GÜNTHER ANDERS:

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Günther Anders y la bomba en bikini
Fabrice Hadjaj
Traducción de Leo de Asís
Tomando como punto de referencia la prenda del bikini, que su creador, Louis Rérad,
había tomado del atolón donde los norteamericanos, después de arrojar las bomabas
sobre Hiroshima y Nagasaki, continuaban sus pruebas atómicas, Fabrice Hadjaj.
“judío de nombre árabe y de confesión católica”, como él mismo se presenta, y
profesor de filosofía y literatura en Toulon, nos introduce en la manera en que
comienza a manifestarse en nuestra vida diaria lo que Anders llamó “la vergüenza
prometeica”.
Entre sus libros destacan La terre chemin du ciel (La tierra camino al cielo) y La
profundeur des sexs (La profundidad de los sexos). El presente texto fue publicado en
francés en Artpress.
El 5 de julio de 1946, una bailarina del Casino de París, llamada Micheline, presentaba
el "más pequeño traje de baño del mundo”. Diseñado por Louid Réard, especialista en
maquinaria recicladora de ropa interior, su nombre, Bikini, lo había tomado del atolón
donde los nortamericanos acababan de realizar sus nuevos ensayos nucleares.
Nagasaki no había bastado. Las nuevas pruebas nucleares, a causa de la
carbonilla radioactiva, fueron letales para personas que se encontraban muy alejadas del
lugar de la explosión. El locutor de radio Kuboyama falleció, incluso, en el acto. ¿El
fabricante de aquella prenda vio en ello una oportunidad comercial? ¿Al llamarla como
la llamó, no quería demostrar que las cenizas radioactivas podrían llegar hasta las playas
francesas?
Con ello, el fabricante invertía la familiaridad norteamericana que había
bautizado a su bombas con los nombres comunes de “Little Boy” o “Grandpa”,
convirtiendo a la bañista que portaba el Bikini en una “bomba sexual”.
El hecho no era inocente. Designar al objeto de la nueva moda para las playas no
en términos de vida y de intimidad sino de explosión y muerte era, cuando menos, un
mal augurio, y convendría, a partir de allí, escribir toda una estética sobre el "pasársela
bomba" --desde la juerga entre amigos hasta el atentado suicida pasando por el dripping
y el zapping-- para comprender hasta qué punto los tres pequeños triángulos del bikini
sostenidos por hilos eran el signo –semejante al de una estrella de David explotada-- de
la desesperante amenaza atómica.
La verdad es que desde entonces ya no vivimos en una época, sino en su
prórroga. Günther Anders lo había advertido: nuestra existencia, después de Hiroshima
y Nagasaki y de la entusiasta publicidad del Bikini, transcurre no solo bajo la
inminencia de una muerte individual, sino de una destrucción planetaria.
Su obra, que se esfuerza por sacar todas las consecuencias posibles de esta
realidad, parecería, después de lo que se ha dicho sobre la amenaza atómica, obsoleta.
Sin embargo, guardada durante mucho tiempo en la sombra, como se guarda un gran
vino de reserva, ha mejorado para ahora ofrecernos la sobriedad frente a la resaca de la
borrachera. A ella --cuyos conceptos, que tocan lo esencial de la realidad actual, son de
una excepcional pertinencia-- se une la grandeza de un estilo que sabe conjugar la
exposición con la palabra, el silogismo con la anécdota, la seriedad con el humor y con
una mezcla de profundidad sutil y de alegría angustiosa que recuerda a Kierkegaard.
Una vida en el siglo
Aunque su obra se recomienda por sí misma, no es innecesario recordar que Anders fue
alumno de Heidegger y próximo a Husserl, que el joven Levinas lo tradujo en los años
30, que Sartre recibirá la influencia de su obra Patología de la libertad, que era amigo
de Bertolt Brecht, de Walter Benjamin, de Herbert Marcuse, de Hans Jonas y, sobre
todo, el primer marido de Hannah Arendt. Para ocultar algo de su pedigrí, digamos que
también tuvo en su pobreza algo de judío errante. Durante su reclutamiento forzado en
una asociación escolar paramilitar a finales de la Primera Guerra Mundial que, decía,
“creíamos” iba a ser "la última de las últimas", lo vemos ya, a los quince años, en el
frente descubriendo a hombres convertidos en "material humano" y temblando ante un
cortejo
de
lisiados
en
el
andén
de
una
estación
como
preludio
del
futuro. Después vino la fuga de París bajo el Reich. Tuvo, entonces, que soportar que el
manuscrito de su obra capital contra el nazismo, La catacumba de Molussie, acabara
escondida en la campana de una chimenea, sobre jamones y salchichones, y que sólo
encontrara un editor cincuenta años más tarde, cuando ya era demasiado tarde (mientras
tanto, ciertas páginas del libro habían cogido el olor de los embutidos que les sirvió, a
Hannah y a él, para aromatizar el pan de su frugal menaje). Después, el exilio en
California donde el filósofo obtiene pequeños trabajos, se hace profesor particular de la
hija de Irving Berlin, el compositor de Broadway y, mientras prosigue su lectura de
Marx y Heidegger, va a trabajar a una pequeña fábrica de ropa de confección que en la
lógica de la producción y el consumo permitía a las amas de casa tener un poco de
tiempo libre. Esta doble experiencia de Hollywood y de la fábrica será para él
fundamental. La agudeza de su pensamiento vendrá en cierta forma de ahí.
La primera noción de su gran obra, La obsolescencia del hombre, es la de un
nuevo sentimiento que llama la "vergüenza prometeica". “La vergüenza que se adueña
del hombre delante de la humillante calidad de las cosas que él mismo ha construido" y
que se alimenta de la razón de nuestro culto a la eficiencia. La encontramos, por
ejemplo y para hablar de algo aparentemente banal, en el maquillaje, donde los
cosméticos ofrecen el preparado y el producto final que permiten al rostro convertirse
en una magnífica "cabeza góndola" (mediante esta locución pretendo designar la hoy
común mezcla entre Venecia y el hipermercado). Los cosméticos hacen creer a la mujer
común que puede competir con las chicas de portada de las revistas de moda; crean la
ilusión de que se está en forma, de que es posible “repararse” como un celular y
mantenerse siempre disponible sin estados de ánimo alterados, ajenas a la farragosa
angustia metafísica del alma.
Sin embargo es difícil bloquear el alma. Ya que no es un órgano, los cosméticos
o la cirugía plástica la afean. De ahí brota la vergüenza, la vergüenza de haber nacido de
la carne y de la sangre y no de la inmaculada concepción de los diseños ingenieriles.
Lo que Hanna Arendt vio como la esencia del totalitarismo: “el rechazo al
nacimiento” y la búsqueda de instalar al individuo en un plan, en un programa, Anders
la encuentra en el fondo de la sociedad liberal. En ésta, ese rechazo y esa búsqueda, no
son el fruto de la ideología, como en los Estados totalitarios, sino el producto de la
situación objetiva de la técnica y del mercado que se han vuelto autónomos. Para
Anders no nos encontramos ya ante la cosificación del hombre, sino ante la
pseudopersonificación de las mercancías que se convierten en nuestros modelos y
matrices. A diferencia de lo que fue el fin de la Academia de Platón: elevarse hacia el
Único, para la sociedad técnica el summum de la vida es, semejante al sueño de la
clonación, ser producido en serie y poder refaccionarse como una mercancía diseñada
en un laboratorio.
Yuxtapustos y fusilados
Es necesario leer las extraordinarias páginas del Mundo como fantasma y como matriz,
publicado en 1956 y sus Consideraciones filosóficas sobre la radio y la televisión para
mirar la manera en que la radio y la televisión contribuyen a la construcción de esta
“vergüenza prometeica”. La televisión, explica, ha substituido a la mesa familiar. Frente
a ella ya no estamos en círculo, reunidos en torno a una comida, sino yuxtapuestos,
como fusilados por el tubo catódico. Con ella abolimos la experiencia de un interior y
un exterior, del aquí y del allá. Lo lejano se vuelve próximo, lo próximo, lejano. Las
peripecias de una comedia nos interesan más que las de nuestra propia familia. Los
acontecimientos llegan de todas partes sin realmente llegar: la pantalla reduce todo a un
estado de figurita decorativa en el salón, entre la planta verde y el sofá. Sin embargo, la
violencia televisiva no es nada si se compara con la violencia propia del aparato, incluso
si lo que emite son escenas piadosas y programas en donde se exaltan los valores.
Podemos participar de la misa desde nuestro sofá y ver el documental Shoah llorando
sobre nuestras palomitas. ¿Es la realidad lo que desde allí se transmita?
Las reproducciones que la pantalla chica muestra no sólo son fantasmas –ni
presentes ni ausentes—sino que niegan, a diferencia de las imágenes del arte, su
carácter de reproducción. A ello, habría que agregar que el manejo que hacen de la
información, es en sí mismo desinformante: el suceso retransmitido debe ser preparado
para la audiencia, transformado en espectáculo, conforme a los estudios de mercado.
Aunque nos traigan el mundo a domicilio, lo que la televisión nos ofrece nos priva del
mundo en su resistencia y su misterio. Nuestra “realidad” se convierte en
reproducciones de sus reproducciones. El bikini es el indicio: no está hecho para el
cuerpo, sino el cuerpo para él. Para llevarlo puesto se necesita parecerse a B.B. en Y
Dios creo a la mujer o a Ursula Andress en James Bond contra el Dr. No.
Conservar el mundo
Esa pequeña prenda sirve también como divertimento pascaliano: la "bomba anatómica"
está aquí para hacernos olvidar la bomba atómica. Con sus análisis sobre la técnica,
Anders prolonga los análisis de Heidegger: el ser-para-la-muerte se convierte hoy en día
en ser para la destrucción de la especie. Su libro, La amenaza nuclear, no es un
inventario de los peligros que acechan a nuestro futuro: toma la medida trágica de lo
que se ha realizado. La categoría de lo posible, lo sabemos desde Kierkegaard, es la
categoría más pesada: el hombre está volcado sobre su futuro, de forma que sus
virtualidades ya están presentes en sus proyectos y llevan la marca de la esperanza o de
la desesperación. El futuro de nuestros días, es la probabilidad de una "muerte sin
oración fúnebre": la atomización universal, y nadie para llorarnos. ¿Sucederá? No
importa: "la posibilidad de nuestra destrucción es, incluso si no sucede, la destrucción
definitiva de nuestras posibilidades".
Ya no construimos, como en la década de los 50, refugios antiatómicos en
nuestro jardín, pero nuestra indiferencia nos salva del ridículo para meternos en la
estupidez. El aparente coraje que mostramos no es más que un miedo a lo peor. En
realidad, hemos entronizado la amenaza de la que huimos en la superficie de nosotros
mismos. Puesto que la amenaza tiene el efecto de una imagen no subliminal sino
"supliminal", es decir, no la vemos porque es demasiado grande, está, sin embargo,
presente. Por ello el nihilismo ha dejado de ser una opción extraña, está en el aire que
respiramos y nos lleva a fabricar otros mundos virtuales en el desprecio definitivo de
este mundo en donde los hombres nos parecen como "seres intermedios en un
intermedio", mientras los individuos, amputados de posteridad, vivimos en la crisis de la
política y de la pérdida de la utopía y de la tradición. El arte mismo está invadido de
ello. En un mundo sin futuro, hemos substituido la paciente labor de la obra cien veces
retomada, por el apresuramiento de lo fácil, lo provocador, y el éxito inmediato
Su consecuencia, como Arendt lo mostró al analizar la personalidad de Eichmann, es “la
banalidad del mal”. Ya no hay necesidad de ser malvado para participar de lo peor: la
división del trabajo, que no nos permite ver las consecuencias de aquello en lo que
participamos, nos convierte en irresponsables. El tiempo de Eichmann, dirá Anders en
paralelo a las reflexiones de su primera esposa, ya no es el de Ricardo III, "decidido a
ser un villano". Para serlo, basta, como lo mostró Eichamnn en su proceso en Jerusalén,
tener la determinación de ser un funcionario amputado de la imaginación. Así, el pobre
diablo que compra menos caro impone una baja en los costes y se convierte en cómplice
de la explotación; así también, la electricidad que consumo para escribir estas páginas
colabora en la empresa nuclear. Por ello, para Anders, la guerra total, llevada a cabo por
la concienzuda lectura de un detector de misiles manejado por diversos subordinados, se
desencadenará sin odio. Las máquinas y las mercancías, que se han convertido en los
dioses de nuestra tragedia, proclaman el oráculo fatal y deciden más allá de nuestras
cabezas la destrucción de nuestra Troya.
"Hemos llegado a tal punto, dice nuestro pensador aun próximo a Marx, que
quisiera declararme un ‘conservador’ en materia ontológica, puesto que lo que importa
hoy, por primera vez, es conservar el mundo tal y como es". Ya no se trata de oponer
una visión del mundo a otra, sino de luchar porque siga existiendo un mundo. De gritar
hacia lo alto, esperando contra toda esperanza, e inculcar al prójimo el coraje de tener
miedo.
El bikini, con todo lo que exhibe, disimula el pavor que sería necesario tener en
nuestras playas de veraneo. Bajo un sol semejante explotó Little Boy. Bajo un sol así
podemos conmemorar la monstruosa fecha del 8 de agosto de 1945 donde las víctimas
de Hiroshima salían todavía de entre los escombros, los habitantes de Nagasaki
paseaban sin estar muy seguros, y los que ya habían lanzado su bomba sobre los
primeros y se disponían, sobre los segundos, a renovar la experiencia, estaban firmando,
en Nuremberg, el documento que codifica la noción de "crimen contra la humanidad".
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