajo la ventana de la cocina —
respondió Conor—. Pat y Jenny estaban
hablando de ello.
No había alumbrado en las calles ni
focos en el jardín de los Spain: una vez
anochecía, podría haber saltado la tapia
y pasarse las noches agazapado bajo sus
ventanas, escuchando. La privacidad no
debía de preocupar en exceso a los
Spain, rodeados como estaban de
escombros, de vides trepadoras y de
sonidos marinos, a kilómetros de
distancia de cualquiera a quien le
importaran algo. Y, sin embargo, no
habían tenido intimidad. Conor se había
estado paseando por su casa,
escuchándolos a hurtadillas mientras
tomaban una copa de vino y se hacían
arrumacos a última hora de la tarde, y
los dedos grasientos de los Gogan
habían manoseado sus discusiones y les
habían permitido asomarse a las romas
grietas de su matrimonio. Las paredes de
su hogar habían sido como un pañuelo
de papel que se rasga y desaparece en la
nada.
—¡Qué interesante! —opiné—. ¿Y
cómo te sonó aquella conversación?
—¿Qué quiere decir?
—¿Quién dijo qué? ¿Estaban
preocupados? ¿Alterados? ¿Discutían?
¿Se gritaban? ¿Qué?
Conor se había quedado perplejo.
No se había preparado para aquello.
—No la oí entera. Pat comentó algo
respecto a una trampa que no
funcionaba. Y supongo que Jenny le
propuso que probara con un cebo
distinto y Pat le contestó que, si pudiera
al menos ver al animal, entonces sabría
qué utilizar. No se les oía alterados ni
nada por el estilo. Un poco
preocupados, quizá, como lo estaría
cualquiera. Desde luego, no hubo
ninguna discusión. No parecía un
problema de peso.
—De acuerdo. ¿Y cuándo ocurrió
eso?
—No me acuerdo. En algún
momento del verano, probablemente.
Pero podría haber sido más tarde.
—¡Muy interesante! —observé,
apartando mi silla de la mesa—. Guarda
ese pensamiento, amigo. Vamos a salir
afuera a charlar sobre ti durante un rato.
Interrogatorio suspendido: los detectives
Kennedy y Curran abandonan la sala.
—Esperen. ¿Cómo está Jenny?
¿Está…? —espetó Conor.
No pudo concluir la frase.
—Ah —dije, echándome la chaqueta
sobre el hombro—. Estaba esperando
que me lo preguntaras. Lo has hecho muy
bien, Conor: has esperado un buen rato
antes de preguntar. Pensaba que estarías
suplicándome en menos de sesenta
segundos. Te he subestimado.
—Les he respondido a todo lo que
me han preguntado.
—Sí, es vedad. Más o menos. Buen
chico.
Arqueé una ceja en gesto
interrogativo mirando a Richie, que se
encogió de hombros y se apartó de la
mesa.
—Bueno, supongo que podemos
contártelo. Jenny está viva, amigo. Está
fuera de peligro. Unos cuantos días más
y podrá salir del hospital.
Esperaba una expresión de alivio o
temor, quizá incluso de ira. En su lugar,
lo asimiló con una rápida respiración
susurrante y un asentimiento brusco, sin
decir palabra.
—Nos
ha
facilitado
alguna
información interesante —añadí.
—¿Qué les ha dicho?
—Venga, tío. Ya sabes que no
podemos explicarte eso. Pero digamos
que deberías andarte con cuidado y no
contarnos ninguna mentira que Jenny
Spain pueda contradecir. Medítalo
mientras salimos. Concéntrate bien.
Le eché un último vistazo mientras
sostenía la puerta abierta para
franquearle el paso a Richie. Conor
tenía la vista perdida y respiraba entre
dientes y, tal como le había sugerido,
estaba concentrado en el tema.
En el pasillo, le pregunté a Richie:
—¿Has oído eso? Hay un motivo en
algún sitio. Al final, está ahí, gracias al
cielo. Y voy a sacárselo, aunque tenga
que partirle el alma a ese tarado.
El corazón me iba a mil por hora; me
habría gustado abrazar a Richie y dar un
golpe en la puerta para sobresaltar a
Conor, no sé por qué. Richie rascaba
con una uña la pintura verde
desconchada de la pared y observaba la
puerta.
—¿Eso crees, eh? —preguntó.
—¡Desde luego que lo creo! Cuando
ha metido la pata con lo del animal, ha
empezado a tomarnos el pelo de nuevo.
Esa conversación sobre las trampas y el
cebo nunca tuvo lugar. Si hubieran
estado discutiéndose y Conor tenía la
oreja
pegada
a
la
ventana,
probablemente habría oído un montón de
cosas; pero los Spain tenían doble
acristalamiento, recuérdalo. Añádele a
eso el rugido del mar e, incluso desde
muy cerca, es imposible que escuchara
una conversación a un volumen normal.
Quizá sólo esté mintiendo sobre el tono
y, en realidad, se estuvieran gritando,
pero por el motivo que sea no le apetece
contárnoslo. No obstante, si no es así
como descubrió lo del bicho, ¿cómo lo
hizo?
—En una de las ocasiones en que
entró en la casa, encontró el ordenador
encendido y echó un vistazo —aventuró
Richie.
—Podría ser. Tiene más sentido que
esa patraña que pretende vendernos.
Pero ¿por qué no decirlo y ya está?
—No sabe que hemos recuperado
nada del ordenador. No quiere que
sepamos que Pat estaba perdiendo la
cabeza y deduzcamos que lo está
encubriendo.
—Si es eso lo que está haciendo.
Recuerda: «si».
Yo ya me había percatado de que
Richie aún no estaba convencido, pero
al oírselo decir en voz alta empecé a
caminar por el pasillo con paso ligero.
Tras haberme forzado a estar sentado
quieto durante tanto rato ante aquella
mesa, me dolían todos los músculos.
—¿Se te ocurre algún otro modo de
descubrirlo?
—Jenny y él estaban teniendo una
aventura y ella le contó lo del animal —
contestó Richie.
—Sí. Quizá. Podría ser. Lo
descubriremos. Pero no es eso lo que yo
tengo en mente. «Perder la cabeza» has
dicho: Pat estaba perdiendo la cabeza.
¿Qué ocurre si eso es lo que se suponía
que Pat tenía que pensar?
Richie apoyó la espalda contra la
pared y se metió las manos en los
bolsillos.
—Continúa —me pidió.
—¿Recuerdas lo que dijo aquel
cazador de internet, el que le recomendó
la trampa? —pregunté—. Quería saber
si existía alguna posibilidad de que los
críos de Pat le estuvieran gastando una
broma. Sabemos que los niños eran
demasiado pequeños para eso, pero hay
otra persona que no lo era. Alguien que
tenía acceso a la casa.
—¿Crees que Conor soltó al animal
de la trampa? ¿Que se llevó el ratón del
cebo?
No podía dejar de dar vueltas. Me
habría gustado disponer de una sala de
observación, un lugar donde pudiera
moverme y no tuviera que hablar en voz
baja.
—Quizá sea eso. Quizá algo más.
Hay un hecho: para empezar, Conor
estaba volviendo loca a Jenny. Se comía
su comida, mordisqueaba un poquito de
aquí y de allá. Puede continuar
diciéndonos hasta el día del Juicio Final
que no tenía intención de asustarla, pero
el hecho es que eso es exactamente lo
que conseguía: la tenía atemorizada.
Además, consiguió que Fiona pensara
que Jenny había perdido la razón, y
probablemente Jenny también lo pensara
de sí misma. ¿Qué sucede si le hizo lo
mismo a Pat?
—¿Cómo?
—¿Cómo se llama? El doctor
Dolittle ese dijo que no podía jurar que
hubiera habido un animal en ese desván.
Eso te impulsó a pensar que todo
aquello era producto de la imaginación
de Pat Spain. Pero ¿qué sucedería si
realmente nunca hubiera habido un
animal y fuera obra de Conor?
Mis palabras provocaron que una
expresión vivida encendiera el rostro de
Richie: escepticismo, una reacción
defensiva, no pude descifrar qué.
—Lo que Pat ha contado, todo lo que
hemos visto, podría haberlo inventado
cualquiera con acceso a la casa. Ya oíste
lo que opinaba el doctor Dolittle sobre
aquel petirrojo: los dientes de un animal
podían haberle arrancado la cabeza,
pero también podía haber sido mediante
un cuchillo. Y esos arañazos en la viga
del altillo: podrían ser marcas de garras,
pero también de cuchillo o de uñas. Y
los esqueletos: un animal no es el único
ser capaz de destripar un par de ardillas
hasta dejarlas en los huesos.
—¿Y los ruidos?
—Sí, desde luego. No nos
olvidemos de los ruidos. ¿Recuerdas lo
que publicó Pat en el foro de
Wildwatcher? Hay un hueco de unos
veinte centímetros entre el suelo del
desván y el techo de las habitaciones
inferiores. ¿Habría resultado muy difícil
hacerse con un reproductor de MP3 con
mando a distancia y un par de buenos
altavoces, instalarlos en ese hueco y
activarlo con una pista de arañazos y
golpes cada vez que veía a Pat subir a la
planta de arriba? Quizá lo ocultó entre
las planchas aislantes, para que, en el
caso de que Pat echase un vistazo al
hueco con una linterna, tal como hizo, no
viera nada. Además, tampoco buscaría
un dispositivo electrónico, sino pelos,
excrementos o un animal, y era
imposible que viera nada de eso. Y, para
añadirle un poco más de jugo a la
historia, desactivas el sonido cada vez
que Jenny está cerca, para que empiece
a preguntarse si Pat está perdiendo el
juicio. Cambias las pilas cada vez que
entras en la casa (o encuentras un modo
de conectar el sistema a la corriente de
la casa) y te dedicas a tu jueguecito todo
el tiempo que sea necesario.
—Pero el animal no se quedó en el
desván… si es que tal animal existió.
Bajó por las paredes. Pat lo oyó casi en
todas las habitaciones —señaló Richie.
—Creyó haberlo oído. ¿Recuerdas
qué más publicó? Dijo que no estaba
seguro de dónde se encontraba porque la
acústica de la casa era extraña.
Pongamos que Conor cambiara de lugar
los altavoces de vez en cuando, para que
Pat se mantuviera alerta, que simulara
que el animal se estaba moviendo por el
altillo. Y que, de repente, por
casualidad, un día se da cuenta de que,
al colocar los altavoces en un punto
concreto, el sonido desciende por las
cavidades de las paredes y parece
proceder de una estancia de la planta
baja… La casa habría jugado a favor de
Conor.
Richie se mordía una uña mientras
pensaba.
—Ese escondite está muy lejos del
desván. ¿Funcionaría un mando a
distancia?
No podía detenerme.
—Estoy seguro de que puedes
conseguir uno que funcione. O, si no es
posible, sales de tu escondite después
de caer la noche, te sientas en el jardín
de los Spain y te dedicas a pulsar los
botones; durante el día, usas el mando a
distancia desde el desván de la casa
contigua y sólo reproduces la pista de
audio cuando sabes que Jenny está fuera
o cocinando. No es tan preciso, porque
no puedes ver a los Spain, pero de todos
modos funciona.
—Eso implicaría tomarse infinitas
molestias.
—Desde luego. Pero también lo fue
instalar aquel escondite.
—Los muchachos de la Científica no
encontraron nada parecido. Ningún
reproductor de MP3, nada.
—Quizá Conor se lo llevó y lo tiró a
la basura antes de matar a los Spain; de
haberlo hecho después, habría dejado
manchas de sangre. Y eso implicaría que
los asesinatos fueron premeditados,
planeados con sumo cuidado.
—¡Espeluznante! —comentó Richie,
casi ausente. Seguía mordiéndose la uña
—. Pero ¿por qué? ¿Por qué inventarse
un animal?
—Porque sigue loco por Jenny e
imaginó que tenía más posibilidades de
que ella se marchara con él si Pat perdía
la cordura —aventuré—. O porque
quería demostrarles lo estúpidos que
habían sido al comprar aquella
propiedad en Brianstown. O porque no
tenía nada mejor que hacer.
—Pero hay algo que no encaja:
Conor quería a Pat tanto como a Jenny.
Tú mismo lo dijiste, desde el principio.
¿Crees que intentaría volver loco a Pat?
—Quererlos
no
le
impidió
asesinarlos.
Richie buscó mis ojos un instante y
desvió la mirada, pero no dijo nada.
—Sigues sin creer que lo hiciera.
—Creo que los quería. Es lo que he
dicho.
—«Querer» no significa lo mismo
para Conor que para ti o para mí. Ya lo
has oído ahí dentro: quería ser Pat
Spain. Lo ha deseado desde que eran
adolescentes. Por eso se agarró un
berrinche cuando Pat empezó a tomar
decisiones que no le gustaban: él creía
que la vida de Pat era la suya, que le
pertenecía.
Al pasar por delante de la sala de
interrogatorios, le di una patada a la
puerta, más fuerte de lo que pretendía.
—El año pasado, cuando la vida de
Conor se fue al traste, tuvo que
afrontarlo. Cuanto más espiaba a los
Spain, más se daba cuenta de que, por
mucho que hubiera despotricado sobre
Stepford y los zombis, aquello era lo
que él quería: unos hijitos dulces, un
hogar acogedor, un trabajo estable y
Jenny. La vida de Pat. —Aquella idea
me aceleró cada vez más—. Allí arriba,
en su propio mundo, Conor «era» Pat
Spain. Y cuando la vida de Pat se fue
por el retrete, Conor sintió que se la
estaban robando.
—¿Y ese es el motivo? ¿La
venganza?
—Es más complicado. Pat ya no
lleva la vida que Conor habría firmado
por llevar. Conor no obtiene su
transfusión de felicidad suprema de
segunda
mano
y
la
busca
desesperadamente. De manera que
decide pasar a la acción y volver a
encauzar las cosas. Ahora le toca a él
solucionar la vida de Jenny y de los
críos. Quizá no de Pat, pero eso no
importa. En la mente de Conor, Pat ha
roto el contrato: no está cumpliendo su
misión. Ya no se merece esa vida
perfecta, que debería recaer en manos
de otra persona que la aprovecharía al
máximo.
—Entonces no es venganza —apuntó
Richie con voz neutra: escuchaba, pero
no estaba convencido—. Es puro
salvajismo.
—Salvajismo. Probablemente Conor
haya elaborado una fantasía sobre
llevarse a Jenny y a los críos a
California, Australia, a algún lugar
donde un diseñador web pueda tener un
buen trabajo y mantener a una familia
encantadora con estilo y bajo el calor
del sol. Pero, para poder intervenir,
necesita que Pat deje de ser un
obstáculo.
Necesita
romper
ese
matrimonio. Y, desde luego, debo
concederle que fue muy listo haciéndolo.
Pat y Jenny están sometidos a mucha
presión, las grietas empiezan a aflorar, y
Conor utiliza lo que tiene a mano:
aumenta esa presión. Encuentra modos
de volverlos paranoicos, sobre su casa,
sobre el otro, sobre sí mismos… Es muy
hábil. Se toma su tiempo para cumplir
con su misión, va girando la tuerca poco
a poco y, al momento siguiente, no queda
ningún lugar donde Pat y Jenny se
sientan seguros. Ni el uno al lado del
otro, ni en su propia casa ni en sus
propias mentes.
Me di cuenta, con cierta sorpresa
indiferente, de que me temblaban las
manos. Me las metí en los bolsillos.
—Fue muy inteligente. Muy bueno.
Richie se sacó la uña de la boca.
—Te diré lo que me preocupa —
apuntó—. ¿Qué ha pasado con la
solución más sencilla?
—¿De qué hablas?
—De atenerse a la respuesta que
necesita menos extras. Eso es lo que
dijiste. El reproductor de MP3, los
altavoces, el mando a distancia; entrar
en la casa para cambiarlos de sitio;
contar con la dosis necesaria de suerte
para que Jenny nunca oiga los ruidos…
No sé, me parecen demasiados
complementos.
—Es más fácil dar por sentado que
Pat era un zumbado.
—No es más fácil. Es más simple.
Es más simple suponer que todo era
producto de su imaginación.
—¿De verdad? ¿Y qué hay del tipo
que los acechaba, que deambulaba por
su casa y se comía sus lonchas de jamón,
exactamente en el mismo momento en
que Pat estaba pasando de ser un hombre
sensible a convertirse en un chiflado
peligroso? ¿Mera coincidencia? Una
coincidencia de ese calibre, amigo mío,
es un extra de proporciones colosales.
Richie sacudía la cabeza.
—La recesión los afectó a ambos:
ahí no hay ninguna gran coincidencia.
Pero esa hipótesis del MP3, la
posibilidad de asegurarse de que Pat
oyera los ruidos y Jenny no era de una
entre un millón. Estamos hablando de
días y noches durante meses, y esa casa
no es precisamente una mansión
gigantesca donde los inquilinos puedan
estar a kilómetros de distancia. Por muy
cauteloso que fuera, ella habría oído
algo antes o después.
—Sí —convine—. Probablemente
tengas razón.
Me di cuenta de que hacía mucho
rato que había dejado de moverme, o
eso me pareció.
—Quizá los oyera.
—¿Qué quieres decir?
—Que quizá lo tramaron juntos:
Conor y Jenny. Eso simplificaría las
cosas, ¿no? No hay necesidad de que
Conor oculte los ruidos a Jenny. Si Pat
le pregunta: «¿Has oído eso?», basta con
que ella ponga cara de pez y responda:
«¿Oír qué?». Y tampoco tendría que
preocuparse por si los niños lo oían:
Jenny podía convencerlos de que se lo
estaban imaginando y ellos no
mencionarían el tema delante de papi.
Además, Conor no tendría ninguna
necesidad de entrar en la casa y cambiar
de lugar el material: Jenny podría
ocuparse de ello.
Bajo el resplandor blanco de los
fluorescentes, el rostro de Richie ofrecía
el mismo aspecto que bajo la luz matinal
austera fuera de la morgue: de un blanco
mortecino, erosionado hasta el hueso.
Aquello no le gustaba.
—Eso explicaría por qué Jenny no
ha demostrado la importancia debida al
estado de salud mental de Pat —
proseguí—. Eso explicaría también por
qué no le contó el asunto del intruso ni
llamó a la policía. Explicaría por qué
Conor borró el historial del ordenador.
Explicaría por qué confesó: para
proteger a su novia. Explicaría por qué
no lo delata: por el remordimiento. De
hecho, hijo mío, lo explicaría casi todo.
Escuchaba las piezas encajar en su
sitio a mi alrededor, un golpeteo como
suaves gotas de lluvia. Quería alzar el
rostro hacia esa lluvia, lavarme con ella,
bebérmela.
Richie no se movió y, por un
instante, supe que él también la notaba,
pero luego aspiró una rápida bocanada
de aire y negó con la cabeza.
—No lo veo.
—Pues está más claro que el agua.
Es fantástico. No lo ves porque no
quieres verlo.
—No es eso. ¿Cómo pasas de eso a
los asesinatos? El objetivo de Conor era
volver loco a Pat, y estaba funcionando
a las mil maravillas: el pobre hombre
tenía los fusibles fundidos. ¿Por qué iba
a abandonar Conor todos sus planes y
matarlo? Y, si Jenny y los niños eran su
objetivo, ¿por qué decidió aniquilarlos?
—Venga ya —repliqué.
Caminaba a grandes zancadas arriba
y abajo por el pasillo, tan rápido como
podía, sin echar a correr. Richie tenía
que trotar a mi lado para seguirme.
—¿Recuerdas esa chapa de Jojo’s?
—Sí.
—¡Maldito capullo! —exclamé,
mientras bajaba de dos en dos las
escaleras que conducen a la sala de
pruebas.
Conor seguía en su silla, pero tenía
marcas rojas alrededor del dedo pulgar
que se había estado mordisqueando.
Sabía que la había fastidiado, aunque no
estuviera seguro de en qué sentido. Al
final, y ya era hora, se había puesto
nervioso como una rata. Ninguno de
nosotros dos se molestó en sentarse.
Richie anunció a la cámara:
—El detective Kennedy y el
detective
Curran
reanudan
el
interrogatorio de Conor Brennan.
Luego se apoyó en un rincón, en la
periferia del campo visual de Conor,
cruzó los brazos y golpeó la pared con
un talón a un ritmo lento y persistente.
Yo ni siquiera me esforcé por
permanecer quieto: avancé en círculos
alrededor de la sala, con rapidez,
apartando las sillas que se interponían
en mi camino. Conor intentaba mirarnos
a los dos a la vez.
—Conor —dije—. Tenemos que
hablar.
—Quiero regresar a la celda —
respondió él.
—Y yo quiero una cita con Anna
Kournikova. La vida es dura. ¿Y sabes
qué más quiero, Conor?
Negó con la cabeza.
—Quiero saber por qué sucedió
esto. Quiero saber por qué Jenny Spain
está en el hospital y el resto de su
familia en el depósito de cadáveres.
¿Quieres hacerlo por las buenas y
contármelo ahora?
—Tienen todo lo que necesitan —
respondió Conor—. Confesé los
crímenes. ¿A quién le importa el
porqué?
—A mí. Y al detective Curran. Y a
un montón de personas más, pero
nosotros somos quienes más debemos
preocuparte en estos momentos.
Se encogió de hombros. Al pasar
junto a él, me saqué la bolsa de pruebas
del bolsillo y la lancé sobre la mesa,
delante de él, con tanta fuerza que
rebotó.
—Explícanos esto.
Conor no se acobardó: se había
preparado para aquello.
—Es una chapa.
—No, Einstein. No es una chapa
cualquiera. Es esta chapa.
Me incliné por encima de su
hombro, deposité la fotografía del
verano de los helados en la mesa con un
manotazo y permanecí a su lado,
prácticamente rozándole la mejilla. Olía
al áspero jabón de la cárcel.
—Esta chapa de aquí, la que
llevabas en esta foto. La encontramos
entre las pertenencias de Jenny. ¿De
dónde la sacó?
Señaló la foto con la barbilla.
—De ahí. Ella también la llevaba.
Teníamos una cada uno.
—Esta es la tuya. El análisis
fotográfico demuestra que la imagen de
tu chapa está ligeramente descentrada,
exactamente en el mismo grado que la
imagen de esta chapita de aquí. Ninguna
de las otras encaja. Así que vamos a
intentarlo otra vez: ¿cómo llegó tu chapa
a las cosas de Jenny Spain?
Me encanta CSI: hoy en día, nuestros
técnicos no necesitan obrar milagros
porque todos los civiles creen que
pueden hacerlo. Al cabo de un momento,
Conor se apartó de mí.
—La dejé en su casa —dijo.
—¿Dónde?
—Sobre la encimera de la cocina.
Volví a acercarme a él.
—Pensaba que habías dicho que no
intentabas asustar a los Spain. Pensaba
que habías dicho que nadie se habría
dado cuenta de que habías estado en la
casa. Y entonces ¿qué diablos es esto?
¿Imaginaste acaso que pensarían que se
había materializado de la nada o qué?
Conor cubrió la chapa con la mano,
como si fuera privada.
—Imaginé que sería Jenny quien la
encontraría. Ella es siempre la primera
que baja por las mañanas.
—Aparta tus manos de la prueba.
¿Que la encontraría y qué? ¿Pensaría
que se la habían dejado las hadas?
—No.
Su mano no se movió.
—Sabía que adivinaría que había
sido yo. Quería que lo hiciera.
—¿Por qué?
—Porque sí. Sólo para que supiera
que no estaba sola en el mundo, para que
supiera que yo seguía estando cerca, que
seguía preocupándome por ella.
—¿Y qué? ¿Entonces dejaría a Pat,
se lanzaría a tus brazos y viviríais
felices y comeríais perdices? ¿Es que te
drogas o qué, capullo?
Asomó un destello fugaz y vil de
asco, antes de que los ojos de Conor se
desviaran de los míos de nuevo.
—No es nada de eso. Sólo pensé
que la alegraría. ¿Entendido?
—¿Y por qué tenía que alegrarla?
Le aparté la mano de un manotazo y
envié la chapa de prueba al otro lado de
la mesa, lejos de su alcance.
—¿Por qué no le enviaste una postal
o un correo electrónico diciéndole:
«Pienso en ti»? No, optaste por entrar en
su casa y dejarle un pedazo de basura
oxidada que posiblemente había
olvidado por completo. No me extraña
que estés soltero, chaval.
—No la había olvidado —respondió
con una certeza absoluta—. Aquel
verano, en esa foto, éramos felices.
Todos. Creo que fue el verano más feliz
de todos. Y eso no se olvida. Era para
recordarle a Jenny los momentos en los
que había sido feliz.
—¿Por qué, tío? —le preguntó
Richie desde su rincón.
—¿Qué significa «por qué»?
—¿Por qué necesitaba que se los
recordaran? ¿Por qué necesitaba que le
dijeran que alguien la quería? Tenía a
Pat, ¿no es cierto?
—Estaba un poco abatido. Ya se lo
he explicado.
—Nos dijiste que llevaba varios
meses un poco abatido, pero que no
querías restablecer el contacto para no
empeorar las cosas. ¿Qué cambió?
Conor se había erguido. Lo teníamos
precisamente allí donde le queríamos:
bailando, sopesando cada paso en busca
de posibles trampas.
—Nada. Cambié de opinión.
Me incliné hacia él, agarré la bolsa
con la prueba con un gesto rápido y
empecé a describir círculos alrededor
de la sala de nuevo, pasándome la bolsa
de una a otra mano.
—¿Por casualidad no viste un
montón de monitores para bebés
instalados por toda la casa mientras
disfrutabas de tu té y tus sándwiches?
—¿Eso es lo que eran? —Conor
fingió una expresión atónita de nuevo:
tenía la respuesta preparada—. Pensé
que eran walkie-talkies. Algún juego
entre Pat y Jack, quizá.
—Pues no lo era. ¿Puedes decirme
por qué crees que Pat y Jenny tenían
media docena de monitores distribuidos
por toda la casa?
Encogimiento de hombros.
—¿Cómo voy a saberlo?
—De acuerdo. ¿Y qué hay de los
agujeros en las paredes? ¿Te diste
cuenta?
—Sí. Los vi. Siempre supe que esa
casa era un desastre. Deberían haber
denunciado al hijo de perra que la
construyó, aunque seguramente se habrá
declarado en bancarrota, se habrá
largado a la Costa del Sol y tendrá sus
cuentas en paraísos fiscales.
—Lo siento, pero los culpables de
eso no son los constructores, jovencito.
Pat abrió esos boquetes en sus propias
paredes porque se estaba volviendo
loco intentando atrapar a ese armiño o
lo que fuese. Sembró la casa de
monitores de vídeo porque estaba
obsesionado con echar un vistazo a esa
cosa que se dedicaba a bailar claque
sobre su cabeza. ¿Pretendes decirnos
que, en todas tus horas de espionaje, eso
se te pasó por alto?
—Sabía lo del animal. Ya se lo he
dicho.
—Desde luego que lo sabías. Pero
has obviado la explicación de que Pat se
estaba volviendo tarumba.
Dejé caer la bolsa, la frené con la
punta del pie y la chuté para que
regresara a mi mano.
—Ups.
Richie cogió una silla y se sentó al
otro lado de la mesa, frente a Conor.
—Tío, hemos recuperado toda la
información del ordenador. Sabemos el
estado en que estaba. «Deprimido» ni
siquiera se acerca.
Conor respiraba más rápido, las
aletas de la nariz se le hinchaban y
deshinchaban.
—¿El ordenador?
—Saltémonos la parte en la que te
haces el tonto —propuse—. Es
aburrido, no tiene sentido y me pone de
muy, pero que muy mal humor.
Reboté la bolsa de la prueba contra
la pared con toda la maldad que pude.
—¿Te parece bien?
Mantuvo la boca cerrada.
—Volvamos
a
empezar,
¿de
acuerdo? —preguntó Richie—. Algo
cambió para que le dejaras esta cosa a
Jenny.
Agité la bolsa mirando a Conor,
entre lanzamientos.
—Fue Pat, ¿no es cierto? Estaba
empeorando.
—Si ya lo saben, ¿para qué me lo
preguntan?
—Es el procedimiento habitual, tío
—contestó Richie como si tal cosa—.
Sólo estamos comprobando que tu
historia coincida con las que hemos
obtenido de otras fuentes. Si todo
encaja, todos felices, te creeremos. Si,
por el contrario, tú nos cuentas una cosa
y las pruebas nos revelan otra…
Se encogió de hombros.
—Entonces tenemos un problema y
hay que continuar escarbando hasta
solucionarlo. ¿Me sigues?
Al cabo de un momento, Conor
contestó:
—De
acuerdo.
Pat
estaba
empeorando. No es que se hubiera
vuelto loco, no le gritaba a ese bicho
para que saliera a pelear ni nada por el
estilo. Simplemente, estaba atravesando
un mal momento. ¿Entienden?
—Pero algo debió de suceder. Algo
te impulsó a ponerte en contacto con
Jenny de repente.
—Parecía muy sola —respondió
Conor sin más—. Pat no le había
dirigido la palabra en un par de días, al
menos no que yo lo viera. Se pasaba
todo el tiempo sentado en la cocina con
esos monitores alineados frente a él,
mirándolos fijamente. Ella había
intentado hablar con él un par de veces,
pero él ni siquiera había despegado la
vista de las pantallas para mirarla. Y no
es que se pusieran al día por la noche: la
noche anterior él había dormido en la
cocina, sobre aquel cojín grande.
Conor había estado oculto en aquel
escondite prácticamente las veinticuatro
horas de los siete días de la semana en
los últimos tiempos. Dejé de juguetear
con la bolsa de la prueba y me detuve a
su espalda.
—Jenny… La vi en la cocina,
esperando a que la tetera hirviera.
Estaba apoyada sobre la encimera,
demasiado hundida para mantenerse en
pie sin apoyo, con la mirada perdida.
Jack le tironeaba de una pierna, quería
enseñarle algo, y ella ni siquiera se dio
cuenta. Parecía una mujer de cuarenta
años, como mínimo. Estaba perdida.
Estuve a punto de saltar de esa casa,
salvar la tapia y estrecharla entre mis
brazos.
—Y decidiste que lo que ella más
necesitaba, en aquellos momentos
difíciles de su vida, era descubrir que
tenía un acosador —comenté como si tal
cosa.
—Sólo intentaba ayudar. Pensé en
presentarme en la casa, en llamarla o
enviarle un correo electrónico, pero
Jenny…
—Sacudió
la
cabeza
pesadamente—. Cuando las cosas van
mal, a Jenny no le gusta hablar de ello.
No habría querido charlar, y menos con
Pat… Así que pensé en hacer algo que
la incitara a pensar que yo estaba ahí.
Fui a casa y recuperé esa chapa. Quizá
me equivoqué. Denúncienme. Pero
entonces me pareció una buena idea.
—Precisa cuándo fue ese entonces
—le solicité.
—¿Qué?
—¿Cuándo dejaste esto en casa de
los Spain?
Conor había tomado aire para
responder, pero algo lo detuvo: vi cómo
sus hombros se tensaban repentinamente.
—No me acuerdo —respondió.
—Eso ni lo intentes, amiguito. Ya no
tiene gracia. ¿Cuándo dejaste allí la
chapa?
Al cabo de un momento, Conor
respondió:
—El domingo por la noche.
Mis ojos se encontraron con los de
Richie por encima de la cabeza de
Conor.
—¿El domingo por la noche pasado?
—pregunté.
—Sí.
—¿A qué hora?
—Alrededor de las cinco de la
madrugada.
—Con los Spain dormidos a unos
pocos metros de distancia. Debo
reconocer algo, muchacho: no hay duda
de que tienes agallas.
—Entré por la puerta trasera, la dejé
sobre la encimera y me marché. Esperé
a que Pat se acostara, pues aquella
noche no se quedó en la planta baja. No
es nada del otro mundo.
—¿Qué hay de la alarma?
—Conozco el código. Vi a Pat
teclearlo.
Sorpresa, sorpresa.
—Aun así —respondí—, era muy
arriesgado. Debías de estar desesperado
para hacer aquello, ¿me equivoco?
—Quería que Jenny la tuviera.
—Claro que sí. Y veinticuatro horas
después, Jenny está agonizando y su
familia está muerta. No se te ocurra
siquiera insinuarme que es una
coincidencia, Conor.
—No insinúo nada.
—¿Qué sucedió entonces? ¿No le
gustó tu regalito? ¿No se mostró lo
bastante agradecida? ¿Lo guardó en un
cajón en lugar de ponérselo?
—Se lo guardó en el bolsillo. No sé
qué haría después con él y no me
importa. Sólo quería que lo tuviera.
Apoyé las dos manos en el respaldo
de la silla de Conor y le susurré con
dureza, directamente al oído:
—Estás tan lleno de mierda que me
dan ganas de meterte la cabeza en el
retrete y tirar de la cadena. Sabes
perfectamente bien lo que Jenny pensó
de la chapa. Sabías que no se iba a
asustar porque tú mismo se la pusiste en
la mano. ¿Es así como funcionaba lo
vuestro? Ella dejaba a Pat durmiendo, se
escabullía a la planta baja bien entrada
la madrugada y os dedicabais a follar
sobre el puf de los críos.
Se volvió como un látigo para
mirarme, con los ojos como dos
témpanos de hielo. No se apartó de mí,
esta vez no: nuestros rostros casi se
rozaban.
—Me da usted asco. Si piensa eso,
si de verdad piensa eso, es que está mal
de la cabeza.
No estaba asustado. Me sorprendió:
uno se acostumbra a que la gente le
tenga miedo, ya sea culpable o inocente.
Quizá, al margen de que lo admitamos o
no, a todos nos gusta provocar esa
sensación. A Conor ya no le quedaban
razones para tenerme miedo.
—De acuerdo, así que no era en el
puf —repliqué—. ¿Dónde entonces? ¿En
tu escondite? ¿Qué vamos a encontrar
cuando analicemos ese saco de dormir?
—Se van a joder. Se van a quedar
boquiabiertos. Ella nunca estuvo ahí.
—Entonces ¿dónde, Conor? ¿En la
playa? ¿En la cama de Pat? ¿Dónde
hacíais Jenny y tú vuestras cositas?
Se agarraba con los puños a las
arrugas de sus tejanos para resistir la
tentación de pegarme. La situación
estaba llegando al límite y yo no podía
esperar.
—Nunca la he tocado. Y ella nunca
me ha tocado a mí. Nunca. ¿Acaso es
usted
demasiado
zoquete
para
entenderlo?
Me reí en su cara.
—Claro que la tocaste. Oh,
pobrecita Jenny, tan sola, atrapada en
esa urbanización de pena: sólo
necesitaba saber que alguien se
preocupaba por ella. ¿No es eso lo que
has dicho? Y tú te morías de ganas de
ser ese hombre. Todas esas bobadas
sobre lo sola que se sentía, todo eso no
fue más que una excusa que te vino al
dedillo para poder follártela sin sentirte
culpable por Pat. ¿Cuándo comenzó?
—Nunca. Si usted lo haría, es su
problema. Si nunca ha tenido un amigo
de verdad, si nunca ha estado
enamorado, es su problema.
—¡Menudo amigo eras tú! Fuiste tú
el animal que estaba volviendo loco a
Pat todo el tiempo.
Aquella mirada gélida, incrédula de
nuevo.
—Pero ¿qué…?
—¿Cómo lo hiciste? No me
preocupan los ruidos; vamos a rastrear
la tienda donde compraste el equipo de
sonido, antes o después, pero me
gustaría saber cómo les arrancaste la
carne a aquellas ardillas. ¿Con un
cuchillo? ¿Con agua hirviendo? ¿Con tus
propios dientes?
—No sé de qué me está hablando.
—De acuerdo. Dejaré que el
laboratorio me informe acerca del
resultado del análisis de las ardillas.
Pero lo que de verdad quiero saber es:
¿lo del animal fue cosa sólo tuya? ¿O
Jenny también estaba implicada?
Conor arrastró su silla hacia atrás,
con la fuerza suficiente como para
derribarla, y caminó ofendido hasta el
extremo opuesto de la sala. Yo lo
perseguí tan rápido que ni siquiera noté
que me movía. Lo arrinconé contra la
pared.
—A mí no me dejas plantado. Te
estoy hablando, amiguito. Y cuando yo te
hablo, tú te sientas a escuchar.
Tenía el rostro rígido, una máscara
tallada en madera noble. Miraba más
allá de mí, con los ojos entrecerrados y
enfocados en la nada.
—¿Ella te ayudaba, verdad? ¿Os
reíais de lo que hacíais, allí arriba, en tu
escondite? Ese idiota de Pat, el pobre,
tragándose cada pedazo de mierda con
el que lo alimentabas…
—Jenny no hizo nada.
—Todo iba tan bien, ¿verdad? Pat
estaba volviéndose más loco cada día,
Jenny se arrimaba cada vez más a ti. Y
de repente pasó esto.
Le mostré la bolsa con la prueba, tan
cerca que noté cómo le rozaba la
mejilla. Estuve a punto de restregársela
por la cara.
—Resultó ser un craso error, ¿no?
Tú creíste que sería un gesto romántico,
encantador, pero lo único que
conseguiste fue enviar a Jenny a un viaje
de remordimiento espectacular. Tal
como tú mismo has dicho, aquel verano
ella era feliz. Feliz con Pat. Y tú se lo
recordaste. De súbito, se sintió como
una mierda por ponerle los cuernos. Y
decidió que tenía que acabar con
aquello.
—Ella no le estaba poniendo los
cuernos…
—¿Cómo te lo dijo? ¿Te dejó una
nota en tu escondite? Seguro que ni
siquiera se atrevió a decírtelo a la cara,
¿verdad?
—No había nada que romper. Ella ni
siquiera sabía que yo…
Lancé la bolsa con la prueba a un
lado y apoyé las manos con fuerza en la
pared, una a cada lado de la cabeza de
Conor, acorralándolo. El tono de mi voz
era cada vez más alto, pero no me
importaba.
—¿Fue entonces cuando decidiste
que ibas a matarlos a todos? ¿O sólo
pensaste en matar a Jenny y luego te
dijiste: «¡Qué diantres, me los cargo a
todos!»? ¿O acaso es así como lo habías
planeado desde el principio: Pat y los
niños muertos y Jenny viva y en el
infierno?
Nada. Di un golpe con las manos en
la pared; ni siquiera se sobresaltó.
—Todo esto, Conor, todo esto es
porque querías la vida de Pat en lugar
de ocuparte de la tuya. ¿Merecía la
pena? ¿Tan buena follando es esa mujer?
—Yo nunca…
—Cierra el pico. Sé que te la
estabas tirando. Lo sé. Lo sé porque es
el único modo en el mundo de que esta
jodida pesadilla tenga sentido.
—Apártese de mí.
—Oblígame. Vamos, Conor. Pégame.
Apártame. Sólo un empujoncito.
Le gritaba directamente a la cara.
Golpeé la pared con las palmas una y
otra vez, la vibración me recorría los
huesos, pero, si me hice daño, no lo
noté. Nunca antes había hecho nada
parecido y no recordaba por qué, porque
la sensación era increíble, me
provocaba una alegría pura, desaforada.
—Eras un gran hombre cuando te
follabas a la esposa de tu mejor amigo,
un gran hombre cuando asfixiaste a un
niño de tres años, ¿dónde está ese gran
hombre ahora que te enfrentas a alguien
de tu misma estatura? Vamos, gran
hombre, demuéstrame lo que tienes…
Conor no movió un solo músculo.
Seguía con los ojos entrecerrados, fijos
en la nada por encima de mi hombro.
Estábamos prácticamente pegados, a
poquísimos centímetros de distancia. Yo
sabía que la cámara de vídeo no lo
captaría, un solo puñetazo en el
estómago, un solo rodillazo y Richie me
cubriría.
—Venga, hijo de puta, pégame,
cabronazo, te lo suplico, dame una
excusa…
Noté algo cálido y firme, algo en mi
hombro que me sujetaba, que me hacía
notar que mis pies tocaban el suelo.
Estuve a punto de quitármelo de encima
de un manotazo, hasta que entendí que
era la mano de Richie.
—Detective Kennedy —me dijo con
calma al oído—. Este hombre está
seguro de que no había nada entre él y
Jenny. Supongo que tenemos que creerle.
¿No?
Me lo quedé mirando como un
idiota, boquiabierto. No sabía si darle
un puñetazo o agarrarme a él para salvar
mi vida.
—Me gustaría hablar un momento
con Conor —solicitó Richie en tono
práctico—, si no tiene inconveniente.
Yo seguía sin poder hablar. Asentí y
me retiré. Las paredes habían impreso
su textura irregular en las palmas de mis
manos.
Richie apartó dos sillas de la mesa y
las colocó una frente a la otra, a apenas
sesenta centímetros de distancia:
—Conor —dijo, dirigiéndose a una
de ellas—, siéntate.
Conor no se movió. Seguía teniendo
el rostro rígido. No supe decir si había
oído aquellas palabras.
—Venga. No voy a preguntarte por
el motivo ni creo que Jenny y tú
estuvierais liados. Te lo prometo. Sólo
necesito aclarar un par de aspectos, sólo
para mí, ¿de acuerdo?
Al cabo de un momento, Conor se
desplomó en la silla. Algo en aquel
movimiento, la flojera repentina, como
si las piernas le hubieran fallado, bastó
para que me diera cuenta de una cosa: al
final, había conseguido convencerlo.
Había estado a punto de romperse: de
gritarme o de golpearme, nunca lo
sabría. Y yo habría estado al filo de
obtener la respuesta.
Tenía ganas de rugir, de lanzar a
Richie por los aires y echarle las manos
al pescuezo a Conor. En su lugar,
permanecí allí de pie, con las manos
colgando a los lados y la boca abierta,
mirándolos atónito. Al cabo de un
momento vi la bolsa con la prueba,
arrugada en un rincón, y me agaché para
recogerla. Aquel movimiento me hizo
sentir un ardor terrible, caliente y
corrosivo en la garganta.
Richie le preguntó a Conor:
—¿Estás bien?
Conor tenía los codos apoyados en
las rodillas y las manos enlazadas con
fuerza.
—Estoy bien.
—¿Te apetece tomar una taza de té?
¿Un café? ¿Agua?
—Estoy bien.
—Bien
—respondió
Richie
pacíficamente, asiendo la otra silla y
poniéndose cómodo—. Sólo quiero
asegurarme de haber entendido bien
unas cuantas cosas, ¿de acuerdo?
—Como quieras.
—Genial. Sólo para empezar: ¿cómo
de mal estaba Pat?
—Estaba deprimido. No se subía
por las paredes, pero estaba abatido. Ya
lo he explicado.
Richie se rascó una mancha que
tenía en la rodilla de los pantalones e
inclinó la cabeza para verla mejor.
—Voy a decirte un par de cosas que
he detectado —añadió—. Cada vez que
empezamos a hablar de Pat, tú te
apresuras a decirnos que no estaba loco.
¿Te has dado cuenta?
—Porque no lo estaba.
Richie asintió, aún inspeccionando
sus pantalones.
—Cuando entraste en la casa el
lunes por la noche, ¿el ordenador estaba
encendido? —preguntó.
Conor contempló la pregunta desde
todos los ángulos antes de responder.
—No. Apagado.
—Tenía una contraseña. ¿Cómo la
supiste?
—La adiviné. En una ocasión, antes
de que Jack naciera, regañé a Pat por
utilizar sólo «Emma» como contraseña.
Soltó una carcajada y me dijo que no
pasaba nada. Imaginé que existía la
posibilidad de que cualquier contraseña
configurada después del nacimiento de
Jack fuera «EmmaJack».
—Muy listo. De modo que
encendiste el ordenador y borraste el
historial. ¿Por qué?
—Porque no eran asunto de la
policía.
—¿Es ahí donde descubriste lo del
animal? ¿En el ordenador?
Los ojos de Conor, vacíos de todo
salvo de recelo, se alzaron para
encontrar los de Richie. Richie no
pestañeó.
—Lo hemos leído todo. Ya lo
sabemos —le respondió con calma.
—Un día entré en la casa, hará un
par de meses —dijo Conor—. El
ordenador estaba encendido. Tenía
abierta la pestaña de un foro de
cazadores que especulaban sobre lo que
podía haber en casa de Pat y Jenny.
Exploré el historial del navegador: más
de lo mismo.
—¿Por qué no nos lo contaste desde
el principio?
—No quería que conjeturaran acerca
de una idea equivocada.
—Te refieres a que no querías que
pensáramos que Pat se había vuelto loco
y había asesinado a su familia, ¿me
equivoco? —preguntó Richie.
—Porque no lo hizo. Lo hice yo.
—De acuerdo. Pero todo eso del
ordenador, todo eso tuvo que revelarte
que Pat no estaba en buena forma, ¿no es
así?
Conor movió la cabeza.
—Es internet. No puedes regirte por
lo que dice la gente.
—Aun así. Si hubiera sido uno de
mis amigos, yo me habría preocupado.
—Y me preocupé.
—Ya me lo imaginaba. ¿Alguna vez
lo viste llorar?
—Sí. En dos ocasiones.
—¿Y discutir con Jenny?
—Sí.
—¿Y pegarle un bofetón?
Conor alzó la barbilla enfadado,
pero Richie tenía una mano alzada para
callarlo.
—Espera. No me lo estoy sacando
de la manga. Tenemos pruebas de que le
pegaba.
—Eso es un montón de…
—Concédeme un segundo, ¿vale?
Quiero asegurarme de exponerlo con
claridad. Pat había cumplido siempre
las reglas, había hecho lo que le decían,
y luego las reglas cambiaron y lo
arrojaron al fango, en pleno esplendor.
Tal como tú mismo has dicho: ¿en quién
se había convertido una vez sucedió
eso? Las personas que no saben quiénes
son se vuelven peligrosas, tío. Son
capaces de hacer cualquier cosa. No
creo que a nadie le sorprendiera saber
que, de vez en cuando, Pat perdía el
control. No lo excuso ni nada por el
estilo; lo único que digo es que entiendo
que eso pueda pasarle incluso a un buen
tipo.
—¿Puedo responder ahora? —pidió
Conor.
—Adelante.
—Pat nunca le hizo daño a Jenny. Ni
tampoco a los críos. Sí que estaba hecho
polvo. Lo vi pegarle un puñetazo a una
pared un par de veces; la última de
ellas, no pudo utilizar la mano durante
días; probablemente, el golpe fuera lo
bastante grave como para ir al hospital.
Pero a ella y a los niños no les pegó…
nunca.
—¿Por qué no te pusiste en contacto
con él, tío? —preguntó Richie.
Su curiosidad sonaba real.
—Quise hacerlo —respondió Conor
—. Lo pensaba todo el tiempo. Pero Pat
es tozudo como una mula. Si las cosas le
hubieran ido de perlas, habría estado
encantado de volver a saber de mí. Pero
cuando todo se había ido al traste y
había resultado que yo tenía razón… me
habría cerrado la puerta en la cara.
—Al menos podrías haberlo
intentado.
—Sí, podría…
La amargura de su voz me abrasaba.
Richie estaba inclinado con la cabeza
gacha cerca de la de Conor.
—Y te sentías mal por ello,
¿verdad? Por no intentarlo siquiera.
—Sí, me siento como una mierda.
—A mí me pasaría lo mismo, tío.
¿Qué harías para compensarlo?
—Lo que fuera. Cualquier cosa.
Las manos enlazadas de Richie casi
rozaban las de Conor.
—Te has portado muy bien con Pat
—le dijo con serenidad—. Has sido un
buen amigo; te has preocupado por él. Si
hay algún lugar después de la muerte, te
lo estará agradeciendo desde allí ahora
mismo.
Conor clavó la mirada en el suelo y
se mordió los labios con fuerza.
Contenía el llanto.
—Pero ahora Pat está muerto. Donde
está ahora, no hay nada más que pueda
herirle. Al margen de lo que la gente
sepa sobre él, de lo que la gente piense,
a él ya no le afecta.
Conor contuvo el aliento, un gran
suspiro descarnado, y volvió a morderse
los labios.
—Es hora de decírmelo, tío. Tú
estabas en tu escondite y viste que Pat
iba a por Jenny. Bajaste corriendo hasta
allí, pero llegaste demasiado tarde. Eso
es lo que pasó, ¿no es cierto?
Otro
suspiro,
que
pareció
desgarrarle el cuerpo como un sollozo.
—Sé que te gustaría haber podido
hacer más, pero es hora de dejar de
intentar compensarlo. Ya no necesitas
proteger a Pat. Está a salvo. Está bien.
Sonaba como su mejor amigo, como
un hermano, como si fuera la única
persona en el mundo a quien le
importara. Conor logró alzar la vista,
boquiabierto, intentando coger aire. En
aquel momento, tuve la certeza de que
Richie lo tenía. No supe decir qué fue
más intenso: si el alivio, la vergüenza o
la ira.
Entonces Conor se reclinó en la silla
y se restregó la cara con las manos. A
través de sus dedos, musitó:
—Pat nunca los tocó.
Transcurrido un instante, Richie
también se recostó.
—De acuerdo —dijo, asintiendo con
la cabeza—. De acuerdo. Fantástico.
Una pregunta más y me largaré y te
dejaré en paz. Respóndeme a esto y Pat
quedará limpio: ¿qué les hiciste a los
niños?
—Que se lo digan los médicos.
—Ya lo han hecho, pero, como te he
explicado antes, estoy cotejando las
respuestas.
Nadie había subido a la planta de
arriba desde la cocina después de que
empezara la masacre. Si Conor había
acudido corriendo cuando vio la pelea,
había entrado por la puerta trasera, a la
cocina, y se había marchado por el
mismo lugar, sin subir al piso superior.
Si sabía cómo habían fallecido Emma y
Jack, era nuestro hombre.
Conor cruzó los brazos, apoyó un
pie contra la mesa y le dio media vuelta
a la silla, arrastrándola, para mirarme,
dándole la espalda a Richie. Tenía los
ojos enrojecidos. Me dijo:
—Lo hice porque estaba loco por
Jenny y ella no me quería. Ese fue el
motivo. Escríbalo en una confesión. La
firmaré.
El pasillo estaba frío como unas ruinas.
Necesitábamos tomarle declaración a
Conor y enviarlo de vuelta a su celda,
poner al día al comisario y a los
refuerzos y redactar los informes.
Ninguno de nosotros se apartó de la
puerta de la sala de interrogatorios.
—¿Estás bien? —preguntó Richie.
—Sí.
—¿Lo que he hecho ahí dentro ha
estado bien? No estaba seguro de si…
—dejó morir sus palabras.
—Gracias. Te lo agradezco —le
respondí, sin mirarlo.
—De nada.
—Lo has hecho muy bien. Pensé que
lo tenías.
—Yo también —convino Richie.
Su voz sonaba extraña. Ambos
estábamos cerca de agotar nuestras
fuerzas.
Encontré mi peine e intenté
pasármelo por el pelo, pero no tenía
espejo y era incapaz de enfocar la vista.
—El motivo que nos da es una
patraña. Sigue mintiéndonos.
—Sí.
—Se nos escapa algo. Tenemos todo
el día de mañana y gran parte de mañana
por la noche, si lo necesitamos.
La mera idea me hizo cerrar los
ojos.
—Querías estar seguro —comentó
Richie.
—Sí.
—¿Y lo estás?
Busqué aquel sentimiento, ese dulce
sonido de las piezas cuando encajan en
su sitio, pero brillaba por su ausencia.
Se me antojaba una fantasía patética,
como un cuento infantil protagonizado
por muñecos de peluche que se enfrentan
a los monstruos en la oscuridad.
—No —respondí con los ojos
cerrados—. No estoy seguro.
Aquella noche me desperté escuchando
el océano. No el batir implacable e
insistente de las olas en Broken
Harbour; era un sonido como una gran
mano que me acariciara el cabello, el
balanceo de las olas de kilómetros de
anchura que rompen en la orilla de una
agradable playa en el Pacífico. Procedía
de más allá de la puerta de mi
dormitorio.
«Dina —me dije, notando el corazón
atragantado en la garganta—. Dina está
viendo algo en la tele para dormirse».
El alivio me dejó sin aliento. Luego lo
recordé: Dina estaba en alguna otra
parte, en el sofá piojoso de Jezzer o en
un callejón hediondo. Por un segundo
invertido, el estómago se me revolvió de
puro terror, como si fuera yo quien
estuviera solo y no tuviera a nadie para
enjaezar mi mente desbocada, como si
ella fuera quien me había estado
protegiendo a mí.
Sin apartar la vista de la puerta, abrí
con suavidad el cajón de la mesilla de
noche. El peso frío de mi arma me
resultó reconfortante, sólido. Más allá
de la puerta, las olas continuaban
meciéndose, impasibles.
Abrí la puerta del dormitorio, con la
espalda apoyada en la pared y el arma
en alto, listo para actuar con un solo
movimiento. El salón estaba vacío y en
penumbra, las ventanas eran lánguidos
rectángulos casi negros, mi abrigo
estaba tirado sobre el brazo del sofá.
Había una delgada línea de luz blanca
alrededor de la puerta de la cocina. El
sonido de las olas emergió con más
fuerza: procedía de la cocina.
Me mordí la cara interna del carrillo
hasta notar el sabor a sangre. Luego
atravesé el salón, la alfombra me hacía
cosquillas en las plantas de los pies, y
abrí la puerta de la cocina de una
patada.
El tubo fluorescente bajo uno de los
armarios estaba encendido y confería un
resplandor alienígena a un cuchillo y
media manzana que había olvidado
sobre la encimera. El rugido del océano
se acrecentó y se abalanzó sobre mí,
caliente como la sangre y terso como la
piel, tanto que podría haber soltado mi
arma y haberme sumergido en el agua,
dejar que me transportara.
La radio estaba apagada. Todos los
electrodomésticos estaban apagados,
salvo la nevera, que zumbaba
sombríamente para sí misma, pero tuve
que inclinarme sobre ella, de cerca, para
captar el sonido bajo las olas. Cuando
por fin lo oí y escuché también el
chasquido de mis dedos, supe que no me
pasaba nada raro en los oídos. Apoyé la
oreja contra la pared de los vecinos:
nada. La apoyé con más fuerza,
esperando escuchar un murmullo de
voces o un fragmento de un programa en
la tele, cualquier cosa que me
demostrara que mi apartamento no se
había transformado en algo ingrávido y
que flotaba libremente y que seguía
anclado en un edificio sólido, rodeado
de cálida vida. Silencio.
Aguardé un largo rato a que el
sonido languideciera. Cuando entendí
que no iba a hacerlo, apagué el
fluorescente, cerré la puerta de la cocina
y regresé a mi dormitorio. Me senté en
el borde de la cama, apretándome el
cañón del arma contra la palma de la
mano hasta dejarme sus círculos
grabados, deseando tener algo a lo que
dispararle, escuchando el suspiro de las
olas como si se tratara de un gran animal
dormido e intentando recordar cuándo
había encendido aquella luz.
Capítulo 17
Me quedé dormido después de que
sonara el despertador. El primer vistazo
al reloj (eran casi las nueve) me hizo
saltar de la cama de un brinco, con el
corazón a mil por hora. No recordaba la
última vez que se me habían pegado las
sábanas, por muy cansado que estuviera;
me he entrenado para estar despierto y
sentado al primer tono. Me vestí en un
abrir y cerrar de ojos y salí sin
ducharme, afeitarme ni desayunar. El
sueño, o lo que fuera, se me había
clavado en un recoveco de la mente y
escarbaba en ella, como si algo terrible
estuviera sucediendo justo fuera de mi
vista. Cuando el tráfico me retrasó, pues
llovía a cántaros, tuve que reprimir el
impulso de abandonar mi coche donde
estaba y hacer el resto del trayecto
corriendo. La carrera desde el
estacionamiento hasta la comisaría me
dejó chorreando.
Quigley estaba en el primer
descansillo, desparramado a lo largo de
una barandilla, vestido con una
espantosa chaqueta de cuadros y
haciendo crujir un sobre de papel
marrón de pruebas entre los dedos. En
un sábado normal, debería haber estado
a salvo de Quigley, pues no estaba
trabajando
en
ningún
caso
importantísimo que requiriera su
atención las veinticuatro horas del día,
los siete días de la semana. Sin
embargo, siempre va atrasado con el
papeleo, y probablemente había ido a la
comisaría para intentar presionar a uno
de mis refuerzos para que lo hiciera por
él.
—Detective Kennedy —me saludó
—. ¿Podríamos hablar un momentito?
Había estado esperándome: debería
habérmelo tomado como la primera
advertencia.
—Tengo prisa —respondí.
—Le estoy haciendo un favor,
detective. No le queda otra alternativa.
El eco envió su voz en una espiral
ascendente por el hueco de la escalera,
pese a que intentaba mantener el
volumen bajo. Aquel tono pegajoso y
confidencial debería haber sido mi
segunda advertencia, pero estaba
empapado, iba con prisa y en aquel
momento tenía asuntos más importantes
que atender. Estuve a punto de continuar
andando, pero el sobre de pruebas me
detuvo. Era uno de los pequeños, del
tamaño de la palma de mi mano; no veía
la ventanilla, así que podría haber
contenido cualquier cosa. Si Quigley se
había hecho con algo relacionado con el
caso y si yo no hinchaba su escuálido
ego, se aseguraría de que un problema
de archivo impidiera que esa prueba
llegara a mis manos en varias semanas.
—Dispara —lo alenté, con un
hombro apuntando hacia el siguiente
tramo de escaleras, para darle a
entender que aquella conversación iba a
ser breve.
—Buena elección, detective. ¿Por
casualidad conoces a una jovencita de
entre veinticinco y treinta y cinco años,
un
metro
sesenta
y
cinco
aproximadamente, muy delgada y con
una media melena oscura? Me atrevería
a decir que es muy atractiva, si te van un
poco las desaliñadas.
Por un instante pensé que tendría que
agarrarme a la barandilla. La pulla de
Quigley me resbaló; lo único en que
podía pensar era en una mujer
desconocida con mi número de teléfono
memorizado en su móvil y un anillo
desprendido de su dedo ahora guardado
en una bolsa de pruebas para su
identificación.
—¿Qué le ha pasado?
—Entonces ¿la conoces?
—Sí. La conozco. ¿Qué ha pasado?
Quigley alargó la espera, arqueando
las cejas en un intento por mostrarse
enigmático, justo hasta el momento
previo en que lo hubiera aplastado
contra la pared.
—Ha entrado aquí tan campante a
primera hora de la mañana. Quería ver a
Mikey Kennedy de inmediato, si me
permites que te llame así, y no aceptaba
un no por respuesta. «Mikey», ¿de
verdad? Habría jurado que te gustaban
más limpias, más respetables, pero
sobre gustos no hay nada escrito.
Me sonrió. Yo era incapaz
responder. El alivio parecía haberme
devorado por dentro.
—Bernadette la informó de que no
habías llegado y le dijo que podía
sentarse a esperarte, pero a la Pequeña
Miss Urgencias eso no le bastó. No
dejaba de incordiar y alzar la voz, y ha
armado un jaleo de mucho cuidado.
Entiendo que a algunos les gusten las
mujeres escandalosas, pero esto es un
edificio policial, no una discoteca.
—¿Dónde está? —pregunté.
—Tus novias no son responsabilidad
mía, detective Kennedy. Yo estaba
entrando cuando he presenciado el
follón. Pensé que podía ayudarte
mostrándole a esa jovencita que no
puede entrar aquí como si fuera la reina
de Saba y exigiendo esto, aquello y lo
de más allá. Así que le hice saber que
era amigo tuyo y que podía explicarme
cualquier cosa que quisiera decirte.
Metí las manos en los bolsillos del
abrigo para ocultar mis puños apretados.
—Te refieres a que la presionaste
para que hablara contigo.
Los labios de Quigley se
desdibujaron.
—Abstente de adoptar ese tono
conmigo, detective. Yo no la presioné en
absoluto. Lo que hice fue meterla en una
sala de interrogatorios y mantener una
pequeña charla con ella. Tardé un rato
en convencerla, pero al final se dio
cuenta de que siempre es mejor acatar
las órdenes de un guardia.
—La amenazaste con arrestarla —
aventuré, sin alzar la voz.
La idea de estar encerrada debió de
despertar un miedo cerval en Dina; casi
pude oír el parloteo desatado que surgía
en el interior de su cabeza. Mantuve los
puños en los bolsillos, concentrado en el
pensamiento de archivar cada una de las
quejas en el culo fofo de Quigley. Me
importaba un comino que tuviera al
inspector jefe de su parte y yo acabara
investigando casos de robo de ganado
ovino en Leitrim el resto de mi vida,
siempre que hundiera a aquel saco de
mierda de Quigley conmigo.
—Estaba en posesión de una
propiedad privada de la policía; de una
propiedad robada, además —comentó
Quigley con pretendida integridad—. No
podía pasarlo por alto, ¿no crees? Si se
negaba a entregármela, era mi deber
arrestarla.
—¿De qué estás hablando? ¿A qué
propiedad privada de la policía te
refieres?
Intenté pensar en qué podía haberme
llevado a casa: un archivo, una
fotografía, algo que no hubiera echado
en falta hasta entonces. Quigley me
dedicó una sonrisita nauseabunda y
sostuvo en alto el sobre con la prueba.
Lo incliné hacia la débil luz perlada
que entraba por la ventana del
descansillo, pero él no lo soltó. Por un
instante no entendí qué veía. Era una uña
de mujer, con la manicura perfecta,
pintada de un tono beis rosado y pálido.
Se la habían arrancado de cuajo. Una
brizna de lana de color rosa había
quedado prendida en una astilla.
Quigley decía algo, en algún lugar,
pero yo ya no lo escuchaba. El aire se
había tornado denso y salvaje y me
aporreaba el cráneo, farfullando
atropelladamente con mil voces sin
sentido. Necesitaba desviar la mirada,
derribar a Quigley y salir corriendo.
Pero no podía moverme. Era como si me
hubiesen clavado dos alfileres en los
ojos para mantenérmelos abiertos.
La caligrafía de la etiqueta de la
bolsa de pruebas me era familiar, firme
e inclinada hacia la derecha, no los
garabatos de semianalfabeto de Quigley.
«Lugar de recogida: salón de la
residencia de Conor Brennan…». Aire
frío, olor a manzanas, el rostro
demacrado de Richie.
Cuando pude volver a oírle, Quigley
seguía perorando. El hueco de la
escalera convertía su voz en un sonido
sibilante e incorpóreo.
—Al principio pensé: «Caramba,
¿quién lo habría dicho? El gran Scorcher
Kennedy descuidando un sobre con
pruebas para que su amiguita lo coja de
camino a la puerta…». —Soltó una
risita. Casi pude notarla chorreándome
por la cara como la grasa—. Pero luego,
mientras estaba aquí esperándote para
recibirte con todos los honores, le he
echado un vistazo al expediente de tu
caso. Jamás me entrometería, pero
supongo que entiendes que necesitaba
saber dónde encajaba esto para poder
decidir cómo proceder correctamente. Y
resulta que me he percatado de un
detalle muy interesante: la caligrafía del
sobre no es tuya (después de tantos años
en el cuerpo, conozco tu letra), pero
aparece profusamente en el archivo. —
Quigley se dio unos golpes en la sien—.
No me llaman detective por nada, ¿no es
cierto?
Me habría gustado estrujar el sobre
en la mano hasta convertirlo en polvo y
hacerlo desaparecer, hasta que su
imagen se borrara de mi mente.
—Sabía que el joven Curran y tú
erais uña y carne —continuó Quigley—,
pero jamás pensé que llegarais a
compartir tanto.
Aquella risita de nuevo.
—Así que lo que me preguntaba
ahora es: ¿a quién le robó esto esa
jovencita? ¿A Curran o a ti?
En algún lugar de mi mente, un
engranaje volvía a moverse, preciso y
mecánico. Eran los veinticinco años que
llevaba dejándome la piel para aprender
a controlarme. Mis amigos habían
hablado pestes de mí por ello y los
novatos ponían los ojos en blanco
cuando les daba el sermón. A la mierda
con todos. Merecía la pena sólo por no
haber perdido los papeles durante
aquella conversación en un ventoso
descansillo. Cuando las garras de este
caso empiezan a escarbarme dentro del
cráneo, mi único consuelo es decirme
que podría haber sido peor.
Quigley estaba disfrutando de cada
segundo, lo sabía.
—No me digas que se te olvidó
preguntárselo —me escuché decir, frío
como el hielo.
Intuí bien: no había podido
resistirse.
—Madre de Dios, menudo drama me
ha montado. No quería decirme su
nombre ni darme información sobre
dónde o cómo se había hecho con esto; y
cuando
intenté
presionarla,
con
suavidad, se puso histérica. No te
engaño: se arrancó un mechón de pelo
de raíz y me gritó que iba a decirte que
se lo había arrancado yo. No es que eso
me preocupara, porque cualquier
hombre sensato creería antes la palabra
de un agente que los desvaríos de una
cría, pero esa chica está como un
cencerro. Podría haberla retenido
hablando con tranquilidad, pero de nada
me habría servido: no me fiaba de lo
que decía. Te lo digo de verdad: me da
igual lo buena que esté, esa tía tendría
que llevar puesta una camisa de fuerza.
—¡Lástima que no tuvieras una a
mano!
—Te habría hecho un favor, créeme.
En el piso de arriba, la puerta de la
sala de la brigada se abrió de par en par.
Tres muchachos avanzaron por el pasillo
hacia la cantina, maldiciendo con toda
suerte de lindezas a un testigo que, de
repente, se había quedado amnésico.
Quigley y yo apoyamos la espalda
contra la pared, cual conspiradores,
mientras sus voces se desvanecían.
—Y entonces ¿qué hiciste con ella?
—Le dije que necesitaba controlarse
un poco y que era libre de marcharse, y
se largó. De camino a la salida, le
levantó el dedo a Bernadette. Un
encanto.
Con los brazos cruzados y aquella
prominente papada, parecía una vieja
gorda despotricando sobre la licenciosa
juventud moderna. Aquel engranaje
gélido y distante en mi interior casi
quiso sonreír. Dina había acojonado a
Quigley. De vez en cuando, la locura
puede resultar útil.
—Es tu novia, ¿no? ¿O sólo un
caprichito que te has agenciado?
¿Cuánto crees que habría querido por
esto si te hubiera encontrado aquí esta
mañana?
Le hice un gesto de advertencia con
el dedo.
—Sé amable, amigo. Es una joven
encantadora.
—Es una joven que ha tenido la
inmensa fortuna de que no la arrestara
por hurto. Lo he hecho por ti, como un
favor. Creo que me debes una agradable
y educada muestra de agradecimiento.
—Parece que ha puesto un poco de
salsa a una mañana aburrida. Quizá seas
tú quien debería agradecérmelo.
La conversación no discurría por el
cauce que Quigley había planeado.
—Bien —dijo, intentando recuperar
terreno.
Sostuvo el sobre con la prueba en
alto y lo agitó entre sus dedos
blanquecinos y grasientos.
—Dime algo, detective. Esta cosa de
aquí… ¿La necesitas?
No se había dado cuenta. El alivio
se apoderó de mí como una ola. Me
sacudí la lluvia de la manga y me encogí
de hombros.
—¿Quién sabe? Gracias por
quitársela a esa joven y todo eso, pero
la verdad es que dudo que sea
determinante.
—Pero querrás asegurarte, ¿no?
Porque cuando el proceso se ponga en
marcha, ya no te servirá de nada.
Alguna que otra vez se nos olvida
entregar una prueba. Se supone que no
debería ocurrir, pero ocurre: te quitas el
traje por la noche y notas un bulto en el
bolsillo donde has metido un sobre
cuando un testigo te preguntó si podía
hablar contigo un momento, o abres el
maletero del coche y hay una bolsa que
deberías haber entregado la noche antes.
Siempre que nadie más haya tenido
acceso a tu bolsillo o a las llaves de tu
coche, no es el fin del mundo. Pero Dina
había estado en posesión de aquella
prueba durante horas, o quizá días. Si
alguna vez intentáramos presentarla ante
un tribunal, cualquier abogado de la
defensa alegaría que podría haber hecho
cualquier cosa, desde respirar sobre la
prueba hasta cambiarla por algo
completamente distinto.
Las pruebas no siempre nos llegan
inalteradas desde la escena del crimen:
los testigos nos las entregan semanas
más tarde, yacen en un campo bajo la
lluvia durante meses hasta que un perro
las olfatea… Trabajamos con lo que
tenemos y encontramos modos de
desviar los argumentos de la defensa.
Pero esto era distinto. Nosotros mismos
habíamos contaminado la prueba, y en
consecuencia contaminaba todo lo que
habíamos tocado. Si intentábamos
esgrimirla ante un tribunal, cualquier
movimiento que hubiéramos realizado
en aquella investigación quedaría en
entredicho: podíamos haberla usado
como cebo, podíamos haber forzado al
acusado o incluso podíamos haber
inventado la prueba en nuestro
provecho. Habíamos quebrantado las
reglas. ¿Por qué iba a creer nadie que
había sido la única vez?
Aparté el sobre con un dedo, con
desdén; con sólo tocarlo sentí que un
escalofrío me recorría la espalda.
—Quizá habría estado bien disponer
de ella, por si resultaba necesaria para
vincular a nuestro sospechoso con la
escena del crimen. Pero tenemos un
montón de pruebas adicionales en ese
sentido. Creo que sobreviviremos.
Los ojillos afilados de Quigley me
escudriñaron el rostro, analizándome.
—En cualquier caso… —dijo al fin.
Quigley intentaba ocultar su enojo:
lo había convencido.
—Aunque esto no arruine vuestra
investigación, podría haberlo hecho. El
jefe se subirá por las paredes cuando
sepa que uno de sus mejores equipos ha
estado regalando pruebas como
golosinas precisamente en este caso.
Esos pobres niñitos…
Sacudió la cabeza y chasqueó la
lengua en señal de reproche.
—Te has encariñado del joven
Curran, ¿verdad? No te gustaría verlo
convertido de nuevo en un uniformado
antes incluso de superar el período de
prueba. La gran promesa, esa fantástica
«relación
laboral»
que
habéis
establecido, todo se iría al traste. ¿No
sería una lástima?
—Curran es mayorcito. Sabe cuidar
de sí mismo.
—Ajá —respondió Quigley con aire
de petulancia, señalándome, como si yo
hubiera cometido una indiscreción y le
hubiera revelado un gran secreto—.
¿Debo entonces achacarle el descuido a
Curran?
—Interprétalo como quieras, amigo.
Y si te apetece, quédate con la prueba.
—No importa, de verdad. Aunque lo
hubiera hecho Curran, el muchacho está
sólo en período de prueba; tú eres quien
debería estar cuidando de él. Si alguien
descubriera esto… ¿no sería del todo
inoportuno, ahora que volvías a escalar
posiciones?
Quigley se había acercado lo
suficiente como para que yo pudiera ver
el brillo húmedo de sus labios y el
barniz de suciedad y grasa adherido al
cuello de su chaqueta.
—Nadie querría que eso sucediera.
Estoy seguro de que podemos llegar a un
acuerdo.
Por un momento, pensé que hablaba
de dinero. Por un breve instante, una
vergonzosa pizca de tiempo, pensé en
aceptar el trato. Tengo ahorros, en caso
de que algo me sucediera y alguien
tuviera que hacerse cargo de Dina; no
demasiados, pero los suficientes para
cerrarle el pico a Quigley, salvar a
Richie, salvarme a mí mismo, enviar el
mundo de vuelta a su órbita y permitir
que todos continuemos adelante como si
nada.
Y entonces lo entendí: era a mí a
quien quería, y no había camino de
retorno a la seguridad. Quería trabajar
conmigo en los casos importantes,
ponerse las medallas por lo que yo
descubriera y descargar en mí el peso de
los casos perdidos; quería deleitarse
mientras yo loaba su actuación ante
O’Kelly, advertirme con un significativo
arqueo de cejas cuando algo no fuera lo
bastante bueno, empaparse de la imagen
de Scorcher Kennedy y servirse de ella
a su merced. No habría fin.
Quiero creer que no fue esa la razón
por la que rechacé la oferta de Quigley.
Conozco a muchas personas que darían
por supuesto que fue así de simple, que
mi ego no me permitía pasar el resto de
mi carrera acudiendo como un perro a su
silbido y asegurándome de servirle el
café a su gusto. Aún rezo por creer que
me negué porque era lo correcto.
—No llegaría a un acuerdo contigo
ni aunque me ataras una bomba al pecho
—le espeté.
Mis palabras hicieron que Quigley
retrocediera un paso, lejos de mi vista,
pero no estaba dispuesto a tirar la toalla
tan fácilmente. Tenía su premio tan cerca
que casi babeaba.
—No digas nada de lo que puedas
arrepentirte, detective Kennedy. Nadie
tiene que saber dónde estaba esto
anoche. Seguro que puedes arreglártelas
con tu jovencita; no dirá una palabra. Ni
tampoco Curran, si tiene algo de sentido
común. Este sobre puede ir derechito a
la sala de pruebas, como si nada de esto
hubiera ocurrido.
Agitó el sobre y oí el áspero roce de
la uña contra el papel.
—Será nuestro pequeño secreto.
Piénsatelo bien antes de faltarme al
respeto.
—No hay nada que pensar.
Al cabo de un momento, Quigley se
recostó sobre la barandilla.
—Te voy a explicar algo sin pedirte
nada a cambio, Kennedy —anunció.
Su tono había cambiado: aquel
untuoso revestimiento de falso colegueo
había desaparecido.
—Yo sabía que ibas a joder este
caso. El martes, en cuanto regresaste de
hablar con el comisario, lo supe.
Siempre te has creído alguien especial,
¿verdad? Don Perfecto nunca pone un
pie fuera de la línea. Y, en cambio,
mírate ahora.
De nuevo aquella sonrisita, esta vez
rayana en un gruñido impregnado de
toda la malicia que ya no se esforzaba
en disimular.
—Me encantaría saber una cosa:
¿qué te ha hecho cruzar la línea esta
vez? ¿Acaso te habías cansado ya de ser
un santo y pensaste que podrías salirte
con la tuya pasara lo que pasase, que
nadie sospecharía nunca del gran
Scorcher Kennedy?
Nada de papeleo, a fin de cuentas, ni
la intención de pedirme prestado a uno
de mis refuerzos. Quigley había venido a
trabajar un sábado por la mañana porque
no quería perderse la oportunidad de
presenciar cómo me daban la patada.
—Me apetecía hacerte feliz, amigo.
Y al parecer lo he conseguido —
contesté.
—Siempre me has tomado por un
idiota. Venga, riámonos todos de
Quigley, el tontainas, el lerdo, seguro
que ni siquiera se da cuenta. Pues
adelante, explícame una cosa: si tú eres
el héroe y yo soy el patán, ¿cómo es que
tú estás con el agua al cuello y yo lo vi
venir desde el principio?
Se equivocaba. Yo jamás lo había
subestimado. Siempre había sabido cuál
era su única habilidad: su olfato de
hiena, el instinto que lo impulsa a
resoplar y salivar delante de
sospechosos vacilantes, de testigos
asustados, de novatos con piernas
temblorosas, de cualquiera que rezume
un punto débil o huela a sangre. Pero me
había equivocado al creer que eso no me
incluía. Todos aquellos años de
inacabables y atroces sesiones de
terapia, de mantenerme vigilante ante
cualquier movimiento, palabra y
pensamiento, me habían servido para
convencerme de que estaba curado, de
que todas las grietas estaban selladas,
de que toda la sangre se había limpiado.
Sabía que me había labrado el camino
hacia la seguridad. Y había creído, sin
ningún género de dudas, que eso
equivalía a estar a salvo.
En el preciso instante en que
pronuncié las palabras «Broken
Harbour» delante de O’Kelly, todas las
cicatrices descoloridas de mi mente se
iluminaron como un faro. Desde aquel
momento había caminado sobre las
líneas brillantes de esas cicatrices,
obediente como un animal de granja,
directo hacia este. Había avanzado por
aquel caso resplandeciendo como Conor
Brennan había resplandecido en aquella
calle a oscuras, una señal centelleante
para los depredadores y carroñeros de
varios kilómetros a la redonda.
—Tú no eres tonto, Quigley —
respondí—. Eres un desgraciado. Podría
cagarla a todas horas a partir de este
preciso instante y hasta que me retire y,
aun así, seguiría siendo mejor policía de
lo que tú serás jamás. Me avergüenza
estar en la misma brigada que tú.
—Entonces estás de suerte. Es
posible que no tengas que continuar
soportándome por mucho más tiempo.
No después de que el comisario vea
esto.
—Ahora me encargo yo —dije.
Extendí la mano para agarrar el
sobre, pero Quigley lo apartó de mi
alcance. Frunció los labios y deliberó
mientras balanceaba la prueba, sujeta
entre los dedos índice y pulgar.
—No estoy seguro de que pueda
darte esto. ¿Cómo sé dónde acabará?
Cuando recuperé el aliento, le
respondí:
—Me pones enfermo.
A Quigley se le agrió el rostro, pero
vio algo en el mío que le hizo cerrar la
boca. Dejó caer el sobre en mi mano
como si estuviera infectado.
—Entregaré un informe completo —
me dijo— a la mayor brevedad posible.
—Hazlo
—repliqué—,
pero
asegúrate de mantenerte alejado de mi
camino.
Me guardé el sobre con la prueba en
el bolsillo y dejé a Quigley allí.
Subí a la última planta, me encerré en un
cubículo del servicio de hombres y
apoyé la frente contra el frío y húmedo
plástico de la puerta. Mi mente se había
vuelto resbaladiza y traicionera como
una capa de hielo invisible en la
carretera, no tenía dónde agarrarme;
cada pensamiento parecía mandarme a
través del agua gélida dando bandazos e
intentaba aferrarme a algo sólido, pero
no encontraba nada. Cuando por fin
dejaron de temblarme las manos, abrí la
puerta y bajé a la sala de
investigaciones.
La calefacción funcionaba a todo
trapo y en la sala se vivía un tremendo
ajetreo: los refuerzos respondían las
llamadas telefónicas, actualizaban los
datos de la pizarra, tomaban café, reían
de un chiste verde y mantenían un debate
sobre los patrones de las salpicaduras
de sangre. Toda aquella energía me
mareó. Me abrí camino a través de ella
con la sensación de que las piernas
podían flaquearme en cualquier
momento.
Richie estaba sentado ante su
escritorio, con la camisa arremangada,
revolviendo entre hojas de informes, sin
mirarlas de verdad. Arrojé mi abrigo
empapado sobre el respaldo de mi silla,
me incliné sobre él y le dije en voz baja:
—Vamos a recoger unos cuantos
papeles cada uno y vamos a salir de esta
sala fingiendo que tenemos mucha prisa,
pero sin hacer aspavientos. Vamos.
Por un segundo, me miró fijamente.
Tenía los ojos inyectados en sangre y un
aspecto lamentable. Luego asintió,
recogió un puñado de informes y se
levantó de la silla.
Al final del pasillo de la planta
superior hay una sala de interrogatorios
que no utilizamos a menos que sea
estrictamente necesario. La calefacción
no funciona; incluso en pleno verano, en
esa sala hace un frío de muerte, como
subterráneo, y un fallo en el cableado
eléctrico hace que los fluorescentes, que
además se queman cada dos semanas,
emitan un fulgor crudo que te atraviesa
los ojos. Allí nos metimos.
Richie cerró a nuestra espalda. Se
quedó de pie junto a la puerta, con un
fajo de papeles inservibles colgando
olvidado de una mano y una mirada
huidiza como la de un camello de barrio.
Eso era lo que parecía: un patán
malnutrido y encorvado apoyado en una
pared llena de grafitis, montando
guardia por si aparecía algún yonqui de
poca monta en busca de una dosis. Yo
había empezado a concebir la idea de
que aquel tipo se convirtiera en mi
compañero. Su huesudo hombro contra
el mío había comenzado a parecerme
algo de verdad. La sensación de que por
fin había encontrado un buen
compañero, un tipo cálido. Ahora, sentía
asco por ambos.
Me saqué el sobre con la prueba del
bolsillo y lo dejé en la mesa.
Él se mordió los labios, pero no se
acobardó ni se sobresaltó. La última
brizna de esperanza que me quedaba
saltó por los aires: Richie había estado
esperando este momento.
El silencio se prolongó hasta el
infinito. Probablemente Richie creyera
que lo estaba utilizando para
presionarlo, tal como haría con un
sospechoso. Tuve la sensación de que el
aire de la sala se había vuelto
quebradizo como el cristal y pensé que,
si hablaba, estallaría en un millón de
añicos afilados que caerían sobre
nuestras cabezas y nos haría fosfatina.
—Una mujer lo ha entregado esta
mañana —dije finalmente—. Su
descripción encaja con la de mi
hermana.
Richie se sobresaltó. Levantó la
cabeza y me miró fijamente, con el
rostro compungido y olvidándose de
respirar.
—Me gustaría saber cómo coño ha
podido ponerle las manos encima.
—¿Tu hermana?
—La mujer que viste esperándome
ahí fuera el martes por la noche.
—No sabía que fuera tu hermana. No
me lo dijiste.
—Y yo no sabía que fuera de tu
incumbencia. ¿Cómo ha conseguido
esto?
Richie se dejó caer contra la puerta
y se pasó una mano por la boca.
—Se presentó en mi casa —dijo sin
mirarme—. Anoche.
—¿Cómo sabía dónde vives?
—No lo sé. Ayer regresé dando un
paseo a casa porque quería pensar.
Una mirada, rápida, como si le
doliera, a la mesa.
—Imagino que debió de esperar en
la calle otra vez, ya fuera a mí o a ti.
Debió de verme salir y me siguió hasta
casa. Hacía cinco minutos que había
entrado cuando sonó el timbre.
—¿Y la invitaste a compartir una
taza de té y una agradable conversación?
¿Es eso lo que haces normalmente
cuando una extraña se presenta en la
puerta de tu casa?
—Me preguntó si podía pasar.
Estaba helada, vi cómo temblaba. Y no
era una completa desconocida. La
recordaba del martes por la noche.
Por supuesto que la recordaba. Los
hombres, en concreto, no suelen olvidar
a Dina con facilidad.
—No quería dejar que una amiga
tuya se helara de frío en el umbral de mi
casa.
—Eres un santo. ¿Y no se te ocurrió,
no sé, llamarme y decirme que estaba
allí?
—Claro que se me ocurrió. Iba a
hacerlo. Pero ella estaba… no estaba en
buena forma, tío. Se me agarró del brazo
y no dejó de repetir una y otra vez: «No
le digas a Mikey que estoy aquí, no te
atrevas a decírselo a Mikey o se va a
poner hecho una furia…». Te juro que lo
habría hecho si ella me hubiera dado la
oportunidad. Incluso cuando iba al baño
me pedía que dejara el teléfono con
ella… y mis compañeros de piso
estaban en el pub, de modo que no podía
lanzarles una señal o hacer que uno de
ellos le diera conversación y la
entretuviera mientras yo te enviaba un
mensaje de texto. Al final pensé que no
había ningún mal, que al menos pasaría
la noche en un lugar seguro y que tú y yo
tendríamos ocasión de hablar por la
mañana.
—«No había ningún mal» —repetí
—. ¿Es así como llamas tú a esto?
Un breve y tortuoso silencio.
—¿Qué quería? —le pregunté.
—Estaba preocupada por ti —
contestó Richie.
Solté tal carcajada que ambos nos
sobresaltamos.
—¡Claro que sí! ¡Desde luego,
puñetera gracia tiene el asunto! Intuyo
que a estas alturas conocerás lo
suficiente a Dina como para haber
detectado que, si hay alguien de quien
preocuparse, es de ella. Eres detective,
amigo. Eso significa que se supone que
debes percatarte de las obviedades. Mi
hermana está como una regadera. Le
falta por lo menos un tornillo. Podría
subirse por las paredes y colgarse de
una lámpara de araña como un mono. No
me digas que se te pasó por alto.
—A mí no me pareció que estuviera
loca. Alterada sí, muchísimo, pero sólo
porque estaba preocupada por ti.
Preocupada de verdad, frenética.
—A eso es exactamente a lo que me
refiero. Eso es estar loco. ¿Preocupada
por qué, si puede saberse?
—Por este caso. Por cómo te estaba
afectando. Dijo que…
—Lo único que Dina sabe sobre este
caso es que existe. Eso es todo. Y sólo
eso bastó para que se pusiera histérica.
Nunca le explico a nadie que Dina
está loca. Ha habido gente que me ha
planteado esa posibilidad en el pasado,
ocasionalmente, pero nadie ha cometido
dos veces el mismo error.
—¿Quieres saber cómo pasé la
noche del martes? Escuchando sus
delirios sobre por qué no podía dormir
en su piso porque la cortina de la ducha
hacía tictac como el péndulo de un reloj.
¿Y quieres saber cómo pasé la tarde del
miércoles? Intentando convencerla de
que no prendiera fuego a una pila de
hojas que había arrancado de mis libros.
Richie se retorció, incómodo, contra
la puerta.
—No sabía nada de eso. En mi casa
no se comportó de ese modo.
Se me hizo un nudo en el estómago.
—¡Por supuesto que no! Porque
sabía que si lo hacía me llamarías en un
abrir y cerrar de ojos, y eso no encajaba
en sus planes. Está loca, pero no tiene ni
un pelo de tonta. Y, cuando le interesa,
tiene una fuerza de voluntad asombrosa.
—Me dijo que había pasado las
últimas noches en tu casa, hablando
contigo, y que el caso te había fundido
los plomos. Me… —Alzó la vista hacia
mí. Escogía sus palabras con cuidado—.
Me dijo que no estabas bien, que
siempre te habías portado bien con ella,
que siempre habías sido amable con
ella, incluso cuando no se lo merecía,
eso fue lo que me dijo, pero que te
asustaste cuando apareció en tu casa la
otra noche y desenfundaste la pistola.
Me dijo que se marchó porque le dijiste
que lo mejor que podía hacer era
suicidarse.
—Y tú la creíste.
—Supuse que estaba exagerando.
Pero aun así… no se equivocaba al
decir que estás estresado… Me contó
que este caso te estaba destrozando, que
estaba acabando contigo y que aun así
no ibas a renunciar a él.
En medio de todo aquel sombrío
embrollo, no atinaba a entender si lo que
Dina buscaba era vengarse de mí por
algo real o imaginario o si bien había
detectado algo que a mí se me había
escapado, algo que la había impulsado a
aporrear la puerta de Richie como un
pajarillo presa del pánico que picotea
en una ventana. Y tampoco acertaba a
discernir cuál de las dos opciones era
peor.
—Me dijo: «Tú eres su compañero,
él confía en ti. Tienes que cuidar de él.
A mí no me deja hacerlo ni tampoco a su
familia, pero quizá a ti sí te deje».
—¿Te acostaste con ella? —
pregunté.
Me había esforzado por no
preguntarlo. La fracción de segundo
después de que Richie abriera la boca
me reveló todo cuanto necesitaba saber.
—No te molestes en contestarme —
añadí.
—Escucha, tío, escúchame bien: no
me dijiste que era tu hermana. Y ella
tampoco. Te juro por Dios que si lo
hubiera sabido…
Había estado a punto de decírselo.
Pero me había contenido porque, que
Dios me ampare, pensé que eso me haría
vulnerable.
—¿Quién pensabas que era? ¿Mi
novia? ¿Mi exmujer? ¿Mi hija? ¿En qué
sentido habría mejorado eso la
situación?
—Me dijo que era una antigua amiga
tuya. Me explicó que os conocíais desde
niños, que tu familia y la suya solían
alquilar caravanas en Broken Harbour
durante el verano. Eso fue lo que me
dijo. ¿Por qué iba a pensar que me
estaba mintiendo?
—¿Porque está como una puta
regadera? Se presenta en tu casa
desvariando sobre un caso del que no
tiene ni idea y te suelta un rollo acerca
de mi supuesta crisis nerviosa. El
noventa por ciento de lo que dice son
sandeces. ¿Y ni siquiera se te ocurre
pensar que el otro diez por ciento puede
estar al mismo nivel?
—A mí no me parecieron sandeces.
Tenía razón: este caso te ha afectado
mucho. Lo pensé prácticamente desde el
principio.
Me dolía el alma con cada
respiración.
—¡Caramba, eso es enternecedor!
Me conmueves. Y pensaste que la
respuesta más apropiada era follarte a
mi hermana.
Richie tenía aspecto de haber dado
felizmente un brazo por zanjar aquella
conversación.
—No fue así.
—¿Cómo que no fue así? ¿Me lo
explicas? ¿Acaso te drogó? ¿Te esposó a
la cama?
—No era mi intención… Y no creo
que tampoco fuera la suya.
—¿De verdad pretendes decirme
qué piensa mi hermana? ¿Después de
sólo una noche?
—¡No! Lo único que digo…
—Porque yo la conozco muchísimo
mejor que tú, chaval, y aún no he
conseguido encontrar ni una sola pista
de lo que le pasa en la cabeza. Creo que
es más que posible que se presentara en
tu casa con el plan de hacer exactamente
lo que hizo. De hecho, estoy al cien por
cien convencido de que fue idea suya y
no tuya. Eso no significa que tuvieras
que seguirle el juego. ¿En qué demonios
estabas pensando?
—Te prometo que una cosa llevó a
la otra… Temía que este caso te
perturbara, comenzó a caminar en
círculos alrededor de la sala,
llorando… Estaba tan alterada que ni
siquiera podía sentarse. Entonces la
abracé, sólo para tranquilizarla…
—Y ahí es donde cierras el pico. No
necesito que me des los detalles
gráficos.
No
me
hacía
falta;
veía
perfectamente cómo había sucedido
todo. Es tan, tan letalmente fácil dejarse
arrastrar por la locura de Dina… Al
principio piensas que sólo vas a tener
que mojarte los dedos de los pies en la
orilla para poder agarrarla de la mano y
sacarla de allí, y al minuto siguiente
estás dando brazadas como un
desesperado, debatiéndote por tomar
aire.
—Te aseguro que sucedió sin querer.
—La hermana de tu compañero —
dije.
De repente me sentí agotado,
exhausto y con el estómago revuelto.
Algo regurgitaba y me ardía en la
garganta. Apoyé la cabeza contra la
pared y me presioné los ojos con los
dedos.
—La hermana chiflada de tu
compañero. ¿Cómo pudo parecerte
correcto?
—No me lo parece —contestó
Richie con voz queda.
La negritud tras mis dedos era
profunda y sosegada. No quería volver a
abrir los ojos y ver aquella luz cruda y
penetrante.
—Y cuando te has despertado esta
mañana —continué—, Dina había
desaparecido, y con ella el sobre con la
prueba. ¿Dónde lo tenías?
Un momento de silencio.
—Sobre mi mesilla de noche.
—A la vista de cualquiera que
pasara por ahí: tus compañeros de piso,
un ladrón, un polvo de una noche.
Fantástico, chaval.
—Cierro la puerta de mi dormitorio
con pestillo y durante el día lo llevaba
conmigo, en el bolsillo de la chaqueta.
Todas las discusiones que habíamos
mantenido sobre Conor y Pat, animales
semirreales y antiguas historias de amor:
el postulado de Richie había sido una
patraña. Había tenido la respuesta todo
el tiempo, tan cerca que yo habría
podido alargar la mano y arrebatársela.
—Y te ha salido estupendamente,
¿no es cierto?
—Jamás pensé que se lo llevaría.
Ella…
—Lo que pasa es que tú nunca
piensas. Y tampoco pensaste cuando ella
entró en tu habitación.
—Era tu amiga, o yo creía que lo
era. No imaginé que fuera por ahí
robando cosas, y mucho menos eso.
Estaba muy preocupada por ti, eso era
obvio. ¿Por qué querría entonces
fastidiarte el caso?
—No, no, no. No te equivoques. No
es ella quien ha fastidiado el caso. —
Me aparté las manos de la cara. Richie
estaba rojo como la grana—. Te birló el
sobre porque cambió de idea sobre ti,
chaval. Y no es la única. Cuando lo vio,
cayó en la cuenta de que quizá no fueras
el tipo maravilloso, fiable y de buena fe
que ella había imaginado, lo cual
significaba que, en realidad, podrías no
ser la mejor persona para cuidar de mí.
Así que imaginó que la única alternativa
que le quedaba era hacerlo ella misma,
trayéndome la prueba con la que mi
compañero había decidido escapar. Dos
por uno: yo recupero mi caso y descubro
la verdad acerca de la persona con la
que estoy trabajando. A mí me parece
que, dejando de lado la locura, algo de
razón tenía.
Richie clavó la mirada en sus
zapatos y guardó silencio.
—¿Tenías previsto revelarme la
existencia de esta prueba en algún
momento?
Se enderezó de golpe.
—Claro que sí. Cuando la encontré,
al principio, pensé en decírtelo. Por eso
la guardé en un sobre y la etiqueté. Si no
hubiera previsto decírtelo, la habría
arrojado al váter y habría tirado de la
cadena.
—Entonces enhorabuena, amiguito.
¿Qué quieres, una medalla?
Señalé con la cabeza el sobre con la
prueba. No podía mirarlo; el rabillo de
mi ojo parecía haberse tensado con algo
vivo e iracundo, un gran insecto que
zumbaba contra el delgado papel y el
plástico, que luchaba por abrir el sobre
y atacarme.
—«Lugar de recogida: salón de la
residencia de Conor Brennan». Lo
recogiste mientras yo estaba fuera
hablando por teléfono con Larry, ¿no es
cierto?
Richie se quedó mirando los papeles
que tenía en la mano, sin comprender,
como si no fuera capaz de recordar qué
eran. Abrió la mano y dejó que se
esparcieran por el suelo.
—Sí —respondió.
—¿Dónde estaba?
—Debía de estar en la alfombra.
Estaba volviendo a colocar las cosas en
el sofá y esto colgaba de la manga de un
jersey. No estaba allí cuando sacamos la
ropa del sofá para revisarla,
¿recuerdas?
La
examinamos
a
conciencia, por si encontrábamos alguna
mancha de sangre. Debió de engancharse
al jersey cuando lo dejamos en el suelo.
—¿De qué color era el jersey? —
pregunté.
Yo sabía que, si entre el vestuario de
Conor Brennan hubiera habido una
prenda de lana rosa, lo recordaría.
—Verde, tirando a caqui.
Y la alfombra era de color crema,
con cercos verdes y amarillos. Los
muchachos de Larry podían registrar el
piso de arriba abajo con lupa en busca
de algo que coincidiera con aquel
filamento rosa y no encontrar nada.
Desde el primer momento en que vi
aquella uña, supe con qué encajaba.
—¿Y cómo interpretaste este
hallazgo? —quise saber.
Se produjo un silencio. Richie dejó
vagar la mirada perdida.
—Detective Curran —insistí.
—La uña, por la forma y el color del
esmalte, encaja con las de Jenny Spain
—respondió—. La brizna de lana que
lleva prendida… —Hizo un gesto
espasmódico con la comisura del labio
—. Me pareció que encajaba con el
bordado de la almohada que asfixió a
Emma.
El hilo empapado que Cooper había
extraído de la garganta de la niña,
mientras sostenía su frágil mandíbula
abierta con los dedos índice y pulgar.
—¿Y qué pensaste que podía
significar eso?
—Pensé que Jennifer Spain podía
ser nuestra asesina —contestó él con
voz plana y muy baja.
—Nada de podía ser. Lo es.
Sus hombros se movieron inquietos
contra la puerta.
—No es una conclusión definitiva.
La lana podría habérsele enganchado de
alguna otra manera. Quizá antes, al
acostar a Emma…
—A Jenny no se le despeina ni un
pelo. ¿Crees que se habría pasado la
noche con una uña rota corriendo el
riesgo de que se le enganchara por todas
partes? ¿Y que se habría acostado sin
limársela? ¿Que habría dejado una
brizna de lana prendida de su uña
durante horas?
—Quizá se la transfiriera Pat. Quizá
se le pegara a la camisa del pijama
cuando estaba asfixiando a Emma y
luego, cuando peleaba con Jenny, a ella
se le rompiera la uña y esa brizna de
lana quedara prendida de ella…
—Justamente esta fibra, de las miles
y miles del pijama de Pat o del de ella,
de entre todo lo que había en la cocina.
¿Cuáles son las probabilidades?
—Podría ocurrir. No podemos
cargar a Jenny con la culpa de todo.
Cooper estaba seguro de que sus heridas
no fueron autoinfligidas, ¿recuerdas?
—Eso ya lo sé —dije—. Hablaré
con ella.
La idea de tener que lidiar con el
mundo que se abría fuera de aquella sala
me hizo sentir como si me hubieran
golpeado con un bastón detrás de las
rodillas. Me senté pesadamente sobre la
mesa; ya no me sostenía en pie.
A Richie no se le había escapado:
«Hablaré con ella», no «Hablaremos».
Abrió la boca, pero volvió a cerrarla,
mientras buscaba la pregunta correcta.
—¿Por qué no me lo explicaste? —
quise saber.
Oí la nota cruda de dolor en mi voz,
pero no me importó.
Richie apartó la mirada. Se arrodilló
en el suelo y empezó a recoger los
papeles que había dejado caer.
—Porque sabía qué harías después
—contestó.
—¿Qué? ¿Arrestar a Jenny? ¿No
acusar a Conor de un triple homicidio
que no cometió? ¿Qué, Richie? ¿Qué
parte te parecía tan horrible como para
no permitir que ocurriera?
—Horrible no… Es sólo que… No
lo sé, tío. No estoy seguro de que
arrestarla sea lo correcto en este caso.
—A eso nos dedicamos. A arrestar a
asesinos. Y, si tienes algún problema
con la descripción del puesto, búscate
otro, maldita sea.
Richie volvió a ponerse en pie
súbitamente.
—Por eso, por eso precisamente no
te lo dije. Sabía que eso sería lo que
dirías. Lo sabía. Contigo, tío, todo es
blanco o negro. Nada de preguntas;
acatas las normas y te marchas a casa.
Yo necesitaba reflexionar sobre el
asunto porque sabía que, en el
mismísimo momento en que te lo dijera,
sería demasiado tarde.
—¡Por supuesto que todo es blanco
o negro! Si masacras a tu familia, vas a
la cárcel. ¿Dónde diantre ves tú las
tonalidades de gris?
—Jenny está viviendo un calvario. Y
vivirá cada segundo de su vida con ese
mismo dolor. Me angustia sólo pensar en
ello. ¿Crees que la cárcel la castigará
más de lo que ella misma se castiga? No
hay nada que pueda hacer o que nosotros
podamos hacer por enmendar lo que
hizo, y tampoco considero que sea
necesario encerrarla para evitar que
vuelva a hacerlo. ¿De qué va a servir
condenarla a cadena perpetua?
Yo que había creído que ese era
precisamente el don de Richie, su
talento especial: persuadir a los testigos
y a los sospechosos para que creyeran,
por absurdo e imposible que pareciera,
que él los contemplaba como seres
humanos. Me había impresionado cómo
había convencido a los Gogan de que no
los
consideraba
unos
simples
soplagaitas irritantes, cómo había
persuadido a Conor Brennan de que era
algo más que otro animal salvaje que
necesitáramos sacar de las calles.
Debería haberme dado cuenta aquella
noche en nuestro escondite, cuando nos
convertimos en sólo un par de hombres
charlando, debería haberlo sabido
entonces y haber intuido el peligro:
Richie no fingía, empatizaba de verdad.
—Por eso insistías tanto en culpar a
Pat Spain —observé—. Y yo que creía
que lo hacías en aras de la verdad y de
la justicia… ¡Menudo idiota he sido!
Richie
tenía
facilidad
para
sonrojarse.
—No fue así. Al principio creía
honestamente que había sido él. Conor
no encajaba y no me parecía que hubiera
más opciones. Y luego, una vez vi lo que
hay en ese sobre, pensé…
Se le apagó la voz.
—La idea de arrestar a Jenny hería
tu delicada sensibilidad —alegué—,
pero imaginaste que encarcelar a Conor
de por vida por un crimen que no había
cometido tampoco era una buena idea.
¡Qué detalle por tu parte! Así que
decidiste hallar un modo de descargar
toda la culpa sobre Pat. De ahí tu
magnífica actuación con Conor ayer: ahí
es adonde intentabas conducirlo. Y, en
efecto, estuvo a punto de morder el
anzuelo. Debió de arruinarte el día
cuando decidió no hacerlo.
—Pat está muerto, tío. No puede
hacerle daño. Ya sé que no quieres que
todos piensen que es un asesino, pero
recuerda lo que él mismo dijo en ese
foro: sólo quería cuidar de Jenny. Si él
tuviera la oportunidad, ¿qué crees que
escogería? ¿Asumir la vergüenza o
meterla entre rejas de por vida? Nos
suplicaría que lo convirtiéramos en un
asesino, tío. Nos lo suplicaría de
rodillas.
—Y eso mismo es lo que intentabas
hacer con la bruja de la señora Gogan y
con Jenny. Toda esa mierda sobre si Pat
perdía los estribos con frecuencia
últimamente, si sufría una crisis
nerviosa, si temía que pudiera hacerle
daño… Lo que pretendías era que Jenny
arrojara a Pat bajo las ruedas de un
autobús. Pero resulta que una triple
asesina tiene más sentido del honor que
tú.
Richie enrojeció aún más. No
respondió.
—Imaginemos por un segundo que lo
hacemos a tu manera. Que arrojamos esa
uña a la trituradora, culpamos a Pat,
cerramos el expediente y dejamos que
Jenny salga tranquilamente del hospital.
¿Qué crees que sucederá después,
teniendo en cuenta lo que ocurrió
aquella noche? Ella quería a sus hijos y
amaba a su esposo. ¿Qué crees que hará
en cuanto reúna las fuerzas suficientes?
Richie depositó los informes sobre
la mesa, a una distancia prudencial del
sobre, e igualó los bordes de la pila.
—Acabará lo que había empezado
—contestó.
—Sí —confirmé.
La luz quemaba el aire y convertía
aquella sala en una neblina blanca, en
una
confusión
de
contornos
incandescentes suspendidos en el aire.
—Eso es exactamente lo que hará. Y
esta vez no fallará. Si dejamos que salga
del hospital, estará muerta en menos de
cuarenta y ocho horas.
—Sí. Probablemente.
—¿Y eso sí te parece bien?
Levantó un hombro en un gesto
parecido a un encogimiento.
—¿Qué buscas, venganza? Crees que
merece morir y que, como en este país
no rige la pena de muerte, lo mejor es
que se mate ella misma. ¿Es ese tu punto
de vista?
Los ojos de Richie buscaron los
míos.
—Es lo mejor que podría ocurrirle
—sentenció.
Estuve a punto de saltar de mi silla y
agarrarlo por el cuello de la camisa.
—No puedes hablar en serio. A
Jenny le quedan… ¿Cuántos años?
¿Cincuenta? ¿Sesenta? ¿Y crees que lo
mejor que puede hacer con todo ese
tiempo es meterse en la bañera y
cortarse las venas?
—Sesenta años, sí, quizá. La mitad
de ellos en la cárcel.
—Es el mejor lugar para ella. Esa
mujer necesita tratamiento. Necesita que
la mediquen. No sé qué trastorno mental
padece, pero hay médicos que pueden
determinarlo. Si la encierran, obtendrá
todo eso. Pagará su deuda con la
sociedad, le pondrán la cabeza en su
sitio y, cuando cumpla su condena,
podrá afrontar una nueva vida, la que
sea.
Richie sacudía la cabeza de lado a
lado, con fuerza.
—No. No lo hará. No lo hará. ¿Te
has vuelto loco? No le queda nada. Mató
a sus hijos. Apretó la almohada hasta
que notó que dejaban de luchar. Apuñaló
a su marido y luego se tumbó junto a él
mientras se desangraba. Ningún médico
del mundo puede solucionar eso. Ya
viste el estado en que se encontraba.
Está ida, tío. Deja que se marche. Ten
algo de piedad.
—¿Quieres hablar de piedad? Jenny
Spain no es el único personaje en esta
historia. ¿Te acuerdas de Fiona
Rafferty? ¿Te acuerdas de la madre de
ambas? ¿Sientes algo de piedad por
ellas? Piensa en lo que han perdido y
luego mírame y dime que merecen
perder también a Jenny.
—Ellas no se merecían nada de esto.
¿Crees que les resultará más fácil
sobrellevarlo cuando sepan que lo hizo
ella? La perderán de todos modos. Así,
al menos, el asunto quedaría zanjado de
una vez por todas.
—No quedaría zanjado —le rebatí.
Al pronunciar aquellas palabras me
quedé sin aliento, como si mi pecho se
estuviera plegando como un fuelle.
—Para ellas, esto nunca va a quedar
zanjado.
Richie guardó silencio. Se sentó
frente a mí y contempló sus dedos
mientras alineaba los informes, una y
otra vez.
—Su deuda con la sociedad… No
entiendo qué significa eso —dijo al
cabo de un rato—. Dime el nombre de
una sola persona que vaya a vivir mejor
si Jenny se pasa veinticinco años en la
cárcel.
—Cierra la boca de una puta vez.
No te atrevas siquiera a formular esa
pregunta —le espeté—. Son los jueces
quienes dictan sentencia, no nosotros.
Para eso existe todo este puñetero
sistema: para impedir que los capullos
arrogantes como tú jueguen a ser Dios y
dicten sentencias de muerte a su
conveniencia. Tienes que atenerte a las
putas reglas, entregar las putas pruebas y
dejar que el puto sistema haga su
trabajo. No eres tú quien debe dejar a
Jenny Spain en libertad.
—No se trata de dejarla en libertad.
Obligarla a pasar años enfrentándose a
ese dolor… Eso es tortura, tío. No está
bien.
—Te equivocas. Tú crees que no
está bien. No sé por qué, pero lo crees.
Quizá porque tienes razón, o quizá
porque este caso te rompe el corazón, o
quizá porque tú también te sientes
culpable o porque Jenny te recuerda a la
señorita Kelly que te dio clases cuando
tenías cinco años. Por eso precisamente
existen las reglas: porque no podemos
fiarnos de que nuestra conciencia nos
diga qué está bien y qué está mal. No en
algo como esto. Si cometes un error, las
consecuencias son tremendas, horribles,
inconcebibles; por no mentar el hecho
de tener que vivir con ellas. Y las reglas
dicen que Jenny debe estar en prisión.
Todo lo demás es basura.
Richie negaba con la cabeza.
—Sigue estando mal. En este caso,
yo confío en mi propio criterio.
Podría haber soltado una carcajada
o un aullido.
—¿Ah sí? Pues mira adonde te ha
llevado. Regla cero, Richie, la regla que
remata todas las reglas: tu mente es una
basura. Es una maraña débil, rota y
hecha polvo que te defraudará a la
mínima ocasión que se le presente. ¿No
crees que la mente de mi hermana le
decía que estaba haciendo lo correcto
cuando te siguió hasta tu casa? ¿No
crees que Jenny creía estar haciendo lo
correcto el lunes por la noche? Si
confías en tu conciencia, la cagarás y la
cagarás a lo grande. Todas y cada una de
las cosas buenas que he hecho en mi
vida han sido precisamente por no
confiar en mi mente.
Richie alzó la cabeza para mirarme.
Le costó un gran esfuerzo.
—Tu hermana me contó lo de
vuestra madre —dijo.
Por un segundo, estuve a punto de
propinarle un puñetazo en la cara. Vi
que se preparaba para encajarlo, vi la
ráfaga de miedo o de esperanza. Para
cuando logré abrir el puño y respirar de
nuevo, sólo había silencio.
—¿Qué te contó exactamente? —le
pregunté.
—Que vuestra madre se ahogó
durante el verano de tus quince años.
Que estabais en Broken Harbour.
—¿Por casualidad mencionó cómo
ocurrió?
Había dejado de mirarme.
—Sí. Me explicó que vuestra madre
había entrado en el agua por sí misma. A
propósito, sí.
Esperé, pero había concluido.
—Y supusiste que eso significaba
que me faltaba un pelo para necesitar
una camisa de fuerza, ¿no?
—Yo no…
—No, jovencito, lo pregunto sólo
por curiosidad. Adelante, explícamelo:
¿cuál fue la cadena de pensamiento que
te condujo a esa conclusión? ¿Creíste
que estaría tan aterrorizado por lo
sucedido que acercarme a menos de un
kilómetro de Broken Harbour podía
provocarme un brote psicótico?
¿Imaginaste que la locura es hereditaria
y que, de repente, podría sentir la
necesidad imperiosa de rasgarme las
vestiduras y gritar porque veía hombreslagarto en los tejados? ¿Te preocupaba
acaso que me volara los sesos mientras
estaba contigo? Creo que merezco
saberlo.
—Jamás he pensado que estuvieras
loco. Nunca —respondió Richie—. Pero
sí que me preocupaba tu comportamiento
con Brennan, me preocupaba incluso
antes de… antes de anoche. Te lo dije,
ya lo sabes. Pensé que te estabas
pasando de la raya.
Me moría de ganas de apartar la
silla y ponerme a caminar describiendo
círculos por la sala, pero sabía que, si
me acercaba un poco más a Richie, le
pegaría, y también sabía que eso estaría
mal incluso aunque me costara recordar
por qué. Me quedé donde estaba.
—De acuerdo. Lo dijiste. Y, una vez
hablaste con Dina, imaginaste que
entendías el porqué. No sólo eso:
imaginaste que tendrías vía libre para
andar jugando con las pruebas. Ese
incauto, pensaste, ese viejo lunático y
quemado jamás lo adivinará por sí solo.
Está demasiado ocupado abrazando su
almohada y lloriqueando por su mamaíta
muerta. ¿Es así, Richie? ¿Me acerco un
poco?
—No. Para nada. Pensé…
Richie
inspiró
rápida
y
profundamente.
—Pensé que íbamos a ser
compañeros durante un largo tiempo. Sé
que quizá pienses que quién demonios
me creo, pero yo… No sé… Creí que
funcionaba. Esperaba que…
Lo miré con tal intensidad que dejó
que la frase muriera en el silencio. En su
lugar, dijo:
—Como mínimo, esta semana hemos
sido compañeros. Y ser compañeros
significa que, si tú tienes un problema,
yo tengo un problema.
—Eso es adorable, sólo que yo no
tengo ningún problema, amiguito. Al
menos, no tenía ninguno hasta que tú
decidiste hacerte el listillo con una
prueba. Mi madre no tiene nada que ver
en esto. ¿Lo entiendes? ¿Puedes meterte
eso en la cabeza?
Se encogió de hombros.
—Lo único que digo es que…
Imaginé que quizá… Entiendo por qué
no te gusta la idea de que Jenny acabe su
trabajo.
—¡No me gusta la idea de que maten
a nadie, maldita sea! No me gusta que la
gente se mate ni que la maten. Por eso
me dedico a esto. Y te aseguro que no
requiere ninguna sesuda explicación
psicológica. La parte que suplica un
buen psicólogo es aquella en la que tú te
has dedicado a estar ahí sentadito
afirmando que deberíamos ayudar a
Jenny Spain para que se arroje desde un
rascacielos.
—Venga, tío, no digas tonterías.
Nadie dice que haya que ayudarla. Lo
único que digo es que deberíamos…
dejar que la naturaleza siga su curso.
En cierto sentido, era un alivio; un
alivio pequeño y amargo, pero un alivio
al fin y al cabo. Jamás habría sido un
buen detective. Si no hubiera sido
aquello, si yo no hubiera sido lo
bastante estúpido y débil como para ver
sólo lo que quería ver y dejar que lo
demás se me escapara, antes o después
habría pasado cualquier otra cosa.
—A ver si te enteras: ¡yo no soy el
puñetero David Attenborough! No me
siento en la línea de banda y me dedico
a contemplar el curso de la naturaleza. Y
si alguna vez me descubro albergando
ese pensamiento, seré yo quien se asome
al borde de un rascacielos.
Percibí el malévolo destello de asco
en mi voz y vi que Richie se estremecía,
pero lo único que sentí fue un placer
gélido.
—El asesinato es naturaleza. ¿Acaso
no te has dado cuenta? Las personas se
mutilan unas a otras, se violan, se
asesinan y se hacen lo mismo que los
animales se hacen entre sí: es pura
naturaleza en acción. La naturaleza es el
diablo al que me enfrento, amiguito. La
naturaleza es mi peor enemigo. Y, si no
es también el tuyo, entonces te has
equivocado de profesión.
Richie no contestó. Tenía la cabeza
gacha y rascaba la mesa con una uña
dibujando tensas figuras geométricas
invisibles;
lo
recordé
haciendo
garabatos en la ventana de la sala de
observación, como si hubiera sucedido
hacía
mucho,
mucho
tiempo.
Transcurrido un rato, preguntó:
—¿Qué vas a hacer? ¿Colocar ese
sobre en la sala de pruebas como si
nunca hubiera pasado nada y continuar
desde ahí?
«Vas», no «vamos», otra vez el
singular.
—Aunque quisiera hacerlo, esa
alternativa queda descartada. Cuando
Dina se presentó aquí esta mañana, yo
aún no había llegado. Y le entregó el
sobre a Quigley.
Richie se quedó paralizado.
—¡Joder! —exclamó, como si le
hubieran sacado el aire de un puñetazo
en el estómago.
—¡Oh, sí, joder! Créeme, Quigley no
tiene ninguna intención de pasarlo por
alto. ¿Qué te dije hace sólo un par de
días? «A Quigley le encantaría encontrar
una oportunidad para echarnos bajo las
ruedas de un autobús. No se lo pongas
en bandeja».
Había empalidecido aún más si
cabe. Una parte sádica de mí, que salía a
rastras de su oscura cueva porque no me
quedaban energías para mantenerla
encerrada, estaba disfrutando de lo
lindo.
—¿Qué hacemos?
Le temblaba la voz. Tenía las palmas
hacia arriba, mirándome, como si yo
fuera el héroe de resplandeciente
armadura que pudiera solucionar aquel
espantoso embrollo, barrerlo de la faz
de la Tierra.
—«Nosotros» no hacemos nada. Tú
te vas a casa.
Richie me observó inseguro,
intentando descifrar qué quería decirle
con aquello. El frío de la sala lo hacía
temblar por estar en mangas de camisa,
pero no parecía darse cuenta.
—Recoge tus cosas y lárgate a casa.
Quédate allí hasta que yo te pida que
regreses —le ordené—. Puedes emplear
el tiempo en pensar en cómo justificar
tus acciones ante el comisario, si
quieres, aunque dudo mucho que eso
vaya a suponer ninguna diferencia.
—¿Qué vas a hacer?
Me puse en pie apoyando todo mi
peso sobre la mesa, como un anciano.
—No es asunto tuyo.
Al cabo de un momento, Richie me
preguntó:
—¿Qué pasará conmigo?
Un detalle que lo honraba: era la
primera vez que mencionaba su futuro.
—Volverás con los de uniforme. Y te
quedarás ahí.
Yo seguía con la vista fija en mis
manos, plantadas en la mesa, pero pude
verlo de soslayo. Richie asentía con
unos cabeceos repetitivos y vacíos de
significado, intentando asimilar todo lo
que eso conllevaba.
—Estabas en lo cierto. Formábamos
un buen equipo. Habríamos podido ser
buenos compañeros —le dije.
—Sí —respondió Richie.
La oleada de pesar en su voz estuvo
a punto de hacer que me tambaleara.
—Lo habríamos sido.
Recogió su fajo de informes y se
puso en pie, pero no avanzó hacia la
puerta. Yo no levanté la mirada.
—Permite que te ofrezca mis
disculpas —dijo al cabo de un minuto
—. Ya sé que llegados a este punto no
sirve de nada, pero aun así quiero
hacerlo: lo siento mucho, muchísimo,
por todo.
—Vete a casa —repliqué.
Fijé la vista en mis manos hasta que
se desenfocaron y se convirtieron en un
par de extrañas cosas blancas encogidas
sobre la mesa, deformes y agusanadas,
esperando a saltar. Por fin escuché el
sonido de la puerta al cerrarse. La luz
me atizaba desde todas las direcciones,
rebotaba en la ventanilla de plástico del
sobre y se me clavaba en los ojos.
Jamás había estado en una sala que
pareciera tan despiadadamente luminosa
ni tan vacía.
Capítulo 18
Ha habido tantas… Salas destartaladas
en diminutas comisarías de montaña que
olían a moho y a pies; salas de estar con
una abigarrada tapicería de flores,
afectadas estampas de santos y todos los
relucientes
emblemas
de
la
respetabilidad; cocinas de pisos de
protección oficial donde un bebé gemía
amorrado a una botella de Coca-Cola y
un cenicero desbordado de colillas
sobre una mesa con restos de cereales
resecos; y nuestras propias salas de
interrogatorios,
silenciosas
como
santuarios, tan familiares que podría
haber señalado a ciegas el punto en el
que se encuentra cada pintada, cada
muesca en la pared. Son las salas donde
me enfrento cara a cara con el asesino y
le digo: «Tú. Lo has hecho tú».
Recuerdo todas y cada una de ellas.
Las colecciono en la memoria, un fajo
de cromos de vivos colores conservado
en un álbum de terciopelo que repaso
cuando la jornada ha sido demasiado
larga para conciliar el sueño. Sé dónde
notaba el aire frío o cálido contra mi
piel, cómo la luz empapaba la pintura
amarilla desgastada o encendía el azul
de una taza, si el eco de mi voz se
colaba por los rincones del techo o si
caía amortiguado por las gruesas
cortinas y los estupefactos ornamentos
de porcelana. Conozco las vetas de las
sillas de madera, el patrón de una
telaraña, el suave goteo de un grifo, el
roce de la alfombra bajo mis pies. «En
la casa de mi Padre muchas moradas
hay»[13]: si alguna vez poseo una, será la
que construya con todas estas estancias.
Siempre me ha encantado la
simplicidad. «Contigo, todo es blanco o
negro», me había recriminado Richie;
sin embargo, la verdad es que casi todos
los casos de asesinato son, si no
simples, sí proclives a la simplicidad. Y
eso es no sólo necesario, sino también
sobrecogedor; si existen los milagros,
este ha de contarse entre ellos. En esas
salas, la vasta y sibilante maraña de
sombras del mundo desaparece, todos
sus traicioneros grises se afinan con la
cruda pureza de una espada de doble
filo desnuda: la causa y la consecuencia,
el bien y el mal. Para mí, esas salas son
de una singular belleza. Entro en ellas
como un boxeador entra en el
cuadrilátero: resuelto, invencible. En
ellas me siento en casa.
La habitación que ocupaba Jenny
Spain era la única a la cual siempre
había temido. No atinaba a decir si era
porque la oscuridad en su interior era
más afilada de lo que yo había tocado
nunca o porque algo me decía que no la
habían afilado en absoluto, que aquellas
sombras seguían entrecruzándose y
multiplicándose, y que esta vez no había
modo de detenerlas.
Fiona estaba con Jenny en la
habitación. Las dos volvieron la cabeza
hacia la puerta cuando la abrí, pero no
interrumpí ninguna conversación a
media frase: no hablaban, se limitaban a
estar allí sentadas, Fiona junto a la cama
en una silla de plástico demasiado
pequeña, con su mano enlazada a la de
Jenny sobre la manta deshilachada. Me
miraron fijamente, rostros delgados y
marchitos con surcos donde el dolor
había hecho mella y planeaba quedarse,
con sus miradas azules perdidas.
Alguien había encontrado el modo de
lavarle el cabello a Jenny, suave y lacio
como el de una niña pequeña; su
bronceado
artificial
se
había
descolorido y ahora se la veía aún más
pálida que Fiona. Por primera vez
detecté cierto parecido entre ellas.
—Lamento
molestarlas
—me
disculpé—. Señorita Rafferty, necesito
cambiar unas palabras con la señora
Spain.
Fiona aferró con fuerza la mano de
Jenny.
—Prefiero quedarme.
Fiona lo sabía.
—Me temo que eso no es posible —
le dije.
—Entonces no quiere hablar con
usted. De todas maneras, aún no se
encuentra en condiciones de hablar. No
voy a permitir que la acose.
—No pretendo acosar a nadie. Si la
señora Spain quiere que haya un
abogado
presente
durante
el
interrogatorio, puede solicitar uno, pero
no puede haber nadie más en la
habitación. Estoy seguro de que lo
entiende.
Jenny desenlazó su mano, con
suavidad, y posó la de Fiona sobre el
brazo de la silla.
—No te preocupes —dijo—. Estoy
bien.
—No, no lo estás.
—Lo estoy. De verdad, lo estoy.
Los médicos le habían reducido la
dosis de calmantes. Los movimientos de
Jenny aún conservaban un cierto aire
subacuático y su rostro parecía
extrañamente tranquilo, laxo, como si le
hubieran extirpado algunos músculos
faciales, y pronunciaba las palabras
despacio y en voz baja, pero con
claridad. Estaba lo bastante lúcida como
para tomarle declaración, si conseguía
llevarla tan lejos.
—Vamos, Fi. Ve a dar un paseo.
Sostuve la puerta abierta hasta que
Fiona se puso en pie, a regañadientes, y
agarró su abrigo de la silla. Mientras se
lo ponía, le dije:
—Por favor, regrese dentro de un
rato. Una vez su hermana y yo hayamos
concluido, necesitaré hablar también con
usted. Es importante.
Fiona no respondió. Sus ojos
seguían posados en Jenny y, cuando esta
asintió, Fiona pasó por mi lado como
una exhalación y se alejó por el pasillo.
Esperé hasta estar seguro de que se
había marchado antes de cerrar la
puerta.
Dejé el maletín en el suelo, junto a
la cama, me quité el abrigo, lo colgué de
la percha que había tras la puerta, agarré
una silla y la acerqué tanto a Jenny que
mis rodillas rozaron su manta. Me miró
cansinamente, sin curiosidad, como si
fuera otro médico afanado en manejar
aquellos trastos que pitaban, destellaban
y dolían. El grueso vendaje de su mejilla
había sido reemplazado por una tirita
estrecha y limpia; llevaba puesto algo
suave y azul, una camiseta o la pieza
superior de un pijama, con unas mangas
tan largas que tenía que llevarlas
recogidas. Un delgado tubo de goma
colgaba de una bolsa de suero y se
adentraba bajo una de las mangas. Al
otro lado de la ventana, un árbol
despedía molinetes de hojas brillantes
hacia una delgada franja de cielo azul.
—Señora Spain —le dije—, creo
que tenemos que hablar.
Me miró con la cabeza apoyada en
la almohada. Esperaba paciente a que yo
acabara y me marchara, a que la dejara
hipnotizarse con las hojas en
movimiento hasta disolverse en ellas,
hasta convertirse en un destello de luz,
en un soplo de brisa, y desaparecer.
—¿Cómo se encuentra? —le
pregunté.
—Mejor. Gracias.
Tenía mejor aspecto. El aire del
hospital le había cortado los labios,
pero aquella carraspera seca se había
desvanecido de su voz para dar paso a
un tono agudo y dulce como el de una
niña, y sus ojos ya no estaban rojos:
había dejado de llorar. Si la hubiera
hallado desconsolada, sollozante, habría
temido menos por ella.
—Son buenas noticias —le dije—.
¿Cuándo tienen previsto darle el alta?
—Me dijeron que quizá pasado
mañana. O tal vez un día después.
Me quedaban menos de cuarenta y
ocho horas. El tictac del reloj y la
cercanía de Jenny me forzaban a
apresurarme.
—Señora Spain —le dije—, he
venido para informarla de que se han
producido algunos avances en la
investigación. Hemos llevado a cabo un
arresto en relación con el ataque
perpetrado contra usted y su familia.
Aquello prendió una chispa de
desconcierto en los ojos de Jenny.
—¿Su hermana no se lo ha
explicado? —le pregunté.
Negó con la cabeza.
—¿Que han… arrestado a quién?
—Quizá la sorprenda, señora Spain.
Es alguien a quien usted conoce, alguien
muy cercano a usted durante mucho
tiempo.
La chispa prendió de puro terror.
—¿Se le ocurre algún motivo por el
que Conor Brennan quisiera hacer daño
a su familia?
—¿Conor?
—Lo hemos detenido en relación
con los crímenes. Presentaremos cargos
contra él durante el fin de semana. Lo
lamento.
—Por Dios, no. No, no, no. Se
equivocan. Conor nunca nos haría daño.
Él jamás haría daño a nadie.
Jenny pugnaba por incorporarse;
extendió una mano hacia mí, una mano
con los tendones abultados como los de
una anciana, y entonces vi aquellas uñas
rotas.
—Tienen que liberarlo.
—Lo crea o no, estoy de acuerdo
con usted —le aseguré—: Yo tampoco
creo que Conor sea un asesino. Por
desgracia, no obstante, todas las pruebas
apuntan hacia él; además, ha confesado
haber cometido los crímenes.
—¿Que ha confesado?
—Sí, y es algo que no puedo pasar
por alto. A menos que otra persona me
aporte pruebas sólidas de que Conor no
asesinó a su familia, no tengo más
remedio que presentar cargos contra
él… y, créame, el caso se sostendrá ante
un tribunal. Lo encerrarán en prisión un
largo tiempo.
—Yo estaba allí. No fue él. ¿Es eso
lo bastante concreto?
—Creía que no recordaba nada de
aquella noche —comenté en tono
amable.
La desconcerté sólo por un segundo.
—Y no lo recuerdo. Pero si hubiera
sido Conor, lo recordaría. Así que no
pudo ser él.
—Dejémonos de juegos, señora
Spain —repliqué—. Estoy casi seguro
de que usted sabe qué sucedió aquella
noche. De hecho, estoy convencido. Y
también estoy bastante seguro de que
Conor es la única persona viva, aparte
de usted, que lo sabe. Eso la convierte
en la única persona que puede liberarlo.
A menos que quiera que lo condenen por
asesinato, tendrá que explicarme lo que
pasó.
Los ojos se le llenaron de lágrimas,
pero pestañeó y logró contenerlas.
—No me acuerdo.
—Tómese
un
minuto
para
reflexionar sobre lo que le está haciendo
a Conor si insiste en mantener esa
postura. Él la quiere.
Los quiere desde hace mucho
tiempo. A Pat y a usted. Y creo que sabe
cuánto la quiere. ¿Cómo se sentirá
Conor si descubre que está usted
dispuesta a obligarlo a pasar el resto de
su vida en prisión por un crimen que no
ha cometido?
Sus labios temblaban y, por un
instante, creí que la tenía, pero luego
cerró la boca con firmeza.
—No irá a la cárcel. Él no hizo nada
malo. Ya lo verá.
Esperé, pero la conversación había
finalizado. Richie y yo teníamos razón.
Estaba planeando su suicidio. Quería a
Conor, pero para ella el deseo de morir
significaba mucho más que todas las
personas a las que dejara atrás.
Me incliné sobre mi maletín, lo abrí
y saqué el dibujo de Emma, el que
encontramos en el piso de Conor. Lo
dejé sobre la manta, en el regazo de
Jenny. Por un instante creí oler la fría
dulzura de la madera y las manzanas.
Jenny cerró los ojos con fuerza.
Cuando volvió a abrirlos, dejó que su
mirada vagara al otro lado de la
ventana; contrajo el cuerpo y se alejó
del dibujo, temerosa de que pudiera
abalanzarse sobre ella.
—Emma dibujó esto el día en que
murió —dije.
Aquel espasmo de nuevo, Jenny con
los párpados apretados. Y luego la nada.
Contempló el reflejo de la luz en las
hojas, como si yo no estuviera presente.
—El animal que hay en el árbol.
¿Qué es?
Nada esta vez. Jenny optó por volcar
las fuerzas que le quedaban en no
dejarme avanzar. Pronto dejaría incluso
de escucharme.
Me incliné hacia delante, tan cerca
de ella que pude oler el perfume floral
químico de su champú. Su cercanía hizo
que se me erizara el vello de la nuca en
una lenta y fría oleada. Era como
acercar la mejilla a un espectro.
—Señora Spain —le dije.
Apoyé el dedo en el sobre de
plástico que contenía la prueba, en la
cosa negra y sinuosa recostada sobre
una rama. Me sonreía con sus ojos
anaranjados y sus fauces abiertas, con
sus blancos dientes triangulares.
—Fíjese en el dibujo, señora Spain.
Dígame qué es esto.
Mi aliento en su mejilla provocó que
le titilaran las pestañas.
—Un gato.
Es lo que yo había pensado. No
podía creer que no lo hubiera visto
nunca como eso, como un animal tierno
e inofensivo.
—Pero ustedes no tienen ningún
gato. Ni tampoco ninguno de sus
vecinos.
—Emma quería uno. Por eso lo
dibujó.
—A mí no me parece una mascota
mimosa. Parece más bien una fiera
salvaje. No un animal que una niña
querría tener acurrucado en su cama.
¿Qué es, señora Spain? ¿Un visón? ¿Un
glotón? ¿Qué es?
—No lo sé. Algo que se inventó
Emma. ¿Qué importancia tiene?
—Pues importa porque, por lo que
he oído acerca de Emma, a ella le
gustaban las cosas bonitas. Las cosas
blanditas, peludas y de color rosa. Así
que ¿de dónde sacó algo como esto?
—No tengo ni idea. Quizá de la
escuela. O de la tele.
—No, señora Spain. Lo encontró en
casa.
—Claro que no. Yo no dejaría que
mis hijos se acercaran a un animal
salvaje. Adelante: busque en nuestra
casa. No encontrará nada parecido a
eso.
—Ya lo he encontrado —repliqué—.
¿Sabe que Pat solía participar en foros
de internet?
Jenny volvió la cabeza con tal
rapidez que me estremecí. Me miró
fijamente, con los ojos muy abiertos,
gélidos.
—No lo hacía.
—Hemos encontrado sus consultas
en la red.
—No es verdad. Cualquiera podría
hacerse pasar por él en la red. Pat se
conectaba muy pocas veces a internet.
Sólo lo hacía para enviarle correos
electrónicos a su hermano y buscar
trabajo.
Se había echado a temblar, un
temblor
apenas
perceptible
e
irrefrenable que le sacudía la cabeza y
las manos.
—Recuperamos sus publicaciones a
través del ordenador de su casa, señora
Spain —le aclaré—. Alguien intentó
borrar el historial de navegación, pero
no hizo un trabajo demasiado fino:
nuestros hombres restablecieron la
información en un abrir y cerrar de ojos.
Durante meses, antes de morir, Pat
anduvo buscando el modo de atrapar, o
al menos identificar, al depredador que
vivía dentro de las paredes de su casa.
—No era más que una broma. Estaba
aburrido. No sabía en qué emplear el
tiempo. Se entretenía viendo qué le
contestaban otros internautas. Eso es
todo.
—¿Y la trampa para lobos que hay
en el desván? ¿Y los agujeros de las
paredes? ¿Y los monitores de vídeo?
¿Eso también formaba parte de la
broma?
—No lo sé. No me acuerdo. Los
agujeros de las paredes aparecieron de
repente. Esas casas están construidas
con materiales pésimos, se caen a
pedazos… Y los monitores eran sólo un
juego entre Pat y los niños, para ver si…
—Señora Spain —la interrumpí—,
escúcheme bien. Somos las dos únicas
personas presentes en esta habitación.
No la estoy grabando. No le he leído sus
derechos. Nada de lo que usted me diga
podrá ser utilizado jamás en su contra.
Muchos
detectives
juegan
habitualmente esa baza, pues piensan
que, si el sospechoso habla una vez, la
segunda les resultará más fácil; si no,
esperan que esa primera confesión los
ponga sobre la pista de algo de lo que
puedan servirse después. A mí no me
gusta jugar a esto, pero no tenía nada a
lo que aferrarme ni tiempo que perder.
Jenny no me daría una confesión después
de leerle sus derechos, ni en un millón
de años. Y yo no tenía nada que
ofrecerle que ansiara más que la dulce
frialdad de una cuchilla, el fuego
purificador de un veneno, la irresistible
llamada del mar, ni nada que le resultara
más aterrador que la idea de pasar otros
sesenta años en este planeta.
Si su mente hubiera albergado la
más mínima esperanza de tener un
futuro, no habría tenido motivo para
contarme nada, tanto si su confesión la
enviaba a prisión como si no. Pero hay
algo que sí sé sobre las personas
dispuestas a caminar por el filo de su
propia vida: quieren que alguien sepa
cómo han llegado hasta allí. Quizá
quieran saber que, cuando se disuelvan
en la tierra y el agua, ese último
fragmento se salvará y permanecerá en
un rinconcito de la mente de alguien; o
quizá lo único que anhelen sea una
oportunidad de descargar el peso de esa
cosa palpitante y sangrienta en otra
persona, para que no las haga naufragar
durante el viaje. Quieren dejar atrás su
historia. Y nadie en el mundo lo sabe
mejor que yo.
Eso era lo único que podía ofrecerle
a Jenny Spain: un lugar para explicar su
historia. Habría permanecido allí
sentado mientras el azul del cielo se
oscurecía para dar paso a la noche,
mientras las sonrientes calabazas de
Halloween se apagaban sobre las
montañas de Broken Harbour y las
desafiantes luces navideñas comenzaban
a iluminar sus celebraciones, si ese era
el tiempo que necesitaba para
contármelo. Mientras hablara, seguiría
con vida.
Jenny dejó que mis palabras vagaran
por su mente, en silencio. El temblor
había desaparecido. Muy despacio,
soltó las manos de la camiseta y las
extendió para agarrar el dibujo que
descansaba sobre su regazo; sus dedos
se movían como los de una ciega sobre
las cuatro cabezas amarillas, las cuatro
sonrisas y el nombre en mayúsculas de
Emma en el ángulo inferior.
Con un hilillo de voz, casi un
susurro que tintineaba en la quietud del
aire, dijo:
—Empezaba a salir.
Lentamente, para no asustarla, me
recosté en la silla y le cedí espacio. Fue
entonces cuando caí en la cuenta de que
me había estado esforzando para no
respirar el aire que la rodeaba y noté
que estaba un poco mareado.
—Empecemos por el principio —
propuse—. ¿Cómo comenzó todo?
Jenny movió la cabeza sobre la
almohada, pesadamente, de un lado al
otro.
—De haberlo sabido, lo habría
detenido. He estado aquí tumbada
pensando y pensando en ello, pero no
soy capaz de decir cuándo empezó.
—¿Cuándo se percató de que Pat
estaba preocupado por algo?
—Hace muchísimo tiempo, un siglo.
¿En mayo? O tal vez a principios de
junio. Le hablaba y no respondía y,
cuando lo miraba, lo descubría con la
mirada perdida en el vacío, como si
estuviera escuchando algo. Cuando los
niños comenzaban a hacer ruido, Pat se
volvía como un loco y gritaba:
«¡Callad!» y, cuando yo le preguntaba
qué problema había, porque no era
propio de él, me decía: «Nada, es sólo
que me apetece disfrutar de un poco de
paz y tranquilidad en mi propia casa, ese
es el problema». Eran menudencias,
nadie más se habría percatado, pero yo
conocía a Pat, lo conocía mejor que
ninguna otra persona, y sabía que algo
no iba bien.
—Pero ignoraba qué era —apunté.
—¿Cómo iba a saberlo?
De repente, su voz adquirió un tono
defensivo.
—Recuerdo que comentó que había
oído ruidos en el desván, como
arañazos, pero yo nunca oí nada. Pensé
que probablemente fuera un pajarillo
que entraba y salía. No creí que se
tratara de nada importante… ¿por qué
había de serlo? Supuse que, después de
que lo despidieran, Pat estaba
deprimido.
Entretanto,
Pat
había
ido
alimentando el temor de que Jenny
pensara que oía ruidos inexistentes.
Estaba convencido de que el animal
también había hecho presa en la mente
de ella.
—¿Le afectó mucho estar en paro?
—Sí. Muchísimo. Teníamos…
Jenny se revolvió inquieta en la
cama y contuvo el aliento al notar el
tirón de una de las heridas.
—Habíamos
tenido
algunos
problemas con respecto a eso. No
solíamos discutir, jamás. Pat se sentía
afortunado
por
ser
capaz
de
proporcionarnos sustento; se mostró
encantado cuando yo dejé mi trabajo,
orgulloso de poder mantenernos y de
que, de ese modo, yo pudiera ocuparme
de los niños. Cuando perdió su
empleo… Al principio mantuvo una
actitud positiva y me decía: «No te
preocupes, conseguiré un trabajo antes
de que te des cuenta. Ve a comprar esa
blusa que sé que quieres y no te
preocupes en absoluto». Yo también
pensé que encontraría algo enseguida,
porque es bueno en su trabajo y se deja
la piel, así que ¿por qué iba a tener
ningún problema?
Seguía revolviéndose, se pasaba una
mano por el pelo, tirándose cada vez
con más fuerza de los enredos.
—Así es como funciona. Todo el
mundo lo sabe: si no tienes un empleo,
es porque haces mal tu trabajo o porque
no quieres trabajar. Fin de la historia.
—Estamos atravesando una crisis.
Durante un período de recesión, hay
excepciones a la mayoría de las reglas
—le rebatí.
—Lo lógico es que Pat hubiera
encontrado algo enseguida, ¿entiende?
Pero las cosas han dejado de tener
sentido. Poco importaba lo que Pat se
mereciera: no había ofertas de empleo
en el mercado y, cuando asumimos que
esa era la situación, estábamos
arruinados.
Aquella palabra hizo que el cuello
se le enrojeciera.
—Y eso estaba creándoles cierta
tensión.
—Sí. No tener dinero… es
espantoso. En una ocasión intenté
explicárselo a Fiona, pero no me
entendió. Me preguntó: «¿Qué problema
hay? Antes o después, uno de los dos
conseguirá un trabajo. Y hasta entonces,
no pasaréis hambre, tienes un montón de
ropa para vestirte y los niños ni siquiera
notarán la diferencia. Estaréis bien». No
sé, quizá para ella y para su círculo de
amigos artistas el dinero no sea
importante, pero para la mayoría de las
personas que vivimos en el mundo real,
lo es; y mucho. Para hacer cosas reales,
existe una gran diferencia entre tener
dinero y no tenerlo.
Jenny me lanzó una mirada
desafiante, como si no esperara que un
viejo como yo la entendiera.
—¿Qué tipo de cosas? —le
pregunté.
—Todo. Cualquier cosa. Antes, por
ejemplo, solíamos tener invitados a
cenar, celebrábamos barbacoas en
verano… pero si lo único que puedes
ofrecerles es un té y unas galletas
baratas, tienes que dejar de hacerlo.
Quizá Fiona no le diera ninguna
importancia, pero yo me habría muerto
de vergüenza. Conocemos a algunas
personas que pueden ser auténticas
arpías. Seguro que sus comentarios
serían del tipo: «¿Has visto la etiqueta
del vino? ¿Te has dado cuenta de que ya
no tienen el todoterreno? ¿Verdad que
ella viste ropa de la temporada pasada?
La próxima vez que vengamos, llevarán
chándales de licra y se alimentarán de
hamburguesas de McDonald’s». Incluso
quienes no se habrían comportado de
ese modo, nos habrían compadecido. Y
yo no quería que me compadecieran. Si
no podíamos hacerlo bien, no lo
hacíamos. Así que dejamos de tener
invitados en casa.
El rojo candente del cuello le había
trepado hasta la cara y le había
conferido un aspecto abotargado y
blando.
—Y tampoco podíamos permitirnos
el lujo de salir. Así que, básicamente,
dejamos de llamar a nuestros amigos.
Mantener una conversación normal me
resultaba un acto humillante. Mostrarse
agradable con alguien y luego, cuando te
decían: «Bueno, ¿cuándo quedamos?»,
tener que buscarte una excusa, como que
Jack tenía la gripe o algo parecido.
Después de varias rondas de falsos
pretextos, ellos también dejaron de
llamarnos. Debo decir que me alegré,
porque nos facilitaba las cosas, pero al
mismo tiempo…
—Debió de sentirse muy sola —
apunté.
El sonrojo se avivó, como si eso
también fuera algo vergonzoso. Agachó
la cabeza para ocultar el rostro tras una
cortina de pelo.
—Así es, sí. Muy sola. Si
hubiéramos vivido en la ciudad, podría
haber quedado con otras madres en el
parque y cosas por el estilo, pero allí…
A veces transcurría una semana entera
sin que intercambiara una palabra con
ningún adulto que no fuera Pat, aparte de
un mero «Gracias» en las tiendas.
Cuando nos casamos, salíamos tres o
cuatro veces por semana, nuestros fines
de
semana
estaban llenos
de
actividades, éramos populares y, sin
embargo, allí estábamos, mirándonos el
uno al otro como un par de perdedores
sin amigos.
Se le aceleraba la voz.
—Empezamos a discutir por
nimiedades, por las cosas más
estúpidas: por cómo ordenaba yo la
colada o por el volumen al que él ponía
la tele. Todo acababa derivando en una
discusión por dinero; ni siquiera sé
cómo, pero ocurría. Así que imaginé que
Pat debía de estar preocupado por eso.
Por todas esas cosas.
—¿No se lo preguntó?
—No quería presionarlo. Sabía que
no lo llevaba nada bien, y no quería
empeorar las cosas preguntando. Así
que me limité a decirme: «Vale. Bien.
Me encargaré de que todo sea perfecto.
Voy a demostrarle que estamos bien».
Al recordarlo, Jenny levantó la
barbilla y pude captar un destello de
acero.
—Yo siempre había cuidado del
aspecto de la casa, pero empecé a
tenerla impecable, impoluta, sin una sola
miga en ninguna parte. Aunque estuviera
agotada, limpiaba la cocina antes de
acostarme, para que cuando Pat bajara a
desayunar la encontrara inmaculada.
Salía con nuestros hijos a recoger flores
del campo para tener algo con lo que
decorar los jarrones. Cuando los niños
necesitaban ropa, se la compraba de
segunda mano, en eBay; las prendas no
estaban mal, pero, desde luego, un par
de años atrás habría preferido morirme
antes que ponerles nada de segunda
mano. Aun así, eso me permitía disponer
de dinero suficiente para comprar
comida decente. A Pat le gustaba cenar
solomillo de vez en cuando, y yo le
decía: «¿Lo ves? Todo va bien.
Podemos manejar la situación; no vamos
a tener que andar rebuscando en las
basuras de la noche a la mañana.
Seguimos siendo nosotros».
Probablemente, Richie habría creído
estar en presencia de una princesita de
clase media consentida y superficial
incapaz de vivir sin ensalada al pesto y
zapatos de marca. Yo, en cambio, veía
una valentía frágil y condenada que me
desgarraba el corazón. Veía a una
muchacha que creía haber construido
una fortaleza contra el mar salvaje, que
se había parapetado tras sus muros para
defenderla con su patético arsenal y se
había dejado el alma en ello mientras el
agua se filtraba por todos los resquicios.
—Pero no todo iba bien —dije yo.
—No, claro que no. Hacia, no sé,
hacia mediados de julio… Pat estaba
cada vez más nervioso y más… Ni
siquiera es que nos ignorara a los niños
y a mí; fue como si se hubiera olvidado
de que existíamos porque algo inmenso
le ocupaba el pensamiento. Hablaba
constantemente de esos ruidos en el
desván e incluso instaló uno de los
antiguos intercomunicadores con vídeo
que conservábamos, pero yo no logré
relacionar una cosa con la otra.
Simplemente pensé: «Los hombres y la
tecnología…», ¿entiende? Creí que Pat
sólo buscaba un modo de ocupar el
tiempo libre. Por aquel entonces, yo ya
me había percatado de que su problema
no era sólo el hecho de haberse quedado
sin empleo… Cada vez pasaba más y
más rato frente al ordenador o solo en la
planta de arriba mientras los niños y yo
estábamos abajo. Yo temía que se
hubiera enganchado a alguna página de
perversiones pornográficas, que tuviera
uno de esos amoríos virtuales o que
estuviera intercambiando mensajes
sexuales a través del móvil.
Jenny emitió un sonido a medio
camino entre una risa y un sollozo, duro
y lo bastante doloroso como para
sobresaltarme.
—Si sólo… Probablemente debería
haber deducido lo que sucedía cuando vi
el monitor, pero… No sé… Tenía otras
preocupaciones en mente.
—Los allanamientos.
Un movimiento incómodo con los
hombros.
—Bueno, sí, lo que fueran.
Empezaron más o menos en esa época…
o bien yo comencé a darme cuenta en
aquel entonces. Me impedían pensar con
claridad. Me pasaba todo el tiempo
comprobando si faltaba algo o si había
algún objeto fuera de lugar, pero luego,
si encontraba algo, me preocupaba estar
volviéndome paranoica… y entonces me
inquietaba estar volviéndome también
paranoica con respecto a Pat.
Y las dudas de Fiona no la habían
ayudado. Me pregunté si, en el fondo, su
hermana
había
contribuido
a
desestabilizar a Jenny a propósito o si
había sido sólo un gesto honesto e
inocente, si es que en temas familiares
existe alguna vez algo inocente.
—Así que decidí hacer la vista
gorda y continuar adelante. No se me
ocurría qué más hacer. Limpiaba aún
más la casa; en cuanto los niños
desordenaban algo, yo me ponía a
ordenarlo o a lavarlo… Fregaba el
suelo de la cocina unas tres veces al día.
Y ya no lo hacía sólo para animar a Pat.
Necesitaba que todo estuviera perfecto
para que, en caso de que hubiera algo
fuera de su sitio, darme cuenta de
inmediato. Me refiero a que…
Un destello de recelo.
—No era nada grave. Tal como ya le
dije, sabía que lo más probable era que
Pat hubiera movido algo y después
olvidara colocarlo en su sitio. Pero
quería asegurarme.
Yo había creído que Jenny estaba
protegiendo a Conor, cuando, en
realidad, ni siquiera se le había pasado
por la cabeza la idea de que él pudiera
estar involucrado en aquello. Estaba
convencida
de
haber
sufrido
alucinaciones, y lo único que la
preocupaba
era
la
angustiosa
posibilidad de que los médicos
descubrieran que estaba loca y quisieran
retenerla en el hospital. Lo que había
estado protegiendo era lo más preciado
que le quedaba: su plan.
—Lo entiendo —dije.
Fingiendo cambiar de postura,
comprobé la hora en mi reloj:
llevábamos unos veinte minutos
hablando. Antes o después, sobre todo si
yo estaba en lo cierto sobre ella, Fiona
sería incapaz de soportar más la espera.
—Y entonces ¿qué cambió?
—Entonces… —dijo Jenny.
El aire de aquella habitación se
estaba volviendo irrespirable, pero ella
tenía los brazos cruzados sobre el pecho
para calentarse, como si tuviera frío.
—Una noche, ya era tarde, entré en
la cocina y me di cuenta de que Pat
apagaba a toda prisa el ordenador,
intentando que no viera lo que fuera que
estaba haciendo; así que me senté a su
lado y le dije: «Cariño, tienes que
explicarme qué está pasando. Sea lo que
sea, estoy segura de que podemos
solucionarlo, pero necesito que me lo
cuentes». Al principio, contestó: «Nada,
no pasa nada. Lo tengo todo bajo
control, no te preocupes». Lógicamente,
me invadió una oleada de pánico y le
espeté: «¡Oh Dios mío! ¿Qué? ¿Qué? No
vamos a levantarnos de esta mesa hasta
que me expliques qué está ocurriendo».
Y a Pat, al verme tan asustada, se le
escapó: «No quería preocuparte, pensé
que podría atraparlo y que nunca lo
sabrías…». Y entonces me contó toda
esa historia sobre visones y mofetas,
sobre los huesos en el desván y los
comentarios de la gente en internet…
Aquella media sonrisa agria de
nuevo.
—¿Quiere que le confiese algo?
Casi salté de alegría. Le pregunté:
«Espera, ¿es eso? ¿Eso es lo único que
va mal?». Y yo que andaba
preocupándome por si tenía una aventura
o, qué sé yo, una enfermedad terminal…
Y allí estaba Pat, explicándome que
quizá tuviéramos una rata o cualquier
otro bicho viviendo en casa. Estuve a
punto de estallar en lágrimas de alivio.
«Mañana
llamaremos
a
un
exterminador», le dije. «No importa si
tenemos que pedir un préstamo al banco
para pagarlo; merecerá la pena». Pero
Pat se negó. Me dijo: «No, escucha, no
lo entiendes». Me explicó que ya había
hecho venir a un exterminador, pero que
el tipo le había comentado que, fuera lo
que fuese aquel animal, jugaba en otra
liga. Entonces yo me puse nerviosa:
«Dios mío, Pat, ¿y has permitido que
siguiéramos viviendo aquí como si tal
cosa? ¿Acaso te has vuelto loco?». Me
miró como un niño que te regala el
dibujo que acaba de hacer y ve como lo
tiras a la basura, y replicó: «¿Crees que
habría permitido que los críos y tú os
quedarais en casa si no fuera un lugar
seguro? Me estoy ocupando de ello. No
necesitamos
que
venga
ningún
exterminador y nos cobre varios cientos
de euros por echar un poco de veneno.
Seré yo quien atrape a ese bicho».
Jenny sacudió la cabeza y continuó:
—Entonces yo le dije: «Escucha,
hasta ahora ni siquiera has conseguido
verlo», a lo que él respondió: «Ya lo sé,
pero eso es porque no podía hacer nada
sin que te dieras cuenta. Ahora que lo
sabes, hay un montón de alternativas.
¡Madre mía, Jen, no sabes lo aliviado
que me siento!». Se reía. Se recostó en
la silla, se pasó las manos por el pelo
hasta desordenárselo 
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