LA ROSA PÚRPURA DEL CAIRO “El cine es un espejo pintado” Ettore Scola Nada más salir de la pantalla de cine en que se proyecta “La rosa púrpura del Cairo” y escaparse al férreo control de su vida, impuesto por los guionistas de la película, el personaje de Tom Baxter, interpretado por Jeff Daniels pronuncia una frase que es toda una declaración de intenciones y que explica, a mejor que bien, el espíritu de una de las películas más conseguidas, reivindicadas y logradas por ese genio del cine que es Woody Allen: “Quiero vivir. Quiero ser libre para decidir mi destino.” ¡Ahí es nada! “La rosa púrpura del Cairo” (The Purple Rose of Cairo. 1985) comienza con el personaje de Cecilia, una impagable Mia Farrow, que mira extasiada cómo cambian el título de la película de la marquesina de un cine. Y, a continuación, la encontramos en su trabajo como camarera, torpe y distraída, soñadora irredenta, sumergida en un fantasioso mundo de candilejas y estrellas de cine. Estamos en los años 30 norteamericanos, los tiempos de la Gran Depresión. Y la vida real de Cecilia es triste y amarga, con un marido en paro que la chulea y le pega, que se emborracha y la engaña con otras mujeres. Por eso, para Cecilia, el cine no es sólo un divertimento. Es una necesidad. Es la rendija por la que entra un poco de luz a su vida y que le permite, durante un rato, evadirse de la cruel realidad que la atenaza. Por eso, cuando Tom Baxter, un intrépido aventurero, salta de la pantalla a la platea del cine para conocer a Cecilia, la vida de ésta sufre una auténtica convulsión. Después de haber pasado cientos de noches soñando con los apartamentos, áticos y los clubes más selectos de Nueva York, con beber champán en el Copacabana y disfrutar de la existencia de los bon vivants más ricos del país; uno de ellos, guapo y atractivo, se escapa de la pantalla y se enamora de ella. Cecilia, como no puede ser de otra forma, se muestra tan feliz e ilusionada como estupefacta y recelosa. Entonces, Tom le espeta otra frase de antología: “Dime una cosa: ¿cuántas veces se enamora un hombre que sale de una pantalla de una mujer y trata de conquistarla?” A partir de ahí, también es Cecilia la que rompe con el guión de su vida, haciendo locuras, plantándole cara a su marido e, introduciéndose en la pantalla de cine de la que salió Baxter, permitiéndose disfrutar de esa vida de fiesta, lujos y candilejas con la que siempre soñó, aunque la película sea en blanco y negro y, dentro de las botellas de champán haya, en realidad, inofensiva gaseosa. ¡Pero así es el cine! Y ésa es la dialéctica en que se desenvuelve el afilado, ingeniosísimo y delicioso guión de Allen: ¿qué vida es mejor? ¿La falsa y mentirosa, pero alegre y despreocupada que nos cuenta el cine o la real y cierta, aunque triste y dura que hay a este lado de la pantalla? Cuando el escándalo de la fuga de Baxter trasciende, llegan hasta Nueva Jersey el productor de la película, su abogado y el actor que lo interpretó en pantalla. Y comienzan esos diálogos y esas subtramas protagonizadas por secundarios de lujo. Como los demás personajes de “La rosa púrpura de El Cairo” que no han podido escapar de la pantalla. Y que se preguntan: - ¿Cómo serán las cosas fuera de aquí? Y se responden: - Por el aspecto que tienen no creo que lo pasen nada de bien. Dicha réplica le daría la razón, por ejemplo, al filósofo Walter Benjamin, que siempre tuvo muy claro lo importante que sería el cine, y que dejó escrito lo siguiente: “Parecía que nuestros bares, nuestras oficinas, nuestras viviendas amuebladas, nuestras estaciones y fábricas nos aprisionan sin esperanza. Entonces vino el cine y, con la dinamita de sus décimas de segundo, hizo saltar ese mundo carcelario. Y ahora emprendemos entre sus dispersos escombros viajes de aventuras.” La vida de Cecilia sufre una transformación radical. Porque, además de enamorar al personaje de ficción que escapa de la pantalla, también conquistará el corazón del actor que le dio vida. ¡El caos! Como dice uno de los secundarios: “Es el principio de una era. Nuestra industria está a punto de morir. La gente real desea una vida ficticia y los personajes de ficción, una vida real.” Y llegará el momento decisivo, tal y como lo definió Cartier-Bresson. En la vida de todas las personas siempre se producen este tipo de momentos en los que te juegas el todo por el todo, a una sola carta. ¿Qué debe hacer la nueva Cecilia? ¿Quedarse con el Tom de ficción o con el actor que lo interpreta? Duda. Una de las secundarias intenta aportar luz: “Tom es perfecto, pero no es real. ¿De que le sirve ser perfecto si no es real?” Y Cecilia hace su elección. ¿Acertó? ¿Se equivocó? El final de “La rosa púrpura del Cairo” me trajo a la memoria el final de otra película, “El cielo protector”, en la que el mismísimo Paul Bowles, autor del la novela en que está basada, aparecía en un café de Tánger, para sentenciar una historia tan fascinante como contradictoria: “¿En cuántas ocasiones te vendrá a la memoria aquella tarde… una tarde que ha marcado el resto de tu existencia? Una tarde tan importante que ni siquiera puedes concebir el resto de tu existencia sin ella.” El final de la película de Allen es sencillamente portentoso. Porque Cecilia se acordaría muchas, muchas veces de aquella decisión. Pero no sería la única en hacerlo, a buen seguro. De todas las películas que han homenajeado al propio mundo del cine, “La rosa púrpura del Cairo” es una de las que lo han hecho de una forma más inteligente y emocionante. El mito de la pantalla, del otro lado, de superar las barreras y cumplir los sueños, haciéndolos realidad, se materializa en una película fundacional en la carrera de Woody Allen, uno de los cineastas más permeables y sensatos de la historia del cine.