La responsabilidad del médico en tiempo de crisis. Por Eugenio Moure González. Abogado especializado en Derecho Sanitario. Quiero empezar expresando mi agradecimiento a la Academia Médico Quirúrgica, en la persona de su presidenta la Dra. Carmen Penín, por su amable invitación a compartir mis conocimientos con ustedes. Me alegro, no sin cierto disimulado nerviosismo, de volver, después de 10 años a la que durante cuatro fue también mi casa, profesional y emocionalmente, y en donde, tras una breve experiencia previa, empecé a dar mis pasos en el mundo del Derecho Sanitario, y donde también, humildemente, contribuí con el respaldo de una entusiasta Junta Directiva, a que el Colegio de Médicos de Ourense fuese pionero en muchas actividades a nivel gallego y también estatal. Aun recientemente, en Madrid, en unas jornadas organizadas por SEAIDA, una catedrática de Derecho Procesal recordaba ante muchos abogados que fue el Colegio de Ourense, en el año 2000, el primero en crear un servicio de mediación, ahora tan en boga y tan de moda a raíz de la reciente Ley de Mediación. Por eso hoy no me siento aquí como un intruso o como una “rara avis”, aun participando como jurista en una sesión de la Academia Médico-Quirúrgica, a la que evidentemente pertenecen médicos y cirujanos, y a la que acudirán, tanto en el papel de ponentes como de público, profesionales de la misma 1 condición. Sin embargo, considero que no debería sorprender la presencia de un abogado entre médicos, y para justificarlo me van a permitir que cite a uno de los juristas americanos de mayor renombre, el Juez Benjamín Cardozo, que en 1928 fue invitado a dar una conferencia en la Academia de Medicina de Nueva York. Con saludable sentido del humor Cardozo se preguntaba por qué había sido él –juez del Tribunal Supremo de los Estados Unidos- el primer jurista invitado a pronunciar una conferencia en la Academia de Medicina. Para explicarlo cuenta la historia de un moribundo al que su confesor pedía que se arrepintiese de sus pecados para librarse del infierno. El moribundo así lo hizo, pero ante el pasmo del clérigo, también empezó a dirigirse a Satanás llamándolo “mi Señor”. El confesor le reprendió con dureza instándole a que no hiciera semejante cosa, pero el enfermo argumentó que lo hacía con la esperanza y propósito de que el diablo le tratase mejor “post mortem” si en vida le había ofrecido alguna buena palabra. Concluye la anécdota Cardozo, con agudeza, que esta prevención en cuanto a las manos en que puede caer uno en el futuro es la razón que pudo llevar a los médicos a invitarle a intervenir en su Academia, y también el motivo por el que él mismo pudo haber decidido aceptar la invitación. Yo suscribo lo mismo, si bien con la convicción, más que prevención, de que siempre seré bien tratado por la profesión médica, sin que el hecho de estar hoy aquí sea causa de una mejor atención, pero también espero que lo que hoy diga en esta sala no sea motivo para que finalmente ocurra lo contrario. 2 Aunque en ocasiones parezca que hablamos idiomas distintos, porque el médico actual, como buen sucesor de Hipocrátes, utiliza una terminología con innegables raíces etimológicas griegas, y el jurista de hoy, descendiente de los jurisconsultos romanos, todavía hace uso y abuso de los aforismos latinos, sin embargo no estamos tan alejados unos de otros como se aparenta, ello a pesar del espanto que siempre produce en los galenos la juridificación del acto médico. Baste recordar las no tan lejanas palabras de Pedro Laín Entralgo que llegó a decir que “la excesiva presencia de la idea de derecho en el paciente es un vicio para la relación médica ideal, incluso un peligro moral para el enfermo”. Ya unas décadas antes el propio juez Cardozo en aquella conferencia ante los médicos de Nueva York llegó a definir el acto médico como fruto del trabajo conjunto de juristas y sanitarios. Basaba esa idea en dos argumentos. En primer lugar decía que ambas profesiones estaban unidas por un origen común, que el primer médico fue a su vez sacerdote, al igual que también lo fue el primer juez y el gobernante que recibía mandatos divinos. En segundo lugar, afirmaba que unos y otros compartían igualmente un objetivo común: la preocupación por la sanación (recovering, término utilizado por Cardozo) de situaciones de orden alteradas por la irrupción de factores perversos, como la enfermedad en el caso de la medicina, y el crimen en el caso del Derecho. Por ello, médicos y juristas aparecen unidos por el mismo empeño en restablecer situaciones ideales alteradas por la enfermedad o por la injusticia, respectivamente. 3 De esa relación entre médicos y juristas existe testimonio histórico documentado en la época medieval; ambos estudiaban lo que se llamaban artes primas: Teología, Derecho y Medicina. No tardaron, sin embargo, en distanciarse, hasta el punto en que en pleno siglo XX Gregorio Marañón llego a decir que “la vida caudalosa y varia de los instintos no se acomoda a los rígidos preceptos de la ley, y el médico, que no es legislador, no puede dar la ley fría y severa como respuesta y medicina al corazón angustiado, sino que tiene que buscar soluciones humanas, para los humanos dolores, esperando, si roza la ley, que el juez le comprenda y perdone”; y añadía que “el enfermo debe aceptar un margen de inconvenientes y de peligros derivados de los errores de la medicina y del médico mismo como un hecho fatal, como acepta la enfermedad misma”. Aunque esas palabras suenen hoy rancias y desfasadas y de cierto sea muy difícil actualmente encontrar profesionales de la medicina que consideren que la responsabilidad civil o patrimonial sea incompatible con la actividad curativa, sí está relativamente extendida la idea de que el concepto de ilicitud y de sanción integran insoslayablemente una grave descalificación moral y profesional, que se rehuye a toda costa. Existe, por lo tanto, una cierta prevención a tratar el tema de la responsabilidad profesional del médico, que voy a intentar desarrollar sin levantar ampollas en este auditorio, fundamentalmente de médicos, pero en línea con el titulo de la ponencia, que nos traslada a un escenario de crisis, concepto también médico, 4 pues la primera acepción del Diccionario de la Real Academia de la Lengua se refiere a este término como la “mutación considerable que acaece en una enfermedad, ya sea para mejorarse, ya para agravarse el enfermo”. Empecemos por referirnos entrando ya en materia con el latinajo de turno, idioma de referencia para el jurista: la “lex artis”, ¿qué es? Esta expresión que hemos de traducir literalmente como “ley del arte” y conceptualmente concebimos como el conjunto de reglas de actuación de un profesional, expresa el módulo de diligencia exigible en cada caso de acuerdo con el estado de la ciencia. La “lex artis” ha de englobar –según las tradicionales concepciones al uso- todas las normas y principios teóricos de actuación que garantizan el buen desenvolvimiento práctico de cualquier profesión. Si bien el concepto se aplica a todas las profesiones, suele reservarse para aquéllas que precisan de una técnica operativa y cuyos resultados son de naturaleza empírica, no especulativa, como es el caso de la ciencia médica. El concepto de “lex artis” es reinterpretado con referencia al contexto sanitario por el Prof. y Magistrado Martínez-Calcerrada al añadirle la expresión “ad hoc”, de lo cual resulta una definición que ha sido asumida jurisprudencialmente; se trataría así del “criterio valorativo de la corrección del concreto acto médico ejecutado por el profesional de la medicina –ciencia o arte médico- que tiene en cuenta las especiales características de su autor, de la profesión, de la complejidad y trascendencia vital del acto y, en su caso, de la influencia de 5 otros factores endógenos –estado e intervención del enfermo, de sus familiares, o de la misma organización sanitaria-, para calificar dicho acto de conforme o no con la técnica normal requerida”. Lo que con esta definición se ha pretendido es situar la pauta de actuación en un concreto contexto, influenciado tanto por factores internos al paciente (gravedad de su estado) y al médico (cualificación del mismo) como externos también a ambos (medios y recursos sanitarios para afrontar la actividad asistencial). Ese contexto, variable según las diversas circunstancias concurrentes en cada caso introduce un elemento de riesgo que necesariamente hay que modular para la imputación que se haga del resultado final. La influencia de factores que se escapan a comunes estándares de calidad asistencial obligan a considerar el acto médico como algo irreductible a un común y abstracto protocolo de actuación, pues son variados los factores que pueden condicionar las opciones del galeno. Por muy desarrollados y casuísticos que sean los árboles de decisión que se plasman en los concretos estudios de cada patología, siempre habrá situaciones irreductibles que escapan a la compleja y rica variedad de supuestos; digamos que la literatura científica se nutre siempre “a posteriori” de los casos que son objeto de su estudio. De ahí que se haya recurrido como verdad apodíctica que en medicina a “cada acto, una ley”, en la idea de precisar para el correcto ajuste de corrección la ponderación de muchos y variados factores ya aludidos, incluso “se podría afirmar que es el mismo acto el que genera, por una especie de mecanismo de autorregulación, su propia ley, con la que, indefectiblemente, habrá que enjuiciarlo”. 6 Lo contrario, esto es, pretender llevar al absoluto los protocolos como pauta objetiva e invariable de actuación implicaría encorsetar la libertad de tratamiento, cosustancial a toda intervención médica. A pesar de lo anterior es innegable que existe una tendencia a la “positivación” del arte médico con el loable fin de otorgarle certidumbre, cuestión que en cualquier caso pugna con el hecho de que estemos ante una ciencia axiológica relativa, lo que nos obliga a aceptar la discrecionalidad en la toma de decisiones como elemento inherente al propio ejercicio profesional de la medicina. Ello no significa que debamos renunciar a los protocolos médicos, más bien otorgarles la capacidad de integrar de una forma relativa la “lex artis” exigible, máxime cuando se parta de un importante grado de consenso (por ejemplo, cuando son elaborados por las propias sociedades científicas), e incluso que pueda atribuírseles el carácter de presunción de cumplimiento del deber objetivo de cuidado, debiendo probar el médico o el paciente, según cada caso, las circunstancias en virtud de las cuales esa pauta de actuación debió obviarse. Pero sin duda alguna donde el protocolo está cumpliendo una indudable función de certeza de la actividad médica es en la determinación de los riesgos derivados de los tratamientos médicos, fundamentales en la confección de los documentos de consentimiento informado. El paciente a través de tales documentos puede tomar constancia de las consecuencias derivadas de toda intervención en el ámbito de su salud, siendo obligación del médico darle esa información de un modo que resulte comprensible, lo que en modo alguno supone abandonar al paciente a una interpretación libre de un documento redactado a veces con tecnicismos indescifrables para el lego en medicina, 7 sino en adaptar la información a un nivel de comprensión determinado por la edad, la formación y también la extracción social. Con esas premisas finalmente se traslada al paciente la decisión de optar por la vía curativa que desea o simplemente renunciar a ella, porque será él quien, en definitiva, apreciará o sufrirá, respectivamente, las venturas y desventuras asociadas a cada acto médico, de ahí que esta obligación de información y consentimiento se convierta en un elemento integrador más de la “lex artis” tal y como lo viene exigiendo la doctrina judicial. Vemos, aquí, un ejemplo de la influencia de la bioética en el Derecho al enriquecer el concepto de diligencia exigible, porque introduce un nuevo factor que habrá que someter a consideración para valorar la corrección del resultado. Tal es así que si el paciente se niega a un tratamiento médico la actuación del profesional pasa necesariamente por respetar esa decisión, ofreciendo las posibles alternativas terapéuticas y advirtiendo de los riesgos inherentes en todos los casos posibles. Las consecuencias derivadas de la decisión que se tome se trasladan así del médico al paciente. Pero esta situación no sólo hace recaer en el paciente la responsabilidad de decidir, sino que correlativamente eleva el nivel de diligencia del médico porque se le obliga a un proceso previo de información al paciente, planteándole todas las alternativas posibles y sus consecuencias, para lo cual habrá de tomar en consideración ese conjunto de factores que enriquecen el concepto de “lex artis” bajo la expresión “ad hoc”. Esto es, no vale con informar de las consecuencias asociadas comúnmente a cada técnica o tratamiento curativo, sino que tendrá que considerar también, como factores añadidos a una 8 singular ecuación, las especiales condiciones del paciente y del entorno en donde el acto médico se va a desarrollar. Esa doble naturaleza de los riesgos sanitarios –derivados tanto de la interacción del paciente con el propio acto terapéutico como con el medio sanitario en el cual se va a desarrollar-, representa un doble esfuerzo informativo que tiene su correlativo refrendo normativo en los artículos 8 a 13 de la Ley 41/2002, de autonomía del paciente. Podemos llegar a hablar, a tenor de esta regulación, tanto de una información asistencial como de otra de carácter institucional. La primera obliga en el ámbito de la salud a recabar el consentimiento libre y voluntario del afectado, lo que supone un deber de información que incluya, básicamente, las consecuencias importantes de la intervención, los riesgos personales o profesionales para el paciente, los riesgos probables en condiciones normales conforme al estado de la ciencia y las contraindicaciones. La segunda, de carácter institucional, obliga en el ámbito del Sistema Nacional de Salud a informar sobre los servicios y unidades asistenciales disponibles, su calidad y los requisitos de acceso a ellos, lo que se concreta en la necesidad de que en cada centro exista lo que se denomina una carta de servicios. La cuestión que planteo ahora es si al paciente también se le debe informar de los riesgos de una excesiva lista de espera, por ejemplo, o de unas deficiencias asistenciales en la organización sanitaria cuando puedan condicionar negativamente el éxito de la intervención médica o quirúrgica sugerida. 9 Y aquí chocan dos fidelidades encontradas: la del médico con el paciente, y al de aquél con la organización para la cual trabaja. Aprovecho, antes de dar solución a esta dicotomía, para contarles una historia real. Hace ya unos cuantos años un paciente fue diagnosticado en Ourense de Degeneración Macular Asociada a la Edad (DMAE). El oftalmólogo que hizo el diagnóstico lo remitió para realizar el tratamiento al único centro de referencia en Galicia, el cual arrastraba por tal motivo una lista de espera de más 6 meses. Pero el inicio de ese tratamiento no podía demorarse tanto tiempo a riesgo de entrar la enfermedad en un proceso irreversible que conducía a la ceguera. En su informe el médico advirtió de esa circunstancia al enfermo aconsejándole que iniciara el tratamiento por su cuenta extramuros del sistema sanitario público. Así hizo, y el paciente acudió a una reputada clínica de Barcelona que consiguió evitar la progresión de la enfermedad. Les cuento otra historia con final menos feliz. Es el caso que dio lugar a la sentencia de la Audiencia Nacional, Sala de lo contencioso administrativo, de 31 de marzo de 2000, por la que se condena al Insalud por el fallecimento de un paciente que se encontraba en lista de espera para ser intervenido quirúrgicamente, donde el médico que lo incluyó lo calificó correctamente en la lista que procedía, pero durante la prolongada espera el paciente falleció de la patología por la que iba a ser operado. Dice la sentencia en su fundamento tercero lo siguiente: 10 Que desde la juricidad de la lista de espera y al margen del reintegro de gastos, en centros privados, cabe entender que serán daños jurídicos, luego existe el deber jurídico de soportarlos los que se refieren a las molestias de la espera, precauciones y prevenciones que hay que tener en tanto llega el momento de la intervención, la desazón que implica o la rebaja que esto suponga en calidad de vida por controles o vigilancia del padecimiento hasta la operación. Por el contrario el daño que se sufra será antijurídico cuando venga dado por una lista en sí mal gestionada o irracional, de duración exagerada o cuando hubiera un error en la clasificación de la prioridad del enfermo o cuando en el curso de esa espera se produjese empeoramientos o deterioros de la salud que lleven a secuelas irreversibles o que sin llegar a anular, sí mitiguen la eficacia de la intervención esperada. Dicha sentencia fue confirmada por Auto de Tribunal Supremo de 17 de octubre de 2002. El mismo Tribunal Supremo en otra sentencia de 27/05/2003 añade lo siguiente: “El problema de las listas de espera es un mal que acarrea nuestra sanidad y pone de manifiesto que su funcionamiento no es el que demanda la necesidad de procurar la salud de los enfermos, a los que se les hace difícil comprender que estando diagnosticados de un padecimiento grave y perfectamente establecido, y necesitado de operación, ésta no se lleve a cabo de inmediato, o en el menos tiempo posible, y máxime cuando la enfermedad no se comprobó 11 hubiera presentado síntoma alguno de haber remitido, lo que hace necesario intensificar los esfuerzos hospitalarios para adoptar cuanto antes la solución de intervención y con carga suficiente de poder resultar positiva y eficaz. Relegar un enfermo de estas características a un práctico olvido por haberse pospuesto la operación que necesitaba e incluirle en el trámite burocrático de lista de espera, equivale prácticamente a un abandono muy grave y con carga de riesgo relevante de que el desenlace fatal pueda producirse en cualquier momento, como por desgracia sucedió.” Ante esa tesitura, ¿debe el médico limitarse a clasificar al paciente en la lista de espera que procede sin mayor comentario?, ¿o debe advertirle que la excesiva demora, por deficiencias de la propia organización sanitaria, aun propiciadas excepcionalmente por la crisis, puede comprometer su salud más allá de lo razonable? O dicho de forma más directa ¿es el médico un funcionario fiel a la Administración que le paga o es un profesional cómplice y aliado del paciente en la procura de su salud? Evidentemente ambos roles generalmente no son incompatibles, pero, ¿y cuando lo son, por ejemplo, cuando los recortes que aplica la Administración sanitaria merman la calidad asistencial o comprometen la adecuada terapéutica de los pacientes? 12 Y no me refiero al papel que han de jugar los legítimos representantes de los médicos, sindicatos, colegios e incluso sociedades científicas (éstas tradicionalmente menos reivindicativas) como denunciantes frente a los recortes. Sino a la actuación del médico ante el caso concreto, como en el paciente con la DMAE. Esa contraposición de lealtades se pone de manifiesto en la misma norma de referencia, el Estatuto Marco, quien en su art. 19, apartado b), como deber del médico le ordena ejercer su profesión con lealtad, eficacia y observancia a los principios técnicos, científicos, éticos y deontológicos, y en el apartado d) también le manda cumplir con diligencia las instrucciones recibidas de sus superiores. Y qué sucede entonces cuando las instrucciones de sus superiores son contrarias a aquéllos principios. Callar o denunciar? Lo primero parece que es a lo que obliga el propio Estatuto Marco en el art. 72 al calificar como falta muy grave “el quebranto de la debida reserva respecto de los datos relativos al centro o institución”. Es decir, que se sanciona el hecho de informar a terceros datos relativos al propio centro. Pero también es falta muy grave “el notorio incumplimiento de sus funciones”, y antes decía, citando la misma Ley, que el médico debe ejercer su profesión de acuerdo con los principios técnicos, pero también deontológicos, lo que supone una remisión al correspondiente código. 13 Y el vigente código de deontología médica, en su artículo 5.3 dice que “la principal lealtad del médico es la que debe a su paciente y la salud de éste debe anteponerse a cualquier otra conveniencia”. Entonces, si lo primero es el paciente, lo que incluso reconoce la propia Ley de Salud de Galicia cuando en su preámbulo centra el sistema de salud en el paciente, eje sobre el que gravita todas las actuaciones, qué sucede si esa premisa no se cumple, esto es, si el marco asistencial no garantiza ese fin? El propio Código lo responde en el art. 45, apartado 1, cuando dice que el médico “secundará la normas que contribuyan a mejorar la salud de los pacientes” –lo que parece inferir lo contrario cuando se oponga a lo mismo-. Y en el apartado 2 dice que “el médico pondrá en conocimiento de la dirección del centro las deficiencias de todo orden, incluso las de naturaleza ética, que perjudiquen la correcta asistencia”. Por lo tanto, hay que denunciar primero a la institución, lo que no quita que, por razones de celeridad, se informe al paciente y, en su caso a la familia, para que sean ellos quienes decidan si aun así se autoriza la actuación terapéutica propuesta en ese contexto de escasez, o gestionan directamente con los responsables sanitarios la derivación a otro centro público o privado. ¿Y si el médico por temor a represalias o por un excesivo gregarismo a la organización sanitaria considera que esa coyuntura de crisis le resulta ajena, y 14 por ello debe limitarse a utilizar sin rechistar los mimbres de que dispone y sin pedir otros mejores? Creo sinceramente que una actuación fallida en esas circunstancias no le hará irresponsable, precisamente porque su obligación incluye también la de denunciar e informar, por ese orden, toda circunstancia que comprometa la procura de la sanidad del paciente. Pues el profesional de la medicina no debe limitarse a medicar u operar, sino a todo un ramillete de actuaciones, que incluye, esencialmente, en hacerlo con absoluto respeto por la ética. Y la deontología, que es la ética aplicada a una profesión, deja claro el proceder al respecto, es decir, de informar y denunciar toda circunstancia que comprometa el buen ejercicio de la medicina. Con ello no quiero trasladar la solución a ese escenario llamado como el cabo de las tormentas del Derecho, que son sus relaciones encontradas con la moral. Mi opinión es que existe en nuestras normas jurídicas una remisión constante a eso que se llaman buenas costumbres y recordemos que ética y la moral, significan precisamente eso, costumbre. Así comprobamos primero, y con carácter general, que el artículo 1.258 del Código Civil obliga a las partes de una relación contractual “no sólo a lo expresamente pactado sino también a todas las consecuencias que, según su naturaleza, sean conformes a la buena fe, al uso y a la ley”. En un segundo plano, ya de una forma particular referido al contexto de la medicina, esa 15 asimilación se produce en el artículo 4 del Convenio de Oviedo, precepto que proclama que “toda intervención en el ámbito de la sanidad, comprendida la experimentación, deberá efectuarse dentro del respeto a la normas y obligaciones profesionales, así como a las normas de conducta aplicables en cada caso”. Por último, esa juridicidad a la que aludo también está presente en la Ley de Ordenación de las Profesiones Sanitarias, cuyo art. 4º, apartado 5, dice: “Los profesionales tendrán como guía de su actuación el servicio a la sociedad, el interés y la salud del ciudadano a quien le presta el servicio, el cumplimiento riguroso de las obligaciones deontológicas, determinadas por las propias profesiones conforme a la legislación vigente, y de los criterios de normo-praxis o, en su caso, los usos generales propios de su profesión”. “Servicio a la sociedad”, “interés y salud del ciudadano”, “cumplimiento riguroso de las obligaciones deontológicas”, no son frases huecas, sino mandatos concretos del legislador. Posiblemente, cuando se publicó esa norma, año 2003, siendo Ministra de Sanidad la misma que ahora lo es de Fomento, nuestros representantes en el Parlamento no midieron el alcance de ese mandado. Por eso su cumplimiento estricto obliga al médico, como profesional sanitario, a anteponer esa condición a la de empleado público. Con esa afirmación no pretendo hoy aquí fomentar la insubordinación sino más bien todo lo contrario. No les digo que actúen –pues no soy quién- como esos bomberos de A Coruña que se negaron a colaborar en el desahucio de una 16 anciana, pues sería tanto como animarles a que incumplieran la Ley, sino precisamente a hacerlo, a cumplirla sin miedo y sin ambages. Y cuando el daño se produce, es decir, cuando el paciente sufre las consecuencias, no ya de un error médico, sino de ese deterioro en su salud consecuencia de las disfunciones del sistema, mayores en un contexto de crisis económica por la negativa repercusión de los recortes en la financiación sanitaria. Cuál es su actuación? Hace unos pocos meses un traumatólogo, no de Ourense, me comentaba lo difícil que le estaba resultado a él y a su servicio justificar, a petición de la inspección médica, la correcta actuación del hospital ante la reclamación administrativa –que no judicial- de un paciente, en lo que parecía un caso claro de responsabilidad patrimonial. No sin cierta ingenuidad por mi parte le repliqué porque no informaban la verdad, que se había producido un lamentable error, incluso no humano, y así el seguro del Sergas indemnizaba al pobre paciente, y se acababa el problema. Me miró con cara de asombro y como cuestionando mi cordura me dijo que eso era como reconocer que se habían equivocado y darle la razón al paciente, a pesar de que, insisto, el daño aunque iatrogénico no parecía reprochable tanto a un mal hacer como sí a un hacer tardío. 17 Esa conversación entre dos amigos –médico y abogado- refleja bastante bien el estado de la cuestión. Debe el médico informar de los daños iatrogénicos? Y cuando digo informar, me refiero a reconocerlos, que no es lo mismo que declararse culpable pues muchas veces no hay un autor individual del daño, sino un conjunto de factores causales concomitantes, que incluso la mayoría escapan a la capacidad de control del médico. En el año 2008 tuve la ocasión de participar en un debate en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, en Madrid, en el que mi contradictor era el Jefe de la Asesoría Jurídica de un Servicio de Salud, el cual alegaba que no se podía imponer la notificación de los errores, pues eso iba contra el derecho constitucional a declarar contra uno mismo. A dicho argumento replique con jurisprudencia del propio Tribunal Constitucional, el cual ha manifestado que ese derecho sólo despliega sus efectos en el marco de un procedimiento penal, incluso del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que, a la inversa, decía que el reconocimiento de culpabilidad realizada en un procedimiento administrativo no puede utilizarse para la represión de un ilícito penal. Pero al margen de consideraciones jurídicas y de que incluso la propia Ley de Cohesión y Calidad del SNS prevé en su art. 59 la creación de un registro de efectos adversos, mi principal argumento a favor era de tipo ético. 18 Y para ello cité un artículo del famoso filósofo Karl Popper en el Bristish Medical Journal titulado “La actitud crítica en medicina”. En ese artículo, publicado en 1983, el ilustre autor escribía lo siguiente: “Llega a ser importante no sólo reconocer los propios errores sino en buscarlos. No sólo nosotros aprenderíamos de nuestros errores sino que otros también aprenderían de ellos”. Si esa reflexión la traslado a un estudio del Consejo de Europa del año 2008 según el cual “la mitad de los errores que acontecen en los hospitales son potencialmente evitables”, probablemente la trascendencia de ese actitud crítica que fomentaba Popper no sólo se quedaría en el terreno de la ética sino conduciría a un incremento sustancial de la propia seguridad de los pacientes. De esa constatación han surgido en otros países políticas que fomentan el reconocimiento de los errores, o llamémosle mejor, de los efectos adversos, como en USA a través del sistema “Sorry Works!” Aquí no se ha implantado esa cultura porque el concepto de error muchas veces se equipara al de culpa, y ya sabemos que nuestra tradición judeocristianan atribuye a esta última connotaciones pecaminosas, que exigen no sólo arrepentimiento y propósito de enmienda, sino particularmente, acto de contrición y, lo que es peor, penitencia. Lo cierto, y al margen de las creencias religiosas de cada cual, el mismo Código de Deontología en su art. 17.1 establece que “El médico deberá asumir 19 las consecuencias negativas de sus actuaciones y errores, ofreciendo una explicación clara, honrada, constructiva y adecuada”. No consiste por lo tanto en inmolarse, ni en declararse culpable, sino en reconocer que pudo haber un error y en intentar repararlo en la medida de lo posible. Qué sucede? Pues que eso tiene un coste asistencial, pues muchas veces al paciente hay que reintervenirlo o en practicarle nuevas terapias, incluso fuera de su área de salud, y en otras ocasiones, indemnizarlo, y eso, tanto a la Administración sanitaria como al lobby asegurador no le interesa pues le va a su bolsillo. Mi experiencia me dice que, por paradójico que pueda parecerlo, informar al paciente del error evita la denuncia del paciente al médico, mientras que lo contrario, la opacidad y el silencio, lo que hace es fomentarla. Y esas obligaciones éticas de la profesión médica, en tiempo de crisis adquieren mayor protagonismo si cabe, porque ustedes, los médicos, también padecen los recortes, cuando le hacen trabajar más por menos dinero, cuando a sus compañeros eventuales no le renuevan los contratos o a los más veteranos los jubilan anticipadamente o cuando les impiden o dificultan prescribir las novedades terapéuticas. 20 De aquí que la responsabilidad del médico en estos tiempos, más incluso que legal es social, al obligarles a reforzar ese contrato no escrito con la sociedad en su conjunto, pues todo somos en algún momento de nuestros vidas pacientes, contrato vigente todavía hoy en día en el Juramento Hipocrático. Contrato o alianza, del médico con el paciente y viceversa, como la que hay en la hermosa novela del escritor húngaro Sandor Marai titulada en español “La hermana”, cuya lectura les recomiendo, y donde el narrador, su protagonista, se refería a su médico en los siguientes términos: “me estaba dando lo que había esperado que diera todo el tiempo: familiaridad, aquella solidaridad franca y calida”. Siendo críticos frente a los recortes, denunciando las deficiencias asistenciales, informando al paciente y a la sociedad, el médico demuestra esa solidaridad que no sólo le libra de toda responsabilidad, sino que le eleva a la consideración social merecida por ejercer la profesión más hermosa. Muchas gracias. 21 22