Fedro o de la belleza

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Platón
Fedro
o de la belleza
Sócrates – Fedro
Partiremos de este principio: toda alma es inmortal, porque todo lo que se mueve en
movimiento continuo es inmortal. El ser que comunica el movimiento o el que le recibe, en el
momento en que cesa de ser movido, cesa de vivir; sólo el ser que se mueve por sí mismo, no
pudiendo dejar de ser el mismo, no cesa jamás de moverse; y aún más, es, para los otros seres
que participan del movimiento, origen y principio del movimiento mismo. Un principio no
puede ser producido; porque todo lo que comienza a existir debe necesariamente ser producido
por un principio, y el principio mismo no ser producido por nada, porque, si lo fuera, dejaría de
ser principio. Pero si nunca ha comenzado a existir, no puede tampoco ser destruido. Porque si
un principio pudiese ser destruido, no podría él mismo renacer de la nada, ni nada tampoco
podría renacer de él, si como hemos dicho, todo es producido necesariamente por un principio.
Así, el ser que se mueve por sí mismo, es el principio del movimiento, y no puede ni nacer, ni
perecer, porque de otra manera el cielo entero y todos los seres, que han recibido la existencia,
se postrarían en una profunda inmovilidad, y no existiría un principio que les volviera el
movimiento, una vez destruido. Queda, pues, demostrado, que lo que se mueve por sí mismo es
inmortal, y nadie temerá afirmar, que el poder de moverse por sí mismo es la esencia del alma.
En efecto, todo cuerpo, que es movido por un impulso extraño, es inanimado; todo cuerpo que
recibe el movimiento de un principio interior, es animado; tal es la naturaleza del alma. Si es
cierto que lo que se mueve por sí mismo no es otra cosa que el alma, se sigue necesariamente,
que el alma no tiene ni principio, ni fin. Pero basta ya sobre su inmortalidad.
Ocupémonos ahora del alma en sí misma. Para decir lo que ella es, sería preciso una ciencia
divina y desenvolvimientos sin fin. Para hacer comprender su naturaleza por una comparación,
basta una ciencia humana y algunas palabras. Digamos, pues, que el alma se parece a las fuerzas
combinadas de un tronco de caballos y un cochero; los corceles y los cocheros de las almas
divinas son excelentes y de buena raza, pero, en los demás seres, su naturaleza está mezclada de
bien y de mal. Por esta razón, en la especie humana, el cochero dirige dos corceles, el uno
excelente y de buena raza, y el otro muy diferente del primero y de un origen también muy
diferente; y un tronco semejante no puede dejar de ser penoso y difícil de guiar.
¿Pero cómo, entre los seres animados, unos son llamados mortales y otros inmortales? Esto
es lo que conviene esclarecer. El alma universal rige la materia inanimada, y hace su evolución
en el universo, manifestándose bajo mil formas diversas. Cuando es perfecta y alada, campea en
lo más alto de los cielos, y gobierna el orden universal. Pero cuando ha perdido sus alas, rueda
en los espacios infinitos, hasta que se adhiere a alguna cosa sólida, y fija allí su estancia; y cuando
ha revestido un cuerpo terrestre, que desde aquel acto, movido por la fuerza, que le comunica,
parece moverse por sí mismo, esta reunión de alma y cuerpo se llama un ser vivo, con el
aditamento de ser mortal. En cuanto al nombre de inmortal, el razonamiento no puede definirlo,
pero nosotros nos lo imaginamos; y sin haber visto jamás la sustancia a la que este nombre
conviene, y sin comprenderla suficientemente, conjeturamos que un ser inmortal es el formado
por la reunión de un alma y de un cuerpo unidos de toda eternidad. Pero sea lo que Dios quiera,
y dígase lo que se quiera, para nosotros basta que expliquemos, cómo las almas pierden sus alas.
He aquí quizá la causa.
La virtud de las alas consiste en llevar lo que es pesado hacia las regiones superiores, donde
habita la raza de los dioses, siendo ellas participantes de lo que es divino más que todas las cosas
corporales. Es divino todo lo que es bello, bueno, verdadero, y todo lo que posee cualidades
análogas, y también lo es lo que nutre y fortifica las alas del alma; y todas las cualidades contrarias
como la fealdad, el mal, las ajan y echan a perder. El Señor omnipotente, que está en los cielos,
Júpiter, se adelanta el primero, conduciendo su carro alado, ordenando y vigilándolo todo. El
ejército de los dioses y de los demonios le sigue, dividido en once tribus; porque de las doce
divinidades supremas sólo Vesta queda en el palacio celeste; las once restantes, en el orden que
les está prescrito, conducen cada una la tribu que preside. ¡Qué encantador espectáculo nos
ofrece la inmensidad del cielo, cuando los inmortales bienaventurados realizan sus revoluciones
llenando cada uno las funciones que les están encomendadas! Detrás de ellos marchan los que
quieren y pueden servirles, porque en la corte celestial está desterrada la envidia. Cuando van al
festín y banquete que les espera, avanzan por un camino escarpado hasta la cima más elevada de
la bóveda de los cielos. Los carros de los dioses, mantenidos siempre en equilibrio por sus
corceles dóciles al freno, suben sin esfuerzo; los otros caminan con dificultad, porque el corcel
malo pesa sobre el carro inclinado y le arrastra hacia la tierra, si no ha sido sujetado por su
cochero. Entonces es cuando el alma sufre una prueba y sostiene una terrible lucha. Las almas
de los que se llaman inmortales, cuando han subido a lo más alto del cielo, se elevan por cima
de la bóveda celeste y se fijan sobre su convexidad; entonces se ven arrastradas por un
movimiento circular, y contemplan durante esta evolución lo que se halla fuera de esta bóveda,
que abraza el universo.
Ninguno de los poetas de este mundo ha celebrado nunca la región que se extiende por
cima del cielo; ninguno la celebrará jamás dignamente. He aquí, sin embargo, lo que es, porque
no hay temor de publicar la verdad, sobre todo, cuando se trata de la verdad. La esencia sin color,
sin forma, impalpable, no puede contemplarse sino por la guía del alma, la inteligencia; en torno
de la esencia está la estancia de la ciencia perfecta que abraza la verdad toda entera. El
pensamiento de los dioses, que se alimenta de inteligencia y de ciencia sin mezcla, como el de
toda alma ávida del alimento que la conviene, gusta ver la esencia divina de que hacía tiempo
estaba separado, y se entrega con placer a la contemplación de la verdad, hasta el instante en que
el movimiento circular la lleve al punto de su partida. Durante esta revolución, contempla la
justicia en sí, la sabiduría en sí, no esta ciencia que está sujeta a cambio y que se muestra diferente
según los distintos objetos, que nosotros, mortales, queremos llamar seres, sino la ciencia, que
tiene por objeto el ser de los seres. Y cuando ha contemplado las esencias y está completamente
saciado, se sume de nuevo en el cielo y entra en su estancia. Apenas ha llegado, el cochero
conduce los corceles al establo, en donde les da ambrosía para comer y néctar para beber. Tal es
la vida de los dioses.
Entre las otras almas, la que sigue a las almas divinas con paso más igual y que más las imita,
levanta la cabeza de su cochero hasta las regiones superiores, y se ve arrastrada por el movimiento
circular; pero, molestada por sus corceles, apenas puede entrever las esencias. Hay otras, que tan
pronto suben, como bajan, y que arrastradas acá y allá por sus corceles, aperciben ciertas esencias
y no pueden contemplarlas todas. En fin, otras almas siguen de lejos, aspirando como las
primeras a elevarse hacia las regiones superiores, pero sus esfuerzos son impotentes, están como
sumergidas y errantes en los espacios inferiores, y, luchando con ahínco por ganar terreno, se
ven entorpecidas y completamente abatidas; entonces ya no hay más que confusión, combate y
lucha desesperada: y por la poca maña de sus cocheros, muchas de estas almas se ven lisiadas, y
otras ven caer una a una las plumas de sus alas; todas, después de esfuerzos inútiles e impotentes
para elevarse hasta la contemplación del ser absoluto, desfallecen, y en su caída no les queda más
alimento que las conjeturas de la opinión. Este tenaz empeño de las almas por elevarse a un
punto desde donde puedan descubrir la llanura de la verdad, nace de que sólo en esta llanura
pueden encontrar un alimento capaz de nutrir la parte más noble de sí mismas, y de desenvolver
las alas que llevan al alma lejos de las regiones inferiores. Es una ley de Adrasto, que toda alma
que ha podido seguir al alma divina y contemplar con ella alguna de las esencias, esté exenta de
todos los males hasta un nuevo viaje, y si su vuelo no se debilita, ignorará eternamente sus
sufrimientos. Pero cuando no puede seguir a los dioses, cuando por un extravío funesto, llena
del impuro alimento del vicio y del olvido, se entorpece y pierde sus alas, entonces cae en esta
tierra; una ley quiere que en esta primera generación y aparición sobre la tierra no anime el cuerpo
de ningún animal.
El alma que ha visto, lo mejor posible, las esencias y la verdad, deberá constituir un hombre,
que se consagrará a la sabiduría, a la belleza, a las musas y al amor; la que ocupa el segundo lugar
será un rey justo o guerrero o poderoso; la de tercer lugar, un político, un financiero, un
negociante; la del cuarto, un atleta infatigable o un médico; la del quinto, un adivino o un iniciado;
la del sexto, un poeta o un artista; la del sétimo, un obrero o un labrador; la del octavo, un sofista
o un demagogo; la del noveno, un tirano. En todos estos estados, a todo el que ha practicado la
justicia, le espera después de su muerte un destino más alto; el que la ha violado cae en una
condición inferior. El alma no puede volver a la estancia de donde ha partido, sino después de
un destierro de diez mil años: porque no recobra sus alas antes, a menos que haya cultivado la
filosofía con un corazón sincero o amado a los jóvenes con un amor filosófico. A la tercer
revolución de mil años, si ha escogido tres veces seguidas este género de vida, recobra sus alas y
vuela hacia los dioses en el momento en que la última, a los tres mil años, se ha realizado. Pero
las otras almas, después de haber vivido su primer existencia, son objeto de un juicio: y una vez
juzgadas, las unas descienden a las entrañas de la tierra para sufrir allí su castigo; otras, que han
obtenido una sentencia favorable, se ven conducidas a un paraje del cielo, donde reciben las
recompensas debidas a las virtudes que hayan practicado durante su vida terrestre. Después de
mil años, las unas y las otras son llamadas para un nuevo arreglo de las condiciones que hayan
de sufrir, y cada una puede escoger el género de vida que mejor le parezca. De esta manera el
alma de un hombre puede animar una bestia salvaje, y el alma de una bestia animar un hombre,
con tal que éste haya sido hombre en una existencia anterior. Porque el alma que no ha
vislumbrado la verdad, no puede revestir la forma humana. En efecto, el hombre debe
comprender lo general; es decir, elevarse de la multiplicidad de las sensaciones a la unidad
racional. Esta facultad no es otra cosa que el recuerdo de lo que nuestra alma ha visto, cuando
seguía al alma divina en sus evoluciones, cuando, echando una mirada desdeñosa sobre lo que
nosotros llamamos seres, se elevaba a la contemplación del verdadero ser. Por esta razón es justo
que el pensamiento del filósofo tenga solo alas, pensamiento que se liga siempre cuanto es
posible por el recuerdo a las esencias, a que Dios mismo debe su divinidad. El hombre que sabe
servirse de estas reminiscencias, está iniciado constantemente en los misterios de la infinita
perfección, y sólo se hace él mismo verdaderamente perfecto. Desprendido de los cuidados que
agitan a los hombres, y curándose sólo de las cosas divinas, el vulgo pretende sanarle de su locura
y no ve que es un hombre inspirado.
A esto tiende todo este discurso sobre la cuarta especie de delirio. Cuando un hombre
apercibe las bellezas de este mundo y recuerda la belleza verdadera, su alma toma alas y desea
volar; pero sintiendo su impotencia, levanta, como el pájaro, sus miradas al cielo, desprecia las
ocupaciones de este mundo, y se ve tratado como insensato. De todos los géneros de entusiasmo
este es el más magnífico en sus causas y en sus efectos para el que lo ha recibido en su corazón,
y para aquel a quien ha sido comunicado; y el hombre que tiene este deseo y que se apasiona por
la belleza, toma el nombre de amante. En efecto, como ya hemos dicho, toda alma humana ha
debido necesariamente contemplar las esencias, pues de no ser así, no hubiera podido entrar en
el cuerpo de un hombre. Pero los recuerdos de esta contemplación no se despiertan en todas las
almas con la misma facilidad; una no ha hecho más que entrever las esencias; otra, después de
su descenso a la tierra, ha tenido la desgracia de verse arrastrada hacia la injusticia por
asociaciones funestas, y olvidar los misterios sagrados que en otro tiempo había contemplado.
Un pequeño número de almas son las únicas que conservan con alguna claridad este recuerdo.
Estas almas, cuando aperciben alguna imagen de las cosas del cielo, se llenan de turbación y no
pueden contenerse, pero no saben lo que experimentan, porque sus percepciones no son
bastante claras. Y es que la justicia, la sabiduría y todos los bienes del alma, han perdido su
brillantez en las imágenes que vemos en este mundo. Entorpecidos nosotros mismos con
órganos groseros, apenas pueden algunos, aproximándose a estas imágenes, reconocer ni aun el
modelo que ellas representan. Nos estuvo reservado contemplar la belleza del todo radiante,
cuando, mezclados con el coro de los bienaventurados, marchábamos con las demás almas en la
comitiva de Júpiter y de los demás dioses, gozando allí del más seductor espectáculo; e iniciados
en los misterios, que podemos llamar divinos, los celebrábamos exentos de la imperfección y de
los males, que en el porvenir nos esperaban, y éramos admitidos a contemplar estas esencias
perfectas, simples, llenas de calma y de beatitud, y las visiones que irradiaban en el seno de la
más pura luz; y, puros nosotros, nos veíamos libres de esta tumba que llamamos nuestro cuerpo,
y que arrastramos con nosotros, como la ostra sufre la prisión que la envuelve.
Deben disimularse estos rodeos, debidos al recuerdo de una felicidad que no existe y que
echamos de menos. En cuanto a la belleza, ella brilla, como ya he dicho, entre todas las demás
esencias, y en nuestra estancia terrestre, donde lo eclipsa todo con su brillantez, la reconocemos
por el más luminoso de nuestros sentidos. La vista es, en efecto, el más sutil de todos los órganos
del cuerpo. No puede, sin embargo, percibir la sabiduría, porque sería increíble nuestro amor
por ella, si su imagen y las imágenes de las otras esencias, dignas de nuestro amor, se ofreciesen
a nuestra vista, tan distintas y tan vivas como son. Pero al presente sólo la belleza tiene el
privilegio de ser a la vez un objeto tan sorprendente como amable. El alma que no tiene un
recuerdo reciente de los misterios divinos, o que se ha abandonado a las corrupciones de la tierra,
tiene dificultad en elevarse de las cosas de este mundo hasta la perfecta belleza por la
contemplación de los objetos terrestres, que llevan su nombre; antes bien, en vez de sentirse
movida por el respeto hacia ella, se deja dominar por el atractivo del placer, y, como una bestia
salvaje, violando el orden eterno, se abandona a un deseo brutal, y en su comercio grosero no
teme, no se avergüenza de consumar un placer contra naturaleza. Pero el hombre, que ha sido
perfectamente iniciado, que contempló en otro tiempo el mayor número de esencias, cuando ve
un semblante que remeda la belleza celeste o un cuerpo que le recuerda por sus formas la esencia
de la belleza, siente por lo pronto como un temblor, y experimenta los terrores religiosos de otro
tiempo; y fijando después sus miradas en el objeto amable, le respeta como a un Dios, y si no
temiese ver tratado su entusiasmo de locura, inmolaría víctimas al objeto de su pasión, como a
un ídolo, como a un Dios. A su vista, semejante a un hombre atacado de la fiebre, muda de
semblante, el sudor inunda su frente, y un fuego desacostumbrado se infiltra en sus venas; en el
momento en que ha recibido por los ojos la emanación de la belleza siente este dulce calor que
nutre las alas del alma; esta llama hace derretir la cubierta, cuya dureza las impedía hacía tiempo
desenvolverse. La afluencia de este alimento hace que el miembro, raíz de las alas, cobre vigor,
y las alas se esfuerzan por derramarse por toda el alma, porque primitivamente el alma era toda
alada. En este estado, el alma entra en efervescencia e irritación; y esta alma, cuyas alas empiezan
a desarrollarse, es como el niño, cuyas encías están irritadas y embotadas por los primeros
dientes. Las alas, desenvolviéndose, le hacen experimentar un calor, una dentera, una irritación
del mismo género. En presencia de un objeto bello recibe las partes de belleza que del mismo se
desprenden y emanan, y que han hecho dar al deseo el nombre de imeros, experimenta un calor
suave, se reconoce satisfecho y nada en la alegría. Pero cuando está separada del objeto amado,
el fastidio la consume, los poros del alma por donde salen las alas se desecan, se cierran, de suerte
que no tienen ya salida. Presa del deseo y encerradas en su prisión. Las alas se agitan, como la
sangre se agita en las venas; hacen empuje en todas direcciones, y el alma, aguijoneada por todas
partes se pone furiosa y fuera de sí de tanto sufrir, mientras el recuerdo de la belleza la inunda
de alegría. Estos dos sentimientos la dividen y la turban, y en la confusión a que la arrojan tan
extrañas emociones, se angustia, y en su frenesí no puede, ni descansar de noche, ni gozar
durante el día de alguna tranquilidad; y antes bien, llevada por la pasión, se lanza a todas partes
donde cree encontrar su querida belleza. Ha vuelto a verla; ha recibido de nuevo sus
emanaciones; en el momento se vuelven a abrir los poros que estaban obstruidos, respira y no
siente ya el aguijón del dolor, y gusta durante estos cortos instantes el placer más encantador.
Así es, que el amante no quiere separarse de la persona que ama, porque nada le es más precioso
que este objeto tan bello; madre, hermano, amigos, todo lo olvida; pierde su fortuna abandonada
sin experimentar la menor sensación; deberes, atenciones que antes tenía complacencia en
respetar, nada le importan; consiente ser esclavo y adormecerse, con tal que se vea cerca del
objeto de sus deseos; y si adora al que posee la belleza, es porque sólo en él encuentra alivio a
los tormentos que sufre.
A esta afección, precioso joven, los hombres la llaman amor; los dioses la dan un nombre
tan singular, que quizá te haga sonreír. Algunos homerianos nos citan, según creo, dos versos de
su poeta, que han conservado, uno de los cuales es muy injurioso al amor y verdaderamente
poco conveniente. «Los mortales le llaman Eros, el dios alado; los inmortales le llaman el Pteros,
el que da alas.» Se puede admitir o desechar la autoridad de estos dos versos; siempre es cierto
que la causa y la naturaleza de la afección de los amantes son tales como yo las he descrito.
Si el hombre enamorado ha sido uno de los que antes siguieron a Júpiter, tiene más fuerza
para resistir al Dios [301] alado que ha venido a caer sobre él; los que han sido servidores de
Marte y le han seguido en su revolución alrededor del cielo, cuando se ven invadidos por el amor,
y se creen ultrajados por el objeto de su pasión, se ven arrastrados por un furor sangriento, que
los lleva a inmolarse con su ídolo. Así es que cada cual honra al Dios cuya comitiva seguía, y le
imita en su vida tanto cuanto está en su poder, por lo menos, durante la primer generación y
mientras no está corrompido; y esta imitación la lleva a cabo en sus intimidades amorosas y en
todas las demás relaciones. Cada hombre escoge un amor según su carácter, le hace su Dios, le
levanta una estatua en su corazón, y se complace en engalanarla, como para rendirla adoración y
celebrar sus misterios. Los servidores de Júpiter buscan un alma de Júpiter en aquel que adoran,
examinan si gustan de la sabiduría y del mando, y cuando le han encontrado tal como le desean
y le han consagrado su amor, hacen los mayores esfuerzos por desenvolver en él tan nobles
inclinaciones. Si no se han entregado desde luego por entero a las ocupaciones que corresponden
a esto, se dedican, sin embargo, y trabajan en perfeccionarse mediante las enseñanzas de los
demás y los esfuerzos propios. Intentan descubrir en sí mismos el carácter de su Dios, y lo
consiguen, porque se ven forzados a volver sin cesar sus miradas del lado de este Dios; y cuando
lo han conseguido por la reminiscencia, el entusiasmo los trasporta, y toman de él sus costumbres
y sus hábitos, tanto, por lo menos, cuanto es posible al hombre participar de la naturaleza divina.
Como atribuyen este cambio dichoso a la influencia del objeto amado, le aman más; y si Júpiter
es el origen divino de donde toman su inspiración, semejantes a las bacantes, la derraman sobre
el objeto de su amor, y en cuanto pueden le hacen semejante a su Dios. Los que han viajado en
la comitiva de Juno buscan un alma regia, y desde que la han encontrado, obran para [302] con
ella de la misma manera. En fin, todos aquellos que han seguido a Apolo o a los otros dioses,
arreglando su conducta sobre la base de la divinidad que han elegido, buscan un joven del mismo
natural; y cuando le poseen, imitando su divino modelo, se esfuerzan en persuadir a la persona
amada a que haga otro tanto, y de esta manera le amoldan a las costumbres de su Dios, y le
comprometen a reproducir este tipo de perfección en cuanto les es posible. Lejos de concebir
sentimientos de envidia y de baja malevolencia contra él, todos sus deseos, todos sus esfuerzos,
tienden sólo a hacerle semejante a ellos mismos y al Dios a que rinden culto. Tal es el celo de
que se ven animados los verdaderos amantes, y si consiguen buena acogida para su amor, su
victoria es una iniciación; y la persona amada, que se deja subyugar por un amante que ama con
delirio, se abandona a una pasión noble, que es para él un origen de felicidad. Su derrota tiene
lugar de esta manera.
Hemos distinguido en cada alma tres partes diferentes por medio de la alegoría de los
corceles y del cochero. Sigamos, pues, con la misma figura. Uno de los dos corceles, decíamos,
es de buena raza, el otro es vicioso. Pero ¿de dónde nace la excelencia del uno y el vicio del otro?
Esto es lo que no hemos dicho, y lo que vamos a explicar ahora. El primero tiene soberbia planta,
formas regulares y bien desenvueltas, cabeza erguida y carnerada; es blanco con ojos negros; ama
la gloria con sabio comedimiento; tiene pasión por el verdadero honor; obedece, sin que se le
castigue, a las exhortaciones y a la voz del cochero. El segundo tiene los miembros contrahechos,
toscos, desaplomados, la cabeza gruesa y aplastada, el cuello corto: es negro, y sus ojos verdes y
ensangrentados; no respira sino furor y vanidad; sus oídos velludos están sordos a los gritos del
cochero, y con dificultad obedece a la espuela y al látigo.
A la vista del objeto amado, cuando el cochero siente que el fuego del amor penetra su alma
toda y que el aguijón del deseo irrita su corazón, el corcel dócil, dominado ahora y siempre por
las leyes del pudor, se contiene, para no insultar al objeto amado; pero el otro corcel no atiende
al látigo ni al aguijón, da botes, se alborota, y entorpeciendo a la vez a su guía y a su compañero,
se precipita violentamente sobre el objeto amado para disfrutar en él de placeres sensuales. Por
lo pronto, el guía y el compañero se resisten, se indignan contra esta violencia odiosa y culpable;
pero al fin, cuando el mal no tiene límites, se dejan arrastrar, ceden al corcel furioso, y prometen
consentirlo todo. Se aproximan al objeto bello, y contemplan esta aparición en todo su
resplandor. A su vista, el recuerdo del cochero se fija en la esencia de la belleza; y se figura verla,
como en otro tiempo, en la estancia de la pureza, colocada al lado de la sabiduría. Esta visión le
llena de un terror religioso, se echa atrás, y esto le obliga a tirar de las riendas con tanta violencia,
que los dos corceles se encabritan al mismo tiempo, el uno de buena gana, porque no está
acostumbrado a hacer resistencia, el otro de mala porque siempre tiende a la violencia y a la
rebelión. Mientras reculan, el uno, lleno de pudor y de arrobamiento, inunda el alma toda de
sudor; el otro, insensible ya a la impresión del freno y al dolor de su caída, apenas tomó aliento,
prorrumpió en gritos de furor, vertiendo injurias contra su guía y su compañero, echándoles en
cara el haber abandonado por cobardía y falta de corazón su puesto y tratándoles de perjuros.
Los estrecha, a pesar de ellos, a volver a la carga, y, accediendo a sus súplicas, les concede algunos
instantes de plazo. Terminada esta tregua, ellos fingen no haber pensado en esto; pero el corcel
malo, recordándoles su compromiso, haciéndoles violencia y relinchando con furor, los arrastra
y los fuerza a renovar sus tentativas para con el objeto amado. Apenas se aproximan, el corcel
malo se echa, se estira, y, entregándose a movimientos libidinosos, muerde el freno y se atreve a
todo con desvergüenza. Pero entonces el cochero experimenta más fuertemente aún la
impresión de antes, se echa atrás, como el jinete que va a tocar la barrera, y tira con mayor fuerza
de las riendas del corcel indómito, rompe sus dientes, magulla su lengua insolente, ensangrienta
su boca, le obliga a sentar en tierra sus piernas y muslos y le hace pasar mil angustias. Cuando, a
fuerza de sufrir, el corcel vicioso ha visto abatido su furor, baja la cabeza y sigue la dirección que
desea el cochero, y al percibir el objeto bello se muere de terror. Entonces solamente es cuando
el amante sigue con modestia y pudor al que ama.
Sin embargo, el joven que se ve servido y honrado al igual de un Dios por un amante que
no finge amor, sino que está sinceramente apasionado, siente despertarse en él la necesidad de
amar. Si antes sus camaradas u otras personas han denigrado en su presencia este sentimiento,
diciendo que es cosa fea tener una relación amorosa, y si semejantes discursos han hecho que
rechazara a su amante, el tiempo trascurrido, la edad, la necesidad de amar y de ser amado le
obligan bien pronto a recibirle en su intimidad. Porque no puede estar en los decretos del destino,
que se amen dos hombres malos, ni que dos hombres de bien no puedan amarse. Cuando la
persona amada ha acogido al que ama y ha gozado de la dulzura de su conversación y de su
sociedad, se ve como arrastrado por esta pasión, y comprende que la afección de todos sus
amigos y de todos sus parientes no es nada, cotejada con la que le inspira su amante. Cuando
han mantenido esta relación por algún tiempo y se han visto y han estado en contacto en los
gimnasios o en otros puntos, la corriente de estas emanaciones que Júpiter, enamorado de
Ganimedes, llamó deseo, se dirige a oleadas hacia el amante, entra en su interior en parte, y
cuando ha penetrado así, lo demás se manifiesta al exterior; y, como el aire o un sonido reflejado
por un cuerpo liso o sólido, las emanaciones de la belleza vuelven al alma del bello joven por el
canal de los ojos, y abriendo a las alas todas sus salidas las nutren y las desprenden y llenan de
amor el alma de la persona amada. Ama, pues, pero no sabe qué; no comprende lo que
experimenta, ni tampoco podría decirlo; se parece al hombre que por haber contemplado por
mucho tiempo en otros ojos enfermos, sintiese que su vista se oscurecía; no conoce la causa de
su turbación, y no se apercibe de que se ve en su amante como en un espejo. Cuando está en su
presencia, siente en sí mismo que se aplacan sus dolores; cuando ausente, le echa de menos
cuanto puede echarse; y siente una afección que es como la imagen del amor, y a la cual no da el
nombre de amor sino que la llama amistad. Sin embargo, desea como su amante, aunque con
menos ardor, verle, tocarle, abrazarle y participar de su lecho, y sin duda no tardará en satisfacer
este deseo. Mientras duermen en un mismo lecho, al corcel indócil le ocurre mucho que decir al
cochero, y por premio de tantos sufrimientos pide un instante de placer. El corcel del joven
amado no tiene nada que decir, pero experimentando algo que no comprende, estrecha a su
amante entre sus brazos, y le prodiga los más expresivos besos, y mientras permanezcan tan
inmediatos el uno al otro, no tendrá fuerza para rehusar los favores que su amante exija. Pero el
otro corcel y el cochero lo resisten en nombre del pudor y de la razón.
Si la parte mejor del alma es la más fuerte y triunfa y los guía hacia una vida ordenada,
siguiendo los preceptos de la sabiduría, pasan ellos sus días en este mundo felices y unidos.
Dueños de sí mismos viven como [306] hombres honrados, porque han subyugado lo que
llevaba el vicio a su alma, y dado un vuelo libre a lo que engendra la virtud. Al morir, alados y
aliviados de todo peso grosero, salen vencedores en uno de los tres combates que se pueden
llamar verdaderamente olímpicos; y es tan grande este bien, que ni la sabiduría humana, ni el
delirio que viene de los dioses, pueden proporcionar otro mejor al hombre. Si, por el contrario,
han adoptado un género de vida más vulgar y contrario a la filosofía, aunque sin violar las leyes
del honor, en medio de la embriaguez, en un momento de olvido y de extravío, sucederá sin
duda que los corceles indómitos de los dos amantes, sorprendiendo sus almas, los conducirán
hacia un mismo fin; escogerán entonces el género de vida más lisonjero a los ojos del vulgo, y se
precipitarán a gozar. Cuando se han saciado, aún gustan de los mismos placeres, pero no con
profusión, porque no los aprueba decididamente el alma. Tienen el uno para el otro una afección
verdadera, pero menos fuerte que la de los puros amantes, y cuando su delirio ha cesado, creen
haberse dado las prendas más preciosas de una fe recíproca; y creerían cometer un sacrilegio si
rompieran los lazos que les ligan, para abrir sus corazones al aborrecimiento. Al fin de su vida,
sin alas aún, pero ya impacientes por tomarlas, sus almas abandonan sus cuerpos, de suerte que
su delirio amoroso recibe una gran recompensa. Porque la ley divina no permite que los que han
comenzado su viaje celeste, sean precipitados en las tinieblas subterráneas, sino que pasan una
vida brillante y dichosa en eterna unión, y, cuando reciben alas, las obtienen juntos, a causa del
amor que les ha unido sobre la tierra.
Tales son, mi querido joven, los maravillosos y divinos bienes que te procurará la afección
de un amante; pero la amistad de un hombre sin amor, que sólo cuenta [307] con una sabiduría
mortal, y que vive entregado por entero a los vanos cuidados del mundo, no puede producir, en
el alma de la persona que ama, más que una prudencia de esclavo, a la que el vulgo da el nombre
de virtud, pero que le hará andar errante, privado de razón en la tierra y en las cavernas
subterráneas durante nueve mil años.
Aquí tienes, ¡oh Amor!, la mejor y más bella palinodia que he podido cantarte en expiación
de mi crimen. Si mi lenguaje ha sido demasiado poético, Fedro es el responsable de tales
extravíos. Perdóname por mi primer discurso y recibe éste con indulgencia; echa sobre mí una
mirada de benevolencia y benignidad; no me arrebates; ni disminuyas en mí por cólera, este arte
de amar, cuyo presente me has hecho tú mismo; concédeme que, ahora más que nunca, esté
ciegamente apasionado por la belleza. Si Fedro y yo te hemos ultrajado al principio groseramente,
no acuses más que a Lisias, origen de este discurso; haz que renuncie a esas composiciones
frívolas, y llámale hacia la filosofía, que su hermano Polemarco ha abrazado ya, con el fin de que
su amante, que me escucha, libre de la incertidumbre que ahora le atormenta, pueda consagrar,
sin miras secretas, su vida entera al amor dirigido por la filosofía.
Fedón
o del alma
Fedón
Verdaderamente este espectáculo hizo sobre mí una impresión extraordinaria. Yo no
experimentaba la compasión que era natural que experimentase asistiendo a la muerte de un
amigo. Por el contrario, Equecrates, al verle y escucharle, me parecía un hombre dichoso; tanta
fue la firmeza y dignidad con que murió. Creía yo que no dejaba este mundo sino bajo la
protección de los dioses, que le tenían reservada en el otro una felicidad tan grande, que ningún
otro mortal ha gozado jamás otra igual; y así, no me vi sobrecogido de esa penosa compasión
que parece debía inspirarme esta escena de duelo. Tampoco sentía mi alma el placer que se
mezclaba ordinariamente en nuestras pláticas sobre la filosofía; porque en aquellos momentos
también fue este el objeto de nuestra conversación; sino que en lugar de esto, yo no sé qué de
extraordinario pasaba en mí; sentía como una mezcla, hasta entonces desconocida, de placer y
dolor, cuando me ponía a considerar que dentro de un momento este hombre admirable iba a
abandonarnos para siempre; y cuantos estaban presentes, se hallaban, poco más o menos, en la
misma disposición. Se nos veía tan pronto sonreír como derramar lágrimas; sobre todo a
Apolodoro; tú conoces a este hombre y su carácter.
Equecrates
¿Cómo no he de conocer a Apolodoro?
Fedón
Se abandonaba por entero a esta diversidad de emociones; y yo mismo no estaba menos
turbado que todos los demás.
[…]
Fedón
Todo te lo puedo contar punto por punto, porque desde la condenación de Sócrates no
dejamos ni un solo día de verle. Como la plaza pública, donde había tenido lugar el juicio, estaba
cerca de la prisión, nos reuníamos allí de madrugada, y conversando aguardábamos a que se
abriera la cárcel, que nunca era temprano. Luego que se abría, entrábamos; y pasábamos
ordinariamente todo el día con él. Pero el día de la muerte, nos reunimos más temprano que de
costumbre. Habíamos sabido la víspera, al salir por la tarde de la prisión, que el buque había
vuelto de Delos. Convinimos todos en ir al día siguiente al sitio acostumbrado lo más temprano
que se pudiera, y ninguno faltó a la cita. El alcaide, que comúnmente era nuestro introductor, se
adelantó, y vino donde estábamos para decirnos que esperáramos hasta que nos avisara, porque
los Once, nos añadió, están en este momento mandando quitar los grillos a Sócrates, y dando
orden para que muera hoy. Pasados algunos momentos, vino el alcaide y nos abrió la prisión. Al
entrar, encontramos a Sócrates, a quien acababan de quitar los grillos, y a Jantipa, ya la conoces,
que tenía uno de sus hijos en los brazos. Apenas nos vio, comenzó a deshacerse en
lamentaciones, y a decir todo lo que las mujeres acostumbran en semejantes circunstancias.
¡Sócrates –gritó ella–, hoy es el último día en que te hablarán tus amigos y en que tú les hablarás!
Pero Sócrates, dirigiendo una mirada a Criton, le dijo: que la lleven a su casa. En el momento,
algunos esclavos de Criton condujeron a Jantipa, que iba dando gritos y golpeándose el rostro.
Entonces Sócrates, tomando asiento, dobló la pierna, libre ya de los hierros, la frotó con la mano,
y nos dijo: es cosa singular, amigos míos, lo que los hombres llaman placer; y ¡qué relaciones
maravillosas mantiene con el dolor, que se considera como su contrario! Porque el placer y el
dolor no se encuentran nunca a un mismo tiempo; y sin embargo, cuando se experimenta el uno,
es preciso aceptar el otro, como si un lazo natural los hiciese inseparables. Siento que a Esopo
no haya ocurrido esta idea, porque hubiera inventado una fábula, y nos hubiese dicho, que Dios
quiso un día reconciliar estos dos enemigos, y que no habiendo podido conseguirlo, los ató a
una misma cadena, y por esta razón, en el momento que uno llega, se ve bien pronto llegar a su
compañero. Yo acabo de hacer la experiencia por mí mismo; puesto que veo que al dolor, que
los hierros me hacían sufrir en esta pierna, sucede ahora el placer.
—Verdaderamente, Sócrates, dijo Cebes, haces bien en traerme este recuerdo; porque a
propósito de las poesías que has compuesto, de las fábulas de Esopo que has puesto en verso y
de tu himno a Apolo, algunos, principalmente Eveno, me han preguntado recientemente por
qué motivo te habías dedicado a componer versos desde que estabas preso, cuando no lo has
hecho en tu vida. Si tienes algún interés en que pueda responder a Eveno, cuando vuelva a
hacerme la misma pregunta, y estoy seguro de que la hará, dime lo que he de contestarle.
—Pues bien, mi querido Cebes, replicó Sócrates, dile la verdad; que no lo he hecho
seguramente por hacerme su rival en poesía, porque ya sabía que esto no me era fácil; sino que
lo hice por depurar el sentido de ciertos sueños y aquietar mi conciencia respecto de ellos; para
ver si por casualidad era la poesía aquella de las bellas artes a que me ordenaban que me dedicara;
porque muchas veces, en el curso de mi vida, mi mismo sueño me ha aparecido tan pronto con
una forma, como con otra, pero prescribiéndome siempre la misma cosa: Sócrates, me decía,
cultiva las bellas artes. –Hasta ahora había tomado esta orden por una simple indicación, y me
imaginaba que, a la manera de las excitaciones con que alentamos a los que corren en la lid, estos
sueños que me prescribían el estudio de las bellas artes, me exhortaban sólo a continuar en mis
ocupaciones acostumbradas; puesto que la filosofía es la primera de las artes, y yo vivía entregado
por entero a la filosofía. Pero después de mi sentencia y durante el intervalo que me dejaba la
fiesta del Dios, pensé que si eran las bellas artes, en el sentido estricto, a las que querían los
sueños que me dedicara, era preciso obedecerles, y para tranquilizar mi conciencia no abandonar
la vida hasta haber satisfecho a los dioses, componiendo al efecto versos según lo ordenaba el
sueño. Comencé, pues, por cantar en honor del Dios, cuya fiesta se celebraba; en seguida,
reflexionando que un poeta, para ser verdadero poeta, no debe componer discursos en verso
sino inventar ficciones, y no reconociendo en mí este talento, me decidí a trabajar sobre las
fábulas de Esopo; puse en verso las que sabía, y que fueron las primeras que vinieron a mi
memoria. he aquí, mi querido Cebes, lo que habrás de decir a Eveno. Salúdale también en mi
nombre, y dile, que si es sabio, que me siga, porque al parecer hoy es mi último día, puesto que
los atenienses lo tienen ordenado.
—Entonces Simmias dijo: ¡Ah!, Sócrates, qué consejo das a Eveno!, verdaderamente he
hablado con él muchas veces; pero, a mi juicio, no se prestará muy voluntariamente a aceptar tu
invitación.
—¡Qué!, repuso Sócrates; ¿Eveno no es filósofo?
—Por tal le tengo; respondió Simmias.
—Pues bien, dijo Sócrates; Eveno me seguirá como todo hombre que se ocupe dignamente
de filosofía. Sé bien que no se suicidará, porque esto no es lícito.
Diciendo estas palabras se sentó al borde de su cama, puso los pies en tierra, y habló en
esta postura todo el resto del día.
—Cebes le preguntó: ¿cómo es, Sócrates, que no es permitido atentar a la propia vida, y sin
embargo, el filósofo debe querer seguir a cualquiera que muere?
—¡Y qué!, Cebes, replicó Sócrates, ¿ni tú ni Simmias habéis oído hablar nunca de esta
cuestión a vuestro amigo Filolao?
—Jamás, respondió Cebes, se explicó claramente sobre este punto.
—Yo, replicó Sócrates, no sé más que lo que he oído decir, y no os ocultaré lo que he
sabido. Así como así no puede darse una ocupación más conveniente para un hombre que va a
partir bien pronto de este mundo, que la de examinar y tratar de conocer a fondo ese mismo
viaje, y descubrir la opinión que sobre él tengamos formada. ¿En qué mejor cosa podemos
emplearnos hasta la puesta del sol?
—¿En qué se fundan, Sócrates, dijo Cebes, los que afirman que no es permitido suicidarse?
He oído decir a Filolao, cuando estaba con nosotros, y a otros muchos, que esto era malo; pero
nada he oído que me satisfaga sobre este punto.
—Cobra ánimo, dijo Sócrates, porque hoy vas a ser más afortunado; pero te sorprenderás
al ver que el vivir es para todos los hombres una necesidad absoluta e invariable, hasta para
aquellos mismos a quienes vendría mejor la muerte que la vida; y tendrás también por cosa
extraña que no sea permitido a aquellos, para quienes la muerte es preferible a la vida, procurarse
a sí mismos este bien, y que estén obligados a esperar otro libertador.
—Entonces Cebes, sonriéndose, dijo a la manera de su país: Dios lo sabe.
—Esta opinión puede parecer irracional, repuso Sócrates, pero no es porque carezca de
fundamento. No quiero alegar aquí la máxima, enseñada en los misterios, de que nosotros
estamos en este mundo cada uno como en su puesto, y que nos está prohibido abandonarle sin
permiso. Esta máxima es demasiado elevada, y no es fácil penetrar todo lo que ella encierra. Pero
he aquí otra más accesible, y que me parece incontestable; y es que los dioses tienen cuidado de
nosotros, y que los hombres pertenecen a los dioses. ¿No es esto una verdad?
—Muy cierto; dijo Cebes.
—Tú mismo, repuso Sócrates, si uno de tus esclavos se suicidase sin tu orden, ¿no
montarías en cólera contra él, y no le castigarías rigurosamente, si pudieras?
—Sí, sin duda.
—Por la misma razón, dijo Sócrates, es justo sostener que no hay razón para suicidarse, y
que es preciso que Dios nos envió una orden formal para morir, como la que me envía a mí en
este día.
—Lo que dices me parece probable, dijo Cebes; pero decías al mismo tiempo que el filósofo
se presta gustoso a la muerte, y esto me parece extraño, si es cierto que los dioses cuidan de los
hombres, y que los hombres pertenecen a los dioses; porque, ¿cómo pueden los filósofos desear
no existir, poniéndose fuera de la tutela de los dioses, y abandonar una vida sometida al cuidado
de los mejores gobernadores del mundo? Esto no me parece en manera alguna racional. ¿Creen
que serán más capaces de gobernarse cuando se vean libres del cuidado de los dioses?
Comprendo que un mentecato pueda pensar que es preciso huir de su amo a cualquier precio;
porque no comprende que siempre conviene estar al lado de lo que es bueno, y no perderlo de
vista; y por tanto si huye, lo hará sin razón. Pero un hombre sabio debe desear permanecer
siempre bajo la dependencia de quien es mejor que él. De donde infiero, Sócrates, todo lo
contrario de lo que tú decías; y pienso que a los sabios aflige la muerte y que a los mentecatos
les regocija.
—Sócrates manifestó cierta complacencia al notar la sutileza de Cebes; y dirigiéndose a
nosotros, nos dijo: Cebes siempre encuentra objeciones, y no se fija mucho en lo que se le dice.
—Pero, dijo entonces Simmias, yo encuentro alguna razón en lo que dice Cebes. En efecto,
¿qué pretenden los sabios al huir de dueños mucho mejores que ellos, y al privarse
voluntariamente de su auxilio? A ti es a quien dirige este razonamiento Cebes, y te echa en cara
que te separas de nosotros voluntariamente, y que abandonas a los dioses que, según tú mismo
parecer, son tan buenos amos.
—Tenéis razón, dijo Sócrates; y veo que ya queréis obligarme a que me defienda aquí como
me he defendido en el tribunal.
—Así es; dijo Simmias.
—Es preciso, pues, satisfaceros, replicó Sócrates, y procurar que esta apología tenga mejor
resultado respecto de vosotros, que el que tuvo la primera respecto de los jueces. En verdad,
Simmias y Cebes, si no creyese encontrar en el otro mundo dioses tan buenos y tan sabios y
hombres mejores que los que dejo en este, sería un necio, si no me manifestara pesaroso de
morir. Pero sabed que espero reunirme allí con hombres justos. Puedo quizá hacerme ilusiones
respecto de esto; pero en cuanto a encontrar allí dioses que son muy buenos dueños, yo lo
aseguro en cuanto pueden asegurarse cosas de esta naturaleza. He aquí por qué no estoy tan
afligido en estos momentos, esperando que hay algo reservado para los hombres después de esta
vida, y que, según la antigua máxima, los buenos serán mejor tratados que los malos.
—¿Pero qué, Sócrates, replicó Simmias, será posible que nos abandones sin hacernos
partícipes de esas convicciones de tu alma? Me parece que este bien nos es a todos común; y si
nos convences de tu verdad, tu apología está hecha.
—Eso es lo que pienso hacer, respondió; pero antes veamos lo que Criton quiere decirnos.
Me parece que ha rato intenta hablarnos.
—No es más, dijo Criton, sino que el hombre, que debe darte el veneno, no ha cesado de
decirme largo rato ha, que se te advierta que hables poco, porque dice que el hablar mucho
acalora, y que no hay cosa más opuesta, para que produzca efecto el veneno; por lo que es preciso
dar dos y tres tomas, cuando se está de esta suerte acalorado.
—Déjale que hable, respondió Sócrates; y que prepare la cicuta, como si hubiera necesidad
de dos tomas y de tres, si fuese necesario.
—Ya sabía yo que darías esta respuesta, dijo Criton; pero él no desiste de sus advertencias.
—Dejadle que diga, repuso Sócrates; ya es tiempo de que explique delante de vosotros, que
sois mis jueces, las razones que tengo para probar que un hombre, que se ha consagrado toda su
vida a la filosofía, debe morir con mucho valor, y con la firme esperanza de que gozará después
de la muerte bienes infinitos. Voy a daros las pruebas, Simmias y Cebes.
Los hombres ignoran que los verdaderos filósofos no trabajan durante su vida sino para
prepararse a la muerte; y siendo esto así, sería ridículo que después de haber proseguido sin
tregua este único fin, recelasen y temiesen, cuando se les presenta la muerte.
—En este momento Simmias echándose a reír, dijo a Sócrates: ¡Por Júpiter!, tú me has
hecho reír, a pesar de la poca gana que tengo de hacerlo en estos momentos; porque estoy seguro
de que si hubiera aquí un público que te escuchara, los más no dejarían de decir que hablas muy
bien de los filósofos. Nuestros tebanos, sobre todo, consentirían gustosos en que todos los
filósofos aprendieran tan bien a morir, que positivamente se murieran; y dirían que saben bien
que esto es precisamente lo que se merecen.
—Dirían verdad, Simmias, repuso Sócrates; salvo un punto que ignoran, y es por qué razón
los filósofos desean morir, y por qué son dignos de la muerte. Pero dejemos a los tebanos, y
hablemos nosotros. La muerte, ¿es alguna cosa?
—Sí, sin duda, respondió Simmias.
—¿No es, repuso Sócrates, la separación del alma y el cuerpo, de manera que el cuerpo
queda solo de un lado y el alma sola de otro? ¿No es esto lo que se llama la muerte?
—Lo es, dijo Simmias.
—Vamos a ver, mi querido amigo, si piensas como yo, porque de este principio sacaremos
magníficos datos para resolver el problema que nos ocupa. ¿Te parece digno de un filósofo
buscar lo que se llama el placer, como, por ejemplo, el de comer y beber?
—No, Sócrates.
—¿Y los placeres del amor?
—De ninguna manera.
—Y respecto de todos los demás placeres que afectan al cuerpo, ¿crees tú que deba
buscarlos y apetecer, por ejemplo, trajes hermosos, calzado elegante, y todos los demás adornos
del cuerpo? ¿Crees tú que debe estimarlos o despreciarlos, siempre que la necesidad no le fuerce
a servirse de ellos?
—Me parece, dijo Simmias, que un verdadero filósofo no puede menos de despreciarlos.
—Te parece entonces, repuso Sócrates, que todos los cuidados de un filósofo no tienen
por objeto el cuerpo; y que, por el contrario, procura separarse de él cuanto le es posible, para
ocuparse sólo de su alma.
—Seguramente.
—Así, pues, entre todas estas cosas de que acabo de hablar, replicó Sócrates, es evidente
que lo propio y peculiar del filósofo es trabajar más particularmente que los demás hombres en
desprender su alma del comercio del cuerpo.
—Evidentemente, dijo Simmias; y sin embargo, la mayor parte de los hombres se figuran
que el que no tiene placer en esta clase de cosas y no las aprovecha, no sabe verdaderamente
vivir; y creen que el que no disfruta de los placeres del cuerpo, está bien cercano a la muerte.
—Es verdad, Sócrates.
—¿Y qué diremos de la adquisición de la ciencia? El cuerpo, ¿es o no un obstáculo cuando
se le asocia a esta indagación? Voy a explicarme por medio de un ejemplo. La vista y el oído,
¿llevan consigo alguna especie de certidumbre, o tienen razón los poetas cuando en sus cantos
nos dicen sin cesar, que realmente ni oímos ni vemos? Porque si estos dos sentidos no son
seguros ni verdaderos, los demás lo serán mucho menos, porque son más débiles. ¿No lo crees
como yo?
—Sí, sin duda; dijo Simmias.
—¿Cuándo encuentra entonces el alma la verdad? Porque mientras la busca con el cuerpo,
vemos claramente que este cuerpo la engaña y la induce a error.
—Es cierto.
—¿No es por medio del razonamiento como el alma descubre la verdad?
—Sí.
—¿Y no razona mejor que nunca cuando no se ve turbada por la vista, ni por el oído, ni por
el dolor, ni por el placer; y cuando, encerrada en sí misma, abandona al cuerpo, sin mantener con
él relación alguna, en cuanto esto es posible, fijándose en el objeto de sus indagaciones para
conocerlo?
—Perfectamente dicho.
—¿Y no es entonces cuando el alma del filósofo desprecia el cuerpo, huye de él, y hace
esfuerzos para encerrarse en sí misma?
—Así me parece.
—¿Qué diremos ahora de ciertas cosas, Simmias, como la justicia, por ejemplo? ¿Diremos
que es algo, o que no es nada?
—Diremos que es alguna cosa, seguramente.
—¿Y no podremos decir otro tanto del bien y de lo bello?
—Sin duda.
—¿Pero has visto tú estos objetos con tus ojos?
—Nunca.
—¿Existe algún otro sentido corporal, por el que hayas percibido alguna vez estos objetos,
de que estamos hablando, como la magnitud, la salud, la fuerza; en una palabra, la esencia de
todas las cosas, es decir, aquello que ellas son en sí mismas? ¿Es por medio del cuerpo como se
conoce la realidad de estas cosas? ¿O es cierto que cualquiera de nosotros, que quiera examinar
con el pensamiento lo más profundamente que sea posible lo que intente saber, sin mediación
del cuerpo, se aproximará más al objeto y llegará a conocerlo mejor?
—Seguramente.
—¿Y lo hará con mayor exactitud el que examine cada cosa con sólo el pensamiento, sin
tratar de auxiliar su meditación con la vista, ni sostener su razonamiento con ningún otro sentido
corporal; o el que sirviéndose del pensamiento, sin más, intente descubrir la esencia pura y
verdadera de las cosas sin el intermedio de los ojos, ni de los oídos; desprendido, por decirlo así,
del cuerpo por entero, que no hace más que turbar el alma, e impedir que encuentre la verdad
siempre que con él tiene la menor relación? Si alguien puede llegar a conocer la esencia de las
cosas, ¿no será, Simmias, el que te acabo de describir?
—Tienes razón, Sócrates, y hablas admirablemente.
—De este principio, continuó Sócrates, ¿no se sigue necesariamente que los verdaderos
filósofos deban pensar y discurrir para sí de esta manera? La razón no tiene más que un camino
que seguir en sus indagaciones; mientras tengamos nuestro cuerpo, y nuestra alma esté sumida
en esta corrupción, jamás poseeremos el objeto de nuestros deseos; es decir, la verdad. En efecto,
el cuerpo nos opone mil obstáculos por la necesidad en que estamos de alimentarle, y con esto y
las enfermedades que sobrevienen, se turban nuestras indagaciones. Por otra parte, nos llena de
amores, de deseos, de temores, de mil quimeras y de toda clase de necesidades; de manera que
nada hay más cierto que lo que se dice ordinariamente: que el cuerpo nunca nos conduce a la
sabiduría. Porque, ¿de dónde nacen las guerras, las sediciones y los combates? Del cuerpo con
todas sus pasiones. En efecto; todas las guerras no proceden sino del ansia de amontonar riquezas,
y nos vemos obligados a amontonarlas a causa del cuerpo, para servir como esclavos a sus
necesidades. He aquí por qué no tenemos tiempo para pensar en la filosofía; y el mayor de
nuestros males consiste en que en el acto de tener tiempo y ponernos a meditar, de repente
interviene el cuerpo en nuestras indagaciones, nos embaraza, nos turba y no nos deja discernir la
verdad. Está demostrado que si queremos saber verdaderamente alguna cosa, es preciso que
abandonemos el cuerpo, y que el alma sola examine los objetos que quiere conocer. Sólo entonces
gozamos de la sabiduría, de que nos mostramos tan celosos; es decir, después de la muerte, y no
durante la vida. La razón misma lo dicta; porque si es imposible conocer nada en su pureza
mientras que vivimos con el cuerpo, es preciso que suceda una de dos cosas: o que no se conozca
nunca la verdad, o que se la conozca después de la muerte, porque entonces el alma, libre de esta
carga, se pertenecerá a sí misma; pero mientras estemos en esta vida, no nos aproximaremos a la
verdad, sino en razón de nuestro alejamiento del cuerpo, renunciando a todo comercio con él, y
cediendo sólo a la necesidad; no permitiendo que nos inficione con su corrupción natural, y
conservándonos puros de todas estas manchas, hasta que Dios mismo venga a libertarnos.
Entonces, libres de la locura del cuerpo, conversaremos, así lo espero, con hombres que gozarán
la misma libertad, y conoceremos por nosotros mismos la esencia pura de las cosas; porque quizá
la verdad sólo en esto consiste; y no es permitido alcanzar esta pureza al que no es asimismo
puro. He aquí, mi querido Simmias lo que me parece deben pensar los verdaderos filósofos, y el
lenguaje que deben usar entre sí. ¿No lo crees como yo?
—Seguramente, Sócrates.
—Si esto es así, mi querido Simmias, todo hombre que llegue a verse en la situación en que
yo me hallo, tiene un gran motivo para esperar que allá, mejor que en otra parte, poseerá lo que
con tanto trabajo buscamos en este mundo; de suerte que este viaje, que se me ha impuesto, me
llena de una dulce esperanza; y hará el mismo efecto sobre todo hombre que se persuada, que su
alma está preparada, es decir, purificada para conocer la verdad. Y bien; purificar el alma, ¿no es,
como antes decíamos, separarla del cuerpo, y acostumbrarla a encerrarse y recogerse en sí misma,
renunciando al comercio con aquel cuanto sea posible, y viviendo, sea en esta vida, sea en la otra,
sola y desprendida del cuerpo, como quien se desprende de una cadena?
—Es cierto, Sócrates.
—Y a esta libertad, a esta separación del alma y del cuerpo, ¿no es a lo que se llama la
muerte?
—Seguramente.
—Y los verdaderos filósofos, ¿no son los únicos que verdaderamente trabajan para
conseguir este fin? ¿No constituye esta separación y esta libertad toda su ocupación?
—Así me lo parece, Sócrates.
—¿No sería una cosa ridícula, como dije al principio, que después de haber gastado un
hombre toda su vida en prepararse para la muerte, se indignase y se aterrase al ver que la muerte
llega? ¿No sería verdaderamente ridículo?
—¿Cómo no?
—Es cierto, por consiguiente, Simmias, que los verdaderos filósofos se ejercitan para la
muerte, y que esta no les parece de ninguna manera terrible. Piénsalo tú mismo. Si desprecian su
cuerpo y desean vivir con su alma sola, ¿no es el mayor absurdo, que cuando llega este momento,
tengan miedo, se aflijan y no marchen gustosos allí, donde esperan obtener los bienes, por que
han suspirado durante toda su vida y que son la sabiduría, y el verse libres del cuerpo, objeto de
su desprecio? ¡Qué! Muchos hombres, por haber perdido sus amigos, sus esposas, sus hijos, han
bajado voluntariamente a los infiernos, conducidos por la única esperanza de volver a ver los que
habían perdido, y vivir con ellos; y un hombre, que ama verdaderamente la sabiduría, y que tiene
la firme esperanza de encontrarla en los infiernos, ¿sentirá la muerte, y no irá lleno de placer a
aquellos lugares donde gozará de lo que tanto ama? ¡Ah!, mi querido Simmias; hay que creer que
irá con el mayor placer, si es verdadero filósofo, porque estará firmemente persuadido de que en
ninguna parte, fuera de los infiernos, encontrará esta sabiduría pura que busca. Siendo esto así,
¿no sería una extravagancia, como dije antes, que un hombre de estas condiciones temiera la
muerte?
—¡Por Júpiter!, sí lo sería, respondió Simmias.
—Por consiguiente, siempre que veas a un hombre estremecerse y retroceder cuando está a
punto de morir, es una prueba segura de que tal hombre ama, no la sabiduría, sino su cuerpo, y
con el cuerpo los honores y riquezas, o ambas cosas a la vez.
—Así es, Sócrates.
—Así, pues, lo que se llama fortaleza, ¿no conviene particularmente a los filósofos? Y la
templanza, que sólo en el nombre es conocida por los más de los hombres; esta virtud, que
consiste en no ser esclavo de sus deseos, sino en hacerse superior a ellos, y en vivir con
moderación, ¿no conviene particularmente a los que desprecian el cuerpo y viven entregados a la
filosofía?
—Necesariamente.
—Porque si quieres examinar la fortaleza y la templanza de los demás, encontrarás que son
muy ridículas.
—¿Cómo, Sócrates?
—Sabes que todos los demás hombres creen que la muerte es uno de los mayores males.
—Es cierto, dijo Simmias.
—Así que cuando estos hombres, que se llaman fuertes, sufren la muerte con algún valor,
no la sufren sino por temor a un mal mayor.
—Es preciso convenir en ello.
—Por consiguiente, los hombres son fuertes a causa del miedo, excepto los filósofos: ¿y no
es una cosa ridícula que un hombre sea valiente por timidez?
—Tienes razón, Sócrates.
—Y entre esos mismos hombres que se dicen moderados o templados, lo son por
intemperancia, y aunque parezca esto imposible a primera vista, es el resultado de esa templanza
loca y ridícula; porque renuncian a un placer por el temor de verse privados de otros placeres que
desean, y a los que están sometidos. Llaman, en verdad, intemperancia al ser dominado por las
pasiones; pero al mismo tiempo ellos no vencen ciertos placeres sino en interés de otras pasiones
a que están sometidos y que los subyugan; y esto se parece a lo que decía antes, que son templados
y moderados por intemperancia.
—Esto me parece muy cierto.
—Mi querido Simmias, no hay que equivocarse; no se camina hacia la virtud cambiando
placeres por placeres, tristezas por tristezas, temores por temores, y haciendo lo mismo que los
que cambian una moneda en menudo. La sabiduría es la única moneda de buena ley, y por ella es
preciso cambiar todas las demás cosas. Con ella se compra todo y se tiene todo: fortaleza,
templanza, justicia; en una palabra, la virtud no es verdadera sino con la sabiduría,
independientemente de los placeres, de las tristezas, de los temores y de todas las demás pasiones.
Mientras que, sin la sabiduría, todas las demás virtudes, que resultan de la transacción de unas
pasiones con otras, no son más que sombras de virtud; virtud esclava del vicio, que nada tiene de
verdadero ni de sano. La verdadera virtud es una purificación de toda suerte de pasiones. La
templanza, la justicia, la fortaleza y la sabiduría misma son purificaciones; y hay muchas señales
para creer que los que han establecido las purificaciones no eran personajes despreciables, sino
grandes genios, que desde los primeros tiempos han querido hacernos comprender por medio de
estos enigmas, que el que vaya a los infiernos sin estar iniciado y purificado, será precipitado en
el fango; y que el que llegue allí después de haber cumplido con las expiaciones, será recibido
entre los dioses; porque, como dicen los que presiden en los misterios: muchos llevan el cetro, pero
son pocos los inspirados por el Dios; y estos en mi opinión no son otros que los que han filosofado
bien. Nada he perdonado por ser de este número, y he trabajado toda mi vida para conseguirlo.
Si mis esfuerzos no han sido inútiles, y si lo he alcanzado, espero en la voluntad de Dios saberlo
en este momento. he aquí, mi querido Cebes, mi apología para justificar ante vosotros, por qué,
dejándoos y abandonando a los señores de este mundo, ni estoy triste ni desasosegado, en la
esperanza de que encontraré allí, como he encontrado en este mundo, buenos amigos y buenos
gobernantes, y esto es lo que la multitud no comprende. Pero estaré contento si he conseguido
defenderme con mejor fortuna ante vosotros que ante mis jueces atenienses.
Después que Sócrates hubo hablado de esta manera, Cebes, tomando la palabra, le dijo:
Sócrates, todo lo que acabas de decir me parece muy cierto. Hay, sin embargo, una cosa que
parece increíble a los hombres, y es eso que has dicho del alma. Porque los hombres se imaginan,
que cuando el alma ha abandonado el cuerpo, ella desaparece; que el día mismo que el hombre
muere, o se marcha con el cuerpo o se desvanece como un vapor, o como un humo que se disipa
en los aires y que no existe en ninguna parte. Porque si subsistiese sola, recogida en sí misma y
libre de todos los males de que nos has hablado, podríamos alimentar una grande y magnífica
esperanza, Sócrates; la de que todo lo que has dicho es verdadero. Pero que el alma vive después
de la muerte del hombre, que obra, que piensa; he aquí puntos que quizá piden alguna explicación
y pruebas sólidas.
—Dices verdad, Cebes, replicó Sócrates: ¿pero cómo lo haremos? ¿Quieres que
examinemos esos puntos en esta conferencia?
—Tendré mucho placer, respondió Cebes, en oír lo que piensas sobre esta materia.
—No creo, repuso Sócrates, que cualquiera que nos escuche, aun cuando sea un autor de
comedias, pueda echarme en cara que me estoy burlando, y que hablo de cosas que no nos toquen
de cerca. Ya que quieres, examinemos la cuestión…
La República
Libro V
—Como los filósofos no gobiernen los Estados, o como los que hoy se llaman reyes y soberanos
no sean verdadera y seriamente filósofos, de suerte que la autoridad pública y la filosofía se
encuentren juntas en el mismo sujeto, y como no se excluyan absolutamente del gobierno tantas
personas, que aspiran hoy a uno de estos dos términos con exclusión del otro; como todo esto
no se verifique, mi querido Glaucon, no hay remedio posible para los males que arruinan los
Estados ni para los del género humano; ni este Estado perfecto, cuyo plan hemos trazado,
aparecerá jamás sobre la tierra, ni verá la luz del día. He aquí lo que ha mucho dudaba si debería
decir, porque preveía que la opinión pública se sublevaría contra semejante pensamiento porque
es difícil concebir que la felicidad pública y la privada dependan de esta condición.
—Al proferir un discurso semejante, mi querido Sócrates, has debido esperar que muchos, y
entre ellos gentes de gran mérito, se despojarían, por decirlo así, de sus ropas, y armados con
todo lo que se les viniera a las manos, se arrojarían sobre ti con todas sus fuerzas y consiguiendo
efectos maravillosos. Si no los rechazas con las armas de la razón, te vas a ver agobiado por sus
burlas, y recibirás el castigo de tu temeridad.
—También serás tú la causa, si tal sucede.
—No me arrepiento; pero prometo no abandonarte, y sí apoyarte con todas mis fuerzas, es decir,
alentándote é interesándome en tus triunfos. Quizá responderé yo a tus preguntas con más
oportunidad que ningún otro, y con este auxilio procura combatir a tus adversarios y hacerles
ver que la razón está de tu parte. —Lo haré con confianza, puesto que me ofreces un auxilio que
estimo en mucho. Si queremos salvarnos de los que nos atacan, es indispensable explicarles
cuáles son los filósofos, a quienes nos atrevemos a entregar el gobierno de los Estados.
Desenvuelto que sea este punto, podremos ya defendernos con más facilidad y probar que sólo
a tales hombres pertenece la cualidad de filósofos y de magistrados, y que todos los demás no
deben ni filosofar ni mezclarse en el gobierno.
—Ya es tiempo de que expliques tu pensamiento sobre este punto.
—Es lo que voy hacer. Sígueme y repara si te conduzco bien.
—Te sigo.
—¿Será necesario que te recuerde, que cuando se dice de alguno que ama una cosa, si se habla
con exactitud, debe entenderse por esto, no que ama una parte sí y otra no, sino que ama el todo
entero?
—Haces bien en recordármelo, porque no sé dónde vas a parar.
—En verdad, Glaucon, a cualquier otro perdonaría lo que acabas de decir, pero un hombre
experto como tú en materias de amor debería saber que todo lo que es joven causa impresión
sobre un corazón amante y lo considera digno de sus cuidados y de su ternura. ¿No es esto lo
que os sucede a todos vosotros respecto a jóvenes bien apuestos? ¿No decís de una nariz roma,
que es muy bonita, de la aguileña que es una nariz regia y de la que ocupa un término medio que
es perfectamente proporcionada? ¿Que los morenos tienen un aire marcial, y que los blancos
son los hijos de los dioses? ¿Y qué otro que un amante pudo inventar la expresión por la que se
compara al color de la miel la palidez de los que están en la flor de la edad? En una palabra, no
hay recursos que no empleéis, ni pretextos a que no echéis mano, para extender vuestros
obsequios a todos los que están en la primera juventud.
—Si quieres tomarme como ejemplo de lo que los demás hacen en esta materia, te lo concedo,
para no interrumpir el curso de esta discusión.
—¿No observas que los aficionados al vino observan la misma conducta y hacen el elogio de
toda clase de vinos?
—Es cierto.
—¿No ves también que los ambiciosos, cuando no pueden mandar sobre toda una tribu, mandan
una tercera parte, y que cuando no pueden ser honrados por los grandes, se contentan con los
honores que les hacen los pequeños, porque están ávidos de distinciones, cualesquiera que ellas
sean?
—Convengo en ello.
—Ahora respóndeme: cuando se dice de alguno que ama una cosa, ¿quiere decirse que no ama
más que una parte, o que la ama toda ella?
—Se quiere decir que la ama toda y por entero.
—Por lo tanto, diremos del filósofo, que ama la sabiduría, no en parte, sino toda y por entero.
—Sin duda.
— No diremos del que es difícil de contentar en materia de ciencias, sobre todo si es joven y no
está en disposición de dar razón de lo que es útil o no lo es, que es filósofo ansioso de adquirir
conocimientos; lo mismo que de un hombre que come con repugnancia, no se dice que tiene
hambre, ni que tiene gusto en comer, sino que no tiene apetito.
—Tienes razón.
—Pero el que lleva de frente todas las ciencias con un ardor igual, que desearía abrazarlas todas
y que tiene un deseo insaciable de aprender ¿no merece el nombre de filósofo? ¿Qué piensas de
esto?
—Según te explicas, tendría que ser infinito el número de filósofos y todos de un carácter bien
extraño; porque sería preciso comprender bajo este nombre todos los que son curiosos y desean
ver y saber novedades, y sería cosa singular ver entre los filósofos a estas gentes curiosas, que
ciertamente no asistirían con gusto a esta conversación, pero que tienen como alquilados los
oídos para oír todos los coros, y concurrir a todas las fiestas de Baco sin faltar a una sola, sea en
la ciudad, sea en el campo. ¿Y llamaremos filósofos a los que no muestran ardor sino para
aprender tales cosas, o que se consagran al conocimiento de las artes más ínfimas?
—Esos no son los verdaderos filósofos; sólo lo son en la apariencia.
—Entonces, ¿quiénes son, en tu opinión, los verdaderos filósofos?
—Los que gustan de contemplar la verdad.
— Tienes razón sin duda, pero explícame lo que quieres decir con eso.
—No sería fácil si hablara con otro; pero creo que tú me concederás lo siguiente.
—¿Qué? —
Que siendo lo bello lo opuesto de lo feo, son estas dos cosas distintas.
—Sin duda.
—Por consiguiente, cada una de ellas es una.
—Sí.
—Lo mismo sucede respecto a lo justo y a lo injusto, a lo bueno y a lo malo, y a todas las demás
ideas. Cada una de ellas, tomada en sí misma, es una; pero consideradas todas en las relaciones
que tienen con nuestras acciones, con los cuerpos, y entre sí, revisten mil formas que vienen, al
parecer, como a multiplicarlas.
—Dices verdad.
—He aquí cómo distingo estas gentes curiosas, que tienen manía por las artes, y se limitan a la
práctica, de los contempladores de la verdad, que son los únicos a quienes conviene el nombre
de filósofos.
— ¿Cómo? te suplico que me lo digas.
—Los primeros, cuya curiosidad está por entero en los ojos y en los oídos, se complacen en oír
bellas voces, ver bellos colores, bellas figuras y todas las obras del arte o de la naturaleza en que
entra lo bello; pero su alma es incapaz de elevarse hasta la esencia de la belleza misma,
reconocerla y unirse a ella.
—Así es.
— ¿No son muy escasos los que pueden elevarse hasta lo bello en sí y contemplarlo en su
esencia?
—Muy raros.
— ¿Qué significa la vida en un hombre que conoce en verdad las cosas bellas, pero que no tiene
ninguna idea de la belleza en sí misma, ni es capaz de seguir a los que quieran hacérsela conocer?
¿Es un sueño? ¿Es una realidad? Fíjate. ¿Qué es soñar? ¿No es, sea que se duerma, sea que se
esté despierto, tomar la imagen de una cosa por la cosa misma?
—Sí, eso es lo que yo llamarla soñar.
—Por el contrario, el que puede contemplar la belleza, sea en sí misma, sea en lo que participa
de su esencia, que no confunde lo bello y las cosas bellas, y que no toma jamás las cosas bellas
por lo bello, ¿vive como en un sueño o en la realidad?
—Vive en la realidad.
—Los conocimientos de éste, fundados en una vista clara de los objetos, son una verdadera
ciencia; y los de aquél, que sólo descansan en la apariencia, no merecen otro nombre que el de
opinión.
—Sí.
—Pero si este último, que en nuestro juicio juzga en vista de la apariencia y no conoce, se volviese
contra nosotros y sostuviese que no decimos la verdad, ¿no tendríamos nada que responderle
para tranquilizarle, y persuadirle suavemente de que se engaña, ocultándole, sin embargo, la
enfermedad de su alma?
—Así con venia.
—Veamos lo que hemos de decirle; o ¿quieres que le interroguemos, asegurándole que, lejos de
tenerle envidia por su saber, si es que sabe, tendremos, por el contrario, la mayor satisfacción en
oir a alguien que tenga conocimiento de algo? Yo le preguntaré: dime, el que conoce, ¿conoce
algo o nada? Glaucon, respóndeme por él.
—Respondo que conoce algo.
— ¿Que existe o que no existe?
—Algo que existe, porque ¿cómo podría conocer lo que no existe?
—De manera, que sin llevar más adelante nuestras indagaciones, sabemos a no dudar, que lo que
existe de todas maneras puede ser conocido lo mismo; y lo que de ninguna manera existe, de
ninguna manera puede ser conocido.
—Estamos ciertos de eso.
—Pero si hubiese una cosa que participara a la vez del ser y del no-ser, ¿no ocuparla un lugar
intermedio entre lo que existe por completo y lo que no existe absolutamente?
—Sí.
—Luego si la ciencia tiene por objeto el ser, y la ignorancia el no-ser, es preciso buscar, respecto
a lo que ocupa el medio entre el ser y el no-ser, una manera de conocer, que sea intermedia entre
la ciencia y la ignorancia, suponiendo que la haya.
—Sin duda.
—Y esta cosa intermedia, ¿no es la opinión?
—Sí.
— ¿Es una facultad distinta de la ciencia?
—Es distinta.
—Luego la opinión tiene su objeto positivo, y la ciencia tiene el suyo; manifestándose cada una
de ellas siempre como una facultad distinta.
—Sí.
—La ciencia, ¿no tiene por objeto conocer lo que existe en tanto que existe? o más bien, antes
de pasar adelante, me parece indispensable explicar una cosa.
— ¿Qué cosa?
— Digo que las facultades son una especie de seres que nos hacen, así a nosotros como a todos
los demás agentes, capaces de las operaciones que nos son propias. Por ejemplo, llamo facultad
al poder de ver, de oír. ¿Comprendes lo que quiero decir al usar este nombre genérico?
—Comprendo.
—Escucha lo que pienso en esta materia. En cada facultad no veo ni color, ni figura, ni nada
semejante a lo que se encuentra en otras mil cosas de que puedan ayudarse mis ojos para
distinguir una facultad de otra. Sólo considero en cada una de ellas su destino y sus efectos, y así
es como las distingo. Llamo facultades idénticas a las que tienen el mismo objeto y producen los
mismos efectos, y facultades diferentes a las que tienen objetos y efectos diferentes. Y tú, ¿cómo
las distingues?
— De la misma manera.
—Ahora volvamos al punto principal. ¿Colocas tú la ciencia en el número de las facultades o en
otra especie de seres?
—La miro como la más poderosa de todas las facultades.
—La opinión, ¿es también una facultad, o bien alguna otra especie de ser?
—De ninguna manera; la opinión no es otra cosa que la facultad que tenemos de juzgar por la
apariencia.
—Pero tú confesaste antes, que la ciencia difería de la opinión.
—Sin duda; ¿cómo un hombre sensato podría confundir lo que es infalible con lo que no lo es?
—Muy bien; ¿hemos reconocido que la ciencia y la opinión son dos facultades distintas?
—Sí.
—Cada una de ellas tiene una virtud y un objeto diferentes.
—Precisamente.
—La ciencia, ¿no tiene por objeto conocerlo que existe tal como existe?
— Sí.
—Pero la opinión no es otra cosa, según hemos dicho, que la facultad de juzgar por las
apariencias.
—Sin contradicción.
— ¿Tiene el mismo objeto que la ciencia, de suerte que una misma cosa pueda someterse a la
vez al conocimiento y a la opinión? ¿O antes bien esto es imposible?
—En mi opinión es imposible; porque si facultades diferentes tienen objetos diferentes, y si, por
otra parte, la ciencia y la opinión son dos facultades diferentes, se sigue que el objeto de la ciencia
no puede ser el de la opinión.
—Luego si el ser es el objeto de la ciencia, el de la opinión será otra cosa distinta del ser.
—Sí.
—¿Será el no-ser? ¿o es imposible que el no-ser sea el objeto de la opinión? Atiende a lo que voy
a decir: el que tiene una opinión, ¿no la tiene sobre algo? ¿Puede tenerse una opinión que recaiga
sobre nada?
—Eso no puede ser.
— Luego el que tiene una opinión, la tiene sobre algo.
—Sí.
— Pero el no-ser, ¿es alguna cosa? ¿No es más bien una negación de cosa?
—Es cierto.
—Por esta razón hemos designado el ser como objeto de la ciencia, y el no-ser como objeto de
la ignorancia.
—Hemos hecho bien.
—Luego el objeto de la opinión, ni es el ser, ni el no-ser.
—No.
— Por consiguiente, la opinión difiere igualmente de la ciencia que de la ignorancia.
—Sí.
—Pero la opinión, ¿va más allá que la una o que la otra, de manera que sea más luminosa que la
ciencia o más oscura que la ignorancia?
—No.
—Sucede, pues, todo lo contrario; es decir, que tiene menos claridad que la ciencia y menos
oscuridad que la ignorancia. ¿No se encuentra entre la una y la otra?
—Sí.
— ¿Luego la opinión es una cosa intermedia entre la ciencia y la ignorancia?
—Sí.
— No dijimos antes, que si encontráramos una cosa que fuese y no fuese al mismo tiempo, esta
cosa ocuparla un medio entre el puro ser y la pura nada, y que no sería el objeto ni de la ciencia
ni de la ignorancia, y sí de alguna facultad que juzgábamos intermedia entre la una y la otra?
—Es cierto.
— ¿No acabamos de ver que esta facultad intermedia es lo que se llama opinión?
—Sí.
—Resta que probemos cuál es esta cosa que participa del ser y del no-ser, y que propiamente no
es ni lo uno ni lo otro, y si descubriéramos que este era el objeto de la opinión, entonces
asignaríamos a cada una de estas facultades sus objetos, los extremos a los extremos, y el objeto
intermedio a la facultad intermedia. ¿No es así?
—Sin duda.
—Sentado esto, que me responda ese hombre, que no cree que haya nada bello en sí, ni que la
idea de lo bello sea inmutable, y que sólo admite cosas bellas; ese apasionado de los espectáculos
que no puede consentir que se le hable de lo bello y de lo justo absolutos; respóndeme, le diré
yo, ¿no te parece que estas cosas mismas, que juzgas tú bellas, justas y santas, bajo otras relaciones
no son bellas, ni justas, ni santas?
—Sí, responderá él: las mismas cosas, examinadas diversamente, parecen bellas y feas, y así
sucede con lo demás.
—Las cantidades dobles, ¿no pueden ser lo mismo dobles que mitad de otra?
—Sí.
—Otro tanto digo de las cosas que se llaman grandes o pequeñas, pesadas o ligeras: cada una de
estas calificaciones ¿las conviene mejor que la calificación contraria?
—No, porque participan de la una y de la otra.
— ¿Estas cosas son más bien que no son aquello que se dicen ser?
—Se parecen a esas proposiciones de doble sentido, que están en boga en los banquetes, y al
enigma de los niños sobre la manera con que el eunuco hirió al murciélago (1). Las palabras
tienen dos sentidos contrarios, porque no se puede decir con certidumbre, ni sí, ni no, ni lo uno,
ni lo otro, ni dejar de decir lo uno y lo otro.
— ¿Qué debe hacerse con esta clase de cosas y dónde pueden colocarse mejor que entre el ser
y la nada? Porque en verdad no tienen ni menos existencia que la nada, ni más realidad que el
ser.
—Es cierto.
—Hemos visto que este cúmulo de cosas, a las que el vulgo atribuye la belleza y demás cualidades
semejantes, ruedan, por decirlo así, en el espacio que separa al ser de la nada.
—Sí, lo hemos visto sin poder dudar de ello.
—Pero ya de antemano hemos convenido en que estas cosas que fluctúan entre el ser y la nada,
hablan de ser el objeto, no de la ciencia, sino de la facultad intermedia, de la opinión.
—Sí.
—Por consiguiente, para los que ven la multitud de cosas bellas, pero que no distinguen lo bello
en su esencia, ni pueden seguir a los que intentan demostrárselo, que ven la multitud de cosas
justas, pero no la justicia misma, y lo mismo todo lo demás, diremos que todos sus juicios son
opiniones y no conocimientos.
—Sin duda.
—Por el contrario, los que contemplan la esencia inmutable de las cosas tienen conocimientos
y no opiniones.
—Es igualmente indudable.
— ¿Uno y otros no gustan y abrazan, éstos las cosas que son objeto de la ciencia, y aquellos las
cosas que son objeto de la opinión? ¿No recuerdas lo que dijimos de estos últimos, que se
complacen en oír preciosas voces, en ver preciosos colores, pero que no pueden sufrir que se les
hable de la belleza absoluta como de una cosa real?
—Me acuerdo.
—Ninguna injusticia les haremos llamándoles amigos de la opinión más bien que amigos de la
sabiduría. ¿Crees que se enojarán con nosotros si los tratamos de esta manera?
—Si me creen, no lo harán, porque nunca es permitido ofenderse porque le digan la verdad.
—Por consiguiente, será preciso dar el nombre de filósofos sólo a los que se consagran a la
contemplación de la esencia de las cosas.
—Sin duda.
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