La lámpara de Diógenes, revista de filosofía, números 22 y 23, 2011; pp. 113-128. El principio de autonomía en la doctrina del bioderecho1 Erick Valdés Introducción La doctrina del bioderecho enfatiza la importancia de reconocer al ser humano como sujeto de derechos fundamentales tales como autonomía, dignidad, inviolabilidad y vulnerabilidad. A la vez, acentúa una obligación primordial que cada sociedad debería promover: respetar aquellos derechos en un contexto de coexistencia pluralista y democrática. Sin embargo, el bioderecho también reconoce las dificultades para crear la base jurídica de tales derechos y deberes, especialmente en un mundo globalizado, en el cual el desarrollo histórico, los diversos modelos de pensamiento, las diferentes instituciones y fuentes de la ley y la presencia de diversas ideologías en los sistemas legales pueden impedir la oportuna juridificación de principios que complementen procedimentalmente el establecimiento de condiciones, suficientes y necesarias, para considerar a todas las personas como iguales (Zweigert and Kotz, 1977: 57-67). Como Beyleveld y Beonsword (2000: 179-217) han sostenido, “la argumentación legal presupone argumentación moral en todos los casos”.2 Por lo tanto, el bioderecho constituye un puente entre ambos tipos de argumentación, comprendiendo los conflictos jurídicos como conflictos valorativos entre “derechos individuales e intereses colectivos o sociales” (Lenoir, 2000: 21927). En el mismo sentido, Lenoir piensa que las nociones legales tradicionales deben ser reconsideradas. En este sentido, la procedimentación del principio de autonomía, por ejemplo, en el consentimiento informado, implicaría el reconocimiento de dos derechos individuales: el derecho a disponer autónomamente del propio cuerpo y el derecho a la dignidad corporal. En este sentido, por ejemplo, el aborto estaría implicado en el primer derecho, y la experimentación médica y científica estaría implicada en el segundo. La doctrina del bioderecho considera la autonomía individual como uno de sus principios fundamentales, y la vincula de modo importante con la dignidad y vulnerabilidad del ser humano (Rendtorff and Kemp, 2000). Sin embargo, el bioderecho ha entendido la autonomía como una mera capacidad y no como una condición inherente a la naturaleza humana. Este punto es ciertamente un aspecto controversial de la doctrina y necesita clarificación. Por ello, el 113 objetivo de este artículo es criticar la noción de autonomía como capacidad sostenida por la doctrina del bioderecho, demostrando que bajo dicha concepción este principio pierde contenido y se contradice con uno que debería ser su complementario: la dignidad. Esta demostración supondrá una prueba de suficiencia de mi hipótesis y la conclusión de que el principio de autonomía, más allá de ser entendido como una mera capacidad, necesita clarificar su estatuto de derecho inalienable, para lo cual debe interactuar con otros dos principios que aquí llamaremos justicia y pluralismo. Marco teórico del concepto de autonomía Aun cuando el concepto de autonomía hace referencia a un derecho individual, el fundamento de este principio no se encuentra en la esfera legal, sino en la filosófica. Este importante aspecto epistemológico de la autonomía puede ser atendido principalmente desde dos clásicos puntos de vistas teóricos del pensamiento occidental: la teleología aristotélica y la deontología kantiana. Aristóteles desarrolla un acercamiento ontológico al concepto de libertad humana, el cual es replicado en el área de la moralidad. Kant, en cambio, entiende la libertad como una condición de posibilidad de la ética; a saber, como uno de los postulados de la razón práctica. Según Aristóteles (2001) todo ente, incluido el ser humano, tiende a un fin dado por naturaleza. El fin propio del hombre representa el bien más perfecto, esto es, aquél que no es medio para otra cosa sino un fin en sí mismo. Este fin, al cual todo ser humano tiende naturalmente, es la felicidad. Toda acción que se ajuste a la búsqueda de este fin será considerada como una acción moralmente buena. No obstante, dicha acción debe ser ejecutada voluntaria y responsablemente, sólo así dicha acción será un acto virtuoso. Por su parte, la acción que se realiza por constreñimiento o ignorancia, no es un acto autónomo. Esta no es una acción libre ni tampoco moral. De este modo, la autonomía humana se fundamenta en la capacidad racional de actuar acorde a la virtud, única vía para alcanzar la felicidad a la cual todos los seres humanos tienden. Por lo tanto, el fundamento último de la libertad humana es un fundamento heterónomo. Dicho en otras palabras, sólo el hombre virtuoso es libre porque es capaz de ajustar racionalmente su comportamiento a la búsqueda constante de un fin que no se ha propuesto a sí mismo, sino al cual tiende por un designio que lo supera y que pertenece a la estructura metafísica de la realidad. En este sentido, la libertad humana está fundada en un fin a alcanzar y no en un deber que cumplir; a saber, ser libre no es un derecho de cada individuo, sino una posibilidad ontológica incrustada en la tendencia natural que el hombre manifiesta hacia la felicidad, fin último de la realidad y fundamento primero de la vida moral. Por su parte, Kant (2008) no concibe la moral sin libertad. Sin embargo, ésta es una libertad que queda condicionada a la capacidad de autolegislación del ser humano. Esto significa que la posibilidad de ser libre descansa en la facultad que cada individuo tiene de ajustar su comportamiento a leyes uni- 114 versales que son fruto de su propia razón y de la capacidad de autoimponerse obligaciones. Kant resume lo anterior en su doctrina de la autonomía de la voluntad y puede entenderse mejor recurriendo a la primera formulación de su imperativo categórico: “Actúa siempre de tal manera que puedas querer que la máxima de tu acción se transforme, al mismo tiempo, en ley universal”. Lo anterior significa que la voluntad autónoma; esto es, la voluntad capaz de autolegislarse –lo que Kant (2008: 37) llama “buena voluntad”– es aquella capaz de autoimponerse la obligación de ajustar sus máximas a la ley racional, es decir, cumplir con el mandato de la razón, encarnado en el imperativo categórico. Es por esto que, si la voluntad humana representa la capacidad de autodeterminarse mediante principios, una buena voluntad será aquella que, precisamente, adecua sus máximas a la Ley, por mero respeto a ella, sin considerar eventuales consecuencias que emanen de su cumplimiento. De este modo, se actúa moralmente sólo si se es libre. Y ser libre significa actuar de manera incondicionada y categórica, a saber, cumplir el deber de respetar la ley independientemente de las consecuencias que ello implique, aunque éstas sean perjudiciales para nosotros mismos. Por lo tanto, y a modo de ejemplo, el acto de matar no es inmoral por las consecuencias producidas a raíz de su ejercicio, sino porque es imposible que un ser racional sea capaz de querer que tal acción se convierta en una ley para toda la humanidad. De este modo, la libertad llega a ser el fundamento de la ética kantiana, ya que sólo la acción libre es moral. En este sentido, Kant entiende la libertad como uno de los postulados de la razón práctica, ya que si no pudiésemos pensar al ser humano como un ser racional y autónomo que es capaz de autoimponerse leyes y cumplirlas, le estaríamos pidiendo a nuestra voluntad algo imposible: que sea libre. En su segunda formulación del imperativo categórico, Kant (2008: 46) dice: “Obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin, y nunca sólo como un medio”. En otras palabras, Kant reconoce al hombre como fin en sí mismo y como depositario de una dignidad que no debe ser avasallada ni atropellada bajo ningún predicamento. Lo anterior, implica la indiscutible realidad de que todo ente es medio para otro; esto es, instrumento para algo o alguien. Sin embargo, también –y por sobre todo– esta formulación del Imperativo Categórico enfatiza que el hombre siempre constituye un fin en sí mismo; a saber, un sujeto de derechos que no deben ser vulnerados ni violentados, por pensar distinto, tener otro color de piel, profesar otra religión, o provenir de una determinada condición social y económica. De este modo, Kant (2008: 20) nos pone en alerta sobre la igualdad que debería caracterizar a la humanidad, poseedora de similar dignidad. Respetar a la persona, entonces, es respetar la ley racional; aquel mandato proveniente de la razón y de la autonomía de la voluntad. 115 Critica a la autonomía como capacidad La autonomía como capacidad puede ser considerada, fundamentalmente, desde tres puntos de vista: agencia, independencia y racionalidad.3 La agencia significa la conciencia que todo ser humano tiene de desear y querer algo con intención y voluntad, y al mismo tiempo, representa la capacidad de actuar de acuerdo a aquellos deseos. De este modo, la agencia implica la capacidad funcional de darnos cuenta de nuestras inclinaciones y aversiones más allá de una mera respuesta instintiva a determinados estímulos. Esto significa que la agencia requiere un proceso mental en donde ordenamos nuestras impresiones y representaciones en relación con nuestro entendimiento y voluntad. En otras palabras, la agencia implica la capacidad de hacer converger nuestros deseos con nuestras acciones; a saber, la habilidad de hacer planes y proyectos.4 El concepto de agencia, entonces, distingue a los seres humanos de los animales. Aun cuando los animales actúan por deseo, ellos no tienen autoconciencia de sus acciones pues actúan por instinto y sin objetivos posteriores. Esto no quiere decir que las personas nunca actúen impulsivamente, pero sí implica que los seres humanos, a diferencia de los animales, son capaces de actuar conscientemente (Miller, 2004: 246). Por lo tanto, el ser consciente significa tener la capacidad y la oportunidad de ser uno mismo y ser capaz de anticiparse a uno mismo. Estas últimas capacidades representan dos niveles de la autonomía.5 Segundo, la independencia es la ausencia de coerción y de influencias externas, tanto físicas como psicológicas. Por tanto, la independencia no es una capacidad individual sino una posibilidad convencional que puede ser determinada por elementos sociales y ambientales. Los aspectos más importantes de la doctrina del bioderecho tienen relación con esta característica de la autonomía: libertad de expresión, libertad de pensamiento, conciencia y religión, libertad para elegir el propio proyecto de vida, derecho al acceso igualitario a la educación y salud, derecho a la justicia, y derecho a una vida digna, entre otros. En una sola frase podríamos decir: derecho a ser libre. En este sentido, Raz (1986) ha enfatizado el hecho de que, para que las personas puedan ser autónomas, necesitan un número considerable de opciones entre las cuales elegir, pues si no tuvieran aquellas opciones no podrían ejercitar su autonomía en un sentido significativo. Sin embargo, este entendimiento encierra dos riesgos serios para el pluralismo y la tolerancia, a saber, para el bioderecho: relativismo moral y universalismo moral. Expliquemos esto. El respeto por el multiculturalismo debería estar basado en la comunicación y el dialogo. La tarea principal del bioderecho en esta era globalizada debe ser buscar y establecer condiciones plausibles para el dialogo intersubjetivo y formular los fundamentos necesarios para construir, aun cuando pueda parecer utópico, una sociedad tolerante y corresponsable por las acciones de repercusión colectiva. Engelhardt (1996: 80-81) ha llamado “extraños morales” a las personas que tienen diversas concepciones de lo bueno en las sociedades contemporáneas, 116 a saber, aquellos que viven físicamente próximos pero moralmente distantes. En virtud de este diagnóstico, el bioderecho debería enfocar sus esfuerzos en complementar dos aspiraciones, aparentemente irreconciliables, pero igualmente esenciales para crear condiciones adecuadas para la convivencia social: 1. Encontrar fundamentos para leyes morales universalmente aceptadas, y al mismo tiempo, 2. Lograr consolidar el respeto por las diferencias valorativas, las cuales son inherentes al desarrollo cultural. En otras palabras, junto al legítimo derecho a ser diferente, cada sociedad debe consolidar un fundamento moral común, y a la vez, justificar el deber de respetar la diversidad. Por tanto, es importante rechazar el relativismo moral, pero a la vez debemos evitar el absolutismo que subyace en el intento de imponer a todos los miembros de una sociedad plural una única concepción de vida “buena”. El pluralismo, propio de sociedades democráticas y occidentales, no garantiza a priori la tolerancia. No obstante, rechazarlo, según Berlin (1997), implica un acicate al desarrollo de su opuesto natural: la intolerancia. Si se niega la existencia de una diversidad de valores y ponderaciones morales, algunas irreconciliables entre sí, se promueve la posibilidad de imponer al resto de los individuos el conjunto de valores que se considera correcto. En el sentido inverso, suscribir el pluralismo propicia el respeto y comprensión de una legítima diversidad valorativa. Sin embargo, éste no justifica necesariamente el respeto por las ideas, creencias y prácticas distintas o contrarias, y solo en el último tramo del siglo XX se ha constituido como una suerte de exigencia para la reflexión de la filosofía moral contemporánea. Raz (1986: 67ss) señala al respecto que frente a la variada gama de valores que ostenta una sociedad, el pluralismo busca determinar aquellos que deben ser cautelados y promovidos, y aquellos que deben ser, a toda costa, rechazados. Por tanto, la tolerancia es necesaria para la sociedad por dos razones: la diversidad de los individuos y su interés en ejercitar la autonomía. En resumen, es un error concebir la independencia sólo como capacidad, sino que también debe ser entendida como un rasgo que, precisamente, transforma la autonomía en un derecho individual: el derecho a actuar sin coerción e influencias externas arbitrarias. En este sentido, la independencia no sólo implica la capacidad de ejercitarla, sino principalmente significa el derecho que cada ser humano tiene a ser libre y a ser respetado en su condición de agente autónomo e individual. El tercer elemento constitutivo de la autonomía como capacidad es la racionalidad, la cual ha sido caracterizada como una racionalidad de medio a fin, o toma racional de decisiones. Miller BL (2004: 247) ha dicho que la capacidad para tomar decisiones racionales requiere de una persona: (1) Que posea creencias sujetas a estándares de verdad y evidencia; (2) Con la capacidad de reconocer compromisos y de actuar acorde a ellos; (3) Que pueda construir y evaluar decisiones alternativas; (4) Que pueda cambiar sus decisiones y acciones a partir de los cambios 117 en sus creencias y valores; y (5) Que sus creencias y valores produzcan jerarquías de acciones comprometidas. A partir de esta descripción es posible concluir que la racionalidad implica tres capacidades y una posibilidad. Por un lado, tenemos las capacidades de demostrar la plausibilidad de nuestras decisiones, de asumir los compromisos envueltos en esas decisiones y de evaluar y decidir entre diferentes opciones. Por el otro, tenemos la posibilidad de cambiar nuestras creencias y valores, y por tanto, tenemos la posibilidad de cambiar nuestras decisiones y acciones. Pienso que esta caracterización es incompleta, y necesita ser complementada por, al menos, otras tres condiciones de posibilidad, las cuales justificarán su presencia por la fuerza de sus propias implicancias: (1) Responsabilidad; (2) Imparcialidad; y (3) Evaluación de consecuencias. Esto significa que una persona racional debe ser capaz de: 1. Asumir responsabilidades por sus acciones y por sus consecuencias ulteriores; a saber, una persona racional debe estar dispuesta a asumir los efectos adversos que puedan ser causados por sus actos. 2. Tomar decisiones libres de prejuicios y evaluar los actos y sus implicancias, con equidad y justicia. Sólo de esta forma podrán las personas ser capaces de juzgar y proceder con rectitud. De este modo, la imparcialidad implica capacidad pero también la voluntad de actuar de una forma incondicional. 3. Evaluar las eventuales consecuencias que cualquier acción pueda causar. Esta característica implica la capacidad de anticipar y prevenir posibles riesgos y daños asociados a nuestro propio comportamiento y no solamente la capacidad de asumir responsabilidades por nuestros actos. Cada una de estas condiciones de posibilidad debe ser concebida no sólo como una función del agente sino de todos quienes, de una forma u otra, puedan ser afectados por una acción o política particular. Esto significa que los fundamentos de la autonomía individual que hemos descrito no sólo deberían ser integrados a nuestras acciones, sino también a la deliberación de nuestras normas sociales y legales, para así contribuir a un mayor y mejor entendimiento en el espacio público, a una mayor tolerancia y cohesión social basados en el establecimiento no sólo de buenas prácticas y costumbres, sino también, y por sobre todo, en la generación de reglas justas que involucren respeto por todos los seres humanos sin distinción de cualquier tipo. Mi crítica al concepto de racionalidad señala un problema para la doctrina del bioderecho ya que obliga a clarificar si la autonomía implica o no una “independencia substancial y procedimental” (Rendtorff and Kemp, 2000:27). El problema, a su vez, remite a la pregunta de si es acaso posible ser completamente autónomo, esto es, actuar sin determinación foránea y coerción 118 externa. Rendtorff y Kemp (2000: 25) responden enfatizando que debemos entender la autonomía como la mezcla entre decisiones libres e influencias externas, lo cual ciertamente es un error ya que implica una contradicción con el hecho de pensar la autonomía como capacidad. Efectivamente, desde este punto de vista, podríamos afirmar que no existen actos autónomos propiamente tales, ya que nunca se cumpliría el requisito de ausencia de coerción externa. La desigualdad social, las redes de oportunidades, las facilidades y dificultades que dependen directamente de la política pública de un estado, pueden perfectamente considerarse como influencias coercitivas externas que ya determinaron mucho antes y desde siempre la decisión de un individuo. Sin embargo, el bioderecho acierta en erigir como uno de sus valores fundamentales el derecho inalienable a la autonomía individual, el cual está también relacionado con el deber vinculante de respetar la capacidad de autodeterminación y de promover la consolidación de sociedades e instituciones justas en donde los seres humanos puedan desarrollarse como agentes libres de pensamiento, conscientes de sus derechos y respetuosos de sus obligaciones. Esta doctrina, entonces, busca proteger los derechos individuales que conciernen a cada persona como tal, con el motivo de establecer un conjunto de principios universales, los cuales involucran valores supremos que deben ser respetados siempre, en todas partes y sin ningún tipo de distinción y discriminación. En este sentido, el bioderecho representa un marco teórico que, basado en la fragilidad de la vida humana y el poder tecnológico, busca reconocer al ser humano como un agente libre, con dignidad y no precio, pero a la vez, como un individuo altamente vulnerable (Rendtorff and Kemp, 2000). Sin embargo, la autonomía es un derecho individual que es comúnmente confrontado en la práctica con otros principios que tienen un valor teórico equivalente. Enfrentado a este problema, el bioderecho busca, más allá de las tradiciones legislativas y los legados de diferentes países, hacer vinculantes ciertos principios generales, los cuales deberían ser respetados siempre y en todas partes, ya que consagrarían, por un lado, derechos individuales inalienables, y por el otro, deberes sociales indispensables que superan las fronteras creadas por la raza, el credo, la cultura, las tradiciones y las costumbres. Por tanto, el bioderecho es una doctrina principialista ya que implica principios que funcionan, en la práctica, como reglas de aplicación general. Al mismo tiempo, provee algunas bases para exceptuar tal aplicación general si algún caso particular así lo requiere. La autonomía puede ser entendida en el marco de la tradición europea humanista, expresando el valor del respeto por las personas y considerando a los seres humanos como iguales. Sin embargo, de acuerdo con el bioderecho, el mayor fundamento de la autonomía se encuentra en la “actual concepción legal europea de los derechos humanos más que en el derecho natural o el humanismo renacentista” (Rendtorff and Kemp, 2000: 19). Por tanto, la autonomía no es sólo considerada como un concepto teórico sino también como una guía práctica y no puede ser entendida “sin una reflexión que intente 119 formular reglas y principios generales” (Rendtorff y Kemp, 2000: 21). De este modo, el bioderecho entiende la autonomía en cinco sentidos principales: 1) La capacidad de crear ideas y objetivos para la vida, 2) La capacidad de visión moral, “autolegislación” y privacidad, 3) La capacidad de actuar y decidir racionalmente sin coerción, 4) La capacidad de compromiso político y responsabilidad personal, 5) La capacidad del consentimiento informado frente a experimentaciones médicas (Rendtorff y Kemp, 2000: 25). El bioderecho, entonces, concibe la autonomía como una capacidad basada en la subjetividad individual. Esto determina una relación intrínseca entre autonomía, independencia moral y auto-desarrollo. Sin embargo, dicha relación es sólo posible con el establecimiento de ciertas condiciones suficientes y necesarias que permitan el encuentro respetuoso entre diferentes individuos que no necesariamente comparten los mismos valores. Tales condiciones deberían no sólo ser obligaciones morales sino principalmente obligaciones legales. Ya se ha dicho que el bioderecho enfatiza que debemos entender la autonomía como una mezcla entre elecciones libres e influencias externas. Esto se contradice con el hecho de pensar la autonomía como capacidad (Rendtorff and Kemp, 2000: 25). Si la autonomía involucra las capacidades de autolegislación, de tomar decisiones racionales, y de participar políticamente en el espacio público, deberíamos entender, por ejemplo, que los prisioneros en la cárcel han perdido su capacidad de ser libres y no su derecho a serlo. Esto sería un error ya que la definición de autonomía requiere distinguir entre lo que llamaré derechos esenciales (aquellos que nos hacen iguales como individuos) y derechos legales (aquellos que podemos obtener y perder en virtud de méritos y convenciones). Lo anterior hace también necesario profundizar en los conceptos que llamaré igualdad legal e igualdad intrínseca. En el ejemplo citado, los prisioneros han perdido sus derechos legales y, por tanto, no son legalmente iguales a la mayoría. No han perdido, sin embargo, su capacidad de autodeterminación, han perdido su derecho a la autodeterminación. No han perdido la capacidad de participar en política. Simplemente no tienen eventualmente el derecho a esa participación. Intrínsecamente, el prisionero se mantiene igual a los otros individuos, pero legalmente no: ha perdido sus derechos pero no sus capacidades. En otras palabras, los prisioneros no han perdido su capacidad de ser libres. Han perdido su derecho a ser libres. La idea de autonomía como capacidad funciona muy bien si entendemos que hay gente incapaz de autodeterminación como los niños, las personas con discapacidad mental y las personas en estado vegetativo persistente, entre otros. Aun cuando esto todavía es discutido, hay bastante consenso en que esos tipos de personas necesitan ser representadas en sus decisiones pues carecen de la habilidad para decidir por sí mismos. Sin embargo, en el caso de los prisioneros y también en el de las personas raptadas o secuestradas, el 120 asunto cambia radicalmente. En este último caso, las personas no han perdido su capacidad de ser libres ni menos su voluntad de serlo. Ellas han, esencialmente, perdido la capacidad de ejercer el derecho a ser autónomos y libres. La contradicción entre autonomía y dignidad Más allá de las consideraciones teóricas —que son variadas y hasta contradictorias— es importante enfocar el análisis en los aspectos prácticos de la autonomía, y con ello dilucidar cómo es su procedimentalización y aplicación. Revisemos brevemente los principios de respeto por las personas y respeto por la autonomía, los cuales proveen importantes bases procedimentales para el bioderecho. El primero surge con el Informe Belmont (National Commission, 2009). El segundo pertenece a Beauchamp y Childress (2009). El principio de respeto por las personas reconoce que éstas son agentes libres y merecedoras de protección ante el evento de que su autonomía se vea disminuida o ausente. Representa, por un lado, un derecho individual que tiene relación con la capacidad de cada individuo de tomar decisiones y actuar acorde a ellas, y por el otro, implica el deber de respetar esa autonomía. Más aún, este principio implica el reconocimiento explícito de la libertad individual y la capacidad de auto-determinación inherente a cada ser humano. Cuando esa capacidad se encuentra notoriamente reducida, el individuo tiene el derecho de ser representado y sustituido en sus decisiones por alguien expresa y legalmente habilitado para hacerlo. Podemos ver claramente cómo estas dicotomías, por un lado, entre derechos y deberes, y por el otro, entre autonomía individual y paternalismo, son problemas mayores para la deliberación moral y legal, especialmente a la hora de determinar si un principio implica un derecho individual inalienable o un deber universal y vinculante asociado con la supuesta objetividad, por ejemplo, del paternalismo científico y médico. Más aún, en este caso es importante considerar las posibles contradicciones que pueden evidenciarse entre la voluntad individual de los sujetos de investigación y el deber de protegerlos, especialmente cuando su autonomía no coincide con el significado del término “protección.” El Informe Belmont entiende la autonomía en un sentido paternalista. Esto significa que quien determina qué es bueno para un paciente es quien debe supervisar el tratamiento y la investigación. Sin embargo, hay momentos en que este entendimiento no coincide con el del sujeto de investigación o el paciente, generando una dificultad casi insalvable para aplicar el principio como criterio deliberativo en la práctica científica. Beauchamp y Childress (2009: 112-17) argumentan que deberíamos entender la autonomía individual no como un poder absoluto y unilateral, sino como una capacidad o competencia caracterizada por una información detallada, un entendimiento esencial de las cosas y la ausencia de coerción. Sin embargo, la ausencia de coerción es meramente un aspecto procedimental del principio, puesto que, en un nivel práctico, una decisión tomada de manera informada, 121 comprensiva y libre puede ser contradicha por otro agente, ya que esa decisión puede violar otros principios que, en determinado caso, pueden ser de más valor que la autonomía individual. Concebir la autonomía sólo como capacidad también nos revela una contradicción interna en la doctrina del bioderecho, la cual debe ser prontamente reparada. Considerar la autonomía como capacidad no es consistente con entender la dignidad como una condición intrínseca del ser humano. Necesitamos de ciertas habilidades y destrezas para ejercitar la autonomía, pero la autonomía no puede ser justificada sólo desde su ejercicio. De ser así, la corriente paternalista de la bioética y el bioderecho perdería totalmente su sentido, debido a que la capacidad legal de representar a alguien en sus decisiones y elecciones quedaría sin fundamento, pues la autonomía desaparecería con la incapacidad, aun cuando ésta fuera una incapacidad circunstancial. Por lo tanto, la consistencia lógica entre autonomía y dignidad es el resultado de entenderlas como características inherentes de la naturaleza humana, a saber, como derechos inalienables que pertenecen a la misma noción (o idea en el sentido platónico) de humanidad, y no con la capacidad de ser autónomos o valiosos. Ser libre y ser reconocido en nuestra dignidad representa un a priori ontológico y no una capacidad epistemológica, pues ser una persona autónoma y digna no depende de nuestro mérito, condición social, contribución a la sociedad o poder adquisitivo. La relación entre autonomía y dignidad debe estar particularmente basada en la dimensión metafísica del concepto. Somos todos esencialmente iguales ya que compartimos el mismo atributo: la humanidad. Entonces, la dignidad sólo puede ser garantizada en una sociedad democrática que respete y tolere la diversidad moral. Esto implica la extensión de los derechos humanos a la doctrina del bioderecho, especialmente en lo relacionado con los siguientes aspectos: derecho a una vida digna, protección para las personas en sufrimiento, igualdad de condiciones de vida en sociedad y respeto por la dignidad humana en sus dimensiones biológica, psicológica y simbólica. Por tanto, la dignidad no es sólo un derecho sino también una obligación. La dignidad implica una igualdad ontológica entre seres humanos, no una mera convención o un mero aspecto funcional. Ahora bien, existe una clara relación entre el bioderecho y la bioética. Sin embargo, sus significados, alcances y, por tanto, sus naturalezas, difieren. La bioética puede ser definida como “la investigación y práctica, de naturaleza generalmente interdisciplinaria, que busca clarificar o resolver preguntas éticas planteadas por los avances y la aplicación de las ciencias biomédicas y biológicas” (Miller J, 2000: 246). Por su parte, el bioderecho puede ser definido como “la aplicación de principios y prácticas de la bioética en el derecho con las sanciones que la ley contempla” (Kemp, 2000: 69). Sin embargo, podemos encontrar, a lo menos, dos diferencias fundamentales entre el bioderecho y la bioética. La primera diferencia involucra una característica de la cual el bioderecho carece: la transdisciplinariedad. La segunda involucra una característica de la cual la bioética carece: ser una disciplina que provea reglas 122 vinculantes a la moral y a la deliberación legal. Por un lado, el bioderecho no es transdisciplinario ni es una transdisciplina. Esta característica representa una fortaleza de la bioética, pero no es una debilidad del bioderecho. Debido a su naturaleza, la bioética debe ser interdisciplinaria pues está fundada, como ha dicho Kemp, en “la ley como jurisprudencia o las prácticas judiciales por las cuales el ‘common law’ puede ser interpretado y decidido de formas distintas” (Kemp, 2000: 69). De este modo, el bioderecho no es y no debería ser transdisciplinario: “El bioderecho está fundado en la ley como sistema jerárquico de reglas fundadas en una constitución o leyes fundamentales” (Rendtorff and Kemp, 2000: 19). Por su parte, el bioderecho es una disciplina vinculante; a saber, busca establecer obligaciones y sanciones legales. En este sentido, el bioderecho concede gran relevancia al castigo y a la corrección legal de aquellos que desafían principios universales y leyes internacionales. Es claro, entonces, que el bioderecho da cabida completamente a la estructura principialista de bioética. Por lo tanto, aquel no podría ser justificado sin la presencia de otros principios complementarios de la autonomía: integridad y vulnerabilidad (aportados por la misma doctrina) y justicia y pluralismo (agregados en este artículo). Los principios de integridad, vulnerabilidad, justicia y pluralismo La relación entre autonomía e integridad es entendida por el bioderecho como una noción jurídica que implica una coherencia ética entre el sistema legal y la diversidad moral que está presente en el contexto social donde el sistema es aplicado. En este sentido, la integridad implica un entendimiento de la humanidad como una realidad completa pero, a la vez, compuesta por diferentes agentes que deben ser respetados en su diversidad ya que esos agentes (culturas, tradiciones, valores, religiones, concepciones filosóficas y políticas) pertenecen al mismo todo. La integridad también representa, por un lado, el derecho que cada persona tiene a ser respetada en sus dimensiones tanto psicológicas como corporales. Por el otro, representa el deber de respetar a cada individuo en su dignidad. Esto significa que la integridad implica tanto inviolabilidad física como psicológica ya que el ser humano es siempre un fin en sí mismo y no sólo un medio. Los individuos poseen igualdad moral y legal la cual no puede ser externamente intervenida en razón de no violentar su dignidad e integridad. Basándose en la hermenéutica de Ricoeur (1961) y Gadamer (1993), el bioderecho entiende a los seres humanos como falibles y vulnerables. Esta situación se ve actualmente incrementada por la globalización y la biotecnología, las cuales, además de constituir una prueba del poder humano, han develado su fragilidad y vulnerabilidad. En este sentido, reconocerse a sí mismo como vulnerable es también reconocer a los otros en la misma condición. Entonces, ser vulnerable genera el derecho a ser respetado y el deber de respetar al prójimo. Por lo tanto, las regulaciones morales y legales son concebidas para proteger a los seres humanos de otros y del contexto social 123 y natural. El principio de vulnerabilidad implica que el bioderecho busca estabilidad y cohesión social, con el propósito de proteger a aquellos individuos que son más vulnerables. Por eso la ley y la moralidad son necesarias ya que somos vulnerables al crimen, drogas, pobreza, hambruna e injusticia, entre otros. El principio de vulnerabilidad reconoce, y al mismo tiempo, implica, la importancia de buscar el bienestar y evitar, a todo costo, el sufrimiento de los seres humanos.6 En la mayoría de las sociedades democráticas y pluralistas, la idea de justicia implica que todos los seres humanos son libres e iguales y que todos tienen el derecho a vivir en una sociedad justa con libertad y equidad. Rendtorff y Kemp (2000: 27) afirman que: En una sociedad democrática moderna, la idea de justicia presupone que los individuos humanos ‘nacen libres e iguales’ y que las máximas de la libertad y equidad deben ser realizables para cualquiera. De acuerdo a esta concepción, una sociedad justa se desarrolla en un proceso de construcción, donde se supone que agentes autónomos ya han acordado sobre algunos principios comunes de justicia. Esto significa que no hay autonomía sin justicia, y que no hay sociedad justa sin individuos autónomos. La posibilidad de desarrollar una buena vida depende de la posibilidad de ser autónomos y de vivir en una sociedad con instituciones justas (Ricoeur, 1998). Ahora, ¿qué implica una sociedad justa? Primero, implica la posibilidad de poner en práctica nuestros propios valores, sin coerción y dentro de un rango razonable de aplicabilidad que no ofenda ni dañe a otros. Luego, una sociedad justa implica el deber de respetar los valores de otras personas, ya que esos valores provienen de diferentes tradiciones y concepciones que pueden ser tan vulnerables como las nuestras. Más aún, una sociedad justa debe promover la coexistencia respetuosa entre diversas concepciones morales, religiosas y políticas. En este sentido, el bioderecho debe ser reforzado también por un principio de pluralismo que ayude a elucidar un fundamento para leyes universalmente aceptadas, y poder alcanzar la consolidación del respeto por las diferencias axiológicas, las cuales son inherentes a los países democráticos y plurales. Además del legítimo derecho a las diferencias, cada sociedad debe consolidar una base moral y legal común que justifique el debido respeto a aquellas diferencias. Debemos rechazar el relativismo moral, pero al mismo tiempo, debemos rechazar el absolutismo que subyace en los intentos de imponer una concepción de “vida buena” a todos los miembros de la sociedad, que, en nuestra estructura social contemporánea, ya no resulta universalizable. Conclusión En virtud del multiculturalismo y de las variadas concepciones de lo bueno en nuestras sociedades contemporáneas, el bioderecho debe enfocar sus esfuerzos 124 en complementar dos aspiraciones, aparentemente irreconciliables, pero igualmente esenciales para crear condiciones apropiadas de vida social: elucidar una base teórica y procedimental para normas universalmente aceptadas y, a la vez, alcanzar la consolidación del respeto por las diferencias valorativas inherentes a la naturaleza humana. Las personas tienen un deber fundamental que debe ser rápidamente entendido: tratar como parte de una naturaleza humana compartida a aquellos otros que viven de acuerdo con sus propias y diferentes tradiciones y que se incluyen dentro de lo que se considera una diversidad legítima, a saber esa diversidad que nos hace agentes libres, independientes y dignos, pero también socialmente responsables, y poseedores de habilidades comunicativas, tales como tolerancia y respeto por los demás. 125 Notas Artículo inédito, escrito originalmente en inglés como “Autonomy and Human 1 Rights. An Analysis from the Perspective of Biolaw.” Traducción de Pablo Mahu Martínez, revisada y editada por el autor. 2 Para una clara argumentación de esta relación, ver: Lord Hoffman, Airdale NHS Trust v. Bland ( [1993] All ER 821). 3 Esta distinción es compartida por Benn (1988) y Haworth (1986). 4 Esta idea de agencia ya estaba presente en el pensamiento de Tomas de Aquino (2010), especialmente cuando desarrolla la relación entre entendimiento y voluntad. Ver: Vol. II, Prima Pars, qq. 82 to 86 y Vol. III, Prima Secundae, qq. 6 to 21. 5 De acuerdo con Heidegger (2006: 252-55), la autenticidad es una forma de au- tonomía pues consiste en reconocer que somos seres-hacia-la-muerte, la única manera de acceder a la libertad. 6 En este sentido, el principio de vulnerabilidad integra los principios bioéticos de nomaleficencia y beneficencia. 126 Bibliografía Aristóteles (2001) Nicomachean Ethics. The Modern Library, New York. Beauchamp T, Childress J (2009) Principles of Biomedical Ethics, Sixth Edition. Oxford University Press, New York-Oxford. Benn, S. (1988) A Theory of Freedom. Cambridge University Press, Cambridge. Berlin, I (1997) The Proper Study of Mankind. An Anthology of Essays. 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