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P. LORENZO SALES
Misionero de la Consolata
El Corazón de
Jesús
al Mundo
De los escritos de
Sor M. Consolata Betrone
Monja Capuchina
Imprimatur, nihil obstat
Torino, 6 maggio 1999
Pier Giorgio Micchiardi
1
PRESENTACIÓN
En la reunión del Día Mundial de la Juventud en Denver, S. S. Juan Pablo II, narra
la historia de este siglo que se vuelve al final como sí en la larga trayectoria humana
vemos siempre el presente, el encuentro entre el bien y el mal, entre la gracia de Dios y
el poder del maligno, mas nunca como en este siglo con esfuerzo, firmeza, claridad y
decisión.
Sorprendentemente es también el tiempo en que más frecuente e insistentemente
toca la llamada de nuevo a la bondad, ternura y misericordia de Dios; apelación que
viene de Madre Esperanza de Collevalenza, de Sor Faustina de Polonia, del Monje
Silvano de la Montaña de Athos y encuentra la confirmación en la Encíclica luminosa
de 1980 “Dives in misericordia”, una página extraordinaria que ayuda a que nosotros
vivamos esta última línea del itinerario hacia el gran jubileo, el año del Padre “rico en la
misericordia”.
Se trata de una convicción profunda, una fe arraigada, un “instinto espiritual” que
los creyentes encuentran en la Sagrada Escritura como un hilo rojo que invade y une
toda la historia de la salvación, comenzando por el Señor que escucha el lamento de
Israel esclavizado en Egipto hasta encontrar su punto más alto en las palabras y en la
persona de Jesús, que no vino por los justos, sino por los pecadores y en el misterio de
la cruz revela la profundidad del amor divino aquel “beso dado por la misericordia a la
justicia” (Dives in misericordia, n.9).
Las almas que han experimentado una vocación particular para consolidar el
misterio de la misericordia, se vuelven el anuncio a los hermanos y hermanas, para
empezar la Virgen María, la Madre del Crucificado y por consiguiente la Madre de la
Misericordia, “llamada de manera especial a acercar a los hombres a ese amor que su
Hijo viene a revelar” (l.c.).
En esta parte del testimonio de la vida y de los escritos de Sor Consolata Betrone,
una criatura simple que entra en el círculo de aquéllos por los cuales Jesús bendice a su
Padre: “Yo te bendigo... porque has escondido estas cosas a los sabios y lo has revelado
a los pequeños” (Mt 11,25). Una monja Capuchina humilde y oculta a tal punto que,
habiendo descubierto en los escritos de Santa Teresa de Lisieux en “el caminito”, no
duda llamar que quiere recorrer “el pequeñísimo camino del amor”. Pasa, entonces que
estas notas nacieron del diálogo consigo misma sobre el amor de Dios y destinadas a
permanecer ocultas, se convierten en luz espiritual para las almas que buscan “un
mensaje de amor” de utilidad extraordinaria.
Cuando leí en la historia de la tierra de Saluzzo sobre la presencia en los últimos
siglos de tantos Monasterios consagrados totalmente a la oración y la contemplación y
también la historia de los frailes Capuchinos que con su trabajo silencioso, generoso y
tenaz han ayudado a volver a la comunión de la Iglesia católica a muchos corazones
desviados por doctrinas extrañas; no me sorprende ver germinar al inicio del siglo XX
esta planta “pequeñísima” término que le era querido y destinada a permanecer y a
crecer con el paso del tiempo.
Es “necesario que la Iglesia de nuestro tiempo tome una conciencia más profunda
y particular de la necesidad de dar testimonio de la misericordia de Dios” (l.c., n.12).
Este libro es un instrumento precioso porque es sencillo y accesible, es una propuesta
concreta para un camino de perfección.
DIEGO BONA
Obispo de Saluzzo.
2
INTRODUCCIÓN
1. El desafío de la mística.
Estas páginas nos transmiten la voz virilmente suave de un alma que vivió con
nosotros en medio de las revueltas de la tormenta, recogiendo en su espíritu todo el
dolor de la tierra y todo el esplendor del cielo.
A quien forma filas en la afligida caravana, buscando con las ansiedad de sus ojos
arrasados en lágrimas, empañados por la desesperación, una solución satisfactoria, esta
alma privilegiada –que conoció todas las ansias de su época y experimentó todas las
certezas de su fe-, ha dejado una herencia espiritual que logra hacer penetrar un rayo de
sol en la lóbrega espesura de la noche.
De esta preciosa herencia, que va a exponerse en las siguientes páginas, debería
prendarse el lector, no limitándose a pasar por ella superficialmente, sino procurando
usar de madura reflexión para sacar de su lectura el mayor provecho posible: se trata de
las palabras de Jesucristo y cuando el Maestro habla, todo el que se siente discípulo
suyo y todo hombre, puesto que todos llevamos un rayo reflejo de su divina Luz, que
nos hace racionales, debiera acoger con veneración, y poseer con esmerada firmeza
cuanto Él enseña.
Acaso fue así en otros siglos de mucha fe. No ocurre hoy lo mismo; el sentido
crítico, que hubiera debido llevarnos a madurez de juicio, ha terminado por atacar la
vida del espíritu en sus mismas raíces y aún los alejados de la crítica del pensamiento no
se han substraído al influjo de este mal del siglo y, sin declararse escépticos,
permanecen desconfiados o por lo menos perplejos.
Así me ocurrió a mí, cuando vino a mis manos el grueso paquete que contenía un
manuscrito de cerca de ciento treinta páginas en formato mayor, donde se exponía “un
mensaje de amor del Corazón de Jesús al mundo”. La carta que en él se incluía me
suplicaba con deferente insistencia que lo revisara “in via privata” y viera “si había en
ello algo contra la fe y la sana teología, dogmática o ascética”.
Manos a la obra, me dije. Y realizada la labor, me piden ahora un “prologuito”,
alegando que “como la obrita, conforme a las promesas de Jesús a Sor Consolata, habrá
de difundirse mucho, vendría muy bien un prologuito de V. P. Revma...”.
Si no me desmayé ante semejante demanda fue, sin duda, debido a la intercesión
de algún alma encargada de proteger desde el cielo a los que se les piden que revisen los
manuscritos o de propinar el puntapié al chiquillo que no se decide a salir de casa. Peor
aún si se le dice a uno: “pasa revista a este muchacho y preséntaselo graciosamente a la
sociedad”.
Pero se trata del Rvmo. P. Lorenzo Sales, misionero de la Consolata que llamaba
a mi puerta y muchos recuerdos se agolparon y bulleron dentro, desde aquel lejano 1939
cuando juntamente con mi hermano y amigo el P. José Girotti, inmolado en Dacau el 1º
de abril de 1945, dábamos clases a los estudiantes del Corso Ferrucci. Vinieron después
a mi mente los estudios sobre la espiritualidad del siervo de Dios, Cgo. José Allamano,
fundador del Instituto. En fin, mediando tantas amistades, próximas y lejanas, en este
viejo mundo europeo y en el nuevo mundo americano, ¿cómo decir que no?
Y a fin de cuentas, ¿de qué se trataba? De una monja capuchina y la tarea me
parecía simpática. ¿Cómo no amar a estos hijos de San Francisco, tan menospreciados
frente a las conveniencias y formulismos de un mundo secularizado? Acababa de leer
“L’ Eminenza grigia” de Aldous Huxley y la figura del P. José capuchino –Francesco
Le Clerc Du Tremblay-, confidente y consejero de Richelieu, la tenía aún viva en mi
mente, dándome un poco de fastidio, por el trágico equívoco en que se desenvuelve su
3
acción, oscilante entre el profeta y el diplomático. La visión de un alma capuchina
vibrante en el flujo místico de los santos carismas me devolvería un poco de paz para
huir de todo equívoco.
¿Cómo, pues, no tomar en serio el volumen? Se trata de un mensaje de amor del
Corazón de Cristo, el dulce Maestro, y debo juzgar si hay algo en él en contra de la fe y
la sana teología. ¡Casi nada! ¿Quién podría asumir semejante trabajo? No es extraño se
me diga: “Mira, se trata de una cosa privada, de un asunto confidencial”. Ciertamente.
Y; sin embargo, se espera mi juicio y os aseguro que tratar ciertos asuntos no es como
beberse un vaso de agua.
2. Actualidad de un mensaje.
“En la secuela de Sta. Teresita” dije, y con estas palabras me tranquilicé.
Encausaba mis pasos la característica joven que en “la llama ardiente” de Elías encontró
el arrojo del espíritu que se evade de toda estrechez y de todo compromiso, señalando
una vida de “renacimiento espiritual” mediante la caridad que es el “incendio” de Cristo
y la “llama viva” de Juan de La Cruz. Pensaba también en Teresa Newmann, la
campesina alemana que, conquistada por la Santa de Lisieux, no hace sino repetir de
otro modo su vida y su mensaje.
Toca ahora el turno de Sor Consolata; piamontesa, había de ser maciza como sus
montañas siendo de Saluzzo. Su espíritu debía ser como el Monviso que lanza al azul
del cielo su cumbre luminosa y cándida. Nace allí el Po, que fecundiza toda la llanura y
recoge todas las aguas, conduciéndolas al mar, y transformándolas en él, mar que se
extiende a lo lejos y va a decir tantas cosas a otros mares lejanos.
Me he puesto a leer el Mensaje de Amor, paciente y atentamente y no sé decirte,
lector, si era más vehemente el gozo que el temor. Ni siquiera podría explicarte la
embriaguez que penetraba hasta los más recónditos senos del espíritu, entrando donde
quiera sin pedir permiso. Puedes imaginarte que no era yo quien juzgaba el Mensaje,
sino el Mensaje quien me juzgaba a mí.
Cómo haya salido de este juicio podría “cantarlo” si, como Agustín, supiese hacer
mis “confesiones” en el sentido preciso de canto eucarístico a la misericordia de Dios,
pero esta sola indicación te puede bastar para hacerte reconocer la línea de esta
espiritualidad que habla del himno del júbilo del Maestro Divino (Mt 11, 25-30).
25. “Te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber tenido ocultos
estos misterios a los que se tienen por sabios y por haberlos hecho manifiestos a los
pequeños.
26. Sí, oh Padre, (Te alabo) por haberlo así dispuesto.
27. Todo me ha sido dado por mi Padre y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni
nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquellos a quienes el Hijo quiera revelarlo.
28. Venid a Mí todos los que estáis fatigados y oprimidos, y Yo os confortaré.
29. Tomad sobre vosotros mi yugo, aprended de mí que soy manso y humilde de
corazón; y encontraréis descanso para vuestras almas.
30. “Porque mi yugo es suave y mi carga ligera”.
Todo este Mensaje de Amor es una explicación y un desarrollo del motivo
fundamental que resuena en el Himno Evangélico, no ya a modo de añadidura, sino
como desenvolvimiento inexhausto de la riqueza divina. Por eso el Hijo, queriendo
revelar al Padre a las almas humildes que por Él al Padre se acercan, puede obrar a
modo de Maestro que se revela a sí mismo, pero te advierto, lector, que esta su
revelación –sobre todo cuando es carismática, en cuanto destinada al bien, de la
sociedad, que es la Iglesia-, nunca está ordenada a llevar una nueva doctrina de fe, pero
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sí, destinada siempre a encauzar la conducta de los hombres hacia la Verdad saludable
que da a conocer a Jesucristo y a sus Apóstoles en los libros del Nuevo Testamento,
bien entendidos, conforme a doctrina de la Iglesia Católica, que conoce el sentido y
posee la vida de estos libros.
Sor Consolata figura entre aquellos de quienes Santo Tomás de Aquino dice:
“Propfetiae spiritum habentes, non quidem ad novam doctrinam fidei depromendam,
sed ad humanorum actuum directionem” (Suma Teológica II-II, q. 174, a 6, ad. 3).
Tales palabras del Santo Doctor permiten apreciar todo el valor de este Mensaje Divino
en esta hora presente.
3. El imprimátur del amor
Acaso alguien podría permanecer perplejo sobre la realidad de esta manifestación
y pensar que Sor Consolata, hablándose a sí misma, se haya imaginado hablar con el
Otro y que Éste, a su vez, le dirigía la palabra. Y viene espontáneamente a la memoria
lo que nuestro agudo Manzoni dice a Doña Práxedes: “...Toda su preocupación era
secundar todos los quereres del cielo, pero muchas veces era víctima de un torpe error
que le hacía tomar su cerebro por el cielo”.
Es ésta una sutilísima forma de soberbia que va del truco literario a la ilusión
mística, a través de las más impensadas maneras de narcisismo: la prolongada
contemplación de uno mismo termina suscitando una especie de embriaguez en la que,
como el joven Narciso se ahogó en la fuente donde se reflejaba su imagen, naufraga el
espíritu. Narciso ha sido cantado por los poetas como la flor que brota de la muerte; el
espíritu humano, ahogado en el amor de sí mismo –reprobable y triste-, produce
también sus flores según las diversas manifestaciones literarias, filosóficas y místicas,
pero sólo flores de muerte que brotan de la soberbia.
Ahora bien, Sor Consolata es humilde: “pequeñísima”; y la humildad es verdad,
es decir luminosamente refulgente en el espíritu y armoniosamente encargada en la
vida: por la humildad, que es la sumisión ontológica a Dios, Creador, y Dador de la
existencia se llega a la subordinación psicológica, que hace converger todas las
facultades hacia Él con reverencia temerosa y ambas establecen en la voluntad la debida
sumisión a Él y a sus representantes en la tierra.
Con la humildad el corazón se abre a la gracia y cuando la ola saludable irrumpe
en el alma es toda una primavera en flor que canta la alegría de la vida divina. Por eso
en aquel cielo luminoso sin nube alguna del amor reprobable de uno mismo, brilla el sol
de la eterna verdad: Jesús.
Y Jesús dice en el Evangelio. (Jn 14, 21).
“Quien ha recibido mis mandamientos, y los observa, ése es el que me ama”. “Y
el que me ama, será amado de mi Padre y Yo lo amaré, y Yo mismo me manifestaré a
él”.
Ya había dicho el autor sagrado en el Libro de la Sabiduría (Sb 1, 1-2)
“Buscadle con corazón sincero, porque los que no le tientan con sus
desconfianzas, le hallan, y se manifiesta a aquéllos que en Él confían”.
“Él” es Dios, pero Jesús es la Sabiduría increada, el Verbo Eterno del Padre, que
encarnado y hecho hombre, quiere revelar los secretos del Padre al hombre humilde que
a Él se acerca con fe.
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La promesa de Jesucristo: “Yo mismo me manifestaré a él”, es realidad en la
Iglesia Católica, donde sus gracias de luz y su vida de amor abren a las almas nuevos e
ilimitados horizontes divinos: Él se manifiesta suscitando el amor a Él y, cuando el alma
es poseída por Él, la realidad de la promesa hecha produce sus admirables efectos, de lo
que tenemos los más precisos testimonios en las vidas de los Santos.
La oración que, según San Gregorio Niceno, es conversación con Dios y
contemplación de las realidades invisibles, no es ya un monólogo, que interesa más o
menos al que ora, sino un coloquio espiritual, un verdadero diálogo. Santo Tomás de
Aquino nos hace notar la relación íntima de los dos actos diciéndonos: “La
conversación del hombre con Dios tiene lugar mediante la contemplación”: en las
cimas supremas del espíritu besadas por el divino sol, se realiza, sin peligro de ilusión,
la promesa de Jesús.
Todo esto puede verificarse normalmente a impulsos de la linfa vital divina que
tiende a producir su efecto en la caridad perfecta, con el ejercicio cada vez más
acentuado por los dones del Espíritu Santo: es el apretado conjunto de la
“pequeñísima”; son los falanges innumerables de las almas cristianas fervorosas, que,
fieles a Cristo, en cualquier coyuntura de la vida, llevan en sí el esplendor del heroísmo
cristiano, de la santidad católica.
Pero cuando la sociedad de los creyentes presenta alguna exigencia espiritual
propia, entonces se notan los dones carismáticos de las gracias gratis datae que se
conceden a algunas almas privilegiadas, no en razón de su santificación que pertenece a
la gracia habitual, sino en vista de la necesidad social de la Iglesia en su determinado
momento histórico.
La contemplación, entonces, no es el rayo de luz que deja sentir lo que es
necesario para la salvación eterna personal, sino la iluminación que permite ver y decir
lo que es necesario para la salvación de las almas: es un don carismático que eleva a
ciertas almas a la participación del “espíritu de profecía”.
El profeta es portavoz de Dios, un altavoz por el camino por donde pasa cansada y
oprimida la caravana humana en viaje hacia la muerte: el alegre mensaje de amor
anuncia la vida que no conoce ocaso, de parte de Dios que, bueno por esencia, está lleno
de amor a los hombres. Ya lo dijo San Pablo al decadente mundo pagano. (Tit 3, 3-7):
“También nosotros éramos en otro tiempo insensatos, incrédulos, extraviados,
esclavos de infinitas pasiones y deleites, llevando una vida de malignidad y de envidia,
aborrecibles y aborreciéndonos los unos a los otros. Pero después que Dios Nstro.
Señor manifestó su benignidad y amor para con los hombres, nos salvó, no a causa de
las obras de justicia que hubiésemos hecho, sino por su misericordia, haciéndonos
renacer por el bautismo y renovándonos por el Espíritu santo, que copiosamente
derramó sobre nosotros, por Jesucristo nuestro Salvador; para que justificados por su
gracia, vengamos a ser herederos de la vida eterna conforme a la esperanza que de ella
tenemos”.
4. El camino de la confianza.
Este es el festivo Mensaje de amor en la primavera divina de la vida cristiana que
hubiera debido resonar siempre en el corazón para inspirarnos armonías siempre nuevas
de pensamiento y de acción: “Dios ama a los hombres”.
Pero la historia nos da a conocer los hechos que determinaron un oscurecimiento
de los espíritus; muchos son los nombres de estos hechos, pero siempre son los mismos:
el error y los vicios. En la historia europea se ha repetido lo que San Pablo deploraba en
el mundo antiguo. (Rom 1, 21).
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“...Habiendo conocido a Dios no le glorificaron como Dios, ni le dieron las
gracias; sino que divagaron en su pensamiento, y quedó su insensato corazón lleno de
tinieblas”.
Y cuando en el corazón hay oscuridad la vida en la que ya no se filtra la luz de lo
alto, se desenvuelve por los suelos y triunfan los instintos irracionales del animal:
“Extranjeros en lo tocante a las alianzas”, los hombres no tienen esperanzas y viven sin
Dios en el mundo”. (Ef 2, 12).
El valor de este Mensaje de Amor transmitido al mundo por Sor Consolata tiene,
atendida la perfección de su normal desarrollo, su propia actualidad, precisamente por
este sentido de esperanza que lo hace tan confortable como bálsamo salutífero en las
heridas de los corazones dolientes que, partidos de dolor, se debaten en las convulsiones
de la desesperación.
Me parece que, bajo este aspecto, semejante Mensaje tiene un valor universal;
aunque parece dirigirse a almas selectas y privilegiadas, en realidad la doctrina que
encierra se dirige a todos porque, tocando los manantiales mismos de la vida cristiana,
en sus virtudes de fe, esperanza, amor, indica el camino más seguro y eficaz de la
restauración humana.
Bajo otro aspecto, tiene este Mensaje de Amor, un gran valor al hacer volver a las
almas cristianas a la línea clásica de la huida de cuanto degrada y entorpece el espíritu,
sin abandonar nada de lo real y eficazmente le perfecciona.
La exposición orgánicamente armoniosa da al Mensaje una suave claridad y un
atractivo fascinador que vuelve su lectura edificante, es decir, constructiva. La síntesis
espiritual de Sor Consolata es viva y operativa.
Ciertamente, no podemos prevenir el juicio de la Iglesia y, por eso, a ella nos
remitimos en cuanto a la valoración definitiva tanto del Mensaje como de cuanto
humildemente decimos y modestamente proponemos. Y en este sentido, no nos
propasamos a juzgar de su valor.
Como resultado de los estudios hechos de las experiencias de las almas, y de lo
que personalmente nos ha sido dado experimentar, la doctrina de la vida de la cual brota
este Mensaje, viene a ser fuente inagotable de verdadera perfección y causa inexhausta
y fecunda de nuestra restauración.
Y del Mensaje de Sor Consolata puede repetirse lo que la liturgia medieval,
inspirándose en la visión de Ezequiel (42, 1-2), canta del mensaje de Santo Domingo:
“Questa é quella piccola sorgente
che cresce in grandíssimo fiume
e fecondatore mirabile al mondo
elargisce bevanda eccellente”.
“Esta es la fuentecilla
que se transforma en grandísimo río,
fecunda admirablemente el mundo
y proporciona excelente bebida.”
Al corazón del hombre sediento de felicidad, Jesucristo dirige también estas
palabras vibrantes de amor de su invitación (Jn 7, 37-38).
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“Si alguno tiene sed venga a Mí, y beba. Del seno de aquel que crea en Mí
manarán, como dice la Escritura, ríos de agua viva”.
Esta versión antiquísima de las divinas palabras confortó a los mártires de la
primitiva Iglesia y sigue siendo para nosotros eficaz invitación a acercar nuestro
corazón a su Corazón para beber de Él su amor vivificante.
P. CESLAO PERA, O. P.
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DATOS BIOGRÁFICOS
DEL PADRE LORENZO SALES
El Padre Lorenzo Sales nació en Sommariva Bosco CN (Italia) el 13 de abril de
1889 en una numerosa familia piamontesa en la que recibió una educación humana,
sólida y cristiana. Atraído entonces por la imagen de la Virgen Consolata, sintió el
deseo de ser misionero. En 1907, en Turín, se inició en las Misiones en el Instituto de la
Consolata, hacía poco tiempo de fundado, para formar y consolidar su propia vocación.
Tendrá como guía al mismo Fundador del Instituto, el Beato José Allamano. El 23 de
diciembre de 1911 con gran alegría y la satisfacción de la joven comunidad, Sales fue
consagrado sacerdote por el Cardenal A. Richelmy. El venerado fundador agradeciendo
al Señor por este don, dijo del P. Lorenzo: “¡Es para mí queridísimo!”
En 1914 el Padre Sales parte para la misión en Kenya, pero en 1920 fue llamado
nuevamente a Turín para asumir la dirección y la redacción de la revista oficial del
Instituto: La Consolata.
Su celo apostólico y sus dotes oratorias lo comprometen en la animación
misionera de su Instituto en toda Italia y como animador de las Obras Pontificias
Misioneras. Además representa al Instituto en el Consejo de la Unión Misionera del
Clero en Roma. Son muchos los misioneros que deben su vocación a un encuentro,
sugerencia o conferencia de P. Sales. En 1922 es el Secretario del Primer Capítulo
General del Instituto y elegido Secretario General de la Congregación. Después de la
muerte del Fundador, le encargaron escribir la biografía de éste y después, ordenar sus
enseñanzas. Para las nuevas citas abandona al gran público, pero sostiene cursos de
predicación en los monasterios y en las casas religiosas.
En el desarrollo de este Ministerio se encuentra a la Monja Capuchina, Sor
Consolata Betrone.
En 1948 el P. Sales se retira de las Hermanas Misioneras de la Consolata a S.
Mauro Turinese donde se pasará casi los últimos 24 años en un tipo de vida casi
ermitaño, consagrado más al ministerio de las confesiones. Aquí muere el 25 de febrero
de 1972 en concepto de santidad. Era misionero de fuego, ardiente de amor de Dios,
capaz de contagiar a los demás de los mismos ímpetus en el espíritu de oración y en la
observancia religiosa: era extraordinario en lo ordinario.
9
SÍNTESIS DE LA VIDA DE
SOR CONSOLATA
(Pierina Betrone)
Este opúsculo contiene la parte central y diríamos substancial de la obra sobre la
vida y escritos de Sor Consolata, monja capuchina.
Sor Mª. Consolata, que se llamó en el siglo Pierina Betrone, nació el 6 de abril de
1903 en Saluzzo CN (Italia). El año siguiente, la familia se trasladó a Turín. A los trece
años, en 1916, precisamente el día de la Inmaculada Concepción, en la acción de gracias
de sagrada comunión, oyó por primera vez la voz del interior que le preguntaba:
¿Quieres ser toda mía? Sin comprender el alcance de esta pregunta, contestó ella:
“¡Jesús sí!” Ser toda de Jesús era para ella hacerse monja. Tuvo mucho que luchar por
la vocación y sometida por algún tiempo a una dolorosa prueba de espíritu, al fin, el 17
de abril de 1929, fiesta del patrocinio de San José, pudo realizar su ardiente aspiración,
franqueando el umbral del monasterio de las capuchinas de Turín.
El 22 de julio de 1939, teniendo que dividirse la comunidad por su excesivo
número de religiosas, Sor Consolata pasó a Moncalieri al nuevo Monasterio “Sagrado
Corazón”: el 18 de julio de 1946, a los 43 años de edad, coronaba con su santa muerte
su breve, pero intensa jornada terrena.
Sus restos descansan en el Monasterio de Moncalieri. Favorecida por Dios con
grandes dones, pasó, sin embargo, desconocida en su pequeña comunidad. Mas, a pesar
de estos divinos dones, tuvo que hacer no pequeños esfuerzos para llegar a la cumbre de
la santidad. Todo paso que daba en el camino de la perfección le costó su violencia,
siempre en lucha tesonera hasta el último instante de su vida, contra los defectos que no
le faltaron, como no le faltaron tentaciones, a veces violentísimas, contra todas las
virtudes. Su característica fue la generosidad, la tenacidad, el ardor en el combate. En la
entrega de sí misma a Dios y al prójimo no conoció medida ni reserva.
A semejanza de Santa Teresita, de quien es gloriosa conquista, Sor Consolata
recibió de Dios una particular misión y vocación.
Su misión (para cuya realización, siguiendo el llamado divino, se ofreció víctima)
tiene por objeto favorecer a aquellos a quienes ella gustaba llamar sus hermanos y
hermanas: las almas sacerdotales y religiosas que han prevaricado. Muy consoladoras
son las promesas de Jesús a este respecto.
Su vocación particular fue la del amor, integrar, por decirlo así, la doctrina de
Santa Teresita sobre el caminito de amor, dándole una forma concreta, práctica,
accesible a todas las almas que se sienten llamadas. Tal doctrina de amor puede
encerrarse en los tres siguientes puntos que forman el substratum de la enseñanza de
Jesús a Sor Consolata:
1. Un acto incesante de amor (con el corazón).
2. Un “sí” a todos: con la sonrisa, viendo y tratando a Jesús en todos.
3. Un “sí” a todo (a todas las divinas exigencias) con el agradecimiento.
Estos tres puntos los encontramos frecuentemente comprendidos en esta fórmula:
No perder un acto de amor, un acto de caridad, un sacrificio de una comunión
a otra.
Se trata pues de un verdadero programa de vida espiritual, en el que están
compendiados los deberes del alma para con Dios, para con el prójimo y para consigo
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misma. Observando, no obstante (siempre según las divinas enseñanzas), que la
fidelidad al “sí” a todos y al “sí” a todo queda facilitada con la fidelidad al incesante
acto de amor, que por eso constituye la razón de ser de la nueva manifestación
misericordiosa del Corazón de Jesús.
En este opúsculo trataremos exclusivamente del incesante acto de amor.
¿Cuál es nuestra parte en este trabajo? La de simple compilador: coordinar la
materia según un nexo lógico, correspondiente al fin prefijado.
Poquísimo es lo que de nuestra cosecha hemos añadido, lo puramente necesario
para relacionar los diversos puntos con alguna breve reflexión o dilucidación donde nos
parecieron necesarias o de utilidad al lector.
El estilo, por otra parte, es llano y popular. No sabríamos mejorarlo, pudiéndolo,
no lo hubiéramos hecho para no impedir los designios del Señor en la divulgación de
esta doctrina. Creemos que Jesús a escogido para semejante empresa el instrumento
menos apto, de modo que se evidencie que quien lo ha hecho, y lo hace todo, es Él; y
para que la doctrina del hombre, de suyo abstrusa, no supere la suya, siempre tan
sencilla y clara, todas y cada una de cuyas palabras son luz, verdad y vida.
El opúsculo o bien la doctrina en él contenida ¿es para todas las almas? A nuestro
juicio es preciso distinguir entre lo que es la vida del amor en general, de lo que es la
práctica de la vida de amor según un método determinado. En el primer caso, estas
páginas son indudablemente para todos, siendo para todos el gran mandamiento del
amor de Dios; las divinas lecciones aquí contenidas no son en substancia otra cosa que
un insistente llamamiento a la observancia de este mandato: del que forma parte no solo
el amor, sino la perfección del amor.
En cambio, por lo que mira a la práctica de la vida de amor, según el método
enseñado por Jesús a Sor Consolata, la cosa cambia. Aquí las divinas lecciones (si bien,
bajo algunos aspectos, utilísima a todos), se dirigen evidentemente a un número más
bien reducido de almas: a las que –religiosa o no-, pero favorecidas con una particular
vocación de amor, desean vivirla en toda su perfección.
De todas maneras, una cosa es cierta: que nada hay aquí que pueda producir
interferencia alguna en el espíritu propio de cada congregación religiosa, sea de vida
contemplativa o de vida activa; antes al contrario podrá ayudar a mantenerlo en vigor o
a hacerlo reflorecer, llevando a las almas al perfecto ejercicio del amor de Dios, de la
mutua caridad y de la mortificación cristiana: que son los tres requisitos esenciales de la
vida y perfección religiosas. Todo ello prescindiendo de las promesas divinas que lleva
consigo.
Quiere Jesús la renovación espiritual del mundo, pero la quiere a través de una
vida sobrenatural más vigorosa en las almas y en primer lugar a las almas a Él
consagradas. Será la levadura divina que hará fermentar toda la masa.
Confiamos este pobre trabajo al Corazón Santísimo de Jesús, por medio del
Corazón Inmaculado de María, rogándole que se digne bendecirlo, para el advenimiento
de su reino de amor en el mundo.
P. LORENZO SALES, M. C.
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EL CORAZÓN DE JESÚS
AL MUNDO
12
Capítulo I
En la secuela de Santa Teresita
1. Sor Consolata y la “Historia de un alma”
El camino de infancia espiritual no es una novedad en cuanto a la doctrina, no
inventada por los hombres. Es doctrina de Evangelio.
Santa Teresita tuvo el mérito de haber comprendido con cierta intuición este punto
particular de las enseñanzas del divino Maestro y de haberlo aplicado al complejo de la
vida espiritual, enseñando al mundo su práctica con el ejemplo.
De esta vida espiritual, de su valor para la santificación de las almas, y para el
apostolado, de su adaptación a las necesidades espirituales de nuestros tiempos, se ha
dicho y escrito ya con tanta doctrina y autoridad, que toda digresión por parte nuestra
sería, demás de superflua, temeraria. Pero harto más que las palabras valen los hechos
para probarla. ¿Cómo poder decir el número de almas ganadas a Dios por la santa
carmelita? ¿O que se han santificado siguiendo su caminito de amor?
Una de estas es Sor Consolata:
La Historia de un Alma fue lectura que conquistó a Pierina, cuando siendo
jovencita, estaba toda deseosa de darse a Dios, pero incierta aún sobre el camino que
iba a recorrer.
En efecto, en sus apuntes autobiográficos escribe: “Un lunes del verano de 1924,
una amiga, Gina Richetto, me suplica que le guarde un libro, que más tarde pasaría a
recogerlo. Lo abro... es la “Historia de un Almas”. Después de cenar, subo al entresuelo
que da al despacho, y allí a la luz del farol del camino comienzo y sigo leyendo la vida
de Santa Teresita. Al recorrer aquellas páginas, me embarga una conmoción nueva.
Comprendo que soy precisamente esa alma débil que el Señor ha encontrado: “Si por un
imposible el Señor encontrase un alma más débil que la mía, etc... “Pero lo que me atrae
irresistiblemente es la invitación a las almas pequeñas, es el vivir de amor, es aquel
Jesús, a quien querría amar tanto, amarle como nadie jamás le ha amado”. “Experimenté
entonces en mi alma algo suavemente fuerte. Ocultando en las manos mi rostro, escucho
la divina llamada, que se deja sentir en el corazón, urgente y apremiante”...
Era la voz de la gracia que mientras estimulaba a Pierina a superar todo obstáculo
en lo concerniente a la vocación religiosa, mostraba en su alma el camino que debía
recorrer: el caminito del amor. Que no se trata aquí de una mera impresión pasajera,
sino de una profunda acción de la gracia, lo verá ella más tarde explícitamente
confirmado por el mismo Jesús que le dirá (27 de noviembre de 1935): Escribió Santa
Teresita:
“¿Por qué no me has dado, oh Jesús, referir a todas las almas pequeñas tu
condescendencia inefable? Siento que si, por un imposible, encontrases una más débil
que la mía, te complacerías en colmarla de favores aún mayores, con tal que ella se
abandonase confiadamente a tu infinita misericordia”.
Pues he encontrado esta alma debilísima que se ha abandonado con plena
confianza a mi infinita misericordia: eres tú, Consolata, y por ti obraré maravillas que
superarán tus inmensos deseos.
Sor Consolata es, pues, gloria de Santa Teresita, conquistada por ella para el
caminito de amor; elegida por Dios para confirmar la doctrina y revestirla de una forma
concreta, en ayuda de las almas que no son llamadas al acto del puro amor
contemplativo.
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2. “Un mismo espíritu”
Ciertamente, Sor Consolata tuvo dones extraordinarios, como visiones y
locuciones divinas; pero aparte del hecho de que en la vida de Sta. Teresita no falta lo
extraordinario obsérvese que se trata de dones gratuitos que el alma no puede rehusar,
así como no debe buscarlos, limitándose a no aficionarse a ellos más allá de lo
conveniente, dándoles el justo valor en orden a la propia santificación. Así lo hizo Sor
Consolata: así que se vio favorecida con ellos, se sintió profundamente indignada y
humillada; cuando de ellos fue privada, no se alteró, ni mucho menos retrocedió una
pulgada en la heroica fidelidad a la gracia.
Encontramos, en cambio, en su vida todos los caracteres de la infancia espiritual,
comenzando con el primero y más esencial: la vida de amor. Citemos sus escritos:
“Me he preguntado” esta mañana: (2 de agosto de 1935) por qué, oh Jesús, te das
a las almas pequeñas con tanta ternura y las rodeas de todos los cuidados y provees a
todas sus más insignificantes detalles... ¿Por qué? Y se hizo luz en mi alma. En el santo
Evangelio, después de las palabras divinas: Dejad que los niños vengan a Mí y no se lo
estorbéis, porque de ellos es el Reino de Dios, hay una palabra que me revela tu
maternal corazón: Y abrazándoles e imponiéndoles sus manos les bendijo (Mc 10, 1416). No sólo los bendijiste, sino que dando libre curso a los anhelos de tu Corazón
divino los abrazaste.
Entonces, vi como en un cuadro, la gran familia humana: los hijos mayores que
trabajan y ganan y constituyen, si son más honrados, el orgullo de sus padres; y los más
pequeños que en realidad nada hacen, pero aman, y en el corazón materno ocupan un
lugar de predilección. Porque dime, oh Jesús, ¿Cuándo goza más una madre? ¿Cuándo
su hijo le honra con el feliz resultado de sus estudios, o lo que fuere, o cuando, pequeño,
le pertenece totalmente y puede fajarle y desfajarle, apretarle a su placer contra su
corazón, prodigarle toda clase de ternuras?... ¡Ah, no cabe expresar el gozo que
experimenta una madre junto a la cuna de su hijo, como nadie podrá jamás asegurar
quién goza más; si el niño en recibir tantas caricias o la madre en prodigárselas. Para el
pequeñín son los vestidos más hermosos, las cosas más delicadas, y si, acaso imposible,
aquel niño siguiese siempre pequeño, la madre continuaría prodigándole cuidados y
ternuras sin cansarse jamás, todo lo que durara su vida.
Llevando este razonamiento al campo del espíritu, me parece una perfecta imagen
de lo que Jesús hace con las almas pequeñas. Éstas son suyas, exclusivamente suyas y
Él, con maternal ternura, les prepara los más hermosos vestidos de las virtudes. Y
siendo como los niños, indiferentes, puede a su placer vestirlas de virtudes o
desvestirlas, apretarlas a su corazón o dejarlas a un lado. Ellas son igualmente felices,
siempre que puedan amarle, siempre que puedan vivir bajo su divina sonrisa, siempre
que puedan ofrecerle algo para ayudarle a salvar almas. El mayor gozo que se puede
gustar en la tierra es poseer a Dios, pero a Dios solo; se goza, entonces, en un paraíso
anticipado. Y las almas pequeñas lo gozan”.
Que por almas pequeñas deba entenderse no sólo las almas inocentes, -como fue
Santa Teresita- sino también las que con el amor quieren reparar y recuperar el tiempo
perdido, nos lo va a hacer saber Sor Consolata, poniéndose a sí misma en el número de
éstas:
“¡Cuán bueno es Jesús! ¿Con qué ternura tan maternal lleva en sus divinos brazos
a los que deseen conservarse pequeños en su presencia! ¡Cómo se vuelve a ellos para
satisfacer todos sus deseos, para realizar todas sus voluntades, aunque estas almas, ricas
sólo en deseos, hayan tenido la suma desventura de ofender al Señor, como Consolata!
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¡Ah sólo Jesús sabe olvidarlo todo y se goza en que sobreabunde la gracia donde antes
abundó la culpa!
Así fue en efecto para Sor Consolata y así será para todas las almas, inocentes o
pecadoras, que quieran seguirle por el mismo camino de amor. En confirmación de este
su entusiasmo por la santa infancia espiritual, referiremos algunas anécdotas de la vida
íntima capuchina donde aletea el espíritu del seráfico Padre y se siente la fragancia de
sus Florecillas.
“Cierto día vino a la celda por sandalias una postulante. Le hice observar que, no
acostumbrada a llevarlas los primeros días le lastimarían los pies. –No, Hermana,
nosotros en casa somos pobres, pobres obreros y no siempre podían los sibrets
(zapatillas), en invierno llevaba siempre los zóccoli (zuecos)-. Estas palabras me las dijo
con tal expresión de convincente humildad, que me conmovió. ¡Si hubiese sido rica
hubiera puesto en sus pies todos los sibrets posibles! ¡Y cuando más tarde vi, como es
costumbre entre nosotras por la novena de San Francisco, pedir en la puerta del coro
limosna de oraciones para obtener la gracia de sacar frutos de los santos ejercicios, a su
tono humilde, suplicante y confiado no pude menos de inclinarme ante ella y decirle: Sí,
pediré al Señor para que la haga una gran santa! Aquel día comprendí por qué el
Corazón de Jesús se inclina con tanta misericordiosa condescendencia hacia los
pequeños, los humildes: porque nuestra debilidad le conquista; no puede Él resistirse a
tanta miseria nuestra y siendo rico, da todos los sibrets posibles”.
“Una tarde me detuve unos instantes en la huerta me senté en un banco. Los
pollitos, tomándome por su buena proveedora, me rodearon al momento, ocupando al
asalto mi regazo y alineándose después todos en el borde del respaldo del banco.
Pensando en mi Padre San Francisco, les dejé hicieran lo que quisieran, después sentí la
necesidad de prestarles mi corazón para que también ellos pudiesen amar como yo tanto
deseo. A uno de ellos, que había quedado en mi regazo, intenté acariciarle, pero se
intimidó y su corazoncito comenzó a latir muy fuerte. Quise calmarle, para lo cual lo
estreché contra mí teniéndole junto a mi corazón hasta que se tranquilizó. A él le gustó,
se quedó ahí muy quieto, pero yo le dejé ir a juntarse con sus compañeros y volví al
coro a adorar a Jesús. No pensaba ya en ese hecho insignificante, cuando vino a
ilustrármelo la divina gracia: si Consolata tuvo compasión de aquel pobre pollito, sólo
porque lo encontró espantado y sintió la necesidad de estrecharle contra su corazón para
tranquilizarle, ¡Cuánto más el Corazón de Jesús, que es corazón humano sentía
compasión de mi pobre alma y experimentaba la necesidad de estrecharle contra su
Divino Corazón! Y como por la mañana había cometido una falta contra la caridad,
considerándome por consiguiente indigna de ello, otro pensamiento confortó mi
espíritu. ¿Qué mérito tenía aquel pollito a quien estreché en mi corazón y le acaricié?
Ninguno. Sencillamente la compasión me impulsó a hacerlo. Esa misma compasión
impulsaba a Jesús hacia mi pobre alma. ¡Jesús soy tu pollito! Y me parece natural subir
hasta su corazón y continuar amándole”.
“Aquí entre las capuchinas, Jesús esta verdaderamente a nuestra disposición y se
vive junto a su tabernáculo con una familiaridad indescriptible. Jesús tiene que gozarse
en ello, porque cuando en las oraciones y devociones particulares nos acercamos a Él,
Él nos abraza, nos hace sentir su divina presencia, de un modo muy especial, íntimo y
afectuoso... No sé, parecíame un poco farisaico ponerme a orar junto al tabernáculo,
cuando hubiera imitado al pobre publicano del Evangelio; pero una suave imagen de
Jesús acariciando a los niños, me quitó todo temor; por donde vine a comprender que no
sólo el alma tienen necesidad de orar junto a Jesús vivo, sino que también Jesús, su
Divino Corazón, goza acercándonos a Sí, sin etiquetas ni cumplidos, como los niños de
la imagen que iban a porfía a colocarse lo más cerca posible de Él”.
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3. “Las divinas preferencias”
No pocas veces Jesús mismo intervenía para confirmarla en estos sentimientos y
propósitos de infancia espiritual. Ya en las visiones intelectuales con que era favorecida,
siempre que Jesús le estrechaba con su Divino Corazón, ella se veía o mejor veía su
alma en la figura de una niña de pocos años. Venían luego las divinas enseñanzas, sobre
las cuales vamos a ceder a ella la palabra:
En los primeros años que estuve en las Capuchinas, el amor de Jesús lo hacía yo
consistir en trabajar mucho; pero Jesús ya desde los comienzos de los santos ejercicios
para la primera profesión, me dijo: “Te afanas en muchas cosas; una sola cosa es
necesaria: ¡Amarme!”.
“En Pentecostés de 1931, durante la meditación en el coro, me exigió Jesús un
juramento. Lo copio: “¡Oh Jesús te juré y creo firmemente, que el camino a seguir es
para mí el camino del amor!”. “A él me abandono por completo, de él me fío, y,
anulando todos los propósitos pasados, desde hoy hasta el último instante, confiando en
Ti, te prometo vivir de amor, en un incesante acto de amor, haciéndolo todo con amor,
no buscando otra cosa sino el amor!”.
“Estaba señalado el camino por recorrer y me veía en plena luz. Comprendía que
Jesús lo quería hacer Él todo en mi alma, y una vez que se me obligó a aceptar un
método durante los santos ejercicios y Consolata quiso dar oídos a la criatura, el
Creador lo deshizo todo, metiéndome en trabajos urgentes; de manera que, lecturas y
reflexiones tuve que dejarlas para la noche, después de los Maitines. Y lo que entendí
fue que tenía más necesidad de amar que de pensar”.
“Y cuantas veces quise ceder a las invitaciones de penitencias extraordinarias,
fuera de regla, se eclipsaba la luz y me encontraba entre tinieblas y angustias. Tuve, en
efecto, en aquellos tiempos deseos ardentísimos de penitencia, se me concedió libertad
absoluta y me aproveché de ella. Por fortuna tenía en mí a Jesús que sabía imponerse, de
otra manera mi salud se hubiera arruinado. Lo que a todas prefería era la disciplina de
sangre, que practicaba con cadenillas llenas de puntas en el desván. De esa manera
satisfacía a la obediencia y al deseo de lavar con mi propia sangre las culpas pasadas; y
Jesús quiso que saciara este deseo y me dejaba hacer y me ayudaba para que no fuese
descubierta. Pero pronto vino Él a convencerme, primero con hechos y después con la
obediencia, de que no era ésta su voluntad, que las almas las salvaría con una vida más
sencilla, y que por este camino me haría santa”.
Había que llevar a Dios un alma: un alma que, hacía más de sesenta años que no
había tenido el alivio de una absolución ni la alegría de una comunión. Pedía a Jesús me
dijera todo lo que quería de mí para conquistar aquella. A lo que me respondió:
Dormirás una semana sobre tablas, te disciplinarás todos los días, llevarás todas las
semanas dos cadenillas y te daré esta alma. La Madre pasó por ello y se convino: Si
Jesús convertía esta alma, Consolata continuaría por el camino de las penitencias
extraordinarias, de otra manera no: en la conversión de esta alma conocería la Madre el
querer divino respecto a mí. Llegó el día fijado, pero aquella alma lejos de convertirse,
declaró “que no temía al infierno”. Aquella misma mañana llevé a la Madre todos los
instrumentos de penitencia que tenía, para no volverlos a tomar más. Derramé alguna
lágrima, porque Jesús me había... engañado; en cambio, Jesús había permitido aquella
humillación para establecerme definitivamente en el camino del amor.
Al acercarse las Navidades (1934) me sobrevino de nuevo un gran deseo de
prepararme con alguna penitencia extraordinaria, al menos con la cadenilla, y Jesús me
dijo: “La cadenilla para venir en mi busca será no perder un acto de amor”.
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“Otra vez quise imponerme una novena de mortificaciones en la comida, para
obtener gracias y bendiciones sobre los ejercicios espirituales dirigidos por un piadoso
sacerdote y la consecuencia fue: veinte días de prohibición del ayuno de regla. No me
hubiera sucedido tal cosa si Jesús, con ello, no me hubiese querido darme a entender
que para Consolata no quería, ni cadenillas, ni disciplinas, ni más penitencias que las de
la regla; nada de esto sino sólo el deber. La regla, el amor. ¡Oh sí, un incesante acto de
amor! Sólo esto, ninguna otra cosa más que esto, porque el amor es todo y en la práctica
de este amor, se practican todas las virtudes”.
En mayo de 1935 comenzó su santo ministerio entre nosotras el nuevo confesor
ordinario y en una de las primeras confesiones me dijo: “Todas las semanas vencer un
defecto, así serán buenas sus confesiones, no perderá el tiempo y alegrará el Corazón de
Jesús”. Recibí el consejo con alegría e hice acopio de todos mis esfuerzos para vencer
un defecto cada semana: pero preocupada únicamente de llegar a la semana siguiente
sin haber dicho una palabra inútil o admitido un pensamiento inútil, etc., no pensaba ya
en amar, y la Santísima Virgen María me dijo un día: Te pierdes en tantas minucias y
no das a Jesús lo único que te pide. La última noche en vano desearás poder vivir para
hacer todavía un acto de amor, será ya tarde. Lo comprendí y me di de nuevo a amar.
“Una tarde en la meditación, me sentí invadida por una –diría- violenta
conmoción, mientras una voz que quería ser la divina, me predecía dolores, dolores y
dolores: Ha llegado tu hora, ¿Qué has hecho hasta ahora por las almas? Nada... me
abandoné al divino querer y recobré la paz. Rechacé aquella voz pensando en lo que
Jesús me había dicho y no tardé en descubrir el engaño del enemigo, que intentaba
apartarme de mi sencillo camino de amor”.
“Ahora soy completamente feliz, me siento en el camino recto, el que Jesús
quiere. ¡No me queda sino vivirlo en esta vida, hasta morir de amor!... Sí, oh Jesús, sé lo
que de mí quieres, es el amor, ninguna otra cosa sino el amor. Seguir otro camino es
engañarme a mí misma, es perder el tiempo”.
“4....y las divinas complacencias”
Jesús mismo se dignaba manifestarle de vez en cuando su agrado por este
mantenerse en el espíritu y estado de infancia espiritual. Es innegable que Sor Consolata
tuvo de Dios grandes dones y gracias extraordinarias. ¿Por qué? Jesús mismo le daba la
respuesta, y tan manifiesta que disipa la desconfianza que algunos pudieran concebir
acerca de esta alma, como si por el hecho de haber tenido sus defectos, se la debiera
juzgar inmerecedora de los divinos dones. Procede la razón de este criterio de la idea
equivocada que tenemos de las gracias gratis datae o carismas, como las llama San
Pablo. Le decía pues Jesús (15 de diciembre de 1935):
“Mira Consolata, las criaturas suelen medir la virtud de un alma por las gracias
que Yo les concedo y se engañan: porque soy libre de obrar como me parece”.
Por ejemplo: ¿Es tu virtud la que merece las grandes gracias que te concedo?
Pobre Consolata, tú no tienes virtud, no tienes méritos, nada tienes. Tendrías tus
pecados, pero éstos ya no existen, porque los he olvidado para siempre.
“Entonces ¿por qué a ti, precisamente a ti, tantas gracias? Porque soy libre de
favorecer a quien quiero. ¡LOS PEQUEÑOS SON MI DEBILIDAD! ¡eso es todo!... Y
nadie puede tacharme de injusticia, porque el Soberano es muy libre de favorecer
regiamente a quien quiere”.
El 19 de marzo de 1935, Jesús hacía a Sor Consolata una gran revelación sobre la
santidad de San José, estupefacta y conmovida la humilde hija se dirigió a Él,
diciéndole: “¿Por qué, Jesús, me dices cosas a mí que nada puedo hacer, y las ocultas a
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los grandes personajes que harían tanto?”. Y Jesús contestó: “¡A los pequeños se lo digo
todo!”.
Complacíase entonces Jesús en predecir a Sor Consolata muchas cosas referentes
a su futuro apostolado, después de la muerte. Confusa por tal divina dignación,
lamentóse un día dulcemente, pareciéndole que le decía demasiadas cosas. Jesús le
contestó (12 de diciembre de 1935):
“¿Te digo demasiadas cosas sobre tu porvenir?... ¿Te digo todo?... Tienes razón,
pero ¡Qué quieres cuando el corazón rebosa!...
Y tú eres tan pequeña que te contentas con escribir (porque quiero que lo escribas
todo) y por eso puedo decírtelo todo.
¿No has notado cómo alguna vez una madre, acariciando al último hijo,
llenándole de mimos, le dice cosas que no las diría a otro de sus hijos mayores?... Qué
quieres, su corazón de madre tiene necesidad de expansionarse, de decir a aquel
pequeño ser, que aún no comprende, sino sólo le sonríe, todos los proyectos que sobre
de él acaricia. Todo se lo dice, todo, como lo hago yo contigo.
Pero observa que cuando aquel niño comience a hablar y se le pregunte: ¿Quién
te ha hecho ese hermoso vestidito? Él lleno de alegría, contestará: ¡Mi madre! Y se
gozará de tener ese vestidito hermoso y de que se lo ponderen.
¿Ves la diferencia que hay entre las almas grandes y las pequeñas? Éstas gozan
de las virtudes con las que se sienten hermoseadas, porque “Dios es el que se las ha
dado”, aquellas las ocultan de miedo a que la soberbia se las arrebate, porque han
trabajado en conseguirlas.
¿Lo has entendido, Consolata?... ¡A las almas pequeñas Yo les digo todo; no me
hurtan nada, todo lo dirigen a mi alabanza, honor y gloria!
No era la primera vez que Jesús se servía de la comparación del niño del vestidito
para indicar que las almas pequeñas se abandonan confiadamente a la acción de la
gracia aún en lo que mira a su santificación, contentándose con secundarla en todo y por
todo con suma docilidad. En efecto, el 18 de octubre de 1935 le decía: “Consolata, me
gozo en ti porque puedo hacer todo lo que quiero y porque lo hago Yo todo. Dime, ¿tú
sabes con qué cuidado y amor una madre hace el vestidito a su hijo, poniendo en ello
todo su corazón? Si el niño no la dejase hacer... porque el vestidito quiere hacerlo él,
contristaría a su madre”.
Las confesiones semanales de Sor Consolata, después que tuvo padre espiritual,
eran brevísimas. Jesús no le permitía expansionarse con el confesor sobre lo
extraordinario de su espíritu. Y le daba una razón, que debiera ser muy tenida en cuenta
por los que, como norma, se oponen a toda nueva manifestación misericordiosa del
Corazón de Jesús. Le decía (5 de diciembre de 1935):
“¿Sabes por qué no te permito expansiones con el confesor ordinario? Mira, Yo a
todos doy libertad, no violento las voluntades, pero la desconfianza en Mí me hiere.
No, no obligo a creer mis manifestaciones de misericordia a fuerza de milagros.
Aún en mi vida mortal –lo lees en el Santo Evangelio-, la condición para obtener mis
gracias era siempre ésta: ¿Puedes creer? ¡Todo es posible en quien cree! (Cfr. Mc 9,
22).
He aquí por qué lo que digo a las almas pequeñas, de fe sencilla e íntegra, no lo
revelo a las almas grandes.
No, no es culpa de ellos, por la voluntad la dejo libre, pero se privan de muchas
luces... ¿Me entiendes?”
Sí, Sor Consolata comprendía este divino lenguaje, y lo comprenderán todas las
almas de fe “sencilla e íntegra”.
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Respecto de estas locuciones divinas convendrá tener muy presente, la siguiente
declaración de Jesús a Sor Consolata (9 de noviembre de 1935): “Si te hago escribir es
para que mis palabras reporten muchos frutos. A veces te parecerán un poco pueriles
mis razonamientos, pero es debido a que eres muy pequeña y adapto a ti mis palabras;
pero recuerda que cualquier palabra mía es espíritu y vida”.
No es de extrañar este modo de obrar de Jesús con las almas pequeñas. “Dios,
observa San Francisco de Sales, es inocente con los inocentes, bueno con los buenos,
cordial con los cordiales, tierno con los tiernos, y a veces se ve llevado del amor a usar
con las almas que, amorosamente puras, se hacen niños pequeñitos en su presencia, de
los dulces detalles de un santo cariño”.
Pero aún cuando Jesús acomoda el lenguaje a la pequeñez de la criatura, sus
palabras son siempre con toda verdad “espíritu y vida” por los preciosos conceptos de
vida espiritual que contienen. Después de una jornada de extenuante fatiga, Sor
Consolata pedía perdón a Jesús por haber sido negligente, poniendo así obstáculos al
acto de amor continuado y Jesús la animaba con estas palabras: “¿Ves?, lo que para las
almas grandes sería culpa, no lo es para las almas pequeñas y tú eres muy pequeña. Yo
le reparo debidamente”; “he amado por ti y por consiguiente toda jornada te la cuento
como un continuo acto de amor”.
Otra vez, en contestación a sus plegarias por el padre espiritual ocupado en un
curso de predicación, le decía (16 de octubre 1935): Sí, esa predicación dará frutos
abundantes de vida eterna. ¡Qué quieres! A los pequeños todo les concedo. Tú nada me
niegas a mí, y yo nada te niego a ti.
Y a propósito del estado de víctima, al que había sido llamada, le aseguraba (13
de noviembre de 1935): “Recuerda siempre que jamás te faltará mi fortaleza. Si te
comunico mis virtudes, ésta de modo particular (te comunico), porque eres la misma
debilidad”.
Luego lo que atraía sobre Sor Consolata las miradas complacientes del Altísimo y
le merecía los divinos favores era el espíritu de infancia espiritual; era su sentirse y
hacerse, no sólo pequeña, sino pequeñísima en la presencia de Dios; era este íntimo
reconocimiento de la propia debilidad que la llevaba a esperarlo todo de Jesús que en
ella obraba y luchaba; era el poseer y vivir plenamente del espíritu de infancia
espiritual.
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Capítulo II
La vida de amor y las virtudes cristianas
1. Creer al Amor.
La vida de infancia espiritual consiste en la vida de amor y el primer requisito,
para practicar con convicción y fruto la vida de amor, es creer al Amor.
Esto ante todo, quiere decir creer que Dios es amor: Deus charitas est (1 Jn 4, 16)
“Tú no puedes vivir sin amor. Decía Nstro. Señor a Santa Catalina de Génova: porque
el amor soy Yo, tu Dios”. Y San Bernardo comentando el Cantar de los Cantares, dice:
“Este divino esposo no sólo es amante, sino el mismo amor”.
La fe en esta verdad fundamental es necesaria para que el alma pueda discernir en
el amor la causa primera y eficiente de todas las obras de Dios.
La sobreabundancia de su Amor es la que ha hecho a Dios Creador; su amor es lo
que inspiró la Encarnación y la Redención; su amor es el que nos dio la Eucaristía y
demás sacramentos; su amor es el que dispuso el purgatorio para las almas a quienes las
pruebas de la vida no han purificado lo bastante; su amor fue el que preparó la mansión
de la paz a las almas de buena voluntad; su amor ultrajado y desconocido fue el que
creó el infierno.
Tuvo razón San Francisco de Sales al escribir: “En la Iglesia de Jesucristo todo
pertenece al amor, todo está fundado sobre el Amor, todo es Amor.”
Más aún: es necesario descender de las grandes obras de Dios a cada uno de los
acontecimientos de que está tejida la vida del mundo y de los individuos, para discernir
en ellos, juntamente con el toque de artista de la mano de Dios, la huella de su amor.
No puede Él realizar sino obras de amor: sus pensamientos, sus actos, todas sus
divinas voluntades son amor, los mismos castigos son amor. Escribe Sor Consolata:
“...La tarde del 24 de agosto de 1934, me encontraba en la celda junto a la
ventana. Me había dado un libro en que leí los castigos con que amenazaba el Señor.
Entonces tuve un estallido... como de Consolata: -¡Jesús! ¿Cómo quieres que nos
lavemos en nuestra sangre que es inmunda? ¡Lávanos con tu sangre! “Consolata mira
al cielo”...Lo miré y en el azul maravilloso descubrí una estrella, la primera de la noche.
Y mientras la contemplaba, Jesús gritó muy fuerte a mi corazón “¡Confianza!”...
Mientras tanto la encantadora bóveda del cielo se había revestido de estrellas y me vi
envuelta en una misteriosa fascinación. Me senté sobre el alféizar de la ventana y quedé
absorta, en muda contemplación. Me parecía que el cielo no estaba ya irritado, sino que
la paz del Reino de Dios se extendía por el pobre mundo.”
Sí, la paz al mundo, pero en el Reino de Dios Jesús es el Salvador del mundo,
puede y quiere salvarlo.
“Consolata, tengo necesidad de víctimas; el mundo se pierde y yo lo quiero
salvar.
Consolata, un día el demonio juró perderte y Yo salvarte, ¿quién ha vencido?...
Ha jurado perder también al mundo y Yo juro salvarlo, y lo salvaré con el triunfo de mi
Misericordia y de mi Amor.
Sí, salvaré al mundo con el amor misericordioso, anótalo.”
Téngase en cuenta: no es que Jesús excluya los castigos, que pueden ser
necesarios, precisamente para la salvación del mundo y de las almas. Durante el
conflicto italo-etiópico rogando Sor Consolata por los Capellanes militares, para obtener
que se mantuviesen todos a la altura de su misión, Jesús le contestó (27 de agosto 1935):
“Mira, la mayor parte de estos muchachos (los soldados), hubieran sido unos viciosos
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en sus casas. En cambio en la guerra, lejos de las ocasiones, con la asistencia del
Capellán, morirán y serán eternamente felices.”
Lo mismo le repetía en cuanto a las crisis económicas, que abrumaban al mundo
antes de la reciente guerra (15 de noviembre de 1935): “La miseria actual que reina en
el mundo, no es obra de mi justicia, sino de mi misericordia.”
¡Cuántos pecados menos por falta de dinero! ¡Cuántas más oraciones se elevan
al Cielo en las estrecheces financieras!
“No creas que no me conmueven los dolores de la tierra; pero amo las almas, las
quiero salvar y, para lograrlo, me veo forzado a usar de rigor. Pero créelo, es para
hacer misericordia.”
“En la abundancia las almas me olvidan y se pierden, en la miseria tornan a Mí y
se salvan. ¡Así es, sábelo!”
Durante la tremenda conflagración mundial, y precisamente el 8 de diciembre de
1940, entre Jesús y Sor Consolata que gemía y suplicaba por la paz, tuvo lugar el
siguiente diálogo:
-“Mira, Consolata, si hoy concediese la paz, el mundo volvería al fango, no sería
suficiente la prueba soportada.”
-¡Pero Jesús, toda esta juventud que va al matadero!
-“Oh, ¿no es mejor dos, tres años de acerbos, intensos, inauditos sufrimientos y
después una eternidad de gozos, que una vida entera de disoluciones y después la
eterna condenación? ... Escoge.”
-¡Pero, Jesús, no todos son malos!
-“Ciertamente los buenos aumentarán sus méritos. No, no hay que echar la culpa
a los jefes de las naciones que no son sino simples instrumentos en mis manos. Hoy
para poder salvar al mundo, eso es necesario. ¡Oh, cuántos jóvenes darán eternamente
gracias a Dios porque perecieron en esta guerra, que les ha salvado para siempre! ¿Lo
comprendes?”
Lo que Jesús decía respecto a la guerra, lo repetía respecto del hambre, triste
patrimonio de la guerra misma (24 de abril 1942): “Salvo a los soldados en guerra y al
mundo con la miseria y el hambre. Pero ¡cuántas almas se desesperan! Pide tú no sólo
por las almas que sufren en el mundo, sino también por las que se desesperan, para que
sea Yo su alivio y esperanza.”
Y pocos días después, volviendo sobre el mismo tema –y siempre en contestación
a las plegarias de Sor Consolata por la paz-, le decía (29 de abril 1942): “La miseria y el
hambre llevan a las almas a la desesperación... ¡Oh, Consolata, ayúdame a salvarlas!”
Quiero salvar a la pobre humanidad que corre al fango como el sediento al agua
fresca, y para salvarla no hay otro camino que la miseria y el hambre. Pero la
humanidad se desespera...
¡Oh, Consolata, ayúdame a salvarle, pide por ella como pides por los soldados!
¡A los soldados los salvo en guerra! ¡Así quiero salvar a la pobre humanidad!
Pide, pide por ella, para que mitigue su dolor y salve las almas.
Si permito tanto dolor en el mundo, es por este único fin: salvar las almas para la
eternidad. El mundo se perdía, corría a la ruina...
En particular, para mitigar la gran angustia de Sor Consolata por la destrucción de
tantas casas en su querida Turín, a consecuencia de las violentas incursiones aéreas,
Jesús le sugería el mismo pensamiento de fe (diciembre 1942): “Consolata, las casas se
reedifican; las almas que se pierden, no. Oh, ¿no es mejor salvar almas y que las casas
se arruinen, que perder aquéllas eternamente y salvar éstas?”
Y como en las desventuras públicas, lo mismo en las familiares o individuales.
Siempre, aún en los casos más intensamente dolorosos, ante los cuales la razón humana
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se pregunta llena de confusión: -pero ¿por qué?-, le pregunta del cielo es la misma:
Amor, Bondad, Misericordia de Dios. Un día, a las lágrimas de Sor Consolata, por la
muerte inesperada de una amiga suya de infancia, una tal Celeste Canda, que dejaba
cuatro hijos huérfanos, el mayor de cuales apenas tenía nueve años, Jesús contestaba:
“Celeste Canda goza ya de mi dulce y eterna visión y desde el Paraíso vela con mayor
ternura por las almas de sus cuatro hijos, más que si siguiera en el mundo.” ¡Qué
suave alivio, cuánta luz del cielo arroja estas sencillas palabras sobre todos los lutos
familiares!
En suma, creer al Amor, quiere decir que Jesús nos ama, que quiere salvarnos y
que todo lo que obra o permite, lo mismo en el mundo universo como en el pequeño
mundo del alma, es siempre para nuestro bien. Pero son pocas las almas, aún las
piadosas, que tienen esta fe viva y práctica en el Amor. La tienen quizás, pero débil y
fácilmente vacila bajo los golpes del escalpelo del divino Artífice, dirigidos a
perfeccionar la obra de sus manos.
¡Y cuántas almas se sienten inclinadas a ver a Dios, más que el Padre bueno, el
Dueño severo! Para ellas es esta dulce lamentación de Jesús a Sor Consolata (22 de
noviembre 1935): “¡No me consideréis un Dios de rigor, puesto que no soy sino un
Dios de Amor!” Para ellas es la respuesta que daba Jesús a Sor Consolata, que le
preguntaba cómo deseaba ser llamado (26 de septiembre 1936): “Amor inmenso,
bondad infinita.” Para ellas también el consejo de Jesús a Sor Consolata, indecisa por
no saber qué poner en una carta, si el Corazón sacratísimo de Jesús o el Corazón bueno
de Jesús (22 de julio 1936): “Pon el Corazón bueno de Jesús; pues, que Yo sea santo,
todos lo saben, pero bueno, no todos.”
El alma por lo tanto que quiere vivir de amor, debe fundarse bien en esta verdad y
aplicarla a mil casos de la vida cotidiana: no detenerse en las criaturas o en los
acontecimientos, sino ver en todo a Dios y su amor; y siempre, en las cosas prósperas
como en las adversas, en la quietud lo mismo que en el oleaje de la tempestad, recoger
las propias energías para hacer llegar al cielo el grito de su fe inconcusa: “¡Sagrado
Corazón de Jesús, creo en tu amor para conmigo!” ¿Qué es lo que se aseguraba el
Apóstol del amor?: Hemos conocido y creído en el Amor que Dios nos tiene (1 Jn 4,
16).
2. “Esperar en el Amor”
La fe en el Amor de Jesús a nosotros y nuestro amor a Él, levantan el espíritu a
una más perfecta esperanza. “El amor todo lo espera” (1 Cor 13, 7). Y de esperanza,
como de amor jamás se puede decir basta. Es para todos, para inocentes y pecadores,
pero más para éstos; porque si la misericordia de Jesús es para toda alma, lo es en
particular para las más necesitadas de misericordia.
Vino del cielo, precisamente, por loe pecados: “No he venido a llamar a los justos
sino a los pecadores” (Mt 9, 13); a ellos se dirigen las emocionantes solicitudes del buen
pastor: “Yo soy el buen Pastor... (Jn 10, 14)” “¿Quién de vosotros, teniendo cien ovejas
y habiendo perdido una, no deja las otras noventa y nueve en el desierto y va a buscar a
la descarriada, hasta encontrarla?” (Lc 15, 4) Para ellos las apremiantes y delicadísimas
atenciones del Padre del hijo pródigo: “Presto, traed el vestido más precioso, y
ponédselo; ponedle un anillo en el dedo, y calzadle las sandalias; matad el ternero más
cebado y comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío... estaba muerto y
ha resucitado, habíase perdido y ha sido hallado” (Lc 15, 22-24). No, no bajó del cielo
para hacer caer al alma vacilante, sino para realzarla; no para humillar, aplastar y perder
a quien cayó, sino para rehabilitarle en su gracia y en su amor: A fin de que se
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cumpliese lo que estaba dicho por boca del profeta Isaías: “He aquí mi siervo, mi
escogido, en quien se complace mi alma; no quebrará la caña cascada ni apagará el
pabilo que aún humea... en Él esperarán las naciones (Mt 12, 17-21; Is 42 1ss). Y no
hará descender de lo alto el fuego vengador, invocado por los apóstoles, para consumir a
los que yerran: no sabéis qué espíritu tenéis. El Hijo del hombre no ha venido a perder a
los hombres sino a salvarles (Lc 9, 55-56); antes, hará que arda el fuego de su amor
misericordioso: “he venido a poner fuego en la tierra ¿y qué he de querer sino que
arda?” (Lc 12, 49). Gustoso divide el pan con los pecadores sentado en la misma mesa:
“Estando Jesús a la mesa en casa de Mateo, vinieron muchos publicanos, y pecadores
que se pusieron a la mesa a comer con Él” (Mt 9, 9-10); y con qué energía toma su
defensa frente a los mal pensados: “No son los que están sanos, sino los enfermos los
que necesitan del médico. Id a aprender lo que significa: Más quiero la misericordia que
el sacrificio” (Mt 9, 12-13; Oseas 6, 6). Y cuando al pequeño corazón del hombre le
parece mucho perdonar siete veces al hermano: “Señor, si mi hermano peca contra mí
¿cuántas veces le perdonaré? ¿hasta siete veces?” (Mt 18, 21); el Corazón de Jesús,
después de haber mandado perdonar setenta veces siete: “no te digo siete veces, sino
setenta veces siete” (Mt 18, 22), sigue perdonando y perdona siempre. Y jamás una
reprensión, jamás echar en cara la culpa: “Mujer ¿dónde están los que te acusaban?... si
nadie te ha condenado yo tampoco te condenaré. Anda y no peques más” (Jn 8, 10-11);
jamás negar al pecador arrepentido sus divinos dones: Pedro, que le niega, tendrá la
llave del reino de los cielos. Pablo, que le persigue será el apóstol de las gentes; la gran
pecadora del Evangelio, recogida del fango del camino, será santa. Tan cierto es que:
“Más fiesta hay en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve
justos que no tienen necesidad de penitencia.” (Lc 15, 7)
La misión de Sor Consolata es precisamente la de narrar al mundo la misericordia
infinita del Corazón de Jesús: narrarla en primer lugar a los Hermanos y Hermanas por
ella espiritualmente adoptados, después a todas las almas. Y puede ella narrarla con las
palabras y con los hechos: con todo lo que Jesús obró en ella, hasta hacer de su alma
una de las más bellas obras maestras de la gracia.
Le cedemos pues la palabra a ella, cuyo corazón, modelado sobre el de Jesús,
sintió siempre una viva compasión por los pobres pecadores, un deseo ardentísimo de
llevarlos a todos al Corazón de Dios.
... “Cuando Jesús, desahogando su corazón, se lamenta de algún alma, si en lugar
de dar crédito a sus lamentos, le disuade diciéndole: -No, Jesús, no es así-... y excuso y
compadezco, siento en mí que Jesús se serena y contenta, y termino pidiendo por
aquella alma. El Corazón de Jesús es corazón de madre. Si una madre, quebrantada por
los dolores que le ocasiona un hijo ingrato, llega a confiárselos a una persona amiga; si
esa amiga para confortarla, la hace cambiar de opinión, presentándole al hijo bajo
distinto aspecto, oh ¡cuánto goza aquella madre, al creer que su hijo es bueno? Tiene
necesidad de pensarlo, de creerlo así. ¡El corazón materno, es un débil reflejo del
Corazón divino! Pero una madre no podrá transformar al ingrato hijo; en cambio Jesús,
si se lo pedimos, convertirá al alma infiel que traspasa su corazón.”
Así escribía ella el 5 de diciembre de 1935. Dos días después, como para darle a
demostrar que tales sentimientos venían de Él y eran conformes a la bondad de su
Corazón Divino, Jesús confirmaba todo esto de viva voz, palabra por palabra. Será una
repetición, pero, ahora son palabras divinas: “Una verdadera madre por feo que sea su
hijo, no lo considera tal; para ella es siempre hermoso y así lo verá siempre su
corazón.
Así, exactamente así, es mi Corazón con las almas: por feas que sean, por
enfangadas y sucias que estén, mi amor siempre las juzga hermosas.
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Y sufro cuando se me dan nuevas pruebas de su fealdad y en cambio gozo,
penetrado de mis sentimientos maternales, cuando se me disuade de su fealdad, se me
dice que no es cierto, que son hermosas todavía.
Sé que es un piadoso engaño; sin embargo, qué quieres, tengo necesidad de
creerlo así. ¡Las almas son mías, por ellas he dado toda mi sangre!
Comprendes ahora cuánto hiere mi corazón materno todo lo que es juicio severo,
vituperio, condenación, aún basado en la verdad; y cuánto me alivia en cambio todo lo
que significa compasión, indulgencia, misericordia.
Tú jamás juzgues a nadie; no profieras nunca una palabra severa contra ninguno,
sino consuela mi corazón, aparta mis tristezas, hazme ver, con los recursos de la
caridad, sólo el lado bueno de un alma culpable; y yo te creeré y después escucharé tu
oración en su favor y la despacharé favorablemente. ¡Si supieses cuánto sufro al hacer
justicia!
Sírvete de piadosos engaños; en este caso mi corazón tiene necesidad de creer
que no es cierto que mis criaturas son tan ingratas y si tú tratas de disuadirme,
diciéndome que no es cierto que tal o cual alma es tan mala, infiel, ingrata, Yo, al
momento te lo creo.
¡Qué quieres, mi corazón tiene necesidad de confortarse de esa manera, tiene
necesidad de hacer siempre misericordia, jamás justicia!”
Semejante divino lenguaje podrá parecer nuevo y acaso dar motivo de asombro,
pero sólo en quien lo considera superficialmente. No es, en efecto, que a los ojos de
Jesús pueda parece hermosa el alma pecadora, en cuanto tal, pero siempre le parece
hermosa atendido el infinito amor con que la creó, la redimió y la quiere salvar. De
igual manera, no es que Jesús quiera o pueda ser engañado por el alma pecadora, pero se
goza de ser piadosamente engañado por las almas justas que se interponen entre Él y los
pecadores: para excusarlos y como para ocultarlos dentro del mismo amor reparador;
imitando en estoe el ejemplo que Él mismo nos dio en la cruz interponiéndose entre el
Divino Padre y la humanidad culpable: “Padre, perdónales porque no saben lo que
hacen” (Lc 23, 34). En otras palabras: el Dios que en el Evangelio proclamó la
bienaventuranza de los misericordiosos ¿no ha revelado acaso con esto mismo su
bienaventuranza infinitamente mayor que puede siempre ejercitar su misericordia? Por
otra parte, ésta no puede ejercitarse sino donde hay miseria y ¿qué miseria más
espantosa que la del pecado?
Bondad y misericordia: he aquí las efusiones del Corazón de Jesús sobre todos los
hombres, pero en particular sobre los pecadores, como que son esos más necesitados de
ella. No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos (Mc 2, 17), así como
el Evangelio, lo confirma a Sor Consolata: “Consolata, jamás olvides que soy y gusto
de ser exclusivamente bueno y misericordioso con mis criaturas. La justicia que ejercito
con los pobres pecadores, en vida, es colmarles de beneficios.”
Otras parecidas manifestaciones misericordiosas del Corazón de Jesús
encontraremos en este libro, que es toda una lección de amor para los justos y una
invitación de amor para los pecadores. Pero no podemos dejar de traer aquí otra página
dictada por el Corazón de Jesús a Sor Consolata, que será de gran ayuda a los pecadores
para reavivar la esperanza y aún a las almas que sufren por el temor excesivo, a veces
oprimente, de no conseguir la eterna salvación. Esta falta de esperanza cristiana
perjudica a las almas a la vez que ofende al Corazón Divino en lo más íntimo, esto es,
en su amor misericordioso y en su voluntad salvífica. El 15 de diciembre de 1935, Jesús
hacía escribir a Sor Consolata para todas las almas:
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“Consolata, muchas veces almas buenas, almas piadosas, y a veces hasta almas
que me están consagradas hieren lo íntimo de mi Corazón con una frase de
desconfianza - ¡Quizás me salve! –
Abre el Evangelio y lee mis promesas; a mis ovejitas he prometido: Les daré la
vida eterna y jamás perecerán y nadie será capaz de arrebatármelas de mis manos. (jn
10, 28) ¿Lo entiendes Consolata? Nadie pueda arrebatarme un alma.
Pero sigue leyendo: mi Padre que me las ha dado, es más grande que todos y
nadie puede arrebatárselas a mi Padre (Jn 10, 29). ¿Lo has oído Consolata? Nadie
puede arrebatarme un alma... jamás perecerán... porque le doy la vida eterna ¿Para
quién he pronunciado estas palabras? Para las ovejas, para todas las almas.
¿A qué viene entonces el insulto: quizás me salve-, si en el Evangelio he
asegurado que nadie puede arrebatarme un alma y que a esta alma doy la vida eterna y
que por consiguiente no perecerá?
Créeme, Consolata, al infierno va el que quiere, esto es, el que verdaderamente
quiere ir; porque si nadie puede arrebatarme un alma de las manos, el alma valiéndose
de la libertad que se le concede, puede huir, puede traicionarme, renegar de Mí y
consiguientemente pasar a manos del demonio por su propia voluntad.
¡Oh, si en vez de herir mi Corazón con estas desconfianzas, pensaran un poco
más en el paraíso que les espera! Porque no los he creado para el infierno, sino para el
paraíso, no para ir a hacer compañía de los demonios, sino para gozar de mi amor
eternamente.
Mira, Consolata, al infierno va el que quiere... Piensa cuán necio es vuestro
temor de condenaros, después que para salvar vuestra alma he derramado mi sangre,
después de haberos colmado de gracias y más gracias durante una larga existencia...
en el último instante de la vida cuando me dispongo a recoger el fruto de la redención,
y esta alma está ya en situación de amarme eternamente; Yo, Yo que en el Santo
Evangelio he prometido darle la vida eterna y que nadie será capaz de arrebatármela
de mis manos, ¿me la dejaré robar del demonio, de mi peor enemigo? Pero, Consolata
¿se puede creer semejante monstruosidad?
Mira, la impenitencia final, la que tiene el alma que quiere ir al infierno de
propósito y que se obstina en rehusar mi misericordia, porque yo jamás niego el perdón
a nadie; a todos ofrezco y doy mi inmensa misericordia; porque por todos he
derramado mi sangre, por todos.
No, no es la multitud de los pecados lo que condena al alma porque Yo los
perdono si ella se arrepiente, sino la obstinación en no querer mi perdón, en querer
condenarse.
Dimas, en la cruz, concibe un sólo acto de confianza en Mí y aunque muchos son
sus pecados, pero en un instante es perdonado y el mismo día de su arrepentimiento,
entra en posesión de mi reino y es un santo. ¡Mira el triunfo de mi misericordia y de la
confianza depositada en Mí!
No, Consolata, mi Padre que me ha dado las almas, es más grande y poderoso
que todos los demonios y nadie puede arrebatarlas de las manos de mi Padre.
Oh, Consolata, confía, confía siempre; cree ciegamente que cumpliré todas las
grandes promesas que te he hecho, porque soy bueno, inmensamente bueno y
misericordioso y no quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva.”
Sor Consolata corresponde perfectamente a las invitaciones divinas. Lo cual no
quiere decir que no tuvo luchas sobre este punto, pero siempre salió victoriosa. Citemos
sus escritos (3 de noviembre 1935): “Una noche en los Maitines me impresionó mucho
aquel pasaje del Evangelio: Un hombre tenía plantada una higuera en su viña, etc.
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Llegada a la celda, copié el pasaje evangélico e hice comentario que me sirviera
para el día de retiro. Parecía la historia de mi alma: si no da fruto, la mandas a cortar...
Y el temor del juicio divino me asaltó terriblemente y me abrió un abismo entre Dios y
mi alma infiel. Lloré sin atreverme a mirar al cielo... todo parecía inexorablemente
perdido ¡Qué horas aquellas de desgarradora angustia!... ¿Qué podía yo ofrecer para
aplacar esta justicia? ¿Qué podía prometer, si cada uno de mis días llevaba la marca de
mi infidelidad?... Y mientras las amargas lágrimas se deslizaban copiosas hasta bañar la
almohada, recogí todas las fuerzas de mi alma y dije: -¡Jesús, en ti confío!- y he aquí
sobre el espantoso abismo veo extenderse un puente... La confianza en Jesús, por
encima de todas mis miserias, unía a esta pobre criatura con el sumo Creador... y volvió
la paz a mi alma. ¡La confianza en Dios! Sólo ella me da alas; el temor me hiela,
paralizando toda actividad posible.”
Volvió a experimentar lo mismo durante la Hora Santa en la noche del jueves al
primer viernes de julio de 1936:
“...tomé cuidadosamente la papeleta para aquel día; me acerqué al tabernáculo y
leí: Nuestro Señor te ha amado y se te ha dado sin reservas, y ¿tú aún querrías dividir tu
corazón? ¡fue una hora de Getsemaní! El amor divino, sus manifestaciones, me
humillan profundamente; camino como oprimida por los dones, por las ternuras del
Corazón de Jesús para conmigo. No, más no puede hacer un Dios por su criatura, Jesús
no puede amarme más. Y yo ¿cómo correspondo?... Mis infidelidades de silencio se me
pusieron delante en toda su monstruosidad; no, yo no amaba a Jesús sin reservas, no le
daba todo o así que se lo daba, se lo reclamaba. Dios mío, ¡cuánta ingratitud!... Este
peso me aplastaba como para aniquilarme y la justicia me reprendía. En aquella terrible
angustia pensé que no me quedaba sino arrojarme confiadamente en el Corazón de
Jesús, que es bueno, infinitamente bueno... ¿Esperaba Jesús esta mi determinación?...
¡Volvió la paz, y con la paz el amor!...”
Por otras pruebas no menos dolorosas tendrá que pasar, por haberse ofrecido a
sufrir el infierno en la tierra, a fin de salvar del infierno eterno a sus pobres “Hermanos”
pero supo mantenerse heroicamente fiel al juramento que un día le requirió el Padre
Divino, como para prepararla a los fuertes asaltos que le esperaba (8 de octubre de
1934): Honra a Dios con tu confianza; ¡júrame creer siempre, en cualquier situación
en que tu alma pueda encontrarse, que hay un paraíso abierto para ti!
Por lo demás, muchas veces le prometió Jesús formalmente, que iría derecho al
cielo sin pasar por el purgatorio. Por ejemplo, el 19 de septiembre de 1935: “¡No,
Consolata, no iremos al purgatorio, pasaremos de la celda al cielo!”. Ya antes,
respondiendo a sus temores, sobre este particular, por los pecados cometidos, le dijo el
Señor: Escucha, Consolata, si el buen ladrón, con las suyas hubiese tenido todas tus
culpas, dime ¿hubiera por ventura cambiado mi juicio? –Oh no, Jesús, lo mismo
hubieras dicho: ¡hoy estarás conmigo en el paraíso! -¡Pues bien, una noche te diré a ti
lo mismo!
3. “Confiar en el Amor”
La confianza es la flor de la esperanza cristiana. No sólo en cuanto que nos hace
tender con alegría de espíritu a la Patria celestial, sino además porque nos hace caminar
prontamente y sin paradas por el camino de la santidad. Amor y confianza son por lo
tanto las alas con que el alma se lanza a los más audaces vuelos y se remonta victoriosa
sobre todas las cimas. Si la confianza disminuye, también el amor languidece y el alma
se arrastra. En efecto, el mayor obstáculo a las operaciones divinas en el alma es,
justamente con la búsqueda de uno mismo, la desconfianza.
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Ordinariamente, si falta la confianza en Dios, es por la excesiva confianza en
nosotros mismos. Entonces el alma, experimentando la propia impotencia para el bien,
se aflige con exceso, dando lugar a la turbación; y debiera ocurrir todo lo contrario: si el
niño tiene derecho a ser sostenido por su madre ¿no es acaso por su innata debilidad? Lo
mismo acontece en el campo del espíritu. Nuestra extrema debilidad es la que nos da
derecho a contar con la fortaleza divina; nuestras innumerables miserias son las que nos
atraen las ternuras del Corazón de Jesús. Es éste un punto importante en la lucha por la
santidad: hacer de todas nuestras faltas, más o menos voluntarias, como un punto de
apoyo para levantar más en alto la confianza. Un amor que desconfía, no es amor, sino
temor; y toda angustia causada por la desconfianza no honra, sino hiere al Corazón de
Dios.
Por eso la frase: Honra a Dios con tu confianza, la encontramos repetida tantas
veces por el Divino Padre o por Jesús a Sor Consolata. Un día (17 de septiembre de
1935) Sor Consolata hablaba confidencialmente con Jesús: “Jesús, el que hables a mi
propia alma y te dignes enseñarla, debiera causar gran gozo a mi corazón, y en cambio
me veo obligada a permanecer como indiferente porque mi miseria es muy grande y
nada puede atraer sobre mí Tu divina mirada. Al darme cuenta de ello, nace en mí, a
veces, la duda ¿no seré acaso una gran ilusa?... Jesús, perdóname; sí, creo que tú eres la
bondad infinita”. A lo que Jesús contestó: Mira, Consolata, tus miserias tienen un límite,
pero mi amor no tiene límites.
Algunos días después (19 de septiembre de 1935): “Jesús que Tú ames los lirios
cándidos e inmaculados, lo creo; pero que me ames a mí... no puedo comprenderlo. A lo
que dijo Jesús: Si piensas que no he venido por los justos, sino por los pecadores, lo
comprenderás al momento, Consolata” (Cfr. Mt 9, 13).
“Una tarde -escribe ella- me encontraba desolada y exclamé delante del santo
tabernáculo: Oh Jesús, soy siempre la misma, prometo y luego... También yo soy
siempre el mismo, no cambio jamás. Pero me lo dijo en un tono, que mi debilidad se
trocó en alegría: si Él no se afligía ¿por qué afligirme yo?”
DE aquí que Jesús no le permitiese nunca replegarse en sus propias faltas (2 de
noviembre de 1935): Cuando te acaezca cometer una falta cualquiera no te
entristezcas, ven, deposítala al momento en mi corazón y refuerza el propósito de la
virtud opuesta, pero con toda calma. Así toda tu falta será un paso adelante.
Con gran calma... que el enemigo es astuto y procede con táctica: si logra inocular
en el alma el veneno de la desconfianza, se da por satisfecho; lo demás vendrá de por sí.
Vendrá, en primer lugar, la turbación, tan perniciosa al alma, como se lo decía Jesús a
Sor Consolata (2 de agosto de 1936): Si el alma se mantiene tranquila, entonces es
dueña de sí misma; pero si uno se turba, entonces son fáciles las caídas.
Habiendo ella notado que Jesús en su alma lo permitía todo menos la turbación, le
preguntó un día el motivo y Jesús bueno le dio a entender: que el alma en paz es como
un fresco manantial de agua pura y cristalina, a la que Él puede acercarse y saciar su
sed siempre que quiera; pero si entra en ella la turbación, esa alma, es decir, esa agua
está como agitada por un palo que revuelve su fango y Jesús no puede ya saciar su sed.
Y no sólo Jesús no puede ya aplacar su sed, sino que el demonio, que
precisamente hace su pesca en aguas turbias, encuentra en aquel estado de ánimo el
elemento adaptado a sus operaciones maléficas. Por eso Jesús la precavía y fortalecía
diciéndole (24 de septiembre de 1936): No des entrada a la turbación jamás, jamás,
jamás porque si te turbas, se alegraría el demonio y la victoria sería suya.
Este triple “jamás” tenía, por fin confirmarla en la obediencia que el padre
espiritual había impuesto a Sor Consolata, la cual, en sus grandes deseos de perfección,
se inclinaba algún tanto al escrúpulo. Jesús se lo recordaba explícitamente: Ten presente
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que la obediencia te impone no dar jamás, jamás, jamás entrada a la turbación; esto
para ti es lo más importante.
Jamás, pues, desconfiar para jamás turbarse. Casi siempre, en efecto, a la
turbación sigue el desaliento, y el que se desanima ya no lucha, y por lo tanto no avanza,
antes fácilmente retrocede. No se gana nada y se pierde mucho. Por lo menos se pierde
tiempo. “He llegado a comprender, escribe Sor Consolata, que es necio el alpinista, que
subiendo hacia la cumbre, por un pequeño resbalón se detiene desanimado, sin atreverse
ya a aspirar a la codiciada cima; y que, por el contrario, es avisado y prudente el que,
levantándose al momento, vuelve a tomar confiadamente su camino, sin la menor
turbación, firme en su propósito de no perder tiempo, dispuesto a reaccionar cuantas
veces se repitan los resbalones”. Por eso nunca será bastante meditada por las almas de
buena voluntad la siguiente lección de Jesús a Sor Consolata (7 de noviembre de 1935):
Dime, Consolata, ¿Cuál es más perfecta: un alma que se lamenta siempre con
Jesús de que es imperfecta, porque siempre comete faltas, infidelidades a los
propósitos, etc...; o bien un alma que sonríe siempre a Jesús, hace lo que puede para
amarle, sin cuidarse de las imperfecciones que no quiere, por no perder tiempo, y que
sólo se ocupa en continuar amando a Jesús? Dime ¿cuál de estas dos almas te parece
más perfecta?
A Mí me gusta más la segunda. Haz pues tú cuanto puedas por amarme y, cuando
te suceda haber sido infiel, dame un acto de amor más ardiente y vuelve a tu canto de
amor.
El decirme, el repetirme “Mira, Jesús, lo que he hecho, cuán infiel te he sido,
etc.”... son lamentos en los que se pierde tiempo. Por el contrario, un acto de amor más
ardiente, enriquece tu alma y alegra la mía. ¿Lo entiendes?... Las imperfecciones,
cuando no las quieres, no merecen ni una mirada.
Tender, pues, a la perfección amando a Jesús, esforzarse cuanto se pueda para
disminuir el número y la voluntariedad de las faltas, pero después no desanimarse
cuando se llega a cometerlas, confiando siempre en la bondad infinita del Corazón de
Jesús, que no por eso retirará al alma su amor, sus favores, ni su intimidad. Por eso dejó
a Sor Consolata, para todas las almas, el siguiente precioso recuerdo (15 de diciembre
de 1935):
Cree que nunca serás menos amada, aún cuando tu debilidad te llevase a ser
infiel a las promesas de silencio, etc. Mira, Consolata, mi Corazón más subyugado está
por vuestras miserias que por vuestras virtudes.
¿Quién salió del templo justificado? El Publicano. (Cfr. Lc 18, 10 y sig.). Es que
ante un alma humilde y contrita mi Corazón no sabe contenerse... ¡Así soy Yo!
Recuerda siempre: que te amo y te amaré hasta la locura en cualquier momento y
pese a tus debilidades que no quieres, pero que cometes.
Por lo tanto, jamás, jamás, jamás, la menor duda de que por una infidelidad tuyas
se debiliten mis promesas; jamás ¿estamos? De otro modo, herirías mi Corazón en lo
más íntimo, Consolata.
Ten presente que sólo Jesús sabe comprender vuestra debilidad, Él sólo conoce
toda la humana flaqueza.
Consolata, la culpa de dudar de que, por motivo de tus infidelidades, no cumpla
Yo mis promesas, tú jamás, jamás, jamás, la cometerás; ¿me lo prometes? ¡Tú no me
harás semejante ultraje, porque sufriría mucho!
No se crea que todo esto vaya exclusivamente dirigido a las almas de avanzada
perfección, cual era Sor Consolata, que hubiera preferido la muerte a cometer una
infidelidad a sabiendas. Repitámoslo: Jesús, a través de Sor Consolata, trata de hablar a
todas las almas: aún a las que en los comienzos de su renovación espiritual, sienten
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continuamente la aspereza de la lucha; así como a las que, después de haber avanzado
en el camino de la perfección, y cuando se creían ya invulnerables a un asalto más
violento e inesperado del enemigo, permitiéndolo Dios, tuvieron que experimentar de
nuevo la flaqueza humana. Entonces es el momento de echar mano a todas las fuerzas
del alma en un supremo acto de confianza en el Corazón de Jesús. Escuchen todas estas
almas las siguientes palabras llenas de aliento que Jesús dirigía a Sor Consolata, en la
misma ocasión de que hablamos arriba:
Mira, Consolata, el enemigo hará todo lo posible porque sacudas de ti la ciega
confianza que en Mí tienes puesta, y no olvides jamás que soy y me complazco en ser
exclusivamente bueno y misericordioso.
Comprende, Consolata, mi Corazón; comprende mi amor y no permitas jamás, ni
un solo instante, que el enemigo penetre en tu alma con un pensamiento de
desconfianza, ¡jamás! Créeme únicamente y siempre bueno, créeme únicamente y
siempre madre para contigo.
Imita a los niños que, al menor arañazo en un dedo, corren a la madre para que
se le vende. Haz tú siempre lo mismo: no olvides que yo borraré y repararé tus faltas,
imperfecciones e infidelidades, como la madre venda el dedo real o imaginariamente
enfermo.
Y si ese niño, en vez del dedo, se rompiese un brazo o la cabeza, dime, ¿eres
capaz de describir la ternura, la delicadeza, el afecto con que le curaría, le vendaría su
madre? Así haré Yo con tu alma si legase a caer, aunque lo disimulara ¿Lo entiendes,
Consolata?
Luego, jamás, jamás, jamás, la menor sombra de desconfianza. La desconfianza
me hiere en lo más íntimo del Corazón y me hace sufrir.
Pero le prometía, para su consuelo, que no la dejaría caer en faltas graves: No,
amada mía, ni la cabeza, ni el brazo dejo que se te rompan. Haz de saber que lo que a ti
te digo, un día servirá para otras almas; por eso te lo hago escribir.
Repitamos que la divina lección es para todas las almas, puesto que acá abajo
nadie puede pretender vivir sin faltas o imperfecciones: Si dijéramos que no tenemos
pecado, nosotros mismos nos engañaríamos, y no habría verdad en nosotros (1 Jn 1, 8)
También Sor Consolata –no nos cansemos de repetirlo- tuvo sus defectos, que, como el
lector lo ha podido ver, ella no nos oculta, ante parece complacerse en ponerlos a la
vista, insistiendo y hasta poniendo de relieve su fealdad. Eran siempre defectos
externos, como ímpetus repentinos, causados casi siempre por el celo en la observancia.
Ahora, preguntémonos: ¿Qué cantidad de culpa podían tener ante Dios estos actos
primi-primi en un alma de índole ardiente de carácter pronto y casi impetuoso, que muy
bien pudiera denominarse “rayo y tempestad”? ¿En un alma que, acaso el mismo día
había ya luchado hasta el heroísmo para reprimir, no una, sino diez, veinte veces, los
impulsos desordenados de la naturaleza? ¿Y que, después de tales ímpetus, al momento
se arrepentía, se humillaba gustosa delante de Dios y de las criaturas, con sincero
propósito de enmendarse?
Recuérdese además, que muchas veces, tales defectos exteriores son como un velo
de que Dios se sirve para ocultar a los ojos de los demás, sus dones y sus operaciones en
un alma.
Así ocurrió con Sor Consolata, a quien Jesús –respondiendo a su explícito deseo
de pasar desapercibida en la comunidad-, prometía: Sí, te anonadaré en el dolor y en la
humillación. ¿En qué humillación? En ésta, precisamente, de parecer defectuosas y
nótese, no sólo parece defectuosa a los ojos de los demás, lo cual tiene poca
importancia, si no parecerlo a sus propios ojos, en lo cual está la verdadera humillación.
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Cosas, todas estas, que se saben, pero que prácticamente se olvidan. Las
olvidamos respecto de nosotros mismos: inquietándonos, turbándonos y
desanimándonos, cuando nos acontece cometer alguna falta; las olvidamos sobre todo
respecto del prójimo, cuando nos sublevamos contra toda posible afirmación de
santidad de un alma, si vemos en ella una sombra de defecto.
Querríamos añadir que es más fácil encontrar semejantes defectos en almas
generosas, ardientes, volitivas, las cuales “queman las etapas” en la carrera de la
santidad, que no en las que miden los pasos y andan con excesivo miramiento por
miedo de tropezar. Los santos no fueron de los tímidos, ni siquiera de los meticulosos,
sino de los audaces obradores. No decimos presuntuosos, sino audaces. No se paraban
en minucias, iban a lo sólido: “Los que nunca combaten, dice San Juan Crisóstomo,
nunca son heridos; el que se lanza con ardor contra el enemigo, muchas veces es por él
alcanzado.” (Ad. Theodlaps, lib I, No. 1)
Esta digresión no nos parece inútil, siendo tan importante que las almas –y los
directores de almas-, no descuiden lo esencial por lo accesorio. Mientras tanto, he aquí
cómo Jesús, continuando su más maternal exhortación, animaba a Sor Consolata:
¿Querrías que te prometiese no dejarte caer jamás, sino ser siempre fiel, siempre
perfecta? No, Consolata, no quiero engañarte y por eso te digo que cometerás faltas,
infidelidades e imperfecciones, las cuales te servirán para avanzar, porque te obligarán
a practicar muchos actos de humildad.
Ciertamente, es fácil al alma mantenerse en la confianza, cuando goza de los
divinos atractivos, no pudiendo decirse lo mismo cuando camina entre tinieblas
espirituales. Por lo que Jesús, preparando a Sor Consolata a esta contingencia, la
prevenía así (27 de noviembre de 1935):
Sí, Consolata, hoy el cielo de tu alma es hermoso como el cielo de la naturaleza
¿Lo ves? Es rosado y azul. Pero dentro de poco, sobre ese hermoso cielo de amor y de
confianza se extenderán espesas tinieblas...
¡Ánimo, Consolata! Será en los días fructuosos de la prueba, cuando podrás
mostrar con hechos a Dios tu amor y tu confianza en Él ¡Oh, confía! ¡Confía siempre
en Jesús! ¡Si supieses cuánto gozo en ello!
Dame siempre esta alegría de fiarte de Mí, aún entre tinieblas de muerte; dame
siempre la alegría, en cualquier hora tenebrosa en que te encuentres, de un “Jesús, me
fío de Ti, creo en tu amor para conmigo y confío en Ti.”
Así, en efecto, hizo Sor Consolata, conservando inalterable su confianza,
llevándola siempre muy en alto. Desde el 14 de agosto de 1934, vigilia de la Asunción
de la B. V. María, iba poniendo en manos de la celestial Madre después de haberlo
escrito con su propia sangre, el siguiente voto de confianza: “Madre, en tus manos
pongo el voto que hago a Dios Nuestro Señor, de confiar en su bondad, en su
misericordia, siempre, en cualquier estado en que mi alma se encuentre, y de creer
siempre en lo que me ha prometido. Oh dulce Madre, con tu ayuda quiero esperar,
confiar, creer todo esto de la omnipotencia del buen Dios. ¡Dios mío, te amo y confío en
Ti!”
El “Dios mío, confío en Ti” o bien: “Jesús, en Ti confío” se desliza de continuo en
todos los escritos de Sor Consolata: son como el sello de todos sus propósitos, de todo
su volver a comenzar después de una infidelidad, de todo empuje hacia la perfección.
¿Tiene algo de extraño que el Corazón de Jesús se dejase conquistar por tan gran
confianza? Los dones divinos, las magníficas promesas por Él hechas a Sor Consolata,
todo es fruto y premio juntamente de este su confiado amor. Sor Consolata creyó, pero
creyó con una fe que no sólo transporta, o mejor pulveriza las montañas de los propios
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defectos, sino que pone la omnipotencia misma de Dios al servicio de la criatura. Jesús
así se lo confirmaba:
(6 de agosto de 1935): ¿Sabes qué es lo que me atrae a tu alma? La ciega
confianza que tienes en Mí.
(20 de octubre de 1935): La confianza ciega, infantil, sin límites, inmensa, que
tienes en Mí, me agrada tanto que por eso me inclino hacia ti con tanto amor y con
tanta ternura.
Por esta confianza obrará Él en ella maravillas sobre maravillas (8 de octubre de
1935): Haré en Consolata, cosas maravillosas porque tu confianza en Mí no tiene
escollos. Tú crees en Jesús, en su Corazón misericordioso, y ¡todo es posible al que
cree! (Cfr. Marc 9, 22).
Por esta confianza la llevará a la cima de la santidad (18 de noviembre de 1935):
Si te hubieras fiado de ti misma o apoyado exclusivamente en una criatura mía para
alcanzar la cumbre, hubieras dado pasos de caracol; pero te fías sólo de Jesús, te has
apoyado sólo en el Omnipotente y realizaré maravillas, haremos vuelos de gigante.
Por esta confianza derramará Él en su alma los tesoros de su Corazón Divino:
Consolata, tú no pones límite a tu confianza en Mí y Yo no pongo límites a las gracias
que derramo en ti.
Y precisamente por lo que respecta a la confianza, hará de Sor Consolata, no sólo
un apóstol en el mundo, sino el apóstol de los apóstoles. Esta promesa le hizo Jesús por
primera vez el 22 de octubre de 1935: ¡Consolata, te haré apóstol de los apóstoles! Más
tarde, el 10 de diciembre de 1935, se lo confirma y explicaba diciéndole: Aquel Dios
que se complació en elegir a una niña para hacer de ella un apóstol de apóstoles por la
confianza que se debe tener en Dios, sabrá infundir a esta niña tal y tanta generosidad,
que la hará superar las pruebas y conducirla vencedora a la cumbre deseada.
Y el 3 de noviembre de 1935, inspirándole seguridad para afrontar las pruebas que
le esperaban:
Consolata, nada temas. Nadie podrá ya detener tu vertiginosa carrera hacia el
fin, nadie; porque Yo estoy en ti y tú te fías única, ciega, y totalmente de tu Jesús. ¡Me
gozo en ello y verás qué sabré hacer de Consolata!
No temas de nada ni de nadie: tienes contigo a Dios, que piensa por ti, que te
protege como a las niñas de sus ojos. Te juro que corresponderás plenamente a los
designios que Jesús ha formado sobre ti. “Del seno del que cree en Mí manarán los ríos
de agua viva.” (Jn 7, 38).
¡Oh, confía, confía siempre en Jesús! ¡Si supieses cuánto me gozo en ello! ¡Dame
este consuelo de que te fíes de Mí aún entre las tinieblas de la muerte!
Jamás temas nada, confía en Jesús totalmente, solo y siempre; y aún cuando
descendieran sobre tu alma las tinieblas para envolverte en ellas, oh entonces repite
aún más intensamente: “Jesús, no te veo, no te siento, pero me fío de Ti!” Así en toda
clase de pruebas.
Tu confianza en Mí es grande Consolata; trata de que sea heroica en los días de
prueba.
Heroica fue. En los ejercicios espirituales del 1942, cuando estaba ya subiendo su
calvario estampaba en el diario esta página que merece ser reproducida enteramente:
“...Alma mía ¿hasta hoy puedes decir delante de Dios que has siempre combatido?
¿Que has llegado a la perfección requerida? ¿Que te has mantenido fiel a los propósitos
hechos?... Dios mío. ¡Qué confusión! ¡Qué vileza!... Pero, oh Jesús, no quiero ni
envilecerme ni desanimarme, quiero que desde este instante con tu ayuda, levantarme,
luchar, perseverar en la lucha para poder decir con San Pablo en el momento de la
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muerte: He combatido el buen combate, he concluido la carrera, he guardado la fe (2
Tim 4, 7).
“Sé que me espera una lucha continua, enfurecida, tenaz, cotidiana, desde la
mañana hasta la noche: la lucha de los pensamientos por conservar por Ti la mente, la
lengua, el corazón inmaculados. Sé que me espera un esfuerzo supremo de todas las
energías para darte un acto incesante de amor, para verte en todo, para ofrecer un “sí”
generoso a toda inspiración y exigencia divina; y sé que el odio satánico se aprovechará
de todas las coyunturas para impedirme, para detenerme en la amorosa ascensión hacia
Ti.”
“Por eso, va a entablarse la batalla de una manera decisiva contra mí misma, las
criaturas y el enemigo. Jesús no quiero entrar en el paraíso un minuto antes del señalado
por Ti mismo ni un minuto después por culpa mía. Si Tú estás en mí ¿quién estará
contra mí?” (Cfr. Rom 8, 31).
“Jesús quiero, desde este momento hasta la muerte, no dar entrada a un
pensamiento, a un desaliento, a una desconfianza. Jesús quiero comenzar el acto de
amor así que me despierte y continuarlo, a pesar de todas las baterías enemigas, hasta el
momento de dormirme por la noche. Jesús siempre con tu ayuda, quiero verte, hablarte,
servirte en todo. Jesús quiero responder “sí” a toda exigencia directa o indirecta, a todo
sacrificio, a todo acto de caridad, y hacerlo con todo amor y entre sonrisas. Jesús, quiero
vivir el momento presente, este momento, en un acto de amor, de total entrega a tu
divino querer, por Ti y por las almas. ¡Jesús, quiero con tu gracia permanecer en paz y
sonriente siempre, sea cual fuere el estado de mi alma!”
“¡Jesús, con tu ayuda, ya no se vuelve atrás! Y entonces, teniendo que avanzar
¿por qué arrastrarme? ¿Por qué hacer reír al enemigo con altos y paradas, con
desalientos y desconfianzas? ¡No, ya no más! Quiero, con tu ayuda, ir adelante, siempre
adelante; aún herida, ¡siempre adelante! Y cuando caiga a lo largo del camino, quiero –
confiando en Ti-, levantarme inmediatamente, aunque fuese por milésima vez y en el
último instante de la jornada, y volver enérgicamente a mi canto, como si nada hubiese
pasado. ¡Jesús bueno bendice y conserva esta tu voluntad en mí!”
¡Cuánta buena voluntad, cuánta generosidad y confianza en esta almita! Confianza
que ella en la íntima convicción de la propia nada, en la cotidiana experiencia de la
propia debilidad, apoyaba sobre esta divina realidad: el amor, la omnipotencia, la
fidelidad del Corazón de Jesús. En efecto, escribe:
“...Una mañana de un día de retiro (creo que en el verano de 1931), no habiendo
podido hacer la visita a Jesús sacramentado con las hermanas del noviciado, me
encaminé sola hasta la puertecita del Santo tabernáculo. Abro el libro del retiro y leo:
“¡Te creo omnipotente!” Esta frase me impresionó. Cierro el libro y recibo de lleno la
luz divina. ¡La omnipotencia divina! Y comprendí que a pesar de todas mis extremas
debilidades y miserias, Dios podía hacerme santa. Y con la luz sentí una nueva y fuerte
esperanza: la confianza en Dios. Si era omnipotente, si lo podía todo, podía también
realizar mis inmensos deseos. Y desde aquel momento creí que todo se llevaría a cabo.
Oh Jesús, si esta noche tu débil criatura con voluntad resuelta puede decirte: “¡Estoy
pronta a todo!”. ¿A quién lo debo, sino a la omnipotencia misericordiosa que ha obrado
el milagro de la transformación, que a mi innata debilidad ha sustituido tu fuerza
divina?”
Habla de deseos inmensos. Cuáles sean éstos y cuáles las estupendas promesas
divinas, puede verse en el tomo de la Vida. Aquí diremos, que a nuestro juicio, dio con
el vértice de la confianza manteniendo siempre solidísima en el corazón, a pesar de
todo, la fe en la realización: Sea de sus deshechos deseos de amor, de dolor y de almas,
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sea de las divinas promesas. Baste una cita tomada de una carta suya al Padre espiritual
(10 de septiembre de 1942):
“...hoy mi plegaria más ardiente es para obtener de Jesús la gracia de amarle como
nadie le ha amado y para salvarle tantas almas como nadie se las ha salvado; y se lo
repito en cada estación del Vía Crucis, hasta cansarle. Qué quiere, Padre, mi única
esperanza de poder obtenerlo descansa en la plegaria insistente. Sé que soy miseria,
inconstancia, vileza, pero sé también que Él es omnipotente, que a Él nada le es
imposible; por eso, entre esta pequeñísima y Dios Nstro. Señor se ha tendido el puente
de la confianza y, en mi suprema vileza, creo que Jesús me concederá lo que deseo.”
“No temo ya el dolor, la lucha, el anonadamiento: Jesús me hace la gracia de
amarle, y me sorprendería y me afligiría sobremanera si yo no me encontrase en este
estado. Con gran audacia pido sufrir como nadie jamás ha sufrido, porque no me apoyo
en mí, vil por naturaleza, sino que cuento exclusivamente con Él, el Omnipotente, que
todo lo puede, hasta el concederme que soporte con alegría tanto dolor. Lo pido, lo
anhelo inmensamente y creo que me será concedido. A veces, le digo como en broma,
que si no me concede el dolor y la fuerza de soportarlo bien, no sería omnipotente: “¡Y
yo te creo Omnipotente!” Me parece poder asegurar, Padre, que ha comenzado la
carrera hacia el dolor, como ya se ha iniciado la carrera hacia el amor.
“A veces, por las noches, al hacer el Vía Crucis, con la vista en las estrellas,
pienso: ¿qué dirán los santos de mi insistente plegaria de amor, de dolor y de almas en
grado tan altísimo?... Si partiese de un corazón inocente, fiel, pero ¡de Consolata!...
Ello, no obstante, ya se ha lanzado el desafío de audaz confianza, que todo lo espera
obtener. Todo es posible al que cree; ¡y Consolata cree, cree!... Oh Padre, me parece
que se hace en mí la fe tan grande, tan grande... ¡Y me aferro tenazmente a la plegaria
para conservarla y, si es posible, acrecentarla cada vez más. Repito que se ha tendido el
puente entre esta niñita y el Corazón de Dios: confianza sin límites!”
Tal arrojo de amorosa confianza no necesita comentarios, él por sí mismo explica
la promesa tantas veces hecha por Jesús, a esta alma amada: ¡Consolata, en el regazo de
la Iglesia serás la confianza!
Una conclusión podemos sacar aquí anticipando lo que se explicará en las páginas
siguientes sobre dicho fin, a saber: que el amor, la vida de amor, lleva realmente al alma
al heroísmo de todas las virtudes, venciendo todas las debilidades de la naturaleza
humana.
Bien comprendió esto Sor Consolata y por lo tanto jamás se perdió a lo largo del
arduo camino tendido hacia la cumbre. Una noche, en los Maitines, se leían estas
palabras: “Bienaventurada eres Tú, oh Virgen María, porque creíste al Señor”, y Jesús le
susurró en el fondo de su corazón: “¡Consolata, un día lo dirán de ti!” ¡Oh Jesús, yo soy
ya bienaventurada! -¿Eres feliz porque tienes a Jesús? – Oh Jesús, ¿se puede desear algo
más cuando se te posee? -¡No, querida, no se puede desear nada más!-.
4. “Amar al Amor”
La otra verdad de la que debe estar íntimamente convencida el alma deseosa se
adelantar en la vida de amor, es que Jesús no pide otra cosa a sus pobres criaturas sino
el amor.
Del mismo modo que las relaciones todas entre el Creador y la criatura se
compendian en la palabra de San Pablo: “Me amó” (Gál 2, 10), así todas las relaciones
entre la criatura y el Creador se compendian en esta otra del Evangelio: Amarás al
Señor tu Dios (Mt 22, 37). Amor por amor, lo demás que la criatura puede darle, es ya
suyo y Él puede tomarlo a su placer, aún la misma vida. El amor no; es libre en la tierra
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y la criatura puede negarlo. Pero Dios lo quiere, lo exige, lo pretende; de él se ha hecho
el fin de la creación del hombre; lo ha proclamado como su primer mandamiento, de
cuya observancia depende la consecución de la vida eterna (Mt 22). Y lo quiere entero:
quiere ser amado con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todas las
fuerzas. Y para lograr nuestro amor bajó del cielo, se hizo mendigo a los pies de la
criatura: ¡Dame de beber! (Jn 4, 7); finalmente subió a un patíbulo para gritarnos con la
voz de la sangre la misma divina sed ¡sitio! (Jn 19, 28).
El divino reclamo, siempre vivo durante veinte siglos en la voz del Evangelio,
más apremiantes después con las revelaciones a Santa Margarita Alacoque, se
intensifica en estos últimos tiempos a través de no pocas misericordiosas
manifestaciones: la que, por ejemplo, se concentra en la vida y doctrina de Santa
Teresita. Cuántas almas sin embargo, sinceramente deseosas de llegar a Dios se pierden
inquietas y afanosas por caminos sembrados de dificultades, mientras que el camino
recto, fácil y seguro lo tienen adelante: ¡El amor! ¡Cuántas, anhelosas de consagrarse a
Dios son detenidas por el temor de no sé qué austeridades, como si el divino Esposo
estuviera más sediento de nuestra sangre que de nuestro amor!
No es así: a Sor Consolata, que pertenecía a una de las más severas órdenes
claustrales, Jesús no le pide sino amor; el amor obraría todo lo demás. Las expresiones:
ámame sólo, ámame mucho, ámame siempre, no te pido sino amor, etc., se encuentran
centenares de veces en las páginas del diario, donde se relatan las divinas lecciones. Es
una invitación continua, insistente y hasta conmovedora del creador sediento del amor
de su criatura. No encontrándolo Él en la mayor parte de los hombres y no recibiéndolo
enteramente sino de pocas almas a Él consagradas, lo va mendigando de las almas
pequeñas que comprenden mejor el anhelo del Corazón Divino y saben corresponder,
decía Jesús a Sor Consolata (15 de octubre de 1935): Tengo sed de ser amado de
corazones inocentes, corazones de niños, corazones que me amen totalmente.
Lo pide a estas almas, a fin de que, a través de ellas, se difunda por todo el mundo
(13 de octubre de 1935).
Consolata ámame tú por todas y cada una de las criaturas, por todos y cada uno
de los corazones que existen. ¡Tengo tanta sed de amor!
Esta sed de amor que todo corazón humano debiera sentir por el Creador, la siente
el Creador por el amor de la criatura (9 de noviembre de 1935): ¡Ámame, Consolata,
tengo sed de tu amor, como el que se muere de sed, tiene sed y desea una fuente de
agua fresca!
Es tal y tanta sed de amor, que llegaba a decir a Sor Consolata (3 de noviembre de
1935): Consolata, escribe, porque te lo impongo por obediencia, que por un acto de
amor tuyo crearía el Paraíso.
Si esto es grande, más grande es que Dios encuentre su paraíso en el corazón de
quien le ama (9 de noviembre de 1935): ¡Consolata mientras tú me ames
continuamente, Yo en tu corazón gozo de un Paraíso!
Como enseña la Escritura, los Santos Padres y la Teología, toda alma en estado de
gracia es un templo, el trono, el cielo de Dios. ¿Qué decir, entonces, del alma que no
sólo vive en el amor, sino que vive de amor? Decía Jesús a Santa Margarita Alacoque:
“Hija mía me son tan gratos los deseos de tu corazón, que si no hubiese instituido mi
divino Sacramento de amor, lo instituiría por amor tuyo, para tener el placer de morar
en tu alma y tomar mi descanso de amor en tu corazón” (Vida y Obras, II, 105). Y ahora
he aquí que dice a Sor Consolata (29 de octubre de 1935): Eres mi pequeño paraíso;
una comunión tuya me recompensa todo lo que he sufrido por buscarte, tenerte,
poseerte. –Pero Jesús ¡si no sé decirte nada! –No importa, pero tu corazón es mío,
exclusivamente mío y Yo ¿qué quiero de mis criaturas sino el corazón? A todo lo demás
34
no miro y cuando un corazón es mío, exclusivamente mío, ¡oh entonces este corazón
viene a ser para mí un paraíso! ¡Y tu corazón es mío, es ya eternamente mío!
¡Cuán bien se comprenden ahora las divinas insistencias porque Sor Consolata
uniese al amor incesante la incesante plegaria para el advenimiento del reino del amor
en el mundo! Así el 16 de diciembre de 1935:
Consolata, sí, pide perdón por la pobre humanidad culpable, pide tú por el
triunfo de mi misericordia, pero sobre todo pide, oh pide para ella el incendio del
divino amor, que cual nuevo Pentecostés redima a la humanidad de tantas suciedades.
¡Oh, sólo el amor divino puede hacer de apóstatas, apóstoles; de lirios
enfangados, lirios inmaculados; de pecadores viciosos, trofeos de misericordia!
Pídeme amor, el triunfo de mi amor para ti y para cada una de las almas de la
tierra que ahora existen, y que existirán hasta el fin de los siglos.
Prepara con la oración incesante el triunfo de mi Corazón, de mi amor sobre la
tierra.
Otra vez, insistiendo sobre la misma idea, le recordaba las palabras de Santa
Teresita: “¡Oh Jesús, que pueda yo contar a tus almas pequeñas tu inefable
condescendencia!” y le añadía (27 de noviembre de 1935): Consolata, cuenta a las
almas pequeñas, a todos mi condescendencia inefable, di al mundo cuán bueno y
maternal soy y, como no pido, en cambio, de mis criaturas, más que el amor.
Tú lo puedes contar, Consolata, cuenta mi extrema misericordia y extrema
condescendencia maternal.
El amor: he aquí el fuego que Jesús vino a poner en la tierra y quiere que arda en
todo corazón (15 de diciembre de 1935): ¡Oh, si pudiera descender a todos los
corazones y derramar en ellos a torrentes las ternuras de mi amor!... ¡Consolata,
ámame por todos y, con la oración y la inmolación, prepara al mundo para el
advenimiento de mi amor!
Jesús, pues, quiere salvar al mundo, pero el mundo tiene que volver a Jesús. Con
Él la paz en la tranquilidad del orden, sin Él la anarquía y la ruina. ¿Y para tornar a
Jesús? Un solo camino, lo mismo para las almas como para las naciones: ¡Diliges! ¡El
amor! Esta es toda la ley, todo el cristianismo. En el cumplimiento de este solo
precepto, que abarca a Dios y al prójimo, está la salvación: Haz esto y vivirás (Lc 10,
28). El protestantismo, por una parte, el jansenismo, por otra parte, en estos últimos
siglos han apagado poco a poco este fuego sagrado en el corazón del cristianismo y lo
han matado por lo menos en muchas almas. La máscara de un cristianismo de la Iglesia
Católica y que ella constantemente ha dejado los corazones, los ha alejado de Dios,
llevándolos progresivamente al indiferentismo, al escepticismo, al ateísmo, al
paganismo.
Para volver a Jesús es, pues, necesario volver al Evangelio que Jesús mismo ha
depositado en el seno de la Iglesia Católica y que ella constantemente ha defendido y
enseñado: el Evangelio del amor y de la caridad.
Creer en el Evangelio es creer en el Amor, practicar el Evangelio, es amar.
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Capítulo III
La vida de amor y la perfección cristiana
1. “Amor y Santidad”
Sólo Dios sabe cuántas almas santas hay en el regazo de la iglesia militante. Esto
no obstante puede afirmarse: que no son pocos los que juzgan la santidad como cosa
exclusiva del claustro, o por lo menos “asunto” reservado a pocas almas privilegiadas,
para las que viene a ser la santidad un don llovido del cielo, que no tienen más que
recibir. Semejante modo de pensar, además de erróneo, es perjudicial: en cuanto que
detiene a las almas en una inercia espiritual y las recuesta en una mediocridad que nada
condice con los que se profesan seguidores de Cristo.
La vocación a la santidad es de todos los cristianos indistintamente, como
miembros de un mismo cuerpo místico. Si santa la Cabeza, santos también los
miembros. Cuando en el Evangelio Jesús dice: Sed perfectos como es perfecto vuestro
Padre que está en los cielos (Mt 5, 48) se dirige a todos los secuaces. Cuando San Pablo
escribe: Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación, (1 Tes 4, 3) también se
refiere a todos los cristianos.
Si Dios nos quiere santos, sin duda alguna nos da las gracias necesarias para
conseguir la santidad; por otra parte, todo lo que Jesús ha hecho por nosotros, o nos ha
dado y dejado, todo es en orden no sólo a nuestra salvación, sino a nuestra santificación.
El deseo, el contento, quisiéramos decir la ambición de Jesús, es precisamente la de
vernos santos. Él lo confirmaba a Sor Consolata diciéndole:
¡Si supieses cuánto gozo al hacer a un alma santa! Todos debieran hacerse
santos para procurarme ese placer.
¿Quieres una pálida idea de ello? Piensa en la alegría que experimenta una
madre cuando ve a su hijo volver radiante de gozo con el triunfo conseguido: ¡la
felicidad de esta madre es indescriptible!
Pues bien, mi felicidad al ver a un alma que ha llegado a la santidad supera
inmensamente a esta débil imagen.
Jesús habla también aquí a todas las almas.
Es, pues, de suma importancia para los cristianos estén bien instruidos sobre este
particular. ¿Por qué temer hablarles de santidad, o por qué espantarse ellos de aspirar a
la santidad, si es un deber preciso de todo cristiano? Lo importante es hacerse una idea
cabal de la santidad misma: sea para no errar en la práctica y conseguir poco o nada,
creyendo hacer mucho; sea para no dejarse apartar de tan noble empresa, con el pretexto
de la propia mezquindad o debilidad.
Es un error –lo declara expresamente Jesús a Sor Consolata como hemos visto yahablando de santidad y de santos, acentuar los dones extraordinarios o gracia gratis
datae; y es, asimismo, un error dar excesiva importancia a las penitencias
extraordinarias, a la austeridad, etc... como si el primer gran mandamiento de la ley y
por consiguiente el primer y gran deber del cristiano, no fuera el amor de Dios y del
prójimo, sino la maceración del propio cuerpo.
No, no es necesario interpretar mal el Evangelio ni reducir o rebajar a los Santos
al nivel de una secta de flagelantes, no poniendo de relieve, como es debido, aquella
interioridad –unión con Dios: amor-, de donde les viene vida, valor y perfección a todas
las obras y hasta a todas las virtudes. Y el Evangelio no es un mensaje de tristeza, sino
de gozo: desde el alegre anuncio de los ángeles en Belén a aquel otro triunfante de los
ángeles junto al sepulcro vacío de Jesús. ¿Y quién puede asegurar que Jesús haya
prohibido a sus seguidores usar de los puros y castos goces de la vida, si es su amor el
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que los siembra, entremezclados con el dolor, en nuestro camino? El mismo sacrificio
cotidiano ¿no queda acaso transfigurado por la luz de la cristiana esperanza? En este
Mensaje hemos encontrado ya algunas indicaciones a este respecto y ofrecemos luego
algunas otras.
Un día Sor Consolata, atacada de gripe maligna, se apoyó en el banco mientras
estaba de pie en el coro, luego se sentó (lo que jamás hacía por espíritu de
mortificación). Pero al momento sintió un poco de pena y pidió perdón a Jesús. Y Jesús
le dijo: ¡Ten paz, no me creas severo, Consolata! Jesús, que a tu padre San Francisco
enviaba el cuervo a que le despertara más tarde por la mañana, únicamente porque
había dormido poco durante la noche, puede permitir a una criatura suya que se apoye,
que se siente en el coro, porque... te sientes enferma. ¿Has comprendido que Jesús es la
bondad, la misericordia, la indulgencia?
Sor Consolata era aficionadísima a la vida común en todo, aún en cuanto a los
alimentos; por eso renunciaba de buena gana y de propósito a lo que la comunidad suele
proporcionar a los más débiles, y a esta regla jamás hubiera querido poner excepciones,
ni siquiera en los días de postración física o de enfermedad. He aquí la bella lección de
Jesús al respecto (24 de septiembre de 1936):
Consolata, recuerda que soy bueno, no me desfigures. Mira, la santidad gusta al
mundo figurársela con imágenes todas de austeridad, disciplinas, cadenillas...
No es así. Si el sacrificio, si la penitencia forma parte de la vida de un Santo, no
es toda la vida.
El Santo, es decir, el alma que se da generosamente a Mí, es el ser más feliz de la
tierra, porque Yo soy bueno, exclusivamente bueno.
Oh, no olvides jamás que Jesús, a quien ves morir en una cruz, al final de su vida
mortal, es el mismo Jesús que durante treinta años vive como todos los hombres, en el
seno de la propia familia; es el mismo Jesús que en los tres años de predicación se
sienta y toma parte en los banquetes. Y Jesús era santo, Consolata, el más santo de
todos los hombres.
Por lo tanto, en tus necesidades no me desfigures, piensa que Jesús es siempre
bueno, que para ti es y será hasta tu último suspiro, toda ternura maternal.
Si me complazco en la fidelidad a tus promesas, me complazco también en tu
confianza en mi maternal bondad, y cuando sientas verdadera necesidad, veré gustoso
que hagas excepciones.
Recuérdalo, no lo olvides nunca: Jesús es bueno; no me desfigures.
No se quita pues nada de cuanto realmente puede servir para la santificación del
alma, pero todo en su puesto, y se da a todo, su valor en orden a la santificación de la
misma. En suma, si Jesús en el Evangelio llama a todos los secuaces suyos a la santidad,
y a todos ha dado ejemplo, debe ser necesariamente una santidad única para todos y
accesible a todos: si bien pueden ser diversos los caminos que a ella conducen, según la
distinta condición de las personas y los diversos designios que Dios tiene sobre las
almas.
Esta santidad reside esencialmente en el amor: como lo que une al alma al
manantial de toda santidad, que es Jesucristo. Y si bien no de todos exige los mismos
sacrificios, o en la misma medida, de todos quiere ser amado, y amado con todo el
corazón, con toda, la mente, con toda el alma, con todas las fuerzas. De este amor tan
total ha hecho para todos un mandamiento preciso, compendio de toda ley. Por eso,
cuando un alma le da este todo, es santa, y lo es en la medida en que le ama tan
totalmente, sin que pueda esto efectuarse sin renunciar (Lc 14, 33) a todo lo que se
opone al perfecto amor, como luego veremos más detalladamente.
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Por aquí comprenderá fácilmente el lector el significado preciso de la siguiente
lección de Jesús a Sor Consolata, en la que se repite la idea de la precedente (16 de
diciembre de 1935):
Consolata, di a las almas que prefiero un acto de amor y una comunión de amor
a cualquier otro don que puedan ofrecerme. Sí, un acto de amor a una disciplina,
porque tengo sed de amor.
¡Pobres almas! Para llegar a mí creen que es necesario una vida austera,
penitente. Mira cómo me desfiguran, me hacen temible, siendo como soy, solamente
bueno.
Cómo olvidan el precepto que les he dado, que es el compendio de toda ley:
amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, etc.
Hoy, como ayer, como mañana, a las pobres criaturas les pediré sólo y siempre
amor.
Oh, si los cristianos comprendiesen más a fondo el Evangelio, en su espíritu,
cuánto más fácil y alegremente lo traducirían a la práctica en su vida cotidiana. ¡Amor
por amor: esto es todo!
2. “El amor y la intimidad con Jesús”
Fin y fruto de la vida de amor es, pues, la unión del alma con Jesús, para el logro
de la santidad. Este es el tesoro de que habla el Evangelio y quien lo ha descubierto
compra el campo en que está escondido, vendiendo todo lo que tiene. El campo
afortunado es el recogimiento; para conseguirlo es preciso despojarse de todo con una
rigurosa mortificación del corazón y de los sentidos, internos y externos.
No todos comprenden este lenguaje. Son relativamente pocas almas, aún entre
consagradas a Dios, que logran descubrir tal tesoro; o si lo han entrevisto, no llegan a
poseerlo, porque no saben imponerse las necesarias renuncias. Podrían vivir una vida
divina y divinamente fecunda, y se detienen en el umbral del palacio real, adaptándose a
un tenor de vida poco más que mediocre o por lo menos muy distante de la perfección a
que están entregadas.
Jesús, Rey de amor, da todo, pero quiere todo: el corazón con todos los latidos, la
mente con todos los pensamientos, los sentidos con todas las operaciones, el alma con
todas las potencias. Entonces Él no pone límite en el dar y en el darse; y el alma, como
absorta en Él, vive y obra en Él, en una tan inefable intimidad de afectos y de
intenciones, que sólo se encuentra en la vida de los ciudadanos del cielo.
Todas las exigencias de amor de Jesús a Sor Consolata tienden precisamente a
esto: a llevarla a una unión actual y estable y, como tal viva e íntima con Él. No hay por
lo tanto por qué extrañarse, si el adoctrinándola, llevase mucho más allá sus exigencias,
hasta no permitirle la mínima distracción voluntaria (8 de agosto de 1935): por ningún
motivo apartes tu mirada de Jesús, así bogarás más de prisa hacia la ribera eterna.
Si la quería perfecta en todo, mucho más en este punto de donde sacan su
perfección las virtudes (10 de octubre de 1935): Te quiero perfecta, te quiero
continuamente conmigo: ¡Jesús sólo! Yo sólo basto para todo. ¿Te fías de Mí?
No la apartaba, no, materialmente de las criaturas; antes exigió en ella una
perfecta vida común en todo, comprendidas las recreaciones, y sin embargo había de
procurar, en todo tiempo y lugar, no distraer su mente y corazón de Él (5 de agosto de
1936): ¿Sabes lo que quiero de ti? La continua intimidad sin repartirte un solo instante;
siempre conmigo, aún cuando tengas que hablar con las criaturas.
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Un día, para tener un poco de aire en la celda, tuvo abierta la puerta, pero era
observada en el trabajo que hacía. Y Jesús le dijo: Consolata, cierra la puerta de la
celda a todo ruido terreno y deja sólo bien abierta la ventana a todo lo que es cielo.
Igual exhortación le dirigía en cuanto a la puerta de los sentidos bastante más
peligrosa y expuesta a distracciones (29 de octubre de 1935): Como cierras la puerta de
la celda (porque, ah ¡es tan hermosa la soledad!) cierra así toda puerta a los sentidos.
Vivamos siempre en la intimidad, nosotros dos solos; cierra la entrada a todo
pensamiento, a todo, siempre nosotros dos solos.
Unida tan íntimamente al Santo de los Santos, el alma dará rápidos y seguros
pasos en el camino de la santidad. Ciertamente, tendrá que esforzarse siempre por
corresponder a la acción de la gracia, especialmente con la fidelidad de los propósitos
que son su actuación práctica, pero he aquí lo que Jesús dice a Sor Consolata (23 de
junio de 1935): Yo soy siempre fiel a mis promesas; así tú, si estás siempre en Mí, serás
fiel a lo que me prometes, a tus propósitos, porque lo que hay en la vid, hay en los
sarmientos.
Con la fidelidad de los propósitos vendrá la práctica de todas las virtudes, que en
Jesús existen en grado infinito y que Él las hace pasar al alma en la medida en que le
está unida (22 de agosto de 1935): Permanece en Mí y formemos una sola cosa y
lograrás mucho fruto y serás poderosa, porque desaparecerás como una gota en el
seno del océano; y pasará a ti mi silencio, mi humildad, mi pureza, mi caridad, mi
dulzura, mi paciencia, mi sed de sufrimientos, mi celo por las almas, para querer
salvarlas a toda costa.
Como se ve, es la transfusión de la vida divina en el alma. Tan íntimamente unida
a Él, que es la santidad por esencia, el alma no puede menos que quedar absorta en sí
mismo (12 de noviembre de 1935): Recuerda siempre que Yo solo soy santo y puedo
hacerte santa, transfundiendo mi santidad en ti: mi santidad se vuelve tuya, como tuya
es mi pureza, tuya mi humildad ¿lo comprendes?
Todo esto es fácilmente comprensible, con solo considerar que la perfecta unión
de los corazones dice la comunidad de bienes. En nuestro caso, como el alma no tiene
ningún bien propio, los bienes de Jesús son suyos. Cuántas veces, exhortando a Sor
Consolata a esta íntima unión repetía: ¡lo que es mío es tuyo Consolata! Y especificaba,
juntamente con todas las virtudes: tuyas mis palabras, mis pensamientos y por lo tanto
mi dolor y mi amor.
Y esta unión no es solamente fruto abundantísimo de santificación sino de
apostolado, que los dos dones –santificación y alma-, son inseparables y están en razón
directa el uno del otro (19 de noviembre de 1934):
Pues que tienes sed de amarme y de salvar almas, está siempre en Mí: en el
trabajo, en la recreación, etc. No me dejes un instante y tendrás mucho fruto.
Mira San Pedro: había pescado solo toda la noche y apenas había cogido nada;
conmigo apenas echó las redes, las sacó llenas de peces.
Así tú si estás en Mí, si no me dejas un instante, siguiendo toda inspiración de
mortificación que Yo te sugiera, echarás la red y Yo la retiraré llena de almas, que solo
conocerás cuando estés en el cielo.
Lecciones éstas preciosas para todas las almas, claustrales y no claustrales: la
santidad es la base del apostolado, como la unión con Jesús es la base de la santidad.
Ahora bien, como se dijo, el amor es precisamente el que actúa tal unión. Después de
referir a Sor Consolata las palabras de San Juan: Dios es amor y el que está con el amor,
está con Dios y Dios con él (1 Jn 4, 16), Jesús se las comentaba de esta manera: Mira,
Yo soy Amor y mientras permanezcas en el amor, en Mí permaneces, pero también Yo
en ti. Por lo tanto cuando calle y ya no me sientas, recuerda siempre que, desde que me
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amas, estoy en ti y tú en Mí... y tú quieres solo y siempre amarme ¿no es así? Siempre
pues Yo moro en ti y tú en Mí.
Si el amor es el trámite de nuestra unión con Jesús, síguese que cuanto más
perfecto es el amor, tanto más perfecta será la unión.
3. “La intimidad de amor en la virginidad de espíritu “
Tal perfección de amor, y por consiguiente de unión con Jesús, no puede
prácticamente conseguirse sino a través de una triple virginidad: de mente, de lengua, de
corazón. Jesús se refiere a ella diciendo a Sor Consolata (19 de abril de 1936):
Para orar sientes la necesidad de estar cercada por el silencio, y así estar unida a
Mí, es preciso que en el interior haya profundo silencio.
Un pequeño ruido turba la oración; asimismo, una nada que te distrae turba la
intimidad. Virginidad siempre... Es de necesidad.
Virginidad que –siempre dentro de las divinas lecciones-, se resume en un triple
silencio: de pensamiento (virginidad de mente), de palabras (virginidad de lengua), de
intereses (virginidad de corazón). Como ve el lector, la vida de amor practicada en toda
su perfección es cosa muy diferente de un juego de palabras; nadie puede considerarse
dentro de esta doctrina que no esté decidido a sacrificarlo todo. No se trata de grandes
austeridades, sino de una mística crucifixión de todos los sentidos.
Y ante todo, virginidad de mente en el silencio de los pensamientos: Ama al Señor
tu Dios con toda tu mente (Mt 22, 37). No es un consejo para las almas religiosas, sino
un mandato dirigido a todos los cristianos, el primero de los mandamientos. Hay pues
que cumplirlo. Dios no manda imposibles, por lo tanto, se puede cumplir. Pero
entiéndase bien, según el estado de cada uno y la gracia de Dios; aunque siempre se
requiere el esfuerzo personal. A Sor Consolata en esto también le exige Jesús la máxima
perfección. Le decía (24 de marzo de 1934):
Consolata, ¡sabes que te amo mucho! Mira. mi Corazón es divino, sí, pero es
también humano como el tuyo y por consiguiente tiene sed de tu amor, de todos tus
pensamientos.
Si piensas en otros aunque sean personas santas, no piensas en Mí. Estoy celoso
de tus pensamientos, los quiero todos.
Oye: Yo pensaré en todo, hasta en las más mínimas cosas, y tú piensa solo en Mí;
tengo sed de tu amor. No me regatees ni un solo pensamiento, serían espinas en mi
cabeza.
Si los pensamientos inútiles voluntariamente admitidos por el alma son espinas en
la cabeza de Jesús, la renuncia a los mismos somete al alma a una lucha incesante, que
para ella es manantial de innumerables actos de renunciación. Las espinas de que ella
quiere evitar a Jesús debe clavarlas en su propia cabeza (2 de agosto de 1935): ¿Ves a
Jesús coronado de espinas? Le puedes realmente imitar no dejando entrar un
pensamiento, ni uno solo. Así se salvan las almas y tú te ves libre para amar.
Y no es una corona transitoria, sino de toda la vida, con la que el alma quiere
mantenerse en la virginidad de mente (7 de octubre de 1935): La corona de espinas
desde el momento en que ciñó mi frente, ya no la dejé, así debes hacer tú: el único
pensamiento debe ser amar. Y sabes ¿cuándo dejarías la corona de espinas? Cuando te
detuvieses en un pensamiento cualquiera que él sea.
Ciertamente, la lucha contra los pensamientos inútiles es de las más duras, como
experimentó Sor Consolata durante toda su vida. Fue no obstante llevada con táctica,
con calma y dulcemente, con gran paciencia y mayor constancia, sin pretender no
obstante llegar en la virginidad de mente, a una perfección que no es de esta vida. EN
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efecto, no depende del alma ser más o menos asaltada de pensamientos inútiles, como
ningún alma, por perfecta que sea, puede pretender vivir exenta de la lucha contra los
mismos o hacerse la ilusión de que tal lucha va a tener término. Basta al alma no
admitirlos voluntariamente, según explicaba Jesús a Sor Consolata (5 de octubre de
1935): Mira Consolata, los pensamientos que te vienen y tú no los quieres no son
infidelidad.
Tal lucha entra en la economía divina de la santificación del alma (13 de octubre
de 1935): La lucha de los pensamientos inútiles te la dejo, porque te es meritoria.
Cuanto más insistente es esa lucha, mayor es el mérito para el alma (31 de octubre
de 1935): ¿Quieres los pensamientos inútiles? No, entonces todo es mérito.
Cuando no se desea sino amar, todo lo que obstaculiza este amor es meritorio.
¿Lo entiendes?
Y no solamente meritorio para el alma, sino también provechoso para el bien de
las demás almas (20 de octubre de 1935): Permito esta lucha de pensamientos que te
asaltan, porque me da gloria y almas.
Ofréceme en cada instante: “¡Por ti y por las almas!” Estos pensamientos que no
quieres y que se presentan continuamente desde la mañana hasta la noche, para
impedirte amar, Yo lo cambio en gracias y bendición para las almas.
Jesús, pues, aún en esto, pretende con el esfuerzo de la pobre criatura y con él se
contenta, no siendo posible amar a Dios con toda la mente, sino en una perfecta
virginidad de mente.
Juntamente con la virginidad de mente pedía Jesús a Sor Consolata la virginidad
de lengua, sin la cual la primera sería poco menos que imposible. Toda palabra inútil
engendra siempre un poco de disipación en el espíritu y la disipación disipa en primer
lugar la intimidad con Jesús. Todas las almas de vida interior han amado el silencio. Así
Santa Teresita, de la que escribe el P. Petitot: “Se propuso no traspasar jamás la ley del
silencio. De este silencio –que fue y será siempre uno de los puntos fundamentales de la
vida ascética-, Santa Teresa comprendió tan perfectamente toda la soberana eficacia
como lo podría hacer un fundador de Orden. Por eso tuvo al silencio religioso en una
estimación capaz de pasmarnos; a él consagró un verdadero culto” (P. H. Petitot: Un
renacimiento espiritual, c. I, a. IV). Se dirá que todo esto no reza sino con las almas
claustrales. A lo que respondemos que si es cierto que las exigencias son diversas según
las almas, también es cierto que Jesús ha dejado dicho en el Evangelio para todos sus
hermanos: Yo os digo que hasta de cualquier palabra ociosa que hablaren los hombres
han de dar cuenta en el día del juicio (Mt 12, 36).
No hay porqué extrañarse si Jesús después de haber pedido a Sor Consolata todos
los pensamientos, le pida todas las palabras (30 de marzo de 1934):
Ahora todos tus pensamientos son míos, dame todas tus palabras, las quiero
todas: quiero un silencio continuo, te quiero toda mía.
¡Oh, no temas, tomando yo la responsabilidad de los pensamientos y de las
palabras, o sea tomando yo la responsabilidad de hacerte observar estas dos promesas,
¿estás contenta? ¿Te fías de Mí?
El silencio requerido por Jesús a Sor Consolata, además del de regla, incluía el
propósito de no hablar sin ser preguntada, excepto (se entiende) cuando lo pide el deber
o la caridad (14 de julio de 1935):
Quiero que pienses sólo en Mí y no hables si no eres preguntada; entonces
contestaré Yo, siempre, y tú no te asombres de las respuestas que salgan de ti, porque
soy Yo el que las profiero.
Pero aún la necesidad o la caridad lo requería, ella tenía que atenerse a lo
estrictamente necesario (2 de agosto de 1935): Está siempre en silencio, sé avara aún de
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las palabras necesarias; da en cambio una sonrisa a todos y conserva siempre tu rostro
en actitud de sonreír.
Respecto a las diversas acciones del día le sugería Jesús con relación al silencio
(22 de agosto de 1936): Cuando dudes sobre la elección de dos acciones, escoge
siempre aquella en la que te encuentres más sola, donde puedas guardar más silencio,
donde puedas amar más. Esta es mi voluntad.
En la recreación .las capuchinas tienen media hora al día-, Sor Consolata
regularmente participaba, como en un acto de comunidad, y la norma que Jesús le había
dado era: En la recreación habla solamente cuando la conversación toma un giro
peligroso, para desviarla. Fuera de este caso, tenía que atenerse aún aquí a no hablar
sino cuando era preguntada.
Esta regla estaba en vigor no sólo los días ordinarios, sino también los días de
gran solemnidad, cuando se dispersa el silencio (8 de diciembre de 1935): También hoy,
que se dispensa del silencio, sonríe a todas, pero si no eres preguntada, no hables con
nadie, porque de otra manera sólo experimentarás remordimiento.
En efecto, como ella misma atestigua en el diario, así lo experimentaba (16 de
agosto de 1936):
“Jesús tiene sus exigencias y lo que una vez ha pedido lo exige siempre. Por
ejemplo, el silencio en los días en que nos dispensa de él. He cedido estos días de fiesta
(Asunción de la Santísima Virgen) y mi pobre alma esta noche está hecha pedazos. El
Señor ha tenido compasión de mí y me ha hecho comprender: que los pequeñísimos se
manchan siempre, por más que la madre procure cambiarles llena de amor los
vestiditos, arreglarles los cabellos desordenados, lavarles la cara sucia, en una palabra,
volver a embellecerles, convencida de que durará poco. Parece exactamente mi retrato.
Por las mañanas formo el propósito de una vida heroica con Jesús y, luego... todo viene
a tierra. Sin embargo, vuelvo a comenzar todas las veces el silencio rigurosos.”
Tuvo pues, que luchar también continuamente por el silencio. Dotada de una
sencillez y franqueza extremas, absolutamente incapaz de fingir, en cuanto a ella y en
cuanto a los demás, exteriorizaba lo que sentía en su interior: lo cual, entre otras cosas,
era causa de muchas humillaciones, arrepentimientos, etc., tanto que un día Jesús
mismos tuvo que intervenir y animarla diciéndole:
Un alma que realmente es mía, que está poseída por Mí, viene a ser como el
aceite que rehúsa inexorablemente toda fusión con cualquier otro líquido, vinagre,
agua, etcétera.
He aquí explicado tu aborrecimiento a cuanto no es verdad, sencillez, franqueza,
obediencia, etc.
He aquí también porque si durante la lucha la tentación, el enemigo logra
introducir en ti un pensamiento, una impresión contra la caridad, etc. no puede
permanecer dentro de ti, sino que en la primera ocasión saldrá de tus labios. Y así
además de servirte de humillación, te obligará a vigilar más.
Mira, no pueden estar en ti estos pensamientos, porque en ti quiero estar Yo sólo.
Le era, pues, necesaria la virginidad de mente para cerrar al enemigo todo acceso
en pensamientos, impresiones, etc., y la virginidad de la lengua para evitar dichas faltas,
que no dejan de serlo, por más que exista involuntariedad. Así se lo confirmaba Jesús
(14 de septiembre de 1935): Mantente firme en tu voto: no hables nunca si no eres
preguntada; de esta manera evitarás todos los defectos y todas las imprudencias, y
estarás segura de que las palabras con que hayas de responder serán siempre queridas
y bendecidas por Mí.
Apunta aquí Jesús que huya, además de otros defectos, la imprudencia. Sor
Consolata tenía que evitar con todo cuidado descubrir la acción divina en su alma: cosa
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difícil en una comunidad religiosa donde las conversaciones las más de las veces versan
sobre asuntos espirituales. Basta una frase, una palabra para traicionarse. Bien lo
entendía Sor Consolata cuando escribía al Padre espiritual:
“Mire, Padre, no hablar nunca sin ser preguntada es para mí más que necesario en
las recreaciones, donde hay peligros de manifestar mis pensamientos y cuanto siento.
En esto y otras pequeñas cosas veo la mano de Dios. Jesús me quiere realmente toda
suya; de modo que, salvo los veinte minutos de recreación, la celda me atrae como el
tabernáculo.”
La virginidad de la lengua, así como la de la mente, no la consiguió Sor
Consolata, como se ve a fácil precio o en un abrir y cerrar de ojos. Fue un fatigoso
trabajo, sobre ella misma, de toda la vida a través de esfuerzos generosos. Citemos sus
escritos:
“Quiero, quiero, fortísimamente quiero no dejar entrar un pensamiento ni hablar
sin ser preguntada.”
“Jesús no negó al Divino Padre ni un pensamiento, ni una palabra ni una acción;
todo se lo dio, así debo hacer yo: darle verdaderamente todo; todos los pensamientos y
un silencio perpetuo.”
“El esfuerzo de Jesús en Getsemaní llegó a hacerle sudar sangre. Cueste lo que
cueste no dejaré entrar un pensamiento ni proferiré una frase fuera de lo estrictamente
necesario.”
“El recreo ha mejorado (julio de 1936), pero mi naturaleza no está completamente
vencida, fácilmente deja de amar por hablar. Pero ahora, más que a la atención de no
hablar si no soy interrogada es menester que me preocupe por no responder sino lo
absolutamente necesario, ¡Cuánta verdad es que nosotras las mujeres tenemos la lengua
larga!”
Podrían llenarse páginas y páginas con tales confesiones y propósitos. Era un
renovarse incesantemente en la buena voluntad sin desanimarse jamás contra las
dificultades y fracasos. Añadamos que durante la última enfermedad, requerida a dejar
un recuerdo a su amada comunidad, contestó: ¡La observancia del silencio! Y a quien se
lo preguntaba, daba la siguiente explicación: “Es porque –y lo digo por propia
experiencia-, la mayor parte de las faltas en una comunidad religiosa provienen de la
falta de observancia del silencio mandado.”
La virginidad de mente y de lengua es favorecida e integrada por la virginidad de
corazón, la cual, además de imponer al alma religiosa el desprendimiento efectivo,
exige el desprendimiento de todo lo que constituye el “pequeño mundo interior” del
monasterio: sobre todo dando un adiós absoluto a todos los intereses no buenos, es
decir, a la manía de ocuparse de asuntos extraños.
En este punto, Sor Consolata, dado también su temperamento, tuvo mucho que
luchar. Las mismas faltas de que se ha hecho mención, en la guarda de la virginidad de
mente y de lengua, dependía casi siempre de no lograr vencerse en asuntos de pequeños
intereses. En efecto, escribe:
“...el obstáculo principal para amar era la lengua, y el silencio fue la virtud en que
puse mayor cuidado durante el noviciado. Pero antes de llegar a observarlo ¡cuántas
caídas! Propósitos, lucha, y luego, en el momento de dar con la victoria, se me iba una
frase y volvían las borrascas.”
“Una vez, en una novena, me dijo Jesús: ¿Qué es, Consolata, lo que te impide
amarme? Los pensamientos inútiles y el interesarte por los demás. Y prometí no
interesarme ya más por nadie. Después de días de lucha, después de haber repetido hasta
lo infinito en mi interior: A mí no me interesa ni me importa nada, etc. –en la primera
ocasión la frase tantas veces rechazada se me escapaba. Una tarde, en la meditación, el
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Señor me hizo comprender al vivo las consecuencias de mi defecto, tanto que tracé estas
líneas: -He comprendido a la luz divina que mi lengua me lleva al infierno. –Nuevas
promesas y nuevas caídas; mi debilidad era extrema, constituía mi humillación.
“En la mesa experimentaba luchas violentísimas. Una frase lo dirá todo: -¿Qué
quiere, Madre Abadesa?, yo a estas almas que se matan por las penitencias
extraordinarias les exigiría una obediencia de resorte. –De San Pedro no sólo tengo el
nombre, sino algo más... Pero Jesús quiere combatir en mí estas tendencias y una noche,
en una celda, junto a la ventana, me dijo: Consolata, si después de contemplar el cielo,
fijas tu mirada en las cosas que te rodean, no encontrarás más que la muerte. De igual
manera, si en vez de tender únicamente a amarme, pones tu mirada en las acciones de
los demás, encuentras la muerte”. La lección me fue provechosa.
Le fue de provecho, pero no la libró de la lucha. Eso nunca. Jesús mismo tuvo que
intervenir, y más de una vez amonestándole a este respecto. Así, en noviembre de 1934:
Sígueme ¿qué te importa de tus hermanas? Tú piensa únicamente en seguirme. (Cfr Jn
21, 22).
No quiere esto decir que el alma religiosa no deba tomar a pecho el bien de las
hermanas de la religión, sino que este bien no debe quererlo contra el bien de su propia
alma o en oposición a los designios de Dios, que no son los mismos para todas las almas
o entrometiéndose en lo que no le corresponde a ella. Óigase por ejemplo, la siguiente
lección de Jesús a Sor Consolata en cuanto a las penitencias extraordinarias que no
quería de ella, pero a las cuales ciertas hermanas se sentían inclinadas:
Mira, Consolata, en el cielo los coros angélicos atienden a cumplir su oficio, sin
envidiar o desear el oficio de los otros.
Así, en una comunidad, cada cual debe atender a su propia misión, sin envidiar o
desear nada de las demás.
Tú debes ser en tu comunidad, en el coro y donde quiera, mi pequeño serafín y
por lo tanto debes atender solamente a amarme, sin mirar o envidiar la misión de tus
hermanas.
Otra vez, para cortar en ella toda veleidad a este respecto (2 de junio de 1936), le
dice: Por obediencia no te preocupes de lo que tus hermanas me dan: ¡Yo y tú basta!
En vísperas de irse sensiblemente de ella, entre otras promesas que le exigió, se
encuentra ésta (1 de diciembre de 1935): Prométeme que respecto de Sor X no te has de
interesar lo más mínimo, ni directa ni indirectamente. Cumpla con la observancia o no
la cumpla, camine en la sencillez de la vida común o con subterfugios, se ponga en
caminos extraordinarios, nada te importe: tú debes prometerme que no hablarás ni
pensarás en ella, como si no existiese en la comunidad. Nada, excepto lo relativo a la
caridad, trabajo, etc.
También la Santísima Virgen, un día que Sor Consolata luchaba entre hablar o
callar cuenta de una hermana. Le dio a entender: “No te preocupes de lo que acaece en
otros monasterios; haz aquí lo mismo, considérate como peregrina y forastera, con un
único empeño: ¡amar!”
Para que de una vez terminara con este demonio de la preocupación por los
demás, Sor Consolata, que en cada lucha ponía todo el fuego de su espíritu, recurrió al
medio acostumbrado: ligarse con voto. Esto fue el 26 de mayo de 1936:
“...En la meditación el enemigo, bajo pretexto de celo, trabajaba por robarme los
pensamientos con las preocupaciones de las demás. Encontré en esto un obstáculo que
se atravesaba en mi camino y del que quería librarme de una vez para siempre. Entonces
la gracia me inspiró a obligarme con un nuevo voto, el cual, renovado en cada tentación,
me ayudara a reportar siempre la victoria. Supuse que el Padre espiritual me permitiría
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este voto y lo hice: jamás interesarme por lo que acaece en la comunidad, de nada, ni de
nadie.”
El voto le ayudó muchísimo, pero la lucha contra el interesarse por los demás,
duró, con mayor o menor intensidad, hasta el término de su vida, reclamándole un
esfuerzo continuo y heroico de su voluntad.
Y aquí es preciso recordar que esta triple virginidad de mente, de lengua, y de
corazón, no es fin, sino medio para avanzar en la predicha perfección de amor. Le
declaraba expresamente Jesús a Sor Consolata.
(17 de junio de 1934): Olvida todo y a todos y piensa sólo en amarme, concentra
cada pensamiento, palpitación y silencio en esta única cosa: ¡amar!
(18 de agosto de 1936): No pienses en nada, en nada, sino en amarme y en sufrir
con todo el amor posible; eso te basta.
¿De qué, en efecto, aprovecharía el silencio de palabras, de interés por los demás,
etc., si después el corazón estuviese vacío de Jesús? Luego, en el silencio por el
silencio, sino el silencio por el amor y el amor por una vida en unión con Jesús (6 de
noviembre de 1934): Consolata, ahora en el olvido absoluto de todo pensamiento, en el
silencio riguroso de toda palabra, vive intensamente de Jesús.
¿Qué significa vivir de Jesús intensamente? Significa vivir en tan íntima unión
con Él, que casi desaparezca y se transforme en Él, se identifique, se deifique en Él. Es
lo que de sí mismo decía San Pablo: No soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí
(Gál 2, 20). Y Jesús a Sor Consolata (6 de noviembre de 1934): Si desapareces, si no
das entrada a ningún pensamiento, Yo pensaré en ti; si tú no hablas, Yo hablaré en ti; si
no buscas hacer tu voluntad, Yo obraré en ti; no serás ya tú la que vivirás sino que Yo
viviré en ti.
De esta manera el alma con todas sus potencias y operaciones, queda como
divinizada ¿y quién puede decir las admirables ascensiones que día tras día realiza en su
propia santificación? Por eso decía Jesús a Sor Consolata (23 de junio de 1935): Da el
adiós para siempre a todo pensamiento, a toda palabra; deja que todos hagan lo que
quieran; tú estás en Mí, harás mucho fruto porque quien obraré seré Yo.
Todo el esfuerzo de Sor Consolata, a través del triple silencio de pensamientos,
palabra, y preocupaciones por los demás, debía tender a esto: a conseguir la máxima
intimidad de amor con Jesús. No quería otra cosa Jesús de ella, porque en esto está la
verdadera santidad y toda la santidad (26 de septiembre de 1935):
Recuérdalo y tenlo bien fijo, tú que deseas reportar tanto fruto, que en el santo
Evangelio no he dicho que sacarás mucho fruto si haces mortificaciones
extraordinarias, sino si estás en Mí.
Así pues, no te desvíes del recto camino y sea todo tu cuidado estar muy unida a
la Vid, no te apartes del “¡sólo Jesús!”, ni siquiera con un pensamiento (Yo pienso en
todo), ni con una palabra no requerida.
El alma que quiere progresar en la vida de amor deberá tener presente estas
lecciones de Jesús a Sor Consolata sobre la virginidad del espíritu. Que si es cierto que
no son para todas las almas los caminos extraordinarios (gratiae gratis datae), también lo
es que para todas las almas es la perfección de la caridad en su modo ordinario de
desenvolvimiento hasta su completo desarrollo, como lo pide el primero y gran
mandamiento de la Ley.
4. “Con el amor todo se da a Jesús”
Tanta divina insistencia para que el alma concentre todos sus esfuerzos en la única
ocupación de amar, demuestran hasta la evidencia que el amor es todo y que por eso, a
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través del amor, el alma da realmente todo a Jesús ¿No fue éste el gran descubrimiento
que dio alas a Santa Teresita para realizar la propia santificación y realizar los mayores
deseos de apostolado? “Fue la caridad –escribe ella-, la que me dio la clave de mi
vocación. Comprendí que si la Iglesia tenía un cuerpo compuesto de varios miembros,
no le iba a faltar el órgano más necesario y más noble de todos; comprendí que tenía un
corazón y que este corazón ardía de amor; comprendí que sólo el amor hacía obrar a sus
miembros; y si hubiera llegado a extinguirse, los apóstoles no hubieran anunciado el
Evangelio y los mártires se hubieran negado a derramar su sangre. Comprendí también
que el amor encerraba en sí todas las vocaciones, que el amor es todo” (Historia de un
alma, cap. XI).
Hemos hablado del descubrimiento de Santa Teresita: lo fue en efecto para el
alma, pero no se podría llamar tal en el campo doctrinal de la Iglesia Católica. Las
palabras, arriba referidas, de la Santa, si bien se consideran, no son en realidad sino el
eco –fidelísimo en la substancia-, de la gran enseñanza del Apóstol: el cual, después de
haber recordado la sublime verdad de nuestra incorporación a Cristo: sois el cuerpo de
Cristo y miembros unidos a otros miembros (1 Cor 12, 27), y que por eso todo miembro
tiene el propio don, sin que tenga que envidiar los dones de los demás, sino aspirar a
mayores carismas, añade: yo voy, pues, a mostraros un camino todavía más excelente.
(1 Cor 12, 31): mejor, es decir, mejor que todos los dones carismáticos, que todos los
oficios que se ejercen en la Iglesia, que todas las obras que en ella se realizan. ¿Qué
camino es éste? El Apóstol responde entonando aquel maravilloso himno de amor que
puede decirse la síntesis dogmática y moral del Mensaje evangélico. Es todo el capítulo
13 de la citada Carta a los Corintios, cuya primera parte la exponemos aquí:
Aún cuando hablara la lengua de los ángeles, si no tuviere caridad.
Vendría a ser como un metal que suena o campana que retiñe.
Y si tuviere el don de profecía y conociera todos los misterios y poseyera todas
las ciencias,
Y aún cuando tuviera fe de manera que trasladara los montes, no teniendo
caridad soy un nada.
Y aún cuando distribuyese todos mis bienes, para sustento de los pobres, y
entregara mi cuerpo a las llamas, si la caridad me falta, todo lo dicho no me sirve
de nada.
Si, pues, todas las obras en el campo del bien –ciencia, fe, limosnas, sacrificios y
el mismo martirio-, las miremos en particular o en su conjunto son nada y nada valen
sin el amor, síguese que sólo el amor debe ser tenido en cuenta, que sólo el amor es
verdaderamente el todo y que por eso un alma, no llamada o imposibilitada a realizar
tales obras, si no obstante ama a Dios con todo el corazón, con toda la mente, con todas
las fuerzas, en realidad ella da todo a Dios.
Este fue, repitamos, el punto de partida para Santa Teresita al abrazar el camino
de amor y lo fue también para Sor Consolata, a la que Jesús confirmaba en ello:
(7 de agosto de 1935): Ámame, Consolata, ámame nada más; en el amor está todo
y el amor me da todo.
(20 de septiembre de 1935): Cuando tú me amas, das a Jesús todo lo que Él desea
de sus criaturas: el amor.
Por eso, no quería que desparramara las propias energías espirituales en la
multitud de propósitos, siempre poco convincentes, siendo así que en este único
propósito del amor están encerrados todos los demás (1 de diciembre de 1935): El amor
es todo; fijándote en este único propósito, das todo a Jesús.
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Indudablemente es necesario observar la Ley, pero, ¿quién la observa? El que
ama. Si alguno me ama, observará mis palabras (Jn 14, 23). Y Jesús a Sor Consolata (15
de Noviembre de 1935): Mira, Consolata, mis criaturas me hacen más temible que
bueno y Yo, en cambio, me gozo en ser sólo y siempre bueno ¿Qué es lo que Yo pido?
El amor y sólo el amor, porque quien me ama, me sirve.
Por el contrario, el que no ama está ya fuera de la ley: El que no me ama, no
guarda mis palabras (Jn 14, 24). El que observase la ley, pero sólo por temor, no haría
una obra perfecta, como Jesús decía a Sor Consolata (16 de noviembre de 1935):
Mira, Yo deseo ser servido por mis criaturas por amor. Y evitar la culpa por
temor a mis castigos, no es lo que Yo deseo de mis criaturas.
Quiero ser amado, quiero el amor de mis criaturas; y cuando me aman, ya no me
ofenden.
Cuando dos criaturas se aman de verdad, no se ofenden nunca; y así, y
justamente así, ha de ocurrir entre el Creador y sus criaturas.
Un día Sor Consolata, impresionada por una frase oída en la meditación, se dirigió
a Jesús: “Jesús, si maldito es el hombre que hace la obra negligentemente, será bendito
el que la hace diligentemente”. Y Jesús le dijo (29 de noviembre de 1935): Más que con
diligencia, trata de hacerlo todo con gran amor. Sea que trabajes, que comas, que
bebas, que duermas. Hazlo con mucho, mucho amor, porque Yo tengo sed de amor. En
cualquier acción, lo que busco es el amor. (Cfr. 1 Cor 10, 31)
Otra vez, insistiendo sobre este punto de valorizar todas sus acciones con el amor:
(10 de octubre de 1935): Pon toda la atención en el deber actual para realizarlo
con todo el amor posible.
(16 de noviembre de 1935): Tanto más valor tendrán tus acciones, cuanto más
aumentes tú en amor.
Dígase lo mismo de todo lo que de penoso encuentra el alma en su camino.
¿Quién no recuerda “las florecitas” de Sta. Teresita? Pero ¡qué valor a los ojos de Dios
por la intensidad con que se recogían y ofrecían! El mismo lenguaje con casi idénticas
expresiones encontramos en las lecciones de Jesús a Sor Consolata:
(14 de noviembre de 1935): Transforma todas las cosas repugnantes que
encuentres en el camino, en rositas; recógelas con amor y ofrécemelas con amor.
(3 de diciembre de 1935): Los dones los agradezco así, hechos con todo el amor
posible; entonces es cuando vuestras nonadas, se me hacen preciosas.
No mira, pues, Jesús la oferta en sí misma, es decir, en su entidad.
¿Qué podemos darle nosotros, que no sea suyo? Si tuviese hambre, no te lo diría a
ti, porque mío es el mundo y cuanto lo llena (Sal 49, 12). Pero el amor sí es nuestro y a
esto mira Jesús. Decía pues a Sor Consolata (24 de noviembre de 1935): No, Consolata,
no exige Jesús de ti actos heroicos, sino sencillamente nonadas, pero ofrecidas con todo
tu corazón.
Todo esto debe servir de aliento a aquellas almas –y son la mayor parte- que, no
llamadas a realizar obras grandes, pasan la vida en el cumplimiento de los humildes
deberes cotidianos, que el mundo no los ve ni los aprecia. Una mañana preparaba Sor
Consolata un ramo de flores para la Virgen, pero estaban más bien marchitas y esto le
disgustaba. La voz de la gracia le dio a entender lo siguiente: No siempre se pueden
ofrecer a Dios flores bellas de virtudes, pero siempre pueden ir acompañadas del amor.
Y Jesús no mira la flor que se le ofrece, sino el amor con que se le ofrece.
Obra, pues, sabiamente el alma que, en el ejercicio mismo de las virtudes, más
que en los actos de las mismas, mira directamente –con la intención y con el esfuerzoal amor, que vivifica y perfecciona todas las virtudes. Si la mutua caridad fraterna cubre
o disimula muchedumbre de pecados (1 Pe 4, 8) ¿cómo dudar que el amor no haya de
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suplir ante Dios los defectos, a que un alma puede estar sujeta? En este sentido han de
entenderse las siguientes palabras de Jesús a Sor Consolata (10 de noviembre de 1935):
¿Estás llena de defectos? Mira, Yo prefiero un alma llena de defectos, pero con el
corazón totalmente mío a otra que fuese perfecta, pero con el corazón dividido.
Habla aquí Jesús de perfección puramente formal, en contraposición a esta
esencial que está en el amor. En efecto, cualquier virtud que no vaya referida al Bien
final y perfecto, es siempre “virtud”, pero imperfecta. Se comprende, pues, que Jesús
haya podido decir a Sor Consolata: Cuando el corazón está muy enfermo, hace inerte a
una persona por robusta que sea. Así si el corazón no es mío, no sé qué hacer de esas
almas, por muy adornadas de virtudes que se crean. En suma, es más perfecta el alma
que más se acerca a Dios; y como Dios es el Amor, se acerca más a Él y por
consiguiente, es más perfecta el alma que más le ama. Se lo confirmaba Jesús a Sor
Consolata con estas palabras: El alma que me es más amada, es la que más me ama.
5. “El amor todo lo recibe de Jesús”
El alma que ama a Jesús con todo el corazón y con todas las fuerzas de su espíritu,
no sólo da todo a Jesús, sino que todo lo recibe de Él, sea en orden a su propia
santificación, sea en orden a la salvación de las almas. Nosotros aquí, limitaremos
nuestra consideración a lo que mira a la santificación del alma.
Sea dicho ante todo que el alma amante es, entre todas, la que más siente la
necesidad de no entretenerse en efímeras veleidades, en vacías afirmaciones de amor,
sino de comprobar su propio amor con la entrega total de sí misma. Esta alma ha
comprendido la verdad expresada en los párrafos precedentes, a saber: que las obras,
para ser meritorias y fecundas en bien para sí y para los demás, deben proceder del amor
y que el amor mismo es el que las sugiere, las sostiene, las perfecciona.
En otras palabras: no es malo asirse a las obras para llegar al amor, pero es más
lógico – y casi diríamos teológico- asirse al amor para llegar a las obras. San Francisco
de Sales al que le decía: “Quiero ser muy humilde para poder amar mucho al Señor”,
respondía: “Yo en cambio quiero amar mucho al Señor para poder ser humilde.”
Estamos con San Francisco de Sales, el cual a su vez está con San Pablo que escribe: El
amor es longánime y benigno; el amor no tiene envidia, no obra temerariamente, no se
ensoberbece, no es ambicioso; no es egoísta, no se irrita, no piensa mal, no se huelga
de la injusticia, complácese en la verdad, todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera,
todo lo soporta (1 Cor 13, 4-7).
Claro está: defectos que evitar, virtudes que practicar, todo el amor y a través del
amor. Y no sólo estamos con San Pablo, sino sobre todo con el Evangelio: Sin Mí nada
podéis hacer (Jn 15, 5). Nos parece así mismo cosa clara que obra con mayor seguridad
el que mira directamente a la unión con Jesús para llegar a las obras, que no el que hace
lo contrario, ya que nada puede realizar sin Jesús.
Y añade Jesús en el Evangelio: Como el sarmiento no puede de suyo producir
frutos, si no está unido con la vid, así tampoco vosotros si no estáis unidos conmigo. Yo
soy la vid y vosotros los sarmientos, quien está unido a Mí y Yo a él, ése da mucho fruto
(Jn 15, 4-5). Pero ¿cómo morar en Jesús sin que Él haya de morar en nosotros? Dios es
amor y el que está en el amor, está en Dios y Dios en él. (1 Jn 4, 16). ¡Cuán claro,
sencillo y rectilíneo es todo en el Evangelio! Con el amor la unión a Jesús, en la unión
con Jesús la abundancia de todo fruto de santificación, porque las virtudes divinas pasan
al alma, como la savia pasa de la vid a los sarmientos.
Esta verdad ha sido solemnemente confirmada en la doctrina y sobre todo en la
vida de Santa Teresita, la cual a través del amor, llegó al heroísmo en todas las virtudes,
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como lo proclamó la Iglesia. Ahora parece que Dios quiere confirmar de nuevo tal
verdad con la doctrina y con el ejemplo de Sor Consolata. Reproduciremos por lo tanto
algunas de las lecciones de Jesús a la humilde capuchina, en confirmación de lo arriba
expuesto.
Ante todo, el amor es la primera y más perfecta reparación de los propios pecados.
“El arrepentimiento que excluye el amor de Dios –enseña San Francisco de Sales- es
diabólico, semejante al de los condenados. El arrepentimiento que no rechaza el amor
de Dios, aunque todavía esté sin él, es bueno y deseable, bien que imperfecto y no
puede darnos por sí mismo la salud hasta que haya llegado al amor y se haya mezclado
con él” (Teótimo, Lib. II, c 19). Por lo demás, no tenemos sino que abrir el Evangelio:
“le son perdonados muchos pecados porque ha amado mucho” (Lc 7, 47). Y, para
quitar toda duda: Ama menos aquel a quien menos se le perdona (Lc 8, 48). Ahora bien,
el Evangelio es de todos los tiempos, y para todas las almas, como son para todas las
almas estas enseñanzas de Jesús a Sor Consolata (22 de noviembre de 1935): ¿Quieres
hacer penitencia de tus pecados? Ámame, sea tu penitencia el amor.
Dígase lo mismo de quien quiere reparar los pecados de los demás. El Domingo
de Ramos de 1936, al leer la Pasión de Nstro. Señor Jesucristo, Sor Consolata se detuvo
en la traición de Judas y del corazón se le escapó este grito: ¡Oh pudiera reparar todos
los sacrilegios! Y oyó: Sí con el amor puede reparar los horrendos sacrilegios, con el
amor puedes sufrir, inmolarte, consumar el sacrificio. Todo con el amor, con nada sino
con el amor.
Además de la reparación, el amor es purificación. Es, en efecto, luz que hace que
el alma descubra los menores lunares que pueden ofuscar su belleza; es fuerza que da al
alma la energía necesaria para extirpar los defectos hasta la raíz; es fuego que arde y
consume las malas hierbas que en nosotros brotan. “Sé –decía Santa Teresita- que el
fuego del amor es más santificador que el del purgatorio.”
Una noche (11 de noviembre de 1935) decía Jesús a Sor Consolata que oraba ante
el tabernáculo: Consolata, tráeme tus faltas de hoy –Jesús, ¡Yo no las recuerdo!también Yo las he olvidado -¿y entonces? –Dime que me amas y vete en paz, que ya no
existen.
Para los ejercicios espirituales del año 1935, el Padre espiritual hizo llegar a Sor
Consolata una carta en la que, para ejercitarla en la humildad, le enumeraba algunas
faltas que decía haber descubierto en ella y a la vez le incluía una imagencita del Buen
Pastor estrechando contra su corazón a una ovejita. Jesús, a su vez, tomaba de ahí
motivo para introducirla en los santos ejercicios:
Consolata, como esta ovejita has de estar en mi Corazón durante los santos
ejercicios y continuarás amándome; Yo pensaré en todo lo demás.
Mientras tú reclinada en mi Corazón me amas, Yo quemo tus defectos, aún los
que tu Padre encuentra en ti: amor propio, soberbia, exageración, falta de sencillez,
etc., Yo los destruyo todos.
Otro día (19 de agosto de 1936): confesándose humildemente llena de
deficiencias, Jesús le hacía escuchar: Ámame, el amor hará desaparecer todas tus
deficiencias.
Por eso, como se dijo, no quería que se replegase en su propia infidelidad; le decía
(9 de julio de 1934): No te repliegues en ti misma, sobre lo que has hecho, sino por
encima de todas tus miserias, ama siempre.
El amor, después de haber renovado al alma a través de la reparación y la
purificación, la lleva a la adquisición de todas las virtudes, a la perfección de las
mismas, conforme se ha explicado. Grande ciertamente era la vocación particular de Sor
Consolata, porque grandes eran los designios de Dios sobre ella, a los que había de
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corresponder. Jesús le aseguraba (30 de agosto de 1935) ¿Quieres corresponder a tu
vocación? Ámame, nada más, ámame siempre y corresponderás plenamente a mis
designios sobre ti.
Esto naturalmente requiere el ejercicio de las virtudes, pero precisamente a través
del amor es como el alma está segura de practicarlas. Lo mismo en cuanto a la caridad
fraterna tan amada de Sor Consolata, sobre la cual le prometía Jesús (2 de julio de
1935): Piensa sólo en amarme y Yo pensaré en hacerte caritativa.
Igual promesa encontramos respecto de la humildad, virtud fundamental de la
perfección cristiana:
(22 de agosto de 1935): Cuanto más estés en Mí, más haré Yo pasar a través de ti
mi humildad.
(4 de julio de 1935): Ámame, nada más, Yo pienso en mantenerte en humildad, si
estás en Mí, en la vid, lo que hay en la vid está también en los sarmientos.
No es pues –conviene repetirlo-, que las almas que siguen la vida de amor, no
aprecien el valor y no sientan la necesidad de las demás virtudes, sino que están
íntimamente convencidas de que el medio más seguro para llegar a ellas, es el de estar
muy unidas a Jesús, como el sarmiento a la vid. De aquí los reclamos de Jesús a Sor
Consolata, para que no se desviara.
(20 de agosto de 1935): El amor es santidad; cuanto más me ames, más santa te
harás.
(8 de noviembre de 1935): Recuerda que el amor y sólo el amor te llevará al más
alto grado de santidad.
Y mientras Jesús le hablaba de un alto grado de santidad, el Padre Divino le
prometía la misma cumbre de la santidad (19 de septiembre de 1935): ¡Recuerda,
Consolata que el amor y sólo el amor te llevará triunfalmente por encima de todas las
cumbres!
6. “Algunos frutos de la vida de amor”
Cómo el alma pueda prácticamente actuarse en la vida de amor, es lo que a
continuación vamos a exponer. Hablaremos aquí brevemente de algunos frutos
particulares de la misma, además de los ya indicados.
Es el primero, el gozo íntimo, profundo del alma: que sabe y siente poseer a Dios
y ser de Él poseída; sabe y siente que valoriza al máximo para la gloria de Dios, para sí
misma y para la salvación de las almas, la breve jornada de esta vida; sabe y siente que
nada ni nadie puede arrancarle este tesoro inmenso, si ella persevera fielmente en el
camino emprendido, pudiendo hacer suyas las palabras del Apóstol: ¿Quién me
separará de la caridad de Cristo? (Rom 8, 35).
Una de las primeras palabras de Jesús a Sor Consolata es ésta: Ámame y serás
feliz, y cuanto más me ames, más feliz serás.
Y esto siempre, en la luz y en las tinieblas de espíritu (15 de marzo de 1934): Aún
cuando estés entre espesas tinieblas, el amor produce luz, el amor produce fuerza, el
amor produce alegría.
Y si así sucede en todas las almas, ocurre particularmente en las almas religiosas
por Él escogidas y con predilección amadas (20 de agosto de 1935): Si todas mis
esposas me amasen, tendrían en la tierra el paraíso en sus corazones, porque el paraíso
se goza amándome.
¡Oh, si todas las almas comprendieran esta verdad! ¡Oh, si la comprendiese este
pobre mundo que, alejado de Jesús, se ha descarriado del camino de su verdadera y
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única felicidad! Siempre será cierto lo que Jesús decía a Sor Consolata (13 de octubre
de 1935): ¡Oh, si se me amase! ¡Cuánta felicidad reinaría en este mundo tan infeliz!
¿Qué decir, entonces, de los sufrimientos, patrimonio de toda humana criatura y
medio tan poderoso de santificación? ¿Serán extraños al alma que vive de amor? Todo
lo contrario, porque el amor se nutre del sacrificio. El Calvario es la cumbre del
sacrificio, porque es la cumbre del amor. Y Jesús prometía a Sor Consolata (27 de mayo
de 1936): ¡El amor te llevará a la cumbre del dolor!
No basta, en efecto, sufrir; es necesario sufrir bien y esta difícil ciencia no se
aprende sino en la escuela del amor (11 de noviembre de 1935): Para sufrir bien tienes
necesidad de amar, de amar únicamente, de amar siempre intensamente.
¿Es que el valor sobrenatural del sufrimiento no está en razón de la pureza y del
grado de amor que la vivifica? Por eso decía Jesús a Sor Consolata (1 de diciembre de
1935): El amor es más grande que el sufrimiento y el sufrimiento será tanto más
perfecto cuanto más gigante sea en ti el amor.
Además, el amor y sólo el amor es el que puede cambiar el sufrimiento en gozo:
Estoy inundado de consuelo, rebozo de gozo en todas mis tribulaciones (2 Cor 7, 4). Y
Jesús se lo confirmaba a Sor Consolata (1 de diciembre de 1935): El sufrimiento cuando
es aceptado con amor, ya no es sufrimiento, se cambia en gozo.
También el Padre Divino le prometía en cambio del amor (18 de octubre de
1935): Consolata, te doy el gozo del dolor y el gozo en el dolor.
Esto naturalmente no excluye que el alma “sienta” el sufrimiento, como no le
dispensa del esfuerzo para sufrir con perfección, pero es siempre cierto que el amor da
al alma la fuerza necesaria. Ponme como un sello sobre tu corazón, como un sello sobre
tu brazo, porque el amor es fuerte como la muerte (Cant 8, 6). Y es más fuerte que la
muerte, porque el alma que ama está revestida de la misma fortaleza divina. Un día (26
de febrero de 1936), Sor Consolata lloraba su propia infidelidad: -Jesús, ¡soy tan vil!¡Únete a la fuerza! –Y ¿cómo?- ¡Permanece en el amor! Y Él añadía después: ¡Unida a
la fuerza, serás más fuerte que los fuertes!
Otro fruto igualmente inseparable de la vida de amor, es la paz profunda y estable
del alma, porque al abandonarse confiadamente al Amor, ha eliminado el alma la causa
de infinidad de inquietudes, como supone la búsqueda de siempre nuevos caminos,
nuevos medios, nuevas prácticas, la multitud de deseos siempre insatisfechos y a veces
imposibles de satisfacer. Esta vida de amor ha simplificado sumamente la vida
espiritual. Un solo deseo: amar. Una sola ocupación: amar. Una sola preocupación:
amar. Todo lo demás le vendrá al alma con el amor.
No se trata, pues, de quietismo, o cosa parecida, sino de todo lo contrario: vivir de
amor quiere decir vivir la vida sobrenatural lo más intensamente posible, pero
concentrándola en un solo punto: el amor. Por eso la lección más frecuentemente
repetida por Jesús a Sor Consolata es ésta: Tú piensa sólo en amarme, que Yo pensaré
en todo lo demás, hasta en las más insignificantes particularidades.
Y realmente, pensamientos vanos, intereses inútiles, preocupaciones oprimentes,
todo queda eliminado para el alma que vive de amor (31 de julio de 1936): Consolata,
tú sabes que Yo pienso en todo, te proveo de todo hasta de las más insignificantes
particularidades; por eso, no des entrada a un pensamiento, un interés... ¡No temas, Yo
pienso en ti!
Bien lo experimentó ella en toda su vida. Privada de la presencia sensible de
Jesús, escribía:
“...Desde el día en que Jesús me dijo: Yo pensaré en todo hasta en las
insignificantes particularidades, tú piensa sólo en amarme, tomó sobre sí la
responsabilidad de todos mis deberes, compromisos, deseos, en suma todo. Y aún hoy
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que está callado, continúa pensando en todo hasta en las más insignificantes
particularidades. Jesús obra en mí y Sor Consolata no tiene más que pensar en amarle.
Sí, los acontecimientos, etc., son tierra que a mí ya no debe interesarme; yo debo
abrirme o dejar entrada sólo a las cosas del cielo, del paraíso. Ahora el paraíso es amar y
por lo tanto no debo admitir sino el amor.”
Y si el paraíso es amar, la felicidad del paraíso –lo hemos ya apuntado-, es un acto
en el alma que vive de amor. Sólo que en este mundo el amor es militante, mientras que
en el cielo será regocijante y glorificante. Un día Sor Consolata se declaraba
inmerecedora de los goces eternos, porque le parecía que no hacía nada, pero Jesús le
dijo (15 de noviembre de 1935): ¿No mereces estos goces eternos porque no haces
nada? Dime ¿qué dice el catecismo? Que has sido creada para conocerme, amarme y
servirme y después gozarme eternamente. Y tú ¿no me amas? ¿no me sirves? Luego
tienes derecho a la gloria y goces del paraíso; el paraíso te lo concedo, no sólo por
amor, sino por derecho.
¿Y qué paraíso? Contestemos con otra cita del diario de Sor Consolata (mayo de
1935):
“...esta tarde he estado unos instantes en el lavadero para hacer una obra de
caridad. Mientras trabajaba, la gracia susurró a mi corazón, que en aquel instante se
sentía alegrado por suaves pensamientos: Verás, verás, lo que sabré hacer por Sor
Consolata. ¡Tú me amas y Yo te daré toda la gloria! –Jesús, me darás también todo el
dolor, ¿no?- Sí, todo el dolor, todo el amor y toda la gloria, porque me amas!...”
¿Cómo dudar aún de que el amor sea verdaderamente el todo? ¿que lo da todo a
Jesús y que todo lo recibe de Él?... Demos fin a esta parte sobre la vida de amor dejando
que la criatura escogida que creyó al Amor, que esperó y confió en el Amor, que amó al
Amor, dé salida a los seráficos ardores de su corazón:
“Oh Jesús, yo también cantaré y cantaré siempre: En las horas de luchas y en las
horas de amor; en la hora de la alegría y en la del dolor. Y así, precisamente así, se
extinguirá mi vida: amándote y sacrificándome. Y éste mi canto de amor, mis
insignificantes sacrificios, a través de tu Corazón, adquirirán un valor infinito; y Tú, en
tu condescendencia inefable, te dignarás hacerlos descender a las tres Iglesias: cual
lluvia de amor, de refrigerio y de misericordia inmensa, como por mí lo has hecho. ¡Oh,
sí, siento que Consolata será un apóstol de tu Corazón, de tu misericordia, siempre,
hasta el fin de los siglos! Me lo has dicho Tú, oh Jesús... ¡Jesús, yo creo, creo y confío
en ti!... ¡Jesús, te amo!”
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Capítulo IV
La actuación de la vida de amor en el incesante acto de amor
1. “Vivir en un acto de perfecto amor”
Vivir la vida de amor, como puede deducirse de los capítulos precedentes,
significa hacer que el amor sea verdaderamente la vida del alma. Corazón, mente,
fuerzas, todo y siempre impregnado en el amor al buen Dios. Ama al Señor tu Dios con
TODO tu corazón, con TODA tu alma, con TODA tu mente y con TODAS tus fuerzas.
(Mc 12, 30). Y, en otras palabras, la perfecta actuación, de este otro precepto del
Maestro Divino: Como el Padre me ha amado, así yo os amo: permaneced en mi amor
(Jn 15, 9). Permaneced: una acción permanente; en el amor: no el simple estado de
gracia, sino el acto afectivo y efectivo; en mi amor: el amor a Jesús cual expresión de
nuestro amor a su Padre y nuestro.
Todo esto, en las divinas lecciones a Sor Consolata, que vamos a exponer, se
sintetiza en el esfuerzo del alma para transformar la propia vida en un acto de perfecto
amor. No sólo hacer todas las acciones con amor, no sólo recoger y ofrecer con amor las
delicadas flores de los pequeños sacrificios cotidianos y de los pequeños actos de virtud,
sino también esforzarse por vivificar con el amor cada instante de esta breve jornada
terrena.
Pero ¿qué es el amor perfecto? Es, ante todo, el puro amor con que se ama a Dios
por sí mismo; después el amor actual, indudablemente más perfecto que el habitual;
luego también, por concomitancia, es el amor que abraza en una misma palpitación a
Dios y a las almas, puesto que no se puede amar a Dios sin amar también al prójimo.
Querríamos añadir que nuestro amor a Jesús no puede, no debería ir jamás separado del
amor a María Santísima: sea porque no se pueda agradar a Jesús si no se ama a la Madre
suya y nuestra, sea porque nuestro amor llegará verdadera y perfectamente a Dios, sólo
si pasa a través del amor de María: la única criatura que ha amado a Dios como Él
quiere y debe ser amado.
Si, pues, se quisiese una fórmula de perfecto amor, debería comprender,
juntamente con el amor a Jesús, el amor a la Virgen y a las almas.
Tal es precisamente la fórmula del acto de amor que Jesús dio a Sor Consolata,
para que lo transmitiera a las almas.
2. “Conveniencia de una fórmula”
Pero fácilmente se comprende que, para la mayor parte de las almas (para todas
las que no tienen el don de la contemplación infusa), no sería esto posible, sin la ayuda
de algún medio práctico, o sea de alguna fórmula breve y fácil, que dé como cierta
expresión al propio amor y facilite así la intimidad de amor con Jesús.
Helo aquí: como la madre se inclina en un acto de amor sobre su propio pequeñín,
para dirigirle y repetirle alguna palabra, esa frase que querría que él le repitiese en
correspondencia de afecto, así Jesús se dignó a bajarse hacia una pequeñísima alma, Sor
Consolata Betrone, para dictarle y luego exigirle el incesante acto de amor, que había de
constituir la vida espiritual, el medio principal con que actuó su vocación de amor, su
vida de amor.
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3. “La fórmula del incesante acto de amor”
El acto de amor dictado por Jesús a Sor Consolata, está formulado en estos
términos: JESÚS, MARÍA OS AMO, SALVAD LAS ALMAS. Alguna consideración sobre
el valor intrínseco de este acto de amor podrá ser de utilidad a las almas.
Limitaremos nuestro pensamiento a unos pocos puntos:
1. No se podía, en tan pocas palabras, formular un acto más perfecto de amor, en
el sentido expuesto. Aquí está todo: amor a Jesús, a María, a las almas.
2. Es un acto de puro amor, con el cual se da a Dios todo lo más excelente que se
puede dar: amor y almas.
3. Es asimismo un acto de perfecta caridad, porque el amor del prójimo
encuentra en él la más alta expresión en la incesante peroración a favor de las
almas; de todas las almas (comprendidas las del purgatorio), y de todas sus
necesidades, conforme a la explicación dada por el mismo Jesús.
4. De aquí que compendie los dos grandes mandamientos, que son a su vez el
compendio de toda la Ley.
5. Más aún: por el hecho de ser incesante (en el sentido que explicaremos), lleva
al alma al cumplimiento literal y perfecto del predicho primer mandamiento,
que es amar a Dios con todo el corazón: el acto de amor debe brotar del
corazón, el corazón es el que ama cuan incesante e intensamente que le es
posible; -con toda la mente: la continuidad del acto de amor excluye de por sí
todo pensamiento inútil voluntario; -con toda el alma (esto es, como explica
Santo Tomás con toda la voluntad): el incesante acto de amor se apoya en el
fervor de la voluntad, no en el sentimiento; con todas las fuerzas: para
conseguir la máxima continuidad e intensidad del amor es necesario hacer
converger a él todas las energías del alma.
6. El acto de amor, sea en sí mismo, como en la fórmula dicha, como quiera que
es a la vez plegaria, o más bien, la más perfecta de las plegarias u oraciones,
lleva al alma a la actuación literal y perfecta del otro precepto evangélico: Es
necesario orar siempre, y nunca dejar de orar (Lc 18, 1).
7. Con él el alma vive la vida sobrenatural lo más intensamente posible: para la
gloria de Dios, para la propia santificación, para la salvación de las almas.
8. Con él vive el alma una vida esencialmente mortificada, en el olvido de todo y
en la silenciosa entrega de sí, y con ello viene a colocarse en el estado de
pequeña víctima de amor.
Cuáles sean las predilecciones divinas y las divinas promesas en favor del
incesante acto de amor, lo veremos en los párrafos siguientes.
4. “Cómo debe entenderse el incesante acto de amor”
Las lecciones de Jesús a Sor Consolata, sobre el incesante acto de amor, si
sabemos apreciar su valor, impiden que se incurra en errores o desviaciones.
Error sería, por ejemplo, convertir el acto de amor en una simple jaculatoria dicha
más o menos frecuentemente, si se quiere con preferencia a otras. Nada de malo hay en
esto (y para la mayor parte de las almas puede ser suficiente), pero Jesús no pretende
sugerir a las almas una nueva jaculatoria, sino indicarles una vida espiritual que les
facilita la vida de amor.
Si el acto de amor ha de ser para el alma camino y vida, síguese que, por lo
menos, en el esfuerzo de la voluntad, debiera ser incesante, algo así como la respiración
del alma.
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Otro punto hay aquí que aclarar y es: cómo haya de entenderse la continuidad del
acto de amor en relación con las diversas ocupaciones del día, según los deberes de cada
uno. La respuesta a esta dificultad no podría venir sino de Jesús mismo. El Sábado
Santo de 1934, animando a Sor Consolata a la fidelidad del acto de amor, Jesús le
prometía su divina ayuda, mientras tanto le sugería la siguiente norma práctica, que
quiere lo sea para todas las almas: Consolata, como he tomado la responsabilidad de tus
pensamientos y palabras, así me la tomo de tu acto de amor continuo. Pero ten presente
una vez para siempre; que cuando hablas conmigo, o escribes o meditas, el acto de
amor continúa. Yo igualmente lo tengo en cuenta, aunque el corazón en esos momentos
se vea obligado a callar.
Es pues, cosa clara que el acto incesante de amor en nada impide la vida común y
regular del que se rige por él; no es en detrimento de las demás prácticas de piedad, sean
obligatorias o libres; no impide las distintas ocupaciones del día, ni a su vez puede ser
impedido por ellas, siempre que el alma procure continuar su canto de amor, en la
medida que le es concedido por la naturaleza de las mismas ocupaciones.
Cuando uno ora, cuando medita, cuando habla por deber o caridad o conveniencia,
cuando está ocupado en un trabajo que absorbe las facultades del alma, el acto de amor
ante Dios es como si continuase. La intención suple la actuación del mismo.
La tercera observación de no menor importancia es: que el acto incesante de amor
no debe ser una cosa superficial, la repetición mecánica de una fórmula, sino un
verdadero canto de amor. Más –y esto es preciso subrayarlo-, no es absolutamente
necesario pronunciarlo con los labios. Un acto de amor no es una simple frase vocal,
sino un acto interior; de la mente que piensa en amar, de la voluntad que quiere amar y
ama. El acto incesante de amor es, pues, una continua, silenciosa efusión de amor. La
fórmula –no se olvide-, no es sino una ayuda, para que el alma pueda más fácilmente
fijarse en el amor y en el perfecto amor. Lo mismo se deduce de las palabras de Jesús a
Sor Consolata, que pueden servir de introducción a la doctrina sobre el incesante acto de
amor (16 de noviembre de 1935): Si una criatura de buena voluntad me quiere amar y
hacer de su vida un solo acto de amor, desde que se levanta hasta que se acuesta –con
el corazón, se entiende-, Yo haré por estas almas verdaderas locuras. Escríbelo.
Por lo tanto, el incesante acto de amor se ha de entender con el corazón. Lo cual –
repitámoslo-, no quiere decir que el alma deba “sentir” gusto o suavidad en hacerlo, ni
que deba “sentir” amar. Le basta querer amar.
5. “Las divinas exigencias del incesante acto de amor”
“Ya desde los primeros ejercicios espirituales que hice en las capuchinas –escribe
Sor Consolata-, Jesús exigió a mi alma lo que después continuó exigiéndome: El
incesante acto de amor. Él fijó la meta en donde había que llegar; y los obstáculos,
pasiones y defectos que tendría que quitar siempre a la luz de este acto de amor. Nada te
debe apartar del continuo acto de amor, me decía en la meditación, el día de la toma de
hábito. Y después en la sagrada comunión: No te pido sino esto, un continuo acto de
amor. En un principio era: JESÚS TE AMO. Después deseó que añadiese: JESÚS,
MARÍA OS AMO. Más tarde quiso completarlo así: JESÚS, MARÍA OS AMO, SALVAD
LAS ALMAS.
Desde este momento las divinas exigencias del incesante acto de amor son
incontables y el lector nos perdonará que le cansemos con algunas repeticiones por
tratarse del punto más importante que viene a constituir como la razón de ser del nuevo
Mensaje Divino. Todo lo demás que hemos dicho sobre la vida de amor, aunque
utilísimo y en cierto modo necesario, por más que no esté integrado con la revelación y
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doctrina del acto de amor, tendría un valor relativo, por hallarse también
substancialmente en la vida y escritos de otras almas privilegiadas. Refiramos pues –sin
comentarios en gracias a la brevedad- las diversas exigencias divinas; por lo menos las
que tenemos a la vista, ya que el diario de Sor Consolata no ha llegado completo hasta
nosotros.
La primera es el 15 de marzo de 1934: ¡Ámame Consolata, tu acto de amor me
hace feliz!
Y no sólo lo recomendaba sino que lo exigía (15 de octubre de 1934): Consolata,
tengo derecho sobre ti y por consiguiente quiero de ti un incesante “JESÚS, MARÍA OS
AMO, SALVAD LAS ALMAS”, desde que por la mañana te despiertas hasta que por la
noche te duermes. Lo quiero Yo.
Y como respondiendo a una espontánea objeción de la pobre criatura, le añadía: Si
me crees omnipotente, créeme capaz de concederte este continuo acto de amor; Yo lo
quiero.
El acto de amor tenía que ser por lo tanto el alimento vital de su alma (23 de junio
de 1935): Un pececillo, fuera del agua se muere, así tú fuera del acto de amor.
Por lo contrario, como el pececillo en agua vive y se desarrolla, así a través del
incesante acto de amor, con el perfeccionamiento de la caridad en ella, también la vida
de la gracia se desarrollaría y perfeccionaría hasta llegar al total desprendimiento de sí o
aniquilamiento, que es una muerte mística (25 de octubre de 1935):
Vive anonadada y encerrada en un solo y continuo “JESÚS, MARÍA OS AMO,
SALVAD LAS ALMAS”, y nada más. Para ti no existe ya nada ni nadie, sólo el acto de
amor.
Esta muerte mística no es quietismo sino tránsito a la vida heroica: de aquí que
Jesús no encuentre ya en el alma obstáculo alguno a sus divinas operaciones y pueda
obrar en ella como dueño incuestionable (7 de septiembre de 1935): A base de tu
anonadamiento realizaré mi maravillosa obra. (Qué obra se ésta, lo diremos a
continuación). Y ¿sabes qué es lo que te anonada? El acto incesante de amor, en el que
todo es por Mí, sin que quede nada de ti, ni por ti.
Anonadada en este continuo acto de amor, su alma tenía que identificarse, que
transformarse en Él (3 de abril de 1936): San Juan Bautista dijo de sí mismo que era
“una voz que clama en el desierto” y tú debes ser “un incesante acto de amor.”
Por eso, ninguna criatura debía apartarla de este su único deber (28 de junio de
1936): “Duc in altum” (Cfr. Lc 5, 4). ¡Da un adiós para siempre a todo lo que es tierra
y criatura y camina anchamente con el acto incesante de amor hacia la ribera eterna!
Todas las energías espirituales debía emplearlas en este único propósito (3 de
diciembre de 1935): Consolata, para no perder tiempo, cada vez que pronuncies un
acto de amor, renueva todas tus promesas; si caes levántate; si eres olvidadiza,
recupérate. Un acto de amor sirve para todo a cualquier hora y en cualquier estado.
Y como Consolata tenía la costumbre de renovar todos los días, en la sagrada
comunión, sus votos particulares, Jesús le sugería (30 de mayo de 1936): Extrema
vigilancia, sí, para no dejar entrar un pensamiento, para no pronunciar una palabra no
requerida, pero no te pierdas en esto, ¡oh no! Piérdete únicamente en el incesante acto
de amor.
Esas divinas exigencias respecto al silencio riguroso que había de observar Sor
Consolata, tendían precisamente a mantenerla en esta continuidad de amor (8 de
septiembre de 1936): No me basta que evites hablar en la recreación, quiero el acto de
amor continuo; para eso te exijo el silencio.
No tiene que decir que el enemigo se irritaba contra el acto incesante de amor,
buscando todos los medios para sembrar en el alma de Sor Consolata la duda y la
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desconfianza respecto del camino que seguía, pero Jesús le tranquilizaba diciéndole (5
de abril de 1936): Todo lo que turba tu acto de amor, no viene de Mí.
Igual aviso le daba al respecto de lo que hubiera podido estorbar la continuidad
del amor (3 de julio de 1942): Todo lo que, te aparte del incesante acto de amor, no
viene de Mí sino del enemigo.
En suma, Jesús la quería totalmente “heroica” en la continuidad del amor, hasta
llegar a la máxima perfección (31 de julio de 1936): Quiero que durante todo el día
llegues a no hurtarme un acto de amor, ni siquiera uno. ¿Lo entiendes?
Y es que la vocación particular de Sor Consolata, su misión en favor de los
Hermanos, su misma santificación, todo debía actuarse a través del amor incesante. El
primer viernes de febrero de 1935 le decía Jesús: Olvídalo todo, ámame continuamente,
con corazón de hielo o de piedra es lo mismo. Todo está aquí, todo depende de esto: de
un incesante acto de amor, y nada más.
Y más claramente aún (16 de diciembre de 1935): Tú debes dar a Jesús lo único
que Él quiere sacar de tu vocación: el acto incesante de amor en cualquier estado de
ánimo en que hayas de encontrarte.
Nótese la apremiante insistencia divina por tener segura a Sor Consolata en la
continuidad de amor en cualquier condición de espíritu. Amar sin “sentir”, es
efectivamente un martirio íntimo, y no son pocas las almas que, en tal estado de ánimo
se abstienen de hacer acto de amor, por temor de que no correspondan a la verdad. Es
ésta una astucia del enemigo para impedir al alma que ame. Escuchemos a San
Francisco de Sales: “El decir a Dios: ¡os amo! sin que se tengan un vivo sentimiento de
amor, es cosa que nunca se ha de omitir, porque voluntad y gran deseo de amarle
siempre tenemos.”
Naturalmente, la continuidad de amor, en este caso, es costosa a la naturaleza y se
tornaba difícil a Sor Consolata, contra la cual el demonio desencadenaba todas las
luchas posibles. Por eso Jesús le decía, para ponerla en guardia (10 de octubre de 1935):
Consolata, que el demonio y sus pasiones, desencadenen en tu alma todas las luchas
posibles, poco importa; truenos, tempestades y rayos, no importa, tú debes decirte:
“quiero continuar impertérrita mi acto de amor de una comunión a otra; éste es mi
deber, mi único deber”. Y ¡adelante siempre!
Formada en orden de batalla para la lucha por la santidad, bajo la bandera del
incesante acto de amor, debía custodiarlo con el valor de un buen soldado que defiende
la bandera de la patria:
(6 de septiembre de 1936): El acto incesante de amor es tu bandera; defiéndela
ante el enemigo a costa de la vida.
(7 de septiembre de 1936): Es preciso amar la propia bandera, es preciso
defenderla a toda costa; vivir bajo ella y morir estrechándola contra el corazón, sin
dejarla jamás en manos enemigas. Así ha de ser tu acto de amor, cueste lo que cueste,
dámelo de continuo.
¿Que por fragilidad humana le ocurría interrumpirlo? No por eso debía
desanimarse ni mucho menos renunciar a la lucha: Lleva el esfuerzo al máximum y, con
voluntad férrea, no pierdas un acto de amor, vuelve a él heroicamente sin que lo
interrumpa ni una mirada.
La continuidad de amor no fue, pues, para Sor Consolata un don infuso. Tuvo, sí
gracias especiales inherentes a su misión, pero debía corresponder a ellas, y
correspondió siempre con heroico esfuerzo de voluntad, sin detenerse cuando la lucha
se hacía más áspera, sin perder el ánimo en las más o menos voluntarias infidelidades. A
ello le incitaba Jesús diciéndole:
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(7 de septiembre de 1936): Ámame, Consolata, por encima de las luchas e
inevitables caídas; procura no dejarte impresionar por una falta, sino continúa
impertérrita tu acto de amor.
(8 de septiembre de 1936): Esfuérzate Consolata, es por tu bien; insisto en tu
esfuerzo por darme incesante el acto de amor.
Ciertamente, Jesús hubiera podido llevarla de golpe a la codiciada cumbre, pero
no quiso hacerlo y se lo decía claramente, para doctrina y aliento de todas las almas (16
de septiembre de 1936): Y ¿crees tú que no podría concederte esta continuidad de
amor? Mira: me agrada verte luchar, caer, levantarte; en suma, me placen tus
esfuerzos; ver lo que sabes hacer. Y ¿sabes cuándo gozo más? Cuando tú, levantándote
impertérrita por encima de todo, continúas tu acto de amor.
Y como Jesús no le ocultó jamás (lo veremos mejor a continuación), que el acto
de amor continuo había de ocupar todas las facultades del alma en un continuo esfuerzo
aniquilándolo todo en la criatura, hasta un pensamiento inútil, venía a ser una cruz para
el alma misma. Para animarla en el no fácil camino, le indicaba que no pensara en el
futuro sino que viviera y santificara, con el amor el momento actual: vive amando
minuto por minuto; el día eterno es muy largo para ti.
Prometíale además su constante apoyo y el del Padre espiritual (14 de octubre de
1935): no temas, Consolata, cuando la insistente lucha obstaculiza tu acto de amor, Yo
pensaré en mandarte el Padre, de modo que no tengas que soportar detenciones o
retrasos en la ascensión, de manera que ames siempre y solamente ames, aunque sea
con esfuerzo, porque sólo el acto de amor continuo te dará fuerzas para todo.
Un día habiéndole enseñado a valorizar el acto de amor en el coro, hasta los
brevísimos intervalos, entre los versículos, antífonas, etc., le manifestó ella la duda de
que su corazón no podría resistir un trabajo tan intenso. Y díjole Jesús: ¡Lo reforzaré
con el Mío!
Sobre todo le prometía reparar Él las deficiencias de la débil criatura: Tú has lo
posible por darme el acto incesante de amor, pero cuando faltes Yo lo repararé. No, no
temas que soy siempre bueno.
Como se ve, toda la acción de Jesús en el alma de Sor Consolata consistió siempre
en esto: en llevarla y mantenerla en la continuidad de amor. Un día que se preguntaba si
acaso Jesús no había agotado la fraseología en la acostumbrada exigencia, tuvo esta
respuesta: No temas que haya agotado las frasees al requerirte la misma c osa: Amor.
Mira soy omnipotente y puedo repetir hasta lo infinito la misma petición con frases
siempre nuevas.
Otra vez, que se admiraba cómo Jesús no se hubiera aún cansado en tales
exigencias, oyó esta respuesta: No, no estoy cansado y no me cansaré jamás, porque no
quiero sino esto: ¡que tú me ames y nada más!
6. “Fecundidad espiritual del incesante acto de amor”
¿Quién salva las almas? Nosotros no, ciertamente. Las salvó Jesús desde la cruz y
Él es el que continúa salvándolas, aplicando a ellas los méritos infinitos de su cruenta
expiación. . Nosotros, a lo más y sólo por su dignación, podemos ser sus cooperadores
en la salvación de las almas y lo somos en la medida de nuestra unión con Jesús, y por
lo tanto, de nuestro amor a Él.
Todo lo que San Pablo dice con relación al valor sobrenatural de nuestras
acciones, puede aplicarse a nuestro apostolado a favor de otras almas. Sin el amor, todas
nuestras palabras –dichas o escritas-, no sería si no en vano sonar de metal o reteñir de
campana; de nada aprovecharía toda nuestra ciencia, de nada el esforzarse en la
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búsqueda de nuevos medios para hacer presa en las almas. Podemos ser predicadores,
conferenciantes, periodistas, organizadores, todo lo que quiera, pero si no arde en
nosotros la caridad de Nstro. Señor, jamás seremos apóstoles. Apóstol es el que habla, y
obra en el nombre de Jesús, en íntima unión con Él, encendido en el mismo fuego de
amor por el Padre Celestial y por lo tanto, por la misma pasión de celo por la salvación
de las almas. Pensar de otro modo es caer en la herejía, no formal, pero sí práctica.
Santa Teresita que amaba a Jesús como un serafín, tuvo alma de apóstol; y no sólo
eso sino que a través del amor ejerció un apostolado tan real, grande y universal, que ha
llegado a ser proclamada patrona de las misiones, sin que jamás viera la tierra de
misiones, ni predicara nunca un sermón y quien así la proclamó fue la Iglesia, guiada
por el Espíritu Santo, que es Dios.
Esta solemne lección de Dios al mundo que no de todos fue comprendida,
encuentra hoy su confirmación en la vida de Sor Consolata: la cual sedienta también de
celo, porque sentía la sed del amor, logró una copiosa mies de almas en premio de su
amor, como se puede ver en la obra de su vida; por lo que –para continuar el argumentohe aquí lo que le decía Jesús sobre la fecundidad del acto de amor para los fines del
apostolado (8 de octubre de 1935): ten presente que un acto de amor decide la eterna
salvación de un alma, por lo tanto, debe remorderte si pierdes un solo “JESÚS, MARÍA
OS AMO, SALVAD LAS ALMAS.”
La misma consolatísima promesa le hacía otras veces: No pierdas tiempo, todo
acto de amor es un alma.
También la Santísima Virgen le exhortaba en este sentido respecto del incesante
acto de amor (10 de octubre de 1935): sólo en el paraíso conocerás su valor y
fecundidad para salvar almas.
Una gran promesa le hizo Jesús durante la guerra civil en España, en contestación
a sus oraciones (6 de septiembre de 1936): Sí, te daré la victoria sobre el comunismo en
España, pero tú haz lo posible por darme el acto incesante de amor.
Algunos días después le repetía: Sí, el acto de amor encierra todos tus propósitos
y con él Jesús, te dará la victoria de España y así dirá el mundo cómo agradece el
incesante acto de amor. ¡Ánimo, adelante!
Hacía años que pedía Sor Consolata la conversión de su hermano Nicolás, no
menos que por la de su tío Félix Viano. El primero se reconcilió con Dios Nstro. Señor
en la Pascua de 1936 y, en julio siguiente, decía Jesús a Sor Consolata: Recuerda
Consolata, que no te he dado a Nicolás y no te daré al tío Félix por el mérito de tus
penitencias y sacrificios, sino únicamente por el acto incesante de amor. Recuérdalo
porque el amor es lo que quiero de mis criaturas.
El acto de amor es fecundísimo aún como oración reparadora (8 de octubre de
1935): ¿Por qué Consolata no te permito tantas oraciones vocales? Porque el acto de
amor es más fecundo. Un “JESÚS, MARÍA OS AMO, SALVAD LAS ALMAS” repara
por mil blasfemias.
Para el alma misma que lo practica, el acto incesante de amor vale mucho más y
por lo tanto es más fecundo en méritos que cualquier otra obra: Consolata, pon a un
lado todas las obras virtuosas que podrías hoy realizar, y al otro lado un día
transcurrido en un continuo acto de amor, y Yo prefiero el día pasado en un continuo
acto de amor a todo lo demás que podrías hacer u ofrecerme.
Por eso, cada vez que Sor Consolata se proponía ofrecer a Jesús o a la Santísima
Virgen algún homenaje particular, intervenía la gracia solicitando de ella el acto de
amor. En la preparación a la fiesta a la Inmaculada (1935) le sugería Jesús: ¿Qué
quieres dar a la Santísima Virgen en su novena? Mira, dale un “JESÚS, MARÍA OS
AMO, SALVAD LAS ALMAS” continuo; se lo das todo.
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Finalmente, el acto de amor es fecundísimo en orden a la santificación del alma;
precisamente porque, con él, no sólo se da todo a Jesús, sino además se recibe todo de
Él.
Comentando a Sor Consolata las palabras del Santo Evangelio: Sin Mí no podéis
hacer nada, le decía Jesús (26 de octubre de 1935): Es para ti la frase más confortante
del Evangelio porque excusa toda tu impotencia y te arroja con abandono completo en
el Corazón Divino y anonadada allí en un acto de amor, pedirás cuanto quieras y se te
dará.
Así es porque Jesús no se deja vencer en generosidad por su pobre criatura, que
trata de amarle continuamente (13 de septiembre de 1936): ¡Oh, mantente firme en este
único propósito. No interrumpir el acto de amor me basta. Permanece fiel a él,
renovándolo hora por hora, Yo te concederé todo, Consolata, absolutamente todo.
El alma fiel al incesante acto de amor será efectivamente fidelísima en todo lo
demás, como el Padre Divino prometía a Sor Consolata (23 de septiembre de 1935):
Mira, Consolata, mantente en el propósito de amar continuamente. Éste compendia
todos los demás, observando éste, los observas todos.
Jesús, a su vez le daba la razón (14 de julio de 1936): Cada acto tuyo de amor,
atrae a ti la fidelidad, porque me atrae a Mí que soy la fidelidad misma.
Establecida de esta manera en la fidelidad a todos sus deberes y propósitos, el
alma cantará victoria sobre sus pasiones y sus enemigos (30 de mayo de 1936): Para
reportar todas las victorias todo consiste en esto: no perder un acto de amor.
Por eso reportará copioso fruto de santificación (26 de octubre de 1935): Te has
anonadado al Padre (espiritual) y cerrado en una sola palabra: “¡obedezco!”, pues
bien anonádate de Mí y ciérrate en una sola frase: “JESÚS, MARÍA OS AMO, SALVAD
LAS ALMAS” y lograrás mucho más fruto.
Sobre todo el incesante acto de amor hará al alma pronta a todo sacrificio que le
pida (24 de septiembre de 1935): Mira, Consolata, mantente en un “JESÚS, MARÍA OS
AMO, SALVAD LAS ALMAS” continuo. Mira, es el único propósito que te da fuerza
para responder “sí” a toda petición mía de sacrificio.
Y el primero de diciembre de 1935: ¿sabes por qué te digo continúa solamente
así? Porque esta continuidad de amor, teniéndome unida siempre a Mí, te vuelve pronta
a todo, en cualquier momento.
Efectivamente, para sufrir bien es necesario, amar mucho. Es una ilusión pensar
de otra manera. Basta tener un poco de experiencia de almas (y de la propia) para
convencerse de que no es el sacrificio el que lleva al amor (¡cuántas almas sufren de
mala manera!) sino el amor que lleva al sacrificio: es decir, al sacrificio, aceptado,
sufrido y ofrecido, con alegría y agradecimiento; semejante sacrificio se transforma en
alimento de amor. Por lo cual decía Jesús a Sor Consolata (19 de octubre de 1935):
Consolata, prepárate al dolor con el amor, ¡ama continuamente! ¡ay si dejases de
amar!
Y precisamente lo que Jesús recordaba frecuentemente a Sor Consolata era el
estado de víctima, para mantenerla firme en la continuidad de amor. Decíale el 24 de
noviembre de 1935: sé que el acto de amor continuo cuesta, especialmente a ciertas
horas, pero es muy meritorio, Consolata. Y no olvides nunca que te he elegido víctima
de amor.
En el capítulo siguiente veremos cómo el estado de víctima se actuaba de esta
manera en Sor Consolata a través del incesante acto de amor, cumpliéndose la solemne
promesa que Jesús le hacía un día: Consolata, te haré escalar las cumbres del amor y
del dolor, te lo juro; y tú “JESÚS, MARÍA OS AMO, SALVAD LAS ALMAS” y nada
más.
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Capítulo V
La perfección de la vida de amor en la perfección del incesante acto de amor
1. “Premisa.”
Es necesario esta premisa, a fin de que las almas deseosas de seguir a Sor
Consolata, en la adquisición de la altísima perfección a que ella fue llamada por Dios en
el camino del amor, no se espanten y menos lleguen a deducir: ¡Imposible! ¡Esto no es
para nosotras!
Hacemos pues observar en primer lugar, que no ha de asombrar que Jesús llame a
un alma a la más alta perfección, siendo así que en el Evangelio nos ha dejado Él
consignado: Sed perfectos, como es perfecto vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5,
48). Meta inasequible y que sin embargo nos la propone Jesús para enseñarnos que en el
camino de la santificación no hay límite, más allá del cual pueda el alma mitigar el
esfuerzo. No por ser la meta inasequible estamos dispensados de tender a ella con todas
nuestras fuerzas.
Obsérvese, en segundo lugar, que el haber Jesús propuesto a Sor Consolata tan
sublime alteza, no quiere decir que le haya ella conseguido de una manera absoluta y
definitiva, de modo que nada le quedara ya por hacer. Una y muchas veces hemos dicho
que Sor Consolata durante toda su vida, no depuso jamás las armas del buen combate;
lo que puede probar que ella jamás juzgó haber llegado a la cima suprema, por más que
fuese excelsa a la que alcanzó.
De lo cual se deduce – y es la tercera observación-, que ante Dios lo que se tiene
en cuenta no es precisamente el éxito, que depende únicamente de Él, sino el esfuerzo
de la criatura, que quiere seriamente, que eficazmente trabaja, que lucha sin tregua ni
descanso; siempre, se entiende, sostenida por la gracia divina, que no puede faltarle. La
cual gracia, no se concede a todos de igual manera, sino según los designios
misericordiosos de Dios. Ahora bien, habiendo sido Sor Consolata elegida por Dios
para enseñar al mundo el camino del incesante acto de amor, recorriéndolo ella primera,
se comprende que Dios la haya favorecido con gracias extraordinarias en orden a su
vocación y misión, para poder así presentarla como modelo a todas las almas que han de
ser llamadas a seguirla.
Queda pues declarado que las divinas exigencias respecto de Sor Consolata,
contenidas en el presente capítulo, no deben entenderse dirigidas –en la misma medidaa todas las almas, aún llamadas a seguir el mismo camino. Bástales tener la mirada fija
en el ejemplar que Dios les ofrece en Sor Consolata y tratar, con generosa
correspondencia a la gracia, de copiarlo lo más perfectamente posible; recordando
siempre que Dios premia, no el resultado, sino el esfuerzo.
2. “La continuidad de amor en el incesante acto de amor”
La perfección de amor –aparte de su pureza, por la que se ama a Dios por sí
mismo-, está ante todo en su continuidad efectiva: amor actual, no sólo habitual. A esto,
por lo tanto, debe tender el alma deseosa de perfeccionarse cada vez más en la vida de
amor. Pero ¿cómo actuar esta continuidad? Jesús, a través de Sor Consolata, nos enseña
el medio práctico y accesible a todas las almas de buena voluntad: el incesante acto de
amor.
En las lecciones precedentes, siempre que Jesús habla a Sor Consolata en la
intimidad del amor con Él, se refiere al acto de amor. Se lo decía después claramente
(22 de agosto de 1935): En este continuo contacto conmigo, producido por el acto de
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amor, descubrirás los defectillos que quisieran apartarte de esta unión divina y los
alejarás de ti; y el día vendrá a ser así una continua palpitación de amor, desde que te
levantas hasta que te acuestas, y lo proseguirás eternamente.
Otra vez, refiriéndose al hecho de que Sor Consolata gozaba de la presencia
visible de Jesús en el propio corazón (lo veía intelectualmente bajo la figura del Sagrado
Corazón o del Crucifijo), le decía (29 de octubre de 1935):
No sólo tu celda es para ti el tabernáculo, donde encuentras siempre a Jesús –(y
su Divino Corazón o Crucifijo)-, tú misma eres ese tabernáculo donde quieras que te
encuentres.
Y como en tu celda no quieres dejar entrar sino al acto de amor continuo, así
donde te encuentres, en cualquier trabajo en que te ocupes, no dejes entrar sino al acto
de amor continuo.
Y las normas que le había sugerido respecto al silencio, como se dijo, no tenían
otro fin que el de obtener de ella la continuidad del acto de amor. Hablándole de la
recreación, le decía (12 de noviembre de 1935):
Ves, Consolata, desde que estás en Mí con el continuo acto de amor, vives una
vida maravillosa, divina. ¡Oh, entonces crees todo lo que se te revela para el porvenir,
no roza tu alma la menor duda!
Pero si en la recreación me dejas y te mezclas en conversaciones con las
criaturas, entonces te sientes más pobre criatura y, terminada la recreación, en tu alma
hay una duda: ¿No será todo ilusión esto tan grande que en mí siento?
Por consiguiente, no me dejes ya más por la criatura ni siquiera veinte minutos.
Habla, o mejor contesta, pero mientras tanto con el corazón ama.
Se podrá aquí preguntar: ¿hasta qué punto llevó Sor Consolata la continuidad del
acto de amor? Contestamos que la continuidad efectiva y absoluta no es posible a
humana criatura, sin un privilegio de Dios.
Este privilegio lo tuvo ciertamente la Santísima Virgen, y piadosamente pensando,
también San José en un grado correspondiente a su dignidad y misión. Por lo que toca a
Sor Consolata diremos que, como Jesús no se cansaba de pedirle el incesante acto de
amor, ella no omitió esfuerzo alguno para corresponder lo más perfectamente posible a
las divinas exigencias.
En el diario, fecha 16 de septiembre de 1935, refiriéndose siempre a la
continuidad del acto de amor, encontramos la siguiente declaración de Jesús: Ves, desde
el día de la toma de hábito, que te lo pedí, no has llegado aún a dármelo siempre; algún
día sí, pero pocos.
Por donde se ve que ya en aquella época (desde la vestición habían transcurrido
cinco años), Sor Consolata había llegado al menos algún día a hacer efectivamente
incesante el acto de amor. Si en la mayor parte de los días no logró esa continuidad, las
lagunas eran de brevísima duración y casi nunca plenamente voluntarias. Sin embargo,
tenían que desaparecer esas lagunas, porque Jesús le añadía:
Ahora, para darme este acto de amor continuo ¿qué te es necesario? El doble
silencio de pensamientos y de palabras con todos, y verme y tratarme en todos.
Yo pensaré a través de ti, Yo hablaré a través de ti, Yo escribiré a través de ti, y tú
preocúpate sólo de amarme, pero de amarme siempre; y sea éste tu único pensamiento
desde que te levantas hasta que te acuestes.
Insistiendo más en particular sobre la virginidad de mente, necesaria para el
ejercicio del incesante acto de amor, le explicaba (25 de noviembre de 1935): El acto de
amor es como un tren directo que corre sobre los rieles, pero si éstos están obstruidos
por pensamientos inútiles, el tren no puede correr, y se ve obligado a pararse.
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Ves cuán necesaria te es la virginidad de mente. ¡Ni un pensamiento, ni uno solo!
Pero ¡cuánta paz! ¿no es cierto, Consolata? Yo solo en tu mente.
El alma que se ha consagrado al amor a través del incesante acto de amor, debe
por lo tanto ejercitarse, sin escrúpulos, pero con generosidad y firmeza, en este silencio
externo e interno, teniendo siempre presente la preciosidad de un acto de amor y como
dirigidas a sí estas palabras de Jesús a Sor Consolata (13 de septiembre de 1935):
Consolata, el tiempo que te queda por vivir Yo lo he consagrado todo en un acto de
amor. Si tú interrumpes ese amor para seguir un pensamiento, para pronunciar una
frase no estrictamente necesaria, haces un hurto al Amor.
Una tan perfecta continuidad viene a colocar al alma en un estado de continua
inmolación. Jesús no se lo ocultaba a Sor Consolata (15 de noviembre de 1935):
Consolata, Jesús tomó la cruz sobre sus espaldas y se dirigió al Calvario. ¿Sabes
cuál es tu cruz? No perder un acto de amor. Éste será de hoy en adelante tu único
programa.
No que el acto de amor sea una cruz, sino no perder uno, en cualquier condición
en que te encuentres, esto es cruz, pero te ayuda a llevar todas las demás cruces.
Te doy la cruz: no perder un “JESÚS, MARÍA OS AMO, SALVAD LAS ALMAS”,
pero te doy también la gracia de llevar esta cruz, fielmente hasta el último suspiro.
Te amo, Consolata, y esta cruz que pongo sobre tus espaldas, aniquila todo en ti,
mientras te lleva a la observancia escrupulosa del más mínimo punto de la regla, las
Constituciones, del Directorio.
Al día siguiente, volviendo sobre el mismo punto, le añadía: ¿Te gusta la cruz que
te he dado? ¿Estás contenta?... Es fecundísima ¿sabes? La cruz de amor es fecundísima
más que cualquier otra cruz, por Mí y por las almas.
Y precisamente a través de esta silenciosa pero incesante inmolación de amor, Sor
Consolata realizó su estado de víctima de amor. La oferta de sí misma en calidad de
víctima, Sor Consolata la hizo, según la divina petición, el día de su profesión solemne
(8 de abril de 1934), pero la consagración oficial como víctima por parte de Jesús no se
efectuó hasta el primer viernes de diciembre de 1935. ¿Cómo tuvo lugar esto? ¿Cuáles
serían los deberes de esta nueva víctima consagrada? Helos aquí: Jesús la confirmó
solemnemente en la continuidad de amor y ella le dio su consentimiento.
La noche anterior al primer viernes, durante la Hora Santa preparándose Sor
Consolata al nuevo acto de consagración, Jesús le decía:
Consolata, la sed de amor de Jesús, su súplica de reparación por tus Hermanos y
Hermanas ¿no te dice todo?
Sí, Yo te lo he dado todo a ti. Ahora tú dame todo a Mí: todo tu amor, todas las
palpitaciones de tu corazón en el incesante acto de amor. No quiero más, porque
únicamente, en este incesante acto de amor me das todo, todo, por ti y por tus
Hermanos.
He aquí, donde quiero que me demuestres tu fidelidad y generosidad: con la
renuncia completa de cada pensamiento, de cada palabra, para no interrumpir jamás
tu acto de amor: siempre amar, aceptando todas las consecuencias, sin interrumpirlo
jamás.
Lo sé, eso consume dulcemente, mata a mi Consolata... he aquí la víctima de
amor.
Y en contestación a la natural perplejidad de la víctima, siempre temerosa de no
corresponder plenamente a los divinos designios, sintiendo siempre las pequeñas
involuntarias infidelidades del amor, Él añadía con divina ternura:
No, Consolata, no; mi omnipotencia es grande y en lo que te pide, te concede
juntamente la gracia de podérmelo dar.
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¿Quieres mi bendición que franquee tu voluntad, que te haga tenaz para en fin
perseverar en el acto de amor sin interrumpir jamás este acto de amor con un
pensamiento o una palabra?
Pues bien, sí te bendigo y no lo interrumpirás jamás; he aquí mi don para ti del
primer viernes de diciembre.
A la mañana siguiente Jesús realizaba la preanunciada consagración; pero todo se
desenvolvía en lo íntimo de Sor Consolata, sin nada de extraordinario por fuera. Y le
decía Jesús:
Hoy te consagro víctima de amor. No te hiero con un dardo, pero ye inflamo
silenciosamente y, aún cuando quisieses interrumpir tu acto de amor, ya no podrías.
El tiempo que te queda por vivir, desde hoy hasta el último momento, nosotros lo
reuniremos en este incesante acto de amor. Cree, en él me das todo.
Sí, Consolata, despreciaremos, pisotearemos todo obstáculo y amaremos siempre,
incesantemente, hasta el último suspiro... Sí, Yo salgo responsable de todo ello.
La responsabilidad que Jesús se tomó de la continuidad de amor en Sor Consolata
–conviene volver a recordarlo-, no significa una posesión pacífica por parte del alma.
Esto nunca ocurrirá; sin embargo, investida de la llama consagratoria de amor, se sentirá
en adelante más fuerte en el holocausto de amor. El hecho es que ya en junio de 1936,
para la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, Sor Consolata se sentía pronta a emitir el
voto del incesante acto de amor. Jesús había estado queriéndolo y ella se preparó con
una fervorosa novena, meditando todos los días una de las conferencias del P. Mateo
Crawley a las religiosas (P. Mateo Crawley: Sed santas –Conferencias a las Religiosas).
UN voto de tal naturaleza no es ciertamente cosa para hacerlo a la ligera y bien lo sabía
ella, que diariamente experimentaba, cuánto cuesta a la naturaleza no perder en el día un
solo acto de amor. Escribía, en efecto, al principio de la novena (10 de junio de 1936):
“...esta mañana estaba sola en los quehaceres, pero me sentía unida al Corazón de
Jesús, a pesar de desear unirme a Él oficialmente (con el permiso del Padre espiritual),
con el voto de no perder un acto de amor, la naturaleza, que no sufre el voto de que la
crucifique enteramente, intentaba resistirse. Comienzo a comprender que el acto
incesante de amor, lo da todo a Dios, porque le inmola pensamientos, palabras e
imaginaciones, etc... ¡Es la muerte de la naturaleza!”
No fue como se ve un efímero entusiasmo, sino la deliberada y conciente
realización de un voto que le crucificaba, y que fue confirmado por el mismo Jesús. El
13 de junio, en una de dichas conferencias, su espíritu se sintió conmovido por esta
frase: “Sé valerosa como María Santísima; aprende a cantar sobre todo cuando estés
crucificada con Jesús”. Y susurrábale Jesús al corazón: Así te quiero y cuando el viernes
el Amor te inmole plenamente, únete a Mí con el voto de no perder un acto de amor. Así
te quiero, siempre así.
La noche del 18 de junio, vigilia de la fiesta, emitía su arduo voto.
“...Esa noche en coro estaba expuesto Jesús. Pensé que los dones se ofrecen las
vísperas de las fiestas. Mañana en la fiesta de su Corazón... La meditación hablaba de
un corazón que tanto ha amado a los hombres y de lo que no recibe más que
ingratitudes. Mi alma, lo confieso, no estaba dispuesta a emitir el voto de amor exigido.
Me humillé, confesé al Corazón Divino las culpas que no había podido deponer a los
pies de su ministro y experimenté dolor de ellas... La lucha cedía a una paz profunda.
Imploré la ayuda de mis Santos Protectores y después a Dios, Trinidad adorable, por la
intercesión de mi Madre Inmaculada y de San José, confiando totalmente en el Corazón
de Jesús, emití el voto del incesante acto de amor, sin el menor consuelo, ni en la mesa,
ni en los trabajos, ni en la recreación... Un gozo íntimo y tranquilo, junto con la
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confianza de que me será concedido perseverar y otros muchos dones inundaron mi
alma. ¡Jesús en Ti confío!”
No habrá pasado por alto al lector la extensión dada por Sor Consolata a su voto:
hacer de tal manera incesante el acto de amor que no se permitía jamás descanso alguno,
en ningún momento del día. Se requiere ciertamente una llamada particular de Dios, que
es precisamente una la vocación del amor, y hasta una gracia particularísima, que no
podía negarla a esta alma por Él escogida para enseñar al mundo la doctrina y la
práctica del incesante acto de amor.
Ésta no quita que el voto por ella emitido fuese algo más que llevar sencillamente
la cruz: era permanecer en la cruz, para consumar en ella el holocausto de amor. “Hoy –
dice el diario (23 de mayo de 1936)-, he sentido continuamente la sed del sufrimiento y
esta noche, al entregarme al descanso, he escuchado: ¡Oh, si conocieses el valor de un
acto de amor!... y comprendí que este continuo acto de amor será el que me consumirá
llevándolo todo a la práctica.”
Ni más ni menos, y Jesús después de la emisión del voto, se lo dirá claramente (8
de julio de 1936): Ahora ya no es llevar la cruz, sino vivir en la cruz, perseverar en la
cruz con el incesante acto de amor. ¡Ánimo, ánimo Consolata!
Todo esto requiere heroísmo, y Sor Consolata era tan heroica que no le espantaba
las cumbres. “¿Es heroica –(16 de septiembre de 1936)- mi fidelidad al acto incesante
de amor? No. Y para que lo sea ¿qué tengo que hacer?” La divina respuesta fue ésta: Es
preciso querer, querer fuertemente, querer siempre.
Fue el verdadero programa de la vida espiritual de Sor Consolata; programa que
ella compendiaba en estas palabras: “Amarte de verdad, oh Jesús, más bien morir antes
de dar entrada a un pensamiento inútil; es morir antes que pronunciar una frase no
requerida, no estrictamente necesaria; es morir antes que interrumpir el acto de amor.”
Y era sincerísima en lo que decía o escribía.
3. “La virginidad de amor en la virginidad del acto de amor”
Se ha dicho en los párrafos precedentes que el ejercicio del incesante acto de amor
no puede realizarse sin un riguroso silencio de pensamientos y de palabras por parte del
alma. Ahora añadiremos que el incesante acto de amor es a su vez una ayuda grandísima
(indispensable para la mayor parte de las almas) para mantenerse ya sea en la virginidad
de mente, sirviendo para no dejarla divagar, ya sea en la virginidad del corazón, no
dejándole posar sobre cosa alguna terrena; y por consiguiente, en la virginidad de
lengua, manteniendo al alma en un continuo y virtuoso silencio. También aquí son muy
claras las divinas lecciones a Sor Consolata.
Por lo que toca a la virginidad de mente y de lengua, le decía (16 de septiembre de
1936): Es preciso que tengas un dominio tal sobre tus pensamientos y sobre tus
palabras, que el demonio no pueda ya nada contra ti, y que este dominio te lo favorece
el acto de amor.
Y respecto a la virginidad del corazón (1 de diciembre de 1935): Sólo la
continuidad del acto de amor asegura la virginidad a tu corazón.
Y no sólo esto, para tal fin, Jesús le pedía a Sor Consolata la continuidad del acto
de amor, pero además la virginidad del acto de amor; no sólo no perder en el día un
acto de amor (con el corazón), sino no apartar jamás la mente del mismo.
Es la verdadera y perfecta virginidad de amor.
Ya el 17 de octubre de 1935, poniendo a Sor Consolata en guardia contra los
engaños del enemigo respecto a la continuidad del acto de amor, le decía: Ves, lo que el
enemigo quiere impedirte es el acto de amor continuo. He aquí el porqué de toda esta
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lucha agobiante de pensamientos. Con tal que tú no ames, le basta cualquier
pensamiento, aunque sea bueno.
Pasando después a explicarle más claramente en qué consiste la virginidad de
amor, le decía (6 de diciembre de 1935):
¿Sabes en qué consiste la pureza de tu acto de amor? En no entremezclar un
pensamiento, porque puedes al mismo tiempo amar con el corazón y con la mente
pensar en otra cosa.
No, la pureza del acto de amor excluye todo pensamiento, exige la virginidad de
la mente ¿lo entiendes? Así quiero Yo de ti el acto de amor.
Pero, no temas, Yo te ayudo a dármelo con toda su pureza y así, no admitiendo
nada en ti, me das, amándome, todo.
Le explicaba además cómo es que los pensamientos extraños al amor puedan
ofuscar la pureza del acto de amor (6 de diciembre de 1935):
Ves, en los pensamientos, aún en los buenos, que se infiltran en ti, entra siempre
algo de amor propio, de complacencia, y se comprende que manchen el acto de amor.
Pero si tú confiando ciegamente en que Yo pienso y pensaré en todo, no das
entrada a ninguno de ellos, el acto de amor tendrá una pureza virginal.
Y contestando a una promesa formal, por parte de Sor Consolata: de querer ser
fiel a la virginidad de amor, la animaba de esta manera (8 de diciembre de 1935): Tú me
prometes virginidad de amor y Yo, en cambio te prometo la observancia escrupulosa de
ella.
Más tarde, Jesús la establecerá en la continuidad y virginidad de amor y sin
embargo, ni a pesar de favor tan singular, le liberará de la lucha o le dispensará de
emplear a fondo todas sus energías espirituales (15 de diciembre de 1935): Te confirmo
en gracia respecto de la virginidad de amor y de tu incesante acto de amor, pero no
creas que no te va a costar ya esfuerzos el amarme. ¡Oh no, mi confirmación en gracia
no excluye la lucha y el esfuerzo!
Ahora la lucha es sufrimiento y para Sor Consolata será un sufrimiento continuo,
como continua será la lucha. Pero he aquí el precioso fruto de la virginidad de amor: ¡La
virginidad de su sufrimiento! El alma así situada en un incesante acto de amor virginal,
es apta para hacer llegar a Dios todo el perfume de sus sufrimientos, sin desperdiciarlo
en estériles lamentos o en un peligroso replegarse sobre sí misma, sin tomar
exteriormente actitud alguna de víctima, ninguna postura buscada o estudiada, cosa
propia de las víctimas en figura y no en realidad. Todo esto se lo confirmaba Jesús
diciéndole (9 de diciembre de 1935):
Ves, la virginidad de amor va paralelamente con la virginidad de mente.
Cuando un alma se estabiliza en esta virginidad de amor, ya nada logra turbarla,
se mantendrá como confirmada en la paz.
Mira a la Santísima Virgen al pie de la cruz: sufre, sí pero ¡qué dignidad en su
sufrir! ¿La ves? ...En un mar de dolores y ni un lamento; no se desanima, no se abate,
nada, nada... Acepta, sufre, ofrece hasta el cosummatum est, con calma y fortaleza.
Así te quiero en los días de dolor y la virginidad de amor te ayudará a serlo.
Le daba además la razón por la cual la virginidad de amor sitúa al alma en una paz
tan perfecta y estable (10 de diciembre de 1935):
“En verdad, en verdad os digo: el que comete el pecado es esclavo del pecado”
(Jn 8, 34) Así tú, si dejas entrar un pensamiento, si pronuncias una frase no requerida,
eres sierva de la infidelidad.
La sierva es esclava, la esclavitud pesa. He aquí por qué, después de una
infidelidad, sientes tu alma invadida por la tristeza y no sabes aliviarte, sino
recurriendo a Jesús.
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Viceversa, si resistes a la tentación, si eres fiel, te sientes libre y fuerte y pronta
para cualquier sufrimiento. ¿Lo comprendes, Consolata? ¡Tenlo presente!
Juntamente con la fortaleza en el sufrimiento, la virginidad de amor asegura al
alma la verdadera alegría, que nada, ni nadie puede arrebatarle; queda como confirmada
en la alegría y al mismo tiempo en la paz (13 de diciembre de 1935): Consolata, ¿ves la
blancura de la nieve que te rodea? Pues bien, permanece así en la virginidad de mente,
lengua y corazón, y el sufrimiento se te hará siempre dulce; porque sólo la infidelidad
te hace sufrir, otra cosa no porque sufrir por amor de Jesús y de las almas es gozo y
alegría.
La alusión de Jesús a la blancura de la nieve expresa perfectamente otro fruto de
la virginidad de amor, que es llevar al alma a una extrema pureza. Pureza ante todo de
mente (2 de diciembre de 1935): Mira, mientras tú ames, el demonio no puede hacer
entrar en ti un pensamiento malo, porque todas tus facultades están absorbidas por el
amor; pero si tú dejas de amar, sí que lo puede. Por eso, ama siempre.
Y conjuntamente la pureza del alma y de cuerpo (11 de junio de 1936): Este
incesante acto de amor te da la triple virginidad: corazón, cuerpo, espíritu.
Y esto porque Jesús es fiel a sus promesas, trasfunde en el alma que le está tan
íntimamente unida, su misma pureza virginal (25 de noviembre de 1935):
Consolata, virginidad de mente: sí, ¡Yo solo!... Virginidad de corazón: sí, ¡Yo
solo!... Virginidad de sufrimiento: ¡Por Mí solo!... Virginidad de lengua: ¡Háblame a
Mí solo!... Virginidad de cuerpo: ¡Yo la trasfundo en ti!
Realmente, ¡cuál no será la pureza de un alma que desde la mañana hasta la
noche, incesantemente tiene fijas todas las facultades en un acto de amor continuo y
virginal! ¡Oh, cómo se comprueba lo que decía Jesús a Sor Consolata y que va dirigido
a todas las almas! (30 de noviembre de 1935): La virginidad de mente te hace hermosa
e inmaculada, el acto de amor continuo (te hace) ardiente como te quiero.
Con estas lecciones sobre la virginidad de amor, Jesús iba preparando a Sor
Consolata al voto de amor virginal. Entresaquemos del diario (6 de agosto de 1936):
“...Esto he comprendido: Jesús tiene sed de amor, aplacársela con agua sucia es un
ultraje que no puede soportar un corazón de esposa; por lo tanto, mi acto de amor, que
sirve para quitar la sed de Jesús, debe llegar a una pureza tal, que no permita mezcla
alguna de pensamientos extraños, aunque buenos: no dejar entrar nada, absolutamente
nada, sino dejar despreocupadamente que piense Jesús... Él me ha dado a entender que
me ha preparado estos días para el voto del acto incesante de amor virginal, el cual
excluye todo pensamiento aún bueno y toda frase no requerida estrictamente.
Comprendí ser su deseo que emitiese este voto esta noche y yo lo emití dentro de su
mismo Corazón. Me preguntó que deseaba en cambio; le contesté: la fidelidad para
observarlo hasta la muerte. Entendí que asumía Él la responsabilidad de hacérmelo
observar.”
Como claramente se ve, trátase de dos votos arduos cual ninguno y de altísima
perfección. No es ya sólo a la continuidad del acto de amor, sino a la pureza virginal del
mismo, a donde tendrá que encaminar sus esfuerzos, sin aflojar jamás en el don total de
sí ningún momento del día. ¡He aquí la víctima de amor! “Lo que Jesús es para mí –
escribía Sor Consolata- (1 de enero de 1936) quiero ser yo para Él; ¡una pequeña y
cándida hostia en la triple virginidad de mente, lengua y corazón!”
Así lo es ya ella y Jesús se lo confirma (19 de julio de 1936): Ahora eres una
hostia consagrada al Amor por el Amor infinito!
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4. “La intensidad de amor en la intensidad del acto de amor”
Este es el tercer requisito para la perfección del amor: dar a nuestro amor la
máxima intensidad posible: Ama al Señor tu Dios... con todas tus fuerzas (Mc 12, 30).
Si debemos amar al prójimo como Jesús nos ha amado, tanto más debemos amarle a Él
mismo con ese mismo amor, para corresponder a su amor. La única medida en el amor
de Dios, dice San Bernardo, es amarle sin medida. Es querer amar a Jesús “como nadie
jamás le ha amado”, que, común a todos los Santos, debiera ser común a todas las
almas, al menos en el deseo y el esfuerzo.
Por lo que se refiere a Sor Consolata, queda dicho que Jesús la amó con un amor
de predilección intensísimo, al que ella correspondió con intensísimo amor. No creamos
que no hace a nuestro propósito, ni a nuestra tarea de fiel y sencillo compilador, afirmar
que no es tan fácil encontrar, en la Hagiografía cristiana, un alma que más que Sor
Consolata haya amado a Jesús con un amor tan incesante, virginal e intenso. Y esto,
prescindiendo de las gracias extraordinarias y de los dones excelsos que Jesús le otorgó
aun en este particular. Mientras tanto limitémonos a pocas breves citas, las que más
estrictamente se relacionan con el asunto que tratamos: el incesante acto de amor.
Le decía Jesús (10 de noviembre de 1936): Consolata, no debemos ya pensar sólo
en evitar defectos, sino que nuestro esfuerzo debe tender a amar a Jesús hasta la
locura. Yo quiero ser amado por ti hasta la locura.
¡Amar a Jesús hasta la locura! ¿Puede un alma llegar a tanto? Sí, con la gracia de
Dios y esto precisamente prometía Jesús a Sor Consolata (11 de noviembre de 1935):
Confía, Consolata, Yo soy el Omnipotente y te amo hasta la locura y también tú me
amarás hasta la locura, te lo prometo.
¿Y cuál es el medio para llegar a tan intenso amor? El acto incesante de amor. Un
día (22 de julio de 1936), Jesús hacía sentir a Sor Consolata su apremiante invitación:
¡Ámame, Consolata, ámame mucho! Y a la pregunta, sobre qué hacer para amarle tanto,
le respondía: ¡Con el acto de amor incesante se me ama mucho! Y algún día después (2
de agosto): Con el acto incesante de amor me amarás hasta la locura.
Todo está en dar a este acto continuo de amor la máxima intensidad. Así, en
efecto, instruía la Santísima Virgen a Sor Consolata, como aparece en el diario (14 de
julio de 1936):
“...Se había dicho en la recreación que quien hace más sacrificios, ama más a
Jesús. Pensando en estas palabras esta noche en la meditación me encontraba un poco
triste, porque yo no hago grandes sacrificios por Jesús, si bien el deseo de amarle hasta
la locura es muy intenso. ¿No era pues una pobre ilusa?... Levanté la vista, y frente a mí
estaba la imagen de la Santísima Virgen y mientras la miraba, penetró en mí un
pensamiento confortante: La Santísima Virgen ¿qué cosas grandes hizo durante sus años
mortales en Nazaret? Sin embargo, ninguna criatura la superará jamás en el amor a
Dios. Mientras así pensaba, prometiendo imitarla, escuché estas palabras: Amar a Jesús
mucho, consiste solamente en dar a tu incesante acto de amor toda la intensidad de
amor posible.”
Que Sor Consolata, a través del incesante acto de amor amara a Jesús lo más
intensamente posible, puede deducirse del hecho de que Dios mismo tenía que
intervenir para frenarla en sus ímpetus amorosos. Le decía en efecto el Padre Divino (29
de noviembre de 1935):
Aún en tu acto de amor, calma; porque si no procedes con calma, con tus ímpetus
haces violencia al corazón y éste, extenuado, no podrá proseguir su canto.
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No creas que es menos ardiente cuando es más tranquilo; asegura la continuidad
¿Lo entiendes? El amor de por sí es fuego, deja que consuma tranquilamente mi
pequeña hostia.
Ama con paz, deja que el amor consuma dulcemente, no con ímpetu, no con
vehemencia, que te postran e impiden después que me regocije con tu canto...
En el mismo sentido la exhortaba otra vez Jesús. Cosía ella a máquina y como,
con la intención, cada punto debía ser un acto de amor, procuraba hacer andar a la
máquina a gran velocidad, para hacer más actos de amor. Pero se veía obligada a
pararse, porque el dobladillo, por la excesiva velocidad hacía zig-zag. Jesús entonces le
inspiró que procediera con calma y mientras tanto tomó de este hecho argumento para
aplicárselo al acto de amor:
Ves, Consolata, así sucede con tu acto de amor. Si sigues amándome con calma,
puedes darme este acto incesante; si tú, por el contrario, quieres forzar tu corazón a
amarme impetuosamente, te verás obligada a detenerte no teniendo ya fuerzas para
proseguirlo.
Sería necesario, por lo demás, traer aquí gran parte de sus cartas y de los apuntes
íntimos del diario, para comprender el ardor del amor que poco a poco iba
acumulándose en el corazón de esta víctima generosa a través del incesante acto de
amor. El hecho es que su pobre corazón, muy pequeño para contener tanto incendio de
amor, sufría hasta físicamente. Una cita (4 de julio de 1936):
“Esta noche he podido detenerme un poco ante el santo tabernáculo (mi pobre
corazón comienza a consumirse y no puede contener los deseos, los ímpetus de amor).
Me sentía invadida de la necesidad infinita de amar a Jesús que me ama hasta la locura,
con un amor igualmente loco, y al repetir a Jesús los deseos infinitos de amarle sentía
que había en el mío otro corazón: ¡el Corazón Divino! Este podía lanzarse hasta lo
infinito sin abatir la naturaleza”.
5. “El amor de abandono y el incesante acto de amor”
Es la más alta expresión de la vida de amor y lógico corolario de cuanto hasta
ahora venimos diciendo. A fin de que, en efecto, el acto de amor sea tan incesante que
no se pierda voluntariamente ni uno en todo el día, y tan virginal, que no dé entrada a
ningún pensamiento, es necesario que el alma lleve tan arriba su fe en el amor, que
quede a merced del amor, como una pluma a merced del viento. Con otras palabras: que
se abandone tan perdidamente al amor, que renuncie, no sólo a todo pensamiento de
criaturas, sino también a todo pensamiento de sí misma. Es el olvidarse, el morir a sí
misma: cosa difícil, poco comprendida de la mayor parte de las almas, pero no por eso
menos necesaria, si se quiere que Jesús pueda obrar libremente en el alma.
Lo hemos apuntado al hablar de la vida de amor en general, donde decíamos que
el olvidarse y abandonarse en Dios no significa que el alma deba descuidar la propia
formación espiritual, situándose en un indiferentismo reprobable, pero sí que debe evitar
proceder por su propio capricho, siguiendo los propios gustos, en vez de seguir sencilla
y dócilmente la acción de Jesús en sí. La palabra de orden de Jesús a todas las almas
llamadas a las alturas de la perfección por el camino del amor, es siempre ésta:
“¡Déjame hacer!”
Sí, dejar hacer a Jesús. ¿Y por qué no? Nadie lleva en el corazón más que Él la
santificación del alma; nadie, sino Él, puede santificarla; nadie, como Él, conoce sus
reales necesidades; sólo de Él son conocidos los divinos designios sobre ella; siendo
Omnipotente, lo puede todo; siendo fidelísimo, lo mantiene todo... ¿Por qué, pues no
fiarse de Él y dejarle libre el campo, de modo que obre en el alma como dueño absoluto,
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incuestionable? ¿Por qué no sacrificarle el propio parecer, los pensamientos, las
aspiraciones, los deseos, las preocupaciones y no prestarse confiadamente, momento por
momento, a su acción que siempre y únicamente es santificadora? Esto es lo que Jesús
quería de Sor Consolata (22 de septiembre de 1935): Mira, Consolata, la santidad es
olvido de ti misma en todo: pensamientos, deseos, palabras... Déjame hacer; Yo lo hago
todo y tú, momento tras momento, dame con gran amor lo que te pido.
El amor de abandono se reduce por lo tanto en la práctica al amor de docilidad.
Hablando a las turbas le recordaba Jesús lo que habían escrito los Profetas: Todos serán
enseñados por Dios (Is 54, 13; Jn 6, 45).
Jesús es este único Maestro de todas las almas; Maestro que posee la ciencia de la
santidad en grado infinito y quiere y puede comunicarla al alma, siempre que ella se
preste a ser adoctrinada y corresponda a ella con la prontitud de ejecución a toda divina
exigencia, a toda divina operación amorosa o dolorosa, a todo divino querer de
cualquier manera manifestado. Decía, en efecto, a Sor Consolata (24 de septiembre de
1935): Consolata, Yo tengo todos los derechos sobre ti y tú no tienes más que uno, el de
obedecerme. Yo tengo necesidad de una voluntad dócil que me deje hacer, que se preste
a todo, que se fíe de Mí y que me sirva siempre, en cualquier circunstancia, con paz y
alegría.
Jesús es Dios y lo que Él hace, lo hace como Dios, es decir, divinamente bien, y
por consiguiente, siempre para el mayor provecho del alma, aunque no siempre el alma
se da cuenta de este trabajo, divino en sí y en sus resultados (18 de noviembre de 1935):
Déjame hacer y verás que hago todo bien y todo Yo, y mi pequeña hostia se hará
fecunda de amor y de almas.
Pero el amor y sólo el amor es el que puede llevar al alma a este total y confiado
abandono. ¿Cómo, en efecto, podría el alma renunciar a todo pensamiento, deseo,
preocupación personal, si no se fía del Amor, si no deja que pensamientos y deseos y
preocupaciones sean absorbidos por el Amor?
Si Jesús está pronto a hacerlo todo en el alma, es precisamente para que ésta se
dedique a amarle. Se lo confirmaba a Sor Consolata (8 de noviembre de 1935): En un
alma me agrada obrar Yo ¿Qué quieres? me gusta hacerlo Yo todo y a tal alma no pido
sino que me ame.
El error en que caen muchas almas, está en creer que es exclusivo de ellas el
santificarse: por eso quieren hacer ellas, en vez de dejar hacer a Jesús; escoger ellas el
camino, el modo, los medios, etc., en suma, enseñar ellas al Maestro. Y de aquí resulta,
cuando más, una santidad guiada por ideas y puntos de vista personales, santidad que,
por no ser la de Jesús, el sólo Santo, no es santidad. El santificador es Él, y el alma tanto
más veloz y cabalmente es por Él santificada, cuanto más logra eliminar, en el camino
de la santidad, el estorbo de sí misma; cuanto más dócil se muestra al toque del Maestro
Divino, que es la característica del ejercicio de los dones del Espíritu Santo. Será, por lo
tanto, cosa fácil de comprender –sin equivocarse-, lo que Jesús decía a Sor Consolata
(22 de agosto de 1934): No pienses ya en ti misma, en tu perfección, en la santidad a
que has de llegar, en tus defectos, en tus miserias presentes y futuras, no; Yo pienso en
tu santificación, en tu santidad. Tú piensa sólo en Mí y en las almas; en Mí, para
amarme, en las almas para salvarlas.
Que es precisamente lo que hacía a través del incesante acto de amor virginal:
amor y almas, y nada más. El acto incesante de amor es pues –además de medio
eficacísimo para conseguir la perfección del amor en lo que es continuidad, virginidad e
intensidad de amor-, medio soberano para llegar al perfecto amor de abandono. Por eso
decía Jesús a Sor Consolata (15 de octubre de 1935): Déjame hacer, deja que Yo sólo
exista; que no quede de ti sino el acto continuo de amor y una suma docilidad para
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hacer sencillamente y siempre lo que Yo quiero directa o indirectamente a través de
Superioras y Hermanas.
Y como el alma, para dar a Jesús el acto de amor incesante y virginal, renuncia a
sí misma, hasta a un mero pensamiento, así Jesús se toma Él todo el cuidado del alma;
un cuidado amoroso, como ninguna madre terrena puede tener por su propio hijo
abandonado a su regazo en acto de amor (21 de mayo de 1936): Sígueme con el acto
incesante de amor día por día, hora por hora, minuto por minuto; en todo lo demás Yo
pensaré y proveeré.
Sor Consolata era de una actividad maravillosa; su santa ambición era llegar al
término de cada día después de haberse dado toda a todos. No le faltaba trabajo: era
secretaria, cocinera, portera, zapatera, y estaba siempre dispuesta a toda imposición de
servicio. Sucedía que a causa de tan distintas ocupaciones, se le veía a veces asaltada
por un poco de preocupación por no llegar a todo. Y he aquí que Jesús en una de estas
contingencias, la amonesta (8 de septiembre de 1936):
Haz callar toda voz. “JESÚS, MARÍA OS AMO, SALVAD LAS ALMAS”, en la
certeza de que Yo pienso y proveo a todo, hasta hacer que encuentres tiempo para
componer las sandalias.
Mira, es el demonio el que trata de oprimirte con el trabajo, el que pretende que
te angusties en las variadas y simultáneas ocupaciones. No, Yo pienso en todo, hasta en
hacer que encuentres tiempo necesario para todo.
En los últimos años presentía cercana la muerte y es natural que, a pesar suyo, se
le fuera el pensamiento a las circunstancias que la acompañarían. Pero Jesús le decía (21
de marzo de 1942): Vive la vida de perfecto abandono en Dios. En tu muerte: día, hora
y minuto, piensan y te preparan Jesús, la Santísima Virgen y San José. Tú preocúpate
sólo de amarme y de salvarme almas.
Que Sor Consolata, a través del incesante acto de amor virginal, llegara a un alto
grado de abandono al Amor, lo sabemos por las mismas palabras de Jesús ya referidas
(8 de octubre de 1935): Consolata, me gozo en ti, porque puedo hacer todo lo que
quiero y porque lo hago Yo todo.
Podemos, no obstante, saberlo también por ella misma. Referiremos algunos de
sus pensamientos y propósitos que, mientras confirman e ilustran cada vez mejor este
importante asunto, ponen de relieve la interior docilidad de esta alma a la acción de la
gracia.
“¡Olvidarme y por lo tanto jamás pensar, ni preocuparme de mí misma, jamás
pretender que otros piensen en mí! ¡Oh, Jesús es quien piensa!”
“Morir y ya no existir. Ahora bien, el pensar en mí, el tener un deseo aunque
bueno, una preocupación, el hablar de mí (aún en cosas indiferentes), no es morir sino
conservar la vida en mí misma; y todo esto no es fiarse de Jesús, como si Él no pensase,
no proveyese por Sor Consolata hasta las más mínimas particularidades.”
“Recordar que soy, por misericordiosa elección divina, víctima de amor. Ahora
bien, la víctima es un ser separado. En efecto, Jesús ha inmolado todo y me ha dejado la
herida de su Costado y el incesante acto de amor y nada más. La víctima debe estar
muerta a todo y a sí misma, tener una única ocupación y preocupación: amar sólo y
siempre. Por todo lo demás, anonadamiento e indiferencia. ¡Jesús haz que viva esta vida
de verdadera víctima de amor, que ame este estado y que sea generosa para no privarte
de nada, ni de un pensamiento, ni de una palabra, ni de un acto de amor virginal! ¡Jesús,
confío en Ti!
“A la luz divina entreví que Jesús deseaba que llevase la confianza hasta el
summum; en una palabra, que le abandonase mi alma perdidamente, para no pensar ya
por cuenta propia. ¿Será posible que un Dios no baste a Consolata? ¿Que Consolata no
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se fíe de un Dios, abandonándole perdidamente la propia alma sin que haya ya en ella ni
un pensamiento, ni una preocupación?... ¡Sí, dejarle hacer vivir en mí, sin un sólo
pensamiento que no sea Él; nada, nada, sólo y siempre cantar que le amo: como si ya no
existiese y, en lugar de Consolata existiese sólo este acto incesante de amor!” A esta
vida de perfecto abandono Sor Consolata, por voluntad de Dios y con el consentimiento
del Padre espiritual se ligaba con voto en la fiesta del Corazón de Jesús de 1937, con la
siguiente fórmula: “Corazón de Jesús, por medio del tierno corazón de nuestra divina
Madre, te hago voto de total abandono en Ti, a tu querer, segura de que Tú pensarás en
todo, hasta en las más mínimas particularidades; y te prometo en el total anonadamiento
de mí misma (pensamientos, deseos, etc.) atender únicamente a darte el incesante acto
de amor virginal, de verte y tratarte en todas y de tener siempre un “sí” para todo. ¡Jesús
en Ti confío!”.
La heroica fidelidad a este voto le proporcionó una paz profunda e inalterable de
espíritu, a pesar de una lucha incesante. “No puedo ya expresarme con Jesús –escribía
más tarde- sino para pedirle que se cumpla su santa voluntad. Me siento tan indiferente,
tan extraña a todo, que me atrevo a compararme a un niño adormecido sobre el Divino
Corazón. ¡Oh, desde el día que me abandoné a Él, rogándole que se dignase ocuparse
por completo de Consolata, poseo una paz envidiable y experimento un gozo constante!
Jesús piensa en todo, en todo, de modo que no puedo ya tener un solo deseo. ¡Al
presente, la vida de abandono me quita también la pena del desaliento al ver que nada
doy a Dios, absolutamente nada!”
En realidad, con su acto de amor incesante y virginal, con el “sí” a todos y a todo,
ella lo daba todo.
En este perfecto abandono al Amor, en este incesante anhelo por la salvación de
todas las almas, Sor Consolata vivió y murió. Aún en el lecho de muerte, mientras el
cuerpo sufría y gemía el espíritu entre las angustias de espesas tinieblas, la víctima
generosa no interrumpió jamás su canto de amor virginal, hasta que, con el último
suspiro, su Jesús, María os amo; salvad las almas penetró y se perpetuó en el cielo,
conforme a la promesa de Jesús (7 de noviembre de 1935): ¡No, tu acto de amor no se
extinguirá con tu muerte, sino que se eternizará en el cielo!
72
Capítulo VI
El incesante acto de amor en la vida espiritual de Sor Consolata
1. El acto de amor y las oraciones vocales
Se dijo ya lo que es el amor en la vida del alma; tratamos aquí expresamente del
incesante acto de amor, limitándonos a pocas y breves consideraciones sobe
determinados puntos de la vida espiritual.
Ante todo: ¿qué decir del incesante acto de amor en relación con las muchas y
variadas oraciones vocales? Sor Consolata era un alma de oración.
Ella misma, en sus escritos, afirma y repite de continuo la necesidad inmensa que
experimentaba su alma de sumergirse, o mejor de estar sumergida en la oración. Su vida
es un ejemplo práctico de cómo un alma puede realizare el precepto evangélico: Es
necesario orar siempre y nunca dejar de orar (Lc 18, 1); y de cómo su santidad es una
prueba concreta de la omnipotencia de la oración humilde, confiada y constante. Los
primeros viernes de mes, por ejemplo, en los cuales le estaba permitido pasar hasta ocho
horas en adoración delante de Jesús Sacramentado solemnemente expuesto, eran sus
grandes días de fiesta, hasta en sus vestidos. Por lo demás, ¿no le dijo Jesús mismo (31
de marzo de 1934) la oración será tu fortaleza?
Por eso era aficionadísima a las prácticas de piedad en común, y lo era además por
amor a la regularidad, a la observancia y al buen ejemplo. Había comprendido bien y se
le había impreso hondamente en su corazón la amonestación que un día le dio Jesús:
Todo lo que te distrae de las prácticas de piedad –Santa Misa, Comunión, Oficio
Divino, Meditación-, no es bueno, no viene de Mí.
Sin embargo, fuera de las de comunidad y del Vía Crucis (que hacía todas las
mañanas llegando de las primeras al coro y a veces también por las noches, en la celda),
casi no practicaba otras. La oración vocal era para su espíritu una especie de tormento.
Su alma tenía necesidad de una sola cosa: amar; y, en el incesante acto de amor
encontraba ella todo lo que se contiene en otras fórmulas de oración. También Jesús
amonesta en el Evangelio: En la oración, no habléis mucho, como hacen los gentiles,
que se imaginan haber sido oídos a fuerza de palabras (Mt 6, 7). Y Sor Consolata
escribía al Padre espiritual:
“...La frase evangélica: El que come mi carne en Mí mora... vivirá por Mí (Jn 6,
57-58); me da una alegría sin límites, dentro de la suave realidad de que, con mi acto de
amor, vivo y palpito en el Corazón Divino y eternamente viviré. Y siento que vivo en Él
y que este acto de amor me fija perennemente en Él, pasando por alto todo lo demás: a
mí misma y a cuanto me rodea. Pero el gozo que me proviene de esta intimidad, es
muchas veces contrarrestado por las oraciones vocales. Entonces mi pequeña alma se ve
acribillada de distracciones... Como ve, Padre, el amor lo ha simplificado todo y el
alma, por otra parte activísima por el incesante acto de amor, goza de un reposo
absoluto.
La experiencia personal de Sor Consolata es la de todas las almas que han llegado
a un alto grado de amor unitivo. No es pues de extrañar que se propusiera ella: “No, no
debo interrumpir el acto de amor formulando oraciones: Jesús sabe todas mis
intenciones.” ¿Se engañaba o estaba en lo cierto? Las lecciones divinas nos dicen que
seguía el camino recto.
Un día (6 de octubre de 1935), temerosa acaso de que la referida impotencia para
formular oraciones vocales tuviese por causa la pereza, o cosa parecida, se lamentó de
ello con Jesús: “¡Jesús, no sé orar!” Y Jesús le tranquilizó: Dime ¿qué oración más
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hermosa que ésta quieres hacerme, JESÚS, MARÍA OS AMO, SALVAD LAS ALMAS:
amor y almas, quieres nada más bello?
Otra vez la Madre Abadesa, dándose cuenta del excesivo prodigarse de Sor
Consolata en el trabajo, con perjuicio de su salud, juzgó oportuno dispensarle de
algunas ocupaciones, diciéndole que así podría orar más. La buena joven queriendo
obedecer y, por otra parte, sintiéndose incapaz de orar más, en el sentido de oraciones
vocales, corrió a los pies del Maestro Divino: “¡Jesús, enséñame a orar!” Y he aquí la
divina respuesta (17 de noviembre de 1935):
¿No sabes orar?... ¿Hay acaso oración más hermosa y que me sea más grata que
el acto de amor?
¿Sabes qué hace Jesús en el tabernáculo? Amar al Padre y a las almas, eso es
todo. Nada de estrépito de palabras; silencio y amor.
Haz tú lo mismo. No, amada mía. ¡No añadas más oraciones vocales, no, no, no!
Mira al tabernáculo y ama así.
Refiriéndose siempre a las oraciones vocales, más de la Regla, le decía también
(12 de diciembre de 1935): ¡Prefiero un acto de amor tuyo a todas tus oraciones! Le
explicaba además (y esto es importante y de gran animación para cuantos han de seguir
a Sor Consolata por el mismo camino), que la invocación a favor de las almas,
contenida en la fórmula del incesante acto de amor, se extiende a todas ellas (20 de
junio de 1940): JESÚS, MARÍA OS AMO, SALVAD LAS ALMAS; lo comprende todo:
las almas del Purgatorio como de la Iglesia militante; el alma inocente como a la
culpable; a los moribundos, los ateos, etc.
2. “El acto de amor y la meditación”
A la meditación u oración mental, como ejercicio de comunidad, siempre fue
fidelísima Sor Consolata; pero no lograba meditar conforme a un método fijo o
señalado, como no lo logran otras almas que se sienten preferentemente inclinadas a la
oración de simplicidad. “Las crías de las abejas –escribe San Francisco de Sales-,
llámanse ninfas hasta que comienzan a hacer miel y, entonces se les llama abejas. Del
mismo modo, la oración se llama meditación hasta que se ha producido la miel de la
devoción; después de lo cual, se convierte en contemplación. El deseo de obtener el
amor divino nos mueve a meditar; mas el amor obtenido nos lleva a la contemplación”
(Teótimo, Lib. 6, c 3).
Sor Consolata había llegado precisamente a esta unión afectuosa e incesante con
Dios y se comprende que todo lo que los libros pueden decir, la dejase muy indiferente
y fuese para ella más que ayuda, obstáculo y tropiezo. Ella misma lo atestigua:
“...el sarmiento aislado no da fruto, sino unido a la vid. Esta unión con la Vid
(Jesús) me la da el acto incesante de amor. No me pide ya Jesús largas meditaciones,
lecturas, etc.; sería para mi alma una pérdida de tiempo. Lo importante para mí es que
fructifique mucho y por consiguiente amar mucho, amar incesantemente.”
No de otro modo la instruía Jesús. Un día le preguntó ella por qué no conseguía
hacer meditación, o sea encontrar luz, alimento, calor en tantos y tan hermosos libros
que oía leer. Y Jesús le explicó diciéndole “que no a todas las constituciones
aprovechaba el mismo alimento, que un estómago delicado no digería los alimentos
ordinarios que fácilmente los digiere otro estómago robusto; a ella le había señalado Él
el Evangelio.” Realmente, uno es el alimento espiritual que necesitan las almas
incipientes, otro el de las almas proficientes y otro, el de las que han llegado a la vida
unitiva.
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Cierto día que, en la meditación, se esforzaba por reconcentrar la mente en el p
unto leído, pero sin lograrlo, le dio Jesús a entender: No necesito que pienses, sino que
tengo necesidad que ames.
El mismo aviso le daba la Santísima Virgen, durante la meditación, un día de la
novena de la Inmaculada Concepción (1935): No necesitas meditarme pues ya me
conoces: sino sólo amarme.
Después de una meditación sobre el fin del hombre, Sor Consolata atormentaba su
mente queriendo dar con el cómo y dónde orientar las intenciones de su vida, y Jesús le
dijo (Septiembre de 1935): Eres muy pequeña para fijar las intenciones, yo fijo las
intenciones sobre tu vida y tú ámame continuamente, no interrumpas tu acto de amor.
Otra vez, y siempre para tranquilizarla sobre este punto de no poder meditar, le
decía Jesús (3 de abril de 1936): No es ya hora de meditar o leer, sino hora de amarme,
de verme y tratarme con todas ellas y de sufrir con alegría y agradecimiento.
Cualquiera que fuese el asunto de la meditación, siempre la voz o la luz divina
reclamaban de su espíritu el ejercicio del incesante acto de amor. Un día (10 de octubre
de 1935), no habiendo ella podido oír el punto de la meditación, trató de suplirlo con el
Evangelio. Lo abrió y leyó: Preparad el camino del Señor. Todo valle será
terraplenado, y todo monte o collado allanado: los caminos tortuosos serán
enderezados y los escabrosos igualados (Lc 3, 4-6). La meditación ya estaba hecha,
porque Jesús se la dio a entender con estas palabras: Todo esto hace el acto de amor en
un alma: llena toda laguna y abate toda soberbia.
Lo mismo acaeció otra vez (25 de julio de 1936), que el punto de la meditación
trataba sobre las palabras del Evangelio: Vigilad y orad (Mt 26, 41). Díjole Jesús: No
temas, Yo velo, Yo oro, tú ámame nada más.
Como se ve, todo había de llevarla y todo en efecto le llevaba al incesante acto de
amor. Después de una meditación sobre la parábola del hijo pródigo, anotaba ella en su
diario: “Sí, Jesús me dio el vestido más hermoso: el amor; puso en mi dedo el anillo de
fidelidad y en mis pies las sandalias de la confianza, y en cambio, a mí el buen Dios no
me pide más que el incesante acto de amor.” Y después de una meditación sobre las
palabras de Jesús a San Pedro: ¿No has podido velar una hora conmigo? (Mc 14, 37):
“Recordar esta divina frase durante el día para dar a Jesús horas enteras de amor.”
Y el 20 de agosto de 1936: “He comprendido en la meditación que mi acto de
amor es semejante al tesoro escondido en el campo, a la perla descrita en la parábola
evangélica, y para poseer este tesoro debo venderlo todo. ¿Qué me queda aún por
vender? Algunas frases que se me escapan en la recreación. Me propuse querer ser fiel;
lo quise y lo cumplí; y me encontré, después de la victoria, más fuerte en el ejercicio de
la virtud.”
No es pues que Sor Consolata descuidase y no diese la debida importancia a la
meditación, sino que para ella la meditación, más que un ejercicio discursivo de la
mente, era un descanso tranquilo del corazón en el amor: amar, amar incesantemente,
quitando todos los obstáculos que se oponen a la perfecta continuidad y virginidad del
amor.
Tengamos presente que todo esto puede servir de consuelo y provecho para las
almas: para aquellas que, adentradas ya en la vida unitiva, experimentan la misma
dificultad en la multiplicidad de las oraciones vocales y en la meditación metódica, e
indistintamente para todas las almas, en los días en que el espíritu, o por aridez o por
otra causa, no está para reflexiones. Entonces ¿qué hacer? ¿Devanarse los sesos para
poder tener un buen pensamiento? Sería perder tiempo. ¿Dejar que la mente divague?
No. ¿Entonces? El alma siempre puede amar y todo acto de amor, aún hecho con
esfuerzo de voluntad, tiene siempre un gran valor de mérito y santificación.
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3. “El acto de amor y las lecturas espirituales”
Dígase lo mismo de las lecturas espirituales en general: las cuales, por otra parte,
son de grandísima utilidad para la mayor parte de las almas.
Fuera de la lectura de Regla, que nunca omitía, Sor Consolata no hacía otras.
Ordinariamente, no sentía necesidad de buscar luz en los libros. Refiriéndose a los
primeros años de vida capuchina, escribe: “Nunca he leído libros ascéticos y no leo
libros. Todos los libros a mi disposición –aparte de la Regla, Constituciones y
Directorio-, son la Imitación de Cristo y el Santo Evangelio. Para la lectura espiritual
empleo la Historia de un alma y me servirá... ¡para toda mi vida!”. No le sirvió para
toda la vida, porque Jesús le obligó a prescindir también de él.
Aparte de que Jesús le instruía directamente, considérese repetido lo que decíamos
sobre la meditación, el fin de tales libros ¿no es acaso llevar al alma al amor de Dios y
del prójimo con espíritu de sacrificio? La vida espiritual de Sor Consolata era ya
prácticamente un acto incesante de amor, un “sí” a todos, un “sí” a todo. ¿Qué cosa
mejor podían enseñarle los libros? “Un libro –añade ella-, una página, por hermosa y
santa que sea, me obliga a interrumpir el acto de amor. Jesús quiere mi amor total y sin
interrupción.”
Aún cuando se apagó en su alma la voz divina, ella no cambió de táctica. Una
hermana le prestó un libro titulado: ¡Sola con Jesús! Sor Consolata lo tuvo consigo
algunos meses, después lo devolvió a escondidas para no tener que confesar que no lo
había leído. He aquí lo que ella nos dice sobre el particular:
“...Un día, en la hora de las tinieblas, busqué luz en ¡Sola con Jesús! Y pronto me
vi envuelta en dudas y no entendía más nada. Menos mal que el Padre espiritual de
palabra y por escrito, volvió a poner en marcha la barquichuela. La lección me ha
servido; renuncio al único que quedaba y en adelante será el Santo Evangelio la única
reflexión de Consolata para el resto de su vida.”
¡El Santo Evangelio! ¡Este libro no lo dejó jamás! En las horas oscuras del
espíritu, lo recorría y siempre encontraba la luz que necesitaba. “El Santo Evangelio –
escribe-. Jesús me lo hace comprender muy bien. Abriéndolo al azar, me sucede muchas
veces dar con las palabras de Santa Isabel: Bienaventurada tú que has creído. ¡Oh,
también Consolata quiere creer, y mucho, al buen Dios!”
Sí, creer al buen Dios dándole un incesante acto de amor virginal: el Evangelio
Jesús se lo hacía concebir así. “He encontrado en el Evangelio mucha luz: Si uno está
unido conmigo y Yo con él, ése dará mucho fruto” (Jn 15, 5).
Queda pues satisfecho mi gran deseo de ser fructuosa. Y no sólo esto, sino que
permaneciendo en Jesús con el incesante acto de amor, mis oraciones además serán
escuchadas, puesto que esa palabra evangélica: Si permanecéis en Mí, y mis palabras
permanecen en vosotros, pediréis lo que quisiereis y se os otorgará (Jn 15, 7). ¡Dios
mío, Tú has superado mis esperanzas! No me queda más que observar fielmente tus
mandamientos y estaré segura de perseverar en tu amor. Y para lograrlo: ¡JESÚS,
MARÍA OS AMO, SALVAD LAS ALMAS!”
Más aún: “En mi espíritu resuena el “Haced todo lo que Él os diga” de la Virgen
en las bodas de Caná (Jn 2, 5) Y puesto que el Padre espiritual me ha dicho que no robe
a Jesús un solo acto de amor, esto es lo que trato de hacer. Aquí está encerrada toda mi
vida, que será de hacerlo así, de una sencillez maravillosa. Ya nada, ya nadie; por
consiguiente libre el vuelo de la virginidad del amor.”
Hemos hablado en particular del Santo Evangelio, pero amaba y gustaba toda la
Escritura. “Soy ignorante como nadie –escribe-, sin embargo en el rezo del Oficio
Divino recibo muchas veces tanta luz sobre las palabras que profiero, que las
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comprendo y gusto mejor que si estuviesen escritas en italiano”. Aquí también podrían
multiplicarse las citas, pero nos limitaremos a una nada más:
“Si ahora Jesús calla, el Padre que está en los cielos no descuida el proveer
directamente de alimento a su pobre pajarillo, y me alimenta abundantemente y con
grano escogido, haciendo que lo encuentre y hasta mostrándomelo Él mismo a través de
la Sagrada Escritura. Y en los Maitines, esta noche, mi pensamiento quedó
impresionado en las primeras lecciones, por el Quis ergo nos separabit a charitate Dei.
¡No, repito gustosa con el Apóstol, ninguna criatura podrá en adelante separarme de mi
incesante acto de amor!”
4. “El acto de amor y el examen particular”
Medio indispensable para mantener y acrecentar el fervor de espíritu es el examen
particular de conciencia. De él escribía Sor Consolata:
“...Es preciso que me convenza de una vez para siempre que hacer el examen
particular sobre otros puntos que no sea el incesante acto de amor virginal, para mi alma
es una verdadera pérdida de tiempo y de energías; es un desviarme del camino que Dios
quiere que recorra. Por lo tanto, mi examen particular será sólo y siempre sobre el
incesante acto de amor, en la virginidad de mente... He comprendido que es mejor
emplear en esto todas las energías y no desparramarlas en muchos propósitos. Y Jesús
me ha jurado, si soy fiel al acto incesante de amor, cumpliré todos mis propósitos.”
Como se ve, aún en esto, había simplificado su vida espiritual. Esto no quiere
decir que Sor Consolata no apreciase convenientemente la utilidad del examen
particular; por el contrario, le otorgó en su vida espiritual una importancia de primer
orden. No lo limitaba, en efecto, a los pocos minutos señalados por el horario, sino en
cierto sentido lo prolongaba todo el día. Como Jesús le había señalado a renovar, cada
hora del día, el propósito del incesante acto de amor virginal, así ella añadía un rápido
examen cada hora transcurrida.
A este fin, en cuadernillos que llevaba siempre consigo, señalaba las infidelidades
ocurridas: sea en la continuidad, sea en la virginidad del amor: así que por las noches,
en el –examen- resumen del día, tenía claro y preciso delante de sí el estado de su alma.
Pedía perdón, reparaba a las infidelidades con cruces hechas con la lengua en el
suelo y con ósculos al crucifijo, después, tranquila y confiada, volvía a su canto de
amor.
No decimos que un método tal convenga a todas las almas y ni siquiera acaso a la
mayor parte de ellas, pero para Sor Consolata, sedienta de correspondencia a la gracia,
era una necesidad. El ejercicio del incesante acto de amor virginal requiere del alma, en
efecto, una extrema vigilancia sobre sí misma, y ésta no es posible sin este control, sin
este renovarse en el fervor lo más frecuentemente posible.
Por otra parte, el examen particular llevado y continuado siempre sobre un punto,
le facilitaba su práctica; mientras las divinas promesas –ya referidas-, sobre el incesante
acto de amor le daban la seguridad de conseguir, a través de él todo lo demás, esto es, la
perfección de todas las virtudes.
5. “El acto de amor y el retiro espiritual”
Los días de retiro mensual fueron siempre para Sor Consolata, por decirlo así, días
de abastecimiento espiritual. Por eso los hacía con escrupulosa fidelidad y suma
diligencia. Siendo entre capuchinas libre la elección, cada cual por su propia cuenta, del
día más apto para este fin, ella lo había fijado en el primer viernes de mes.
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Comenzaba su preparación desde la noche precedente, en la Hora Santa que hacía
en el coro, desde las once hasta la media noche. Esto que escribe: “En los días de retiro
mensual Jesús alimentaba, adoctrinaba mi alma con un pensamiento que esculpía en mi
corazón, se refiere precisamente a esta Hora que ella transcurría a los pies del Divino
Maestro. Cita también ella algunos de estos pensamientos, por ejemplo: No he venido
para ser servido, sino para servir (Cfr. Mt 20, 28); o bien: Jesús se anonadó a sí mismo,
y tomó la forma de siervo (Cfr. Fil 2, 7). “¡Cuánta luz y cuántos propósitos en estas
frases!” –escribe-.
Pero también aquí: luz y propósitos estaban siempre en relación con su particular
vocación de amor, esto es con el incesante acto de amor. Al fin del retiro mensual o el
domingo siguiente –conforme a lo que el Padre espiritual le había añadido y Jesús
aprobado-, le enviaba una detallada relación sobre el estado de su alma. El lector podrá
hacerse una idea de la siguiente, que es del primer viernes de septiembre de 1942, a
cuatro años de distancia de la muerte de Sor Consolata, cuando ya su salud estaba muy
quebrantada. La referiremos en parte:
“...Esta noche he arrojado mi pobre alma a sus pies para recibir en espíritu la
absolución y la bendición paternal, a fin de cobrar ánimo para proseguir ¡usque ad
finem!
“Su última ha sido mi verdadero alimento cotidiano para todo el mes. Gracias de
todo corazón. Agosto ha sido, me parece, más intenso de amor, aunque tengo que
reconocer dos horas perdidas.
El esfuerzo incesante para vivir el momento presente, a la vez me ayuda a poner
atención en el acto incesante de amor, mantiene mi espíritu en paz, librándole de todas
las preocupaciones del mañana o de la acción siguiente. Dos veces me he detenido en
pensamientos inútiles (¡en un mes!), cinco veces en frases inútiles; dos veces no he
sufrido con alegría. La caridad me parece que bien. Si se me escapa una reprensión, una
frase un poco resentida, etc., inmediatamente pido perdón, no cuidándome de nada, para
que la paz reine siempre en quien está a mi lado en el trabajo.
“En la cocina continua la lucha del anonadamiento, pero ahora todo pasa entre
Jesús y Consolata: “para decirte que te amo”. En cuanto a la comunidad, me esfuerzo
por creerme ya muerta, de esta manera todo se me hace indiferente y me mantengo en
paz, pero Jesús me ayuda.”
“En estos días tengo necesidad de orar para mantenerme en las cumbres; me
siento cansada... Obténgame un poco de generosidad, que me ayuda a vencer la
naturaleza egoísta y a lanzarme generosa por el camino del sacrificio cotidiano”...
6. “El acto de amor en las diversas condiciones de espíritu”
Por lo que hasta aquí hemos dicho aparece claro que el acto incesante de amor fue
verdaderamente toda la vida de Sor Consolata, como toda su vida fue un incesante acto
de amor. Y es que, siguiendo las lecciones divinas tuvo fe en el acto de amor, en su
valor.
Valor ante todo intrínseco: “No puedo comunicarme continuamente como lo
necesito, pero he comprendido prácticamente que un acto de amor lleva a Jesús al alma,
o sea que aumenta la gracia y es como una comunión.”
En segundo lugar, su valor para el fin de la propia vocación y misión: “La
voluntad de Dios, mi vocación, la realización de la santidad es un continuo JESÚS,
MARÍA OS AMO, SALVAD LAS ALMAS”. Todo, todo el esfuerzo, las energías y
actividad del alma para no interrumpir el acto de amor; nada más, sólo esto: porque éste
es mi camino, el camino que Jesús me ha señalado.”
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Su valor para eliminar en la vida espiritual el turbaris erga plurima (Lc 10, 41), de
tantas pobres Martas. “Espiritualmente Jesús me pide un silencio de pensamientos y de
palabras, y con corazón un incesante JESÚS, MARÍA OS AMO, SALVAD LAS
ALMAS. Cuando más fiel soy a este caminito de amor más se inunda mi alma de gozo,
de paz verdadera, de modo que nada logra turbarle, ni siquiera las continuas caídas que,
llevadas a Jesús, me las hace reparar con actos de humildad, que a su vez aumentan la
paz y el gozo del corazón.”
Y además, su valor de vida eterna: “¡Cuán alegre, activa y vigilante debe hacerme
la certeza de que cada acto de amor mío dura eternamente!”
De aquí, una sola constante y confiada oración: “Jesús, que viva yo enteramente
encendida en Ti, en un total anonadamiento, a fin de que puedas Tú hacer de mí lo que
te plazca, siempre. Permanece Tú sólo y un incesante JESÚS, MARÍA OS AMO,
SALVAD LAS ALMAS”. ¡Que no pierda una sola de las diecisiete horas de la jornada!
¡Jesús omnipotente, en Ti confío!”
Podemos añadir que el acto de amor fue su única arma contra el enemigo. Porque
no es de creer que el Maligno dejase en paz a esta valerosa atleta de la santidad, o
impune el acto de amor. Fue una lucha sin tregua, a veces descubiertamente, pero en
todo encuentro salía ella victoriosa por medio del acto de amor. “El arma invencible y
siempre vencedora es el acto incesante de amor... (Él) prepara al alma para la tentación,
la sostiene en la tentación, porque el amor es todo... No he de dejarme pues impresionar
por el enemigo; es preciso que el acto de amor domine la lucha y no que la lucha
domine al acto de amor.”
No se crea tampoco que Sor Consolata hablase y obrase así sólo en los días en que
caminaba en la luz de los divinos atractivos; no, sino también cuando se encontró que
tenía que caminar por el camino sencillo de la fe, entre las tinieblas del espíritu. Escribe:
“Cuando salía de la sacristía eran las nueve de la noche y me encontré en el rellano, en
plena oscuridad. La escalera que tenía que bajar era un poco peligrosa, y había peligro
de romperme la cabeza. Me tomé del pasamano y, siguiéndolo, llegué tranquilamente al
último peldaño. Y mientras bajaba las escaleras, pensaba que lo mismo exactamente
ocurría con mi alma: oscuridad plena; pero, acogida al acto incesante de amor, llegaré
tranquilamente al último suspiro... Sí, el acto de amor es verdaderamente todo, luz,
fuerza para proseguir. ¡Ay, si mi alma no tuviese esta áncora de salvación a que asirse
en ciertas horas! ¡No puedo medir el abismo de desesperación en que vendría a caer!”
Y como en la aridez, así en cualquier otro sufrimiento. Bien pudo experimentarlo
Sor Consolata, para quien la vida de amor jamás estuvo separada de la del dolor, y que
sin embargo, puede atestiguar: “EL acto incesante de amor mantiene siempre en paz al
alma; creo que en el sufrimiento hay siempre un fuerte estímulo que le ayuda a sufrir
con alegría... El acto incesante de amor es más fuerte que cualquier dolor... Siendo que
el acto incesante de amor mantiene y mantendrá en calma la barquilla entre el fastidio y
el tedio.”
No consiguió pues Sor Consolata la continuidad de amor a poco precio, ni
siquiera en breve tiempo. Pero aquí está su mérito: en este perseverar a pesar de todo, en
este volver a comenzar cada día, en este reprenderse después de cada infidelidad y así
años y años, con heroica constancia, sin abandonar la humilde oración; no descuidando
medio alguno y no dejando pasar ocasión para renovarse en el propósito. El perezoso
quiere y no quiere (Prov 13, 4). Sor Consolata no fue un alma perezosa, no se ilusionó a
sí misma con veleidades. Quiso seria y formalmente. La energía de voluntad –lo hemos
dicho-, fue una de las más señaladas características de su alma. La misma impetuosidad
de carácter, que le valió el título de “rayo y tempestad”, la encaminó ella al
sostenimiento de la voluntad en la buena causa. Cuantos de cerca le conocieron,
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quedaron siempre admirados de su fortaleza y firmeza de voluntad en el bien y fue
sobre todo por el incesante acto de amor. El “quiero” está en todos sus propósitos y es
siempre sincerísimo.
Tal comprobación salta en cada página de sus escritos: “Con la divina gracia
quiero corresponder y dejar que este acto absorba mi día entero, desde la primera hasta
la última señal de la cruz; y obrar en todas mis acciones, por pequeñas que sean, con
mucho, con mucho amor!... Truene o descargue la tempestad o caigan rayos jamás
interrumpiré el acto de amor... Quiero, fortísimamente, quiero un JESÚS, MARÍA OS
AMO, SALVAD LAS ALMAS continuo, y verte y tratarte en todo... ¡Oh Jesús, con tu
ayuda, quiero no robarte un acto de amor, ni uno! Sí, Jesús, lo quiero y este “quiero”,
para que sea fiel, lo dejo sumergido en tu divina sangre para siempre.”
7. “Sobre la cumbre del heroísmo en el incesante acto de amor”
Siempre así: esfuerzo y buena voluntad. Una voluntad de hierro, capaz de resistir
toda prueba o renuncia o sacrificio. Sor Consolata aborrecía la mediocridad, desdeñaba
los compromisos, quería las cumbres, a costa de heroísmo. Y el suyo fue un heroísmo a
toda prueba. Júzguelo el lector por estas palabras que escribía ella al Padre espiritual (28
de agosto de 1938), y que podría considerarse como el testamento espiritual de Sor
Consolata a todas las almas que quieran seguirla:
“...Padre, lo que actualmente siento en mí –deseo infinito- es vivir el camino
pequeñísimo a precio de heroísmo. Siento que, si quiero, puedo y por eso, sí, lo quiero
con todas mis fuerzas y comienzo.
Qué quiere, Padre mío, siento imperioso el deber de vivir en toda su plenitud mi
pequeñísimo camino. Quisiera poder gritar en el momento de la muerte a las
Pequeñísimas de todo el mundo: “¡Seguidme!”. Quiero, sí quiero el acto incesante de
amor, desde el despertarme hasta el dormirme, porque Jesús me lo ha pedido, y si lo ha
pedido es porque puedo dárselo, confiando sólo en Él.
“Pero mi debilidad es extrema y no faltan tentaciones. Es preciso que me levante
sola contra todos y prosiga a fuerza de voluntad. No, no quiero vivir una existencia vil,
quiero vivir heroicamente, lo quiero con todas las fuerzas de mi corazón y de mi
voluntad, y proseguirlo hasta la muerte. Jesús, que por mi amor murió crucificado, lo
merece, y yo, por su amor, quiero vivir heroicamente.”
“Pero cuesta vivir sobre esta altísima cumbre, no gusta a la naturaleza. Tengo
necesidad de sus oraciones, Padre, para perseverar. Y no tengo paz sino en esta cumbre,
no tengo gozo y fuerza sino sufriendo en esta cumbre. Si vivo en esta cima, donde está
sólo Jesús crucificado, entonces tengo necesidad del sacrificio continuo, como del aire
que respiro.”
“Todo esto lo veo, lo siento, lo comprendo. He aquí por qué no me encuentro en
mi sitio hasta que, hecha pedazos toda vileza, aún sola y contra todos, viviré el
pequeñísimo camino que ahora tanto amo... ¡Oh, Padre, pida para que realice el sueño
divino de Jesús y mío, de otro modo, sería sumamente desgraciada!”...
En estas palabras está toda Sor Consolata: su alma y su vida.
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Capítulo VII
Un fruto concreto del divino mensaje: La obra de las Pequeñísimas
1. Jesús descubre a Sor Consolata la Obra de las “Pequeñísimas”
La Obra de las Pequeñísimas representa el fruto concreto de la nueva
manifestación del Corazón de Jesús, con tendencia a extenderse y perpetuarse en el
mundo. Si el acto incesante de amor debía ser para Sor Consolata la expresión práctica
de su vida de amor aún no se ha dicho que debía transmitirlo a las almas. Si hemos
aludido, y hasta hablado del camino pequeñísimo de amor y de Pequeñísimas, ha sido
sólo por exigencias de compilación. En realidad, hasta que Jesús no descubrió a Sor
Consolata la Obra de las Pequeñísimas ella habló sólo y siempre de pequeño camino y
de pequeñas almas.
Hojeando sus escritos, no se echa de ver que ella supiese, por lo menos en un
principio, que debía enseñar al mundo un nuevo camino espiritual o dar vida a una
nueva Obra. El acto incesante de amor lo tenía ella como medio para realizar la propia
misión a favor de los Hermanos. Sólo con el rodar del tiempo y gradualmente se hizo
luz en su alma e intuyó que otras almas podrían seguirla y de hecho la seguirían.
La primera alusión divina a este fruto de la vocación de amor de Sor Consolata, es
del 17 de agosto de 1934. Le decía Jesús: Cuando se haya pronunciado tu último
JESÚS, MARÍA OS AMO, SALVAD LAS ALMAS, Yo lo recogeré y, a través del escrito
de tu vida lo transmitiré a millones de almas que, aunque pecadoras, lo acogerán y te
seguirán en el sencillo camino de confianza y de amor, y por lo tanto me amarán.
Otra vaga indicación, la encontramos con fecha 27 de noviembre de 1935: No
temas, el día de tu muerte habrá llegado a la cumbre y proferido el último acto de amor
que Jesús deseó, al darte la vocación de víctima de amor.
No se dice aquí, que tal apostolado tuviera que realizarse a través de una Obra
especial. Jesús lo apuntará más tarde, el 14 de diciembre de 1935, explicando a Sor
Consolata el motivo del cambio de dirección espiritual: ¿sabes por qué he querido este
cambio de dirección espiritual? Porque el Padre X hará suyos todos mis deseos y
llevará a cabo la Obra, tal cual Yo la quiero.
Refiriendo estas palabras al nuevo Padre espiritual, confesaba Sor Consolata que
“no comprendía a qué Obra aludiese Jesús.”
Es que las obras de Dios siguen todas idéntico procedimiento: ocultamiento en la
preparación, pequeñez y humildad al aparecer, crecimiento seguro y resistente a las
infaltables pruebas.
Así ocurre con la Obra de las Pequeñísimas: no sólo nació en el silencio de un
monasterio y en el ocultamiento de un alma, sino que, aún estando en germen,
permaneció oculta a esta alma. No, Sor Consolata no vio el fruto estupendo que Jesús
quería sacar de su vocación de amor, esto es del incesante acto de amor; no conoció la
Obra que arrollará a millones de almas de todo el mundo, sino cuando Jesús se dignó
decírselo, sin apartarla por ello de su ocultamiento, antes abismándola en un más
completo anonadamiento.
Pero antes de exponer los comienzos de la Obra, es necesario aclarar el alcance de
este vocablo. La llamamos Obra, porque Jesús así la llamó y porque en efecto lo es:
pero no en el sentido de una Asociación cualquiera con los relativos requisitos de
registro, diplomas, etc. No, absolutamente. Lo hemos explicado anteriormente: es
esencialmente un camino espiritual, abierto por consiguiente a todas las almas que se
sienten llamadas a abrazarlo, sin necesidad de formalidades, sin distinción de personas.
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Y sin embargo es una Obra, por esto: porque las almas que siguen este camino no
vagan entre incertidumbres, cada cual por su propia cuenta, sino que se encuentran
realmente unidas, por el vínculo de la misma vocación de amor, y por el vínculo del que
depende la correspondencia a tal vocación: el acto incesante de amor. Sin saber unas lo
de las otras, sin conocerse y acaso sin haberse visto nunca acá abajo, las Pequeñísimas
constituyen realmente un cuerpo moral, forman en la Iglesia un ejército selecto,
compacto y activísimo para la renovación espiritual del mundo.
Adelantado esto, digamos ahora cómo nació la Obra.
El 4 de julio de 1936, primer sábado de mes, en la meditación Jesús se dejó oír a
Sor Consolata: ENTRE LAS BENJAMINAS DE LA ACCIÓN CATÓLICA ESTÁN LAS
PEQUEÑÍSIMAS, ASÍ QUE ENTRE LAS PEQUEÑAS ALMAS ESTÁN LAS
PEQUEÑÍSIMAS. TÚ PERTENECES A ÉSTAS, Y A ÉSTAS PERTENECEN LAS
ALMAS QUE TE HAN DE SEGUIR CON EL OFRECIMIENTO DEL INCESANTE
ACTO DE AMOR.
Jesús es el Verbo Divino, por quien han sido hechas todas las cosas (Jn 1, 3);
Verbo substancial, que crea todo lo que dice: Él lo dijo y fue hecho. (Sal 32). Con estas
palabras establecía Él, el pequeñísimo camino de amor, creaba en el seno de la Iglesia
las almas Pequeñísimas, daba vida a la Obra que ha de agruparlas.
Pocos días después, el 22 de julio, fiesta de Santa María Magdalena, Jesús volvía
a hablar a Sor Consolata de las Pequeñísimas en estos términos:
No te hago escribir estas cosas para ti, que estás para descender a la tumba, sino
para tus Hermanos y para un número inmenso de almas Pequeñísimas que te seguirán
en el darme el acto incesante de amor.
Oh Consolata ¿recuerdas tu gran pasión de llevar los niños a Jesús y Jesús a los
niños? Pues bien también del Paraíso me traerás niñas, las Pequeñísimas y me darás a
ellas con el acto de amor, ¿lo crees?
Ella lo creía, sí, pero: “¡Jesús, yo no hago nada!” Y Jesús le dijo: No importa. Yo
lo hago todo.
Antes de que terminase aquel espléndido día, mientras Sor Consolata estaba bajo
la impresión del gran don divino, Jesús le añadía: ¡Oh, ¿no te había dicho que andaría
doblada bajo el peso de mis gracias, hasta no poder más? Pues mantengo mi palabra;
tú cree en Mí.
Con fecha 27 de julio de 1936, al notificar esto al Padre espiritual, Sor Consolata
escribía:
“...En el diario, a su tiempo, verá muchas muestras de predilección divina. No
puedo callarle, que el día de Santa Magdalena tuve tanta luz y comprendí que Jesús no
ha olvidado mi gran pasión de niña y de jovencita: llevar los niños a Jesús. Y Jesús me
ha hecho escribir: para un número inmenso de almas Pequeñísimas que me seguirán en
el darle el acto incesante de amor. Por lo tanto, desde el paraíso llevaré a Jesús a las
Pequeñísimas. Tendré por misión a los Hermanos y por vocación llevar a Jesús las
Pequeñísimas... ¡Mire qué cosas sabe hacer Jesús! Mientras destruye a Consolata en el
anonadamiento, hace brotar todas las flores de las pasadas renuncias; y mientras el trigo
se pudre debajo de la tierra, Jesús prepara el apostolado fúlgido, bello, maravilloso. ¡Oh,
creo a Jesús y, con su gracia, quiero creerle hasta el último suspiro, aunque muera
consciente de no haber hecho nada, nada por el gran Rey, sino amarle, creerle y confiar
en Él!
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2. “La consagración de la primera Pequeñísima”
Si el primer sábado de julio de 1936 señala la fecha en que Jesús reveló e instituyó
el pequeñísimo camino de amor y la Obra que ha de concretarla, la Obra misma no
nació oficialmente sino al cabo de dos meses, el primer viernes de septiembre, con la
consagración al Corazón de Jesús de la primera Pequeñísima, Juana Compaire.
Para que más adelante no hubiera dudas sobre el alcance del vocablo
Pequeñísimas, que se refiere a las almas y no a la edad (al principio ofuscó también a
Sor Consolata) dispuso Dios Nstro. Señor que la primera Pequeñísima tuviese la edad
nada tierna de 85 años y que no perteneciese al estado religioso, conservando íntegra,
desde luego, la pureza virginal: Precisamente para demostrar que el pequeñísimo
camino de amor no es un privilegio de una clase de personas, sino un don que el
Corazón de Jesús hace a todas las almas. No vamos a hacer la historia de esta alma, sólo
diremos por qué caminos el Corazón de Jesús le hizo lograr el don de elección.
Juana Compaire nació y vivió en Turín donde por espacio de muchos años tuvo un
acreditado negocio de zapatería; después, en 1931, a la edad de 80 años, cedió el
negocio y se retiró a un pequeño pensionado de Monjas Dominicas, muy cerca del
Monasterio de las Capuchinas (En via Chieri, 15). Aquí era feliz, porque tenía a Jesús
Sacramentado en casa; su vida estaba completamente dedicada a la oración y la caridad.
A primeros de octubre de 1934, el Padre X predicaba el sagrado ejercicio de las
40 horas en la Iglesia de las Capuchinas y Juana asistió a él. A la terminación del triduo,
dirigía a dicho Padre una carta llena de profundos conceptos espirituales, que terminaba
con estas palabras: “Pida por mí, que tengo hambre de Dios”. El Padre le contestó con
una visita de cumplido. Era Dios el que unía las dos almas para sus fines
misericordiosos. No se interrumpió ya esta santa relación; antes muy pronto se convertía
en paternidad y filiación espiritual. No eran frecuentes los coloquios, pero el Padre salía
siempre de ellos maravillado y... humillado. ¡Cuán cierto es que Dios se revela a los
pequeños! No se hablaba más que de Dios, porque de Él vivía el espíritu de Juana y le
buscaba en la comunión diaria, que jamás omitió; le buscaba en las frecuentes visitas a
Jesús Sacramentado, en la capillita del Pensionado; le buscaba en la incesante oración.
Sin embargo, sentía que le faltaba algo: algo que intensificase mucho más su vida
de amor, y que ése su amo se purificase de un resabio de desconfianza; no mucha, no,
pero suficiente como para cortarle las alas, siempre que trataba de desplegarlas hacia
Dios. Sentía que Jesús quería algo de ella... ¿qué algo será éste?
En julio de 1936, como hemos dicho, Jesús revelaba a Sor Consolata la obra de
las Pequeñísimas y, en un coloquio con Juana, hacia fines de agosto, el Padre se sentía
inspirado a confiárselo todo, bajo secreto. El efecto de la revelación fue indescriptible.
Escuchaba inmóvil y silenciosa... parecía estar absorta. De golpe un relámpago de luz
encendió aquellas pupilas casi apagadas, pero clarísimas, se inclinó con toda su persona
hacia el Padre y, con voz temblorosa, exclamó: ¡Ud. es Jesús! Después bajó la cabeza y
se echó a llorar vencida por la conmoción, herida fuertemente por la gracia.
Juana Compaire había encontrado su vida y el Corazón de Jesús había hecho la
primera conquista para la legión de las Pequeñísimas.
Algunos días después (31 de agosto de 1936) escribía al Padre:
“...Debo decirle, Padre, que he encontrado mi rinconcito en el enjambre de las
almas Pequeñísimas que, como abejas, zumban en torno a la Cruz de Cristo y buscan
posarse en Él, para libar su vitalidad. La palabra Pequeñísima tiene para mí una
atracción extraordinaria. Con sólo pronunciarla, se serena mi alma, se me descubre un
nuevo camino y se realiza mi más inexpugnable defensa contra las vanas y necias
tentaciones de amor propio, etc. ¿Es esto un devaneo de la fantasía? Me parece que no,
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porque jamás hubiera creído encontrar en esta palabra la tranquilidad, la seguridad y la
libertad que mi alma en ella encuentra... Estoy pensando, cómo he de arreglarme para
encontrarle antes del domingo, porque necesito hablar con Ud...”
Antes del domingo... Jesús, el Corazón Divino, que quería dar comienzo a la Obra
el primer viernes del mes, obraba en ella. El coloquio fue breve:
-Padre, dígame qué debo hacer para entrar en la legión de las Pequeñísimas...
oficialmente. No sé, me parece que Jesús quiere algo de mí... no sé explicarme...
Grande fue el estupor del Padre que jamás había pensado, ni siquiera había pasado
por su mente, que la Obra pudiese comenzar antes de la muerte de... Sor Consolata.
Dióle esta contestación:
-Bien, hagámoslo así: mañana, primer viernes del mes, iré al Pensionado,
celebraré la Misa, después de la comunidad, recibirá Ud. la Sagrada Comunión e
inmediatamente después de ella, se consagrará al Corazón de Jesús por medio de
María Santísima, como Pequeñísima, prometiendo emplear desde ahora en adelante
todas sus energías espirituales en el incesante acto de amor. Desde el altar, y sobre el
altar yo presentaré al Corazón de Jesús su consagración.
Así en efecto se hizo y, después de la Misa rezaron juntos el Magníficat en acción
de gracias.
La Obra de las Pequeñísimas, prometida por Jesús a Sor Consolata, había nacido
oficialmente.
3. “Sor Consolata y la Obra de las Pequeñísimas”
¿Y Sor Consolata? La noche de aquel jueves, después del referido coloquio con
Juana Compaire, el Padre se apresuraba a hacer llegar a ella un breve escrito para
ponerle al corriente del caso y encomendarla a sus oraciones. Y ella anotaba en su
diario:
“Los dones se ofrecen en las vísperas. Jesús lo sabe, por eso la vigilia del primer
viernes de septiembre me dio la primera Pequeñísima. ¡Divina delicadeza! A esta
primera Pequeñísima la encontró el Padre, y la ofrecerá mañana al Sagrado Corazón de
Jesús, en la Sagrada Comunión. ¡Oh Jesús, cuán bueno eres! Sí, verdaderamente piensas
en todo y a mí no me dejas sino un solo pensamiento: amarte ¡Gracias, Oh Jesús!”
Fácilmente se entiende con qué fervor de oración transcurrió aquel día. Jesús, por
su parte, no dejó de darle nueva luz sobre la Obra, tanto más cuanto que, como se ha
dicho, a la primera indicación de Pequeñísimas había creído que se trataba de “niños”
auténticos, y sonreíase luego al saber por el Padre que la primera Pequeñísima pasaba
de los ochenta. Se lo decía Jesús con estas palabras:
No serán sólo millares las Pequeñísimas, sino millones y millones. Y
pertenecerán, no sólo al sexo femenino, sino que las habrá también entre los hombres.
¡Oh, también entre ellos hay muchas almas Pequeñísimas!
Y después de tu muerte, las almas Pequeñísimas correrán a ti, como un día,
cuando aparecías en la Plaza de San Máximo, corrían a ti las niñas de catecismo, las
benjaminas.
La noche de aquel primer viernes, escribía en su diario:
“El día de hoy ha sido todo a favor de las Pequeñísimas. Esta noche, delante de
Jesús Sacramentado solemnemente expuesto, he abrazado, con el pensamiento, a las
Pequeñísimas de todos los siglos y a todas anticipadamente las he consagrado al
Corazón de Jesús, pidiendo que las esconda en lo más profundo de su Corazón y allí las
guarde, para que ninguna de ellas llegue a perecer, y las consuma en las divinas llamas,
concediendo a todas morir de amor por Él”
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Jesús, a su vez, acogía la plegaria de Sor Consolata favorablemente: Sí,
Consolata, los corazones de las Pequeñísimas están destinados a morir de amor a Mí, a
consumirse exclusivamente por Mí. ¡El mundo no puede llamarme cruel, porque
muchos, muchos mueren de vicios, víctimas del mundo! Y ¿no es justo, Consolata, que
la criatura se consuma por su Creador?
4. “Las ‘Pequeñísimas’ y la Santísima Virgen”
Otro rasgo del modo admirable con que el Corazón de Jesús prepara y dirige los
acontecimientos hasta en las más mínimas circunstancias, hemos de poner de relieve,
porque tiene su importancia: y es que la Obra nació oficialmente el primer viernes de
septiembre, durante la novena y en la proximidad de la fiesta de la Natividad de la
Santísima Virgen María. El significado de esta providencial coincidencia es obvio. Una
Obra que Jesús mismo califica de maravillosa, de tan grande y universal importancia
para la salvación y santificación de las almas, no podía surgir sin una señal o una prenda
de protección por parte de Aquella, cuyo nombre, juntamente con el de Jesús, constituye
la invocación incesante de las Pequeñísimas; mientras los dos amores, a Jesús y a
María, van unidos en la misma perenne alabanza, en la misma súplica a favor de las
almas.
Entraba pues en los designios de Dios que la Obra naciese en tales circunstancias
de tiempo; cuando la Iglesia se apresta a festejar el día en que apareció Pequeñísima en
la tierra la mayor parte de las criaturas; y no sólo Pequeñísima, en su humildad, sino
sobre todo en espíritu. En realidad sólo la Virgen pudo hacerse Pequeñísima, ella que
era grande a los ojos de Dios; mientras nosotros que hemos contraído la culpa, por
mucho que creamos haber descendido, nunca llegaremos al ínfimo grado, ala pequeñez,
a la nulidad en que nos encontramos delante de Dios. Podemos añadir –y ya lo hemos
señalado-, que Ella sola, María Santísima, fue verdadera y perfecta Pequeñísima, aún en
el sentido particular de que aquí se trata; porque Ella sola hizo realmente de su vida,
desde el primer instante hasta el último, incesante acto de amor a Dios y de caridad al
prójimo, en un “sí” continuo a la voluntad de Dios.
He aquí por qué el Corazón de Jesús quiso que la Obra naciese el primer viernes
de septiembre; como una flor que brotaba a los pies de la celestial Niña para recoger el
rocío de su primera sonrisa y el calor de su primera bendición, como prenda de éxito y
de perenne duración.
¿Podía Sor Consolata, en su tiernísimo amor a la Virgen, no revelar tal
circunstancia, no sentirse íntima e irresistiblemente impulsaba a consagrar las
Pequeñísimas, además que al Corazón de Jesús, a la Santísima Virgen? Escribe en
efecto:
“...Puesto que la primera de estas almas se ha consagrado entre las Pequeñísimas
hoy primer viernes de septiembre, novena de la Natividad de la Santísima Virgen María,
el martes próximo, 8 de septiembre, les abrazaré a todas en espíritu, a las Pequeñísimas
de todos los siglos, y a todas pondré junto a la celestial cuna, consagrándolas a María
Niña. ¡Oh, Ella las protegerá, las amará con predilección, las tendrá bajo su manto,
siempre, como lo hace con Sor Consolata. Y las Pequeñísimas amarán mucho a la
Santísima Virgen, porque el acto incesante de amor que ofrecen a Jesús, es también para
María Santísima.
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5. “Las Pequeñísimas y Sor Consolata”
Con la consagración de las Pequeñísimas al Corazón de Jesús y a la Santísima
Virgen María, terminaba el deber particular de Sor Consolata, no decimos respecto de
las Pequeñísimas, sino respecto de la Obra: Ocuparse en su difusión o interesarse como
quiera de la misma; y esto para que no desmayara la continuidad y virginidad del amor,
así como el anonadamiento en que Jesús la quería. Por eso le decía, después de haberle
revelado la Obra (31 de julio de 1936): Ámame, dame este acto incesante de amor y Yo
te lo prometo: me darás todos tus Hermanos uno tras otro, y después las Pequeñísimas.
Iniciada la Obra, del modo que hemos dicho, nuevamente intervenía Él para que
no se desviara Sor Consolata:
Olvídate, Consolata, no pienses en ti misma ni en lo que pueda referirse a tu
especial vocación. No, el Corazón de Jesús se ha servido de ti como de instrumento
(como tú te sirves de la escoba), pero quien ha de realizar esta Obra maravillosa de las
Pequeñísimas es Él, exclusivamente Él.
Por lo tanto, no pienses sino en darme el acto incesante de amor, el “sí” a todo y
a todas, y en aceptar el sufrimiento con agradecimiento; y nada más; Yo pienso en todo
y tú olvídate.
Y el (18 de septiembre de 1936): Ahora que las has consagrado a María Niña, no
pienses ya en las Pequeñísimas, sino con la oración cotidiana. Piensa únicamente en
los Hermanos y Hermanas para que vuelvan a Mí con el medio del incesante acto de
amor.
Se observa sin embargo, o mejor dicho, se repite, que si a Sor Consolata no se le
concedió ocuparse directamente de la Obra, ésta no obstante le pertenece y es a ella a
quien debe dirigirse la mirada de las Pequeñísimas como Jesús le predecía en
septiembre de 1937:
No interrumpas tu acto de amor; sigue adelante por tu camino, impávida, bajo el
tiro del enemigo. No temas, siempre adelante, el amor lo vence todo.
Quiero que suba de la tierra al cielo una oleada de amor. Tú debes caminar la
primera por el pequeñísimo camino; un día tendrás que servir de modelo.
Así como ahora el mundo se fija en Santa Teresita, los millones de Pequeñísimas
en todo el mundo se mirarán en ti.
Terminemos con estas dos consoladoras promesas: una de Jesús y la otra de la
Santísima Virgen. El 14 de julio de 1936, en un momento en que Sor Consolata se
sentía mayormente humillada y confusa por tantos dones divinos, se dirigió a Jesús y le
dijo: ¡Tú amas a las Pequeñísimas hasta la locura! Y Jesús: Sí, son la pupila de mis ojos.
El 8 de diciembre de 1942, Sor Consolata volvía a consagrar a las Pequeñísimas a
la Virgen Inmaculada, la cual, agradeciendo el don, le daba a entender: ¡Sobre todas y
cada una de ellas pondré mi mirada de predilección, como la puse sobre ti!
6. “Muerte de la primera Pequeñísima”
Si alguna duda pudiera aún existir sobre el origen divino y sobre la bondad del
camino pequeñísimo de amor, el resto de la vida de Juana Compaire, y después, su
muerte bastarían a disiparlo. Hay en la vida del espíritu ascensiones admirables, vuelos
rápidos y seguros hacia las alturas de la santidad. Y las alturas ya no las teme el alma
que, haciéndose pequeñísima, ha empleado las alas del amor y de la confianza.
Incertidumbres, miedos, vanos replegamientos sobre sí misma, todo ha desaparecido
como por encanto. El Artífice divino sabe que el tiempo urge y, con pocos toques, lleva
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a cabo su obra maestra, ¡Qué camino, en efecto, a un solo mes de distancia de su
consagración como Pequeñísima! El 13 de octubre de 1936 escribía al Padre Espiritual:
“...Querría decirle algo de cómo paso mis días y aún varias horas de mis noches,
después de las grandes gracias recibidas. Me parece vivir en otro mundo. El recuerdo
del 4 de septiembre pasado, con aquel Magníficat me hace derramar más lágrimas que
antes, pero no son ya las de antes. Mi confianza en Dios no se apoya ya en más motivos
que en los méritos de Nstro. Señor Jesucristo... y luego en la Comunión de los Santos,
que Él me hace conocer por la eficacia de sus oraciones... ¡Todo me transporta y me
abisma en una confusión de maravillas, que son la paz profunda de mi vida!”
Ha encontrado pues en el nuevo camino, la santa libertad de los verdaderos hijos
de Dios. El amor le ha aligerado del abrumador peso de sí misma. Ahora se soporta;
mejor dicho no piensa ya en sí. Todo se ha simplificado en su vida espiritual y tiene una
perfección nueva. Ha encontrado que el acto incesante de amor lo contiene todo, lo da
todo, lo obtiene todo; ha experimentado que es él cumbre luminosa y descansada, y a la
vez divino ascensor para las demás cumbres.
Nosotros, sin embargo, no la seguiremos concretando en estas últimas
ascensiones; diremos sólo algo de su muerte. En la fiesta de la Natividad de María
Santísima de 1937, al año de su consagración de Pequeñísima, Juana renovaba la misma
consagración con la siguiente oración, que era ya de su Nunc Dimittis:
“Oh María Inmaculada, mi abogada poderosa y tiernísima Madre, heme aquí
postrada a vuestros pies para renovar el acto con que me consagré pequeñísima al
Sagrado Corazón de Jesús. Para Jesús, y para Vos, son todos pensamientos y afectos,
todo mi corazón y mi vida entera. En este día bendito, en que la Iglesia recuerda vuestra
aparición entre nosotros, incorporada, como Jesús, a nuestra naturaleza, dignaos tomar
bajo vuestra especial protección la nueva Obra de las Pequeñísimas de Jesús, concretada
en la maravillosa y milagrosa laus perennis infantil, que vuestro divino Hijo ha
mostrado agradecer y bendecir con las gracias más sublimes de su Divino Corazón.
Confío a vuestro Corazón Inmaculado mis consuelos y mis penas, mis temores y mis
esperanzas, en las divinas expresiones del incesante acto de amor. Concededme que
acabe mi vida como Jesús dio la suya, en homenaje a la Santísima Trinidad y a Vos por
todos los siglos de los siglos.”
Realmente, siente que el cielo está cerca. Ya sus fuerzas no le permiten salir de
casa; pero no deja de bajar todas las mañanas a Misa y a comulgar, y durante el día a
hacer alguna visita a Jesús Sacramentado. Y a pesar de sus 87 años, aún hay frescura
juvenil en su rostro diáfano y sin arrugas. Más que por los años está consumida por el
amor. Su hambre de Dios se ha hecho torturante. Cuando está expuesto Jesús
Sacramentado, aparece la Hostia Divina radiante a sus ojos, apagados a todo lo demás.
En el fondo del corazón se articulan voces misteriosas, como el susurro del Esposo que
se acerca...
Está pronta. Lo ha dispuesto todo, con minucioso cuidado, para recibir a la
hermana muerte. Ha dejado consignado en un billete sus datos personales para el
registro de su muerte en el municipio. Las Hermanas Capuchinas tienen preparado el
hábito de la Orden pedido por ella misma para revestir sus restos mortales. Está a punto
la ropa blanca, toda nueva, de que se vestirá en el lecho de muerte para las bodas
eternas.
El 26 de enero de 1938, mientras se encuentra sola en la sala de oración, se siente
inundada de una extraordinaria efusión de gracias, que sacude todo su ser. Es una
necesidad incontenible de gritar a Dios su propio amor, de agradecerle, de alcanzarle, de
transformarse en Él... Y cae de rodillas, con los brazos en alto, y el rostro humedecido
por el llanto: “Dios mío, Dios mío ¿Qué es esto?”
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Era la llamada del cielo.
El domingo de sexagésima, 20 de febrero de 1938, aún bajó a la capilla para la
Santa Misa, que fue la última.
El miércoles, sintiéndose grave, pidió le administraran la Extrema Unción,
deseosa de recibir bien este sacramento. Después, durante tres días y tres noches, esto es
hasta el mediodía del sábado, estuvo en la cruz con Jesús, sufriendo espasmos
misteriosos, sin el menor alivio. Pero ni un lamento. Decía al Padre espiritual: “Al
meditar la Pasión de Nstro. Señor Jesucristo, siempre me he detenido preferentemente
en los espasmos de su agonía; creo que ahora me hace participante de ellos”. Y
volviendo los ojos a lado del crucifijo colgado en la pared de enfrente, repetía con
indecible transporte: “Amarte, seguirte, imitarte”. Tal había sido el programa de su vida,
y tal lo era en el lecho de muerte.
Mientras tanto, fuera se desencadenaba el carnaval y, de la cercana plaza Vittorio
Véneto, llegaba el alboroto del mundo que se divertía. El padre se lo hizo observar,
recordándole la frase de Jesús: Vosotros lloraréis y el mundo se regocijará (Jn 16, 20).
A lo que ella contestó:
-¡Oh, cómo se ven desde este lecho las mentiras del mundo! ¡No, no daría uno
solo de estos instantes de sufrimiento por todo el gozo del mundo!
Y a quien le hacía observar que pronto recibiría el premio de tantas obras buenas:
-No, obras no; no he hecho ninguna. Pero que haya amado a Jesús mucho, sobre
todas las cosas, esto sí, me consuela.
Se sucedían a visitarla en su lecho religiosas de diversas Congregaciones y
sacerdotes:
-¡Mire, Juana, cuántas almas vienen a visitarle y ruegan por Ud.!
-Jesús es fiel; -contestó- siempre he huido de las amistades del mundo y Él
siempre me ha rodeado de amistades santas.
El viernes por la noche se le llevó solemnemente el Santo Viático y se sintió muy
feliz al recibir dos veces en el mismo día a Jesús Sacramentado. Quiso ponerse el
distintivo de las Hijas de María, después, en el momento de recibir al Señor, con voz
alta y clara, pidió perdón de todos los escándalos dados. La contestación fueron algunos
sollozos y muchas lágrimas de los circunstantes. ¡Hablaba de escándalos, ella, cuya
virtud pudiera ser admirada por todo el mundo!
Al mediodía del sábado hacia las 15, el sufrimiento pareció llegar al colmo.
-¿Sufre mucho, Juana?
-Sí, ¡no hubiera creído que una criatura pudiese sufrir así; pero no lo sienta, Padre,
que tengo mucha necesidad de sufrir!
Pidió un poco de hielo, pero al momento se arrepintió de haberlo pedido y se
dirigió al Padre para tranquilizarse. Temía haber cometido una imperfección pidiendo
aquel pequeño alivio, después de tanto padecer... De pronto, como el físico no
reaccionaba ya ante el mal, se la creyó aliviada; más no se hizo ilusiones.
¡Es la mejoría que precede a la fiesta! –respondió a quien se congratulaba con ella,
por sentirse mejor.
Estaba alegre; hablaba y obraba como si estuviese curada. Por eso, aquella noche
se rezó el Santo Rosario en su habitación. Al anunciar el cuarto misterio glorioso, la
Asunción de María Santísima al cielo, ella comentó:
¡Al cielo en cuerpo y alma! ¡Qué hermosa y consoladora es esta profesión de fe en
el momento de la muerte!
El quinto misterio lo anunció ella, interrumpiendo al Padre:
Se contempla aquí –dijo- a la... Consolata.
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Todo el gozo y la gloria de la Santísima Virgen en el cielo, ella lo encontraba
compendiados en este título. Y cuántas y cuántos besos dio a la imagen de la Consolata.
-Juana, Ud. siempre ha querido mucho a la Santísima Virgen, y la Santísima
Virgen ha venido a asistirla.
-¡Oh, sí... Cuán hermoso es morir después de haber amado mucho a la Santísima
Virgen!
Después agitando las manos en señal de despedida:
-¡Adiós, tierra... al cielo, al cielo!...
Había en la celdita una atmósfera de espiritualidad, que nadie jamás podría
explicar. El cielo parecía estar separado sólo por un velo tenuísimo. Todo allá parecía
sagrado: la celdita, una iglesia; el lecho un altar y, sobre aquel altar, la Pequeñísima
víctima de amor... Pero la noche se hizo penosa. Hacia las dos pidió la Sagrada
Comunión.
-Es la última, dijo.
Lo fue en efecto. Casi hasta el fin conservó una maravillosa lucidez de mente.
Hacia el mediodía pidió le vistieran la ropa nueva... Era su hora. Así, vestida de fiesta,
hizo una hermosa señal de la cruz y... la espera no fue larga. A la una después del
mediodía, domingo de Quincuagésima (27 de febrero de 1938), después de una breve
agonía, la primera Pequeñísima reclinaba dulcemente la cabeza sobre el Corazón de
Jesús, para hacer allí su morada eterna y continuar su canto de amor: ¡JESÚS, MARÍA
OS AMO, SALVAD LAS ALMAS!
7. “Sor Consolata a las Pequeñísimas”
Con la muerte de la primera Pequeñísima, no se debilitó la Obra, ni se extinguió el
acto incesante de amor fuera del monasterio de las Capuchinas. El Corazón de Jesús,
mientras esto tenía lugar, había hecho su llamada a otras almas y las Pequeñísimas
formaban ya un pequeño batallón.
Para ellas y para las de todos los tiempos, interpretando sus deseos, el Padre
espiritual pidió a Sor Consolata una carta. En la que expusiese su pensamiento sobre el
ejercicio del incesante acto de amor, acompañándolo de los consejos prácticos que
juzgara útiles. Vamos a ofrecerla casi íntegramente y cada una de las Pequeñísimas
puede considerarla escrita para ella misma. Lo que en ella se dice, tiene tanto más valor,
cuanto que encuentra su confirmación en la vida de quien difícilmente podrá ser
superada en continuidad y virginidad de amor.
Querida “Pequeñísima” del Corazón de Jesús:
Al entregarte al descanso, por la noche, pedirás a tu Ángel de la Guarda que,
mientras duermes, ame Él a Jesús en tu lugar y que te despierte a la mañana siguiente
inspirándote el acto de amor. Si fueras fiel en pedírselo así todas las noches, Él será fiel
en despertarte todas las mañanas con un “JESÚS, MARÍA OS AMO, SALVAD LAS
ALMAS.”
Comenzando así el día, proseguirás amando hasta tu encuentro con Jesús en la
Eucaristía. Esto no quiere decir que debas dejar toda otra oración. No, continúa con tus
acostumbradas prácticas de piedad, pero no añadas otras; deja que tu acto de amor
absorba todo espacio de tiempo libre y, en seguida, si Jesús te lo inspira, también alguna
de tus oraciones vocales.
En la sagrada comunión confía, abandónate a Jesús, con tus preocupaciones,
proyectos, deseos y penas, y no pienses más en ellos; porque toda la vida de una
Pequeñísima se basa en la promesa divina: Yo pensaré en todo hasta en las más
mínimas particularidades, tú piensa sólo en amarme. Copia estas palabras al pie de una
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imagen del Sagrado Corazón de Jesús, haz de manera que las tengas siempre presentes;:
te serán de gran ayuda para librar tu espíritu de toda preocupación y probarás cuán fiel
es Jesús en mantener esta su promesa.
Después de haber abandonado todo a Jesús en la sagrada comunión, renuévale tu
promesa del acto incesante de amor, del “sí”, a todo lo que Él te pedirá a lo largo del día
y el propósito de verle, hablarle y servirle con amor en todas las criaturas, con las que
tengas que verte.
Forma de una vez para siempre la intención de que todo tu amor suba al cielo cual
súplica que te alcance la fidelidad en proseguirlo sin interrupción hasta la comunión
siguiente y que sea como reparación de todas tus infidelidades.
Dejarás la Iglesia comenzando tu acto de amor que lo continuarás por el camino,
en casa y en el cumplimiento de todos tus deberes. Ten en cuenta que Jesús ha
prometido que, cuando escribes u oras o meditas o hablas por necesidad o por caridad,
el acto de amor continúa igualmente.
En el trabajo, si te es posible, procura tener escrito delante de ti al pie de una
imagen o estampa: “JESÚS, MARÍA OS AMO, SALVAD LAS ALMAS”; te servirá de
despertador.
Entre los obstáculos para dar a Jesús el acto incesante de amor virginal, Jesús
mismo te enseña a combatir tres de ellos: Pensamientos inútiles, intereses,
conversaciones inútiles. Pensamiento, preocupaciones: todo resulta inútil desde el
momento que Jesús promete a su Pequeñísima pensar Él en todo, hasta en las más
mínimas particularidades. Discursos inútiles: si hablas no obligada por el deber, por la
caridad, por la conveniencia, es tiempo malgastado que robas al Amor. Intereses,
curiosidad, etc., todo, en suma, lo que distrae tu espíritu de la única cosa a que estás
obligada: amar a Jesús incesantemente y con amor virginal.
Pero es preciso que estés conforme en que para realizar el deseo divino: no hay
que perder un acto de amor ni un acto de caridad de una comunión a otra. El laboreo de
tu alma, sostenida por la gracia, será largo y requerirá no poco tiempo, esfuerzos
constantes y generosos, y sobre todo no desanimarse jamás.
En cada infidelidad más o menos voluntaria, renueva tu propósito de amor
virginal y vuelve a comenzar. Si esta infidelidad te hace sufrir, ofrécela a Jesús... ¡como
acto de amor! Verás y comprobarás con cuánta ternura te levantará Jesús después de una
caída, de una infidelidad, cómo se apresurará a ponerte en pie, para que puedas
continuar tu canto de amor.
Lo que más te ayudará a dar a Jesús el acto incesante de amor, será el renovar tu
propósito cada hora; en segundo lugar, el examen particular sobre él. Ten en cuenta que
en el examen particular sobre el acto incesante de amor, tendrás por falta sólo el tiempo
desperdiciado en discursos inútiles, en seguir la fantasía, pensamientos inútiles, etc.,
arrepiéntete, y vuelve tranquilamente a amar.
Pero el propósito al que debes consagrar todas tus energías, se referirá siempre al
incesante acto de amor. Pero no temas, Jesús te ayudará. Él lo ha dicho: No te pido más
que esto: un acto incesante de amor... Ámame, tengo sed de amor... Ámame y serás
feliz, y cuanto más me ames, más feliz... Él es fiel.
-Ánimo, Jesús y María te ayudarán. No temas, jamás, confía y cree en el amor de
Ellos a ti.
Affma. Sor Consolata R. C.
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8. “A las no Pequeñísimas”
Sor Consolata se dirigió a las Pequeñísimas. Nosotros nos dirigimos a todos los
que –y son muchos- llegados a este punto, han exclamado: “Muy hermoso, muy
hermoso, pero el acto de amor incesante ¡qué espanto!”
A parte de la explicación dada, en su lugar, de cómo ha de entenderse la
continuidad de amor y cuál esfuerzo haya de hacerse en el caso, es preciso convenir en
que son relativamente pocas las almas llamadas a seguir a Sor Consolata en la
perfección del camino pequeñísimo de amor, esto es, en el acto de amor incesante y
virginal. Es cierto que Jesús predijo a Sor Consolata que serán millones y millones, pero
se entiende en la sucesión del tiempo, a través de los siglos. Las Pequeñísimas pues,
serán siempre en el seno de la Iglesia el pusillus grex (la pequeña grey).
Sin embargo, el nuevo Mensaje del Corazón de Jesús se dirige, bajo ciertos
aspectos, a todas las almas, y a todas puede hacer mucho bien. En efecto, la doctrina en
él contenida sobre el valor del acto de amor como medio de santificación y de
apostolado, interesa indistintamente a todas las almas; las cuales, si no pueden hacer el
acto de amor incesante, siempre podrán valerse del mismo para adelantar en la vida
interior, que, como se explicó, es esencialmente vida de amor. Con otras palabras, a
algunas almas (Pequeñísimas) dice Sor Consolata: “Seguidme en el esfuerzo por
transformar vuestra vida en un acto de amor incesante”; a todas las demás dice: “Valeos
de mi acto de amor en la medida que os sea posible.”
Es necesario servirse de algún medio para evitar o combatir la disipación, causada
las más de las veces por pensamientos, intereses, palabras inútiles; y cada alma es muy
libre en elegir lo que más le agrada, lo que se adapta a su espíritu. Queda por lo demás
hecho notar que como el amor es la primera y más excelente de todas las virtudes del
acto de amor (de cualquier manera que se formule, siempre que salga del corazón)
participa de esta soberana excelencia. ¿Por qué pues no dar preferencia a lo que es el
medio más excelente, el más amado de Jesús, el más provechoso para las almas?
Haciendo caso omiso de que el acto de amor de Sor Consolata, aún en su misma
fórmula, reviste valor muy particular, por venir de Jesús y porque, al Amor de Jesús,
une el amor a la Santísima Virgen y el amor a las almas.
Por lo tanto, este acto de amor ofrece a todas las almas, aún a las no
Pequeñísimas, las cuales podrán servirse del mismo a modo de sencilla jaculatoria que
pueden rezar (con el corazón, pronunciándola o no) frecuentemente durante el día,
esforzándose por valorizar con él tantos minutos libres de la jornada que de otro modo
se perderían en pensamientos inútiles y hasta peligrosos. Si un alma no llega a dar a
Dios Nstro. Señor más que una decena de actos de amor por día –lo cual realmente no
requiere un esfuerzo excesivo- ¡cuántos actos de amor resultarían en un mes, en un año!
Y si se llegara a cobrar el hábito, no será difícil aumentar gradualmente su número hasta
adquirir con el tiempo una cierta facilidad en el ejercicio del mismo y por consiguiente
una más continuada unión con Jesús.
Que ésa fuese la intención del Corazón de Jesús al dictar a Sor Consolata la
doctrina sobre el Acto de amor, puede verse en la obra de la Vida; donde precisamente
se dice que Él ofrece el acto de amor a las almas Pequeñísimas en primer lugar, sí, pero
también a los pequeños en edad y a todas las personas que, o por enfermedad o por otro
motivo, no pueden darlo incesantemente, sino sólo frecuentemente. Y este incesante
entiéndase, entonces, no respecto de cada alma en particular, sino de muchas almas
conjuntamente. Y así es como se formarán, poco a poco, por todas las partes del mundo
como una oleada incesante de amor ascendiente, que a su vez se transformará en oleada
incesante de amor descendiente de misericordia y de perdón.
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9. “El incesante acto de amor y la práctica de las virtudes”
Más de un lector estará deseoso de conocer hasta qué punto la vida de amor,
realizada a través del incesante acto de amor haya llevado a Sor Consolata a la práctica
y perfección de las virtudes cristianas y religiosas. Deseo legítimo, pues no se puede dar
un fallo definitivo sobre una determinada doctrina, sin antes ver los frutos en quienes la
siguen. Sería, sin embargo, salirnos del objeto prefijado para este opúsculo –que como
decíamos en la introducción- es sencillamente el de exponer la doctrina del incesante
acto de amor, dejando para la obra de la Vida el tratado de las virtudes. Aunque ya en
estas páginas se puede apreciar en Sor Consolata una virtud nada común, en el esfuerzo
heroico por eliminar en su camino todo lo que podría serle impedimento para seguir a
Jesús lo más perfectamente posible.
De todas maneras el lector hará bien en tener presente que el acto incesante de
amor al ser el punto primero y más principal del pequeñísimo camino de amor, no se
agota en sí mismo, sino que se integra o mejor debe prácticamente desembocar en otros
dos puntos dictados por Jesús a Sor Consolata: Un “sí”, a todos con la sonrisa, viendo y
tratando a Jesús en todos. Un “sí” a todo (lo que el Señor pida al alma) con el
agradecimiento.
En esto está el fruto práctico de la vida de amor; es decir, el ejercicio de una
perfecta caridad para con el prójimo y de una perfecta aceptación de las disposiciones
divinas respecto de nosotros, con espíritu de sacrificio y plena correspondencia a la
gracia. Y es fácil comprender que un alma que se mantiene heroicamente fiel a estos
tres puntos, avanzará cierta y rápidamente en todas las virtudes, que es lo que Jesús
prometía a Sor Consolata:
(26 de septiembre de 1935): Permanece siempre en tu acto de amor, trata de no
perder ni uno de ellos ni un acto de caridad; recoge con amor las flores de las virtudes
que Yo haré brotar a tu paso, y el fruto que reportarás será abundante.
(21 de junio de 1942): Con el incesante acto de amor llegarás a la deseada
cumbre del amor, con el “sí” a todo, a la cumbre del dolor, y estas dos cumbres
engendrarán la tercera, la de las almas.
Basten estas brevísimas indicaciones para persuadir más y más al lector que el
camino seguido por Sor Consolata –entendido y practicado en su integridad- no se
apoya sólo en el sentimiento, sino que encierra un verdadero y completo programa de
vida espiritual, de altísima formación cristiana y religiosa.
Conclusión
1. “Vuelta al manantial”
No nos incumbe a nosotros fallar sobre este Mensaje, del que somos meros
transmisores. Toca a la Iglesia autentificar la veracidad, mientras cada lector –como
nosotros y más que nosotros-, puede formarse el concepto de su valor, atendido el fin
para el que se dictó: que es conducir al mundo al manantial de toda elevación moral y
de todo bienestar social: El Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo.
Pero el verdadero Evangelio y todo el Evangelio: el que enseña, no sólo a creer,
sino también a esperar y sobre todo a amar.
En este sentido, el Evangelio antes de ser un libro escrito, es la palabra viva de los
que vieron y oyeron al Maestro, y escucharon su Mensaje, como dice San Juan (1 Jn 1,
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5; 3, 11); mensaje de reconciliación con Dios mediante el sacrificio expiatorio de Jesús
(Ib 2, 2) y por lo tanto de gracia y de amistad con Él.
El profeta Jeremías anunció la obra de los tiempos mesiánicos con este reclamo a
la interioridad (30, 31-33):
He aquí que vendrán días, dice el Señor, en que Yo haré una nueva alianza con la
casa de Israel y con la casa de Judá: alianza, no como aquella que contraje con sus
padres el día que los tomé por la mano para sacarlos de la tierra de Egipto, alianza
que ellos invalidaron y tuve que abandonarles, dice el Señor. Porque esta es la alianza
que Yo haré con la casa de Israel después que llegue aquel tiempo, dice el Señor:
imprimiré mi ley en lo íntimo de sus entrañas y lo grabaré en sus corazones y seré Yo
su Dios y ellos serán mi pueblo.
San Pablo nos muestra cumplida esta profecía por obra de Jesucristo (Heb 8, 810). El Evangelio, pues, no es sólo una ley escrita en papeles o de exteriores
observancias, sino una ley que llega a interesar lo más íntimo nuestro, escrita por el
Espíritu Santo, “Dedo de Dios” en nuestros corazones con la efusión de una vida nueva:
vida de gracia y de amor, sin la cual, como observa atinadamente San Agustín –la
misma letra del Evangelio mataría.
Esta transmisión de vida nueva, en efecto, interesa a la inteligencia que acoge la
doctrina de la Iglesia Católica con la fe; se realiza en lo más íntimo del espíritu humano
mediante el uso de los sacramentos que nos dan la gracia; tiene su divina palpitación en
el corazón con la caridad que establece una vida de amistad con Él (Jn 15, 13-15), y así
se verifica en nosotros la gran palabra dicha al Profeta y repetida por San Pablo: Y seré
Yo su Dios – Y ellos serán mi pueblo.
2. “El mal y el remedio”
Torpemente se equivocaría quien pensase que cuanto de la vida de amor hemos
dicho, pudiera ser en menoscabo de la necesidad e importancia de la acción en todas sus
exteriorizaciones. El que estas líneas escribe no es un ermitaño sino un misionero, a
parte de que tampoco los ermitaños se pasan la vida mano sobre mano.
Querríamos solamente preguntar ¿cómo es que no se llegó a poner diques al fuerte
y desbordante torrente del mal, que amenazó sumergir al mundo? ¿Es por falta de
acción? Nos parece que no. Se podrán lamentar deficiencias individuales, pero en
conjunto no falta la acción: multiforme, orgánica, vigorosa. ¿Es acaso que no se adapta
a las necesidades de los tiempos? Tampoco esto puede afirmarse, al menos por lo que
toca al conjunto de la actividad católica ¿Entonces?
La deficiencia, a nuestro juicio, hay que buscarla en esto: en que por una parte
falta la “llama viva” del sembrador: Sin Mí no podéis hacer nada (Jn 15, 5); y por otra,
falta el humus apto para recibir y fecundar la buena semilla: El que mora en Mí, y Yo en
él, ése da mucho fruto (Jn 15, 5).
Morar en Jesús: he aquí lo que sobre todo necesitan las almas, lo mismo para
obrar que para recibir el bien y hacerlo fructificar. Ahora bien, “morar” en Jesús no es
simplemente creer en Él, ni sólo el estado de gracia, sino vivir la vida de gracia, hacerla
crecer, perfeccionarla de continuo en nosotros (Jn 10, 10). Y esto mediante nuestra
unión con Jesús, de modo que saquemos de Él, como el sarmiento de la vid, la savia
divina, fecunda en toda clase de virtudes cristianas. El amor, la vida de amor, obra todo
esto: Como mi Padre me amó, así os he amado Yo; perseverad en mi amor (Jn 15, 9). Y
el amor hace viva la fe del creyente que por Jesús va al Padre.
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Cuando en el comienzo de este tormentoso período de la historia del mundo, Pío
XI dirigió al mundo la Encíclica sobre los Ejercicios Espirituales, y después Pío XII la
del Cuerpo Místico y la de la Sagrada Liturgia, algunos espíritus superficiales pudieron
no ver el nexo entre los documentos pontificios y las necesidades del mundo cristiano.
Pero tales documentos estaban y están perfectamente en tono con las exigencias de los
tiempos: en cuanto que descubren la verdadera causa de todos los males e indican su
remedio en una más intensa vida sobrenatural de las almas.
San Pablo decía de sí, como quien explica el ardor de su infatigable celo: charitas
Christi urget nos (el amor de Cristo nos apremia) (2 Cor 5, 14). Estas mismas palabras,
San José Cottolengo quiso se fijaran en la puerta de entrada de la “Piccola Casa della
Divina Providenza”, que es la mayor obra de beneficencia que el mundo conoce y una
espléndida apología del Cristianismo: el Cristianismo vivido, el Cristianismo amor:
charitas Christi. Santa Teresita no nos dejó sino las pocas páginas de Historia de un
Alma, pero escritas con mano febricitante de amor y de dolor, por Jesús y por las almas.
¡Cuánto bien han hecho ya, y lo harán acaso hasta el fin de los siglos! Así de todas las
demás formas de apostolado. Cuando el alma saca de Jesús, que es “lleno de gracia y de
verdad” (Jn 1, 14), su fuerza de empuje y como “antorcha que arde y brilla” (Jn 5, 35)
hace de su vida “un ejemplo de luz”, entonces las obras dan testimonio de la verdad y
comunican a las almas el fuego de que ellas mismas están animadas, el ardor con que
vibra. No se puede dar lo que no se tiene; por el contrario: Te doy lo que tengo en el
nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y anda (Hch 3, 6). He aquí lo que el mundo
necesita para levantarse y volver al camino ascensional: tiene la necesidad de almas
llenas de Jesús para poder dar a Jesús.
El espíritu informador del presente Mensaje está todo en esto: en hacer
comprender la necesidad de una profunda vida interior, que es esencialmente vida de
amor, para santificarse a sí y a los demás.
4. “El nuevo don del Corazón de Jesús”
Indica también aquí el medio práctico del pequeñísimo camino de amor y la obra
correlativa de las Pequeñísimas. Es el fruto concreto del Mensaje, en cuanto es
transmitido a las almas y perpetuado en el mundo el incesante acto de amor. Ya hemos
dicho cómo la doctrina sobre el incesante acto de amor constituye la razón de ser de la
nueva manifestación del Corazón de Jesús: es por lo tanto un don que Jesús hace al
mundo y su significado, en el momento actual, a nadie puede ocultarse. Jesús mismo,
después de haber predicho a Sor Consolata el bien inmenso que del ejercicio del
incesante acto de amor vendría al mundo, le añadía: A este fin te obligaba a pedir todas
las mañanas por los méritos de mi dolorosa Pasión, el triunfo en el mundo, no sólo de
mi misericordia sino también de mi amor, especialmente en las almas Pequeñísimas.
Es que la misericordia puede perdonar, pero sólo el amor puede renovar el mundo:
Envía tu espíritu, y las cosas serán creadas y renovarás la faz de la tierra (Sal 103, 30).
La Iglesia aplica estas palabras a la acción del Espíritu Santo en el mundo, que es
Espíritu de Amor, y amor substancial. Un nuevo Pentecostés de amor, eso es lo que
renovará espiritualmente la faz de la tierra. La obra de las Pequeñísimas fue querida por
Jesús para este fin.
Por lo demás, los que en estas páginas han seguido las continuas peticiones de
amor de Jesús, los reiterados testimonios de querer salvar con el amor al mundo, las
divinas promesas sobre la perenne, universal, prodigiosa fecundidad del incesante acto
de amor, no podrán dudar que la obra de las Pequeñísimas esté verdaderamente
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preordenada por la Divina Providencia y por el infinito amor a concurrir eficazmente al
renacimiento espiritual del mundo.
Una vez más Dios quiere confundir, con la humildad de los medios, el orgullo
intelectual que ha oscurecido tantas inteligencias; con la pequeñez de espíritu atraer a
los fuertes de la tierra, que creen poder erigir sobre la tumba del cristianismo una
civilización paganizadora; con la silenciosa pero activísima vida de amor curar al
mundo del pernicioso mal moderno, que es no- decimos la acción- sino el alboroto de la
acción no vivificada por el Espíritu de Dios.
Así entiendo el nuevo Mensaje podría decirse un arco iris de paz, que proyecta las
llamas que salen del Corazón de Cristo, sobre este pobre mundo, el cual habiendo
repudiado los manantiales de agua viva y saludable del Evangelio por las sucias
cisternas del mal y del error no ha encontrado sino muerte y ruinas. Pero Jesús lo quiere
salvar y después de haberte detenido a tiempo en la pendiente peligrosa y haberlo
purificado en el dolor, ahora le quiere llevar a Él por medio del amor; a fin de que
experimente lo que Sor Consolata experimentó durante toda su vida, esto es, la verdad
de las divinas palabras: Ámame y serás feliz y cuanto más me ames más feliz serás.
Dios siempre vence así: ¡con una misericordia infinita y un infinito Amor!
“¡A Ti, oh Señor!”
Delante de Ti, oh Señor Jesús, antes de dejar la pluma, tu siervo se humilla por
haberse atrevido a unir a la que tiene tu palabra el balbuceo de la palabra humana y
acaso por incapacidad y deméritos haber echado a perder tu obra. Pero Tú, oh Señor,
eres omnipotente y como de la nada lo sacas todo, así las mismas faltas humanas haces
que contribuyan al cumplimiento de tus designios, por lo cual sea a Ti sólo la alabanza,
el honor y la gloria.
Y como es vano todo trabajo que no sea bendecido por Ti, imploro ardientemente
esta bendición.
Te la pido por el amor infinito que tienes a los hombres, tus criaturas, tus
redimidos, tus hermanos; por la intercesión de Aquella, en cuyo Corazón Inmaculado
derramaste en bien de todos nosotros las saludables ondas salidas de tu corazón herido;
y por las oraciones –la humilde audacia que sea agradecimiento de amor-, del alma por
Ti elegida como Mensajera de tu Amor: la cual en respuesta al don de elección,
sostenida por tu gracia, supo consumar su vida en un incesante acto de amor virginal, en
una jamás interrumpida invocación por la salvación de las almas.
Tú lo dijiste un día: Cuando sea pronunciado tu último “JESÚS, MARÍA OS
AMO, SALVAD LAS ALMAS”, Yo lo recogeré y lo transmitiré a millones de almas
que, pecadoras, lo acogerán y te seguirán por el camino sencillo de la confianza y del
amor y consiguientemente me amarán... ¡Quiero que suba de la tierra al cielo una oleada
de amor!
Ahora pues que su último acto de amor ha cesado sobre la tierra para eternizarse
en el cielo, recógelo y transmítelo a las almas, a todas las almas: a las inocentes y a las
pecadoras, a las que marchan errantes lejos de la Iglesia y a las que gimen fuera del
redil; fecúndalo con tu bendición, a fin de que se perpetúe sobre la tierra, y se forme y
aumente la onda de amor por Ti invocada. ¡Entonces los hombres, hijos tuyos de nuevo
en el amor, volverán a ser hermanos en la dilección, y el mundo –en tu Evangelio de
amor y de caridad-, encontrará por fin, con la salvación, el camino, de la perdida
tranquilidad!
¡JESÚS, MARÍA OS AMO, SALVAD LAS ALMAS!
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APÉNDICE
Algunas aclaraciones sobre la obra de las Pequeñísimas
Para responder a las preguntas que se nos han hecho, expondremos aquí, en
forma catequística, algunas aclaraciones sobre las Pequeñísimas y su Obra correlativa.
¿Quiénes son las Pequeñísimas?
El apelativo de Pequeñísimas no debe entenderse con relación a la edad o al sexo;
se refiere a las almas. Las Pequeñísimas son las almas que se sienten atraídas a seguir a
Sor Consolata por el pequeñísimo camino de amor, es decir, el del incesante acto de
amor.
¿Cómo debe entenderse la continuidad del acto de amor?
Se ha de entender con relación al estado, a las ocupaciones y a la capacidad de
cada una de las personas. Recuérdese además, que cuando uno ora, cuando medita,
cuando habla por necesidad o por caridad o conveniencia, cuando está ocupado en
trabajos que absorben la atención de la mente, el acto de amor delante de Dios es como
si continuase, siempre que el alma tenga cuidado de dirigir a Dios con la intención todas
sus acciones. En cambio, en los otros tiempos, esto es, en los minutos libres del día, la
Pequeñísima pondrá todo su esfuerzo por continuar su acto de amor.
¿Es necesario pronunciar con los labios el acto de amor?
No, basta hacerlo con el corazón. El fin del incesante acto de amor, en las
intenciones de Jesús, es ofrecer a las almas un medio práctico y fácil para conseguir la
máxima intimidad de amor con Él. No debe, por lo tanto, ser una fórmula
mecánicamente repetida y ni siquiera se tiene en cuenta el número de actos de amor,
sino que es un abandono incesante del alma al amor, una ininterrumpida efusión de
amor, un canto de amor continuo y silencioso.
¿No es oprimente para el espíritu tal continuidad de amor en una determinada
fórmula?
Entendido como se ha dicho, el acto incesante de amor no tiene nada de oprimente
para las almas sinceramente deseosas de vivir la vida de amor en toda su perfección.
Además, Jesús que lo ha requerido, ha puesto en él una unción particular, así como da al
alma pequeñísima una particular gracia para ser fiel a él. La experiencia ha demostrado
que cuanto más fiel a él es un alma, tanto más el acto de amor es para ella una
necesidad, encontrando sólo en él la plena satisfacción de sus santas aspiraciones de
amor de apostolado.
¿Es posible conseguir la continuidad “absoluta” del acto de amor?
Sin un privilegio de Dios no es posible a criatura humana conseguir la continuidad
“absoluta” del acto de amor. Puede en cambio el alma, sostenida siempre por la gracia,
llegar a una continuidad moral: esto es, hacerlo moralmente incesante en el esfuerzo de
voluntad, que es cuanto Jesús requiere.
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¿Es fácil llegar a esta continuidad moral?
Es posible, pero no fácil, se requiere un esfuerzo generoso y constante. Ni aún con
el mayor esfuerzo tal continuidad se adquiere de ordinario en poco tiempo. Sor
Consolata, aunque enriquecida con tantos dones sobrenaturales, no la alcanzó sino poco
a poco, durante muchos años, y siempre le costó esfuerzo, aún en los últimos años de su
vida.
¿Es necesario sentir gusto en la práctica del acto de amor?
Como en todas las prácticas de vida espiritual, en el ejercicio del incesante acto de
amor no es absolutamente necesario que el alma encuentre gusto sensible. Basta el
fervor de la voluntad, sostenido por la fe en la excelencia intrínseca del acto de amor, y
en las exigencias y promesas de Jesús. Sucede más bien de ordinario que el alma no
encuentra en él gusto alguno sensible, disponiéndolo así Dios para que el acto de amor
sea más meritorio y más fecundo en bien para las almas.
¿En qué consiste la perfección del incesante acto de amor?
En esto, como en todos los ejercicios de la vida espiritual, el alma puede alcanzar
una mayor o menor perfección. Ésta consiste principalmente en las siguientes tres
exigencias de la vida de amor: continuidad de amor, amando con amor actual lo más
continuamente posible (Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón); virginidad d
amor: luchando contra los pensamientos, las palabras y los intereses inútiles (Amarás
con toda tu mente); intensidad de amor: dando al acto de amor toda la intensidad posible
(Amarás con toda tu alma, con todas tus fuerzas).
¿Y para las no llamadas a ser Pequeñísimas?
El acto de amor, como medio para adelantar en la vida de amor, Jesús lo ofrece
indistintamente a todas las almas de buena voluntad; no ya incesante, sino frecuente.
Todo acto de amor es un acto de virtud (la primera y más excelente de las virtudes), es
un mérito, es un cooperar a la salvación de las almas. No es difícil ni costoso para el
alma hacer alguna decena al día. Si bien no incesante respecto de cada una de las almas,
el acto de amor sube sin embargo, incesante al cielo en el conjunto de muchas de ellas.
¿Qué formalidades se requieren para pertenecer a las Pequeñísimas?
Ninguna formalidad; ni de inscripción, ni distintivo, ni de otro cualquier género.
No se trata de Asociación, de Compañía, etc., sino de un camino espiritual abierto a
todas las almas que se sientan llamadas a abrazarlo.
¿Se requiere al menos una consagración especial?
Es natural que el alma que se siente llamada a esta vida, sienta también la
necesidad de iniciarla con una especial consagración de sí al Amor. Así fue para la
primera Pequeñísima y para otras que entraron a tomar parte en la legión privilegiada.
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¿Cómo hacer esta consagración?
No hay modalidad alguna determinada. A ejemplo de la primera Pequeñísima,
puede aconsejarse: a) Señalar un día, con preferencia una fiesta de Nstro. Señor o de la
Santísima Virgen o un primer viernes de mes; b) Prepararse con una novena o triduo de
mayor recogimiento y oración, c) El día señalado oír la Santa misa, y, en la sagrada
comunión, hacer la consagración de Pequeñísima, confiándola al Corazón de Jesús por
manos de María Santísima terminando con el rezo del Magníficat.
¿Es necesaria una fórmula especial de consagración?
No, el alma es libre de expresar su propia adhesión al pequeñísimo camino de
amor como mejor le plazca, como le dicte su corazón.
¿Podría sin embargo sugerirnos una fórmula?
Hela aquí: Corazón Santísimo de Jesús, que tanto has amado a los hombres, a
quienes no les pides sino amor. Yo... deseosa de satisfacer el ardiente deseo de tu
Corazón divino, por manos de María Inmaculada, me consagro a Ti como
Pequeñísima, obligándome a darte el incesante acto de amor, el “sí” a todo con la
sonrisa, el “sí” a todo con el agradecimiento. Acepta, oh Jesús bueno, este mi acto
de consagración, sumérgelo en Tu preciosísima Sangre, valóralo con tu gracia
omnipotente, a fin de que sea fiel a él hasta la muerte y que el acto incesante de
amor comenzado en la tierra, pueda eternizarse en el cielo. Corazón de Jesús,
sediento de amor y de almas, hazme tu pequeña víctima de amor, para cooperar
contigo y con la Madre nuestra a la salvación de las almas. Así sea.
¿Esta consagración obliga al alma bajo pecado?
Absolutamente no, ni pecado mortal ni pecado venial, nada, nada. Por
consiguiente, no cometería culpa alguna el que abandonase el camino abrazado, como
tampoco el que descuidase voluntariamente el ejercicio del incesante acto de amor. Sólo
se privaría del mérito y del fruto de los actos de amor omitidos.
¿Cómo debe proceder el alma que se siente atraída a este camino?
Debe proceder despacio, con calma y reflexión, para asegurarse si tal impulso es
fruto de la gracia de Dios y no de un efímero entusiasmo. Hará bien pues en pedir luces
a Dios con más asidua oración y mientras tanto ejercitarse por algún tiempo, sin
obligarse formalmente en el amor. Sólo después de haber experimentado que el corazón
y el espíritu se encuentran cómodos en este camino, y sintiendo un verdadero interés por
la vida interior, el alma podrá hacer su consagración de Pequeñísima.
¿Quién es la Patrona de las Pequeñísimas?
Es María Santísima Niña, sea porque la Obra nació en la novena de la Natividad
de la Santísima Virgen María, sea porque María Santísima fue de hecho la primera y
más perfecta Pequeñísima, ya que su vida entera, desde el primero hasta el último
suspiro fue real y efectivamente un acto incesante de amor y de caridad, en la
aceptación continua del divino querer.
98
ORACIÓN POR LA GLORIFICACIÓN DE LA SIERVA DE DIOS
Padre de todas las misericordias, Tú has suscitado entre nosotros tu sierva Sor
María Consolata Betrone para difundir al mundo el incesante acto de amor a Tu Hijo
Jesús en el sencillo camino de confianza y amor.
Haz que nosotros seamos también capaces, guiados por Tu Espíritu, de ser
ardientes testigos de Tu amor y de Tu inmensa bondad y concédenos, por mediación
suya, las gracias que necesitamos.
Por Cristo nuestro Señor.
Amén.
(Con aprobación eclesiástica)
A quien reciba gracias por intercesión de Sor María Consolata Betrone se le ruega
notificarlo en la siguiente dirección:
Monastero Sacro Cuore
Clarisse Cappuccine
Via Duca d’Aosta, 1
10024 MONCALIERI (TO) – Italia
www.consolatabetrone-monasterosacrocuore.it
99
CARTA DE SOR M. CONSOLATA A LAS PEQUEÑÍSIMAS
A petición del Padre espiritual, Sor M. Consolata escriba a las Pequeñísimas la
siguiente carta, en la cual expone su pensamiento sobre el ejercicio del incesante acto
de amor, acompañándolo con consejos prácticos.
Querida Pequeñísima:
En la noche, cuando vayas a descansar, ruega a tu buen Ángel Custodio que
mientras tú duermes, esté él amando a Jesús en tu lugar y que te despierte a la mañana
siguiente inspirándote el acto de amor. Si tú eres fiel para rezar así cada noche, él será
fiel cada mañana para despertarte con un “¡Jesús, María os amo, salvad las almas!”.
Comienza así tu jornada, prosigue amando hasta tu encuentro con Jesús
Eucaristía. Eso no quiere decir que tú debas dejar tu oración. No, continúa también con
tus acostumbradas prácticas de piedad, pero no agregues ninguna otra; deja que tu acto
de amor absorba cada parte del tiempo libre y si Jesús te lo inspira, también alguna de
tus plegarias vocales.
En la Santa Comunión confía, abandona en Jesús a ti misma, tus preocupaciones,
tus proyectos, deseos, tus penas, y no pienses más; porque toda la vida de una
Pequeñísima se basa sobre la promesa divina: Yo pensaré en todo, hasta en lo mínimo,
tú piensa sólo en amar. (Copia estas palabras en el reverso de una imagen del Sagrado
Corazón, para tenerlas siempre presente; eso te ayudará mucho para liberar tu espíritu
de todas las preocupaciones y experimentarás cómo Jesús es fiel para mantener esta
promesa).
Después de haber abandonado todo a Jesús en la Santa Comunión, renueva tu
promesa del incesante acto de amor, del “sí” a todo lo que Él te pedirá a lo largo del día
y el propósito de verlo, hablarle y servirle con amor en todas las criaturas con las cuales
te encontrarás.
Pon de una vez para siempre la intención de que cada acto tuyo de amor suba al
Cielo como súplica para que te obtenga la fidelidad de continuarlo ininterrumpidamente
hasta la siguiente Comunión y sea como una reparación por cada una de tus
infidelidades.
Dejarás la iglesia comenzando tu acto de amor que continuarás por el camino a
casa y en la realización de cada uno de tus deberes.
Fíjate que Jesús ha prometido: que cuando tú escribas, ores, medites o hables por
necesidad o caridad, el acto de amor continúa igualmente.
En el trabajo, si te es posible, ten delante de ti escrito sobre una imagen o tarjetita:
“Jesús, María os amo, salvad las almas”. Te servirá de llamada.
Entre los obstáculos para dar a Jesús el incesante acto de amor virginal, Jesús
mismo enseña a combatir tres: pensamientos inútiles, intereses, habladurías inútiles.
Pensamientos, preocupaciones, todo llega a ser inútil, desde el momento que Jesús
promete a su Pequeñísima que Él pensará en todo, hasta en lo mínimo. Habladurías
inútiles: si al hablar no nos obliga el deber, la caridad, la conveniencia, es tiempo
desperdiciado, que roba al amor, Intereses, curiosidades, etc. Todo lo que separa al
espíritu de la única cosa a la que estás obligada: amar a Jesús incesantemente y con
amor virginal.
Necesitas convencerte que para realizar el deseo divino: no debes perder un acto
de amor y un acto de caridad desde una Comunión a la otra, el trabajo de tu alma,
sostenida por la gracia, será largo y requerirá no poco tiempo, esfuerzo generoso y
constancia y sobre todo nunca desanimarse.
100
En cada infidelidad más o menos voluntaria, renueva tu propósito de amor
virginal y vuelve a empezar. Si esta infidelidad te hace sufrir, ofrécela a Jesús... ¡qué
acto de amor! Verás y comprobarás con cuánta ternura Jesús te levantará después de una
caída, una infidelidad; como se apresurará a ponerte en pie, para que tú puedas
continuar tu canto de amor.
Lo que más te ayudará a dar a Jesús el acto incesante de amor será el renovar el
propósito en cada hora y en segundo lugar, el examen particular sobre eso.
Recuerda que, el examen particular sobre el acto incesante de amor, señalará
como falta sólo el tiempo desperdiciado en habladurías inútiles o en el seguimiento de
fantasías, pensamientos inútiles, etc. Arrepiéntete y continúa tranquilamente amando.
Pero el propósito al cual debes consagrar todas tus energías, será siempre sobre el
acto incesante de amor. Pero no temas, Jesús te ayudará. Él ha dicho: “Ámame y serás
feliz, cuanto más me amares, más feliz serás!”... Ánimo, Jesús y María te ayudarán.
No temas nunca, confía y cree en su amor por ti.
Sor M. Consolata
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ORACIÓN
Del P. Lorenzo Sales
Jesús, que en Sor M. Consolata Betrone te dignaste elegir un ardiente apóstol de
tu Divino Corazón para difundir en el mundo la doctrina del incesante acto de amor y
establecer en la Iglesia el Caminito de amor, te rogamos glorificarla en la tierra, así
como sabemos que ya ha sido glorificada en el Cielo, para mostrar al mundo la divina
eficacia del camino que expresa nuestro amor a Ti. Para este fin y por su intercesión, te
pedimos la gracia que tenemos en el corazón, con la firme confianza de ser escuchados,
si es para el bien de nuestra alma, ¡Jesús, María os amo, salvad las almas!
102
ÍNDICE
Presentación 2
Introducción
El desafío de la mística 3
Actualidad de un mensaje 4
El imprimatur del amor 5
El camino de la confianza 6
Datos Biográficos del P. Lorenzo Sales 9
Síntesis de la Vida de Sor Consolata 10
EL CORAZÓN DE JESÚS AL MUNDO
CAPÍTULO I
En la secuela de Santa Teresita
Sor Consolata y la Historia de un Alma 13
Un mismo Espíritu 14
Las divinas preferencias 16
Y las divinas complacencias 17
CAPÍTULO II
La vida de amor y las virtudes cristianas
Creer al Amor 20
Esperar en el Amor 22
Confiar en el amor 26
Amar al Amor 33
CAPÍTULO III
La vida de amor y las perfecciones cristianas
Amor y Santidad 36
El amor y la intimidad con Jesús 38
La intimidad de amor en la virginidad del Espíritu 40
Con el amor todo se da a Jesús 45
El amor todo lo recibe de Jesús 48
Algunos frutos de la vida de amor 50
CAPÍTULO IV
La actuación de la vida de amor en el incesante acto de amor
Vivir un acto de amor perfecto 53
Conveniencia de una fórmula 53
La fórmula del incesante acto de amor 54
Cómo debe entenderse el incesante acto de amor 54
Las divinas exigencias del incesante acto de amor 55
Fecundidad espiritual del incesante acto de amor 58
CAPÍTULO V
La perfección de la vida de amor en la perfección del incesante acto de amor
Premisa 61
La continuidad de amor en el incesante acto de amor 61
La virginidad de amor en la virginidad del acto de amor 65
103
La intensidad de amor en la intensidad del acto de amor 68
El amor de abandono y el incesante acto de amor 69
CAPÍTULO VI
El incesante acto de amor en la vida espiritual de Sor Consolata
El acto de amor y las oraciones vocales 73
El acto de amor y la meditación 74
El acto de amor y las lecturas espirituales 76
El acto de amor y el examen particular 77
El acto de amor y el retiro espiritual 77
El acto de amor en las diversas condiciones del espíritu 78
Sobre la cumbre del heroísmo en el incesante acto de amor 80
CAPÍTULO VII
Un fruto concreto del divino Mensaje, la Obra de las Pequeñísimas
Jesús descubre a Sor Consolata, la Obra de las Pequeñísimas 81
La consagración de la primera Pequeñísima 83
Sor Consolata y la Obra de las Pequeñísimas 84
Las Pequeñísimas y la Santísima Virgen 85
Las Pequeñísimas y Sor Consolata 86
Muerte de la primera Pequeñísima 86
Sor Consolata a las Pequeñísimas 89
A las no Pequeñísimas 91
El incesante acto de amor y la práctica de las virtudes 92
CONCLUSIÓN
Vuelta al manantial 92
El mal y el remedio 93
El nuevo don del Corazón de Jesús 94
A Ti, Oh Señor 95
APÉNDICE
Algunas aclaraciones sobre la Obra de las Pequeñísimas 96
Oración por la glorificación de la Sierva de Dios 99
Carta de Sor M. Consolata a Las Pequeñísimas 100
Oración del P. Lorenzo Sales 102
104
Extracto de la Obra del Padre Sales “Tratadito sobre el caminito del amor”, que
nos pareció muy importante y necesario adjuntar a este documento:
LOS ANGELITOS
82.- ¿Quiénes son los “Angelitos”?
El término Angelitos, como el de Pequeñísimas se refiere a las almas. Los
Angelitos son, por tanto, todas las almas que aunque no son llamadas a dar a Dios el
acto de amor incesante y virginal, se sirven del mismo, con mayor o menor asiduidad
para progresar en la vida de amor, santificarse y cooperar a la salvación de las almas.
83.- ¿A los “Angelitos” pueden pertenecer también los niños?
Ciertamente; fue más bien éste el anhelo más ardiente del corazón de Sor
Consolata durante toda su vida en la tierra: llevar a los niños a Jesús. Cuando después
Jesús la introduce en el ejercicio del acto incesante de amor y le predice que otras almas
la seguirán, su primer pensamiento corre a los pequeñitos de edad y fue muy feliz
cuando comprende que, a través de los “Angelitos”, ella podría transmitir a los niños el
acto de amor.
84.- ¿Es posible enseñar a los niños el acto de amor?
Es posible y no es difícil. No está quizás escrito: “Con la boca de los niños y de
los lactantes afirmas tu gloria” (Sal 8, 3). Eso se realiza literalmente en la entrada
triunfal de Jesús en Jerusalén (Mt 21, 16). El Dios que ha suscitado la alabanza perfecta
de corazón en los labios de los niños hebreos, sabrá por tanto, suscitar el acto de amor,
verdadera alabanza perfecta, en el corazón y en los labios de los niños cristianos.
85.- ¿Cómo comportarse con los niños?
Se debe proceder gradualmente: enseñarles primero el acto de amor abreviado en
“Jesús te amo”; después: “¡Jesús, María, os amo!” Sólo a los más grandes se les podrá
repetir la fórmula completa: “Jesús, María, os amo, salvad almas”.
86.- ¿Es bueno enseñar a los niños el acto de amor?
Es utilísimo para abrir su corazón al amor divino y atraer sobre ellos muchas y
grandes gracias. ¿Si nosotros que somos malos, no olvidamos una prueba de afecto, qué
bendiciones no derramará el Corazón de Jesús, infinitamente bueno, sobre los pequeños
que se esfuerzan por dirigirle y repetirle que le aman? Cuando crezcan, no olvidarán el
acto de amor, que será para ellos de inestimable ayuda a través de la vida y más aún en
punto de muerte.
87.- ¿A quién corresponde este trabajo?
A todos los que ejercitan algún apostolado entre los pequeños: madres, hermanas,
maestros, catequistas y otros educadores.
105
88.- ¿Los adultos pueden formar parte de los “Angelitos”?
Jesús ofrece el acto de amor, aunque sólo para repetirlo frecuentemente, a todas
las almas de buena voluntad.
1-) Las almas consagradas, que no se sientan llamadas a formar parte de las
Pequeñísimas, podrán siempre servirse con mucho provecho del acto de amor (que es
un acto interior), especialmente para combatir las distracciones del espíritu y los
encogimientos sobre sí mismas.
2-) Los laicos ocupados en distintas necesidades de la vida y por tanto,
imposibilitados para hacer oraciones largas, pueden encontrar en el acto de amor una
gran ayuda para su vida espiritual, a fin de santificar sus fatigas cotidianas y también
para rezar frecuentemente, sin por esto interrumpir sus actividades.
3-) Los enfermos pueden hallar en el ejercicio del acto de amor ventajas
incalculables: para santificar sus sufrimientos, además para suplir todas aquellas
oraciones y todos aquellos actos de piedad que les son impedidos por la enfermedad. Un
acto de amor, repetido de tanto en tanto, mientras consuela su espíritu con pensamientos
de fe y de esperanza, mientras le conforta con la certeza de cooperar en la salvación de
las almas, atrae sobre sí la mirada compasiva del Corazón de Jesús y la ternura maternal
de la Virgen.
4-) Los ancianos, imposibilitados para hacer grandes sacrificios o acciones o
reducidos a la inactividad, pueden encontrar en el ejercicio del acto de amor una ayuda
potente y un medio fácil para valorar, para sí y para las almas, sus últimos años de vida
y así utilizar, con intensidad de vida espiritual, el tiempo libre. Eso explica por qué la
doctrina del acto incesante de amor ha encontrado tanto favor y ha sido acogido con
tanta satisfacción espiritual por las personas de una cierta edad.
89.- ¿Para formar parte de los “Angelitos” es necesaria una consagración
especial?
No, porque en los Angelitos no se trata de abrazar un camino espiritual particular,
sino simplemente un modo particular de orar: servirse del acto de amor (aunque a modo
de jaculatoria) en la medida que sea posible.
90.- ¿En qué sentido el acto de amor, a través de los “Angelitos”, puede
decirse que es incesante?
En el sentido que, no es incesante respecto de cada una de las personas, pero llega
a ser tal en el conjunto de muchas de ellas.
Si en cada Comunidad o Parroquia hubiera un cierto número de personas que
repitieran frecuentemente el acto de amor, desde esa Comunidad o Parroquia se alzaría
incesantemente al Cielo el acto de amor, para hacer descender una lluvia de gracias y de
bendiciones.
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