El triángulo de las Bermudas A juzgar por los diarios de navegación de los primeros capitanes españoles, comenzando por Colón, el Triángulo de las Bermudas ha sido siempre una zona de peligro, de misterio, y a menudo incluso de fatalidad . Antes de tocar Tierra en su primer viaje, Colón experimentó ya un anticipo de lo insólito: primero, la visión de las "aguas resplandecientes" de las Bahamas, y luego, de lo que parecía una bola de fuego que dio la vuelta a la nave capitana para hundirse finalmente bajo el mar. La brújula de a bordo sufrió inexplicables perturbaciones. El pánico de los marineros llegó al máximo; incluso se temió un motín. En septiembre de 1494, Colón observó las evoluciones de un "monstruo marino" a la altura de La Española, la isla que hoy se encuentra repartida entre Haití y las República Dominicana. El navegante, según la costumbre de la época, lo interpretó como signo precursor de tempestad, por lo que hizo asegurar las naves. El mismo año, un curioso "torbellino de viento" envió a tres de sus barcos al fondo después de "haberlos hecho dar vueltas como una peonza tres o cuatro veces, sin tormenta ni mala mar". En 1592, durante otra expedición, mientras se encontraba descansando en el puerto de Santo Domingo, sintiendo llegar la tempestad, sugirió al gobernador de La Española, su viejo adversario Bobadilla, que aplazara la partida de sus treinta galeones cargados de oro y plata con destino a la madre patria. El gobernador desoyó olímpicamente la advertencia de Colón con el resultado de que, unos días después, veintiséis de los treinta barcos desaparecían con sus tesoros y sus tripulaciones en la tormenta… Eran las primeras víctimas registradas por la historia, imputables al misterioso Triángulo de las Bermudas. Algunas desapariciones en las Bermudas, entre ellas: La del navío Mary Celeste el 1872. El 1947 se perdió contacto de forma definitiva con un C-45 Superfort del ejército norteamericano a 100 millas de las islas Bermudas. El año 1948, de un cuatrimotor Tudor IV civil con 31 pasajeros a bordo. El mismo año, un DC-3 fue perdido con 32 pasajeros y toda su tripulación. El 1949 desapareció el segundo avión Tudor IV. El 1950 barco americano S.S. Sandra (de 350 pies) se perdió sin dejar rastro. El 1952 el avión de transporte de pasajeros británico York desapareció con sus 33 pasajeros. El navío de la armada norteamericana Constelation, el 1954, con sus 42 tripulantes. Dos años después, el hidroavión Martín P5M, con 10 tripulantes a bordo. El 1963, el barco Reina del Sulpher, también sin dejar rastro. El 1967, el carguero militar YC-122. El 1970, el fletador francés Milton Latrides. El 1972, el barco alemán Anita (de 20.000 toneladas), con 32 tripulantes. El 1997, desaparecieron todos los pasajeros de un yate alemán. Aunque desde mediados del siglo XIX han desaparecido más de 50 barcos y 20 aviones, uno de los casos más significativos fue el del vuelo 19: cinco bombarderos estadounidenses tipo torpedo abandonaron Fort Lauderdale el 5 de diciembre de 1945 en un vuelo de entrenamiento rutinario y con buenas condiciones meteorológicas. Ninguno volvió y tampoco el hidroavión que se envió a buscarlo. También son numerosos los casos de barcos encontrados abandonados con la comida aún caliente en las mesas y aviones que desaparecen sin haber dado ninguna señal de socorro, y todo sin haber encontrado ningún resto. Muchas son las teorías que existen al respecto y que tratan de esclarecer los hechos, por una parte, varios científicos aseguran que la mayoría de las desapariciones han ocurrido fuera de los límites del triángulo y que la ausencia de cuerpos, aviones y barcos se debe a la profundidad de las aguas; por otro lado, hay quienes alegan la existencia de un campo electromagnético proveniente de la Tierra que explicaría el no funcionamiento de las brújulas y el instrumental de vuelo. Otras teorías menos científicas aseguran que las desapariciones se deben a la existencia de una base extraterrestre o a la posibilidad de un agujero espacial/temporal, o que se debe a la legendaria y antigua civilización de la Atlántida, sepultada bajo el mar, con tecnología mucho más avanzada que la nuestra y de la que ya Platón nos constató de su existencia en algunos de sus escritos.