Reportajes Cuenca, ciudad de leyenda Carmelo Arribas Pérez 10 sep 2011 actualizado 00:00 CET Cuenca: Hoz del río Huécar "No es Cuenca ciudad para ciegos", dice una vieja conseja que algunos, sin duda impropiamente, hacen salir incluso de la boca del mismísimo Cervantes. Y este dicho, no era precisamente aplicable en el mismo sentido que a aquel otro ciego que el poeta mejicano de finales del s. XIX, Francisco Asís de Icaza y Breña ponía en el ánimo del invidente granadino; "Dale limosna mujer, que no hay en la vida nada, como la pena de ser ciego, en Granada". Sino porque lo abrupto del paisaje aconsejaba a andar con cuidado por sus calles, en las que sus casas se asoman al abismo, como si estuvieran poseídas por un eterno espíritu suicida. Algo así como le ocurre a esa magnífica escultura de un pie romano, calzado con una caliga, que se encuentra en el Museo Arqueológico, y que parece querer partir, pero que se encuentra íntimamente agarrado a la piedra. Y este es un sentimiento compartido que embarga a todo visitante de esta ciudad, sentirse anonadado, atrapado, desear marchar, pero a su vez no querer irse jamás. El poeta Gerardo Diego, captó magistralmente esta sensación del paisaje urbano conquense; "Ciudad de pie, casi en vuelo y por supuesto, sin más tejado que el mismísimo azul". Plano antiguo de Cuenca Más prosaico fue el padre Mariana, (s.XVIII), que la describió muy acertadamente: "Asentada en un collado áspero y empinado, que a mano derecha y a mano izquierda estrechan los ríos Júcar y Huécar con las riberas y hoces muy altas, de tal guisa que es inexpugnable por la naturaleza del lugar. La subida dificultosa, las calles estrechas y tan agrias, que muchas veces no se pueden andar a caballo y apenas se andan a pie". No menos duro en su descripción fue aquel viajero, que recorrió España en 1774, y que nos dejó en su "Viage de España", descripciones impagables de las ciudades de aquella época, D. Antonio Ponz: "Para trepar por sus calles, particularmente por algunas, es menester poco menos que tirarle a uno con carruchas, y a veces han reventado las caballerías, según me han asegurado...A la posada de donde me sacó aquel amigo, como dixe a V. en mi última carta desde aquí, con estar no muy adentro, procuré llegar con paso muy quedo, así por compasión del caballo en que iba, como porque no me estrellase, que para esto es abonado el piso de Cuenca". Han cambiado mucho las cosas, y seguramente D. Francisco Asís de Icaza, aquel poeta mejicano que murió en Madrid a principios del S: XX, también pondría ahora palabras lastimeras en el ciego de Cuenca, por no poder ver la belleza surrealista de una ciudad que nos abduce en nuestro deambular por los viejos y laberínticos callejones, en un paisaje inédito en el mundo. Ningún lugar más adecuado para albergar un Museo de Arte Contemporáneo, como el de la "Fundación de Antonio Pérez" en el viejo Convento de las Carmelitas o el "Abstracto" de las Casas Colgadas, como si el difuminado color de los cuadros de Zóbel, o el robusto brochazo de la Brigitte Bardot de Antonio Saura, fueran la decoración lógica para estos lugares. Mar de Piedra.Ciudad Encantada Si vemos a esta vetusta ciudad desde el aire, el espolón rocoso sobre el que se asienta, que hiende los cercanos montes, se asemeja a una pétrea Arca de Noé, navegando sobre "un mar de piedra", cuya plasmación más inequívoca veremos en la cercana "Ciudad Encantada", que no parece sino una continuación-discontínua- de este paisaje urbano. Porque las escarpadas calles, parecen existir para que tengamos que hacer un obligado descanso, en nuestras subidas y bajadas para poder darle un respiro a nuestras piernas, y un placer a nuestros ojos, reposando nuestra mirada en un paisaje de callejones, casas que se inclinan unas sobre otras, en la Calle de la Moneda, como si sus tejados se acercaran unos a otros para hacerse una confidencia que no desean oiga el viandante que discurre a sus pies, y paisajes que la mente trata de asimilar, incrédula. Pero el paseo que les propongo por la vieja ciudad, Patrimonio de la Humanidad, es algo más que la mera contemplación, propia del turista al uso. No es sólo bajar desde el Castillo, por la emblemática calle de S. Pedro, y lo de "emblemático" no es un epíteto retórico, sino que allí se concentró la nobleza conquense y una tras otra de las ya casi desaparecidas mansiones, muestran los blasones de su antigua grandeza, para desembocar en la Plaza Mayor, perderse por los callejones que nos conducirán, pasando por el coqueto y curioso Museo diocesano, con cuadros del Greco, o bellas rarezas como del díptico Bizantino, más tarde, es el Museo Arqueológico el que nos sale al paso, mostrándonos piezas de la Segóbriga romana, para darnos de bruces con el excelente Museo de Arte Abstracto, de obligada visita, inserto en las Casas Colgadas, para encontrarnos, casi a la puerta, con el Puente de S, Pablo que nos convierte en funambulistas, lugar preferido de los suicidas conquenses, salvando la Hoz del Huécar, para desembocar en el Parador, antiguo Convento, en cuya capilla, se ha instalado la obra del escultor Gustavo Torner. Cuenca: Puente San Pablo Pero mi idea es desnudar el alma y contar, con la brevedad que impone este escrito, alguna de las historias y leyendas que impregnan nuestro deambular. Lugares y rincones que ocultan historias, unas verdaderas y otras inventadas, que han surgido de las excitadas mentes de las gentes de este lugar, y que contaron, generación tras generación, a familiares y amigos reunidos, en esos largos inviernos nevados, en los que la oscuridad temprana de la tarde convierte las sombras de las luces de los faroles en fantasmagóricos personajes, que vuelven de nuevo al lugar de su tragedia, ¿o nunca se fueron?, alrededor de la estufa de leña. Tramo a tramo, rincón a rincón, mientras contemplan cada uno de los lugares, les acompañaré, relatando alguna de las leyendas que se ocultan entre las piedras de sillarejo con el que se construyeron las casas, en un recodo del paisaje, en un idílico rincón, en la majestuosidad de las hoces de los ríos, en el impresionante Puente de San Pablo o en un viejo monumento. Imposible citar todos los lugares que llevan a cuestas el misterio y la leyenda. Así es que, nos saltaremos la leyenda de Martín Alhaja, la aparición de la Virgen de la Luz, o la leyenda que rememora al Ulises homérico, entrando los cristianos en la ciudad camuflados con las pieles de los corderos de los rebaños que se recogían por la tarde, tras pastar en la Sierra durante el día, y que permitió la entrada de Alfonso VIII vencedor de los musulmanes, en la ciudad, atravesando el puente levadizo del Castillo, por el arco del Bezudo, ( el de los labios gordos), para toparnos con la Plaza del Trabuco. Solamente esta plaza nos permitiría, escribir páginas y páginas de historias y leyendas, no en vano nos tropezamos a mano izquierda con el edificio que fue Tribunal de la Inquisición, y a mano derecha con "la piedra de las ejecuciones", cuya caída al vacío del reo garantizaba el cumplimiento de la pena de muerte. Cuenca: Escalera de la Iglesia de San Pedro En la esquina de la plaza se encuentra un Palacio en que el rey Enrique de Trastamara (el de las "Mercedes", aquel que ayudado por Bertran Du Guesclin: "Ni quito ni pongo al rey pero ayudo a mi señor", le clavó un puñal a su hermano Pedro I, el Cruel, consiguiendo ser rey), tuvo un apasionado romance con Catalina, "moza fermosa, lozana e de buen parecer", del que nació, Gonzalo Enríquez. A pocos metros se encuentra enterrada bajo la escalera de acceso de una extraña iglesia de planta octogonal, la de S. Pedro, otra apasionada amante pero con desigual suerte, la Beata de Villar de Águila, Maria Isabel Herraíz, que se consideraba a sí misma, amante de Jesucristo, cosa que no les hizo mucha gracia a sus vecinos inquisidores, que hicieron suyo aquel dicho de que: "Hay amores que matan". Si el visitante opta por coger la Calle de Ronda, que se asoma al precipicio de la hoz del río Huécar y que con su nombre ya define su origen, pasará por debajo del Pasadizo del Cristo, que tiene una de las más dramáticas leyendas de dos amantes, y que sucede ante el crucificado, pero no se confunda, eso es leyenda, lo que era realidad es que la colocación de su imagen, en tal lugar, responde a que su presencia era un elemento disuasorio para frenar las efusiones sexuales, que la oscuridad y lo apartado e íntimo del lugar hacía presumir que resultaba propicio, cosa no muy bien vista por los regidores de la ciudad de otras épocas. Cuenca: Ojos del diablo Pero la gran cantidad de historias que se agazapan en cada rincón, haría sumamente largo este relato, quedémonos pues, sólo, en dar explicación a la presencia de esos ojos que desde el otro lado de la Hoz del Júcar, siguen y controlan nuestros pasos. Ojos formados por dos pequeñas oquedades insertas en una de las colinas que encauzan las verdes aguas del río, festoneado de altivos chopos, que parecen guardianes de su caudal, al que una peculiar alga dota de un color verde esmeralda, enarbolando sus adargas. Pero descabalguemos de la Plaza Mayor, por unos escalones, y dirijamos nuestros pasos hacia una escueta y casi subterránea calle Pilares, que nos conducirá a uno de los más hermosos lugares de la ciudad. La Bajada a la ermita de la Virgen de las Angustias, milagrosamente, pese a los tiempos que corren, casi siempre abierta. Al iniciar la bajada, nos volvemos a encontrar, a la otra parte del río, con los misteriosos ojos, cuya explicación encontraremos casi al final de nuestro recorrido. Podemos sentarnos al pie de la "Cruz de los cansados", o seguir nuestra bajada hasta toparnos, esculpida en la roca, la faz de Cristo, no aproxime su cabeza al mismo, si se lo piden para oír los misteriosos sonidos que surgen de la roca, sólo oirá el que produzca el coscorrón que le darán con su cabeza. Tras pasar un hermoso pasadizo excavado en la piedra, se encontrará con una cruz en mitad de un patio, del llamado Palacio del Cardenal Segura, lugar donde solía pasar las vacaciones, aquel peculiar personaje de la época de Franco, cuya meteórica ascensión se debió a la impresión que le causó, en su visita a las Hurdes, a Alfonso XIII, aquel curilla que desarrollaba su labor entre las gentes de aquella comarca. Cuenca: Cruz del arrepentido Esta cruz llamada "del convertido", contiene una de las leyendas más conocidas y literarias, cuyo relato se ubica en el s.XVIII. Un joven ligón, vicioso, bravucón y amigo de peleas, llamado don Diego, que empezó unos amores apasionados y tormentosos con una desconocida llamada Diana, en una noche de tormenta, acompañada de truenos y relámpagos, buscaron cobijo en el cercano convento de donde se encontraban. Empapado el vestido de Diana, quiso ayudarla cogiéndola en brazos, pero para su espanto descubrió que aquellos hermosos pies se habían convertido en pezuñas de cabra, y que en realidad tal dama era el demonio. Horrorizado se abrazó a la cruz, solicitando protección divina. Diana desapareció y dando un terrible salto, ya convertido en diablo, pasó a la otra parte del río, desde donde vigila con sus ojos a la ciudad, esperando el día en el que pueda volver. Esos mismos ojos que han acompañado durante todo el tiempo nuestra visita cada vez que la Hoz del Júcar aparecía en nuestro horizonte visual. Como muestra de que Dios había atendido la petición de arrepentimiento de Diego, su mano, como podemos ver todavía, quedó grabada en los costados de la Cruz. Si vienen a esta ciudad, no se queden sólo con el placer de la vista, hay cosas que los ojos no ven pero que nuestro espíritu percibe, es el alma de un lugar, el alma de unos personajes que dejaron impregnada su tragedia en cada una de las piedras que nos reciben a nuestro paso. Basta pararse un momento ante ellas para percibir, como si de una máquina del tiempo se tratara, que nosotros también somos espectadores y casi protagonistas de las mismas.