DOS ENIGMAS ORIENTALES: El cisma y las cruzadas

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Extracto de la Historia de la Iglesia: De Carlomagno
al epílogo de la Edad Media (s. IX-XIV)
DOS ENIGMAS
ORIENTALES:
El cisma y
las cruzadas
Jerusalén
Constantinopla
Barcelona - Enero 2014
© autoedición del Museo Diocesano de Barcelona
Textos de J.M. Martí Bonet
DEFINITIVA SEPARACIÓN DE LA IGLESIA DE
OCCIDENTE Y LA DE ORIENTE.
CISMA DE FOCIO Y MIGUEL CERULARIO
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Focio contra Ignacio
Una nueva Iglesia, la de los búlgaros, causó el cisma de Focio
Focio y el concilio ecuménico de Constantinopla IV
El segundo patriarcado de Focio
Los sucesores de Focio
Ruptura definitiva
‘El cisma de Oriente dura demasiado’, escribíamos en la primera edición
de nuestra historia de la Iglesia, y por desgracia todavía dura en el
año (2014) en que escribimos estas páginas. A pesar del paréntesis
del concilio de Florencia, que tuvo lugar en el siglo XVI, ambas iglesias
continúan separadas. Pero existen algunas esperanzas. Atenágoras I,
Pablo VI, Juan Pablo II, Dimitros I y ahora (2014) Benedicto XVI y el
mismo papa Frnacisco, han sido los grandes protagonistas de estas
esperanzas. Después de casi mil años de cisma —la bula de excomunión
es del 16 de julio de 1054— se han producido cinco abrazos simbólicos
de reconciliación entre el Papa y el patriarca de Constantinopla, pero a
pesar de todo las dos iglesias continuan lamentablemente separadas.
El 5 de enero de 1964, en Jerusalén, Pablo VI y el patriarca Atenágoras I se
dieron el primer abrazo. Después se levantaría el excomunicación (1965),
y casi dos años después, el 25 de julio de 1967, Pablo VI visitó Turquía y se
dio el segundo abrazo con Atenágoras en el Fanar. Atenágoras devolvió
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HISTORIA DE LA IGLESIA
la visita a Pablo VI en el Vaticano el día 26 de octubre del mismo año
1967, y ambos se dieron un abrazo en la basílica de San Pedro. Entre la
multitudinaria asamblea que abarrotaba aquella basílica, me encontraba
yo, y el recuerdo que me dejó fue imborrable. El papa Juan Pablo II visitó
Estambul los días 28 y 30 de noviembre de 1979 y se reunió con el nuevo
Patriarca de Constantinopla Dimitros I, dándose el abrazo en el Fanar
el día 30. Algunos pensaban que Dimitros I no devolvería la visita por la
presión de ciertos sectores ortodoxos muy críticos, pero se equivocaron:
Dimitros I visitó la sede de Pedro y ambos jerarcas se dieron el abrazo
de la esperanza sobre la tumba del príncipe de los apóstoles. Era el
7 de diciembre de 1987. Desde esta fecha, no han faltado reuniones,
encuentros y signos de concordia. En 1994 el papa Juan Pablo II, en el
vía-crucis del Coliseum del viernes santo, leyó un texto de esta devoción
popular confeccionado por el mismo patriarca oriental, y en esta ocasión
el Papa anunció un nuevo encuentro entre las dos iglesias. La situación,
aun así, ha empeorado tras la negativa del patriarca de Moscú, Basilios
I, a recibir el Papa en un hipotético viaje a Rusia (2004). A su vez, el
patriarca estaba muy molesto por el proselitismo a favor del catolicismo
conseguido por algunas órdenes religiosas en aquel gran país. Sin
embargo en 2010 el papa Benedicto XVI ha tenido gestos de concordia y
de continuar con el diálogo. Cabe destacar la devolución de relíquias de
san Andrés en el año 2010. Lo mismo podemos decir del papa Francisco.
Para estudiar el drama de la multisecular ruptura, habrá que estudiar los
hechos históricos y las causas que la motivaron con objetividad histórica.
Focio contra Ignacio
La Iglesia latina —como ya hemos visto— prácticamente fue separada de
la Oriental por el emperador León III Isáurico en el año 733 (capítulo 45).
La herejía iconoclasta acentuó esta división a pesar de los dos periodos
de teórica reconciliación debido a las dos emperatrices, Irene y Teodora.
La primera emperatriz fue la gran propulsora del concilio de Nicea II, y la
segunda la que instituyó la fiesta de la ortodoxia en el año 842, en la cual
se acababa con la cuestión de la mencionada herejía iconoclasta. Aun así,
las heridas entre las dos iglesias todavía seguían sangrando. Al patriarca
san Metodio de Constantinopla —gran paladino de la auténtica fe— le
sucedió san Ignacio (846), hijo del emperador Miguel I Rangabé. Ignacio
era un pío y rígido asceta, constante en sus propósitos y representante
del partido rigorista o intransigente de los llamados ‘estudistas’. Con la
DEFINITIVA SEPARACIÓN DE LA IGLESIA DE OCCIDENTE Y LA DE
ORIENTE. CISMA DE FOCIO Y MIGUEL CERULARIO
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emperatriz Teodora, intentó reformar las costumbres de la corte e impuso
la ortodoxia.
La confrontación entre Oriente y Occidente de nuevo se inició una
conjuración entre los cortesanos: el metropolita de Siracusa Gregorio
Asbestas —que había huido de Sicilia perseguido por los invasores
árabes— era caudillo de la facción contraria a Ignacio, al cual se unió
el hermano de la emperatriz, Bardas. En un golpe de Estado de 856, la
emperatriz regente perdió todo poder, se nombró al joven hijo de Teodora,
Miquel III, mayor de edad, emperador efectivo. Pero Bardas era quien
gobernaba en la práctica. Ignacio, como es lógico, perdió toda influencia
en los asuntos imperiales. A continuación corrió un rumor según el cual
Bardas vivía incestuosamente con su nuera. Ignacio, precipitadamente
y sin más averiguaciones, le negó un día la comunión. Así empezó
una enemistad a muerte entre Bardas e Ignacio. Destrás de cualquier
revuelta siempre se quería ver la alargada sombra de Ignacio y de la
emperatriz Teodora. Al final, Bardas consiguió que Teodora ingresara a
un monasterio y le pidió a Ignacio que él le diera el velo de monja, pero
éste se negó.
Ignacio se vería involucrado en otra conspiración; o al menos sí que habría
ocultado a algunos conspiradores. Por todo ello, al enterarse Bardas lo
deportó a la isla de Terebinto (858). Muy probablemente para no crear
nuevas dificultades, Ignacio dimitió y así el nuevo patriarca podría ser
bien acogido por los partidarios del grupo de los monjes.
La búsqueda de un sucesor de Ignacio no fue fácil; Recayó sobre Focio.
Éste era un gran personaje. Sus padres fueron perseguidos por el culto
de las imágenes. En el momento de su elección como patriarca de
Constantinopla, era dirigente de la cancillería imperial. Según las fuentes
documentales, era el laico más erudito de Oriente, y, por otro lado, no
formaba parte de ningún partido. Pero, como hemos dicho, era un simple
laico. Y así fue ordenado ‘per saltum’ directamente por el arzobispo
Gregorio Asbestas. Este fue el error inicial. Los ignacianos —muchos
obispos y sacerdotes— consideraron la ordenación una traición, y más
cuando Gregorio Asbestas tenía un juicio pendiente en la curia romana.
En febrero de 859 los partidarios de Ignacio declararon que el único
patriarca legítimo de Constantinopla era el mencionado Ignacio. Esta
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HISTORIA DE LA IGLESIA
declaración fue pronunciada en un sínodo celebrado en Hagia Cirene,
condenando también al “intruso Focio”. Su reacción no se hizo esperar.
En marzo de 859 un sínodo de ciento setenta obispos congregados en
la iglesia de los Apóstoles de Constantinopla, condenó a Ignacio por
considerarlo falso patriarca; puesto que, según afirmaron, la elección no
fue canónica, porque sólo fue nombrado por la emperatriz y no por el
sínodo episcopal. A pesar de ello, se comunicó a Roma que Focio había
sido elegido, y también se comunicó dicha noticia a todos los obispos, y
se les decía que él había sido elegido y entronizado (enthrónistika), y a la
vez se notificaba la dimisión de Ignacio. La embajada que trajo a Roma
este escrito, también le presentó al papa Nicolás I (858-867) otra carta del
mismo emperador Miguel III en la que se solicitaba que el obispo de Roma
enviara legados para celebrar un concilio general en Constantinopla, con
objeto de eliminar los restos de la herejía iconoclasta. El Papa reconoció
la ortodoxia de la profesión de fe contenida en la carta ‘synodika’ de Focio.
A pesar de todo, encontró muy oscuro el caso de Ignacio, puesto que
otros muchos patriarcas fueron antes reconocidos en su categoría sin un
“sínodo electoral”, por la simple designación imperial. Nicolás I accedió
a enviar dos legados: Rodoaldo de Porto y Zacarías de Agnani. Estos
debían presidir el concilio convocado, además de averiguar la situación
real de Ignacio y su deposición. Pero quedó claro que ellos sólo debían
recibir informaciones y que una vez trasladadas al papa Nicolás I, éste
decidiría personalmente la legitimidad patriarcal de Ignacio o de Focio.
Por otro lado, el Papa, dirigiéndose a Focio, le dio a entender que no
habría ninguna dificultad por parte de Roma aceptar la ordenación ‘per
saltum’, o sea sin tener presentes los intersticios canónicos tal y como
sucedió con Focio.
En el año 861 se reunió el concilio en la iglesia de los Apóstoles de
Constantinopla con la presencia de dos legados pontificios. Las actas
se han perdido, pero poseemos un extracto latino en la colección de
Deusdedit. No conocemos el texto de lo que se decretó sobre la herejía
iconoclasta. En cambio, sí encontramos todos los detalles de la cuestión
sobre la “ilegitimidad” de Ignacio: los presentes en el concilio afirmaban
que no se podía considerar auténtico patriarca de Constantinopla (Ignacio),
porque fue obispo sin la previa elección sinodal. Los legados coinciden
con todo el concilio al afirmar que el procedimiento de elección de Ignacio
fue contrario al derecho canónico, y dicen que habría que deponer
inmediatamente al intruso (Ignacio). Por lo tanto, los legados pontificios
DEFINITIVA SEPARACIÓN DE LA IGLESIA DE OCCIDENTE Y LA DE
ORIENTE. CISMA DE FOCIO Y MIGUEL CERULARIO
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pronunciaron la fórmula de deposición contra Ignacio, contraviniendo en
esto las claras instrucciones papales, según las cuales —como hemos
dicho— Nicolás I quería reservarse personalmente el juicio último de
tan espinoso asunto. Posiblemente todo se hubiera acabado en un abrir
y cerrar los ojos, dejando que Focio fuera considerado patriarca, si no
hubieran habido dos asuntos todavía más peligrosos según el Papa.
Era la cuestión de las misiones romanas en Bulgaria y la situación del
Ilírico (la ex-Yugoslavia) que todavía permanecía bajo la jurisdicción
eclesiástica griega, a pesar de las reivindicaciones papales que con tanta
insistencia, año tras año —desde León III Isáurico—, todos los papas
habían reivindicado. Aquella zona era conflictiva, y por lo tanto Bulgaria
—que dependía del Ilírico— también lo sería. En esto Focio no quiso
ceder ni un ápice, ni tampoco Nicolás I. Y esta fue la verdadera causa del
cisma (en su primera fase).
Focio, en verano de 861, escribió al Papa aduciendo algunos cánones de
la iglesia local, en los cuales se permitía la ordenación de un laico obispo,
saltándose los intersticios (per saltum). Focio continuó abordando en esta
carta el tema del Ilírico afirmando que de buen grado él querría que aquella
zona pasara de nuevo a la jurisdicción romana, pero que el emperador lo
impedía insistentemente. Finalmente Focio pide al Papa que no acepte
en Roma a los peregrinos de Constantinopla que no traigan una carta
de recomendación de él. El Papa, enfadado por la injerencia no quiso
contestar, y se planteó de nuevo el problema de Ignacio. Pero ciertamente
esta era la tapadera del gran problema de la jurisdicción eclesiástica
romana sobre el Ilírico y sobre la zona vecina de Bulgaria. Poco a poco
llegó la versión de los hechos según los partidarios de Ignacio, o sea
del abad Teognosto. No sabemos si éste fue el detonante de la famosa
excomunión de Focio y de Gregorio Asbestas en el concilio del Laterano
de 863. En este concilio Nicolás I también castigó a los legados por haber
depuesto a Ignacio y por haber ultrapasado las atribuciones que les había
concedido para el concilio del año 861 en Constantinopla.
El mismo emperador Miguel III, intervino enviándole una arrogante
carta a Roma. En ella el Papa es considerado un simple súbdito del
Imperio, y por lo tanto debe someterse a las deliberaciones imperiales.
Paradójicamente Nicolás I admite que en Roma se tratarían los temas
pendientes con plenipotenciarios de ambos partidos bizantinos, así
como con los delegados imperiales. Aun así, el mismo Papa se precipitó
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HISTORIA DE LA IGLESIA
enviando las famosas respuestas ‘ad bulgaros’ al rey de Bulgaria, en las
cuales cierra la cuestión sobre el tema principal, o sea sobre la jurisdicción
de la nueva zona evangelizada por Bulgaria e impone un dominio absoluto
sobre la nueva Iglesia. De estas ‘responsa ad bulgaros’ hablaremos a
continuación. Aun así, ya podemos decir que es muy penoso constatar que
la lacerante separación de las dos iglesias se basaba que en un asunto
tan discutible. Los historiadores actuales se oponen unánimemente a la
actitud tanto del Papa como de Focio e Ignacio de Constantinopla. No
estuvieron a la altura requerida.
Focio contestó al Papa con una encarnizada defensa de los ritos griegos
y con un violentísimo ataque contra los misioneros romanos de Bulgaria.
Más todavía, afirma que la fe predicada por Roma y sus misioneros no es
la ortodoxa, puesto que en ella se admite que el Espíritu Santo procede
del Padre y del Hijo (filioque), cuando la formulación correcta es “del
Padre por el Hijo”. Todos estos términos ofensivos y defensivos son un
auténtico ataque contra Roma vienen reflejados en una carta (encíclica)
dirigida por Focio a todos los patriarcas de Oriente (verano de 867).
Una nueva Iglesia, la de los búlgaros, causó el cisma de Focio
Analicemos la verdadera causa del cisma, que no es otra que la ya
mencionada respuesta de los búlgaros. Tres fueron los intentos de
evangelización de la zona búlgara: primero los bizantinos enviaron sus
misioneros. El segundo intento proviene del emperador occidental Luis el
Germánico, que envió a Ermarico de Passau con una “multitud de clérigos
occidentales” a evangelizar. Y el tercero procede del mismo Papa. Fruto
de una primera evangelización, fue el bautismo de Boris, príncipe de los
búlgaros: se hizo bautizar en el año 864 y se cambió el nombre por el de
su protector Miguel III de Constantinopla. Pero el príncipe Miguel (Boris)
procuró expulsarse la “protección” de los bizantinos, dirigiéndose al Papa
y pidiéndole nuevos misioneros latinos. Era muy diplomático, o si queréis,
tenía doble intención, escondiendo la codicia de poder sobre nuevas
iglesias. Aun así, Boris le preguntó al Papa cómo debía organizar su nueva
Iglesia. Nos preguntamos: ¿cuáles eran los motivos que impulsaron al
rey de los búlgaros, Miguel, a pedir el auxilio de Roma? Ciertamente, no
fueron desinteresados: quería conseguir de Roma “la autocefalia” de su
naciente Iglesia, demandada anteriormente y no aceptada por la Iglesia
de Constantinopla. Las relaciones del patriarca Focio con Roma, en este
tiempo (año 863-866) —como ya hemos dicho— se deben considerar
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ORIENTE. CISMA DE FOCIO Y MIGUEL CERULARIO
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rotas. Y Boris jugaba a su favor buscando unos privilegios totalmente
desproporcionados en una Iglesia en estado de misión. ¡No se podía ir a
ninguna parte con aquellas pretensiones!
En este intrincado tejido de causas, intentos, intereses, cismas... hay que
colocar el interés de este documento en el que los búlgaros le preguntan
al Papa —posiblemente en los primeros meses del año 866— sobre cómo
deben organizar la nueva Iglesia. Nicolás I les responde con la mencionada
carta del 13 de noviembre del año 866, que es comúnmente denominada
“Responsa ad consulta Bulganorum”. En ella habla principalmente de
temas relativos al culto, a la pastoral, y a la organización de la Iglesia.
Se han alabado estas ‘responsa’ desde el punto de vista pastoral y
misional, pero con mucha frecuencia se olvida el grave hecho de que
el Papa, sin mirar las obligaciones de su cargo, ataca a los ritos de la
Iglesia griega y de ellos hace befa. Hacemos mención de este hecho
en nuestra tesis doctoral sobre el palio defendida en la Gregoriana de
Roma en 1972. Tesis publicada en su tercera edición por la Biblioteca de
Autores Cristianos (Mardid, 2004).
Una de las preguntas que hicieron los búlgaros al Papa fue: ¿quién debía
ordenar al patriarca? Esta pregunta supone las pretensiones de la naciente
Iglesia, que quería tener como líder a un patriarca; es decir, quería ser
autónoma. El Papa respondió a esta pregunta muy diplomáticamente;
prescinde del término ‘patriarca’ y responde sólo con el de ‘arzobispo’,
señal de que sólo estaba dispuesto a concederles un arzobispo, figura,
como hemos visto, muy ligada a Roma por el hecho de que los arzobispos
recibían el palio de manos del Papa y le juraban fidelidad.
El Papa afirma, contestando a la pregunta de quién debe ordenar el
patriarca: “En los lugares en los que nunca hubo un patriarca o un arzobispo,
éste debe ser ‘instituido’ por uno de mayor dignidad (o autoridad)”, puesto
que, según el apóstol, “minus a maiore benedicetur”. Así se establece
el principio jurídico: el mayor en el caso anteriormente mencionado,
ordenará al menor. Una vez ordenado éste, habiendo recibido el uso del
palio, podrá ordenar obispos, los cuales podrán, a su tiempo, ordenar
el sucesor (del arzobispo). Con estas palabras se quiere aplicar en los
búlgaros el plan de Gregorio I expuesto en el privilegio (“cum certum sii”)
a san Agustín. Los obispos búlgaros pidieron al Papa que se ordenara
un patriarca o arzobispo u obispo, pero el Papa creía que nadie como
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HISTORIA DE LA IGLESIA
él “a quo et episcopatus et apostolatus sumpsit initium” podía ordenar
más congruamente, puesto que conviene seguir este orden: el Papa
debe ordenar este primer obispo como cabeza de la naciente Iglesia; si
crece el pueblo de Cristo con su colaboración, “recibirá los privilegios del
arzobispado y así podrá constituir obispos que elegirán a su sucesor”.
Pero debido al largo viaje que el elegido debía hacer para ser ordenado
en Roma, los mismos obispos (búlgaros misioneros) podrán ordenarlo
después de su elección. Sin embargo, “el metropolita no se puede sentar
en el trono ni consagrar, excepto el cuerpo de Cristo, antes de recibir el
palio de la sede romana según hacen todos los arzobispos de las Galias,
de Germania y de las otras regiones”. Quizás la expresión ‘todos’ podría
ser aquí un poco enfática.
La simple traducción de este documento nos indica la trascendencia del
mismo. He aquí las aserciones más importantes:
a) Claramente se establece el principio: el primer obispo que dirige una
nueva Iglesia ‘congruentius’ debe ser ordenado por el Papa, puesto que
“minus a maiore benedicetur”.
b) Una vez iniciada la Iglesia con la consagración del obispo como cabeza
de la nueva Iglesia, habiendo recibido el uso del palio, éste podrá ordenar
obispos (sufragáneos).
c) El Papa dará los privilegios del arzobispado. Esta frase significa que el
Papa, “a quo et episcopatus et apostolatus sumpsit initium”, constituye el
arzobispo, dándole el palio y el título de arzobispo.
d) El obispo, cabeza de la Iglesia de los búlgaros, que será elegido y
consagrado, recibirá el palio de Roma (con los privilegios del arzobispado),
y podrá (una vez haya recibido el palio) sentarse en el trono (la sede
episcopal o cátedra).
e) Todos los arzobispos de las Galias, de Germania y de las otras regiones
no consagran (excepto el cuerpo de Cristo en la Santa Misa) ni se sientan
en el trono antes de recibir el palio de la sede de Roma. Esta noticia es
de gran importancia, puesto que, al menos, indica cuál es la mentalidad
romana (o postulado) durante el pontificado del papa Nicolás I.
DEFINITIVA SEPARACIÓN DE LA IGLESIA DE OCCIDENTE Y LA DE
ORIENTE. CISMA DE FOCIO Y MIGUEL CERULARIO
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f) Todas las expresiones comentadas en esta carta y los principios jurídicos
que en ella se establecen, nos evocan el plan organizativo gregoriano de
la Iglesia inglesa de san Agustín de Canterbury.
A los ojos de Oriente y de los historiadores actuales, el Papa iba demasiado
lejos. Por otra parte la reacción de Focio fue intemperante, cerrando toda
posibilidad de entendimiento. ¡Fue una lástima!
Focio y el concilio ecuménico de Constantinopla IV
Focio, al conocer la respuesta papal, prácticamente se separó de la
Iglesia romana. En la mencionada carta encíclica que Focio envió a todos
los patriarcas, a primeros de verano de 867, atacaba al Papa. Pero no
satisfecho con esto, en agosto del mismo año Focio reunió un concilio del
cual tenemos muy pocas noticias; sin embargo todas ellas señalan que
en el mencionado concilio se atrevió a deponer y anatemizar a la misma
persona del Papa. En una carta enviada al rey Luis II y a su esposa
Angilberga, Focio pide que el “pseudopapa Nicolás” sea depuesto de su
sede romana. Pero esta carta fue su perdición, puesto que el emperador
occidental se escandalizó y le aseguró al emperador bizantino que
nunca se atrevería a poner la mano sobre el vicario de Pedro, al cual
todo Occidente tenía una gran veneración. Así se encontró solo Focio,
y su desdicha aumentó cuando su gran protector Bardas fue asesinado
en el año 865, y Miguel III murió en manos del usurpador del Imperio
macedonio, Basilio. Éste, para asegurarse el apoyo de Occidente,
permitió que Ignacio se sentara de nuevo en la sede de Constantinopla,
y Focio fue exiliado sin ningún miramiento.
El nuevo emperador Basilio actuó muy diplomáticamente. No sólo quería
lograr el apoyo de los ignacianos, puesto que en número eran inferiores a
los focianos, sino que, según creía, era conveniente convocar un concilio
de reconciliación. Por lo tanto, en primer lugar informó al Papa brevemente
sobre los acontecimientos. El Papa que contestó ya no era Nicolás I,
sino Adriano II (867-872). Éste enseguida se dirigió al emperador y al
patriarca. Manifestó su voluntad de seguir la línea de su antecesor, pero
mostraba extrañeza de que Ignacio no le hubiera remitido todavía la carta
en la cual se notificara (a Roma) la nueva entronización en la sede de
Constantinopla.
En verano de 869 se celebró en Roma un concilio en el cual, sin oírse
las voces de los partidarios de Ignacio ni la de los de Focio, este último
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HISTORIA DE LA IGLESIA
fue condenado y depuesto de nuevo. Se dice que en el supuesto de que
Focio se arrepintiera, “lo máximo” que se le concedería sería la comunión
entre los laicos. Los ordenados por Focio también debían considerarse
depuestos. Los obispos ordenados por Ignacio, que posteriormente se
habían adherido a Focio, tenían que firmar un “libellum satisfactionis” que
Roma redactó. El concilio acabó con la solemne quema de las actas del
concilio de Constantinopla del año 867, a pesar de la lluvia torrencial que
caía sobre la hoguera. Aquella gente creyó que fue un milagro.
Pero estos hechos del concilio romano no fueron bien vistos por
Constantinopla, puesto que tanto Ignacio como el mismo emperador
querían que aquellos asuntos internos de la Iglesia oriental fueran
tratados y solucionados en un concilio propio. Este se celebró en el
mes de octubre del año 869. Los ciento tres padres del concilio octavo
ecuménico creían que era un abuso la insistencia romana en que se
firmara el mencionado “libellum satisfactionis”. Los legados papales no
transigieron en lo más mínimo. Focio —que se encontraba presente—
no abrió boca, ni se permitió que su defensa la hiciera otro obispo. La
causa de Focio estaba perdida, puesto que el Papa había dicho la última
palabra. A pesar de todo, los legados papales tuvieron que admitir que a
partir de ahora los patriarcas disfrutarían de inmunidad, de modo que ni el
mismo Papa podría deponerlos. El concilio acabó el 28 de febrero de 870,
pero el mismo día una delegación búlgara se presentó en Constantinopla
pidiendo que se determinara ¿a qué patriarcado pertenecían? ¿al de
Roma —que ya había concedido el palio a un arzobispo designado por
los propios búlgaros— o al de Constantinopla? El concilio, en contra de
los legados papales, determinó que la Iglesia búlgara era del patriarca
de Constantinopla. Un día después del concilio, los legados entregaron
una carta del papa Adriano II que habían mantenido guardada por si
se trataba este tema. Ignacio hizo caso omiso a las prohibiciones del
Papa, afirmando que el concilio ya había tomado posición y que eran más
importantes sus actas que una simple carta. Los misioneros romanos
tuvieron que retirarse de Bulgaria, y en la práctica continuaba la ruptura
entre Bizancio y Roma, a pesar de no constar que ambos (Ignacio y
Adriano II) mutuamente se excomulgasen. Pero el gran perdedor fue el
propio Ignacio. Y Focio regresaría en breve de nuevo a la sede patriarcal,
puesto que el emperador oriental intentó no endurecer la oposición de los
focianos.
DEFINITIVA SEPARACIÓN DE LA IGLESIA DE OCCIDENTE Y LA DE
ORIENTE. CISMA DE FOCIO Y MIGUEL CERULARIO
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El segundo patriarcado de Focio
Mientras tanto Focio había vuelto de su destierro y había sido elevado
a educador de los príncipes imperiales, y quizás también retomó su
actividad docente. Era un gran patrólogo. Evidentemente, Ignacio no
había dudado nunca de la legitimidad de la ordenación episcopal de
Focio, y una vez se hubieron enfriado sus relaciones con Roma, ya no
vio motivo para seguir dando importancia a la laicización del ex-patriarca.
En este periodo se habían abierto nuevas negociaciones con Roma, con
el objeto de arreglar las diferencias entre ignacianos y focianos en el
sentido de una revisión del proceso de Focio. El papa Juan VIII (872-882)
no se oponía a las negociaciones. En los últimos días de Ignacio, parece
ser que Focio e Ignacio se reconciliaron. Sabemos igualmente que el
Papa delegó y envió a los obispos Pablo y Eugenio a Constantinopla con
cartas para el emperador e Ignacio con la orden de establecer la paz. Los
enviados ya no encontraron a Ignacio, sino a Focio. Ignacio murió el 23
de noviembre de 877, y Focio pudo ocupar de nuevo la sede patriarcal
de Constantinopla sin ninguna dificultad. Los legados papales decidieron
no negociar, y obligaron al emperador a dirigir una nueva carta al Papa.
El emperador solicitó el reconocimiento de Focio y que se convocara un
nuevo concilio.
Una carta al Papa del clero de Constantinopla quería asegurar el
reconocimiento universal del nuevo patriarca Focio en su ciudad episcopal.
El Papa se reunió con sus colaboradores más íntimos, y le escribió una
carta al emperador en la que se mostraba dispuesto a reconocer, a pesar
de todo, a Focio, con la condición de que él se excusara de sus anteriores
actas en un futuro concilio. El Papa perdonaba a Focio y a su episcopado
en virtud de “su suprema autoridad apostólica”. Sin embargo, ponía como
condición que Focio se abstuviera de toda actividad pastoral en Bulgaria.
Los legados del Papa recibieron un “commonitorium” de Roma que les
ponía al día de la nueva situación, que fue leído en un concilio y firmado
por los asistentes. En estas circunstancias, al fin se pudo abrir un concilio
bajo la presidencia del patriarca Focio a inicios de noviembre del año
879. Celebró siete sesiones y tomaron parte casi cuatrocientos obispos.
En el fondo, había poca cosa que tratar. Era decisivo para Focio poderse
presentar ante los padres del concilio, no como patriarca en virtud de la
indulgencia romana, sino como obispo de Constantinopla rehabilitado y
nunca depuesto legítimamente. Es posible que, ya antes de las sesiones,
los legados romanos supieran que Focio, por la misma razón, difícilmente
14
HISTORIA DE LA IGLESIA
se presentaría ante el concilio como pecador arrepentido. Los legados
del Papa mantuvieron la doctrina del primado papal en todo momento e
insistieron, a despecho y a pesar de todas las protestas de los obispos
focianos, en que el papa Juan VIII instauraba a Focio en el cargo de
patriarca, en virtud de suprema autoridad apostólica. Por lo que a la
cuestión búlgara correspondía, Focio recalcó en el mismo concilio su
buena voluntad, y declaró no haber hecho ninguna acción oficial en
Bulgaria. Con esto se satisfacía la condición papal de la absolución.
Los decretos del concilio —que votó una serie de cánones, por ejemplo,
contra la promoción de laicos al episcopado y declaró ecuménico el del
787 (Nicea II)— fueron firmados por todos los partícipes en la sesión
del 26 de enero de 880. No quedó resuelta la cuestión de Bulgaria,
para la cual los padres se declararon incompetentes. Fuera del concilio,
parece haberse iniciado un compromiso en el sentido de que Bulgaria se
sometería a la jurisdicción romana, pero no se pondrían dificultades a los
misioneros griegos de allí.
Juan VIII fue un gran político. Así, al reconocer Focio como patriarca,
aseguraba la paz entre las dos iglesias. Sin embargo los ignacianos se
demostraron más antiromanos que los propios partidarios de Focio. Pero
los clérigos romanos no podían ver en absoluto a Focio: buena prueba de
ello fue la elección del sucesor de Juan VIII, del papa Marino (882-884),
que encabezaba la oposición en Bizancio. A pesar de todo, ni este Papa
ni sus sucesores hicieron nada que afectara a la comunión con Oriente,
a pesar de que Focio fue destituido por motivos políticos en el año 886 y
murió en 891 retirado en un monasterio.
Es muy difícil juzgar la personalidad de Focio. Hay quien afirma que en
algún tiempo recibió culto como si fuera un santo. A pesar de esto, si
bien se reconoce su talento extraordinario y su gran aprecio hacia los
derechos y costumbres canónicas de Oriente, no se puede entender,
bajo ningún concepto, que llegara a excomulgar al Papa. Al menos hay
que reconocer que históricamente fue el primero en hacerlo, y que tal
actitud iba en contra de los más elementales fundamentos eclesiales aun
de la Iglesia oriental.
DEFINITIVA SEPARACIÓN DE LA IGLESIA DE OCCIDENTE Y LA DE
ORIENTE. CISMA DE FOCIO Y MIGUEL CERULARIO
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Los sucesores de Focio
Focio murió en comunión con Roma. Pero en el interior de la Iglesia
bizantina no se habían borrado los motivos de disensión que en otros
tiempos motivaron la ruptura entre las dos iglesias. En el siglo X el papado
pasaba los momentos más difíciles de su historia; por eso era muy difícil
que Bizancio reconociera la primacía papal, a pesar de que los ignacianos
pedían una y otra vez el arbitrio superior de los papas. Pero estos tenían
suficiente trabajo en sus interminables rifirrafes romanos. En tal contexto
hay que situar la desafortunada cuestión del conflicto de la tetragamia,
o sea la licitud de contraer una cuarta nupcia. El emperador bizantino
León VI enviudó por tercera vez, y quería casarse de nuevo a pesar de
la oposición del patriarca de Constantinopla Nicolás. Finalmente acudió a
Roma y el Papa declaró que el matrimonio (el cuarto) era canónico y que
la Iglesia lo reconocía como válido. El patriarca se opuso y esto le valió
el exilio decretado por el emperador. El nuevo patriarca fue un monje
adicto al emperador: un tal Eutimio (a. 907-912). Este conflicto dividió la
Iglesia bizantina en dos bandos irreconciliables entre sí: los ‘nicolaítas’ y
los ‘eutimianos’. Esto hizo que se avivaran las brasas de la división, que
se estuvo muy presente hasta el patriarcado de Miguel Cerulario.
Ruptura definitiva
En el siglo XII Occidente se encontraba en plena Reforma gregoriana. En
Roma había eclesiásticos de muchísima valía, cosa que contrastaba con
Oriente, donde había personajes más bien de poca preparación teológica
y con grandes dosis de orgullo y codicia eclesiásticas. Pero observemos
que en la primera época o en tiempos de Focio, este patriarca era un
auténtico talento en disciplinas eclesiásticas (gran patrólogo y no menos
buen teólogo), mientras en Roma se iniciaba la decadencia del ‘siglo de
hierro’. Estamos a mediados del siglo XI y ya sombreaba por toda la
geografía eclesiástica un hombre enigmático: el nuevo patriarca Miguel
Cerulario. Era un hombre ambicioso, y sabemos que antes de acceder
a la sede constantinopolitana se vio envuelto en una revuelta política
bizantina mediante la cual esperaba, en caso de salir victorioso, ascender
incluso a emperador. La intentona fue descubierta, y como tantas veces,
el único refugio y salvación fue el monasterio. Pero este no fue el fin
de Miguel Cerulario. Se hizo clérigo y, bajo el emperador Constantino
IX Monómaco (1043-1055), consiguió influir de nuevo sobre la política y
como ‘synkellos’ (asesor) del patriarca, llegó a ser su sucesor. Así, en el
año 1043 fue consagrado patriarca. La situación eclesiástica entre Oriente
16
HISTORIA DE LA IGLESIA
y Occidente que el nuevo patriarca se encontró, no era de cisma, pero sí
se puede decir que se respiraba un ambiente de animadversión latente y
constante. Las brasas estaban a punto de avivarse, desgraciadamente.
Roma salía del ‘siglo de hierro’ durante el gran pontificado de san León
IX (1048-1054). El estado de la Iglesia latina era lamentable, de auténtica
postración. La de Bizancio, en cambio, estaba orgullosa de su ortodoxia.
Constantinopla, la “nueva Roma”, creía que sólo ella conservaba integra
la vida religiosa y la fe universal. Era una reacción normal y lógica ante la
bajada del prestigio del papado, y, más todavía, cuando los mismos papas
se asociaron en alguna ocasión con los normandos para quitarse de
encima la influencia bizantina. A pesar de todo, esta alianza con invasores
“bárbaros” normandos no podía durar. De aquí nació otra gran alianza
entre ambos Imperios y el mismo papado. El gran organizador de este
proyecto fue un tal Argyros, Katapan (o gobernador) de las posesiones
italianas del Imperio bizantino. Y esta fue la causa del definitivo cisma de
Oriente que perdura todavía hoy (a. 2011).
El emperador Constantino IX quiso iniciar los preparativos de una gran
campaña contra los normandos, pero curiosamente el patriarca Miguel
Cerulario se opuso a ello. Los motivos de esta animadversión son confusos.
Posiblemente la causa de la oposición del patriarca provenía de la
actuación del mencionado Argyros, hijo de un tal Meles que en el año 1009
había luchado contra Bizancio y a favor del papado. El mismo Argyros, a
pesar de haber sido educado en Constantinopla, seguía los ritos latinos y
era considerado un posible traidor por los adversarios de Roma. Argyros
levantaba muchas sospechas ante un bizantino convencido. Lo cierto es
que Miguel Cerulario le odiaba. Éste seguramente se preguntaba quién
obtendría las ventajas más contundentes en el caso de una victoria, ¿el
Papa, el emperador alemán o el bizantino?, algunos preveían que el único
que conseguiría ventajas sería el mismo Argyros, puesto que él se había
hecho proclamar —con gran escándalo de todos— en el año 1041 ‘Dux
et Princeps Italiae’. Por todas estas razones, Miguel Cerulario se opuso
a la mencionada alianza con todo no actuó frontalmente sino con gran
astucia. Así empezó una campaña difamatoria. Se criticaban los ritos de
la Iglesia latina, el uso del pan ázimo, el ayuno en sábado, y también que
se hubiera introducido la fórmula ‘filioque’ en el Credo. Posteriormente,
Miguel Cerulario actuó más duramente contra los latinos residentes en
Constantinopla: cerró todas sus iglesias, llegando a darse actos salvajes,
no aceptando ni las especies consagradas por los sacerdotes latinos.
DEFINITIVA SEPARACIÓN DE LA IGLESIA DE OCCIDENTE Y LA DE
ORIENTE. CISMA DE FOCIO Y MIGUEL CERULARIO
17
Entretanto, la situación se había agudizado en el sur de Italia. Tal como
hemos expresado en capítulos anteriores, el papa san León IX consiguió
reunir un contingente de tropas y él mismo se puso al frente de ellas
e inició la guerra contra los normandos. Un poco antes, Argyros había
sufrido un descalabro a manos de estos mismos normandos en Siponto,
y no consiguió reunir sus tropas con las del Papa. San León IX sufrió una
grave derrota y cayó prisionero (28 de junio de 1053), y desde su cautiverio
trataba de despachar, como podía, los asuntos eclesiásticos. La derrota
del Papa era implícitamente derrota de los intereses bizantinos en el sur
de Italia. La alianza deseada por Argyros era más urgente que nunca.
El emperador Constantino IX escribió a la curia y expresó su deseo de
una paz eclesiástica como condición de la unión política. Hasta Cerulario
tuvo que rendirse a la presión y, en términos moderados, dio a conocer
al Papa su deseo de entendimiento. Así la curia romana decidió pedir
una legación para negociar la paz en Constantinopla. La encabezaba
el célebre cardenal Humberto de Silva Cándida, gran reformador (pero
creemos que era fundamentalista), con el canciller romano Federico de
Lorena y Pedro, arzobispo de Amalfi. Antes de partir, Humberto conversó
largamente con Argyros.
Cuando llegó la legación papal a Constantinopla, fue honrosamente
acogida por el emperador, mientras la visita al patriarca fue mucho más
fría. La escena acabó con la “muda” entrega de la carta papal. No hubo
ningún diálogo, y Humberto —que hoy se podría calificar como un hombre
de ultraderechas— se entregó con tanto más fervor a la propaganda
política. Mandó traducir su réplica contra los griegos, se precipitó a la
polémica y finalmente atacó al viejo monje Nicetas Stethatos, que había
osado escribir contra los ázimos. La presión de Humberto sobre el
emperador condujo a una lamentable disputa el 24 de junio de 1054 en
el monasterio de Nicetas, tras la cual se tuvo que retractar y quemar
sus escritos. En esta situación, en una vehemente polémica, el patriarca
consiguió crearse un ambiente favorable, y los legados decidieron huir
de Constantinopla sin haber hecho nada positivo; eso sí, antes, en un
acto solemne, depositaron sobre el altar del Hagia Sophia una bula de
excomunión contra el patriarca y sus cómplices (16 de julio de 1054); un
texto que iba mucho más allá de la legación encomendada por el Papa,
lanzando el anatema contra el “pseudopatriarca” Cerulario, contra León,
arzobispo de Ochrid, y contra otros partidarios suyos. Eran acusados de
ser simoníacos, arrianos, nicolaístas, pneumatómacos, maniqueos, etc.
18
HISTORIA DE LA IGLESIA
El anatema no se dirigía solamente contra la doctrina griega y la procesión
del Espíritu Santo, sino también, por ejemplo, contra el matrimonio de los
sacerdotes orientales y otras legítimas costumbres de la Iglesia griega.
Estos anatemas fueron muy desafortunados en todos los sentidos. Se ha
dicho que no tenían validez, puesto que cuando la bula fue entregada, o
mejor dicho depositada en el altar de Hagia Sophia, el papa san León IX
ya había muerto. A pesar de todo, es un episodio muy penoso para ambas
iglesias, por el cual hay que pedir perdón. Por eso, el papa Pablo VI
(1965) retiró la mencionada bula en un acto de verdadera reconciliación,
devolviendo a Oriente la reliquia de la cabeza de san Andrés que se
conservaba en el Vaticano. Nuestros hermanos ortodoxos agradecieron
este acto impregnado de un gran simbolismo pacificador.
Humberto de Silva Cándida y los otros legados pontificios, después
de haber dejado la bula, se despidieron cortésmente del emperador
y volvieron a Roma. Es posible que, al despedirse, el emperador no
tuviera a mano la traducción de la bula de excomunicación o no hubiera
reflexionado sobre su alcance. Por eso, Constantino IX se vio obligado a
hacer regresar los legados, para discutir en sesión conjunta las cuestiones
de la mencionada bula. Pero parece ser que la discusión no era del gusto
ni del interés del patriarca, que movilizó al pueblo y propuso una sesión
en locales donde los legados papales podían verse personalmente en
peligro. Así fracasó el intento de pacificar los ánimos, y ahora el propio
emperador les sugirió a los legados que se marcharan de Constantinopla,
cuando incluso el pueblo ya había empezado a poner asedio al palacio
imperial. El emperador abandonó toda resistencia y se dejó llevar por los
dictámenes del patriarca Miguel Cerulario: éste había vencido. Lo que
sigue es sólo el epílogo. El domingo 24 de julio de 1054, el patriarca
reunió un sínodo en el cual expuso los acontecimientos a su modo. Los
legados papales fueron descalificados como emisarios de Argyros, y la
bula papal se interpretó como bula de excomunicación contra la Iglesia
ortodoxa. La excomunicación fue devuelta a los legados y a todos sus
sustentadores o comitentes.
Este fue el origen del lamentablemente famoso cisma del año 1054, y se
discute —como hemos dicho— si cuando hubo fallecido el papa León
IX, no habiendo todavía sucesor, tenía validez la excomunicación. En
todo caso creemos que era una ‘amplificatio’, en gran parte ilegítima, del
propio resentimiento de Humberto, aunque, en el núcleo de la cuestión,
DEFINITIVA SEPARACIÓN DE LA IGLESIA DE OCCIDENTE Y LA DE
ORIENTE. CISMA DE FOCIO Y MIGUEL CERULARIO
19
daba en el clavo. En cuanto a la forma, no se dirigía en todo caso contra
la Iglesia ortodoxa como tal, ni siquiera contra su cabeza, el emperador,
sino únicamente contra Miguel Cerulario y contra sus partidarios.
Pero Cerulario tampoco excomulgó la Iglesia romana, sino sólo a los
legados papales y a sus comitentes, que se suponía eran Argyros y
sus secuaces. Pero lo que se pensaba por un lado y otro, era una cosa
muy diferente. Sobre esto no puede haber ninguna duda. En el derecho
formal, no se habían dado actos que permitieran hablar de un cisma
“en toda forma”; pero la vehemencia con la que se habló y actuó era
nueva e inaudita, y el repertorio de mutuos reproches se había ampliado
esencialmente respecto al cisma fociano. Su generalización era grotesca.
La guerra fría entre ambas jerarquías se endurecería. La indignación
prosiguió por ambas partes. Sin embargo, sería falso calificar de
desesperada la situación de entonces. En principio, el gobierno de la
Iglesia de Oriente seguía en manos del emperador, y seguía en pie la
cuestión de si otro emperador, que no fuera el débil Constantino IX, no
tendría que girar de nuevo el timón. Además, todo el mundo en Bizancio
conocía el violento carácter del patriarca y a nadie se le escapaba hasta
qué punto los acontecimientos eran fruto de su vehemente política
personalísima. Y finalmente, no se podía excluir que, con el tiempo,
Roma no emprendiera caminos que no estuvieran ya en la línea subjetiva
y demasiado polémica de Humberto.
Lo cierto es que el pueblo fiel por mucho tiempo no tuvo ninguna noticia
de este cisma, ni la tuvo la historiografía bizantina contemporánea a los
penosos hechos anteriormente descritos.
Como conclusión, hoy en día, después de más de nueve siglos de cisma,
la esperanza en la reconciliación parece más fuerte. Así lo desea el actual
papa Benedicto XVI (2011), pero ya antes Dimitrios I y el papa Juan Pablo
II se habían abrazado en la misma Iglesia romana que custodia la tumba
del príncipe de los apóstoles. De este hecho hemos hecho mención al
principio. Era el 7 de diciembre de 1987, y en tal efeméride firmaron un
significativo documento que contiene expresiones muy significativas:
“Nosotros, el papa Juan Pablo II y el patriarca ecuménico Dimitrios I,
damos gracias a Dios que nos ha permitido reunirnos para rezar juntos
y con los fieles de la Iglesia de Roma, venerable por la memoria de los
20
HISTORIA DE LA IGLESIA
apóstoles Pedro y Pablo, y ocuparnos de la vida de la Iglesia de Cristo y
de su misión en el mundo”.
“Nuestro encuentro es señal de fraternidad entre la Iglesia católica y la
Iglesia ortodoxa. Esta fraternidad, que se ha manifestado en numerosas
ocasiones y bajo formas diferentes, no para de incrementarse y de
producir frutos para la gloria de Dios. Experimentamos de nuevo el gozo
de permanecer juntos como hermanos (Salmo, 133)”.
“Al dar de todo corazón gracias ‘al Padre de las luces, del que viene todo
don perfecto’, pedimos e invitamos a todos los fieles de la Iglesia católica
y de la Iglesia ortodoxa para que intercedan por nosotros ante Dios: que Él
acabe la tarea que empezó entre nosotros. Al hacer nuestras las palabras
de san Pablo os exhortamos: ‘Colmad mi gozo viviendo plenamente de
acuerdo’ (Fil 2, 2). ¡Que el corazón de todos se disponga en todo momento
a recibir la unidad como don que el Señor hace a su Iglesia!... Las iglesias
de Oriente y Occidente, durante siglos han celebrado juntas los concilios
ecuménicos que han proclamado y defendido “la fe transmitida en los
santos una vez por todas” (Judas 3). “Llamados a una sola esperanza”
(Éfeso 4, 4), esperamos el día por Dios querido en el cual será celebrada
la unidad reencontrada en la fe y en el cual será restablecida la plena
comunión mediante una concelebración de la eucaristía del Señor...”
“En estos instantes llenos de gozo, y mientras realizamos la experiencia
de una profunda comunión espiritual que deseamos compartir con los
pastores y fieles tanto de Oriente como de Occidente, elevamos nuestros
corazones hacia Aquel que es la cabeza, el Cristo. De Él el cuerpo recibe
en su total concordia y cohesión gracias a todas las articulaciones que le
sirven según una actividad distribuida a la medida de cada uno. De este
modo, el cuerpo realiza su propio crecimiento. De este modo se edifica él
mismo en el amor (Éfeso 4, 16)”.
“Que sea dada toda la gloria a Dios por Cristo en el Espíritu Santo.
Vaticano, 7 de diciembre de 1987”.
Durante su viaje a Tierra Santa del papa Juan Pablo II, en el mes de
marzo del 2000, se dieron pasos decisivos hacia el esperado reencuentro
de las dos iglesias: la católica y la ortodoxa.
A LA CONQUISTA DE TIERRA SANTA
• El enigma de las cruzadas
• Las órdenes militares y España
• Consecuencias de las cruzadas
La violencia, la coacción y la guerra al servicio de la difusión del reino
de Dios y de la reconquista de Tierra Santa —donde Cristo murió por
todos los hombres, para que así todos fueramos hermanos con Cristo
y entre nostros nos quisiéramos como hermanos— es un monstruoso,
o por lo menos inexplicable, ensamblaje. Equivale a identificar la cruz
con la espada, la vida con la muerte, el amor con el odio. A pesar de
todo, las cruzadas son una realidad que incide en las mismas entrañas
de la historia de la Iglesia. Son una cruda realidad y también un hecho
histórico de primera magnitud, tanto para la civilización cristiana como
para la islámica. Es un hecho tan real como enigmático, el cual muchos
querrían destruir, anihilar o al menos olvidar. Hay que reconocerlo: las
cruzadas han sido muy estudiadas, pero poco comprendidas. Cuando
un Papa (Alejandro II) en el año 1063 concede el perdón de todos los
pecados a aquellos que luchen y, si es necesario, matan sarracenos
que ocupaban la ciudad aragonesa de Barbastro, quiere decir que en la
conciencia colectiva cristiana se ha producido un descalabro o almenos
un profundo cambio. Tal mutación no se ha producido espontáneamente,
sino que es causada por un intrincado tejido de ideas, de cambios de
mentalidad y hechos en constante evolución.
22
HISTORIA DE LA IGLESIA
También en España, y concretamente en Cataluña, se constata uno de los
factores que más influirán en el propio concepto de cruzada: nos referimos
a la nueva actitud que adopta la Iglesia ante la guerra, sobre todo a la
institución llamada ‘tregua de Dios’. Los obispos, en ella, se convierten en
auténticos árbitros de la paz. Más todavía, el mismo papa san León IX es
quien “para liberar la cristiandad” en el año 1049 predica y promueve una
‘guerra santa’ contra los tusculanos (enemigos de la Reforma), y después
él mismo se convierte en guerrero, en una quimérica campaña militar
(‘guerra santa’) contra los normandos usurpadores de las tierras del sur
de Italia propiedad de san Pedro, los cuales lo encarcelarían, y él (el
Papa) tuvo que volver a Roma vencido muy decepcionado y derrotado,
de tal modo que este episodio después le provocó la muerte.
Pero no son los hechos, sino las ideas, las auténticas protagonistas de
este cambio tan radical en la Iglesia. Nace una moral de los caballeros
cristianos que obliga a defender espada en mano a iglesias y cristianos
oprimidos, o a conseguir los lugares sagrados que están en posesión
de los infieles. El “noble” asunto de esta milicia cristiana es bendecido
y magnificado por los más elevados estamentos eclesiásticos, y a la
vez está sobradamente justificado por los contemporáneos mientras
sea de carácter religioso y justiciero. Por ejemplo, durante el pontificado
del antipapa Gregorio VIII (1118-1121), la jerarquía eclesiástica bendijo
las guerras entre cristianos mientras sirvieran para imponer la Reforma
gregoriana. Entraba en la mentalidad cristiana —así se extendió a todo el
orbe cristiano— una campaña militar para imponer definitivamente el reino
de Dios, y a esto contribuye san Bernardo, el gran abad de Claraval. Si
bien es cierto que el origen de las cruzadas se debe buscar en las últimas
décadas del siglo XI, el gran teólogo de las mismas fue san Bernardo.
Tuvieron que pasar casi cincuenta años para que se estructurara de una
manera definitiva el nuevo concepto —con todas sus implicaciones— de
una gran empresa místico-militar de la cristiandad.
Existe multitud de bibliografías sobre las cruzadas. Recordemos, por
ejemplo, el exhaustivo estudio del historiador alemán Mayer. Nosotros no
pretendemos ofrecer una estricta historia de las cruzadas. Probablemente
las cruzadas hayan sido uno de los temas más estudiados por los
historiadores medievalistas. A pesar de ello presentaremos, un simple
elenco de los hechos más importantes para después estudiar —muy
brevemente— el concepto de ‘cruzada’ y su origen.
A LA CONQUISTA DE TIERRA SANTA
23
Tradicionalmente, las cruzadas propiamente dichas —como expediciones
de cristianos contra musulmanes para reconquistar Tierra Santa— se
dividen en ocho campañas entre los años 1096 y 1270. Pero hubo una
cruzada previa a éstas, y fue la proclamada y predicada por el papa Urbano
II en el concilio de Clermont (año 1095). Pedro el Ermitaño consiguió reunir
a muchos campesinos de Orleáns, Champaña y Lorena, los cuales en la
primavera de 1096 iniciaron la marcha hacia Constantinopla. Después
de devastar las regiones del Danubio, llegaron a Anatolia, donde fueron
anihilados por los turcos a Civitot; de este modo acabó la llamada cruzada
popular siendo un gran fracaso en todos los sentidos.
En la primera cruzada, la oficial, tomaron parte el conde Hugo de
Vermandois, Ramón de Tolosa, Godofredo de Bouillon y Bohemond de
Tarento. Todos se reunieron en Constantinopla (1096). Una vez superadas
las diferencias entre latinos y griegos, los cruzados atravesaron el Bósforo,
tomaron Nicea y derrotaron a los turcos en Dorilea. Mientras Balduino,
hermano de Godofredo de Bouillon, establecía el condado de Edessa,
el resto del ejército asediaba Antioquía, que se rindió en junio de 1098.
Finalmente, el 15 de julio de 1099, Jerusalén fue ocupada por los latinos.
Godofredo de Bouillon fue nombrado ‘Defensor del Santo Sepulcro’,
y el territorio ocupado fue organizado como un reino al estilo de las
monarquías feudales de Occidente. Este Estado quedó definitivamente
configurado con la ocupación de la franja costera y la constitución del
condado de Trípoli.
En 1144 el caudillo islámico Zenyí reconquistó Edessa, y en época de
Nûr al-Dîn todo el condado pasó otra vez a manos de los musulmanes.
Esta noticia provocó la segunda cruzada predicada —como ya hemos
indicado anteriormente— por Bernatdo de Claraval (Vézélay, 1146). Fue
organizada por el emperador Conrado III y por el rey de Francia, Luis VII. El
primero fue vencido en Dorilea, y bien que ambos asediaron Damasco, la
cruzada fracasó debido a las disensiones internas cristianas. La debilidad
de la colonización latina del reino de Jerusalén y el fortalecimiento de los
musulmanes en tiempos de Saladino provocó la derrota de Hattin (julio de
1187) y la tristemente célebre caída de Jerusalén tres meses después. La
respuesta de Occidente fue la tercera cruzada predicada por Gregorio VIII
(octubre de 1187) y dirigida por Federico Barbarroja, con Felipe Augusto
de Francia y Ricardo ‘Corazón de León’ de Inglaterra. El primero murió
poco tiempo después de la victoria de Iconium. Los reyes de Inglaterra y
24
HISTORIA DE LA IGLESIA
de Francia ocuparon San Juan de Acre, pero Ricardo ‘Corazón de León’
pactó con Saladino una tregua de tres años que confirmaba el dominio
musulmán sobre Jerusalén, aun así permitía el acceso de peregrinos
cristianos a la Ciudad Santa.
Las otras cruzadas, hasta ocho, o bien acabaron lejos de Tierra Santa
o bien pervirtieron el objetivo que las tres primeras habían tenido. La
discutida cuarta cruzada fue predicada por Inocencio III y organizada
en el año 1201. Pero las exigencias comerciales de Venecia pronto
desviarían la expedición hacia Constantinopla, que fue ocupada; así
se convirtió parte del Oriente y la Grecia bizantina en una serie de
principados feudales. Honorio III predicó una nueva cruzada, la quinta,
que fue dirigida por Jean de Brienne, Andrés de Hungría y Leopoldo VI de
Austria; sólo consiguió un dominio efímero sobre Damiata.
La sexta cruzada, dirigida por Federico II, entonces excomulgado, ocupó
Jerusalén gracias a la alianza con Malik Al Kâmil (1229), pero esta ciudad
fue recuperada de nuevo por los turcos de Hwarizm (1244).
El alma de las dos últimas cruzadas fue san Luis IX de Francia, que fue
encarcelado (1250) tras haber logrado la ocupación de Damiata, y murió
en el asedio de Túnez (1270).
La pugna entre Génova y Venecia, entre los templarios y los hospitalarios,
y entre los diferentes señores feudales, arruinó las últimas posesiones del
Oriente latino. La ocupación de San Juan de Acre, Tiro y Beirut por parte
de Qalawum (1291), selló el fracaso de las cruzadas. Pero la idea pervivió
durante muchos años, y aunque durante la crisis económica de los siglos
XIV y XV se pensó en llevar a cabo alguna, no se pudo materializar de
forma concreta en ninguna nueva expedición a Tierra Santa.
Es difícil concretar el concepto de cruzada. En él interviene una
declaración oficial de la Iglesia. En primer lugar, hay que decir que la
cruzada es una ‘guerra santa’, pero no siempre al revés. Es cierto que
el resorte de una ‘guerra santa’ es la religión; pero será necesario que
la Iglesia le otorgue el caràcter oficial de ‘cruzada’ y que le aplique una
indulgencia para todos los cristianos, o sea los que siendo de esta religión
participan en ella. Además, los cruzados emite un voto que es aceptado
por la Iglesia que tiene unos peculiares efectos en el foro interno eclesial.
A LA CONQUISTA DE TIERRA SANTA
25
También hay que subrayar una nota esencial de la cruzada: la vinculación
con una indulgencia plenaria, o sea, la absolución de todos los pecados.
Por lo tanto, se puede afirmar que las dos características específicas de
cruzada son: la declaración por parte de la Iglesia (papas y concilios)
de que aquella ‘guerra santa’ es cruzada, y el otorgamiento de una
indulgencia a todos aquellos que en ella participen.
El origen de las cruzadas ha sido objeto de muchas discusiones en
el marco de la historiografía moderna. Algunos afirman que la cruzada
es un fenómeno absolutamente nuevo en la civilización cristiana; una
“creación genial de Urbano II”. Para otros autores, la cruzada es el final
de una evolución de guerras santas que los cristianos venían realizando
contra los musulmanes desde el siglo IX. Otros afirman que la cruzada
es la evolución o transformación de las peregrinaciones a Tierra Santa.
Primero eran pacíficas, y después, por motivos de defensa, se volvieron
armadas. Obviamente hay muchas teorías.
A pesar de todo, la verdadera cruzada radica en la espiritualidad de los
‘milites Christi’. Es precisamente san Bernardo quien magistralmente, y
con gran vehemencia, sabe exponer —según el historiador Chenu— que
la mística del amor, en la cruzada, se compagina con la exaltación de
la caballería del siglo XII, así la evolución de la peregrinación en forma
de ‘milicia’ es esencial para entender el origen de este fenómeno que
denominamos cruzada. Urbano II, en una bula dirigida al obispo Bertrán
de Barcelona y a los prohombres de Cataluña en el año 1089, vincula la
“peregrinación penitencial” a Jerusalén con la campaña para restituir el
cristianismo en Tarragona; y lo mismo vemos en un decreto del concilio de
Clermont del año 1095, aunque esta “peregrinación” es armada, es decir,
supone la ‘guerra santa’. La aceptación por parte de la Iglesia de hacer
o apoyar la guerra por motivos religiosos, tiene una intrincada evolución
que se quiere ver desde san Agustín hasta las campañas bélicas contra
los normandos de san León IX, y los principios de san Gregorio VII
anteriormente expuestas. Esta evolución —afirman los partidarios de
esta teoría— culmina en la proclamación de la primera cruzada por el
papa Urbano II y en los enardecidos sermones de san Bernardo.
No entraremos en el controvertido tema de si se puede considerar
cruzada la “reconquista” de los reinos cristianos de la antigua Hispania.
Algunos investigadores —entre ellos el historiador Erdman— afirman
26
HISTORIA DE LA IGLESIA
que hasta el siglo XII no se puede hablar de otra cosa que de guerra
“profana”, y no santa. Pero otros autores —entre ellos, Menéndez Pidal
y Sánchez Albornoz— afirman que la “reconquista” desde su inicio
fue una auténtica ‘guerra santa’ para liberar a los cristianos del yugo
musulmán, defender la Iglesia y extender el Reino de Dios. Estudiando
los textos papales y conciliares de la época, bien se puede afirmar que
la “reconquista hispánica” fue una ‘guerra santa’ e indulgenciada con
las mismas condiciones y privilegios espirituales y temporales que las
tradicionales cruzadas.
Las órdenes militares y España
A raíz de las cruzadas se crearon las famosas órdenes militares, las
cuales representaron la encarnación de los ideales que motivaron estas
descomunales campañas místico-militares. San Bernardo aquí también
tuvo un papel fundamental. Según el abad de Claraval, la máxima
expresión del “miles Christi” es el monje que muere luchando por la
defensa de la fe: “Es un mártir y un atleta de Cristo”, afirma.
Precisamente por requerimiento del fundador de los templarios —que
nacieron en 1118 y que gracias a san Bernardo fueron aprobados en
el concilio de Troyes del año 1128— hacia en el año 1135 Bernardo
compuso el tratado De laude novae militiae. Desde este momento, las
nuevas órdenes militares bebieron de las fuentes de la espiritualidad
cisterciense. Entre las órdenes militares hay que destacar a los
mencionados templarios, los hospitalarios (o de San Juan Bautista, o
caballeros de Rodas o Malta), y los de la orden teutónica; y entre las
españolas: las de Santiago, Alcántara (o Sanjulianistas), Calatrava (o de
san Bernardo), Montesa, San Jorge de Alfama, Santa María de España,
ultra la versión española de las tradicionales órdenes militares (Santo
Sepulcro, templarios, teutónicos y San Juan de Jerusalén). Expondremos
brevemente las órdenes militares españolas.
Santiago “mata-moros” fue el patrono de la orden militar española
más importante. Fue fundada por Fernando II de León el 1 de agosto
de 1170 en Cáceres, para defender esta ciudad contra los almohades
y para ayudarla en sus campañas por tierras de Extremadura. El libro
de la Regla y establecimientos de esta orden, nos describe detalles
interesantes de la organización, e incluso de la orden. El prólogo del
mencionado libro, probablemente escrito en el año 1175, nos dice que
A LA CONQUISTA DE TIERRA SANTA
27
los primeros “freiles” —denominación de los miembros de la orden—
fueron nobles y pecadores tocados por la gracia del Espíritu Santo, y que
gracias a ella se convirtieron. Así fue como decidieron no luchar nunca
más contra los cristianos, abandonando el mundo y viviendo según el
evangelio, luchando por Dios y por el evangelio. Según la mencionada
regla, recibieron la aprobación de los arzobispos de Toledo y de Praga,
y de los obispos de León, Astorga y Zamora, así como la bendición del
cardenal y legado papal Jacinto. La aprobación del Papa la recibieron
el 5 de julio de 1175 (Alejandro III). Aun así, las instituciones de los
‘santiaguistas’ se van concretando en sendos capítulos generales. La
cabeza única era lo “freile maestre”, y éste sólo dependía del Papa, pero
siempre sujeto a las reglas y a los derechos de los freiles. El ‘maestre’
era elegido por el consejo de la orden, constituido por trece freiles
nombrados por el maestre. Cuando éste moría, también debía dimitir
el prior mayor de la orden, previa convocatoria de los electores de un
nuevo ‘freile maestre’. Éste disfrutaba de gran autoridad: se ocupaba
de la disciplina de los “freiles”, los cuales debían pedirle permiso para
asuntos extraordinarios. Por ejemplo, el maestre autorizaba la admisión
o expulsión de los novicios; daba permiso para que los “freiles” se
casaran o se trasladaran a otra orden; nombraba confesores para las
comunidades y para los hijos de los casados; decidía quién tenía que
vivir en conventos y quienes en “encomiendas”. El maestre también era el
caudillo de las campañas militares y el único representante válido de sus
“freiles” en los juzgados. Todos los “freiles” estaban obligados a rezar un
padrenuestro por las intenciones del maestre. Externamente, el maestre
se distinguía de los otros “freiles” por el hábito, en cualquier parte del
cual podía colocar el signo de Santiago. Alrededor del maestre se formó,
ya en el siglo XIII, una auténtica corte constituida por curas, escuderos,
escribanos, mayordomos y siervos palaciegos. Inmediatamente bajo la
jurisdicción del maestre, se encontraban las “encomiendas” mayores, que
correspondían a diferentes reinos de la península. Estas encomiendas
eran gobernadas por los comendadores mayores, los cuales estaban
asistidos en su gobierno por asambleas de comendadores subalternos
que constituían el capítulo del Reino. Ya desde los primeros años del
siglo XIII, la península estaba dividida en cinco encomiendas mayores
(Portugal, León, Castilla, Aragón y Gascuña).
La orden de Alcántara —al principio llamados ‘sanjulianistas’— empezó
como una cofradía de caballeros que tenía como centro neurálgico el
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HISTORIA DE LA IGLESIA
convento de San Julián de Pereiro (cerca de Cinco Villas en la Beira Alta).
Se encuentra documentada en un privilegio real de Fernando II de León,
en el cual Pereiro otorgó el mencionado convento a su fundador, un tal
Gómez. El privilegio tiene fecha de enero de 1176. Aun así, la orden ya
existía alrededor de los años 60 del siglo XII. Alejandro III la aprobó el
29 de noviembre de 1176, y otros papas confirmaron sendos privilegios
reales y episcopales. Se afilió a la orden del Císter, adaptándose su
regla (1190). Durante algunos años (1188-1196) se denominó “orden de
Trujillo”, y en este periodo se extendió por Castilla. Tuvieron conflictos
con los caballeros de Calatrava, hasta que se llegó a un convenio por el
cual los ‘sanjulianistas’ le prometían obediencia al maestre de Calatrava,
comprometiéndose recibirlo como inspector en sus conventos. A cambio
de esto los ‘sanjulianistas’ recibieron todas las posesiones de Calatrava
del reino de León, entre ellas la famosa fortaleza de Alcántara. De aquí
el nombre de la orden. Como contrapartida, el maestre de Alcántara (de
los ‘sanjulianistas’) también tendría voto en la elección del maestre de
Calatrava. El fin principal de la orden era la lucha contra los sarracenos.
Así dieron su apoyo a las campañas extremeñas de Fernando II y de
Alfonso IX, obteniendo los señoríos más allá del de Alcántara, Magacela,
Moron, Cote, Galicia y Murcia. Posteriormente su fin se amplió: se les
encomendó la protección de Extremadura contra los portugueses,
campañas contra Granada y la defensa en Extremadura de los intereses
de la corona castellana. Esta unión de absoluta lealtad a la corona hizo
que quien elegía al maestre fuera el mismo rey, y que los frailes-militares
de Alcántara se convirtieran –signo de adulación al rey– en recaudadores
reales de impuestos. La última actuación militar fue durante la conquista
de Granada (1492).
Los orígenes de Calatrava son muy curiosos. Las crónicas del rey
Sancho III afirman que no pudiendo defender los templarios el Castillo
de “Calatrava la vieja” (Ciudad real), el rey lo ofreció a quien consiguiera
rehusar los embates de los almohades. San Raimon, abad del monasterio
cisterciense de Fitero, influenciado por un monje, Diego Velázquez,
asumió la propuesta real (1158), y con la ayuda de muchos caballeros
toledanos y mercenarios, fortificó el castillo. Más allá de los estímulos
materiales de posesión del castillo, había indulgencias idénticas a las que
se daban a los cruzados. Este colectivo repleto de caballeros, monjes
cistercienses y mercenarios, derivó en una orden militar denominada ‘de
Calatrava’, que aceptó el hábito del Císter y la regla benedictina adaptada
A LA CONQUISTA DE TIERRA SANTA
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a la vida militar. Al morir san Raimon (1160) los frailes-militares rehusaron
al nuevo abad, un tal Rodolfo, y frailes laicos eligieron a un tal García
que no era clérigo. Los monjes-militares no admitieron tal elección y
se retiraron a Ciruelos y a Fitero, pero García obtuvo la protección y la
confirmación del papa Alejandro III (25 de septiembre de 1164). El capítulo
general del Císter también apoyó a García dándole una nueva regla. La
finalidad era la misma que el fin de las otras órdenes militares: luchar
contra los sarracenos, y especialmente contra los almohades situados
entre Andalucía y Toledo. Alfonso VIII les dio numerosos castillos; entre
ellos el de Alarcos. Destacaron en la batalla de las Navas de Tolosa.
Montesa es una orden posterior a las expuestas. Fue fundada por Jaime
II de Aragón-Cataluña en el año 1319, en la villa valenciana de Montesa,
bajo la advocación de Santa María. Al extinguirse los templarios, el 22
de marzo de 1312 el concilio de Vienne dispuso que los bienes de esta
orden pasaran a los caballeros de San Juan de Malta. Pero Fernando
IV de Castilla, Dionisio de Portugal y Jaime II de Aragón y Cataluña se
opusieron a que los bienes de los templarios salieran de España. El
papa Clemente V accedió a la petición de los monarcas. Tras muchas
gestiones, con el apoyo de la orden de Calatrava, se consiguió la erección
de esta nueva orden militar: Montesa. Entre otros cometidos, se ocupó de
defender las puertas de Valencia. Posteriormente se fusionó con la orden
de San Jorge de Alfama.
La orden de San Jorge de Alfama fue fundada por el rey Pedro II de
Aragón y I de Cataluña en el año 1201, concediendo la tierra desértica
de Alfama (junto a Tolosa) a los caballeros Juan de Alemania y Martín
Vidal. Allí se construyó una fortaleza para defenderse de los ataques
de los moros. La regla adaptada fue la de san Agustín. El papa
Gregorio XlII concedió la aprobación canónica el 15 de mayo de 1373.
La orden de Santa María de España también es posterior a las primitivas
órdenes militares. Fue fundada por Alfonso X el Sabio en el año 1272
“a servicio de Dios e a loor de la Virgen Sancta Maria, su Madre” para
luchar por la defensa y la propagación de la fe contra los sarracenos y
contra las naciones que todavía estaban en la “barbarie”. Fue instituida al
estilo de la orden de Calatrava y agregada al Císter. La historia de esta
orden militar fue muy efímera. Sólo tuvo un maestre, Pedro Núñez. En
el año 1280, tras la derrota de Moelín (Granada) en la cual murieron la
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HISTORIA DE LA IGLESIA
práctica totalidad de los frailes-militares de Santa María de España, fue
incorporada a la orden de Santiago.
Consecuencias de las cruzadas
Creemos que es difícil —por no decir imposible— emitir un juicio exhaustivo
sobre las cruzadas y las órdenes militares que nacieron gracias a ellas.
Pero sí podemos aportar algunas reflexiones. En primer lugar, debemos
afirmar que el objetivo principal militar y político de las cruzadas no se
obtuvo, puesto que el reino de Jerusalén, exceptuando un paréntesis
de unos cien años, continuó en manos de los árabes y después de los
turcos, y en la última década del siglo XIII los cristianos ya no tenían
ninguna plaza fuerte en Palestina. A pesar de todo, gracias a ellas se
produjeron otros efectos: las cruzadas frenaron el arrollador impulso de
los turcos que avanzaban contundentemente hacia Occidente; también
las cruzadas y las órdenes militares ofrecieron un apoyo eficiente en la
reconquista española.
Comercialmente, las cruzadas fueron muy beneficiosas para Europa.
Aseguraron durante varios siglos posibilidades de comerciar con Oriente.
En las circunstancias anteriores, hubiera sido impensable que Génova,
Pisa, y especialmente Venecia, desarrollaran un comercio tan activo
como lo hicieron gracias a las cruzadas.
Los pueblos germánicos y escandinavos también se abrieron a nuevos
horizontes. Socialmente, con el progreso de la industria y del comercio y
con la ausencia de los nobles caballeros, se transformaron las condiciones
económicas y la organización de la sociedad; el feudalismo recibió un
golpe fatal, mientras la burguesía es desarrollaba y exigía derechos que
antes —bajo el régimen feudal— eran exclusivos de los nobles y de la
clerecía.
Culturalmente, gracias a las cruzadas, se ensancharon los horizontes
tanto espirituales como materiales; fue una empresa típicamente
europea. Resurgió la curiosidad, y se empezaron a despertar las ciencias;
la geografía logró un gran auge. Así también se desarrolló la náutica,
la medicina, las matemáticas, la astronomía, la literatura y la filosofía,
gracias al beneficioso contacto con la cultura griega de Bizancio y con
los sabios musulmanes y judíos; también las artes se enriquecieron con
nuevas formas e ideas “sublimes”.
A LA CONQUISTA DE TIERRA SANTA
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Espiritualmente, gracias a las cruzadas se hicieron infinitos actos
heroicos de penitencia, de abnegación, de piedad y de fe, hasta morir
dichosamente por Cristo —algunos de los cruzados—; se fomentó la vida
piadosa popular con las indulgencias, con las reliquias de los santos, con
la devoción a la cruz y al calvario, que con el tiempo cristalizaría más
adelante en la práctica del vía crucis, etc... Gracias a las cruzadas se
hicieron grandes limosnas y se crearon admirables obras de beneficencia,
como hospicios, hospitales y otras instituciones de caridad; con la
fundación de las órdenes militares que llevaron el heroísmo al límite de
lo sobrehumano, se desarrolló el espíritu caballeresco y el idealismo
cristiano, que perduraría en muchos caballeros hasta el siglo XVI.
Añadimos, por encima de todo esto, que con las cruzadas se establecieron
vínculos de fraternidad cristiana entre los pueblos europeos y sobre todo
creció la figura del Papa como verdadero guía y líder de la cristiandad,
a la voz del cual se ponían en marcha inmensas multitudes y poderosos
ejércitos, y a veces los mismos reyes...; la Iglesia también se extendió
por todo Oriente, creándose nuevas diócesis, que después darán
nombre a los denominados obispos (u obispados) “in partibus infidelium”;
gracias a las cruzadas volvieron al seno de la Iglesia romana algunos
pueblos orientales separados por el cisma y la herejía, especialmente
los maronitas y los armenios; y aumentó el celo por la conversión de los
infieles, empezando la tarea evangélica por los propios musulmanes de
África y Oriente, y pasando después a los tártaros.
En contraposición al anterior lado luminoso de las cruzadas, no se debe
olvidar la notable ignorancia religiosa y las supersticiones que a menudo
movían los peregrinos a tomar la cruz y dirigirse a la Tierra Santa de
Jesús; la ambición de muchos, los feroces actos de crueldad y salvajismo
cometidos en el camino o en la misma guerra, la inmoralidad reinante
en los ejércitos, etc...; y hay que confesar igualmente que en Europa,
al contactar con Oriente, se produjo una relajación de las costumbres
principalmente entre los señores feudales y en las ricas ciudades
comerciales; se infiltraron ciertos gérmenes de maniqueísmo, que
pulularían entre los cátaros o albigenses, y se empezaría a ver el mundo
y las cosas de un modo más humano, es decir, menos sobrenatural, más
terrenal, lo cual, desarrollándose en un nuevo clima histórico, pudo influir
en los orígenes del Renacimiento y de la edad nueva.
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