otorgar jerarquia constitucional a la convencion interamericana

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PROYECTO DE LEY
El Senado y Cámara de Diputados,…
Artículo 1º – Otórgase jerarquía constitucional, en los términos del artículo 75 inciso 22 de
la Constitución Nacional, a la Convención Interamericana contra la Corrupción, adoptada
por la Organización de Estados Americanos (OEA), el 29 de marzo de 1996 y aprobada por
ley 24.759.
Art. 2º – Comuníquese al Poder Ejecutivo.
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FUNDAMENTOS
Señor presidente:
El artículo 75, inciso 22, primer párrafo, de la Constitución Nacional faculta al Congreso
de la Nación para aprobar o desechar tratados, concluidos con las demás naciones y con las
organizaciones internacionales, y concordatos con la Santa Sede. Asimismo, allí deja
establecida la prelación jerárquica de estos instrumentos por sobre las leyes.
En el segundo párrafo de este artículo, el constituyente de 1994 dispuso otorgar jerarquía
constitucional a once instrumentos internacionales sobre derechos humanos y, a su vez,
facultó al Congreso para ampliar el catálogo de derechos humanos de rango jerárquico
constitucional, a través de un mecanismo de mayoría agravada.
De esta manera, en nuestro ordenamiento jurídico, los tratados sobre derechos humanos
siempre tendrán jerarquía superior a las leyes, pero también pueden gozar de jerarquía
constitucional originaria, es decir, ya dada por el constituyente de 1994, o pueden gozar de
jerarquía constitucional derivada, esto es: pueden alcanzar este rango prelatorio si así lo
decide el Congreso de la Nación con el voto de las dos terceras partes de la totalidad de los
miembros de cada Cámara.
En la actualidad, la Convención Interamericana contra la Corrupción se encuentra en la
clasificación de los tratados que tienen jerarquía superior a las leyes. Sin embargo,
consideramos que este valioso instrumento debe ubicarse en la cima de nuestro
ordenamiento jurídico junto a la Constitución Nacional y los restantes tratados sobre
derechos humanos que ya gozan de esta jerarquía.
La Convención Interamericana contra la Corrupción se firmó en la tercera sesión plenaria
de la Organización de los Estados Americanos (OEA), el 29 de marzo de 1996. A fines de
ese mismo año, el Congreso de la Nación aprobó esta convención, a través de la sanción de
la ley 24.759.
En el preámbulo de la convención leemos: “Los Estados miembros de la Organización de
los Estados Americanos, convencidos de que la corrupción socava la legitimidad de las
instituciones públicas, atenta contra la sociedad, el orden moral y la justicia, así como
contra el desarrollo integral de los pueblos, …”. Nos detenemos aquí para resaltar la
aseveración realizada por los Estados miembros de la OEA respecto de que la corrupción
“atenta contra la sociedad, … así como contra el desarrollo integral de los pueblos”.
En efecto, este flagelo, que prospera clandestinamente al margen de las normas, socavando
la confianza en las instituciones, genera efectos perjudiciales sobre la equidad, ya que
afecta más a los que menos tienen. Los beneficios que proporciona la corrupción, a
individuos o grupos, se obtienen a cambio de un engaño que la sociedad finalmente paga.
De hecho, el carácter dañino de la corrupción se percibe mejor desde la perspectiva de la
sociedad en su conjunto.
La corrupción no sólo vulnera el estado de derecho, incluyendo las instituciones básicas de
la sociedad, sino que, entre otros múltiples efectos, mina la gobernabilidad y la confianza
ciudadana, desperdicia recursos, desalienta la inversión extranjera y doméstica, retarda el
crecimiento económico de un país, y condena a los individuos a soportar todos sus efectos
devastadores que repercuten sobre la efectiva vigencia de sus derechos fundamentales.
En términos similares, en la Tercera Cumbre de las Américas –que tuvo lugar en la ciudad
de Quebec, Canadá, en el año 2001– se reconoció que la corrupción afecta gravemente las
instituciones políticas democráticas y privadas, que debilita el crecimiento económico y
atenta contra las necesidades y los intereses fundamentales de los grupos más
desfavorecidos de un país, y que la responsabilidad de la prevención y control de este
problema depende tanto de los gobiernos como de los cuerpos legislativos y poderes
judiciales.
Para comprender íntegramente la implicancia y gravedad de las consecuencias que trae
aparejada la práctica de los hechos de corrupción, es importante tener en cuenta que las
violaciones a los derechos humanos de las personas no se circunscriben a los crímenes de
lesa humanidad, las detenciones arbitrarias o la censura ejercida desde el poder estatal. El
deterioro constante y progresivo en las condiciones económicas y sociales de la sociedad,
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producido por la corrupción, se traduce en la vulneración de los intereses fundamentales de
los individuos más desprotegidos.
Por otra parte, no debemos pasar por alto los últimos dos párrafos del artículo 36 de la
Constitución Nacional, donde el constituyente de 1994 dejó plasmado su profundo interés
por combatir este flagelo: “(A)tentará asimismo contra el sistema democrático quien
incurriere en grave delito doloso contra el Estado que conlleve enriquecimiento, quedando
inhabilitado por el tiempo que las leyes determinen para ocupar cargos o empleos
públicos”. Como vemos, esta norma sancionatoria califica a los actos de corrupción como
atentatorios contra el sistema democrático.
La incorporación de esta materia al texto constitucional resulta no sólo un signo positivo en
nuestro ordenamiento jurídico, sino que implica un deber para el Poder Legislativo, en
tanto lo obliga a revisar en forma permanente nuestra legislación para adecuarla al espíritu
de la norma fundamental y a las necesidades del conjunto de la población.
En consecuencia, si este fenómeno constituye una real y efectiva amenaza para la vigencia
del estado de derecho y, por lo tanto, para los derechos fundamentales de los hombres, no
debemos dudar un solo instante a la hora de robustecer el sistema sancionatorio y de
prevención, detección y erradicación de la corrupción en nuestro país.
Trabajar diariamente con este objetivo en la mira es una obligación que nos atañe como
parte integrante del sistema democrático. El descrédito de la sociedad en las instituciones
de la República obedece, en gran parte, a las reiteradas prácticas de corrupción que han ido
enquistándose en ellas.
Por todo lo expuesto, consideramos que el otorgamiento de jerarquía constitucional a la
Convención Interamericana contra la Corrupción significará un gran aporte en la lucha
contra este mal, y devolverá al conjunto de la sociedad, aunque sea en cuotas, la confianza
en las instituciones fundamentales de la Nación.
Finalmente, por las razones expresadas, solicitamos la aprobación del presente proyecto de
ley.
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