El principio de autonomía en la doctrina del bioderecho

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La lámpara de Diógenes, revista de filosofía, números 22 y 23, 2011; pp. 113-128.
El principio de autonomía en la
doctrina del bioderecho1
Erick Valdés
Introducción
La doctrina del bioderecho enfatiza la importancia de reconocer al ser humano
como sujeto de derechos fundamentales tales como autonomía, dignidad, inviolabilidad y vulnerabilidad. A la vez, acentúa una obligación primordial que
cada sociedad debería promover: respetar aquellos derechos en un contexto
de coexistencia pluralista y democrática.
Sin embargo, el bioderecho también reconoce las dificultades para crear la
base jurídica de tales derechos y deberes, especialmente en un mundo globalizado, en el cual el desarrollo histórico, los diversos modelos de pensamiento, las diferentes instituciones y fuentes de la ley y la presencia de diversas
ideologías en los sistemas legales pueden impedir la oportuna juridificación
de principios que complementen procedimentalmente el establecimiento de
condiciones, suficientes y necesarias, para considerar a todas las personas
como iguales (Zweigert and Kotz, 1977: 57-67).
Como Beyleveld y Beonsword (2000: 179-217) han sostenido, “la argumentación legal presupone argumentación moral en todos los casos”.2 Por lo
tanto, el bioderecho constituye un puente entre ambos tipos de argumentación, comprendiendo los conflictos jurídicos como conflictos valorativos entre
“derechos individuales e intereses colectivos o sociales” (Lenoir, 2000: 21927). En el mismo sentido, Lenoir piensa que las nociones legales tradicionales
deben ser reconsideradas. En este sentido, la procedimentación del principio
de autonomía, por ejemplo, en el consentimiento informado, implicaría el
reconocimiento de dos derechos individuales: el derecho a disponer autónomamente del propio cuerpo y el derecho a la dignidad corporal. En este
sentido, por ejemplo, el aborto estaría implicado en el primer derecho, y la
experimentación médica y científica estaría implicada en el segundo.
La doctrina del bioderecho considera la autonomía individual como uno de
sus principios fundamentales, y la vincula de modo importante con la dignidad
y vulnerabilidad del ser humano (Rendtorff and Kemp, 2000). Sin embargo, el
bioderecho ha entendido la autonomía como una mera capacidad y no como
una condición inherente a la naturaleza humana. Este punto es ciertamente
un aspecto controversial de la doctrina y necesita clarificación. Por ello, el
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objetivo de este artículo es criticar la noción de autonomía como capacidad
sostenida por la doctrina del bioderecho, demostrando que bajo dicha concepción este principio pierde contenido y se contradice con uno que debería ser
su complementario: la dignidad. Esta demostración supondrá una prueba de
suficiencia de mi hipótesis y la conclusión de que el principio de autonomía,
más allá de ser entendido como una mera capacidad, necesita clarificar su
estatuto de derecho inalienable, para lo cual debe interactuar con otros dos
principios que aquí llamaremos justicia y pluralismo.
Marco teórico del concepto de autonomía
Aun cuando el concepto de autonomía hace referencia a un derecho individual,
el fundamento de este principio no se encuentra en la esfera legal, sino en
la filosófica. Este importante aspecto epistemológico de la autonomía puede
ser atendido principalmente desde dos clásicos puntos de vistas teóricos del
pensamiento occidental: la teleología aristotélica y la deontología kantiana.
Aristóteles desarrolla un acercamiento ontológico al concepto de libertad
humana, el cual es replicado en el área de la moralidad. Kant, en cambio,
entiende la libertad como una condición de posibilidad de la ética; a saber,
como uno de los postulados de la razón práctica.
Según Aristóteles (2001) todo ente, incluido el ser humano, tiende a un
fin dado por naturaleza. El fin propio del hombre representa el bien más perfecto, esto es, aquél que no es medio para otra cosa sino un fin en sí mismo.
Este fin, al cual todo ser humano tiende naturalmente, es la felicidad. Toda
acción que se ajuste a la búsqueda de este fin será considerada como una
acción moralmente buena. No obstante, dicha acción debe ser ejecutada
voluntaria y responsablemente, sólo así dicha acción será un acto virtuoso.
Por su parte, la acción que se realiza por constreñimiento o ignorancia, no
es un acto autónomo. Esta no es una acción libre ni tampoco moral. De este
modo, la autonomía humana se fundamenta en la capacidad racional de actuar
acorde a la virtud, única vía para alcanzar la felicidad a la cual todos los seres
humanos tienden. Por lo tanto, el fundamento último de la libertad humana
es un fundamento heterónomo. Dicho en otras palabras, sólo el hombre virtuoso es libre porque es capaz de ajustar racionalmente su comportamiento
a la búsqueda constante de un fin que no se ha propuesto a sí mismo, sino
al cual tiende por un designio que lo supera y que pertenece a la estructura
metafísica de la realidad. En este sentido, la libertad humana está fundada
en un fin a alcanzar y no en un deber que cumplir; a saber, ser libre no es un
derecho de cada individuo, sino una posibilidad ontológica incrustada en la
tendencia natural que el hombre manifiesta hacia la felicidad, fin último de
la realidad y fundamento primero de la vida moral.
Por su parte, Kant (2008) no concibe la moral sin libertad. Sin embargo,
ésta es una libertad que queda condicionada a la capacidad de autolegislación
del ser humano. Esto significa que la posibilidad de ser libre descansa en la
facultad que cada individuo tiene de ajustar su comportamiento a leyes uni-
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versales que son fruto de su propia razón y de la capacidad de autoimponerse
obligaciones. Kant resume lo anterior en su doctrina de la autonomía de la
voluntad y puede entenderse mejor recurriendo a la primera formulación de
su imperativo categórico: “Actúa siempre de tal manera que puedas querer
que la máxima de tu acción se transforme, al mismo tiempo, en ley universal”.
Lo anterior significa que la voluntad autónoma; esto es, la voluntad capaz
de autolegislarse –lo que Kant (2008: 37) llama “buena voluntad”– es aquella
capaz de autoimponerse la obligación de ajustar sus máximas a la ley racional,
es decir, cumplir con el mandato de la razón, encarnado en el imperativo
categórico. Es por esto que, si la voluntad humana representa la capacidad
de autodeterminarse mediante principios, una buena voluntad será aquella
que, precisamente, adecua sus máximas a la Ley, por mero respeto a ella, sin
considerar eventuales consecuencias que emanen de su cumplimiento. De este
modo, se actúa moralmente sólo si se es libre. Y ser libre significa actuar de
manera incondicionada y categórica, a saber, cumplir el deber de respetar la
ley independientemente de las consecuencias que ello implique, aunque éstas
sean perjudiciales para nosotros mismos. Por lo tanto, y a modo de ejemplo,
el acto de matar no es inmoral por las consecuencias producidas a raíz de su
ejercicio, sino porque es imposible que un ser racional sea capaz de querer
que tal acción se convierta en una ley para toda la humanidad.
De este modo, la libertad llega a ser el fundamento de la ética kantiana,
ya que sólo la acción libre es moral. En este sentido, Kant entiende la libertad
como uno de los postulados de la razón práctica, ya que si no pudiésemos
pensar al ser humano como un ser racional y autónomo que es capaz de autoimponerse leyes y cumplirlas, le estaríamos pidiendo a nuestra voluntad
algo imposible: que sea libre.
En su segunda formulación del imperativo categórico, Kant (2008: 46) dice:
“Obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la
de cualquier otro, siempre como un fin, y nunca sólo como un medio”. En otras
palabras, Kant reconoce al hombre como fin en sí mismo y como depositario de
una dignidad que no debe ser avasallada ni atropellada bajo ningún predicamento. Lo anterior, implica la indiscutible realidad de que todo ente es medio
para otro; esto es, instrumento para algo o alguien. Sin embargo, también –y
por sobre todo– esta formulación del Imperativo Categórico enfatiza que el
hombre siempre constituye un fin en sí mismo; a saber, un sujeto de derechos
que no deben ser vulnerados ni violentados, por pensar distinto, tener otro
color de piel, profesar otra religión, o provenir de una determinada condición
social y económica. De este modo, Kant (2008: 20) nos pone en alerta sobre
la igualdad que debería caracterizar a la humanidad, poseedora de similar
dignidad. Respetar a la persona, entonces, es respetar la ley racional; aquel
mandato proveniente de la razón y de la autonomía de la voluntad.
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Critica a la autonomía como capacidad
La autonomía como capacidad puede ser considerada, fundamentalmente,
desde tres puntos de vista: agencia, independencia y racionalidad.3 La agencia
significa la conciencia que todo ser humano tiene de desear y querer algo con
intención y voluntad, y al mismo tiempo, representa la capacidad de actuar
de acuerdo a aquellos deseos. De este modo, la agencia implica la capacidad
funcional de darnos cuenta de nuestras inclinaciones y aversiones más allá de
una mera respuesta instintiva a determinados estímulos. Esto significa que la
agencia requiere un proceso mental en donde ordenamos nuestras impresiones
y representaciones en relación con nuestro entendimiento y voluntad. En otras
palabras, la agencia implica la capacidad de hacer converger nuestros deseos
con nuestras acciones; a saber, la habilidad de hacer planes y proyectos.4
El concepto de agencia, entonces, distingue a los seres humanos de los
animales. Aun cuando los animales actúan por deseo, ellos no tienen autoconciencia de sus acciones pues actúan por instinto y sin objetivos posteriores.
Esto no quiere decir que las personas nunca actúen impulsivamente, pero sí
implica que los seres humanos, a diferencia de los animales, son capaces de
actuar conscientemente (Miller, 2004: 246). Por lo tanto, el ser consciente
significa tener la capacidad y la oportunidad de ser uno mismo y ser capaz de
anticiparse a uno mismo. Estas últimas capacidades representan dos niveles
de la autonomía.5
Segundo, la independencia es la ausencia de coerción y de influencias
externas, tanto físicas como psicológicas. Por tanto, la independencia no es
una capacidad individual sino una posibilidad convencional que puede ser
determinada por elementos sociales y ambientales. Los aspectos más importantes de la doctrina del bioderecho tienen relación con esta característica
de la autonomía: libertad de expresión, libertad de pensamiento, conciencia
y religión, libertad para elegir el propio proyecto de vida, derecho al acceso
igualitario a la educación y salud, derecho a la justicia, y derecho a una vida
digna, entre otros. En una sola frase podríamos decir: derecho a ser libre. En
este sentido, Raz (1986) ha enfatizado el hecho de que, para que las personas
puedan ser autónomas, necesitan un número considerable de opciones entre
las cuales elegir, pues si no tuvieran aquellas opciones no podrían ejercitar
su autonomía en un sentido significativo.
Sin embargo, este entendimiento encierra dos riesgos serios para el
pluralismo y la tolerancia, a saber, para el bioderecho: relativismo moral y
universalismo moral. Expliquemos esto. El respeto por el multiculturalismo
debería estar basado en la comunicación y el dialogo. La tarea principal del
bioderecho en esta era globalizada debe ser buscar y establecer condiciones
plausibles para el dialogo intersubjetivo y formular los fundamentos necesarios
para construir, aun cuando pueda parecer utópico, una sociedad tolerante y
corresponsable por las acciones de repercusión colectiva.
Engelhardt (1996: 80-81) ha llamado “extraños morales” a las personas que
tienen diversas concepciones de lo bueno en las sociedades contemporáneas,
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a saber, aquellos que viven físicamente próximos pero moralmente distantes.
En virtud de este diagnóstico, el bioderecho debería enfocar sus esfuerzos
en complementar dos aspiraciones, aparentemente irreconciliables, pero
igualmente esenciales para crear condiciones adecuadas para la convivencia
social: 1. Encontrar fundamentos para leyes morales universalmente aceptadas, y al mismo tiempo, 2. Lograr consolidar el respeto por las diferencias
valorativas, las cuales son inherentes al desarrollo cultural. En otras palabras,
junto al legítimo derecho a ser diferente, cada sociedad debe consolidar un
fundamento moral común, y a la vez, justificar el deber de respetar la diversidad. Por tanto, es importante rechazar el relativismo moral, pero a la vez
debemos evitar el absolutismo que subyace en el intento de imponer a todos
los miembros de una sociedad plural una única concepción de vida “buena”.
El pluralismo, propio de sociedades democráticas y occidentales, no garantiza a priori la tolerancia. No obstante, rechazarlo, según Berlin (1997),
implica un acicate al desarrollo de su opuesto natural: la intolerancia. Si se
niega la existencia de una diversidad de valores y ponderaciones morales,
algunas irreconciliables entre sí, se promueve la posibilidad de imponer al
resto de los individuos el conjunto de valores que se considera correcto. En
el sentido inverso, suscribir el pluralismo propicia el respeto y comprensión
de una legítima diversidad valorativa. Sin embargo, éste no justifica necesariamente el respeto por las ideas, creencias y prácticas distintas o contrarias,
y solo en el último tramo del siglo XX se ha constituido como una suerte de
exigencia para la reflexión de la filosofía moral contemporánea. Raz (1986:
67ss) señala al respecto que frente a la variada gama de valores que ostenta una
sociedad, el pluralismo busca determinar aquellos que deben ser cautelados
y promovidos, y aquellos que deben ser, a toda costa, rechazados. Por tanto,
la tolerancia es necesaria para la sociedad por dos razones: la diversidad de
los individuos y su interés en ejercitar la autonomía.
En resumen, es un error concebir la independencia sólo como capacidad,
sino que también debe ser entendida como un rasgo que, precisamente, transforma la autonomía en un derecho individual: el derecho a actuar sin coerción
e influencias externas arbitrarias. En este sentido, la independencia no sólo
implica la capacidad de ejercitarla, sino principalmente significa el derecho
que cada ser humano tiene a ser libre y a ser respetado en su condición de
agente autónomo e individual.
El tercer elemento constitutivo de la autonomía como capacidad es la
racionalidad, la cual ha sido caracterizada como una racionalidad de medio
a fin, o toma racional de decisiones. Miller BL (2004: 247) ha dicho que la
capacidad para tomar decisiones racionales requiere de una persona:
(1) Que posea creencias sujetas a estándares de verdad y evidencia;
(2) Con la capacidad de reconocer compromisos y de actuar acorde a
ellos; (3) Que pueda construir y evaluar decisiones alternativas; (4)
Que pueda cambiar sus decisiones y acciones a partir de los cambios
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en sus creencias y valores; y (5) Que sus creencias y valores produzcan
jerarquías de acciones comprometidas.
A partir de esta descripción es posible concluir que la racionalidad implica
tres capacidades y una posibilidad. Por un lado, tenemos las capacidades de
demostrar la plausibilidad de nuestras decisiones, de asumir los compromisos
envueltos en esas decisiones y de evaluar y decidir entre diferentes opciones.
Por el otro, tenemos la posibilidad de cambiar nuestras creencias y valores, y
por tanto, tenemos la posibilidad de cambiar nuestras decisiones y acciones.
Pienso que esta caracterización es incompleta, y necesita ser complementada
por, al menos, otras tres condiciones de posibilidad, las cuales justificarán
su presencia por la fuerza de sus propias implicancias: (1) Responsabilidad;
(2) Imparcialidad; y (3) Evaluación de consecuencias. Esto significa que una
persona racional debe ser capaz de:
1. Asumir responsabilidades por sus acciones y por sus consecuencias
ulteriores; a saber, una persona racional debe estar dispuesta a asumir
los efectos adversos que puedan ser causados por sus actos.
2. Tomar decisiones libres de prejuicios y evaluar los actos y sus implicancias, con equidad y justicia. Sólo de esta forma podrán las personas ser capaces de juzgar y proceder con rectitud. De este modo, la
imparcialidad implica capacidad pero también la voluntad de actuar
de una forma incondicional.
3. Evaluar las eventuales consecuencias que cualquier acción pueda causar. Esta característica implica la capacidad de anticipar y prevenir
posibles riesgos y daños asociados a nuestro propio comportamiento y
no solamente la capacidad de asumir responsabilidades por nuestros
actos.
Cada una de estas condiciones de posibilidad debe ser concebida no sólo
como una función del agente sino de todos quienes, de una forma u otra,
puedan ser afectados por una acción o política particular. Esto significa que los
fundamentos de la autonomía individual que hemos descrito no sólo deberían
ser integrados a nuestras acciones, sino también a la deliberación de nuestras
normas sociales y legales, para así contribuir a un mayor y mejor entendimiento
en el espacio público, a una mayor tolerancia y cohesión social basados en el
establecimiento no sólo de buenas prácticas y costumbres, sino también, y
por sobre todo, en la generación de reglas justas que involucren respeto por
todos los seres humanos sin distinción de cualquier tipo.
Mi crítica al concepto de racionalidad señala un problema para la doctrina
del bioderecho ya que obliga a clarificar si la autonomía implica o no una
“independencia substancial y procedimental” (Rendtorff and Kemp, 2000:27).
El problema, a su vez, remite a la pregunta de si es acaso posible ser completamente autónomo, esto es, actuar sin determinación foránea y coerción
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externa. Rendtorff y Kemp (2000: 25) responden enfatizando que debemos
entender la autonomía como la mezcla entre decisiones libres e influencias
externas, lo cual ciertamente es un error ya que implica una contradicción
con el hecho de pensar la autonomía como capacidad. Efectivamente, desde
este punto de vista, podríamos afirmar que no existen actos autónomos propiamente tales, ya que nunca se cumpliría el requisito de ausencia de coerción
externa. La desigualdad social, las redes de oportunidades, las facilidades y
dificultades que dependen directamente de la política pública de un estado,
pueden perfectamente considerarse como influencias coercitivas externas que
ya determinaron mucho antes y desde siempre la decisión de un individuo.
Sin embargo, el bioderecho acierta en erigir como uno de sus valores
fundamentales el derecho inalienable a la autonomía individual, el cual está
también relacionado con el deber vinculante de respetar la capacidad de autodeterminación y de promover la consolidación de sociedades e instituciones
justas en donde los seres humanos puedan desarrollarse como agentes libres
de pensamiento, conscientes de sus derechos y respetuosos de sus obligaciones. Esta doctrina, entonces, busca proteger los derechos individuales que
conciernen a cada persona como tal, con el motivo de establecer un conjunto
de principios universales, los cuales involucran valores supremos que deben
ser respetados siempre, en todas partes y sin ningún tipo de distinción y
discriminación. En este sentido, el bioderecho representa un marco teórico
que, basado en la fragilidad de la vida humana y el poder tecnológico, busca
reconocer al ser humano como un agente libre, con dignidad y no precio,
pero a la vez, como un individuo altamente vulnerable (Rendtorff and Kemp,
2000). Sin embargo, la autonomía es un derecho individual que es comúnmente
confrontado en la práctica con otros principios que tienen un valor teórico
equivalente. Enfrentado a este problema, el bioderecho busca, más allá de las
tradiciones legislativas y los legados de diferentes países, hacer vinculantes
ciertos principios generales, los cuales deberían ser respetados siempre y en
todas partes, ya que consagrarían, por un lado, derechos individuales inalienables, y por el otro, deberes sociales indispensables que superan las fronteras
creadas por la raza, el credo, la cultura, las tradiciones y las costumbres. Por
tanto, el bioderecho es una doctrina principialista ya que implica principios
que funcionan, en la práctica, como reglas de aplicación general. Al mismo
tiempo, provee algunas bases para exceptuar tal aplicación general si algún
caso particular así lo requiere.
La autonomía puede ser entendida en el marco de la tradición europea
humanista, expresando el valor del respeto por las personas y considerando a
los seres humanos como iguales. Sin embargo, de acuerdo con el bioderecho,
el mayor fundamento de la autonomía se encuentra en la “actual concepción
legal europea de los derechos humanos más que en el derecho natural o el
humanismo renacentista” (Rendtorff and Kemp, 2000: 19). Por tanto, la autonomía no es sólo considerada como un concepto teórico sino también como
una guía práctica y no puede ser entendida “sin una reflexión que intente
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formular reglas y principios generales” (Rendtorff y Kemp, 2000: 21). De este
modo, el bioderecho entiende la autonomía en cinco sentidos principales:
1) La capacidad de crear ideas y objetivos para la vida, 2) La capacidad de visión moral, “autolegislación” y privacidad, 3) La capacidad
de actuar y decidir racionalmente sin coerción, 4) La capacidad de
compromiso político y responsabilidad personal, 5) La capacidad del
consentimiento informado frente a experimentaciones médicas (Rendtorff y Kemp, 2000: 25).
El bioderecho, entonces, concibe la autonomía como una capacidad basada
en la subjetividad individual. Esto determina una relación intrínseca entre
autonomía, independencia moral y auto-desarrollo. Sin embargo, dicha relación es sólo posible con el establecimiento de ciertas condiciones suficientes
y necesarias que permitan el encuentro respetuoso entre diferentes individuos
que no necesariamente comparten los mismos valores. Tales condiciones
deberían no sólo ser obligaciones morales sino principalmente obligaciones
legales. Ya se ha dicho que el bioderecho enfatiza que debemos entender la
autonomía como una mezcla entre elecciones libres e influencias externas.
Esto se contradice con el hecho de pensar la autonomía como capacidad
(Rendtorff and Kemp, 2000: 25). Si la autonomía involucra las capacidades de
autolegislación, de tomar decisiones racionales, y de participar políticamente
en el espacio público, deberíamos entender, por ejemplo, que los prisioneros
en la cárcel han perdido su capacidad de ser libres y no su derecho a serlo. Esto
sería un error ya que la definición de autonomía requiere distinguir entre lo
que llamaré derechos esenciales (aquellos que nos hacen iguales como individuos) y derechos legales (aquellos que podemos obtener y perder en virtud de
méritos y convenciones). Lo anterior hace también necesario profundizar en
los conceptos que llamaré igualdad legal e igualdad intrínseca. En el ejemplo
citado, los prisioneros han perdido sus derechos legales y, por tanto, no son
legalmente iguales a la mayoría. No han perdido, sin embargo, su capacidad
de autodeterminación, han perdido su derecho a la autodeterminación. No
han perdido la capacidad de participar en política. Simplemente no tienen
eventualmente el derecho a esa participación. Intrínsecamente, el prisionero
se mantiene igual a los otros individuos, pero legalmente no: ha perdido sus
derechos pero no sus capacidades. En otras palabras, los prisioneros no han
perdido su capacidad de ser libres. Han perdido su derecho a ser libres.
La idea de autonomía como capacidad funciona muy bien si entendemos
que hay gente incapaz de autodeterminación como los niños, las personas con
discapacidad mental y las personas en estado vegetativo persistente, entre
otros. Aun cuando esto todavía es discutido, hay bastante consenso en que
esos tipos de personas necesitan ser representadas en sus decisiones pues
carecen de la habilidad para decidir por sí mismos. Sin embargo, en el caso
de los prisioneros y también en el de las personas raptadas o secuestradas, el
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asunto cambia radicalmente. En este último caso, las personas no han perdido
su capacidad de ser libres ni menos su voluntad de serlo. Ellas han, esencialmente, perdido la capacidad de ejercer el derecho a ser autónomos y libres.
La contradicción entre autonomía y dignidad
Más allá de las consideraciones teóricas —que son variadas y hasta contradictorias— es importante enfocar el análisis en los aspectos prácticos de la
autonomía, y con ello dilucidar cómo es su procedimentalización y aplicación.
Revisemos brevemente los principios de respeto por las personas y respeto por
la autonomía, los cuales proveen importantes bases procedimentales para el
bioderecho. El primero surge con el Informe Belmont (National Commission,
2009). El segundo pertenece a Beauchamp y Childress (2009). El principio de
respeto por las personas reconoce que éstas son agentes libres y merecedoras
de protección ante el evento de que su autonomía se vea disminuida o ausente. Representa, por un lado, un derecho individual que tiene relación con la
capacidad de cada individuo de tomar decisiones y actuar acorde a ellas, y por
el otro, implica el deber de respetar esa autonomía. Más aún, este principio
implica el reconocimiento explícito de la libertad individual y la capacidad
de auto-determinación inherente a cada ser humano. Cuando esa capacidad
se encuentra notoriamente reducida, el individuo tiene el derecho de ser
representado y sustituido en sus decisiones por alguien expresa y legalmente
habilitado para hacerlo.
Podemos ver claramente cómo estas dicotomías, por un lado, entre derechos y deberes, y por el otro, entre autonomía individual y paternalismo,
son problemas mayores para la deliberación moral y legal, especialmente a
la hora de determinar si un principio implica un derecho individual inalienable o un deber universal y vinculante asociado con la supuesta objetividad,
por ejemplo, del paternalismo científico y médico. Más aún, en este caso es
importante considerar las posibles contradicciones que pueden evidenciarse
entre la voluntad individual de los sujetos de investigación y el deber de protegerlos, especialmente cuando su autonomía no coincide con el significado
del término “protección.”
El Informe Belmont entiende la autonomía en un sentido paternalista. Esto
significa que quien determina qué es bueno para un paciente es quien debe
supervisar el tratamiento y la investigación. Sin embargo, hay momentos en
que este entendimiento no coincide con el del sujeto de investigación o el
paciente, generando una dificultad casi insalvable para aplicar el principio
como criterio deliberativo en la práctica científica.
Beauchamp y Childress (2009: 112-17) argumentan que deberíamos entender la autonomía individual no como un poder absoluto y unilateral, sino como
una capacidad o competencia caracterizada por una información detallada, un
entendimiento esencial de las cosas y la ausencia de coerción. Sin embargo, la
ausencia de coerción es meramente un aspecto procedimental del principio,
puesto que, en un nivel práctico, una decisión tomada de manera informada,
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comprensiva y libre puede ser contradicha por otro agente, ya que esa decisión
puede violar otros principios que, en determinado caso, pueden ser de más
valor que la autonomía individual.
Concebir la autonomía sólo como capacidad también nos revela una contradicción interna en la doctrina del bioderecho, la cual debe ser prontamente
reparada. Considerar la autonomía como capacidad no es consistente con
entender la dignidad como una condición intrínseca del ser humano. Necesitamos de ciertas habilidades y destrezas para ejercitar la autonomía, pero
la autonomía no puede ser justificada sólo desde su ejercicio. De ser así, la
corriente paternalista de la bioética y el bioderecho perdería totalmente su
sentido, debido a que la capacidad legal de representar a alguien en sus decisiones y elecciones quedaría sin fundamento, pues la autonomía desaparecería
con la incapacidad, aun cuando ésta fuera una incapacidad circunstancial.
Por lo tanto, la consistencia lógica entre autonomía y dignidad es el resultado
de entenderlas como características inherentes de la naturaleza humana, a
saber, como derechos inalienables que pertenecen a la misma noción (o idea
en el sentido platónico) de humanidad, y no con la capacidad de ser autónomos o valiosos. Ser libre y ser reconocido en nuestra dignidad representa un
a priori ontológico y no una capacidad epistemológica, pues ser una persona
autónoma y digna no depende de nuestro mérito, condición social, contribución a la sociedad o poder adquisitivo. La relación entre autonomía y dignidad
debe estar particularmente basada en la dimensión metafísica del concepto.
Somos todos esencialmente iguales ya que compartimos el mismo atributo: la
humanidad. Entonces, la dignidad sólo puede ser garantizada en una sociedad
democrática que respete y tolere la diversidad moral. Esto implica la extensión
de los derechos humanos a la doctrina del bioderecho, especialmente en lo
relacionado con los siguientes aspectos: derecho a una vida digna, protección
para las personas en sufrimiento, igualdad de condiciones de vida en sociedad
y respeto por la dignidad humana en sus dimensiones biológica, psicológica
y simbólica. Por tanto, la dignidad no es sólo un derecho sino también una
obligación. La dignidad implica una igualdad ontológica entre seres humanos,
no una mera convención o un mero aspecto funcional.
Ahora bien, existe una clara relación entre el bioderecho y la bioética. Sin
embargo, sus significados, alcances y, por tanto, sus naturalezas, difieren. La
bioética puede ser definida como “la investigación y práctica, de naturaleza
generalmente interdisciplinaria, que busca clarificar o resolver preguntas
éticas planteadas por los avances y la aplicación de las ciencias biomédicas y
biológicas” (Miller J, 2000: 246). Por su parte, el bioderecho puede ser definido
como “la aplicación de principios y prácticas de la bioética en el derecho con
las sanciones que la ley contempla” (Kemp, 2000: 69). Sin embargo, podemos
encontrar, a lo menos, dos diferencias fundamentales entre el bioderecho y
la bioética. La primera diferencia involucra una característica de la cual el
bioderecho carece: la transdisciplinariedad. La segunda involucra una característica de la cual la bioética carece: ser una disciplina que provea reglas
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vinculantes a la moral y a la deliberación legal. Por un lado, el bioderecho no
es transdisciplinario ni es una transdisciplina. Esta característica representa
una fortaleza de la bioética, pero no es una debilidad del bioderecho. Debido
a su naturaleza, la bioética debe ser interdisciplinaria pues está fundada,
como ha dicho Kemp, en “la ley como jurisprudencia o las prácticas judiciales
por las cuales el ‘common law’ puede ser interpretado y decidido de formas
distintas” (Kemp, 2000: 69). De este modo, el bioderecho no es y no debería
ser transdisciplinario: “El bioderecho está fundado en la ley como sistema
jerárquico de reglas fundadas en una constitución o leyes fundamentales”
(Rendtorff and Kemp, 2000: 19). Por su parte, el bioderecho es una disciplina
vinculante; a saber, busca establecer obligaciones y sanciones legales. En este
sentido, el bioderecho concede gran relevancia al castigo y a la corrección
legal de aquellos que desafían principios universales y leyes internacionales.
Es claro, entonces, que el bioderecho da cabida completamente a la
estructura principialista de bioética. Por lo tanto, aquel no podría ser justificado sin la presencia de otros principios complementarios de la autonomía:
integridad y vulnerabilidad (aportados por la misma doctrina) y justicia y
pluralismo (agregados en este artículo).
Los principios de integridad, vulnerabilidad, justicia y pluralismo
La relación entre autonomía e integridad es entendida por el bioderecho
como una noción jurídica que implica una coherencia ética entre el sistema
legal y la diversidad moral que está presente en el contexto social donde el
sistema es aplicado. En este sentido, la integridad implica un entendimiento
de la humanidad como una realidad completa pero, a la vez, compuesta por
diferentes agentes que deben ser respetados en su diversidad ya que esos
agentes (culturas, tradiciones, valores, religiones, concepciones filosóficas y
políticas) pertenecen al mismo todo.
La integridad también representa, por un lado, el derecho que cada
persona tiene a ser respetada en sus dimensiones tanto psicológicas como
corporales. Por el otro, representa el deber de respetar a cada individuo en
su dignidad. Esto significa que la integridad implica tanto inviolabilidad física
como psicológica ya que el ser humano es siempre un fin en sí mismo y no sólo
un medio. Los individuos poseen igualdad moral y legal la cual no puede ser
externamente intervenida en razón de no violentar su dignidad e integridad.
Basándose en la hermenéutica de Ricoeur (1961) y Gadamer (1993), el
bioderecho entiende a los seres humanos como falibles y vulnerables. Esta
situación se ve actualmente incrementada por la globalización y la biotecnología, las cuales, además de constituir una prueba del poder humano, han
develado su fragilidad y vulnerabilidad. En este sentido, reconocerse a sí
mismo como vulnerable es también reconocer a los otros en la misma condición. Entonces, ser vulnerable genera el derecho a ser respetado y el deber
de respetar al prójimo. Por lo tanto, las regulaciones morales y legales son
concebidas para proteger a los seres humanos de otros y del contexto social
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y natural. El principio de vulnerabilidad implica que el bioderecho busca estabilidad y cohesión social, con el propósito de proteger a aquellos individuos
que son más vulnerables. Por eso la ley y la moralidad son necesarias ya que
somos vulnerables al crimen, drogas, pobreza, hambruna e injusticia, entre
otros. El principio de vulnerabilidad reconoce, y al mismo tiempo, implica,
la importancia de buscar el bienestar y evitar, a todo costo, el sufrimiento
de los seres humanos.6
En la mayoría de las sociedades democráticas y pluralistas, la idea de
justicia implica que todos los seres humanos son libres e iguales y que todos
tienen el derecho a vivir en una sociedad justa con libertad y equidad. Rendtorff y Kemp (2000: 27) afirman que:
En una sociedad democrática moderna, la idea de justicia presupone que
los individuos humanos ‘nacen libres e iguales’ y que las máximas de la
libertad y equidad deben ser realizables para cualquiera. De acuerdo
a esta concepción, una sociedad justa se desarrolla en un proceso de
construcción, donde se supone que agentes autónomos ya han acordado
sobre algunos principios comunes de justicia.
Esto significa que no hay autonomía sin justicia, y que no hay sociedad
justa sin individuos autónomos. La posibilidad de desarrollar una buena vida
depende de la posibilidad de ser autónomos y de vivir en una sociedad con
instituciones justas (Ricoeur, 1998). Ahora, ¿qué implica una sociedad justa?
Primero, implica la posibilidad de poner en práctica nuestros propios valores,
sin coerción y dentro de un rango razonable de aplicabilidad que no ofenda ni
dañe a otros. Luego, una sociedad justa implica el deber de respetar los valores
de otras personas, ya que esos valores provienen de diferentes tradiciones
y concepciones que pueden ser tan vulnerables como las nuestras. Más aún,
una sociedad justa debe promover la coexistencia respetuosa entre diversas
concepciones morales, religiosas y políticas. En este sentido, el bioderecho
debe ser reforzado también por un principio de pluralismo que ayude a elucidar un fundamento para leyes universalmente aceptadas, y poder alcanzar
la consolidación del respeto por las diferencias axiológicas, las cuales son
inherentes a los países democráticos y plurales. Además del legítimo derecho
a las diferencias, cada sociedad debe consolidar una base moral y legal común
que justifique el debido respeto a aquellas diferencias. Debemos rechazar el
relativismo moral, pero al mismo tiempo, debemos rechazar el absolutismo
que subyace en los intentos de imponer una concepción de “vida buena” a
todos los miembros de la sociedad, que, en nuestra estructura social contemporánea, ya no resulta universalizable.
Conclusión
En virtud del multiculturalismo y de las variadas concepciones de lo bueno en
nuestras sociedades contemporáneas, el bioderecho debe enfocar sus esfuerzos
124
en complementar dos aspiraciones, aparentemente irreconciliables, pero igualmente esenciales para crear condiciones apropiadas de vida social: elucidar
una base teórica y procedimental para normas universalmente aceptadas y,
a la vez, alcanzar la consolidación del respeto por las diferencias valorativas
inherentes a la naturaleza humana.
Las personas tienen un deber fundamental que debe ser rápidamente entendido: tratar como parte de una naturaleza humana compartida a aquellos
otros que viven de acuerdo con sus propias y diferentes tradiciones y que se
incluyen dentro de lo que se considera una diversidad legítima, a saber esa
diversidad que nos hace agentes libres, independientes y dignos, pero también
socialmente responsables, y poseedores de habilidades comunicativas, tales
como tolerancia y respeto por los demás.
125
Notas
Artículo inédito, escrito originalmente en inglés como “Autonomy and Human
1
Rights. An Analysis from the Perspective of Biolaw.” Traducción de Pablo Mahu
Martínez, revisada y editada por el autor.
2
Para una clara argumentación de esta relación, ver: Lord Hoffman, Airdale NHS
Trust v. Bland ( [1993] All ER 821).
3
Esta distinción es compartida por Benn (1988) y Haworth (1986).
4
Esta idea de agencia ya estaba presente en el pensamiento de Tomas de Aquino
(2010), especialmente cuando desarrolla la relación entre entendimiento y voluntad. Ver: Vol. II, Prima Pars, qq. 82 to 86 y Vol. III, Prima Secundae, qq. 6 to 21.
5
De acuerdo con Heidegger (2006: 252-55), la autenticidad es una forma de au-
tonomía pues consiste en reconocer que somos seres-hacia-la-muerte, la única
manera de acceder a la libertad.
6
En este sentido, el principio de vulnerabilidad integra los principios bioéticos de
nomaleficencia y beneficencia.
126
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