QUINTO ENCUENTRO “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has

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QUINTO ENCUENTRO
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”
Es un salmo de súplica individual en la persecución. Las palabras de Jesús expresan todo el drama espiritual
que sufre en medio del tormento de la cruz, siendo consuelo para su alma.
A la luz de este salmo, la cruz no es un fracaso, no es una derrota de uno que había excedido en ilusiones
mesiánicas: era el cumplimiento de un plan trazado por Dios y desde antiguo anunciado a su pueblo Israel. Nuestro
salmo tiene, en el antiguo testamento, un paralelo impresionante, también muy conocido del pueblo cristiano: el
canto del Siervo de Yahveh, del profeta Isaías (52, 13-53, 12).
Este texto de Isaías es más bien una profecía mesiánica sobre lo que sufriría el Siervo de Yahveh para la
redención de los hombres. El Salmo 22 (21), aun siendo también una profecía mesiánica, expresa la realidad de un
hombre justo, el salmista, que había vivido en carne propia las amargas experiencias que describe.
Otra diferencia es que el salmo 22 (21) se expresa en primera persona. Es el mismo hombre que sufre el que
describe su dolor. Su descripción es algo viviente, que sufre en carne viva. Algo existencial que afecta a todo su ser.
Y lo primero que manifiesta es el sentimiento de abandono de Dios: “A pesar de mis gritos, mi oración no te
alcanza. Dios mío, de día te grito, y no respondes”. El salmista se siente desamparado, y lo hunde en un abismo de
tristeza y angustia: “Mi corazón como cera, se derrite en mis entrañas”.
Experimenta la separación de aquel Dios que tanto había amado, el desengaño de no ser escuchado por
aquel que siempre lo había socorrido y juntamente con la angustia del corazón viene la aflicción moral, la
humillación psicológica, los desprecios y las burlas de sus enemigos. Y por si fuera poco el mal físico, un mal intenso y
extendido por todo su cuerpo. En una palabra se siente anonadado, perdido.
Con todo, el salmista no ha perdido la confianza en Dios. El Dios en el que siempre había creído y en el que
siempre había esperado. A pesar de las tinieblas, él confía en Dios.
Por último, este salmo 21, nos describe su salvación: como Dios en realidad no lo ha abandonado, como lo
ha escuchado, como lo ha mirado:
“porque no ha sentido desprecio ni repugnancia hacia el pobre desgraciado”
Su fe y su confianza han triunfado. La alegría vuelve a resplandecer en su rostro. Dios nunca falla. Siempre
responde. A veces se hace esperar, pero jamás desoye las suplicas de sus fieles. Dios prueba la fe de los suyos, pero
nunca defrauda.
En el Gólgota
En boca de Jesús, este “Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandona?” expresa toda la desolación del
Mesías, Hijo de Dios, que está afrontando el drama de la muerte, una realidad totalmente contrapuesta al Señor de
la vida.
Abandonado por casi todos los suyos, traicionado y renegado por los discípulos, rodeado por los que le
insultan, Jesús está bajo el peso aplastante de una misión que debe pasar por la humillación y aniquilamiento. Por
eso grita al Padre y su sufrimiento asume las palabras dolientes del Salmo. No es un grito desesperado, como no lo
era el del Salmista, que en su súplica recorre un camino atormentado que llega finalmente a un perspectiva de
alabanza, en la confianza de la victoria divina.
El orante evoca su propia historia personal de relación con el Señor, remontándose al momento
particularmente importante del inicio de su vida. Y allí, no obstante la desolación del presente, el Salmista reconoce
una cercanía y un amor divino tan radical, que ahora puede exclamar, en una confesión llena de fe y generadora de
esperanza: “desde el seno de mi madre, tú eres mi Dios”.
Las imágenes usadas en el Salmo, describiendo a los agresores como bestias feroces, sirven para decir que
cuando el hombre es un ser brutal que agrede a sus hermanos, algo animal lo posee, parece perder su apariencia
humana; la violencia tiene algo de bestial y sólo la intervención salvadora de Dios puede restituir la humanidad al
hombre.
Ante ellos, el salmista pide socorro, en un grito que abre los cielos, porque proclama una fe, una seguridad
que va más allá de toda duda, de toda oscuridad y de toda desolación. Y el lamento se transforma, deja lugar a la
alabanza en la acogida de la salvación.
Este Salmo nos ha llevado al Gólgota, a los pies de la cruz, para revivir su pasión y compartir la alegría
fecunda de la resurrección. Dejémonos invadir de la luz del misterio pascual y, como los discípulos de Emaús,
aprendamos a discernir la verdadera realidad más allá de las apariencias, reconociendo el camino de la exaltación en
la humillación y la plena manifestación de la vida en la muerte, en la cruz.
Así poniendo de nuevo toda confianza y esperanza en Dios Padre, en el momento de la angustia, le
podremos rezar con fe también nosotros y nuestro grito de auxilio se transformará en cantos de alabanza.
Benedicto XVI, Homilia 14-09-2011
Comienzo este Salmo de rodillas. Señor, tú lo dijiste en la cruz, cuando el sufrimiento de tu alma llevaba a su
colmo al sufrimiento de tu cuerpo en último abandono.
Son tus palabras, Señor. ¿Cómo puedo hacerlas mías? ¿Cómo puedo equiparar mis sufrimientos a los tuyos?
¿Cómo puedo pretender subirme a tu cruz y dar tu grito, consagrado para siempre en la exclusividad de tu pasión?
Este Salmo es tuyo, y a ti se te ha de dejar como reliquia de tu pasión, como expresión herida de tu propia angustia,
como testigo dolorido de tu encuentro con la muerte en tu cuerpo y en tu alma.
Y, sin embargo, siento por otro lado que este Salmo también me pertenece a mí, que también hay
momentos en mi vida en los que yo tengo la necesidad y el derecho de pronunciarlas como eco humilde de las tuyas.
No quiero compararme a ti, Señor, pero también yo sé lo que es la angustia y la desesperación, también yo sé lo que
es la soledad y el abandono. También yo me he sentido abandonado por el Padre.
El sufrimiento iguala a todos los hombres, y el sufrimiento del alma es el peor sufrimiento. ¿Dónde quedas
tú, entonces? ¿Dónde estás tú cuando la noche negra se cierne sobre mí? De hecho, es tu ausencia la que causa el
dolor. Si tú estuvieras a mi lado, podría soportar cualquier dolencia y enfrentarme a cualquier tormenta. Pero me
has abandonado, y ésa es la prueba.
La gente me habla de ti en esos momentos; lo hacen con buena intención, pero no hacen más que agudizar
mi agonía. Si tú estás aquí ¿por qué no te muestras? ¿Por qué no me ayudas? Yo no parezco contar para nada en tu
presencia.
Tenía que llegar yo al fin de mis fuerzas para caer en la cuenta de que la salvación me viene solamente de ti.
Mi queja ante ti era en sí misma un acto secreto de fe en ti, Señor. Muéstrate ahora, extiende tu brazo y dispersa las
tinieblas que me envuelven. Devuelve el vigor de mi cuerpo y la esperanza a mi alma. Haz que yo vuelva a sentirme
hombre con fe en la vida y alegría en el corazón. Que vuelva a ser yo mismo y a sentir tu presencia y cantar tus
alabanzas. Eso es pasar de la muerte a la vida, y quiero poder dar testimonio de tu poder de rescatar mi alma de la
desesperación como prenda de tu poder de resucitar al hombre para la vida eterna. Me has dado nueva vida, Señor,
y con gusto proclamaré tu grandeza ante mis hermanos.
Carlos Vallés, Busco tu rostro
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