Pasajero en transito - María Teresa Andruetto

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Pasajero en tránsito.
María Teresa Andruetto
Cuál es el lugar de un escritor. Si lugar
significa influencia, importancia práctica,
el arte no ocupa ningún lugar. Utopía
significa precisamente eso: no lugar,
ningún lugar. Un escritor no es sólo un
señor que publica libros y firma contratos
y aparece en televisión. Un escritor es,
un hombre que establece su lugar
en la utopía.
Abelardo Castillo(1)
Entre los africanos, cuando un narrador llega al final de un
cuento, pone su palma en el suelo y dice: aquí dejo mi historia para
que otro la lleve. Cada final es un comienzo, una historia que nace
otra vez, un nuevo libro. Así se abrazan quien habla y quien
escucha, en un juego que siempre recomienza y que tiene como
principio conductor, el deseo de encontrarnos alguna vez completos
en las palabras que leemos o escribimos, encontrar eso que somos y
que con palabras se construye. Para escribir una y otra vez lo que
nos falta, la escritura nos conduce a través del lenguaje, como s i el
lenguaje fuera – lo es- un camino que nos llevara a nosotros
mismos.
Como la vida misma, todo texto despliega un movimiento desde
un
punto
de
precario
equilibrio
hacia
otro
equilibrio
también
precario. Algo penetra en lo que está quieto y su irrupci ón provoca
adhesiones, resistencias, tomas de posición, intentos de recuperar lo
perdido o de adquirir algo nuevo, hasta que todo se aquieta otra vez.
Escritura entonces como movimiento, como camino para quien
escribe y para quien lee. Camino, migración de un sitio a otro.
Hija de un partisano que llegó desde Italia a la Argentina
después de la Segunda Guerra Mundial y mujer de un hombre que
debió asilarse en un país europeo durante la pasada dictadura, me
fueron narrados con persistencia los cuentos y la s cuentas del
desarraigo, los costos de pasar de una cultura a otra, de un mundo
a otro. Volverse adulto es también haber migrado. Y la migración
misma, esa zona de pasajero en tránsito, ese tiempo que hemos
dado en llamar adolescencia.
Cuando yo era chica
los corredores eran largos
las mesas altas
las camas enormes.
La cuchara no cabía
en mi boca
y el tazón de sopa
era siempre más hondo
que el hambre.
Cuando yo era chica
sólo gigantes vivían
allá en mi casa
menos mi hermano y yo
que éramos gente grande
venida de Lilliput (2).
Migrar de un mundo a otro y adolecer, vivir lleno de faltas en
el tránsito. Abandonos precarios, de frase en frase, de sitio en sitio,
con la mano extendida a un otro que preste su voz y haga que lo
escrito viva. El camino que tra zamos sobre la página es el viaje de
un deseo: palabra conquistada y a la vez mano extendida, ruego,
invitación, pérdida brutal de la palabra.
El que migra, y toda escritura es migración, va hacia un habla
que jamás le será dada. De esa pérdida se forma el escribir (3).
Falta y no otra cosa es lo que tenemos al comienzo de cada proyecto.
Se escribe porque no se sabe, no se comprende. Se escribe para
confirmar una y otra vez
que no se sabe, que no se comprende.
Quien escribe busca una forma para eso que no tiene forma y que por
eso es incomprensible, busca un continente para un contenido que
siempre se desborda. Y lo que encuentra es una voz apenas, susurro
de lo que no se sabe decir, de lo que no se puede decir, de lo que
nadie enseña a decir.
¿Por qué escribir entonces en busca de lo que se nos está
negado? Para un buscador de oro, el placer está en buscar. Un
escritor es un buscador
cuyo placer más puro es encontrar entre
miles de palabras, las palabras. Esa es la única explicación que he
encontrado para mí a lo largo de los años. Cuando dejamos de
buscar, cuando se pacifica la relación con el lenguaje, éste deja de
decir nuestra falta, eso que nos largó al camino de la escritura. Deja
de decir y de decirnos; se vuelve contra nosotros.
¿Un escritor domina las palabras? Más bien se podría decir que
un escritor tiene problemas con las palabras, que las ha convertido
en su problema. Encuentro y pérdida permanente, palabras bailando
en una boca muda. Así, como quien no puede pero de igual modo lo
intenta, el escritor escribe el deseo del otro.
La escritura se convierte entonces, como la vida misma, en un
atravesar, narración de viaje para liberarnos de las cosas no
evitándolas sino atravesándolas , como quería Pavese (4). Por eso la
permanencia de la novela de formación, aquella estructura narrativa
nacida en el marco del romanticismo alemán, en la que un personaje
se construye a sí mismo en el tránsito. El héroe comienza a
delinearse ante nosotros a partir de una carencia. Como en el
comienzo de los tiempos, deberá sortear pruebas. No tres, no siete,
sino cientos de pequeñas pruebas hasta llegar a ese centro preciado
e ilusorio que es el encuentro de cada uno consigo. Precario,
provisorio centro de la vida. ¿Quién es ése que viene con nosotros y
llega ahora al final de la novela? ¿Ése que al comienzo era un niño,
un muchachito? Es un hombre. Como cada uno de nosotros. Un
hombre singular y a la vez un hombre como todos. Sencilla verdad
eternamente repetida.
Si todas las novelas se pueden reducir en última instan cia, a
dos formas: la que gira en torno a un centro y la que desplaza los
sucesos de un sitio a otro (la novela de enigma y la de viaje),
entonces la novela de viaje -ya se trate de las que narran un viaje
interior o de las llamadas novelas de camino -, se presenta como una
arquitectura ideal para los más jóvenes, entre otras cosas porque
todo sufrimiento está allí protegido por la convicción de que se
atravesará de un modo o de otro la zona de tránsito.
¿Estructura
demasiado
convencional?
Toda
escritura
es
experimental, ya que constituye, si es genuina, una exploración
intensa de la palabra y una experiencia profunda en el seno de uno
mismo. La verdadera originalidad, es una huída de la repetición de
uno mismo, de la copia de uno mismo; y consiste en entende r cada
proyecto de escritura como una exploración nueva (nueva para uno,
quiero decir) en el seno de la palabra, como una intensificación de la
experiencia,
porque
se
escribe
contra
la
lengua,
contra
lo
lingüísticamente
correcto,
contra
lo
políticamente
co rrecto,
se
escribe contra todo y sobre todo contra nosotros mismos, violentando
el lenguaje y violentándonos, buscando la salida de eso que somos en
las rajas que se producen entre una palabra y otra, buscando aquello
que entre una frase y otra, en esa grieta que no es silencio ni voz,
aparece (5).
¿Inventar o descubrir?. Mirar sobre todo. Mirar con intensidad
para dar cuenta de lo que se mira,
porque la escritura (como la
lectura) depende del mundo que se haya contemplado y de la forma
sutil en que se ha incorporado la experiencia para
percibir la
complejidad y el intrincamiento de la apariencia. Porque el arte es un
método de conocimiento, una forma de penetrar en el mundo y
encontrar el sitio que nos corresponde en él (6).
El peligro de ayer era lo que dimos en llamar- con una palabra
cliché- el didactismo, un ejercicio de lenguaje autoritario del adulto
sobre el
niño. Hoy, como en La historia sin fin de Michel Ende, el
peligro es el vacío, el crecimiento desmesurado de la nada; de eso
dan cuenta tantos libros que se editan anualmente, no sólo en el
campo de la literatura para los chicos.
En lo personal, me gusta mucho cierta literatura de sugerente
enseñanza, desde los relatos arquetípicos hasta los cuentos sufíes, y
no me da temor su carácter docente porque apuesto todo, o casi
todo, a la sugerencia del lenguaje y a la posibilidad de romper por
esa manija lo esperado, lo previsible, lo correcto, para que el texto
se abra acaso alguna vez a múltiples lecturas. Me gusta la idea de
trabajar a partir de ese material desechado, la literatura moralista
que nutrió durante muchos siglos el narrar de los pueblos. En los
cuentos de El Anillo Encantado partí a veces de historias un poco
aleccionadoras (el amor vale más que las diferencias de clase, o se
puede ser feliz sin tener nada) y, como quien hace pátinas sobre un
mueble nuevo hasta convertirlo en viejo, caminé hacia ese pequeño
libro. Porque un libro es un viaje que se hace a partir de capas y
capas de escritura, de sucesivas obediencias a la forma, para lo grar
un tono, para buscar un ritmo, para que suene bien, para que se
vuelva familiar lo que era extraño, para que se vuelva extraño lo que
era familiar, buscando que lo conocido se rompa, se esmerile,
estalle, buscando en fin una ruptura que deje ver por d ebajo algún
resplandor de eso que llamamos vida.
¿Apenas si tenemos una frase?. Puede ser suficiente para
tirar del hilo, para empezar a devanar la historia. Fragmentos,
meandros, derivaciones en las que un testimonio se pierde, y entre
esos meandros alguien dice la palabra de un comienzo. A veces no
hay ni tan siquiera eso y entonces la escritura se evidencia en su
condición de pura espera del otro, lenguaje narrando el vacío del
otro, boca que espera una escucha, letra ofrecida a los ojos de un
lector.
Corregir un texto es un trabajo espiritual, una empresa de
rectificación de uno mismo, decía Paul Valery. Corregir entonces
para liberarnos de lo adecuado y de lo correcto, de la mimetización
con los autores más exitosos, de lo que se vende, de lo que qui ere
la escuela, de la necesidad de parecer escritores, del deseo de ser
inteligentes o informados o.... Liberarnos en fin de tantos lastres,
para encontrar en algún momento, si se persiste y si se es
afortunado, esa moneda de oro que es la vida. Hay sí, un a ética de
las formas: eso es en su sentido más puro una estética. Trabajar
encarnizadamente la forma para que se ajuste al movimiento que
traza la vida. Escribir más allá o más acá de las exigencias del
mercado. Abrir siempre nuevos espacios personales, e xploraciones
nuevas de escritura y de lectura. Escribir para el encuentro
verdadero con un lector. Escribir siempre para lectores únicos, para
decenas o centenas o millares de lectores únicos. Trabajar sobre
todo contra la repetición de uno mismo, contra l a mercantilización
del deseo, contra el vaciamiento de las formas, desde la permanente
búsqueda, desde el movimiento permanente, desde el constante
desacomodo, aunque se nos haga a menudo cuesta arriba. Escribir
en fin para el lector que quisiéramos ser, p ara un lector que en lo
más íntimo de nosotros respetamos más allá de su condición y de su
edad, un lector siempre más grande y más intenso que nosotros
mismos. Escribir por puro afán de exploración, por el solo deseo de
transitar nuestras reservas salvaje s. Escribir para buscar, abiertos
siempre al descubrimiento, al riesgo, a la sorpresa. Escribir sin
miedo a las expulsiones del palacio, ni a las expulsiones del templo,
cualesquiera sean los palacios y los templos de turno. Sin miedo al
abandono de los
lectores, ni al de las editoriales. Sin miedo a
quedar fuera de la escuela o del mercado. Sin miedo, en fin.
Escribir lejos de la repetición de lo exitoso, producido por los otros
o por nosotros. Cuidarnos de todo y, sobre todo, cuidarnos de
nosotros mismos. Prescindir de todo lo que no sea el camino. Ser
siempre el caminante, el que todavía no ha llegado a destino, el
pasajero en tránsito, el que atraviesa la reserva, el buscador de
oro, para que la escritura acaso alguna vez sea. Para que alguna
vez, tal vez, dibuje un texto y lo haga florecer como un árbol.
Cuando comencé a ocuparme y preocuparme de la literatura
para los chicos, esto es a comienzos de los ochenta, parecía sencillo
distinguir a los buenos de los malos escritores y a los buenos y los
malos textos, a las buenas y las malas editoriales. Hoy esto no
parece tan sencillo, toda vez que autores y editoriales de prestigio,
prestan también su nombre o su sello a textos pobres. Hace veinte
años, el problema de los que trabajábamos en este campo era
instalar la literatura infantil y el hábito de la lectura en la escuela
y sembrar esa conciencia en los docentes. Hoy el desafío enorme
que nos toca como escritores, como lectores, como docentes, como
especialistas
es
seleccionar
y
enseñar
a
seleccionar,
con
conocimiento y criterios personales, los buenos libros, en el mar de
libros que se editan, criterios que sean capaces de ir más allá de
las recomendaciones editoriales, de la publicidad, de los índices de
venta y de los nombres consagrados. Hoy, más qu e nunca, se vuelve
necesario ejercer nuestro personal derecho a disentir, a elegir, a
ejercer el poder de lectores sobre lo que se nos vende o se nos
intenta vender.
¿Para qué escribir, para qué leer, para qué contar, para qué
elegir un buen libro en medio del hambre y las calamidades?.
Escribir para que lo escrito sea abrigo, espera, escucha del otro.
Porque la literatura es todavía esa metáfora de la vida que sigue
reuniendo a quien dice y quien escucha en un espacio común, para
participar de un misterio , para hacer que nazca una historia que al
menos por un momento nos cure de palabra, recoja nuestros
pedazos, acople nuestras partes dispersas, traspase nuestras zonas
más inhóspitas, para decirnos que en lo oscuro también está la luz,
para mostrarnos que todo en el mundo, hasta lo más miserable,
tiene su destello.
Como aquel pintor de la antigua Corea, de quien se dice que
pintaba árboles que los pájaros confundían con verdaderos.
Bibliografía:
1)Abelardo Castillo. Ser escritor. Perfil libros. Bue nos Aires, 1997.
2)Marina Colasanti. Rota de Colisao. Rocco,
Río de Janeiro, 1993. Ruta de Colisión. Traducción del portugués por
Ma. Teresa Andruetto. Colección Fénix de Poesía. Ediciones del
Copista, Córdoba. En prensa.
3) Michel de Certau. La invenció n de lo cotidiano. Artes de hacer.
Universidad Iberoamericana. Ac. México, 1996.
4) Cesare Pavese.
Torino, 1952.
Il
mestiere
di
vivere.
Giulio
Einaudi
editore,
5) Octavio Paz. El mono gramático. Seix Barral,1974.
6) Paul Auster. Revista Vox de poesía. Nro. 1.
Bahía Blanca.
Otros:
Peter Brook. Hilos de tiempo. Editorial Siruela, 2001.
Jean Genet. El secreto de Rembrandt. Narvaja editor. Córdoba, 1996.
Wallace Stevens. Adagia. Ediciones Península.
Barcelona, 1993.
José Sanchis Sinisterra. El lector por horas. Proa. Teatre Nacional de
Catalunya. Barcelona, 1999
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