Juicio de gusto y conocimiento

Anuncio
Capítulo v
Juicio de gusto y conocimiento
correcto y la indagación del territorio completo de estas sensa-
Juicio de gusto y conocimiento
ciones de placer y displacer recae exclusivamente en la estética.
v
Kant (CJ, § 1) dice: el juicio de gusto (para diferenciar si algo es
bello o no) no es un juicio de conocimiento, no es lógico sino
estético; pues mediante el mismo no se señala nada del objeto
de la representación, sino cómo se siente afectado el sujeto por la
representación. El sentimiento de placer y displacer, que funda
una muy particular facultad de diferenciación y enjuiciamiento,
no aporta nada al conocimiento. Esto es pues de todos modos
Pero el arte como tal no tiene nada que ver con el juicio de gusto,
pues su tarea es precisamente el conocimiento de las cosas, la
caracterización de aspectos muy determinados en el objeto de
la representación, que justamente no se dejarían caracterizar por
ningún otro medio1.
1. Sentido común estético y sentido común lógico
Como se ha visto en el capítulo anterior, Kant concibe el fundamento del juicio de gusto como un sentido común, entendido como
una facultad natural y constitutiva del gusto. La postulación de tal
facultad, por él llamada sentido común estético (sensus communis aestheticus) (CJ, nota, p. b 160), bien puede considerarse como herencia
del sentido interno de la belleza hutchesoniano. Sin embargo, como he
intentado demostrarlo en el capítulo anterior, la afirmación kantiana de la existencia de dicho sentido común es lógicamente circular,
estéticamente dogmática, y pedagógicamente contraproducente
para la formación del gusto. En consecuencia, para mantener la
diferencia entre los juicios de gusto y los juicios sobre lo agradable,
la única alternativa posible será fundarla en la afirmación radical
de una noción distinta de sentido común, llamada por Kant sentido
común lógico (sensus communis logicus).
239
Desde el punto de vista de Kant, la postulación del sentido común
lógico como fundamento de los juicios de gusto resultaría disparatada por cuanto que aquel no es más que una denominación
impropia del sano entendimiento (der gesunde Verstand) humano,
que se caracteriza por ejercitar las máximas anteriormente mencionadas cuando se aplica a ese inmenso campo de lo controversial
1 Konrad Fiedler, Zur neueren Kunsttheorie, en Schriften zur Kunst, tomo ii,
Wilhelm Fink Verlag, 1991, p. 262.
•
con que se enfrenta la experiencia humana, salvedad hecha del
conocimiento científico, de los principios de la moral pura y de lo
bello. El proceder del sano entendimiento humano es pues traído a cuento por Kant tan sólo como ilustración de la amplitud y
complejidad de una perspectiva que en todos los casos sería algo
todavía por ganar, salvo en el gusto, donde está presupuesta como
posesión a priori que justifica la pretensión de universalidad y necesidad del sentimiento de placer mentado en el juicio de gusto.
A diferencia del sentido común lógico, que procede reflexionando y
sopesando múltiples argumentaciones y puntos de vista, el sentido
común estético no argumenta ni discurre, sino siente, y de ahí que
para Kant el gusto sea el único que con propiedad pueda llamarse
sentido2.
En un contexto tal, y teniendo presente que según mi propuesta
interpretativa el único fundamento aducible para la legitimación
–siempre provisional– del juicio de gusto reside en el ejercicio de
las máximas, podría objetárseme que con ello desaparece la especificidad del juicio de gusto, no ya para diluirlo en un juicio sobre
lo agradable, aunque sí en uno de conocimiento. Y en efecto, Kant
ha afirmado de manera tajante y reiterada que
cuando se juzga objetos meramente según conceptos, entonces
se pierde toda representación de la belleza. Por lo tanto, tampoco puede haber una regla según la cual alguien debiese ser
forzado a reconocer algo como bello (CJ, § 8, b 25).
•
240
Como hemos visto, el alegato kantiano tiene un motivo poderoso
y reiteradamente esgrimido: “de los conceptos no hay tránsito al
sentimiento de placer o displacer” (CJ, § 6, b 18). En consecuencia,
como bien lo afirma Kant, en materia de gusto no tiene sentido
2 En cuanto a los títulos para merecer el nombre de sentido común, Kant ha
concedido la prioridad a la facultad de juzgar estética por sobre la intelectual, precisamente en virtud de que en la primera el sentido común se expresaría en el placer, sin la mediación de la reflexión conceptual, como principio
constitutivo. Por el contrario, dado que la facultad de juzgar intelectual ha
de tener en consideración conceptos, argumentos o puntos de vista, no puede hablarse aquí de sentimiento y el nombre de sentido común es en este caso
figurado, sirve como ilustración de las perspectivas ya contenidas a priori en
el sentido común estético, y opera meramente como principio regulativo de
la actividad reflexionante en casos distintos al del gusto (cfr. CJ, b 160).
Juicio de gusto y conocimiento
Hume es el antecedente más próximo a Kant que ha vinculado
procedimientos equivalentes a lo que éste denomina sentido común
lógico con el gusto. Al respecto, Kant se mostró decididamente escéptico: un crítico ejercitado en las máximas del sentido común
lógico no tendría más éxito que un cocinero que, mediante argumentos, quisiera obtener nuestra aprobación para sus platos:
v
alguno el disputar. Y aunque en principio sí queda abierta la posibilidad de un discutir (cfr., CJ, § 56 y 57), creo no obstante haber demostrado que dentro de su doctrina, tampoco éste tiene un campo
de acción cabalmente asegurado.
Pues yo debo sentir inmediatamente placer ante la representación
del [objeto], y este placer no me puede ser inculcado a través de
ningún argumento. Así, pues, aunque los críticos, como Hume
dice, puedan sutilizar más llamativamente que los cocineros,
tienen sin embargo el mismo destino que éstos. El fundamento
de determinación de su juicio no lo pueden esperar de la fuerza
de los argumentos, sino sólo de la reflexión del sujeto sobre su
propio estado (de placer o displacer), con exclusión de cualquier
precepto o regla (CJ, § 34, b 143).
Así, pues, para los propósitos de mi argumentación en pro de una
vinculación posible entre sentido común lógico y gusto importa
examinar con más detalle la contraposición entre estos dos filósofos.
Siendo el gusto una cuestión de sentimiento, Hume encuentra
que mal podría desconocerse toda plausibilidad al sentir común
que escépticamente afirma la relatividad del gusto. Sin embargo,
también ese mismo sentir común suele distinguir entre buen y
mal gusto. Tal distinción supone, implícita o explícitamente, la
existencia de un parámetro o norma, cuya naturaleza es preciso
dilucidar. Para Hume, la norma del gusto consiste en un elaborado
punto de vista, el de los críticos, que supone un complejo entrenamiento, y que en mi opinión resulta plenamente equiparable al
exigido por el sentido común lógico kantiano que, de ser aplicado al
campo del gusto, no significaría otra cosa que las tareas propias de
su formación. De esta manera, según Hume, ante todo es preciso
desarrollar mediante prácticas continuadas, la agudeza y el refinamiento de los sentidos, normalmente embotados en el común de
241
•
los hombres. Así mismo, un juicio certero acerca de una obra de
arte implica la repetida consideración de la misma desde distintos
ángulos, con el fin de superar el apresuramiento que suele acompañar al primer acercamiento. También se impone el conocimiento
y la comparación de distintas obras del mismo género artístico,
incluso de las procedentes de distintas épocas y naciones. No menos importante es el esfuerzo tendiente a liberarse en lo posible
de los propios prejuicios, para lo cual Hume recomienda intentar
ponerse en la perspectiva de la obra y de su creador. Y por último,
aunque no menos importante, nunca sobraría tener una mínima
práctica en el ejercicio del arte particular al que pertenece la obra
que se juzga.
El llamado “mal gusto”, o gusto no cultivado, carece del conjunto de conocimientos así adquirido, y que conforma la perspectiva
del juez idóneo. Naturalmente que con tales requisitos, “son pocos
los calificados para emitir un juicio sobre cualquier obra de arte
o establecer su propio sentimiento como la norma de la belleza”
(Hume, Of the standard, p. 241). Pero pese a su escaso número, resulta previsible que tales críticos alcancen fácilmente un consenso,
que, según Hume, ha de ser tenido por norma del gusto:
La generalidad de los hombres padece una u otra de estas imperfecciones; de ahí que, incluso en las épocas más refinadas, se
considere al verdadero juez en las bellas artes como un carácter
tan raro: un juicio sólido unido al sentimiento delicado, desarrollado por la práctica, perfeccionado por la comparación, limpio
de todo prejuicio, es el único que puede garantizar a los críticos
su preciado carácter. Y su veredicto unánime, dondequiera que
ellos se encuentren, es la verdadera norma del gusto y la belleza
(op. cit., p. 241).
•
242
Para el presente contexto, el problema que resulta realmente significativo es el que plantean las discusiones en materia de gusto,
no tanto las que ocurren entre cualquier tipo de opiniones, cuanto
entre aquellas que, para emplear términos de Aristóteles, podamos
considerar como opiniones reputadas (endoxa). Tal es el caso de las
discusiones entre los críticos: gracias a su formación, en general
esperaríamos entre ellos fáciles consensos. Sin embargo, suele
suceder que tales opiniones reputadas se enfrenten duramente. En
estos casos, es posible que una buena parte de las diferencias se
Juicio de gusto y conocimiento
Según Hume, también es posible que el consenso entre los críticos
adquiera la forma de principios artísticos más o menos generales. Así, en caso de desavenencias en un asunto particular, si se
demostrase la pertinencia del principio aceptado para tal caso en
cuestión, el contradictor se vería forzado a rectificar su juicio:
v
origine en el hecho de que cada juez esté juzgando aspectos diversos del mismo objeto. Pero entonces, una vez aclarada la diferencia
de perspectiva, la contradicción suele desaparecer3.
Pero cuando le mostramos un principio artístico reconocido;
cuando ilustramos ese principio con ejemplos cuyo funcionamiento, según su propio gusto particular, él reconoce conforme con
el principio; cuando probamos (prove) que el mismo principio
puede ser aplicado al caso presente, en el que no percibió ni sintió su influencia: tras todo ello, él debe concluir (he must conclude,
upon the whole), que la falta está en sí mismo, y que carece de
la delicadeza que es requerida para hacer de él sensible a toda
belleza y toda imperfección en cualquier composición o discurso” (Hume, Of the standard of taste, p. 236; resaltados míos).
El desacuerdo de Kant con la anterior conclusión no se haría esperar: creo que él tiene razón al afirmar que el fundamento de determinación del juicio de gusto no puede ser ningún argumento,
precepto o regla, pues es obvio que el placer no puede ser forzado
por ellos, ni tampoco la retractación de un juicio de gusto puede
ser causada por esa especie de reducción al absurdo del juicio
del adversario. Con todo, como veremos más adelante, no es de
descartar que procedimientos argumentativos, incluso de este tipo
“demostrativo”, pudieran tener como efecto suscitar en el juez una
sospecha acerca de las posibles limitaciones que hayan determinado su propio juicio.
Pero incluso en esta eventualidad, creo que el desacuerdo kantiano
aduciría entonces que estaríamos frente a un asunto relativo a la
formación de un gusto todavía inculto, tarea que para Kant queda
3 Kant asume una posición similar con respecto a las desavenencias que
pueden surgir entre quien juzga un objeto desde el punto de vista de la belleza libre, o de la adherente. Aclarada la diferencia de perspectiva, la desavenencia puede disolverse (cfr. CJ, b 52).
243
•
por fuera de los límites de una crítica del gusto en sentido trascendental. De esta manera, al hecho de que las argumentaciones
no son causa del placer del gusto, se añade su superfluidad, pues
el gusto que es materia de la investigación kantiana se presupone
como ya definitivamente formado, siendo por ello inapelables sus
veredictos.
Ahora bien, empezando por la segunda objeción, razonablemente
podría suponerse que un gusto cabalmente formado, como el que
tiene en mente Kant, se adecúa bastante bien al del crítico humeano. Pero el conflicto se da justamente entre juicios emitidos por
estos críticos. En este punto decisivo, la investigación de Kant se
orienta hacia el descubrimiento de un sentido común estético, cuya
posibilidad sólo puede ser concebida por quien no alberga la menor duda acerca de la corrección de su juicio. Por el contrario, el
procedimiento de Hume se encamina más bien por los senderos
del sentido común lógico:
donde surjan dudas, los hombres no pueden hacer más que lo
que hacen en otras cuestiones disputables cuando son sometidas
al entendimiento: deben producir los mejores argumentos que
su invención les sugiera; deben reconocer la existencia, en alguna parte, de un canon verdadero y decisivo, a saber, existencia
real y cuestión de hecho; y deben tener indulgencia con quienes
difieren de ellos en su invocación de esta norma (Hume, ibid.,
p. 242).
•
244
Si alguien se esfuerza en producir argumentos que sustenten su
juicio de gusto en una controversia tal es porque considera al propio juicio como fundado. Así lo creen los críticos, y su esfuerzo
resultaría absurdo si no presupusieran tanto la existencia, “en alguna parte”, de un canon verdadero, como que su juicio se adapta
a él. De esta manera, tanto en Hume como en Kant está previsto
como posible resultado último el de un conflicto sin solución. Pero
tanto el proceso que antecede a dicho resultado, como el “tono” en
que se lo formula, divergen en uno y otro. En efecto, para el primero de ellos, existe una discusión previa, gracias a la cual en muchas
ocasiones podría disiparse el disenso. Pero incluso si esto no se
lograra, la “indulgencia” recomendada frente a quienes difieren
de la propia invocación de aquella norma alude al hecho de que,
en este caso, no se puede hacer gala de la legítima intransigencia
Llegamos así a la que tal vez sea la más fuerte de las objeciones
kantianas: “de los conceptos no hay tránsito al sentimiento de
placer o displacer”. No obstante, hemos de recordar que la inmediatez del placer sentido frente a la representación del objeto que
llamamos bello, no riñe con la formación del gusto, y antes bien
la presupone. Así, pues, bien podríamos concebir a la argumentación –y en ocasiones incluso a la de tipo demostrativo– como
un elemento posible y también valioso en la formación del gusto.
Gracias a experiencias y procesos personales, dentro de los que
cabe la confrontación argumentativa y eventualmente también incluso algunos prejuicios, formamos nuestro gusto. De esta forma,
podemos afirmar que aunque la discusión no tenga una causalidad
directa e inmediata con respecto al sentimiento de placer que se
expresa en el juicio de gusto, en muchas ocasiones sí puede tener
influjo decisivo en la manera como el gusto se relaciona con sus
objetos. Si Kant hubiese especificado que el tránsito por él negado
fuese tan sólo uno directo o inmediato, su posición tendría que aceptarse. Pero la afirmación de que el gusto sea siempre susceptible de
formación también significa que, gracias a la discusión, éste puede
abrirse a objetos o perspectivas que antes excluía, de forma tal que,
en virtud de tal apertura, éstos últimos también podrían constituirse en ocasión de placeres que estimaríamos como de validez
no meramente privada.
Juicio de gusto y conocimiento
v
propia de las disputas genuinamente demostrativas. Por lo demás,
pese a que el propio juicio se considere como fundado, siempre
queda abierta la posibilidad de que sus limitaciones hayan pasado desapercibidas, lo que no significa otra cosa que, al menos
en teoría, se acepta que el gusto propio siempre es susceptible de
formación. Pero entonces, en este caso, la necesidad de invocar un
sentido común estético como fundamento del propio juicio resulta
inexistente, pues no obstante la convicción sobre su carácter fundado, de allí no se deriva su estimación como veredicto inapelable.
Por el contrario, la “necesidad” que Kant atribuye al juicio de gusto conduce a los contrincantes, desde el comienzo mismo de su
confrontación, a una mutua intransigencia: “En todos los juicios a
través de los que declaramos a algo bello, no permitimos a nadie
ser de otra opinión” (CJ, b 67).
245
•
Pero postular al sentido común lógico, es decir a la discusión que
implican sus tres máximas, como fundamento del juicio de gusto, nos permite además considerar una faceta hasta ahora no
suficientemente atendida de nuestra experiencia estética, y que
parece claramente diferenciable del gusto mismo. En efecto, independientemente del placer que la mera representación formal
de un objeto pueda causarnos, es decir, concomitantemente con
tal placer, o incluso sin él, dicha representación puede ser ocasión
para ensanchar nuestra comprensión del mundo. Particularmente
en el caso de la obra de arte, su naturaleza misma, es decir la intencionalidad que ha precedido su creación y que se expresa en ella,
parece exigir de esa consideración reflexiva propia de la discusión
que considera, sopesa, acata y desecha argumentos, que a veces
también se retracta, y todo ello con relativa independencia tanto
del sentimiento de placer o displacer, como de las posibilidades
de subsunción de la representación del objeto bajo determinados
conceptos.
•
246
La teoría kantiana del gusto se muestra particularmente adecuada
con respecto a la llamada belleza natural, en la medida en que para
la consideración de la forma natural en tanto que eventualmente
bella resulta posible prescindir de toda consideración acerca de su
conformidad-a-fin objetiva, es decir, de lo que haya de ser la cosa en
virtud de la voluntad de quien la causó. Y aunque idéntica perspectiva podría aplicarse a la consideración del objeto artístico, ella
resulta ya limitante si atendemos a lo que en este caso el objeto
mismo parece exigir. En efecto, a diferencia de la belleza natural,
la obra de arte es portadora de un valor expresivo y aunque en ocasiones sea posible dejarlo de lado, por lo general tal abstracción
resulta inadecuada.
Kant ha visto con claridad lo anterior cuando afirma que el juicio
de gusto sobre la belleza artística no puede ser puro: a diferencia
de lo que ocurre con la belleza natural, en el juicio sobre la belleza
artística se entremezclan las exigencias del gusto con las consideraciones acerca de lo que la voluntad creadora –genio– pudo haberse
propuesto como fin al configurar su producto. Ahora bien, lo que
resulta problemático en la teoría estética kantiana es la relación
por ella propuesta entre la belleza y el arte.
Influido por la producción de la plástica y la pintura de finales del
siglo xix –que en este respecto suele ser bastante explícita–, Konrad Fiedler ha caracterizado los propósitos de la voluntad artística
como conocimiento. En el epígrafe que encabeza el presente capítulo, y como si se tratase de un contrapunto con la doctrina kantiana
acerca de la belleza natural, establece no sólo una diferenciación
sino la mutua exclusión entre los valores del gusto y las pretensiones cognoscitivas que se expresarían en la obra de arte: “el arte
como tal –afirma Fiedler– no tiene nada que ver con el juicio de
gusto, pues su tarea es precisamente el conocimiento de las cosas,
la caracterización de aspectos muy determinados en el objeto de
la representación, que justamente no se dejarían caracterizar por
ningún otro medio”. La declaración me resulta injustificadamente
exagerada, y en esa medida incorrecta, no sólo por considerar que
la perspectiva del gusto es necesariamente ajena a la naturaleza
de la obra de arte, sino porque negaría el carácter de obra de arte
para una gran cantidad de objetos que no obstante solemos calificar como artísticos y que fueron producidos precisamente para el
gusto.
4 Cfr. J.J. Winckelmann, Geschichte der Kunst des Altertums, Parte i, Capítulo
iv: “Von dem Wesentlichen der Kunst”, Verlag Lothar Borowsky, Múnich,
p. 135 y ss.
Juicio de gusto y conocimiento
v
El neoclasicismo contemporáneo a Kant establecía una vinculación
indisoluble entre ambos términos. Así, por ejemplo, para Winckelmann la “esencia del arte” no es otra que la belleza4, y su realización paradigmática había de encontrarse en las producciones
de la Grecia clásica. Y aunque en pueblos distintos al griego –los
egipcios, los etruscos o, incluso, los modernos– pueda encontrarse
arte, su inferior calidad se explica como inhibición, interrupción o
desviación de la tendencia hacia la belleza, que siempre se constituye como característica esencial del arte. En lo que a Kant se refiere,
no es seguro que tal relación pueda afirmarse como necesaria. En
tal sentido, llama la atención la precaución de sus referencias que
siempre acompañan al sustantivo arte del calificativo bello, con
lo que quizás podría estar dando a entender que él contemplaba
la posibilidad de un arte no bello (que no tendría que ser necesariamente arte feo). Con todo, y excepción hecha de lo sublime, su
doctrina se limita con exclusividad al arte bello.
247
•
Pero debidamente matizada, de la declaración fiedleriana podemos extraer interesante materia de reflexión. Fiedler afirma que la
voluntad de expresión sin la cual no puede concebirse la obra de
arte, ha de ser entendida como un tipo de conocimiento específico
del mundo, no equiparable ni sustituible por ningún otro tipo de
conocimiento. Ahora bien, que la obra de arte se pretenda como
“conocimiento” sui géneris del mundo, o que la recepción de la misma también haya de serlo, constituyen asuntos que sobrepasan en
mucho las pretensiones y posibilidades que ofrece un mero juicio
de gusto. Pero así mismo, es posible que el sentido común lógico,
con su constitución argumentativa ampliada al máximo, resulte
ser el instrumento más adecuado tanto para la valoración como
para la lectura de un tal conocimiento, supuestamente expresado
en la obra de arte.
Por su parte, pese a que Kant supo distinguir los valores expresivos
(o del genio) de los valores estéticos (o del gusto), y pese a que siempre
consideró que ambos deben combinarse en una obra de arte bello,
también subordinó los primeros a los segundos. Al hacerlo era fiel
a las exigencias del arte bello y con ello también quizás pensaba
en salvaguardar la comunicabilidad propia del juicio de gusto. En
efecto, una obra de arte puramente expresiva no apelaría, para su
juicio, al sentido común estético que se supone como fundamento a
priori de su universal comunicabilidad. Pero si además en este caso
presumiblemente tampoco se dan las relaciones entre intuiciones
y concepto propias de los juicios de conocimiento, entonces tampoco se cumplirían aquí las condiciones para su comunicabilidad.
Ahora bien, todo esto ocurre precisamente en el arte no bello.
•
248
Me propongo ahora abordar con algún detalle la problemática
anterior. Para ello, en la exposición que sigue me serviré de tres
ejes argumentativos: en primer lugar, me propongo mostrar que
pese al ensanchamiento que supone la CJ en lo que a la concepción
del conocimiento se refiere, en él no cabe el tipo de conocimiento
que podría atribuirse a una obra de arte. En segundo lugar, quiero
explorar las razones que podrían haber llevado a Kant a intentar
mantener unidos los valores estéticos y los valores teóricos en su
noción de arte bello, lo que supone en él una clara conciencia acerca de su diferencia. Creo que tres tipos de razones, casi siempre
interrelacionadas, podrían dar cuenta de este empeño. Unas que
Juicio de gusto y conocimiento
v
llamaré “plásticas”, y que se refieren a lo que Kant estima como
requisitos técnicos indispensables para la configuración de la obra
de arte. Otras son razones que podrían denominarse “estéticas”, y
atienden a la preservación de la recepción de la obra como evento placentero. Finalmente, las razones “lógicas” en virtud de las
cuales se garantizaría la universal comunicabilidad de los juicios
estéticos sobre la obra de arte. Por último, con mi exposición quiero mostrar que pese a las anteriores razones, en la obra de arte
no sólo es posible desvincular los valores estéticos de los valores
teóricos por Kant reconocidos, sino que estos últimos pueden ser
estimados como un tipo específico de conocimiento. El propio
Kant ofrece un buen ejemplo de ello con su teoría del símbolo,
si bien para la comunicabilidad de este conocimiento es preciso
abandonar definitivamente la noción de un sentido común estético
como fundamento de la misma, para reemplazarla por la noción
del sentido común lógico.
2. Conocimiento determinante y conocimiento reflexionante
Hemos visto en la Crítica de la razón pura que la naturaleza entera, como el compendio de todos los objetos de la experiencia,
constituye un sistema según leyes trascendentales, a saber,
aquellas que el entendimiento mismo da a priori (a saber para
fenómenos, en cuanto que ellos, enlazados en una conciencia,
deben constituir experiencia). Pero precisamente por ello, también la experiencia, en tanto que sea posible considerarla en
general como objetiva, debe constituir (en la idea) un sistema de
conocimientos empíricos posibles, según leyes tanto universales
como particulares (CJ, Primera Introducción, p. 13).
Resulta útil esbozar aunque sea de manera muy general la concepción kantiana del conocimiento, con miras a contrastarla con el
tipo de conocimiento a que puede aspirar una producción artística
relativamente indiferente a las exigencias del gusto, es decir al
valor de la belleza. En la anterior cita, Kant expone sucintamente
su concepción del conocimiento. En ella establece un par de distinciones importantes: la primera, entre leyes trascendentales y leyes
empíricas; la segunda, entre leyes universales y leyes particulares. Bajo
esta última pueden caber tanto las leyes trascendentales como las
empíricas; en efecto, con respecto a las leyes trascendentales, derivadas en último término de los conceptos puros del entendimiento,
249
•
dice Kant que han sido objeto de estudio en la Crítica de la razón
pura. En principio, y en cuanto que condición de posibilidad de
toda experiencia, ellas son universales; sin embargo, las “analogías
de la experiencia” bien podrían significar una cierta “particularización” de dichas leyes trascendentales universales, con miras a
su aplicación específica a la materia, aunque sin perder su carácter
trascendental. Tal particularización es el objeto del tratado kantiano que lleva por título Principios metafísicos de la ciencia de la
naturaleza.
La noción de la naturaleza como un sistema se deriva de todas
estas leyes trascendentales, sean universales o particulares. No
obstante, ellas solas no bastan para dar cuenta cabal de la complejidad de “la naturaleza entera”, y en consecuencia son insuficientes para la plena constitución de ésta como sistema. En efecto, las
leyes trascendentales dejan por fuera de su alcance una infinidad
de formas y relaciones naturales, sin cuya inclusión mal podría
pensarse la naturaleza como sistema. De allí se deriva la necesidad
de una investigación que reduzca toda esa variedad a una unidad
formulada tanto en leyes empíricas, como en un sistema de éstas. El
establecimiento de las condiciones de posibilidad –también trascendentales– tanto de las leyes empíricas, como del sistema de las
mismas, constituye una de las innovaciones “lógicas” de la CJ con
respecto a la Crítica de la razón pura5 .
•
250
El vínculo entre las leyes trascendentales y las empíricas parece
residir en que ambas son producto de la facultad de juzgar, que
puede llevar a cabo su actividad ya sea de manera determinante –en
cuyo caso la representación se subsume bajo un concepto dado–,
ya reflexionante. La actividad propia de la reflexión consiste en
“comparar y mantener representaciones dadas, sea con otras sea
5 “Pero en su legislación trascendental de la naturaleza, el entendimiento
hace abstracción de toda multiplicidad de las posibles leyes empíricas; en
ella sólo trae a consideración las condiciones de la posibilidad de una experiencia en general, según su forma. En él no se puede encontrar entonces aquel
principio de afinidad de las leyes naturales particulares. Sólo la facultad de
juzgar, a la que corresponde someter las leyes particulares –también en lo
que ellas tienen de diferente bajo las mismas leyes universales de la naturaleza– bajo leyes más altas si bien siempre empíricas, ha de poner por fundamento de su proceder un principio tal” (CJ, Primera Introducción, iv, p. 15).
Juicio de gusto y conocimiento
v
con su facultad de conocimiento, con relación a un concepto posible a
través de ello” (Primera Introducción, v, p. 16; resaltado mío). Resultados de esta actividad podrían ser el establecimiento de conceptos
genéricos, o también proposiciones de tipo inductivo. En el caso de
las leyes trascendentales, la actividad del juicio es determinante,
por cuanto que los principios y conceptos que se hallan en la base
de tales leyes están dados a priori. En el ámbito de la investigación
empírica resultan posibles ambas direcciones, aunque en el presente contexto es la reflexión la que más nos interesa.
Según Kant, la actividad reflexionante requiere de un principio,
o si se quiere, implica un presupuesto, a saber, “que para todas
las cosas naturales pueden encontrarse determinados conceptos
empíricos, lo cual quiere decir tanto como que siempre se puede
presuponer en sus productos una forma que es posible según leyes generales, conocibles para nosotros” (Primera Introducción, v, p.
17). En otras palabras, la reflexión sólo resulta posible si presupone
una constitución de la naturaleza, en virtud de la cual la heterogeneidad que le es propia es reductible a la unidad de las leyes
empíricas, con lo que dicha constitución –cuasi ontológica– sería
idónea con respecto a las necesidades lógico-sistemáticas del conocimiento humano:
La forma lógica de un sistema consiste simplemente en la división de conceptos universales dados (como lo es aquí el de
una naturaleza en general), mediante lo cual se piensa, según
un cierto principio, lo particular (aquí lo empírico) con su diversidad, como contenido bajo lo universal. Para ello resulta pertinente, cuando se procede empíricamente y se asciende de lo particular a lo universal, una clasificación de lo diverso, es decir, una
comparación de varias clases, cada una de las cuales está bajo un
concepto determinado, y cuando ellas están completas según su
característica común, su subsunción bajo clases superiores (géneros) hasta llegar al concepto que contiene en sí al principio de
toda clasificación (y que constituye el género supremo). Si por el
contrario se empieza por el concepto universal para descender
al particular mediante una división completa, entonces la acción
se denomina especificación de lo diverso bajo un concepto dado,
puesto que se avanza desde el género supremo hacia otros inferiores (subgéneros o especies) y desde especies a subespecies. Se
expresa uno más correctamente si, en lugar de decir (como en el
251
•
uso común del lenguaje) que se tiene que especificar lo particular que está bajo algo universal, se dice, mejor, que se especifica el
concepto universal, en cuanto se detalla lo diverso bajo él. Pues el
género es (lógicamente considerado), por así decir, la materia o
el sustrato bruto que la naturaleza, mediante numerosas determinaciones, elabora en particulares especies y subespecies, y así
puede decirse que la naturaleza se especifica a sí misma según un
cierto principio (o según la idea de un sistema), por analogía con
el uso de esta palabra entre los juristas, cuando hablan de la especificación de ciertas materias brutas (CJ, Primera Introducción,
v, p. 19 y s.).
Así, pues, la actividad lógica reflexionante, cuyo producto son las
leyes y generalizaciones empíricas en general, ha de ser considerada como una clasificación que partiendo de la diversidad empírica
dada, compara individuos y clases, buscando su reducción a clases
o géneros comunes superiores. Pero para que esta actividad tenga
un sentido, ha de presuponerse un principio –que es metafísico
para la lógica tradicional, pero sólo trascendental para Kant– según
el cual la naturaleza se especifica desde el género universal hacia la
diversidad de especies e individuos. Dicho en otras palabras, en su
actividad lógico cognoscitiva, el juicio reflexionante requiere del
supuesto de una naturaleza conforme-a-fin, fin que aquí consiste en
que gracias a su estructura de especificación, la naturaleza resulta
apta para ser conocida –es decir, clasificada– según los procedimientos de la lógica humana.
•
252
Desde la perspectiva de Kant, la necesidad de una “lógica reflexionante” se impone dadas las insuficiencias del conocimiento
determinante, en sus variantes trascendental y empírica. Si bien es
cierto que las leyes trascendentales se constituyen en condición de
posibilidad de toda experiencia en general, y particularmente del
conocimiento físico-matemático, ellas dejan de lado una diversidad empírica de la que la física matemática no puede dar cuenta.
Tales leyes resultan inadecuadas, por ejemplo, para efectos de la
clasificación de la diversidad propia de los fenómenos biológicos.
Ahora bien, dentro de este panorama general, desde ya resulta claro que ni la determinación, ni la reflexión entendida en su acepción
inductiva y/o clasificatoria, podrían ser modelos del conocimiento
Juicio de gusto y conocimiento
v
pretendido por la obra de arte, ni tampoco resultarían adecuados
para la recepción que ésta requiere. Así, pues, aunque aquella,
como cualquier objeto físico, pueda y tenga que ser constituida
como objeto y/o suceso de la experiencia en general, es claro que tal
constitución no da cuenta de su especificidad. Y aunque también
resulte necesario construir un concepto de obra de arte a partir del
cual el objeto singular pueda ser reconocido como tal, ese mero
reconocimiento resulta a todas luces insuficiente para dar cuenta
de su naturaleza expresiva específica. Todavía más restrictivo e
inadecuado sería creer que el conocimiento propio de la obra de
arte consiste en su imitación de contenidos externos a ella.
3. Valores estéticos y significación teórica en la configuración
plástica del objeto bello: la perfección
Para juzgar una belleza natural como tal no necesito tener antes
un concepto de qué cosa deba ser el objeto; esto es, no preciso
conocer la conformidad-a-fin material (el fin), sino que la mera
forma, sin conocimiento del fin, place por sí misma en el enjuiciamiento. Pero cuando el objeto es dado como un producto del
arte, y como tal debe ser declarado bello, entonces, en primer
lugar, tiene que ponerse por fundamento un concepto de lo que
la cosa debe ser, porque el arte supone siempre un fin en la causa
(y en su causalidad). Y puesto que la concordancia de lo múltiple
en una cosa con una determinación interna de la misma como fin
es la perfección de la cosa, entonces, en el enjuiciamiento de la
belleza artística, habrá que tener en cuenta al mismo tiempo la
perfección de la cosa, lo que en absoluto viene al caso en el enjuiciamiento de una belleza natural (como tal) (CJ, § 48, b 188).
Además de la diferenciación entre belleza natural y belleza artística, la anterior declaración pone de presente la peculiar complejidad de esta última. Por lo que a la belleza natural se refiere, puede
afirmarse que sólo ella es objeto de juicios de gusto puros, pues sólo
los objetos naturales pueden ser considerados desde una perspectiva que atienda exclusivamente a los efectos puramente derivados
de su forma, con independencia de cualquier consideración acerca
de su posible conformidad a fin objetiva. En una palabra, sólo los
juicios de gusto referidos a objetos naturales pueden prescindir de
toda referencia a los propósitos que su eventual creador persiguió
con ellos, y junto con ésta, a su eventual perfección.
253
•
No obstante la anterior restricción, Kant propone como objetos posibles de un juicio de gusto puro algunos que estrictamente no podrían ser considerados naturales. Aunque en el fundamento de su
producción hay un concepto, en realidad éste consiste en su autonegación: “flores, dibujos libres, rasgos entrelazados sin propósito
bajo el nombre de follajerías, no significan nada, no dependen de
ningún concepto determinado y, sin embargo, placen” (CJ, § 4, b 11
y s.). A estos ejemplos añade Kant los dibujos à la greque, los papeles para tapizar, las composiciones musicales sin tema (fantasías),
y aún toda la música sin texto:
no significan nada en sí mismos: nada representan, ningún objeto bajo un concepto determinado, y son bellezas libres. […] En
el enjuiciamiento de una belleza libre (según la mera forma), el
juicio de gusto es puro. No se presupone concepto alguno de
ningún tipo de fin para el que deba servirle lo diverso al objeto
dado, y que éste debiera entonces representar; y por el cual [ese
concepto] la libertad de la imaginación, que, por así decirlo, juega en la observación de la figura, sólo sería restringida (CJ, § 16,
b 50 y s.).
•
254
Es pues en virtud de su carencia de significación, que de facto los
asimila a objetos naturales, que los anteriores objetos no naturales
se hacen aptos para el juicio de gusto puro. Se confirma así el que
la concepción kantiana del juicio de gusto se muestra particularmente adecuada con respecto a la belleza natural, puesto que sólo
en ella es posible prescindir por completo de toda referencia cognoscitiva. Como ya se ha dicho anteriormente, la fórmula “este x
es bello” como equivalente al juicio de gusto nos revela un sentido
más fundamental, según el cual no se trata simplemente de que
la variable “x” pueda ser reemplazada por objetos concretos –esta
rosa, pero también este edificio, esta pintura, etc.–, sino de que,
estrictamente, en un juicio de gusto puro su sujeto siempre debería
permanecer como una “x” que no requiere ser reemplazada por el
nombre de ningún referente concreto. Es cierto que cuando emitimos juicios de gusto no solemos decir que “este x es bello” sino
que “esta rosa”, o “este edificio” son bellos. Pero al proceder así, es
decir con el sólo hecho de dar un nombre al objeto, presuponemos
ya un conocimiento de lo que el objeto es, o sea que hemos podido
subsumir al objeto particular bajo un concepto de lo que éste debe
ser. Sin embargo, tal subsunción no es la causa de que afirmemos
Juicio de gusto y conocimiento
De los ejemplos empleados en la anterior consideración (flores y
crustáceos, pero también edificios o composiciones musicales) se
deriva que el juicio de gusto puro, aunque particularmente apropiado para los objetos naturales, también puede recaer sobre objetos artísticos. Ahora bien, si a propósito de estos últimos se impone
la consideración de los fines que han dado lugar a su configuración
específica, la necesidad de tal consideración no surge del gusto.
Pero al menos en principio, también algo similar podría decirse de
los objetos naturales, que aunque eventualmente estéticos, también
pueden dar lugar a juicios de conocimiento teleológico, claramente
diferenciados del juicio de gusto.
v
que ese objeto es bello. Así, pues, aunque usualmente simultáneas,
la primera operación no es necesaria para la segunda, y en consecuencia sólo así se puede afirmar que un juicio de gusto puro
ni presupone, ni ofrece conocimiento alguno acerca de su objeto,
hasta el punto de que éste bien podría permanecer innombrado6.
Sin embargo, a diferencia de los objetos naturales en los que su
consideración estética o epistemológica es cuestión de perspectivas adoptables a voluntad, los objetos artísticos parecen exigir
una consideración adicional, dado que ellos son el resultado de
propósitos expresivos específicos. Desde este punto de vista, junto
con sus posibles efectos estéticos, la obra de arte es portadora de
una significación teórica. En lo que se refiere al establecimiento
de la relación entre sus partes y el todo, la reflexión no puede con6 El hecho de que conozcamos o no a los objetos del juicio de gusto no tendría por qué incidir en la pureza del mismo. No siempre se atiene Kant a ello,
y por eso cae en innecesarios embrollos, como cuando ofrece como ejemplos
de bellezas libres a “muchas aves (el papagayo, el colibrí, el ave del paraíso),
una multitud de crustáceos del mar” por el hecho de que el juicio de gusto
sobre los mismos no requiere de un concepto de lo que ellos hayan de ser ; y
en cambio considera que “la belleza de un hombre (y en esta especie la de un
varón, una mujer o un niño), la belleza de un caballo, de un edificio (iglesia,
palacio, arsenal o quinta) supone un concepto que determina lo que la cosa
debe ser, y en consecuencia, un concepto de su perfección, y es entonces sólo
una belleza adherente” (CJ, § 16, b 49 y s.). No veo la razón que nos obliga a
tener un concepto del caballo para poder juzgarlo como bello, pero que nos
exime de tenerlo, para los mismos efectos, cuando se trata del crustáceo.
Desde la perspectiva del gusto puro también podrían borrarse las diferencias en el tratamiento de una flor o de una catedral.
255
•
tentarse con una concordancia indefinida entre estos dos polos,
sino que en este caso ha de tener en cuenta la voluntad expresiva
que ha causado la configuración específica del objeto, y que parece
claramente diferenciable de las características atendidas por un
juicio de gusto.
Bajo los anteriores supuestos, la noción de arte bello se muestra particularmente compleja. A diferencia del “arte a secas”, la noción
de arte bello se enfrenta con la tarea de reconciliar las exigencias
de conocimiento que surgen de la obra con las exigencias del gusto. Desde el punto de vista de este último, aquella ha de aparecer
como una conformidad-a-fin sin fin. Pero desde el punto de vista de
la obra, ni su existencia ni su efectiva configuración singular resultarían posibles ni comprensibles sin presuponer una conformidada-fin con fin, o si se quiere una conformidad-a-fin objetiva. El arte bello
es pues aquella solución que da cabida a toda la voluntad expresiva que quepa dentro de los límites que preserven la apariencia de
la obra como una conformidad-a-fin sin fin:
Ante un producto del arte bello uno debe ser consciente de que
es arte y no naturaleza; pero sin embargo la conformidad-afin en la forma del mismo debe aparecer tan libre de toda sujeción a reglas arbitrarias, como si fuera un producto de la mera
naturaleza. Sobre este sentimiento de la libertad en el juego de
nuestras facultades de conocimiento, que sin embargo tiene que
ser al mismo tiempo conforme-a-fin, descansa aquel placer que
es el único universalmente comunicable, sin que no obstante
se funde en conceptos. La naturaleza era bella cuando a la vez
parecía arte; y el arte sólo puede ser llamado bello cuando somos
concientes de que es arte, y sin embargo nos parece naturaleza
(CJ, § 45, b 179).
•
256
Que la naturaleza sea bella cuando parece arte sólo puede significar
que los efectos placenteros causados por las formas naturales que
se juzgan como conformes-a-fin sin fin, aparezcan no obstante como
si al exhibir tal configuración obedecieran al propósito de causar
el placer propio del gusto. Como ya hemos visto, ese es el sentido
del tránsito de la definición de la belleza como conformidad-a-fin sin
fin a la de conformidad-a-fin subjetiva. De manera correspondiente,
cuando Kant afirma que el arte bello debe parecer naturaleza, la
noción de arte aquí empleada deja de lado todo contenido artístico
7 Recuérdense las siguientes afirmaciones de Kant: “Hay dos especies de
belleza: la belleza libre (pulchritudo vaga) o la belleza meramente adherente
(pulchritudo adhaerens). La primera no presupone concepto alguno acerca de
lo que deba ser el objeto; la segunda presupone un tal concepto y, según él,
la perfección (Vollkomenheit) del objeto. Las primeras se denominan bellezas
(por sí existentes) de esta o aquella cosa; la otra, en cuanto dependiente de
un concepto (belleza condicionada) le es atribuida a objetos que están bajo
un fin particular” (CJ, § 16, b 48). “En el enjuiciamiento de la belleza artística,
habrá que tener en cuenta al mismo tiempo la perfección de la cosa, lo que
en absoluto viene al caso en el enjuiciamiento de una belleza natural (como
tal)” (CJ, § 48, b 188).
8 “Cuando ahora de manera similar se busca para este hombre medio la
cabeza media, para ésta la nariz media, etc., esta figura está entonces en el
fundamento de la idea normal del varón, en el país donde esta comparación
es establecida; de ahí que, necesariamente, un negro deba tener, bajo estas
condiciones empíricas, una idea normal de la belleza de la figura distinta a
la de un blanco; el chino, una distinta a la del europeo. Así mismo habría de
suceder con el modelo de un bello caballo, o de un perro (de cierta raza)” (CJ,
§ 17, b 58).
Juicio de gusto y conocimiento
La calificación kantiana de la belleza artística como adherente, y
su diferenciación de la belleza natural como libre7 no se impone
pues como exigencia del gusto puro, sino de la actividad reflexiva
confrontada con la naturaleza específica de las obras de arte. En
efecto, incluso si son bellas, éstas no suelen ser sólo bellas. Resulta
significativo que Kant defina como “perfección” a ese primer “añadido” que se subordina a la belleza. Teóricamente, la perfección
consiste en la adecuación del objeto con su concepto. Pero desde
un punto de vista “plástico”, el concepto de un objeto ha de poder
traducirse in concreto, en lo que Kant denomina una imagen modelo
(Musterbilde). Enfrentado con idéntico problema, Winckelmann
había recurrido a toda suerte de argumentaciones climáticas, políticas y culturales tendientes a apuntalar tanto la naturaleza como
la producción artística de la Grecia clásica como modelos de perfección. Por su parte, Kant no vacila en reconocer la particularidad
de las generalizaciones empírico-psicológicas de las que surgen las
“ideas normales” o modelos de los objetos8.
v
expresivo que eventualmente pudiera sobrepasar los límites de la
conformidad-a-fin sin fin; aquí, la noción de naturaleza también está
despojada de todo contenido, de modo que se presente sólo como
mera conformidad-a-fin sin fin.
257
•
Pese a las limitaciones que se derivan de su naturaleza empírica,
Kant no deja de reconocer la importancia de esta “idea normal”
como exhibición in concreto del concepto de perfección del objeto.
Considerada en sí misma, la idea normal es tan sólo corrección
académica; si place, no es entonces por su belleza, “sino sólo porque no contradice ninguna condición bajo la que una cosa de este
género puede ser bella”. No obstante, es la “irrenunciable condición
de toda belleza” (die unnachlaßliche Bedingung aller Schönheit) (CJ,
§ 17, B 59). Sin ella, la configuración plástica del objeto resultaría
imposible.
En efecto, dado que en su mayor parte la producción artística no
se reduce a las follajerías o dibujos à la grecque, es decir dado que
normalmente el artista tiene contenidos que quiere expresar, entonces requiere de modelos; sin ellos, sus productos carecerían de
concreción. De allí se deduce que el contenido expresivo no sólo
ha de ser representable figurativamente, sino que, si tal figuración
aspira a la belleza, entonces ha de ceñirse a los modelos. La razón
de esta restricción no consiste en que los modelos sean bellos,
sino en que, gracias a su carácter relativamente indeterminado,
ellos resultan ser las determinaciones más compatibles con la
indeterminación propia de la belleza (conformidad-a-fin sin fin).
Con esta justificación, en su momento Winckelmann encontró que,
para fines de la expresión de la belleza, las figuras jóvenes eran
más apropiadas que las maduras o las ancianas; en las últimas, el
influjo corruptor del tiempo se dejaba notar en la excesiva diferenciación de sus rasgos. Por el contrario, las figuras jóvenes aún no
afectadas por el tiempo, y con su aparente indefinición sexual, son
más compatibles, pese a su inevitable concreción plástica, con la
indeterminación referencial (Unbezeichnung) propia de la belleza9.
•
258
Pese a que Kant no llega a ejemplificaciones tan minuciosas como
las anteriores, en este punto los principios de su doctrina estética
9 “De la unidad se sigue otra característica de la belleza más alta, a saber
la indeterminación (Unbezeichnung) de la misma, es decir que sus formas no
han de ser descritas sino sólo mediante los puntos y líneas que forman la
belleza; en consecuencia, una figura que no sea apropiada para esta o aquella
determinada persona, ni que exprese cualquier estado de ánimo o sensación
pasional que, como rasgos extraños se mezclen en la belleza e interrumpan
la unidad”. Winckelmann, op. cit., p. 144.
Cabría la pregunta de si en un arte que deliberadamente no se pretenda bello, ni aspire a la belleza, la perfección sigue siendo una
exigencia. Hemos visto que desde el punto de vista del arte bello,
es decir del arte producido para el gusto, la perfección cumple un
doble papel: hacer posible la concreción figurativa de la obra, e impedir que la forma –sea por exceso de contenido expresivo, o por
defectos protuberantes en la ejecución de la figura– se convierta
en factor perturbador para el juicio puro de gusto. Así las cosas,
podríamos afirmar entonces que para el arte deliberadamente no
bello, e incluso para el arte que sin excluir la belleza no hace de ella
su fin primordial, la exigencia de perfección, tal y como ha sido
descrita por Kant, carece de sentido. En efecto, siendo la voluntad
expresiva el valor esencial para este arte no bello, no existe ningu-
Juicio de gusto y conocimiento
Podemos entonces afirmar que, tal como se muestra de manera paradigmática en el caso de la belleza natural, la belleza y la perfección
son dos valores distintos: “propiamente hablando, ni la perfección
gana mediante la belleza, ni la belleza mediante la perfección”
(CJ, § 16, b 51 s.). Sin embargo, su conjunción se constituye en una
condición indispensable para el arte bello. Es cierto que podemos
encontrar perfección sin belleza, como es el caso de las producciones que juzgamos meramente como correctas desde un punto de
vista académico. Pero en aquel arte que junto con sus pretensiones
expresivas también aspire a ser bello, una cierta perfección resulta
ser el soporte indispensable: es la perfección de los modelos que
permiten no sólo la configuración de la obra, sino que sirven de
cauces que impiden el desbordamiento autónomo del contenido
expresivo. Por cierto que la belleza en la obra de arte bello no
requiere siempre de una perfección absoluta: le basta con que la
figura exhiba aquél mínimo de perfección que permita su reconocimiento sin distraer la atención del gusto. Pero aun cuando la
perfección haya de estar subordinada a la belleza, en el arte bello
la belleza requiere de la perfección.
v
parecen ser los mismos: el modelo “no puede contener tampoco
nada específico-característico, pues de otro modo no sería la idea
normal para el género”. Sólo pues en su relativa indefinición, el
modelo puede servir de soporte plástico para la configuración individual, sin que ésta llegue a estorbar demasiado la indefinición
propia de la conformidad-a-fin sin fin.
259
•
na razón válida que restrinja su exhibición in concreto a modelos
derivados de objetos naturales. E incluso en el caso de que este
arte fuese figurativo, bien podría ser que la perfección del modelo
resultara un obstáculo para el contenido expresivo. No obstante,
al renunciar al soporte que ofrecen los modelos, el problema que
probablemente surja entonces sea el de la comunicabilidad. Sin
embargo, podría decirse que idéntico problema existe, aun cuando
se empleen los modelos, si bien éste se plantea a nivel intercultural.
Acaso pueda afirmarse la presencia, no atendida por Kant bajo tal
nombre, de otra noción de perfección en la producción artística.
En efecto, dado que la obra de arte no es un objeto natural ni un
producto casual, y que entonces el fundamento de su forma final
ha de hallarse en la mente de artista, alguna noción de lo que la
cosa deba ser, es decir, un cierto concepto de perfección –si bien
no equivalente ya al de los modelos– resulta indispensable: gracias a él, en un momento dado el artista puede dar por acabada la
ejecución de la obra. Y sin él, el espectador no podría explicarse
la existencia del objeto. La perfección así entendida equivale a lo
que Kant llama “idea estética”. Pero aunque presupongamos tal
concepto en la mente del creador como “fundamento de la posibilidad interna del objeto” (CJ, § 15, b 45), persiste el problema antes
mencionado acerca su comunicabilidad.
4. El placer, el hastío y las ideas estéticas
•
260
Supuesta la feliz conjunción entre la forma conforme-a-fin sin fin y
la perfección, sin la cual la belleza no podría concretarse como obra
de arte bello, Kant anota una limitación adicional que amenaza al
arte bello. Se trata ahora de que el placer propio de lo bello puede
tornarse en su contrario, es decir, en hastío. El antídoto contra tal
peligro, que no se encuentra ni en la conformidad-a-fin sin fin, ni
en la perfección de la forma bella, es atribuido por Kant a las ideas
morales que de alguna manera han de estar presentes en la mente
del receptor de la belleza. A su vez, dichas ideas parecen tener su
correspondiente en el objeto, en lo que Kant llama ideas estéticas, no
siendo éstas otra cosa que la encarnación de la voluntad expresiva
del genio creador. Así, pues, un segundo “añadido” –no ya el de
la perfección, sino el de las ideas, sean morales o estéticas– ha de
adicionarse a la forma bella. En el primer caso, se trataba de hacer
En materia de la sensación (del atractivo o la emoción), donde
Juicio de gusto y conocimiento
En confrontación con las doctrinas estéticas de Burke, Kant resalta los efectos paradójicos que suele tener una producción artística
encaminada primordialmente a la excitación sensible; además de
su restringida validez, ella suele conducir rápidamente al hastío, al
cansancio y la repulsión:
v
posible su concreción como obra; ahora, lo que está en juego es una
consistencia mínima en su recepción.
sólo es cuestión de goce, que no deja nada en la idea y embota
el espíritu, haciendo al objeto más y más repulsivo, y vuelve al
ánimo descontento consigo mismo y caprichoso, a través de la
conciencia de su temple contrario a fin en el juicio de la razón
(CJ, § 52, b 214).
La diferencia entre el placer de la sensación y el placer mentado
en un juicio de gusto radica en que este último es principalmente
conciencia del libre juego de las facultades y no simplemente alteración fisiológica. De ahí que mientras que la excitación de los
sentidos pueda pasar rápidamente del placer al agotamiento y de
ahí al hastío, el libre juego de las facultades, por el contrario, deja
al espectador en una disposición anímica propicia para el cultivo
de las ideas. Pero si el espectador no aprovecha tal disposición, el
resultado final puede ser similar al atribuido a la excitación sensible:
Si las bellas artes no son puestas en relación, de cerca o de lejos,
con ideas morales, las únicas que conllevan una complacencia
independiente, entonces lo último [embotamiento del ánimo y
repulsión frente al objeto - l.p.] es su destino final. Sirven entonces sólo de diversión, de la que tanto más se estará necesitado
cuanto más uno se sirva de ella, con el fin de expulsar la insatisfacción del ánimo consigo mismo (CJ, § 52, b 214).
Tal como ocurría con la noción de perfección, la de ideas morales, que
opera como antídoto de la repulsión, es sin duda distinta tanto de
la de conformidad-a-fin sin fin que caracteriza al objeto bello, como
de la de su correlato subjetivo, el libre juego entre las facultades del
conocimiento. De hecho, en el contexto de su crítica al epicureismo, Kant confirma tal distinción:
261
•
Según me parece, se puede conceder entonces con Epicuro que
todo deleite, incluso cuando sea ocasionado por conceptos que
despiertan ideas estéticas, sea sensación animal, es decir, corporal; y sin que por ello se cause el más mínimo perjuicio al
sentimiento espiritual del respeto por las ideas morales, que no
es un deleite sino una autoestimación (de la humanidad en nosotros), que nos eleva por encima de la necesidad del deleite, y
sin perjudicar en lo más mínimo al sentimiento menos noble del
gusto (CJ, § 54, b 228).
Así, pues, el deleite con expresiones fisiológicas se distingue claramente tanto de la autoestimación moral, como del “sentimiento
menos noble del gusto”, sin perjuicio de que eventualmente los tres
fenómenos puedan coincidir armónicamente en una sola experiencia. Se trata entonces de elementos heterogéneos, que aunque no
siempre hayan de contradecirse, tampoco se hallan necesariamente vinculados. El placer de lo bello puede tener efectos corporales
placenteros, pero en cuanto que desinteresado, también favorece
el temple anímico propicio para las ideas morales, las cuales son la
adición que salva a la experiencia de lo bello del destino deparado
al deleite sensible.
•
262
Recuérdense los ejemplos de objetos que ofrece Kant como particularmente apropiados para el juicio de gusto puro: “flores, dibujos libres, rasgos entrelazados sin propósito bajo el nombre de
follajerías, no significan nada, no dependen de ningún concepto
determinado y, sin embargo, placen”(CJ, § 4, b 11 y s.; véase también CJ, § 16, b 50 y s.). Pues bien, de la sola imaginación que juega
en la observación de la figura, y que no se siente constreñida por
los conceptos del entendimiento, puede esperarse un estado de
ánimo propicio para las ideas morales, aunque no el surgimiento
de las mismas. Su presencia, cuando se da, es el resultado de un
añadido. Y sin esas ideas, es previsible que el juicio de gusto puro
que declara placer ante follajerías o dibujos à la greque, también
termine por mutarse en otro que exprese hastío.
En ocasiones, las ideas morales son un haber previo del espectador de la belleza. Ante la presencia de ésta, y principalmente si
es belleza natural, aquél suele traerlas a cuento (cfr. CJ, § 42, b 168
y s.). Pero también es posible pensar que algo en el objeto tienda
Juicio de gusto y conocimiento
En el equilibrio entre gusto y genio que Kant siempre quiso conservar, es posible reconocer no obstante una defensa de los intereses
del gusto. Así, desde un punto de vista estrictamente estético –que
es el del gusto–, el aporte del genio resulta indispensable para neutralizar la “in-significancia” del objeto bello, que terminaría por
transformar el placer que le es propio en hastío.
v
intencionadamente a suscitar tales ideas, dinamizando y radicalizando el libre juego de las facultades del conocimiento. Ése es
precisamente el caso de las ideas estéticas, cuya presencia, además,
es esencial para la configuración de la obra de arte, sea bello o no.
Se dice de ciertos productos, de los cuales se espera que al menos
en parte deberían mostrarse como arte bello, que no tienen espíritu (Geist), aunque, en lo que se refiere al gusto, no se encuentre en ellos nada que fuera censurable [...] En su significación estética, espíritu quiere decir el principio vivificante en el
ánimo [...], es lo que pone a las fuerzas del ánimo en oscilación,
esto es, en un juego tal que por sí mismo se mantiene, e incluso
fortalece las fuerzas para ello (CJ, § 49, b 192; negrilla mía).
En el mismo lugar, Kant define al espíritu como “la facultad de representación de ideas estéticas”. Ahora bien, un producto en el que
el gusto no encuentre nada censurable no es otro que aquel que
conjuga la conformidad-a-fin sin fin con la perfección, en los términos
antes señalados. Como tal, tiene que ser declarado bello, incluso si
carece de “espíritu”. Y aunque un eventual ‘déficit’ de espíritu no
tendría que influir en un juicio de gusto puro –por ejemplo sobre
follajerías o también sobre creaciones impecables desde un punto
de vista académico–, no obstante de él podemos anticipar efectos
estéticos indeseables: un placer fugaz, que pronto se tornará en
hastío.
La conveniencia que esta conjunción representa para la experiencia estética del gusto no elimina sin embargo la diferencia entre
las calidades formales del objeto bello y las ideas estéticas que él
pueda encarnar. Kant no sólo reconoce tal diferencia, sino que incluso prevé una eventual tensión entre una obra de arte adecuada
a las exigencias del gusto (es decir a la conformidad-a-fin sin fin
y a la perfección), y el fin del genio: “se puede percibir a menudo
263
•
en una obra que deba ser del arte bello, genio sin gusto, y en otra
gusto sin genio” (CJ, § 48, b 191).
Si en una obra de arte bello se percibe gusto sin genio, ello quiere
decir que en su producción el genio se ha reducido a las exigencias
del gusto, que son las que definen el concepto de belleza. Aun siendo arte, y pudiéndose reconocer como tal, la obra, por voluntad
de su creador, se acerca a la naturaleza: ajustándose a un modelo
arquetípico (perfección) inferido de los objetos naturales existentes
y del acervo propio de determinada comunidad cultural, el objeto
producido es a la vez conforme-a-fin sin fin (tal como son juzgados
los objetos naturales bellos). El riesgo de una producción tal es la
limitación de la voluntad expresiva del creador, es decir, de sus
ideas estéticas, al punto de que el placer inicialmente producido
por tal obra se torne prontamente en hastío. En este caso, el elemento adicional y distinto a su belleza (y a su perfección), y que la
hace interesante10, puede encontrarse de tal manera disminuido que
el espectador a duras penas encontrará algo que apele y desarrolle
el libre juego de sus facultades.
Por el contrario, si en una obra de arte bello se percibe genio sin
gusto, ello significa que la obra en cuestión expresa, con independencia de los requisitos del gusto, los fines del creador. En este
caso, la obra tenderá a alejarse de la belleza, pudiendo incluso
llegar a constituirse como “arte a secas” o, si se quiere, como arteno-bello. Aunque esta tendencia pueda ir en detrimento del placer
del gusto, no obstante ella podría ser precisamente la causa de que
la obra resulte interesante.
•
264
Los esfuerzos argumentativos de Kant apuntan a vincular estrechamente el placer del gusto con un interés teórico –esta vez, el
que suscitan las ideas estéticas– sin el cual tal placer se tornaría en
10 Aquí vale la pena recordar que para Kant, un juicio de gusto puro no
sólo es desinteresado, sino que no suscita interés alguno en su objeto. “Un
juicio sobre un objeto de la complacencia puede ser completamente desinteresado, y, sin embargo, muy interesante, es decir, que no se funda en ningún interés, pero que produce un interés; tales son todos los juicios morales puros.
Pero los juicios de gusto tampoco fundan en sí ningún interés. Sólo en la
sociedad se vuelve interesante tener gusto, el motivo de lo cual será indicado
en lo que sigue” (CJ, § 3, b 8, nota; negrilla mía).
Al proceder de esta manera, Kant es consecuente con los límites
que se ha trazado para su investigación que, como se ha dicho,
siempre se mantiene cuidadosamente en el ámbito del arte bello.
Pero es posible que esta restricción obedezca a las dificultades de
considerar a las ideas estéticas como conocimiento, lo que representaría para la obra de arte un valor independiente al estético de
su belleza. En efecto, al independizarse del soporte que representa
el gusto, parecería que las ideas estéticas pierden toda posibilidad
de comunicabilidad, convirtiéndose así en meras extravagancias
de un genio, acaso creador pero carente de cultivo:
Juicio de gusto y conocimiento
5. Las ideas estéticas no son conocimiento
v
su contrario; dicha vinculación presupone, como lo hemos visto,
su nítida diferenciación, pero también la subordinación del último
a las exigencias del gusto. En caso de eventual conflicto, el genio
indisciplinado ha de ser recortado y disciplinado en sus pretensiones por el gusto, quien será el garante de la permanencia de la
conformidad-a-fin sin fin en la obra (cfr. CJ, § 51, b 203).
Si la pregunta es qué importa más en las cosas del arte bello, si
que en ellas se muestre genio o se muestre gusto, ello equivale
a si se preguntara si se trata más de imaginación o de facultad
de juzgar. Ahora bien: en vista de lo primero, un arte merece ser
llamado arte ingenioso, pero arte bello sólo en vista de lo segundo [...] Ser rico y original en ideas es algo que no se requiere con
tanta necesidad para efectos de la belleza, pero ciertamente que
sí de la adecuación de aquella imaginación en su libertad con la
legalidad del entendimiento. Pues toda la riqueza de la primera,
en su libertad carente de ley no produce sino sinsentido (Unsinn); pero la facultad del juicio es la capacidad de adecuarla al
entendimiento (CJ, § 51, b 202 y s.)
265
Kant caracteriza la obra de arte –“a secas”– como el producto de
una causa “que ha concebido un fin, al que aquel debe su forma”
(CJ, § 43, b 174), diferenciándose por ello de los objetos naturales
(bellos o no). Tal causa no es otra que el creador o genio. Además,
a diferencia de la artesanía, la obra de arte carece de toda utilidad.
Finalmente, y sólo si el producto del genio es el arte bello, éste ha de
aparecer como si fuera natural, es decir, como la representación de
un objeto en el que no obstante que puede reconocerse un modelo
natural, prima su configuración como conformidad-a-fin sin fin. Esta
•
última característica es la que hace del objeto artístico un objeto
idóneo para el gusto.
Pero dejemos de lado por un momento la consideración de la belleza, para concentrarnos en los eventuales valores cognoscitivos que
pueda tener el producto del genio creador:
Ahora bien, yo afirmo que este principio [es decir el espíritu -
l.p.] no es otra cosa que la facultad de representación de ideas
estéticas; pero por una idea estética entiendo aquella representación de la imaginación (Vorstellung der Einbildungskraft) que da
mucho que pensar, sin que a ella pueda serle adecuado ningún
pensamiento determinado, es decir ningún concepto (Begriff), y
a la que en consecuencia ningún lenguaje (Sprache) puede alcanzar plenamente (völlig erreicht), ni hacerla comprensible. Se ve
fácilmente que ella es la pareja (Pendant) de una idea de la razón,
que a la inversa es un concepto para el cual ninguna intuición
(representación de la imaginación) puede ser adecuada (CJ, § 49,
b 192 y s.).
•
266
En la anterior afirmación hay dos términos particularmente importantes, pues de su relación se deriva el significado de la idea
estética. Ellos son los de concepto e imaginación. En lo que se refiere
al primero, el uso kantiano es sin lugar a dudas polisémico, y su
cabal comprensión en el presente contexto requiere de algunas
precisiones. En efecto, en muchas ocasiones Kant alude con él a
las categorías a priori del entendimiento, y en tal sentido afirma,
por ejemplo, que no tenemos ningún concepto de belleza, y que
por ello, pese a la apariencia de su forma lógica (“este x es bello”),
el juicio de gusto no es un juicio de conocimiento. Pero existen al
menos tres sentidos adicionales del término concepto que merecen
ser comentados.
En efecto, en ocasiones se alude al concepto como a aquella abstracción genérica que resulta de una actividad reflexionante ejercida sobre diversos objetos, y que al reconocer en ellos aquellas
características comunes que permiten agruparlos, los reduce a una
unidad, es decir, a un concepto. Así, pues, Kant afirma que frente
a determinado producto de la imaginación, la reflexión trabaja sin
que no obstante pueda culminar su actividad mediante la produc-
Juicio de gusto y conocimiento
Otro sentido del término concepto pertinente dentro del presente
contexto, es el que adquiere cuando se lo usa en relación con la
belleza artística, que es adherente y no pura precisamente por cuanto
que el juicio de gusto sobre aquella presupone un concepto de lo
que deba ser el objeto, “y según él, la perfección del objeto” (cfr. CJ, b
48). Como ya lo hemos visto, en este caso el “concepto” ha de ser entendido como el modelo que sirve de base para la mera corrección
de la configuración. Como tal, ningún concepto resulta adecuado
para una representación de la imaginación que posea “espíritu”, si
bien es condición ineludible de su concreción plástica.
v
ción de un concepto determinado que resulte adecuado para dicho
producto: individuum est ineffabile.
Finalmente quiero señalar una última acepción de la palabra concepto, según la cual éste puede ser identificado con la idea estética.
Se trata del fin (Zweck) que se ha propuesto una voluntad creadora,
y que encontramos a la base de la configuración específica de su
producto, y que no se reduce, puesto que en ocasiones no las atiende, ni a la perfección –como representación fundada en un modelo–,
ni a su eventual concordancia con la conformidad-a-fin sin fin.
Si se quiere explicar qué sea un fin según sus determinaciones trascendentales (sin suponer algo empírico como lo es el sentimiento
de placer), entonces fin es el objeto de un concepto (der Gegenstand
eines Begriffs) en la medida en que éste es considerado como la causa de aquél (el fundamento real de su posibilidad); y la causalidad
de un concepto (die Causalität eines Begriffs) con respecto a su objeto
es la conformidad a fin (forma finalis). Así, pues, se concibe un fin
allí donde no sólo el conocimiento de un objeto, sino el objeto mismo (su forma o su existencia) en cuanto efecto es pensado como
posible sólo a través de un concepto (CJ, § 10, b 32).
Como se ve, en este caso la noción de concepto se relaciona (como
causa) con la de fin (como efecto). Ese fin es la existencia de una
determinada forma objetiva, y no alude necesariamente a su
perfección, si por ella entendemos su conformidad con una idea
modélica particular. Además de ésta, e incluso por sobre ella, el
fin del creador artístico suele ser precisamente la expresión de sus
ideas estéticas en una forma que les sea apropiada a ellas, y que
267
•
no siempre ha de coincidir con la forma apropiada para el gusto.
Tales ideas son pues ese “concepto” que hemos de presuponer en
la causa de la obra de arte, y al que el espectador ha de atender
en su recepción. Sin embargo, con razón anota Kant que este peculiar concepto –es decir, la causa de la existencia de determinada
forma objetiva– no es “ningún pensamiento determinado, esto es
ningún concepto”. En otras palabras, la idea estética no es concepto
por cuanto que es un ente mental individual, una intuición, no
subsumible bajo ninguna abstracción genérica, ni equivalente a
ningún modelo.
Aunque de manera lacónica, Kant añade además, que dado que
la idea estética no es un concepto (es decir, una abstracción genérica), su contenido no resulta plenamente (völlig) comprensible ni
traducible por ningún lenguaje. Con ello alude indiscutiblemente
a la peculiaridad que Fiedler atribuye a la obra de arte cuando la
define como “caracterización de aspectos muy determinados […]
que justamente no se dejarían caracterizar por ningún otro medio”.
Esto significa, entre otras cosas, que con miras a la comprensión de
una idea estética, nada puede suplir la experiencia directa con la
obra. No obstante, y aunque el lenguaje no supla dicha experiencia, su utilidad no es despreciable: así, por ejemplo, puede servir
para orientar la atención del espectador hacia aspectos del objeto
artístico acaso por él desatendidos, que facilitan y enriquecen la
recepción, si es que no la hacen posible11.
•
268
11 En su famosa conferencia en Jena (1924), con motivo de la apertura de
una exposición que incluía obras suyas, dice Paul Klee: “Cuando ahora tomo
la palabra, en presencia de mis trabajos que tendrían que hablar realmente
en su propia lengua, me siento por lo pronto un poco temeroso de si hay
razones suficientes para ello, y de si lo haré en la forma correcta. Porque, por
mucho que como pintor me sienta en posesión de mis medios para poner a
otros en el movimiento que a mí mismo me impulsa, siento que no me ha
sido dado mostrar, mediante palabras y con la misma seguridad, tales caminos. Pero me tranquilizo con que mi discurso no se dirija a ustedes como
algo aislado en sí mismo, sino que complementa las impresiones percibidas
de mis cuadros, quizás aún carentes de un carácter definido. Si en alguna
medida hubiera de lograr esto con ustedes, estaré satisfecho y consideraré
como cumplido el sentido de la tarea de hablar ante ustedes. Para apartarme
de la mala fama del dicho “artista no hable, cree”, quiero traer a consideración principalmente aquellos aspectos del proceso creativo que se llevan
mayormente a cabo, durante la formación de una obra, en el subconsciente.
Juicio de gusto y conocimiento
v
Así, pues, cuando en el texto de la CJ aparece el término “concepto”,
un poco de atención resulta suficiente para reconocer en cuál de
las acepciones está siendo empleado. Pero la situación parece más
compleja en lo que se refiere a la noción de imaginación, el otro polo
necesario para la comprensión de lo que sea una idea estética. En
este caso, incluso si no fuese necesario hablar de diversos conceptos de imaginación, al menos se impone una distinción entre dos
diversas funciones de la misma. A diferencia de su empleo por
parte de Kant en la CJ, no creo que estas últimas sean intercambiables indiferenciadamente.
La primera noción –y la primera función– de imaginación es la que
aparece en el § 9 de la CJ, cuando Kant introduce el concepto de
libre juego entre las facultades. Allí, la imaginación es definida en
los siguientes términos:
A una representación mediante la cual un objeto es dado, y
para que de ella resulte en general un conocimiento, pertenecen la imaginación para la composición (Zusammensetzung) de
lo múltiple de la intuición, y el entendimiento para la unidad
del concepto que unifica las representaciones. Este estado de un
libre juego de las facultades del conocimiento a propósito de una
representación mediante la cual es dado un objeto, debe dejarse
comunicar universalmente: porque el conocimiento, como determinación del objeto con la que deben concordar representaciones dadas (en cualquier sujeto que fuere), es el único modo de
representación que vale para cada cual (CJ, b 28)12.
De manera muy subjetiva, esa sería la verdadera justificación del discurso de
un pintor: el desplazamiento del énfasis mediante la observación con nuevos
medios. Aliviar el aspecto formal, sobrecargado conscientemente, mediante
el nuevo tipo de intuición; insistir con más presión a partir de los contenidos”. Paul Klee, Kunst-Lehre. Aufsätze, Vorträge, Rezensionen und Beiträge zur
bildnerischen Formlehre, Reclam Verlag, Leipzig, 1991, p. 70.
12 En el mismo sentido se dice en el § 35 que la representación por la que
es dado un objeto exige la concordancia de dos fuerzas representacionales:
“la de la imaginación (para la intuición y composición de lo múltiple de ésta)
y la del entendimiento (para el concepto como representación de la unidad
de esta composición)”.
269
•
La imaginación se entiende aquí como la facultad de “composición
de lo múltiple de la intuición”13. El contexto alude inequívocamente a su función dentro del conocimiento teórico, el cual es el
único modo de representación de los objetos que vale para todos
los hombres. En otras palabras, gracias a la naturaleza trascendental de la imaginación, cualquier sujeto humano que se enfrente a
cualquier objeto, bello o no, no percibe una mera yuxtaposición
caótica de datos sensibles, sino una composición de los mismos.
Así, pues, la imaginación, en tanto que facultad de composición
de lo múltiple, es común a todo juicio, sea teórico o de gusto. Pero
precisamente gracias a que es común a ambos, puede transferir al
segundo la universal comunicabilidad propia del primero, puesto
que el conocimiento es “el único modo de representación que vale
para cada cual”14.
De esta manera, la principal diferencia entre un juicio de conocimiento y un juicio de gusto no reside entonces, al menos en primera
instancia, en que los contenidos o las funciones de la imaginación
sean distintos en uno y otro caso, sino en el tipo de relación entre
una misma imaginación y la facultad de los conceptos. A diferencia
de lo que ocurre en un juicio de conocimiento, para declarar bello a
un objeto el juicio de gusto no necesita responder a la pregunta de
qué sea la composición ofrecida por la imaginación, lo que implicaría reducirla a la unidad de un concepto determinado. Por decirlo
de alguna manera, el entendimiento no se ve “perturbado” por tal
composición, ni impelido a buscar conceptos determinados para
ella. Tan sólo le basta reconocer que tal composición no repugna
•
270
13 Si nos remitiéramos a una comparación con la doctrina desarrollada en
la Crítica de la razón pura, salta a la vista que aquí no se alude a la imaginación
en tanto que productora de esquemas que hacen posible la relación entre intuiciones y conceptos. Tampoco se alude a la triple síntesis (de aprehensión
en la intuición, de reproducción en la imaginación y de reconocimiento en el
concepto) que deben sufrir los contenidos intuitivos para ser materia apta de
conocimiento. No obstante, podría pensarse que la función de “composición”,
atribuida aquí a la imaginación, condensa los resultados de la triple síntesis, si
bien esta vez no con miras a su subsunción bajo un concepto determinado.
14 “Mas nada puede ser universalmente comunicado (allgemein mitgeteilt)
sino el conocimiento, y la representación, en la medida que pertenezca al
conocimiento. Pues sólo en esta medida ella es objetiva, y tiene sólo por esto
un punto universal de referencia con que es forzada a concordar la fuerza
representacional de todos (CJ, § 9, b 27).
Juicio de gusto y conocimiento
v
con su función de unidad conceptual. En ese sentido se afirma que
tal representación (o composición) pone a la imaginación que la ha
producido en un estado de libre juego con el entendimiento. Pero
si además se dice de dicho estado que es “comunicable” –es decir,
que legítimamente puede pensarse como posible en cualquier
sujeto que, prescindiendo de factores meramente privados, se enfrente con tal representación–, es porque tanto las facultades en él
implicadas son las mismas que las implicadas en el conocimiento
–que es comunicable–, como porque una representación dada –la
del objeto bello– las ha puesto en idéntica disposición.
Sin embargo, en el contexto de la CJ nos enfrentamos con un paso
argumentativo que confiere al concepto de imaginación un significado adicional, distinto del que acabamos de examinar. En efecto,
Kant afirma que para la composición de lo múltiple en un juicio
de gusto, la imaginación ha de ser libre, productiva y no reproductiva, pues de lo contrario estaría constreñida por las “leyes de la
asociación” (CJ, b 69). En lo que se refiere a la diferencia entre imaginación productiva y reproductiva, ésta ya había sido introducida
en la Crítica de la razón pura, aduciendo para ello idénticos motivos.
Allí dice Kant que, a diferencia de las relaciones de la imaginación
productiva, las de la reproductiva “sólo poseen validez subjetiva”
(CRP, b 141), y que,
en tanto que ahora la imaginación es espontaneidad, en ocasiones también la llamo imaginación productiva, y la distingo así
de la reproductiva, cuya síntesis está sometida exclusivamente a
leyes empíricas, a saber las de la asociación, y que por ello no
aporta nada a la explicación de la posibilidad del conocimiento a
priori, y por ende no pertenece a la filosofía trascendental, sino a
la psicología (CRP, b 152).
271
Si desde la perspectiva de la Crítica de la razón pura interpretamos la
noción de imaginación tal como aparece en el § 9 de la CJ –“composición de lo múltiple de la intuición”–, diremos que, básicamente,
en ambos lugares se dice lo mismo: ella es condición trascendental
para la percepción de objetos. Así mismo, en ambos tratados tal
imaginación es espontánea y en cuanto tal productiva, entendiendo con ello que los criterios para sus composiciones son aportes
suyos a priori y no están determinados por la experiencia sensible
con el objeto, o que son espontáneos porque no se derivan de las le-
•
yes empíricas de la asociación. Sin embargo, en el transcurso de la
CJ, Kant va mucho más allá de los anteriores asertos: allí atribuye a
la productividad de la imaginación una actividad y una libertad que
sobrepasan sus características en tanto que mera condición trascendental del conocimiento. Así, pues,
si en el juicio de gusto se debe considerar a la imaginación en
su libertad (in ihrer Freiheit), entonces se la supondrá, primeramente, no reproductiva, como cuando está sometida a las leyes
de la asociación, sino como productiva y activa por sí misma
(selbstthätig) (como creadora de formas arbitrarias de intuiciones
posibles) (als Urheberin willkürlicher Formen möglicher Anschauungen); y aunque por cierto que en la aprehensión de un objeto
dado de los sentidos ella está ligada a una determinada forma
de este objeto, y en esa medida no tiene un libre juego (como
en la poesía), de todos modos puede concebirse que el objeto
precisamente podría proporcionarle una forma tal que contenga
una composición de lo múltiple como la que esbozaría la imaginación, si ella misma fuese dejada libre, en acuerdo con la legalidad del entendimiento en general (CJ, Observación general sobre la
primera sección de la analítica, b 69).
•
272
La actividad o espontaneidad de esa imaginación productiva es
ahora también calificada como libertad capaz de crear formas arbitrarias de intuiciones posibles. Es cierto que en los juicios de gusto
(pero también en los juicios de conocimiento de algo dado), y para
la “aprehensión de un objeto dado de los sentidos”, la espontaneidad de la imaginación productiva está de todos modos relacionada
con la imaginación reproductiva que depende de las leyes empíricas de la asociación (“ella [es decir, la imaginación productiva
- l.p.] está ligada a una determinada forma de ese objeto, y en esa
medida no tiene libre juego”). En el caso específico de la creación
y recepción de obras plásticas (por lo demás sólo figurativas), es
justamente la imaginación reproductiva quien proporciona los modelos, de los que, según Kant, puede prescindir la poesía (y habría
que añadir la música).
No obstante, esa imaginación productiva también es capaz de una
libertad que puede crear “formas arbitrarias de intuiciones posibles”. Esta arbitrariedad significa su independencia –y su posible
divergencia– con respecto a las formas de objetos exteriores que se
Juicio de gusto y conocimiento
v
aprehenderían mediante los sentidos, o también la independencia
–y eventual divergencia– de sus composiciones con respecto a
los modelos artísticos. En este tipo de productividad de la imaginación reside justamente el “espíritu” de las obras de arte, y ella
es causa de que se susciten ideas estéticas en el espectador. Pero
entonces, no sólo no pueden confundirse estas dos acepciones de
la espontaneidad productiva de la imaginación, sino que en el segundo caso bien podría suceder que esta libertad radical resultara
inconveniente para el juicio de gusto, constituyéndose además en
un factor perturbador para su universal comunicabilidad.
Ya hemos examinado los motivos por los que Kant quiere anudar
la espontaneidad de la imaginación con la imaginación poética: así se
podrían evitar las limitaciones estéticas del juicio de gusto antes
aludidas. Por otra parte, con la introducción de la función poética
de la imaginación, también puede atenderse mejor a la naturaleza
específica de la creación artística. Sin embargo, que el arte bello pueda, además, tener espíritu, o que el placer del gusto pueda, además,
ir acompañado de una interesante animación en el espectador, son
eventualidades que no prueban la implicación necesaria de tales
términos, sino que por el contrario aluden a la heterogeneidad de
funciones de la imaginación productiva. Así las cosas, bien podemos concebir un arte con espíritu aunque sin belleza, o también una
interesante animación sin el placer del gusto.
La universal comunicabilidad del arte bello (fundada en la imaginación como condición trascendental del conocimiento) parece
involucrar a la idea estética (producida por la imaginación poética)
sólo cuando ésta se acopla a las exigencias de aquél. Kant considera
que, por fuera del arte bello, el genio produciría obras acaso ricamente ingeniosas, si bien sus efectos resultarían incomunicables,
es decir, serían meramente privados. La noción de belleza alude
aquí a su efecto, la disposición de libre juego entre las facultades,
que es la causa de la comunicabilidad del juicio. Ahora bien, aunque es cierto que la libertad imaginativa del genio reta al entendimiento, también tiende a sobrepasar su legalidad, y con ello a
arruinar la universal comunicabilidad del juicio. Por ello Kant no
duda en afirmar que,
Cuando en el antagonismo de ambas propiedades en un producto algo deba ser sacrificado, ello debería ocurrir antes, del
273
•
lado del genio: y la facultad de juzgar, que en asuntos del arte
bello tiene pretensión a principios propios, permitirá que se quebrante la libertad y la riqueza de la imaginación antes que el
entendimiento (CJ, § 50, b 203).
Así, pues, la libertad y riqueza de la imaginación son sin duda
un valioso instrumento que permite superar las limitaciones de
una experiencia del gusto amenazada por el academicismo y el
hastío. No obstante, el tan denostado academicismo parece estar
muy cerca de haber alcanzado la configuración formal básica que
se adecúa al gusto, y cuyo rebasamiento podría ser legítimamente
sacrificado; más allá de ella, el genio no podría avanzar sin caer
en el sinsentido. Por eso, y a diferencia de las posibilidades infinitas de progreso que tiene el científico, para el genio productor de
belleza
el arte se detiene en algún punto, en cuanto le está fijado un
límite por sobre el cual no puede avanzar, que presumiblemente
ha sido ya alcanzado desde hace tiempo, y no puede ser más
ampliado (CJ, § 47, b 185).
•
274
Desde este punto de vista, muy a la manera del clasicismo, Kant
estima que más que creador, el genio es un renovador de la presentación de formas ya alcanzadas, y que supuestamente garantizan
un consenso universal. Pero aceptar un límite formal, presumiblemente alcanzado ya desde hace tiempo, no susceptible de ser
ampliado, y al cual ha de adaptarse y conformarse la riqueza
imaginativa del genio, equivale a sacrificar lo que aquí consideramos como el potencial cognoscitivo, es decir de descubrimiento
y avance, de la idea estética, y ello por mor de la comunicabilidad
que supuestamente le garantiza su vinculación con la forma bella.
De esta forma, aunque a la obra de arte como tal no le es inherente
su confinamiento dentro de los límites que le imponga el gusto,
es preciso atender a la dificultad planteada acerca de la eventual
incomunicabilidad de una idea estética que se emancipa de su
tutela.
En efecto, una vez desconocidos los límites intraspasables del arte
aludidos por Kant, es razonable suponer que sólo el artista que
alberga una idea estética pueda juzgar adecuadamente si ella ha
encontrado apropiada expresión en la obra por él realizada. Y aún
Juicio de gusto y conocimiento
v
en el caso de que una obra con espíritu diera mucho que pensar al
espectador, nada garantiza que la idea que anima a la obra coincida
con los pensamientos que suscita en él. Además, por mucho que
dé a pensar, nada asegura que todos quienes piensan a partir de
la obra, piensen lo mismo. Dado que las ideas estéticas que la obra
suscita en la imaginación del espectador dependen de la naturaleza
individual de éste, y que no están destinadas a ser subsumidas bajo
ningún concepto, en principio parecería que nada podría conducirnos fuera de esta Torre de Babel en la que acaso podamos encontrar
opiniones o creencias, pero difícilmente conocimientos.
En el ámbito de lo artístico, conocimiento puede significar en primer
lugar la clasificación de un objeto como obra de arte, es decir, la
subsunción de un objeto singular dado bajo un concepto de lo que
sea obra de arte15. Pero aunque nuestros juicios sobre la obra de
arte presupongan la subsunción mencionada, es claro que ella no
constituye su contenido esencial. En lo que se refiere al arte bello,
Kant afirma que no es posible ninguna ciencia16. No obstante, el
15 Según el § 43 de la CJ, la definición del concepto de obra de arte se logra mediante la especificación de sus diferencias con respecto a los objetos
naturales y a otros objetos producto de la actividad humana. Con respecto al
primer criterio, el arte es un hacer (facere-Tun) cuya consecuencia es una obra
(opus-Werk). Este proceso supone “un arbitrio que pone razón en el fundamento de sus acciones”. Así, la obra de arte supone que su “causa productora
se ha pensado un fin, gracias al cual aquella tiene su forma”. Por el contrario,
un objeto natural no es un opus, sino un effectus (Wirkung), es decir la consecuencia de un actuar u obrar en general (agere-Handeln oder Wirken überhaupt),
para la que no es preciso suponer una causa productiva inteligente, y que
puede ser atribuida a procesos causales mecánicos o al instinto. Con respecto al segundo criterio, pese a que tanto la obra de arte como otros productos
humanos presuponen un conocimiento previo de lo que quiere producirse,
la creación artística requiere de una habilidad práctica (Geschicklichkeit), de la
que carece el teórico que puede saber cómo debe ser hecho un objeto, y sin
embargo carece de la destreza para lograrlo. Finalmente, aunque también el
artesano posee dicha habilidad, su opus es llamado artesanía (Handwerk) y no
obra de arte (Kunstwerk). La diferencia consiste no sólo, ni principalmente, en
el carácter utilitario de la primera, sino en que la obra de arte es actividad
libre y no compelida. En ese sentido, podría afirmarse que el llamado “arte
por encargo”, como sucede por ejemplo con muchas composiciones musicales durante el Ancien Régime, no es en realidad arte sino artesanía, y sus
productores no habrían de ser llamados artistas sino artesanos.
16 Lo contrario implicaría que debería poder resolverse, “mediante argu-
275
•
problema que aquí nos ocupa es el de si existe conocimiento en
la obra de arte en cuanto arte, y si el espectador puede acceder a
él, es decir, a las ideas estéticas que la obra expresa. Al respecto
Kant dice que “una idea estética no puede llegar a ser conocimiento
porque ella es una intuición (de la imaginación) para la que nunca
puede encontrarse un concepto adecuado” (CJ, § 57, b 240).
La concepción del conocimiento que Kant tiene aquí en mente es
o bien la de la subsunción de intuiciones bajo conceptos dados, o
bien la de la reflexión que busca la construcción de conceptos clasificatorios adecuados para un ente individual. Ambas direcciones
resultan inaplicables para la comprensión de las ideas estéticas,
y lo mismo puede decirse del lenguaje proposicional en el que se
expresan tales tipos de conocimiento. En efecto, si nos servimos de
la forma de un juicio categórico, las ideas estéticas serían el sujeto
de tal juicio que sin embargo no puede ser subsumido bajo ningún
concepto determinado de predicado. A ello alude Kant cuando
afirma que “a la idea estética podría llamársela una representación
inexponible (inexponible) de la imaginación” (ibid.).
6. Conocimiento simbólico, idea estética y comunicabilidad
Existe no obstante un campo en el que Kant ha reconocido el título
de conocimiento a una relación entre concepto e intuición, distinta a
las de subsunción y clasificación. Se trata de las ideas de razón, cuyo
conocimiento se obtendría mediante el símbolo.
•
276
Como anteriormente se vio, la noción de idea de la razón es introducida por Kant en una especie de paralelismo con la idea estética:
ésta es “la pareja (Pendant) de una idea de la razón, que a la inversa
es un concepto para el cual ninguna intuición (representación de
la imaginación) puede ser adecuada” (CJ, § 49, b 193). Ambas son
llamadas ideas porque, aunque cada una a su manera, ellas sobrepasan los límites de la experiencia; y además, en el caso de las estéticas, porque ningún concepto les resulta plenamente adecuado.
Pese a que en virtud de su radical heterogeneidad ninguna intuición pueda resultar plenamente adecuada con respecto a los conceptos de la razón, ya desde la Crítica de la razón pura se nos ha
mentos probatorios, si algo ha de ser tenido por bello o no” (CJ, § 44, b 177).
empíricos, entonces las últimas se llaman ejemplos. Si aquellos
Juicio de gusto y conocimiento
son conceptos puros del entendimiento, entonces las últimas son
v
advertido que “pensamientos (Gedanken) sin contenido son vacíos,
intuiciones sin conceptos son ciegas” (A 51). Así, pues, incluso si
se trata de los conceptos puros del entendimiento, su presentación
sensible se hace imprescindible, jugándose en ello su realidad, tal
como se afirma en la CJ:
Para exponer (darzutun) la realidad (Realität) de nuestros conceptos siempre serán requeridas intuiciones. Si son conceptos
llamadas esquemas (CJ, § 59, b 254).
Movido por idéntico razonamiento, y atendiendo ahora a los conceptos de razón para los que por definición no hay intuición adecuada posible, Kant introduce una nueva especie de hipotiposis, o
presentación sensible de un concepto, distinta a los ejemplos y los
esquemas. En efecto, en este caso el modo de representación intuitivo “puede ser dividido en el modo de representación esquemático
y en el simbólico” (b 255):
Todas las intuiciones que son puestas bajo conceptos a priori son
pues, o esquemas o símbolos, en donde los primeros contienen
representaciones directas del concepto, y los segundos indirectas. Los primeros hacen esto demostrativamente, los segundos
por medio de una analogía (para lo cual uno también se sirve de
intuiciones empíricas), en las cuales la facultad de juzgar ejecuta
un doble negocio: primero, aplicar el concepto al objeto de una
intuición sensible, y luego, en segundo lugar, aplicar la mera regla de la reflexión sobre esa intuición a un objeto completamente
distinto, del cual el primero es sólo el símbolo (CJ, b 256).
Así, pues, la exposición de la realidad de los conceptos empíricos
son los ejemplos, mientras que en los conceptos a priori, si son
del entendimiento, serán los esquemas, y los símbolos para las
ideas de la razón. En este último caso importa resaltar la relación
específica entre términos tan heterogéneos como el símbolo, que
contiene elementos empíricos, y el concepto puro al que se refiere.
Al respecto, Kant explicita una peculiar actividad de la reflexión
que ya no consiste en aquella comparación orientada a encontrar
un concepto común con miras a la clasificación de varios objetos
singulares. Aquí, la comparación es analógica y busca tender un
puente para vincular dos polos lógicamente heterogéneos, tal
277
•
como sucede en ejemplos y esquemas, sin eliminar su subsistencia
e independencia. Al relacionar mediante el símbolo a la intuición
con su referente, la reflexión reconoce aspectos de éste que hubiesen permanecido en la oscuridad si el símbolo no los hubiese
explicitado. El símbolo es, pues, una construcción imaginativa y
sensible que explicita aquello que hace de su referente –así sea éste
un concepto– algo único.
En su teoría del símbolo, resulta evidente la preocupación de Kant
por exponer la realidad de los conceptos morales, y por ello, como
su título lo indica, el propósito del numeral 59 de la CJ es mostrar
“la belleza como símbolo de la eticidad”. Con todo, es igualmente
evidente que el ámbito de aplicación de la exposición simbólicoanalógica de los conceptos no se agota en las ideas morales. Es
significativo que el propio Kant reconozca la necesidad que tiene la filosofía de recurrir a expresiones analógicas, metafóricas,
simbólicas, distintas incluso de los esquemas, y que se sirven de
intuiciones empíricas para la construcción y comprensión de sus
propios conceptos:
Nuestra lengua está llena de presentaciones indirectas de este
tipo, según una analogía, mediante la cual la expresión no contiene el esquema propiamente dicho para el concepto, sino meramente un símbolo para la reflexión. Así, son palabras tales como
fundamento (apoyo, base), depender (ser sostenido desde arriba),
fluir de algo (en lugar de seguir), substancia (como se expresa
Locke: el portador de los accidentes), e innumerables otras que
no son hipotiposis esquemáticas sino simbólicas, y expresiones
para conceptos no por medio de una intuición directa, sino sólo
según una analogía con los mismos, es decir, según el traslado
de la reflexión desde un objeto de la intuición hacia un concepto
•
278
completamente distinto, al que tal vez nunca pueda corresponder directamente una intuición (CJ, § 59, b 257).
En el símbolo, la relación entre concepto –a menudo él mismo
preñado de elementos simbólicos– e intuición deja de ser una subsunción gracias a la cual, si bien el concepto adquiriría realidad,
también definiría qué es lo significativo de la intuición. En varios
de los ejemplos propuestos por Kant, la relación se invierte, pues
el objeto de conocimiento es precisamente un concepto (piénsese
en los conceptos de fundamento, substancia, Dios, o eticidad), y el
Juicio de gusto y conocimiento
v
conocimiento del mismo no remite a otro concepto, como sucede
en el lenguaje proposicional, sino que consiste en un símbolo –es
decir, una intuición–. Pero así mismo, el símbolo tampoco pretende
ser plenamente adecuado con respecto a su objeto, ni subsumirlo,
ni reproducirlo. Aquí se requiere de una actividad de la reflexión
que compare, corrija, se desplace entre el símbolo y su objeto conceptual, construyendo y afinando la relación –analogía– entre esos
dos elementos de naturaleza heterogénea.
De tal actividad reflexiva específica, afirma Kant refiriéndose al
ámbito práctico puro o moral –que es conocimiento, no obstante
que ella no consiste ni en la subsunción determinante, ni en la reflexión inductiva o clasificatoria–:
Si se puede llamar ya conocimiento a un mero tipo de representación (Wenn man eine bloße Vorstellungsart schon Erkenntnis nennen
darf) (lo que ciertamente es permitido si aquél es un principio no
de la determinación teórica del objeto, de qué deba ser éste en
sí, sino de la [determinación] práctica, de qué deba llegar a ser
la idea de aquél para nosotros y para el uso conforme a fin de
aquella, entonces todo nuestro conocimiento de Dios (alle unsere
Erkenntniss von Gott) es meramente simbólico (CJ, § 59, b 257).
Desde un punto de vista “lógico” importa señalar el reconocimiento de un tipo de conocimiento que no es teórico-determinante ni
tampoco inductivo o clasificatorio, y que se impone en virtud de
que la naturaleza específica de su objeto no es aprehendida por los
modos de conocimiento mencionados. Así, por ejemplo, no se trata
sólo de que no nos sea dado un conocimiento teórico de la existencia de Dios, sino que incluso si lo fuera, para tal conocimiento
resultaría inadvertido precisamente aquello que específicamente
es importante en la idea de Dios, a saber su significación práctica.
De ahí la necesidad del conocimiento simbólico.
Sin embargo, al menos en principio, nada indica que el conocimiento simbólico sea privativo de tales objetos “práctico-conceptuales”.
En efecto, como ya lo hemos visto, el propio Kant proporciona
ejemplos que muestran un campo de aplicación muy amplio. Así,
por ejemplo, aunque la realidad de los conceptos a priori del entendimiento sea mostrada mediante la hipotiposis esquemática,
esto no impide su hipotiposis simbólica. Por otra parte, la reflexión
279
•
analógico-simbólica también resulta aplicable a objetos distintos
de los conceptos práctico puros, como lo muestra Kant con su
ejemplo del Estado despótico simbolizado en un molinillo (cfr. CJ,
§ 59, b 256).
En el caso de los objetos de la experiencia, el conocimiento que
Kant caracteriza como “la determinación teórica del objeto” equivale a su subsunción bajo conceptos. Pretender un conocimiento
tal para objetos que por definición no son de la experiencia –tales
son las ideas de la razón–, equivaldría a incurrir en un dogmatismo metafísico. Pero de manera inversa, pretender que el único
conocimiento posible es el determinante equivaldría a incurrir en
un dogmatismo epistemológico. Por ello afirma Kant que el símbolo, en tanto que “conocimiento” de [aquellos] objetos [que no son
de la experiencia] no pretende determinar “qué deban ser éstos en
sí”, sino qué función han de cumplir dentro de nuestra constitución moral. Pero si entendemos la hipotiposis como “presentación,
subiectio sub aspectum” (CJ, § 59, b 255), bien podemos afirmar que,
con respecto a los conceptos del entendimiento o a los conceptos
empíricos, la hipotiposis simbólica consiste precisamente en la presentación –conocimiento– de aquellos aspectos de los mismos, que
quedan por fuera del alcance de los ejemplos o de los esquemas.
Así, pues, el conocimiento analógico que pretende el símbolo no
tiene objetos específicos propios, pero tampoco quiere suplantar
ni al conocimiento determinante ni a la reflexión inductiva. Sólo
busca sacar a la luz aquellos aspectos que se sustraen a estos tipos
de conocimiento conceptual o genérico, y sus objetos bien pueden
ser de la naturaleza, del mundo histórico social, o incluso, como ya
se ha visto, de conceptos.
•
280
Afirmar de la analogía simbólica que es conocimiento implica sin
embargo abordar el problema de la comunicabilidad que pueda
atribuírsele. Sin ésta acaso hablaríamos de “inspiraciones individuales”, pero no de conocimiento. Ahora bien, me parece que en el
presente contexto tanto la comprensión como la fundamentación de
la comunicación en términos trascendentales resultan inadecuadas.
En efecto, aún afirmando que la reflexión por analogía implica fundamentos trascendentales que podemos presuponer a priori en todo
hombre, su práctica ha de darse necesariamente en condiciones
empíricas que varían según los individuos y sus contextos, y que
La dificultad señalada puede cobijar a todo tipo de conceptos, aunque resulta particularmente ilustrativa a propósito de los conceptos
empíricos. En efecto, la reflexión analógica tiende el puente entre
una imagen y un concepto al que ella se refiere, lo que en la práctica
presupone que tanto el concepto como la imagen en cuestión ya
han sido apropiados por el intérprete. Así, por ejemplo, para quien
carezca del concepto de un “Estado monárquico gobernado por
leyes populares internas”, la imagen que quiera representarlo, sea
la del águila propuesta por Kant, nada podrá decir con respecto
a su supuesto representado. La “universal comunicabilidad” del
símbolo, es decir, el que ante una representación dada cualquier espectador pueda remitirla a tal concepto, implica un acervo cultural
previo en el espectador, que normalmente ha sido acuñado dentro
de una determinada comunidad cultural. Pero dado que esta última no puede ser universalmente presupuesta, el “desciframiento”
del símbolo implica el recurso a una noción de comunicación no entendida trascendentalmente, sino precisamente a aquella que Kant
entrevió como sentido común regulativo y no constitutivo.
Dicho lo anterior acerca del símbolo, nos resta por averiguar qué de
ello pueda resultar aplicable con respecto a la obra de arte y a las
ideas estéticas que ella expresa. El asunto central a decidir es si la
noción de conocimiento simbólico les resulta pertinente. Se trata
ahora de intuiciones que se plasman en objetos específicos, para
cuya comprensión –¿conocimiento?– ningún concepto resulta
plenamente adecuado. Sin embargo, si no desafiaran a la facultad
de los conceptos, poniéndola en actividad, tales intuiciones serían
meras imaginerías privadas y además ciegas. En este contexto se
afirma entonces que la obra de arte es símbolo de la idea estética,
y que su recepción implica procedimientos reflexivos similares, si
bien inversos, a los puestos en práctica para el conocimiento simbólico de los conceptos.
Juicio de gusto y conocimiento
v
determinan sus contenidos específicos. En otras palabras, aunque
podemos suponer que todo hombre está en capacidad de establecer
analogías entre conceptos y símbolos, no todos realizarán las mismas analogías, ni cualquiera estará en capacidad de comprender
espontáneamente una analogía propuesta. Esto por supuesto no
significa que ellas sean inaccesibles salvo para quien las produzca,
sino que la reflexión se enfrenta con tareas adicionales.
281
•
El conocimiento aquí pretendido no es el de la adecuación entre
símbolo u obra de arte e idea estética –lo que equivaldría a entender
el símbolo como un “conocimiento en sí” de su objeto–. Tampoco
se trata de que el símbolo haya de ser interpretado como “ejemplo”
de la idea a la que se refiere. En tanto concreción simbólica de una
intuición, la obra de arte pretende más bien arrojar luz sobre aspectos específicos de una realidad que escapa a las anteriores relaciones cognoscitivas. Tal puede ser el caso cuando intenta aprehender
la especificidad de objetos individuales que no obstante escapan
a la experiencia cotidiana que de ellos se tiene, o cuando muestra
relaciones desconocidas o desatendidas de los mismos, o incluso
cuando crea mundos o relaciones posibles que relativizan lo que se
tiene por real, y que a menudo anticipan sentidos de realidad hasta
entonces inexistentes. La obra de arte es entonces el “lenguaje” de
una idea estética que disputa su realidad, y que sólo allí, y no en
los conceptos, encuentra su expresión adecuada.
Si en lugar de la ambigüedad del “dar lugar a mucho pensar”, la
idea estética condujese a un concepto determinado, podría decirse
de ella que sería un “ejemplo” de tal concepto o, en otras palabras,
que el juicio sobre la obra de arte presupondría una definición per
genus et differentiam, a partir de la cual se la enjuiciaría: algo así
como si frente a unos girasoles de Van Gogh, nos limitáramos a
decir “son unos girasoles”. Pero si las ideas estéticas plasmadas
en la obra de arte “dan lugar a mucho pensar”, es porque ellas,
incluso si se valen de representaciones de objetos reconocibles, no
apuntan sin embargo a la presentación de ningún concepto, pese
a que su adecuada recepción parezca siempre recurrir a ellos, no
como fines sino como instrumentos.
•
282
La representación artística de las ideas estéticas aspira a un tipo de
claridad distinta a la cartesiana y que Alexander Baumgarten llamaba claridad extensiva. Ésta consiste en la “definición” del objeto
representado en su contexto relacional y a partir de sus determinaciones sensibles. Se pretende de esta manera alcanzar la expresión
de lo que aquí hemos llamado los aspectos específicos de un objeto, que para la lógica tradicional representaban la “inefabilidad”
del individuo justamente porque se sustraían del carácter genérico de los conceptos. Pese a no reconocerlo explícitamente, Kant se
Se llama atributos (estéticos) de un objeto a aquellas formas que
no constituyen la presentación misma de un concepto dado, sino
que sólo expresan, como representaciones colaterales (Nebenvorstellungen) de la imaginación, las consecuencias allí enlazadas
y su parentesco con otras, cuyo concepto, como idea de la razón,
v
no puede ser presentado adecuadamente (CJ, § 49, b 192).
Juicio de gusto y conocimiento
ubica en esta tradición de pensamiento al introducir su concepto
de atributos estéticos:
A diferencia de los atributos lógicos –que expresan lo que hay en
un concepto–, los atributos estéticos “hacen pensar más de lo que se
puede expresar en un concepto determinado mediante la palabra”
(CJ, b 193). Ahora bien, ese plus que no ofrece, ni puede ofrecer el
concepto es precisamente lo que constituye a un individuo como
tal. El que a la idea estética no pueda corresponder ningún concepto determinado, es algo que se deriva precisamente de “la
multiplicidad de representaciones parciales” (b 197), colaterales,
pero no simplemente yuxtapuestas, que la constituyen, y que
todo concepto determinado deja de lado como algo meramente
accidental. El “espíritu” las asocia, y si “vivifica las facultades del
conocimiento” (b 197), es porque fuerza a una exclamación como
la que Baumgarten esperaba del espectador frente a una buena
obra: “¡nunca lo hubiese pensado!”.
Así entendida, la inadecuación conceptual frente a la idea estética
a que alude Kant no puede significar entonces que una recepción
apropiada para la naturaleza de la obra de arte implique la anulación, en general, de la facultad de los conceptos. Lo que aquí está
en juego es más bien el descubrimiento de un nuevo tipo de actividad judicativa, que esta vez no consiste en subsumir sino en comparar analógicamente. Por ello tiene razón Fiedler cuando afirma
el carácter intelectual y no estético de los juicios sobre la obra de
arte:
No es el gusto el que, en las representaciones intuitivas que son
dadas en una obra de arte, descubre algo que no es accesible a
otras facultades del alma, sino que es el entendimiento el que
comprende el mundo de representaciones intuitivas configurado en la obra de arte. Si en esta operación del entendimiento se
quieren reconocer juicios lógicos, es algo que queda por resolver;
en todo caso son juicios del entendimiento y no del gusto. Si se
283
•
quiere expresar en un juicio lógico si un objeto es o no obra de
arte, si tiene un valor artístico alto o escaso, entonces no se deben
examinar cuáles juicios del gusto sobre la obra de arte la han
aprobado, sino si y en qué grado el entendimiento, mediante la
obra de arte, ha sido ilustrado acerca de la esencia intuitiva del
mundo (Fiedler, op. cit., p. 266).
Al referirse a la “esencia intuitiva del mundo”, Fiedler está postulando una dimensión de la realidad cuya vía de acceso adecuada
sería precisamente la producción artística. La historiografía y
la crítica de arte de finales del siglo xix, con la centralidad que
otorgan a nociones tales como la de forma o la de voluntad de arte
(Kunstwollen), concuerdan con esta apreciación y la desarrollan notablemente. Pero esa “nueva lógica” que se originaba a partir de las
exigencias de la recepción de una obra de arte emancipada de la
belleza, también tendría consecuencias en otros campos. Aunque
ya esbozada por Baumgarten, y de alguna manera continuada por
Kant, la “nueva lógica” logrará su desarrollo pleno y autónomo
durante el siglo xix. Contraposiciones como las de Dilthey (ciencias naturales y ciencias del espíritu), Windelband (ciencias nomotéticas y ciencias ideográficas), Rickert (ciencia natural y ciencia
cultural), o construcciones lógicas como la del tipo ideal de Max
Weber, hunden sus raíces en esta reflexión estética que comenzó
a descubrir en la producción artística un tipo de expresión, o si se
quiere, una manera de sentir y concebir el mundo, que no atinaba
todavía a llamarse conocimiento.
•
284
Durante el Ancien Régime, el talento artístico producía para un público reducido, relativamente uniforme y suficientemente conocido. El desplazamiento de la categoría de talento por la de genio, y
el auge de esta última aluden a un hecho social nuevo: muestran
que el artista se enfrenta ahora con un público crecientemente heterogéneo, lo que se traduce en un amplio y complejo espectro de
relaciones posibles. Su liberación con respecto a las presiones de
un público uniforme puede satisfacer la hybris del romántico, pero
también suele implicar la disolución de la comunicabilidad antes
vigente. Frente a este aislamiento, una alternativa posible es la de
acoplarse voluntariamente a una producción que satisfaga necesidades sentimentales detectadas en amplias capas de tal público.
Aunque para orientaciones distintas a ésta, la idea de un sentido
Por supuesto que en nuestros días el crítico también debe ejercer
como juez que se pronuncia sobre los valores teóricos de la obra
en cuestión, si bien el ejercicio de esta función también se muestra
más complejo, si se lo compara con el de sus colegas en la época
clásica. Sin el soporte de objetividad que proporcionaba el criterio
de la utilidad moral, y desvinculado de los requisitos que impone
el gusto, el juicio sobre la obra de arte parece amenazado por un
relativismo, a menudo enmascarado de esoterismo. Al respecto, y
todavía enzarzado en su discusión con el gusto, en los albores del
siglo xx Fiedler afirmaba:
En las obras de arte, tanto como todas las otras cosas, que estén
subordinadas al juicio de gusto, éste recaerá sobre su constitución estética; sólo que entonces deberá ponerse en duda que con
Juicio de gusto y conocimiento
En efecto, la puesta en práctica –siempre renovable– de las máximas del sentido común, hace posible la reconstrucción de un cierto
tipo de comunicabilidad, diferente a la postulada por Kant para
dar cuenta de la universalidad del placer implícita en el juicio de
gusto. Hay una nueva función para el crítico de arte, que no se limita a su papel de juez y que consiste en ser intermediario entre
el artista y el público receptor. Así, aunque éste no pueda prescindir de la experiencia directa con la obra, ni haya de inhibirse
de su juicio inmediato, es decir de su pensar por sí mismo, puede
no obstante esperar del crítico que le facilite el tránsito al pensar
en el lugar –no ya de cada uno de los otros, sino– de un otro, es
decir del artista y su obra. Este último punto de vista, el del artista
y su obra, se muestra hoy particularmente complejo, y a menudo
implica descifrar condiciones históricas, complicados paradigmas
estético-metafísicos e intenciones individuales que se anudan y
dan lugar a la idea estética. En esta confrontación el espectador,
ayudado por el crítico, somete a prueba su propio sentido de lo
posible y de lo consistente, y tal vez el resultado sea su acceso y
comprensión de horizontes de realidad que antes ignoraba o que
hubiese considerado simplemente como imposibles (absurdos). En
ese caso, su pensar de acuerdo consigo mismo se habrá enriquecido.
v
común lógico como principio regulativo quizás podría mostrarse
como adecuada para el tipo de comunicabilidad exigida por este
nuevo tipo de producción artística, que en ocasiones reclama para
sí el título de conocimiento.
285
•
ello se haya tocado la esencia propia de la obra de arte. Esta puede tanto como otras cosas ser también bella y sublime; pero en
tanto que obra de arte deben corresponderle determinadas cualidades que sólo se le atribuyen en tanto que obra de arte y que
constituyen un concepto de obra de arte, bajo las cuales, sólo por
medio de un juicio lógico, puede ser subsumida la obra de arte
individual. Si se alcanza un acuerdo sobre el concepto, entonces
también se puede forzar la aprobación mediante demostración,
aprobación que desde luego no se funda en que la obra de arte
concernida se apruebe como bella ante el juicio de gusto, sino
en que su inspección reconozca en ella una obra de arte. Pero
aquellos que no han llegado a un concepto correcto, o incluso
a un concepto en general, de arte, se satisfacen con el juicio de
gusto. Aquellos que, por razón de su concepto de arte, juzgan
lógicamente sobre obras de arte, se equivocan fácilmente acerca
de su propio procedimiento en la medida en que, por una parte
junto al lógico va al lado un juicio de gusto, y por otra parte en
que el conocimiento mismo puede despertar una sensación de
placer (Fiedler, ibid., p. 265).
•
286
Ahora bien, el acuerdo en lo que se refiere al concepto de obra de
arte, es decir a las cualidades que han de atribuírsele en cuanto
tal, no resultó tan inmediatamente factible, ni tan plenamente
logrado como parecía suponerlo Fiedler. De ahí buena parte de
la desorientación que parece afectar tanto a la producción como
a la recepción artística contemporáneas. Con todo, y tal como lo
señalaba Hume, el sentir común sigue distinguiendo entre buenas
y malas obras, entre buenos y malos juicios. Así, pues, más que forzar la aprobación mediante demostraciones, el camino que queda
abierto es el de persuadir, mediante la producción de argumentos
y como en cualquier asunto humano discutible, acerca de la plausibilidad de conceptos de obra de arte y de los eventuales valores
cognoscitivos de las obras particulares. Reconocer la precariedad
de los consensos, no nos excusa, como lo pretende el relativismo,
de los esfuerzos que implica el construirlos. Tal es el significado
regulativo del kantiano sentido común, como perspectiva de lo
aún por construir.
Descargar