Presentación «Solamente vendrá lo que tienes preparado y resuelto, el triste reflejo de tu esperanza, ese mono que se rasca sobre una mesa y tiembla de frío. Rómpele la cabeza a ese mono, corre desde el centro de la pared y ábrete paso.» Julio Cortázar «¡Eureka, eureka!» Alborozado, Arquímedes corría desnudo por las calles de Siracusa. Al introducirse en la bañera, se había dado cuenta de que el volumen del agua ascendido era igual al volumen del cuerpo sumergido. De ese modo, había logrado encontrar la fórmula para resolver el problema que le había planteado el rey Hierón: saber si su corona estaba hecha de oro puro o no. Arquímedes había dado con una fórmula para medir el volumen de cuerpos irregulares al poder calcular su densidad a partir de la masa ya conocida. Más allá de la autenticidad de este relato, queremos destacar su significado. Queremos fijarnos en ese eureka y darnos cuenta de que ese «¡lo he encontrado!» nace del golpe de conciencia al ser capaz de desvelar las claves que nos permiten resolver un enigma, un misterio. Esa alegría desbordada expresa la íntima satisfacción al haber resuelto un problema que nos inquieta, que «no nos deja existir». Es la emoción de la luz de la conciencia. Es lo humano, lo más humano: apaciguar nuestro deseo de saber y tranquilizar nuestra mente, insegura frente a lo desconocido. Y para ello, para «salir de dudas», reflexionamos, barruntamos posibles salidas. El regocijo de Arquímedes significa el placer de la recompensa después de la travesía por el desierto de la duda y la incertidumbre. A esa alegría intelectual no es ajena ninguna disciplina, materia o quehacer humano; pero es en la filosofía en la que tiene su asiento más enraizado, porque la filosofía es «amor por el saber». Ese amor no se conforma con un conocimiento más o menos probable sobre lo que deseamos conocer. Queremos estar lo más seguros que nos sea posible de nuestro conocimiento; a poder ser, queremos estar absolutamente seguros. No nos satisface cualquier respuesta, queremos conocer la única respuesta posible; queremos saber la verdad. En este sentido, la filosofía es una actitud: el afán que guía cualquier actividad intelectual que, partiendo de la ignorancia o de la duda sobre el saber establecido, quiere concluir definitivamente con la incerteza para llegar a un conocimiento seguro, sin fisuras, sobre algún aspecto de la realidad. Es el intento por alcanzar la verdad absoluta sobre nuestro objeto de investigación. Esta búsqueda para el conocimiento definitivo de la realidad se ve aguijoneada por la sospecha, siempre constante, de que quizás no hayamos llegado a ese momento final. «Solo sé que no sé nada», afirmaba, paradójicamente, Sócrates. De ese modo, la actitud filosófica se muestra a sí misma como eterna y permanente inquietud, como insaciable curiosidad que no se satisface con ninguna de las respuestas ofrecidas. Es el pleno ejercicio de nuestra rebelde navegación en pos de la última frontera del saber. He aquí nuestra invitación a la duda, a la reflexión, a las preguntas y a las repuestas, a la momentánea y fugaz alegría del descubrimiento y a la árida travesía de la duda y de la indagación constante. Pero, para cualquier momento de vuestro viaje intelectual por las páginas que siguen, os invitamos a seguir el «Manual de instrucciones» de Cortázar: «Cuando abra la puerta y me asome a la escalera, sabré que abajo empieza la calle; no el molde ya aceptado, no las casas ya sabidas, no el hotel de enfrente; la calle, la viva floresta donde cada instante puede arrojarse sobre mí como una magnolia, donde las caras van a nacer cuando las mire, cuando avance un poco más, cuando con los codos y las pestañas y las uñas me rompa minuciosamente contra la pasta del ladrillo de cristal, y juegue mi vida mientras avanzo paso a paso para ir a comprar el diario a la esquina.» Los autores