2.3. El Virreinato

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2.3. El Virreinato
Como institución original, el puesto de Virrey surgió en el siglo XV durante el
reinado de Fernando El Católico en la monarquía catalana–aragonesa. Debido a
lo imposible que resultaba la presencia física del monarca en las tierras
conquistadas, éste nombra a una persona como su representante en los
dominios de España en el Mediterráneo. El puesto de Virrey tuvo desde un
principio atribuciones políticas, administrativas, militares y financieras propias;
pero bajo la jurisdicción de la Corona.
Cuando es descubierta América, en 1492, se le otorga a Colón, por parte de los
Reyes de España, el puesto de Virrey. Nunca más se volvió a hacer, hasta el año
de 1535, en la Nueva España. Este puesto se aboliría hasta 1812, con la
Constitución de Cádiz. Fue sustituido por jefes políticos, pero el centro del
poder se seguía manteniendo en España, descansado en el Real y Supremo
Consejo de Indias, que contaba con poderes legislativos, ejecutivos y judiciales.
En la Nueva España la estructura legal la constituía el Cuerpo de Reales
Cédulas, conocidas con el nombre de Leyes de Indias, las cuales se
encargaban de hacer justicia a los indígenas y era un instrumento legal con el
que contaban los indios para defenderse; una vez puesta una demanda, era
atendida por los visitadores, quienes estudiaban el caso.
El Virrey era el que ponía en práctica en la Nueva España las decisiones del
Consejo y las Leyes de Indias, lo hacía a través de la Audiencia, de la que era
presidente.
El primer gobernante que tuvo la nueva España fue Hernán Cortés con el cargo
de Capitán General. Durante su gobierno se crea la Primera Audiencia, la cual
resultó un fracaso, ya que las crueldades cometidas por Nuño de Guzmán contra
los indígenas provocó el enojo de los protectores de indios como Fray Juan de
Zumárraga, quien escribe una carta dirigida al monarca español en donde
denunciaba los atropellos y abusos cometidos por el conquistador a las
poblaciones indígenas.
Nuño de Guzmán fue nombrado presidente de la Primera
Audiencia por Don Carlos en 1527, pero La Reina Isabel
lo desconoce y, en ausencia del Rey, nombra a Don
Antonio de Mendoza como el primer Virrey de Nueva
España. Se tuvo que nombrar una Segunda Audiencia
que creara las condiciones hacia una nueva estructura
de gobierno que fuera capaz de consolidar la autoridad
de la Corona ante la ambición de los conquistadores, y
preparara una estructura administrativa para la llegada
del Virrey a la Nueva España.
Esta segunda audiencia estuvo representada por
Sebastían Ramírez de Fuenleal como presidente,
Salmeron Ceinos y Vazco de Quiroga y Maldonado como oidores.
Al iniciar su gestión en 1530, la Segunda Audiencia sí estuvo sujeta, desde el
principio, al gobierno de la Corona. Cumplió cabalmente las órdenes y
disposiciones del monarca español, siguiendo todas las instrucciones recibidas, a
través de Cédulas Reales y Ordenanzas, que una a una fueron cumplidas.
El gobierno de la Segunda Audiencia es un claro ejemplo de inteligencia,
honestidad, capacidad administrativa y, sobre todo, sensibilidad hacia los
indígenas a la hora de hacer justicia. Gracias a su gestión como gobierno se
lograron poner las bases para el logro del progreso material, así como la
consolidación de la autoridad real en la Nueva España.
Después de sortear tantas dificultades para llegar a la Nueva España, finalmente
Don Antonio de Mendoza, Primer Virrey, toma posesión del cargo en 1535. Su
carta de presentación, de acuerdo a las razones Reales, afirmaban que su
designación “cumplía al servicio (Real) y al noble cimiento de aquellas provincias,
poner en ellas quien como Virrey las gobernase y proveyese de todas las cosas
convenientes al servicio de Dios, y aumento de la Santa Fe católica y a la
instrucción y conversión de los indios, y asimismo, todo lo que conviniere a la
sustentación, población y perpetuidad de dichos reinos.”
Entre los principales cargos de Virrey alter ego del Rey, encontramos los
siguientes:
a) Gobernador. Vigilar el buen trato a los indios, su conversión al catolicismo,
así como velar por los intereses de la población española. Entre su principal
atribución se encontraba el engrandecer al Reino a través de la alimentación,
sabiduría y moral pública.
En el terreno de la educación, tenía la obligación de crear instituciones de
educación y de beneficio social.
En lo administrativo, el Virrey nombraba, a excepción de los nombrados
directamente por el monarca, a Alcaldes Mayores, Gobernadores, Interinos y
otros funcionarios de menor rango.
b) Presidente de la Audiencia. Siempre estaba presente en las tomas de las
decisiones de Real Acuerdo más trascendentes.
c) Capitán General. Era el encargado directo de las milicias. Como no existía
un ejército regular, los encomenderos estaban obligados a participar en la
defensa del Reino.
d) Superintendente de la Real Hacienda. Era el responsable directo de los
manejos administrativos y cuidaba que estos fueran honestos y transparentes
con la ayuda y asesoramiento de los “Funcionarios Reales”, quienes se
encargaban de las actividades económicas y fiscales del reino.
e) Vicepatronato de la Iglesia. Tenía la autoridad para proveer a los curatos
que a su vez había sido propuestos por los altos funcionarios eclesiásticos
como los obispos. (1)
La continuidad del Virrey dependía del gobierno español. Comúnmente su
período oscilaba entre tres y cinco años. Una vez terminado su mandato, eran
sometidos a un juicio de residencia.
Otras autoridades de menor rango que existían en las ciudades principales o
provincias eran los Alcaldes Mayores y sus Tenientes de Justicia o Asesores
Letrados, así como los Corregidores, con las mismas atribuciones de los Alcaldes
Mayores. Éstos últimos, fueron paulatinamente desapareciendo para dar paso a
los primeros.
3.3.1. Organización política.
La dominación española no sólo se concreta al continente americano, sino que
también comprende territorios lejanos como Las Filipinas y algunas islas del
Pacífico, que si bien contaban con la presencia de españoles, éstos se
encontraban bajo las órdenes y administración de los gobiernos de América.
Durante la primera etapa de la conquista se crearon dos virreinatos: El de la
Nueva España, en 1535, y el del Perú, en 1543.
Posteriormente, en el siglo XVIII, los Borbones crearon dos virreinatos más: El de
Nueva Granada y el del Río de la Plata.
En la Nueva España, el virreinato se componía de Cuatro Audiencias, la
Española, Guatemala, México y Nueva Galicia. En el interior de las cuatro había
18 gobiernos.
Existían los reinos de México, Nueva Galicia y Nuevo León. Se contaba con siete
provincias independientes: California, Sonora, Sinaloa, Nayarit, Nuevo México,
Texas y Coahuila. Y dos gobernaciones, Yucatán y Nueva Vizcaya, así como una
nueva colonia a la que se denominó Santander o Tamaulipas.
Para 1786, con la llegada de los Borbones, la división territorial sufrió cambios. Se
crearon 12 intendencias y provincias internas de Oriente y Occidente.
Durante los 300 años de dominación, la burocracia española se caracterizó por
ser lenta y poco eficiente. La Corona otorgó siempre los más altos puestos a los
nacidos en España, mientras que los criollos y los mestizos sólo tuvieron que
conformarse con los de menor categoría.
La capitanía general
El puesto de Capitán General recaía directamente sobre el Virrey, quien tenía a
su cargo la defensa militar y pacificación de todo el territorio de la Nueva España.
Al no contar con un ejército regular, recurría a los hombres proporcionados por
los encomenderos, quienes tenían la obligación y el compromiso con el Virrey por
los favores recibidos (Las Mercedes Reales). La cantidad de hombres y armas
proporcionadas estaba en proporción al tamaño de su encomienda.
Para el siglo XVII, la encomienda ya había decaído, por lo que la responsabilidad
de defender el reino recayó sobre los pueblos de vecinos (españoles), quienes
eran convocados por el Virrey en caso de rebelión interna o si se trataba de
rechazar otro tipo de ataque.
La real audiencia
Como organización política, la Audiencia fue creada en España en tiempos de la
reconquista. Su finalidad se remitía a atender asuntos del tipo judicial; es decir, se
había especializado como Tribunal de Justicia.
A diferencia de España, la Audiencia en América cumplió con funciones mucho
más diversas e importantes, por lo que se convirtió en el instrumento básico del
sistema político–administrativo colonial de la Corona Española.
Se componía de un presidente y varios jueces, llamados también “oidores”,
quienes atendían casos de responsabilidad civil. Cuando atendían delitos en el
orden criminal, se consideraban “alcaldes del crimen”.
En América correspondía a las Audiencias una doble función; por un lado, la
propiamente judicial, que sancionaba los crímenes graves cometidos contra
funcionarios coloniales, y por otro, la de ser responsable de la administración y
del gobierno, que comprendía la obligación de proteger a los indios, establecer
los tributos, informar sobre méritos y culpas de funcionarios coloniales, así como
el control de los eventos de hacienda y los ingresos de los municipios.
En tiempos en que muchos de los territorios de la Nueva España no contaban
con una Autoridad Superior, como el Virrey, o un Capitán General, la Audiencia
asumió amplios poderes.
El Virrey era el presidente de la Audiencia y tenía la capacidad de decidir cuáles
asuntos eran de competencia judicial y cuáles eran de gobierno. Además podía
enterarse de los procesos judiciales, pero sin la capacidad de intervenir en ellos,
a menos que tuviera la profesión de abogado. La Corona era muy cuidadosa de
no nombrar a un virrey que tuviera dicha profesión.
Para que las decisiones tuvieran legalidad, tenían que ser ratificadas por el Virrey.
Alcaldías mayores y corregimientos
Los Corregidores y Alcaldes Mayores eran jueces o jefes gobernativos de
carácter intermedio; es decir, su rango de acción se movía entre el Virrey, la
Audiencia y los Cabildos. Recaudaban en los distritos más importantes los
tributos de los indios, vigilaban a los encomenderos, disponían sobre los caminos
y transportes, cuidaban de la moral pública y de la observancia de la religión.
Como funcionarios intermedios, representaban al Virrey y a la Audiencia en
asuntos de gobierno local, en las ciudades y villas de los españoles y de los
pueblos de indios.
Los Corregidores y Alcaldes Mayores también decidían asuntos de tipo judicial.
En algunas ocasiones estos dos cargos llegaron a confundirse, la diferencia entre
uno y otro se debía a que los Corregidores eran nombrados por el Rey para dirigir
las ciudades más importantes, en tanto que los Alcaldes Mayores eran
nombrados por el Virrey con la finalidad de recaudar tributos, administrar e
impartir justicia.
Tanto los Alcaldes Mayores como los Corregidores tenían amplios poderes del
tipo judicial, administrativo, a veces, legislativos, dentro de sus distritos.
Como jueces conocían a fondo sobre los negocios, que en primera instancia, les
eran atribuidos, además daban seguimiento a las apelaciones sobre las
sentencias dictadas por los Alcaldes Ordinarios.
Contaban con delegados de su propia escogencia bajo la aprobación del Virrey,
con los nombres de “Teniente de Corregidor” o “Teniente de Alcalde Mayor”.
A pesar de poseer estas funciones de tipo legal, siempre estuvieron subordinados
al Virrey o a la Audiencia.
República de indios
Conforme el gobierno en la Nueva España se fue consolidando, el control político
y administrativo de las autoridades reales fue adquiriendo una mayor presencia
en todos los rincones del territorio.
Para 1532, la Segunda Audiencia dispuso de un mayor control y de un mayor
orden en el interior de las Comunidades Indígenas, creando así la República de
Indios.
Al igual que el sistema político en el interior de los pueblos de españoles, en las
comunidades de indios comenzaron a elegir democráticamente Alcaldes y
Regidores para administrar y atender las necesidades internas, así como la
impartición de la justicia.
De acuerdo al orden de importancia, el Cacique principal poseía la máxima
autoridad y se localizaba junto a sus auxiliares en la cabecera de la que
dependían varias poblaciones más pequeñas. El cargo se podía heredar y estaba
sujeto a la autoridad española regional, ya fuera un Alcalde o un Corregidor.
A pesar de estos logros, la República o “el común”, como también se le conocía,
sólo fue una imitación del ayuntamiento que operaba en los pueblos de
españoles. Sin embargo, el poder político que llegaron a acumular algunos
caciques era comparable al de cualquier funcionario de los pueblos vecinos
(españoles), ya que la estructura político–administrativa del virreinato así lo
permitía. Por ejemplo, el cacique era sostenido por los indígenas de los pueblos a
través de los tributos, así como la prestación de servicios personales designados
por las autoridades españolas.
El puesto era ratificado por el Virrey, quien lo declaraba “señor natural”. Bajo sus
órdenes se encontraba un Gobernador, uno o dos Alcaldes, varios Regidores
(dependiendo el número del tamaño de la comunidad indígena) y un número
variable de funcionarios de menor rango (mayordomos, alguaciles, escribanos,
etcétera).
El puesto de Gobernador (que era una especie de Corregidor o Alcalde Mayor),
tenía jurisdicción sobre el pueblo y sus barrios. Bajo sus órdenes estaban los
Alcaldes, Regidores y todos aquellos funcionarios de menor rango.
Cada año, en el atrio de la iglesia, se elegían democráticamente a las personas
que ocuparían dichos cargos. Para el puesto de gobernador sólo podían elegirlo
los indios principales que vivían en la cabecera, más no los habitantes que vivían
en los barrios. Cuando la elección se daba por terminada, se notificaba a la
autoridad regional española (alcaldía mayor o corregimiento) para que ésta
notificara a la Audiencia los resultados de la elección, que a su vez serían
corroborados por el Virrey. Posteriormente, los Alcaldes Mayores ratificaban a los
oficiales en el puesto a través de “varas”, o insignias de mando.
Esta forma de gobierno impuesta a las comunidades indígenas por parte de las
autoridades españolas, prevaleció hasta el Siglo XVIII, siendo cambiada por las
reformas borbónicas con una clara tendencia hacia el mejoramiento y
modernización del sistema recaudatorio. En cuanto al cobro del tributo, éste se
empezó a pagar por parte de los indígenas directamente a la Corona, sin pasar
por los encomenderos. Se creó un nuevo impuesto adicional llamado “servicio
real”, destinado exclusivamente al pago por concepto de salario de los
funcionarios españoles.
La introducción del modelo de gobierno español hasta cierto punto se facilitó
debido a que las antiguas comunidades indígenas fueron bruscamente golpeadas
en su antigua organización socio–cultural, que si bien en algunos de los casos los
indígenas se apegaron a dicho modelo; en la mayoría, las comunidades
quedaron expuestas y a merced de los españoles sin escrúpulos que
aprovecharon todas estas situaciones para sacar el mejor de sus provechos
durante los 300 años que duró la dominación española. Para fines del Siglo XVIII,
los cabildos de indígenas quedaron supeditados a la autoridad de funcionarios
españoles llamados subdelegados, pero aún conservando a los gobernadores y
los alcaldes indígenas.
3.3.2. Organización económica
A la llegada de los españoles a América, el modelo económico europeo que regía
el sistema productivo era el mercantilismo, el cual reconoce que la riqueza de una
nación se fundamenta en la acumulación de metales preciosos (principalmente
oro y plata); es decir, el valor de la economía lo determinaba la cantidad de
moneda circulante acumulada. Estos metales en la Nueva España estimularon el
comercio, transformando por completo el viejo sistema mesoamericano en uno
más moderno: El modelo mercantilista europeo.
En Nueva España se cambiaron radicalmente las técnicas de explotación y
comercialización, y no sólo eso, también se sustituyeron los productos de
consumo, como por ejemplo, se introdujo el ganado y nuevas variedades de los
cultivos para que respondieran a las necesidades de consumo de una población
de inmigrantes europeos. Tanto en Nueva España como en el Perú había que
implementar un sistema económico moderno y altamente eficiente como el de la
metrópoli, capaz de crear los excedentes que no sólo satisficieran una población
rural creciente, sino también una del tipo urbano ubicada principalmente en los
centros mineros.
Sin duda la explotación de las minas atrajo a su órbita a las demás formas
socioeconómicas, así como la movilización social de los indígenas hacia los
principales centros mineros del país, entre ellos Zacatecas (1546) y Guanajuato
(1554), a los que siguieron otros más al norte y hacia el sur. Posteriormente,
debido a las hostilidades de los chichimecas, así como a la escasez de mano de
obra, se crearon ciudades intermedias como San Miguel (1555), Celaya (1571),
León (1576), Durango (1563) y Saltillo (1577).
El éxito de la minería se debió principalmente al método de patio así como a la
rebaja del impuesto real a un décimo. Gracias a que las minas se denunciaban,
éstas se ponían rápidamente en funciones. Esto permitió el enriquecimiento
inmediato de muchos españoles.
Sistema tributario.
Bajo el influjo del mercantilismo, las autoridades españolas reglamentaron
específicamente cómo debían establecerse las relaciones comerciales entre la
metrópoli y las colonias, así como evitar en la medida de lo posible las relaciones
intercomerciales entre las colonias, y de éstas para con otras metrópolis rivales
de España. La intención era clara: Se trataba de proteger la manufactura,
artesanía y la agricultura de la metrópoli.
El interés económico de España bajo el mercantilismo se concentraba en la
explotación de los metales preciosos, para ello destinó a todos los dominios en el
nuevo mundo, un sin número de funcionarios reales destinados a la
administración y buen manejo de los recursos de la extracción minera, tanto en la
producción directa como indirecta. Para esta última, la Corona estableció un
mecanismo eficiente de recaudación de impuestos a los particulares, como es el
caso de la aplicación del “quinto real”, así como la fijación de otros tributos.
En el comercio, se crearon otros más, como el “almojarifazgo” aduanero, y la
“alcabala”, para las operaciones mercantiles internas.
También se crearon instituciones para reglamentar la transferencia de los
productos de la Nueva España a la metrópoli, como la Casa de Contratación de
Sevilla. Bajo esta forma monopólica que constreñía el mercado interno y externo
de las colonias, se crearon un grupo reducido de comerciantes, y al mismo
tiempo de puertos exclusivos como Sevilla y Cádiz en España, y La Habana,
Veracruz, Portobello y Cartagena, en América, que siempre estuvieron bajo el ojo
recaudador de la Corona española. Estos comerciantes se movían a través de un
sistema de flotas y galeones que sólo atracaban en los puertos ya mencionados.
En la Nueva España la fijación de impuestos o tributos, data desde la llegada de
Cortés. La primera audiencia fijó los tributos a los indígenas de manera injusta y
arbitraria. La segunda audiencia recibió instrucciones precisas emanadas de la
Junta de Barcelona en 1529, tendientes a que se grabara a los indios con las
mismas imposiciones que pagaban todos los vasallos: “Diezmos a Dios y tributos
al rey, tasados y moderados según su posibilidad, y lo que cada provincia
pudiese cómodamente llevar y sufrir.”
El 26 de mayo de 1536, Don Antonio de Mendoza, primer virrey, expidió una Real
Cédula que fijó las normas y los principios tributarios, que no sólo se aplicarían en
Nueva España sino en Perú y otras provincias.
De acuerdo a las Leyes de 1542, el papel de los encomenderos quedaba limitado
en cuanto a la recaudación de tributos a los indígenas. Siete años más tarde
quedaba prohibido llevar a los indios a las minas como compensación a cambio
de tributos.
El tributo se cobraba a todos los indios de entre los 18 y 50 años, ya fueran
solteros, casados o viudos; las viudas pagaban sólo la mitad. Quedaban exentos
de pagarlo los caciques, principales y gobernantes, ciegos, enfermos, tullidos y
los más pobres. Éste se pagaba en objeto de toda índole, desde metales
preciosos hasta granos como maíz, frijol, trigo y cacao; con animales como
perros, gallinas, ranas, pescado, venados, conejos, etcétera. También se pagaba
con ollas, cazuelas, jícaras, petates, madera, muebles, tortillas, tamales, etcétera.
Posteriormente, cuando se empezó a acuñar moneda, se hizo con dinero.
La propiedad de la tierra.
De acuerdo a las disposiciones en cuanto a la tenencia de la tierra por parte de
las autoridades reales, se pretendía mantener la propiedad territorial indígena.
Dicha propiedad se dividía en dos: Las tierras de indios en carácter de particular y
la tierra perteneciente a sus pueblos y comunidades. De acuerdo a las normas
españolas, la propiedad comunal se dividía en cuatro clases:
a) El fundo legal, correspondiente a las tierras necesarias para el establecimiento
del casco del pueblo, compuesto por la iglesia, el ayuntamiento y las plazas,
calles, casas y corrales.
b) Los propios, bienes raíces cuyos productos servían para cubrir los gastos
públicos y podían ser rurales o urbanos; las tierras podían ser trabajadas en
común por los habitantes del pueblo o se daban en arrendamiento al mejor
postor en remate público.
c) Los ejidos (1), campos que no se cultivaban pero cuya leña, pastos para la
crianza de ganados menor y aguas eran de uso común de todos los pueblos y
sus vecinos.
d) Las tierras de repartimiento, basadas en el sistema mexica, eran posesiones
inalienables otorgadas a los jefes de familia que sólo podían ser heredadas
1
La palabra “ejido” tiene origen en el vocablo latino exitus, que significa salida, por el hecho de que estos terrenos
se encontraban a la salida de los pueblos.
pero nunca vendidas, donadas o hipotecadas. El derecho a estas parcelas
sólo se perdía en caso de que la familia se extinguiera; entonces quedaban
vacantes y se volvían a repartir entre el pueblo.
Toda la tierra era de propiedad real, y la posesión de ella sólo representaba un
acto de concesión por parte del monarca.
Los conquistadores que aspiraban a ella obtenían a través de sus jefes sólo
fracciones más no la propiedad legal. En teoría, estos repartimientos debían ser
confirmados por la Corona o sus representantes, y debían hacerse sin agraviar a
los indios y sin la afectación de terceros.
De tal manera que alternativamente a la propiedad indígena, la de los españoles
les era concedida a través de las mercedes reales, que fueron otorgadas por
parte de las autoridades reales a los conquistadores en forma de pago por los
servicios prestados a la conquista y pacificación de la Nueva España.
Las mercedes representaban otra forma de usufructuar las tierras. La tierra
restante, que no fuera ni de indios ni de españoles, pertenecía exclusivamente a
la Corona y se le denominaba Relenga.
También en la propiedad de las minas, la Corona otorgaba concesiones reales
que concedía el dominio de las mismas para el disfrute de los particulares. La
explotación del subsuelo, propiedad de la Corona, sólo podía hacerse siempre y
cuando se pagara a ésta una cantidad (quinto, décimo o vigésimo) de lo obtenido.
Como en la mayoría de los casos, y a pesar de su claridad y contundencia, el
régimen de propiedad no siempre se cumplió cabalmente, dando así margen a
injusticias e intromisiones a las propiedades de los indígenas.
La encomienda.
La encomienda “fue una institución de origen castellano, introducida a la Nueva
España por Hernán Cortés poco tiempo después de la Toma de Tenochtitlan, con
el propósito de premiar las hazañas de los conquistadores. El capitán general,
sabía muy bien que éstas esperaban ser recompensadas de la misma manera
como se acostumbró en España durante el prolongado período de la
Reconquista, es decir, con tierras en propiedad, y vasallos que, además de
trabajar las tierras del encomendero, le pagaran tributos y estuvieran bajo su
férula; la encomienda significaba también la transmisión de estos privilegios a los
hijos y descendientes de los conquistadores” (2)
La encomienda tenía que ver con la riqueza que los indios extraían de la tierra,
mas no con la propiedad de la misma. El derecho a ella se obtenía a través de las
mercedes que el Virrey y sus funcionarios otorgaban a los encomenderos.
El número de indios tributarios eran registrados por las autoridades y repartidos a
los solicitantes en función de sus méritos.
2
(Delgado de Cantú Gloria M. Historia de México, Volumen I. Editorial Prentice Hall. Pág. 281)
La encomienda en Nueva España se impuso por parte de los conquistadores de
una manera arbitraria y sin tomar el parecer del monarca, debido a los disturbios
presentados durante el primer gobierno de Cortés y de la primera Audiencia. La
segunda restó poder a los conquistadores y puso orden y legalidad a las
instituciones reales, así como una mayor justicia y protección a los indígenas.
Las especificaciones formales propuestas por Cortés, y más tarde ratificadas y
mejoradas por el gobierno de la segunda Audiencia, fueron:
a) Por la autoridad del rey de Castilla, o de los que actuaban en su nombre, un
grupo más o menos grande de familias de indios, habitantes de un área
determinada, eran sometidos a la potestad de un español, llamado
encomendero, a quien se otorgaban éstos como una merced real, misma que
podía ser revocada al arbitrio del rey.
b) El encomendero estaba facultado para cobrar y disfrutar del tributo que los
indios debían pagar al rey como un impuesto de carácter personal, al que
estaban obligados por el hecho de ser vasallos libres del monarca. El tributo
debía ser pagado en dinero o en especie (alimentos, tejidos, etcétera) o con
trabajo (en construcciones, cultivos de tierras, labores en minas, servicios
domésticos, etcétera).
c) A cambio de esos privilegios, el encomendero estaba obligado a amparar y
proteger a los indios que le habían sido encomendados y a instruirlos en la
religión católica.
d) El encomendero contraía ante el rey el compromiso de residir en la provincia
donde habitaban sus encomendados (aunque no necesariamente en las
tierras de la encomienda) y prestar servicio militar cuando fuese requerido.
e) La concesión de una encomienda no confería al español la propiedad de tierra
alguna, no le daba jurisdicción judicial sobre sus encomendados, ni le
otorgaba dominio señorial alguno sobre ellos; se trataba de una posesión, no
de una propiedad, que era inalienable y no heredable.
f) Una encomienda vacante; es decir sin poseedor, debía volver al monarca
español, que podía retener a sus indígenas bajo la administración de su
representante en la colonia o volver a otorgarlos a un nuevo encomendero.
A pesar de que las especificaciones emanadas de las autoridades reales,
expresaban por escrito en qué condición los indios se convertirían en tributarios y
cómo éstos iban a ser tratados por los encomenderos, en la mayoría de los casos
dichas especificaciones resultaron ser letra muerta. El estatus de los indígenas
era similar al de los esclavos, y no fueron pocas las veces en que los
encomenderos, quienes a pesar de la prohibición del gobierno a estas prácticas,
vendían a sus indios. Este hecho era tan cotidiano que hasta los mismos
indígenas lo aceptaban como algo normal y legítimo.
Para principios de S. XVII la encomienda mostraba claros signos de agotamiento,
la cantidad de pueblos encomendados se había reducido significativamente. Las
razones de esta falta de presencia en el escenario colonial pueden ser varias, las
principales: Por un lado, los motivos humanísticos y filantrópicos de los
protectores de indios, principalmente misioneros que denunciaron injusticias y
maltrato a los indígenas, y por otro lado, de índole económico, la de la nueva
creación de fuentes de riqueza alternativas y más productivas, así como su
parcelación por necesidades sucesorias y políticas de mayor control y
centralización por parte de la corona, aunado a una significativa reducción de la
fuerza de trabajo.
Finalmente, desaparece a principios del S. XVIII, aunque no definitivamente, ya
que en algunas provincias subsistió en casos muy excepcionales.
Su desaparición responde también a la consolidación política de algunas
instituciones de indios en las que participaron activamente las comunidades
indígenas eligiendo a sus propios gobernantes.
El repartimiento.
El repartimiento era conocido también como cuatequil o mita en el Perú.
Una vez desaparecida la encomienda, debido a las injusticias cometidas, aparece
el repartimiento simultáneamente con el fuerte déficit de fuerza laboral producido
por las epidemias. Esta nueva forma de trabajo fue impuesta por las autoridades
ante el temor de que se agravaran todavía más las cosas.
Como antecedente, las mismas autoridades intentaron implementar el trabajo
libre asalariado para ser prestado libremente por la población. El intento fracasó
ya que los indígenas tenían fuerte desconfianza hacia los españoles, creyendo
que se trataba de otra forma más cruel de explotación. Esta creencia, por parte
de los españoles, fue tomada como una actitud de “pereza de los indios” frente al
trabajo forzoso, mejor conocido como cuatequil o repartimiento.
A excepción de los “indios principales”, todos los que tenían entre 14 y 60 años
eran obligados a formar parte de las cuadrillas de jornaleros a los que se
trasladaba a los centros de trabajo de los españoles, donde estaban bajo la
supervisión de los oficiales reales que los distribuían en tareas específicas que
los indios tenían que efectuar en un tiempo limitado y de manera rotativa. Las
jornadas de trabajo eran arduas, y generalmente duraban una semana con el
domingo de descanso.
A pesar de que el trabajo era forzoso, sí era remunerado y la cantidad de salario
percibido dependía de la provincia a la que pertenecían.
Debido al carácter obligatorio de este sistema y a la insistencia de algunos
protectores de indios que denunciaban las injusticias a las que eran sujetos, el
repartimiento tuvo que ser abolido.
A principios de S. XVII, el repartimiento fue eliminado por la Corona, primero en la
agricultura y posteriormente en la construcción y demás ocupaciones, a
excepción de la minería por razones estratégicas. Fue sustituido, una vez
evolucionadas las condiciones laborales y de la economía, por mejores y más
justas ofertas voluntarias de trabajo, las cuales eran retribuidas por medio de un
salario.
Finalmente, por órdenes del Virrey el Marqués de Cerralvo, en 1632 fue abolido el
cuatequil, excepto de manera provisional, en casos de necesidad en trabajo como
las minas o de obras públicas.
3.3.3. Organización social.
Aunada a una compleja estructura del tipo económica en la Nueva España,
sobresalió otra del tipo socioprofesional, ubicada en los principales centros
urbanos, e integrada por grupos de comerciantes, militares, burócratas,
propietarios rurales y mineros (que vivían en la ciudad), por otro lado, artesanos y
trabajadores que formaban parte de la servidumbre (que vivía en el sector rural).
La estructura social la integraban los hacendados y dueños de las minas, las
órdenes religiosas rurales, los agricultores y los trabajadores de las minas.
Este complejo sistema de posiciones sociales en el interior de la sociedad
novohispana fue determinado por criterios como la diferenciación racial y la
cultura, establecidos abiertamente por el grupo dominante. Estos criterios
también fueron impuestos en general por el grupo de países colonialistas que
extendieron sus dominios por el resto del mundo, y en particular por la sociedad
española en sus territorios, igualmente impositivos, igualmente etnocentristas.
Españoles, criollos, mestizos, indios y negros.
La estructura social de la
Nueva España, estuvo
regida por un claro y
contundente dominio de los
españoles peninsulares.
Eran
ellos
quienes
encabezaban la estructura
social dominante, y que a
pesar de ser un grupo muy
reducido en proporción al
resto de la población,
ejercían el control total de
la mayor parte de las
tierras, las minas y el
comercio en la Nueva
España. El gobierno y la Iglesia también estaban en sus manos.
Habitaban comúnmente en las principales ciudades, desde donde controlaban
sus negocios y ejercían su dominio hacia el resto de la población.
Bajo el dominio de los españoles peninsulares, la sociedad novohispana siempre
estuvo marcada por un régimen de desigualdad y de injusticias hacia las clases
más desprotegidas, sobretodo la indígena y la esclava.
La segunda posición en la pirámide la constituían los criollos, quienes eran hijos
de españoles pero nacidos en Nueva España. Al igual que los españoles
peninsulares también vivían en ciudades, eran dueños de haciendas o ranchos
de relativa importancia. En la política y en lo administrativo poseían puestos de
menor rango que los peninsulares. Muchos de ellos ejercían profesiones como
clérigos, abogados, oficiales dentro del ejército. Poseían mayor preparación
académica que muchos de sus padres. Su forma distinta en cuanto a la manera
de comportarse y de reunirse, comenzó a marcar una clara diferencia hacia el
grupo dominante. De este grupo social más culto nacieron las ideas de
independencia así como el sentimiento de pertenencia y amor a su tierra; en
cambio, los peninsulares no sentían el mismo apego ni se identificaban con ésta.
En el tercer nivel se encontraban los mestizos, resultante de la unión de los
españoles con las mujeres indígenas sucedidas desde el momento de la
conquista y después de ésta. Al principio, los conquistadores fueron forzados por
las autoridades bajo la amenaza de perder sus privilegios, a contraer matrimonio
con las indias ante la escasez de mujeres españolas. Posteriormente, los
prejuicios de los españoles se rehusaron a semejante práctica, ya que lo
consideraban socialmente inaceptable. Algunos españoles sí contrajeron
matrimonio con mujeres indígenas, otros tuvieron hijos con sus amantes indias,
legitimándolos pero bajo la categoría discriminatoria de “hijos bastardos”. Los que
nacieron legalmente bajo matrimonio, fueron considerados como españoles.
Más abajo en esta escala se encontraban los indios, que si bien no eran
considerados por la estructura legal como esclavos, su condición era muy similar
a ellos ya que fueron brutalmente explotados en los trabajos más extenuantes y
severos de la época.
La mayoría de los españoles que tenían bajo su cargo a los indígenas hizo caso
omiso de las leyes que los protegían, salvo aquellos que eran protegidos por los
frailes (en su mayoría dominicos, jesuitas y franciscanos) no fueron explotados,
pero la mayoría que estaba expuesta a su rapacidad y ambición, sufrió
injustamente la explotación y el desprecio de una clase social que sentía que, por
ser europea, era superior y tenía el “derecho” de explotarlos.
En el último escalón estaban los negros, quienes fueron introducidos con la
finalidad de servir como esclavos en las minas y los cañaverales, la ganadería,
los talleres de telas y los servicios domésticos. Los esclavos negros fueron
sometidos a un severo régimen de restricciones: No tenían derecho a salir de
noche ni a reunirse, se les prohibía el uso de armas y joyas, también se les
prohibía montar a caballo. La mayoría moría joven debido a sus deplorables
condiciones de vida. A los que se rebelaban y se escapaban a regiones aisladas
para posteriormente formar poblaciones, les llamaban cimarrones.
Se estima que alrededor de cien mil africanos fueron introducidos durante todo el
período colonial. Debido a que era mayor el número de hombres que mujeres, y
bajo el beneficio de que los hijos procreados con gente libre, legalmente eran
considerados libres, esto permitió que se favorecieran las uniones con población
india, mestiza y española, dando origen a la población llamada mulata.
Sistema de castas.
Con todo y los prejuicios de la época, las poblaciones de indios, negros,
españoles y criollos, estos grupos humanos de tan diverso composición étnica, se
unieron, matizando un nuevo mosaico cultural y racial que se daría en llamar
“castas”, plasmadas para la posteridad en el tan descriptivo y hermoso arte
novohispano.
El nacimiento de estas castas dio origen, unido a los prejuicios de la época, a una
serie de calificativos despectivos y discriminatorios por parte de los peninsulares,
que hasta llegaron al colmo de fabricar toda una clasificación de términos o
nomenclatura basada sobre las diferencias del color de la piel.
3.3.4. La Iglesia en la colonia.
La Iglesia fue una institución que ayudó a los conquistadores a finalizar y
consolidar la dominación española.
Cuando Hernán Cortés hubo de someter al imperio mexica, pidió al rey le fuese
enviado un grupo de frailes para la evangelización de los naturales. Para Cortés
era importante que fueran frailes y no obispos, ya que desconfiaba de éstos
últimos, porque según él “no dejarían la costumbre de disponer de los bienes dela
iglesia en cosas personales”.
Es importante resaltar que para la época de la conquista (S. XVI), la corriente
humanista fue tomada con mucha seriedad por parte de las órdenes religiosas,
las cuales pretendían adaptar los principales preceptos del humanismo a la
doctrina cristiana por medio del proselitismo religioso. Así fue como un número
considerable de frailes y clérigos solicitaron a la Corona ser enviados a tierras de
ultramar para predicar el evangelio a los indígenas. Los primeros en llegar a la
Nueva España, fueron los franciscanos en 1523, en cuya orden se destacó el
máximo valuarte y ejemplo de sencillez y humanismo, Fray Pedro de Gante.
Luego los siguieron los dominicos, quienes establecieron importantes conventos
y escuelas de oficios, seguidos por los agustinos que llegaron en 1533 y
fundaron orfanatorios en zonas no ocupadas por las otras órdenes.
Más tarde llegaron los jesuitas, quienes se destacaron por la fundación de varias
escuelas, de las cuales egresarían las primeras generaciones de intelectuales de
la Nueva España. Los jesuitas poseían una alta formación académica y
vanguardista en Europa y sus ideas fueron puestas en práctica en todos los
dominios de España en América. También hubo otras como las carmelitas, los
mercedarios, los hipólitos, juaninos, antoninos, dieguinos y filipenses, que se
extendieron por todo el territorio de Nueva España.
La exhaustiva labor religiosa de estas órdenes durante el Siglo XVI fue digna de
elogio y gratitud ya que no sólo construyeron iglesias sino que fundaron escuelas,
hospitales, enseñaron oficios, escribieron libros y otras cosas más. A finales de
ese siglo muchos de los beneficios alcanzados por los frailes comenzaron a
declinar, ya que llegaron a Nueva España frailes y clérigos de relajadas
costumbres, ávidos de riqueza y poder, que en muy poco tiempo reflejarían estas
actitudes hacia una Iglesia más preocupada por la acumulación de bienes
materiales que por los preceptos religiosos y espirituales. También en el interior
de la Iglesia pronto se desataría una lucha entre el clero secular y regular por
alcanzar mejores posiciones en cuanto al manejo y acceso de bienes materiales
que se hacían llegar a la Iglesia a través de la feligresía.
La riqueza y la acumulación de bienes por parte de esta institución llegó a ser tan
grande que se tuvo que decretar, por cédula real, la prohibición de que los
descubridores y pobladores antiguos enajenaran sus propiedades a la Iglesia y
monasterios.
Otras reales cédulas le prohibieron a la Iglesia adquirir tierras, para evitar la
acumulación progresiva de riqueza.
Una forma más que tenía la Iglesia para hacerse de mayores recursos lo
constituían las “capellanías”, las cuales eran un legado testamentario, una
especie de impuesto que gravaba, como si se tratara de una hipoteca,
propiedades rurales, casas, talleres, etcétera, para que sirvieran de ofrendas
religiosas y se ofrecieran misas para el descanso eterno del donante.
También existían los “censos” (comúnmente manejados por los frailes), que
consistían en una renta anual o hipoteca impuesta sobre una propiedad; es decir,
la Iglesia cedía sus fincas a los particulares a cambio de una renta anual.
La aplicación del “diezmo” a los feligreses por parte de la Iglesia fue práctica
común, además de que garantizaba la entrada de importantes recursos
económicos y materiales para esta institución.
“El diezmo era una especie de tributo originado en la Edad Media en Europa,
equivalente a la décima parte de la producción total agrícola y ganadera que se
pagaba generalmente en especie a la iglesia, en particular al clero secular, para
atender las necesidades de los sacerdotes y de los oficios religiosos”. (3)
Como otra forma más de hacerse de recursos, la Iglesia contaba con el derecho
de “primicias”, que significaba que los primeros frutos de la tierra, así como los
primeros animales nacidos, pasaban a formar parte de ésta.
La acumulación de tanta riqueza por esta institución originó varios conflictos tanto
en su interior como en el exterior. Hacia su interior, la Iglesia se olvidó, en varios
de los casos, de sus propósitos doctrinarios hacia sus feligreses, interesándose
más por la acumulación de bienes materiales y de poder político. Hacia el exterior
evitó que muchas de las tierras de cultivo hipotecadas fueran productivas, ya que
lucieron siempre como fincas abandonadas y ociosas.
3
Delgado de Cantú, Gloria. “Historia de México. Vol. 1, Pág. 278
Clero secular y regular
La Iglesia católica, como institución, se divide en dos grandes apartados: El clero
secular y el regular.
El primero lo integraban sacerdotes que no pertenecían a ningún monasterio u
orden religiosa. Vivían libremente en las iglesias o parroquias. Debido al ejercicio
de su monasterio, entraron en contacto directo con la gente de los pueblos y de
las ciudades; a pesar de ello, no siempre velaron por la protección de las
comunidades indígenas o de los más desamparados en general. Bajo la dirección
del clero secular, la Iglesia creció en lo económico y lo administrativo, además de
que mantuvo una fuerte presencia en las decisiones políticas de las autoridades
durante la época colonia y postcolonial.
Con el clero secular se crearon, con fines administrativos, demarcaciones
llamadas arzobispados y obispados. Los obispos de Oaxaca, Chiapas,
Guadalajara, Puebla, Tlaxcala, Michoacán y Yucatán, dependían del Arzobispado
de México. Por otro lado, también se estableció el Tribunal del Santo Oficio,
que consistía en vigilar a españoles y extranjeros que estaban bajo la sospecha
de cometer actos de herejía en contra de los dogmas de la Iglesia católica. Los
indígenas, por ordenanzas reales, quedaban excluidos de la acción de este
tribunal.
Su estructura eclesiástica era la siguiente: El clero secular estaba bajo las
órdenes de un obispo que gobernaba sobre una provincia eclesiástica,
comúnmente ubicada en los principales centros urbanos o en la capital.
La diócesis, a su vez, estaba integrada por un determinado número de parroquias
o pequeños distritos, al frente de los cuales estaban los párrocos.
El Arzobispado de México fue creado en 1646 con la categoría de primaria. La
Iglesia de Nueva España adquirió tal distinción y prestigio que fue tomada muy en
cuenta por la Santa Sede, que en 1565 se celebró el “Concilio Mexicano”, sobre
el cual se vertieron las principales ideas emanadas del Concilio de Trento. La
importancia de estos concilios se reflejó en el cuidado y esmero puesto en la
educación de los naturales y la contribución a la solución de los problemas
religiosos en cuanto a la labor de evangelización.
El clero regular, por su parte, vivía en
monasterios o conventos; es decir, en
comunidad dentro de alguna orden religiosa
y sujeto a la obediencia de las reglas (de ahí
su nombre con los famosos tres votos
mayores: Pobreza, obediencia y castidad).
Durante la primera etapa de la conquista tuvo
una importancia significativa, ya que fue el
que mantuvo el contacto directo con los
naturales, de los que aprendieron sus
expresiones simbólicas y culturales, y sobre
las que cimentaron la fe católica y la cultura
dominante española. Puso esmerado cuidado y atención sobre la educación de
los indígenas, al mismo tiempo que atendía las necesidades espirituales de los
españoles y se responsabilizaba de la vigilancia y obediencia de las normas
morales de la sociedad novohispana.
La distribución geográfica de estas primeras órdenes fueron las siguientes:
Los franciscanos se establecieron en Tlaxcala, Querétaro, Durango y Sinaloa.
Los dominicos, en Oaxaca, y los agustinos, en Guerrero y Michoacán.
Los jesuitas, en la provincia de México, y su labor evangélica llegó hasta las
zonas más apartadas del norte y noroeste de la Nueva España.
La vida en los conventos y seminarios no fue exclusiva de los religiosos hombres,
también existieron conventos femeninos divididos en dos ramas: De monjas de
clausura y de las que preferían la evangelización. Las órdenes religiosas eran las
mismas, tanto para hombres como para mujeres.
La cultura: La educación y las artes
En una situación de aculturación, como es el caso de la Nueva España, se dan
dos elementos de intercambio cultural; es decir, una cultura dominante o
hegemónica impone su propia concepción del mundo y de la vida (sus valores,
formas de producir, religión, etcétera) a un grupo dominado (quien tiene que
adoptar obligadamente los elementos culturales del grupo dominante). En este
caso, la cultura dominante española conserva su lengua, sus creencias religiosas,
y sus instituciones, las cuales traslada al territorio dominado (Nueva España). Por
el contrario, el grupo sometido, los indios, se ven obligados a asimilar de
inmediato los elementos culturales de los españoles. Esto significaría, a la postre,
la erosión cultural de casi todas sus costumbres y tradiciones.
Para lograr este tránsito cultural, las autoridades españolas crean en la Nueva
España las primeras instituciones educativas tendientes a asegurar de una
manera efectiva este proceso de asimilación de los indios al modelo europeo,
donde la educación constituirá el puente de unión entre las dos culturas.
Es importante resaltar que los responsables de crear y hacer funcionar las
primeras instituciones educativas fueron el Estado y la Iglesia.
En el primer caso, es el responsable de la creación material de las instituciones
educativas, así como vigilar el desarrollo y la consecución para el logro de este
fin. La Iglesia, por su parte, se encargará directamente de ejecutar todo el
proceso de enseñanza educativa a la Nueva España.
Los franciscanos construyeron escuelas junto a sus templos donde se enseñaban
técnicas agrícolas y ganaderas tanto a criollos como a mestizos. La primera
escuela fundada por esta orden religiosa fue la de San Francisco, en la ciudad de
México, su fundador fue el humanista religioso Fray Pedro de Gante, y sus
primeros alumnos pertenecían a la nobleza indígena; se les enseñaba la
instrucción religiosa y, a la vez, la elemental. Las principales asignaturas eran
matemáticas, lengua española, música y latín, además de que los indígenas
aprendían un oficio o arte. De esta escuela egresaron sastres, carpinteros,
orfebres, escultores y pintores.
En 1536, el virrey Antonio de Mendoza y Fray Juan de Zumárraga crearon el
Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco para la educación superior de nobles
indígenas. La instrucción comprendía estudios superiores de filosofía, teología,
literatura y medicina homeopática. De esta institución, que contaba con
excelentes maestros, egresarían eminentes hombres públicos.
3.3.5. Las Reformas Borbónicas.
Antecedentes
El siglo XVII fue particularmente difícil
para España, agravado, por un lado,
por las presiones externas ejercidas por
las potencias colonialistas rivales,
encabezadas por Inglaterra y Francia,
por establecer una política de
“equilibrio” en la hegemonía mundial
ejercida por España desde el Siglo XVI.
Por otro lado, las presiones políticas
internas exacerbadas por la debilidad
de carácter en el manejo de las
decisiones por parte del monarca.
En el aspecto religioso, Europa enfrentaba el cisma del catolicismo por el
advenimiento de la reforma protestante que, a la postre, agudizaría más la
división entre los países europeos y justificaría, en gran medida, las guerras de
estas naciones ante sus habitantes.
En este contexto, Inglaterra criticaría severamente (bajo la nueva forma del
protestantismo) a España por el tipo de dominación que ejercía sobre los
pobladores de sus colonias en América, alimentada por la queja que hacía Fray
Bartolomé de las Casas a la Corona española sobre la drástica disminución de
la población indígena, generándose así la famosa “leyenda negra” de España,
motivo que le permitió a Inglaterra asociarla con la influencia de la aplicación
del catolicismo en sus colonias, en complicidad con las autoridades españolas.
Por otro lado, estaba la práctica de la piratería hacia la nación española,
justificada por el gobierno inglés, con la finalidad de despojarla de la plata y el
oro de sus territorios en América.
A toda esta feroz lucha entre las naciones europeas por los aspectos de
dominación económica y la religiosa, se le sumó el de las luchas por el poder
entre las dinastías, motivo que llevó a las alianzas estratégicas entre ellas a
través de matrimonios, que a la larga provocarían todavía más conflictos por el
poder, debido a que aumentaban la cantidad de herederos legítimos que
buscarían el trono deliberadamente.
La llegada de los Borbones al trono durante el siglo XVIII, también marca el
inicio de los grandes movimientos intelectuales y sociales que revolucionarían
los destinos de toda Europa: La Revolución Francesa, inspiradora intelectual de
la Ilustración, y la Revolución Industrial, que revolucionó la producción de
pequeña a gran escala e inspiró el modo de producción capitalista. Ambas
revoluciones culminarían con el nacimiento del liberalismo, que tanto influyó al
pensamiento norteamericano en su búsqueda por la independencia de
Inglaterra. Estas importantes revoluciones en Europa cambiaron los destinos
políticos de sus pueblos y, además, sirvieron de ejemplo para las luchas de
independencia en América Latina, que posteriormente ocurrirían.
Económicas
Al llegar al trono durante el Siglo XVIII, los Borbones aplicaron el tipo de
organización económico-administrativa vigente en Francia, de donde
provenían.
En toda Europa, durante este siglo, e inspirada en las revoluciones sociales e
intelectuales ocurridas en la sociedad, surge una nueva concepción del poder
del Estado, el cual, ya no se veía como una idea preconcebida de Dios sino
“como el resultado de un contrato racional y libre entre los miembros de la
sociedad; por consiguiente, el fin del Estado debía procurar el bienestar y la
felicidad de sus súbditos”. ( 4)
Estas nuevas ideas sobre la forma de gobernar
fueron adoptadas por la mayoría de las monarquías
europeas que tenían como finalidad fortalecer, a
través de la razón y el reformismo, el poder del
Estado. De ahí la frase del despotismo ilustrado o
regalismo: “Todo para el pueblo pero sin el pueblo”.
Los anhelos de la España ilustrada eran los de crear
una mejor distribución de la tierra, la realización de
obras públicas, la subordinación de la propiedad al
interés público, la instauración de programas de
colonización y el ingreso de nuevos cultivos y las
más modernas técnicas agrícolas. Ideas, que muy
pronto España se las ingeniaría para hacer llegar a sus colonias americanas, a
partir de los cambios radicales en la política, la economía y la administración
propuesta por los Borbones.
Desde Felipe VI (1746-1759), pasando por Carlos III (1759-1788), los
gobernantes españoles se dedicaron a fortalecer el poder del Estado, tanto en
el interior como hacia el exterior de su propio imperio, ante la amenaza
constante de las potencias rivales.
4
Delgado de Cantú, Gloria. Historia de México. Edit. Prentice Hall. Pág. 328
Como primer paso, reorganizaron sus órganos de gobierno, como el Consejo
de Castilla y el de Indias. Conscientes del poder que poseían las aristocracias
de las viejas familias nobiliarias, se encargaron de golpearlas o de destruirlas,
con la intención de que no fueran un obstáculo más para la aplicación de las
nuevas reformas económicas.
Con la finalidad de modernizar a la metrópoli y a sus colonias, bajo este nuevo
enfoque ilustrado se planteaban toda una nueva modernización del Estado,
reformas al derecho, a la instrucción pública, la abolición de privilegios
feudales, propiciar el desarrollo económico y una actitud más tolerante hacia la
pluralidad religiosa.
Para poder llevar a cabo estas profundas transformaciones, los monarcas
españoles delegaron importantes responsabilidades a sus ministros
controlados (en otras circunstancias muy diferentes, a los llamados “régimen de
validos” del siglo anterior), quienes serían de una probada vocación de servicio
y fidelidad a la autoridad real. Estos ministros solían ser personas formadas
bajo un amplio sentido de humanismo y formación científica, y en quienes se
depositaba la confianza para llevar a cabo tan importantes transformaciones.
De los Borbones, fue Carlos III quien se preocupó más por hacer prevalecer
sus intereses y los del Estado frente a cualquier otro particular, doblegó el
poder de las corporaciones y estamentos, apoyó la modernización de la
agricultura, el comercio, la industria, las ciencias y las artes, y creó un nuevo
grupo de funcionarios dedicados a poner en marcha todos estos proyectos
reformistas, tanto en la metrópoli como en sus colonias.
El nuevo Estado propuesto por los Borbones, e inspirado por las nuevas ideas
de la Ilustración, intentó poner un límite al poder paralelo que ejercía el clero,
subordinándolo al del Estado. Para ello, implementó un plan que buscaba la
desamortización y la secularización de los bienes de la iglesia.
Sin duda, el impacto sobre esta institución, provocado por la aplicación de las reformas
borbónicas, fue muy significativo, ya que fue duramente golpeada en su estructura
organizativa y en su economía. Las restricciones a ella, por parte de la Corona, fueron
varias, por ejemplo, se les prohibió la fundación de nuevos conventos y la admisión de
novicios durante diez años, la participación de las órdenes religiosas en la elaboración de
testamentos y, finalmente, la expulsión de todo el imperio de la Compañía de Jesús.
En 1804 se inició la desamortización de bienes del clero; es decir, quitarle lo
muerto a las propiedades (principalmente las tierras) en manos de la iglesia y
convertirlas en bienes productivos.
En el mismo año, el Decreto de Convalidación de Vales Reales obligaba a la
Iglesia a remitir a la metrópoli el capital líquido administrado por el Juzgado de
Capellanías y Obras Pías, que actuaba como un banco para los hacendarios,
rancheros, mineros y empresarios que le solicitaban préstamos. Se vieron muy
afectados, ya que fueron obligados a devolver de inmediato todos estos
préstamos hipotecarios a la metrópoli.
La aplicación de estas reformas a la economía novohispana afectó a muchos
intereses entre los criollos y la Iglesia, quienes inspirados por las mismas ideas
de la Ilustración despertaron su anhelo de autonomía y de libertad de comercio,
que los llevaría a promover las nuevas ideas de independencia y la lucha por la
separación de la metrópoli.
Político–administrativas
Las reformas más trascendentes al modelo administrativo aplicadas por los
Borbones, lo constituyeron la creación del nuevo sistema de Intendencias, de
acuerdo a las Ordenanzas de intendentes de 1786, el cual estaría bajo la
dirección de un funcionario que actuaba en calidad de gobernador o intendente,
y reunía todos los atributos del poder: Justicia guerra, hacienda,
fortalecimiento económico y la creación de obras públicas.
El verdadero fondo político sobre la creación de las intendencias por parte de la
Corona era el de restar poder al virrey, los alcaldes mayores y los corregidores.
El puesto de Intendente, bien pagado y adicto a la Corona, tenía la misión de
acabar con los actos de corrupción de los alcaldes mayores. Sería el
encargado de introducir reformas, empezando por la agricultura, que era el
principal foco de corrupción, repartir baldíos a los indios y españoles que
carecían de tierras; incluyendo la supervisión sobre hacerlas producir, fomentar
las artesanías, el comercio y la minería.
Nueva España, Principios del siglo XIX.
EL MAPA
Vázquez,
Josefina
Zoraida.
Falcón,
Romana.
Meyer,
Lorenzo.
Historia de
México.
Editorial
Santillana. Pág.
48
La implementación de este nuevo sistema causó algunas resistencias, sobre
todo del virrey y de altos funcionarios, incluyendo algunos criollos, a los que les
fue retirado el cargo debido a la desconfianza de las autoridades reales hacia
ellos, y a que los intendentes tenían el mismo poder y atribuciones que el
virrey.
El responsable de aplicar este nuevo sistema en la Nueva España fue José de Gálvez, quien
presentó su plan original desde 1767, pero que se aplicaría hasta 1786 a través de las ya
mencionadas Ordenanzas de Intendentes. Éstas establecían la nueva división territorial en
doce intendencias, cuyas capitales serían: México, Puebla, Oaxaca, Mérida (Yucatán y
Tabasco), Veracruz, San Luis Potosí, Guanajuato, Valladolid, Guadalajara, Zacatecas,
Durango y Arizpe (Sonora-Sinaloa). Se incluían los territorios de California, Nueva
Vizcaya, Nuevo México, Coahuila, Texas, el Nuevo Reino de León y Nuevo Santander.
Además, se separarían las Provincias Internas, en Oriente y Occidente.
Parte de esta reorganización tenía la intención de simplificar la carga
administrativa que tanto pesaba sobre la capital de virreinato, y
paradójicamente aumentar el control de la metrópoli sobre un territorio tan
vasto como el de la Nueva España, estableciendo un nuevo tipo de
funcionarios con la potestad de pasar por alto la autoridad del virrey para tratar
los asuntos directamente con España; naturalmente que esta nueva forma de
control administrativo evitaba corruptelas al interior del territorio y aumentaba el
control directo de España sobre sus dominios.
Expulsión de los jesuitas
Con el ascenso al trono de Carlos III, los ataques hacia esta institución se
hicieron más marcados, particularmente hacia la orden de los jesuitas,
considerada como la orden más crítica y desafiante, poseedora de gran riqueza
y encargada de la educación de los criollos. Además, abiertamente opuesta al
regalismo (despotismo ilustrado) europeo y partidaria de la postura de la Santa
Sede pero opuesta al Papa Clemente XIII. Este poder económico y la presencia
y prestigio logrados por esta orden en la población, despertaron la suspicacia
de Carlos III y de su ministro, el Conde de Aranda, hacia la sumisión de éstos
al poder del Estado, así como la del clero en general.
Sorpresivamente, el 25 de junio de 1767, el gobierno español decretó la
expulsión de la Compañía de Jesús de todas las tierras bajo su dominio.
El ordenamiento se llevó a cabo en la Ciudad de México, enviándolos en
calidad de presos a los Estados Papales. Fue ordenada en secreto, todo se
había preparado para consumar, a través del factor sorpresa, la orden de
expulsión. “El virrey no comunicó a nadie la noticia y se procedió a incomunicar
a los escribientes para que sacaran copias de la orden, vigilando que los
documentos no fueran abiertos hasta el momento preciso, para ejecutarse de
inmediato”. Ello generó el descontento popular, y las manifestaciones de
protesta no se hicieron esperar. Pese a la advertencia de las autoridades
reales, estados como San Luis Potosí, Guanajuato y Michoacán provocaron
rebeliones que recrudecieron todavía más el clima de animadversión en contra
de las autoridades coloniales. La represión ordenada por el visitador José de
Gálvez, fue cruenta: “86 personas fueron ahorcadas, 73 castigadas con azotes,
117 deportadas y más de 6,000 se vieron obligadas a pagar diversas penas
menores”.
Antes de ser expulsados de Nueva España, los jesuitas ya eran perseguidos en
Portugal, Francia, Nápoles, Parma y Guastalla por su abierta oposición al rey.
Finalmente, el 24 de octubre partieron del Puerto de Veracruz rumbo a La
Habana, donde, por cierto, fueron bien tratados por el gobernador Bucareli.
Posteriormente, fueron enviados a Cádiz, donde estuvieron presos y de ahí su
destino final, los Colegios de Italia.
Después de la expulsión, todavía la Corona imprimió un duro golpe más contra
el poder de la Iglesia, decretando la Real Cédula sobre la enajenación de
bienes raíces y cobro de capitales de capellanías y obras pías para la
consolidación de vales reales, el 26 de diciembre de 1804.
Este fue un episodio más que explica el descontento de una población criolla,
mestiza e indígena hacia las arbitrariedades de las autoridades de la Corona,
que en los años venideros crearían un mayor sentimiento de pertenencia e
identidad entre estas clases sociales, hacia la conformación de una nueva
nación.
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