TGE - UNIDADE 12 (segundo) TEXTO PARA LEITURA: LA PELIGROSA GUERRA DE LAS PALABRAS Carlos Alberto Montaner Agosto 19, 2001 Extraído da internet, em: http://www.firmaspress.com/141.htm Parece una estúpida discusión semántica, pero es un gravísimo asunto. En septiembre se van a reunir los cancilleres latinoamericanos a debatir y definir los rasgos que caracterizan a una verdadera democracia. Prácticamente todos los gobiernos están de acuerdo en que el adjetivo clave es «representativa», «democracia representativa», mientras la Venezuela de Hugo Chávez defiende ardorosamente el calificativo «participativa»: «democracia participativa». ¿Por qué es importante la diferencia? Porque no son dos palabras inocentes sino dos formas opuestas de entender las relaciones de poder entre la sociedad y el estado. De una manera sintética, y sin duda arbitraria, cuando se dice «representativa» se alude a un modelo de gobierno en el que existen plenas garantías para los individuos. Es el tipo de Estado de Derecho con límites precisos y numerosas cautelas, en el que las personas están a salvo de los atropellos del gobierno y aún de la voluntad de las mayorías. Por el contrario, cuando se dice «participativa» a lo que se refieren es a un modelo «revolucionario» en el que las reglas de juego pueden ser cambiadas constantemente en nombre de los intereses reales o supuestos del pueblo. El «pueblo», digamos, puede votar democrática y mayoritariamente la limitación o prohibición de la propiedad privada, o puede excluir de sus derechos a minorías incómodas. En Venezuela, por ejemplo, se baraja la posibilidad de declarar que el Estado asume la propiedad de todas las tierras, que se concederán mediante arrendamiento a quienes demuestren talento para ponerlas a producir. Principio que en el futuro podría extenderse a las viviendas o a los automóviles. ¿Por qué no otorgar la segunda vivienda ociosa a los pobres que no tienen ninguna? ¿Cómo admitir que una familia posea dos o más coches cuando hay tantas que carecen de uno? 2 En otras palabras, en el estado participativo o revolucionario, los ingenieros sociales siempre están dispuestos a corregir las injusticias supuestamente provocadas por el mercado, pues para ello cuentan con el respaldo de las mayorías, ese mítico pueblo para el que trabajan noche y día febrilmente. En ese modelo de estado, y en esa forma de gobernar, no existen derechos naturales inalienables, sino la voluntad coyuntural de los revolucionarios que interpretan los deseos y necesidades de los «desposeídos», vocablo cuya significación última contiene una tremenda carga ideológica: no son, simplemente, pobres. Son personas a las que unos tipos codiciosos y desaprensivos les han quitado los bienes que deberían poseer. De alguna manera, esta división entre los defensores del Estado «constitucional», en el que un texto garantiza los derechos naturales de los individuos, y los defensores del estado revolucionario, comenzó a perfilarse a fines del siglo XVIII, cuando norteamericanos y franceses hicieron sus respectivas revoluciones. Los norteamericanos, inspirados en John Locke y en la tradición británica de los «constitucionalistas», se alzaron en contra de Inglaterra para poner límites a la acción del gobierno. El objetivo era crear las condiciones para que cada norteamericano pudiera «buscar la felicidad» de acuerdo con su libérrimo criterio. Era una revolución para la libertad. Los franceses, en cambio, colocados bajo la advocación de Rousseau y su Contrato social, santo patrón de los jacobinos, se propusieron rediseñar la sociedad francesa mediante la acción de los revolucionarios. No había derechos naturales. La sociedad podía pactar o revocar acuerdos a su conveniencia. Era una revolución para la justicia. Y la diferencia entre los dos procesos es la que separa a Jefferson de Robespierre, a Madison de Danton. ¿Cuál hecho histórico fue más benéfico para la sociedad? Curiosamente, uno de los pocos partícipes de las dos revoluciones, el venezolano Francisco de Miranda -el único latinoamericano cuyo nombre figura en el Arco del Triunfo en París-, conocedor profundo de ambas realidades, dejó escrito un juicio muy significativo que vale la pena recordar: «Dos grandes ejemplos tenemos delante de los ojos: la revolución americana 3 y la francesa. Imitemos discretamente la primera; evitemos con sumo cuidado los fatales efectos de la segunda». Este viejo debate, disfrazado y reetiquetado bajo palabras aparentemente inofensivas, es exactamente lo que discutirán los cancilleres latinoamericanos próximamente. El gobierno venezolano, dirigido por un pintoresco Robespierre caribeño, defiende la tesis de que hay varias formas de entender la democracia, e intenta introducir en los documentos de concertación diplomática el calificativo «participativo», pero sin otro objetivo que amparar los experimentos revolucionarios que vayan surgiendo en la zona, incluido el que irresponsablemente se lleva a cabo en Venezuela. Ya los sandinistas se apresuraron a decir que el modelo a que ellos aspiran no es representativo sino participativo, y pronto, uno tras otro, los viejos partidos autoritarios y marxistoides de la región, especialmente los incluidos en el llamado «Foro de Sao Paulo», como han tenido que renunciar al viejo discurso revolucionario, irán atrincherándose tras esa nueva bandera. Ojalá que la diplomacia latinoamericana, que en Quebec, lideradas por Costa Rica, Perú y Argentina, defendió vigorosamente la «cláusula democrática» para excluir de ALCA a todas las dictaduras, no ceda por cansancio a las presiones de la cancillería chavista. No estamos ante una discusión absurda o bizantina. Si se le franquea la puerta a la definición de Hugo Chávez, por esa abertura comenzarán a entrar todos los monstruos.