Tema_18.-_El_reglamento_administrativo

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TEMA 18.- EL REGLAMENTO ADMINISTRATIVO
1.- LA POTESTAD REGLAMENTARIA EN LA CONSTITUCIÓN.
1.1.- Origen y evolución de la potestad reglamentaria.
La expresión «reglamento» alude, en una primera aproximación, a las normas jurídicas
dictadas por el Gobierno (tradicionalmente denominado poder ejecutivo) y que se caracterizan
por tener una fuerza o rango inferior al de la ley. Por ello, la problemática del reglamento se
encuentra íntegramente condicionada por su relación dialéctica con la ley, esto es, con las
normas de producción parlamentaria.
En la actualidad, el régimen jurídico de la normativa reglamentaria está marcado por
una constante referencia a la ley, pero también por una perspectiva histórica. Lo que hoy se
entiende por reglamento y potestad reglamentaria es el resultado de una pugna secular, para
conseguir la supremacía en el campo de la producción normativa, entre un poder ejecutivo —
todavía monárquico— y un poder legislativo en el que empieza a tomar forma la representación
popular. Así, La génesis de la moderna potestad reglamentaria se sitúa en los inicios del
régimen liberal, cuando aparece el tipo de norma que hoy conocemos como ley (a finales del
siglo XVIII).
No obstante, la controversia sobre el reparto de poder normativo está condicionada por
la estructura constitucional concreta de cada país, así como por las circunstancias de cada
momento histórico. Por ello, los caracteres que se expondrán a continuación conforman sólo una
«orientación» de la potestad reglamentaria en el continente europeo con independencia de las
tradiciones jurídicas de cada país, ya que la estructura constitucional concreta de cada uno de
ellos determina un sistema de relaciones ley-reglamento y una potestad reglamentaria
diferenciados.
La ideología liberal propugna, frente al monopolio de la potestad normativa del
monarca, un modelo inicialmente inverso: que sea el parlamento ci que pase a ejercer ese
monopolio normativo. Pero con las revoluciones liberales no se priva completamente al
monarca de sus poderes; éstos se mantienen aunque con carácter subordinado a las normas de
origen parlamentario, es decir, se mantienen como potestad reglamentaria. Esta situación se
concreta en dos principios que regirán hasta la actualidad: la existencia de dos poderes
normativos —o, al menos, de dos tipos de normas según su origen, ley y reglamento— y la
superioridad de las normas aprobadas por el parlamento.
Sin embargo, el reconocimiento de la potestad reglamentaria en el nuevo sistema
constitucional no se realizó por igual en todos los países: los dos modelos emblemáticos
respecto al mecanismo utilizado para implantar el nuevo sistema son Francia —donde se hizo de
forma súbita y violenta— y los principados germánicos —en los que se hizo paulatinamente.
En Francia se pasa del monismo legislativo (en el Antiguo Régimen el monarca poseía
casi exclusivamente todo el poder de dictar normas) a la supremacía de la ley exclusivamente
parlamentaria. Y no deja de resultar curioso que la potestad reglamentaria naciera,
precisamente, en el seno de un régimen que empezó por negarla de la forma más radical. Los
principios revolucionarios exigían el traspaso de todos los poderes normativos sin excepción al
parlamento: si toda norma emanaba de la voluntad general y ésta se expresaba mediante una
asamblea que representaba al pueblo, la potestad normativa no podía darse a ninguna otra
autoridad, ni tan sólo compartirse. Sin embargo, contra esos principios, el poder reglamentario
del ejecutivo se reconoce primero muy limitadamente en la Constituci6n francesa de 1791, y se
consagra ya de forma definitiva en la Constitución napoleónica de 1 799, en la que se prevé el
ejercicio de la potestad reglamentaria para asegurar la ejecución de las leyes.
El poder reglamentario del ejecutivo aumentará con el tiempo1 tanto en la práctica
como en su reconocimiento constitucional. La limitación de la potestad reglamentaria tenía
sentido en los inicios del proceso, cuando tal potestad correspondía a un rey y a una corte
abiertamente opuestos al proceso revolucionario. Pero las necesidades prácticas y la
transformación del sistema económico y jurídico exigían un poder ejecutivo fuerte. La solución
de síntesis entre el respeto a los principios revolucionarios y las exigencias de la nueva realidad
estatal fue la de la primacía de las leyes y el reconocimiento a favor del Gobierno de una
potestad normativa subordinada y limitada a la ejecución de aquéllas.
En España también hubo un cambio de actitud radical ante la potestad reglamentaria,
aunque la implantación del régimen constitucional no se realizó destruyendo el sistema
monárquico sino que se intentó acomodarla a los nuevos principios liberales. La primera
tendencia de los diputados reunidos en Cádiz fue, al igual que en Francia, la de asumir el
monopolio de toda la potestad normativa con exclusión de la potestad reglamentaria. En este
periodo fundacional, la primera norma aprobada por las Cortes establece el principio de
separación de poderes y a continuación reserva a aquéllas el ejercicio del «poder legislativo en
toda su extensión» (en aquel entonces «poder legislativo» equivalía a «poder normativo» en
sentido general). Incluso un decreto de 1811 prohíbe al poder ejecutivo el ejercicio de toda
potestad normativa. Sin embargo esta situación duró poco. Cuando los diputados afrontan la
elaboración de la norma fundamental, atribuyen al rey la facultad de «expedir los decretos,
reglamentos e instrucciones que crea sean conducentes para la ejecución de las leyes» (art. 1 71.
1 de la Constitución española de 1812). Esta fórmula, que establece una potestad reglamentada
limitada a hacer ejecutar las leyes, se conservará con pequeñas variaciones en todos los textos
constitucionales del siglo XIX y en la Constitución de la Segunda República de 1931 (art. 79).
En cambio, en los principados germánicos la aparición de la potestad reglamentaria tuvo
tinos caracteres diferentes. El movimiento constitucional no fue fruto de un fenómeno
revolucionario sino de una transición sumamente lenta, iniciada a principios del siglo XIX y que
no culminó hasta la Constitución de Weimar de 1919. El sistema político vigente era conocido
con el nombre de monarquía constitucional, que configuraba una estructura dualista; existían
dos poderes con capacidad normativa: los príncipes y las asambleas legislativas.
En los textos constitucionales de la época no se alude a la dualidad ley- reglamento
aunque se presupone. Con todo, y a diferencia del caso francés, la dialéctica entre la ley y el
reglamento se establece en el nivel horizontal: no son normas de rango formal diferente, esto es,
no tienen una relación jerárquica, sino que son tipos normativos que operan en campos
materiales distintos. La competencia del parlamento se centra en la aprobación de las leyes (si
bien el monarca participa mediante los poderes de iniciativa y sanción), pero el ámbito de la ley
no es ilimitado sino que está restringido a las materias que las respectivas constituciones
concretan y enumeran.
Es precisamente este sistema, como ya se ha visto en el tema 14 y se recordará más
tarde, el que da lugar al concepto de reserva de ley para responder a un problema de relación
entre el ejecutivo y el legislativo. En este sistema se produce una delimitación material de la
competencia del parlamento (todo lo que afecte a la libertad y propiedad de los ciudadanos) que
lleva al principio de reserva o exigencia de una ley parlamentaria para todas aquellas normas
que afecten a ese ámbito material. Es decir, las materias en las que necesariamente debe
intervenir el parlamento son aquéllas que se encuentran expresamente reservadas a la ley (ya sea
mediante un sistema de lista o mediante la cláusula general «libertad y propiedad»). No
obstante, en este momento histórico la reserva de ley tiene un carácter limitativo: la norma que
emana del parlamento no puede regular materias diferentes de las que le están expresamente
reservadas. En cambio, la competencia normativa del monarca y, por tanto, el ámbito de
actuación del reglamento, no es objeto de ninguna definición, puesto que el monarca conserva
todos los poderes del estado y puede ejercerlos libremente regulando, mediante reglamentos,
todas aquellas materias que la constitución no reserva expresamente a la ley. Al mismo tiempo,
el reglamento también es utilizado para dictar normas de desarrollo de las leyes, en cuyo caso
deberá respetar sus preceptos. Sin embargo, no es ésta su función prioritaria.
Durante los siglos XIX y XX la evolución de la potestad reglamentaria experimenta
transformaciones importantes de distinto signo. Así, mientras en los estados germánicos e tiende
hacia la contención o reducción de la potestad reglamentaria, en otros países como Francia,
Italia o España destaca la creciente expansión de la capacidad normativa del ejecutivo.
Con la finalización de la Segunda Guerra Mundial se abre un período de transición
histórica en todos los estados que afecta también al ámbito de la potestad reglamentaria. El
aspecto más importante afecta a la revisión de sus fundamentos jurídico-políticos. En un estado
democrático donde todos los poderes emanan del pueblo, el gobierno tiene también una función
legitimada democráticamente y la potestad reglamentaria deja de ser el arma del monarca
enfrentado dialécticamente con el parlamento para pasar a ser una actividad pública ordinaria.
Es más, en un estado social en el que se produce una ampliación de las funciones del estado,
especialmente en los ámbitos económico y social, la administración pasa a realizar una actividad
prestacional y de procura existencial para la cual el reglamento se convierte en un instrumento
necesario y ágil. La potestad reglamentaria encuentra así su justificación en la imposibilidad de
que las cámaras legislativas puedan regular todas Las situaciones que resulten de la ejecución de
las leyes. Por ello, resulta necesario que el Gobierno, por medio de una normativa
complementaria y subordinada, complete la función normativa desplegada por el legislador
ordinario.
1.2.- Fundamento y titularidad de la potestad reglamentaria en la Constitución.
La potestad reglamentaria se define, genéricamente, como la capacidad atribuida al
Gobierno para dictar normas con subordinación a las leyes y en desarrollo o aplicación de las
mismas. Sin embargo, esta definición genérica necesita muchas precisiones. Por una parte, otros
órganos diferentes del Gobierno pueden tener también potestad reglamentaria. Por otra, al lado
de los reglamentos que desarrollan o aplican normas legales hay que tener en cuenta los
llamados reglamentos independientes que se producen sin que exista una ley previa a ejecutar.
El artículo 97 de la Constitución establece que el Gobierno «ejerce la función ejecutiva
y la potestad reglamentaria de acuerdo con la Constitución y las leyes». La potestad
reglamentaria encuentra así su fundamento en la norma constitucional, lo que significa que no
es fruto de una atribución legislativa, sino de una potestad directamente derivada de la
Constitución. Por ello, puede decirse que la norma suprema configura dos poderes normativos
diferentes, el legislativo y el reglamentario, escindiendo, de esta manera, la función de crear
Derecho.
El reconocimiento de la potestad reglamentaria se distingue de la función ejecutiva,
entendiendo por tal, corno se ha indicado en el tema 9, la dirigida a la aplicación de las
decisiones adoptadas por el poder Legislativo. A partir de esta distinción contenida en el
artículo 97 de la Constitución la doctrina ha discutido sobre cuál sea el ámbito de h potestad
reglamentaria en relación con la ley. Algunos autores entienden que el ejercicio de la potestad
reglamentaria va más allá de la mera ejecución y aplicación de los mandatos legales. Para otros
autores, en cambio, el ámbito de la potestad reglamentaria es más limitado, ya que el Gobierno,
cuando la ejerce, sólo tiene la potestad de actuar «de acuerdo» con la Constitución y las leyes,
es decir, sólo en la medida en que una y otras le permiten hacerlo, por lo que se trataría de una
mera facultad de ejecución de los mandatos legislativos.
Con todo, y a pesar de la separación que el artículo 97 de la Constitución realiza entre
función ejecutiva y potestad reglamentaria, ambas funciones se encuentran vinculadas puesto
que la emisión de reglamentos permite al Gobierno garantizar el cumplimiento de las les,
precisando y ajustando las prescripciones legales a las necesidades de cada momento. En todas
aquellas materias que requieren una continua adaptación a nuevas exigencias y necesidades de
la sociedad (economía, tecnología o salud, por mencionar algunas). La potestad reglamentaria se
ha convertido en una técnica de colaboración normativa entre Gobierno y Parlamento: éste se
limita a trazar las grandes líneas de normación de una materia y deja al ejecutivo la articulación
precisa de su regulación.
La Constitución española de 1978 atribuye una potestad reglamentaria genérica al
Gobierno del Estado en su artículo 97. La referencia al Gobierno debe entenderse realizada al
órgano colegiado, compuesto por el presidente, los vicepresidentes y los ministros (art. 98 CE),
esto es, el Consejo de Ministros. La misma Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno
establece, en su artículo 23, que el ejercicio de la potestad reglamentaria «corresponde al
Gobierno de acuerdo con la Constitución y las leyes».
Un punto especial a tratar es la potestad reglamentaria de los ministros y de las
comisiones delegadas del Gobierno. Esta cuestión tiene corno punto de partida la interpretación
que se haga de la atribución al Gobierno que realiza el artículo 97 de la Constitución, es decir, si
debe atribuirse extensivamente a los miembros unipersonales que lo integran o bien sólo al
órgano colegiado en su conjunto. La Ley del Gobierno establece en su artículo 5.h que
corresponde al Consejo de Ministros aprobar los reglamentos para el desarrollo y ejecución de
las leyes, así como las disposiciones reglamentarías que procedan, mientras que respecto a los
ministros el artículo 4.b indica que tienen competencia para ejercer la potestad reglamentaria
únicamente «en las materias propias de su departamento». En cambio, cuando el artículo 2
enumera las funciones del presidente del Gobierno omite toda referencia a la potestad
reglamentaria del mismo fuera del ámbito estrictamente organizativo del Gobierno. Existe, pues,
un reconocimiento legal directo y general (pero no constitucional) de la potestad reglamentaria
ministerial para dictar los denominados reglamentos de organización; sin embargo, para dictar
reglamentos normativos o con efectos ad extra (véase aptdo 2.3.2 de este tema) se requiere en
todo caso, una habilitación legal expresa. En cuanto a las comisiones delegadas del Gobierno,
cabe señalar que su existencia no viene garantizada por la Constitución sino por la ley, que las
define como «órganos colegiados del Gobierno» (art. 6, Ley del Gobierno), a los que no se les
otorga prima facie potestad reglamentaria. Las funciones de estos órganos son básicamente de
estudio y examen de las cuestiones que se les planteen, y la posibilidad de que puedan ejercer
potestad reglamentaria requeriría en todo caso, de una previa atribución legal.
A nivel autonómico la potestad reglamentaria corresponde al consejo de gobierno o al
órgano equivalente de cada comunidad autónoma. El texto constitucional admite de forma
implícita la atribución de esta potestad a las comunidades autónomas al otorgarles autonomía
para la gestión de sus intereses (art. 137 CE), pero también hace expresa alusión al control por
la jurisdicción contencioso-administrativa de la administración de dichas comunidades
autónomas y de sus normas reglamentarias (art. 153.c CE). El ámbito de la potestad
reglamentaria de las comunidades autónomas viene definido por sus respectivos estatutos.
Respecto a las entidades locales la Constitución omite toda referencia a la potestad
normativa, pero debe entenderse comprendida, de forma implícita, en el estatus de autonomía
que les confiere el artículo 137 de la Constitución, así como en el hecho de confiarles el
gobierno y la administración de sus respectivas colectividades (arts. 140 y l41.2 CE y STC
214/1989).
Junto a la potestad reglamentaria del Gobierno central, de los consejos de gobierno de
las comunidades autónomas y del pleno de las entidades locales, existen otros órganos del
Estado que tienen reconocida una potestad para dictar normas diferentes a las leyes a las que se
aplica genéricamente el nombre de reglamentos. Este es el caso del Tribunal Constitucional y
del Consejo General del Poder Judicial, órganos que tienen reconocida una potestad
reglamentaria de origen legal y sometida a las prescripciones legales, a diferencia de la potestad
que la Constitución confiere al Gobierno. También es el caso de otras instituciones a las que se
les reconoce una potestad reglamentaria en garantía de su autonomía, tales como el Consejo de
Estado o las universidades públicas.
1.3.- La subordinación del reglamento a la Constitución ya la ley.
La relación entre la ley y el reglamento difiere de la existente entre la Constitución y la
ley. El legislador tiene plena libertad de actuación en el marco de la Constitución. El poder
reglamentario debe ejercerse de acuerdo con la Constitución y con las leyes. El reglamento
ocupa así una posición inequívocamente subordinada a la de la ley, norma jerárquicamente
superior. La Constitución establece que el Gobierno ejerce la potestad reglamentaria «de
acuerdo con la Constitución y las leyes» (art. 97) y que la Administración actúa «con
sometimiento pleno a la Ley y al Derecho» (art. 103.1). Ello significa que la ley y las normas
con rango de ley tienen plena fuerza activa y pasiva frente a los reglamentos. Es decir, las
normas con rango de ley derogan cualquier norma reglamentaria preexistente opuesta a sus
mandatos y a su vez, gozan de una fuerza pasiva, esto es, de una resistencia frente a normas
posteriores de rango jerárquico inferior. Todo ello siempre que actúen dentro de un mismo
subordenamiento estatal o autonómico.
La subordinación jerárquica del reglamento respecto de la ley se produce en todos los
ámbitos puesto que no existe una materia reservada al reglamento. Actualmente, en la doctrina
española es mayoritaria la tesis de que la primacía jerárquica de la ley produce un efecto
denominado «congelación de rango»: cuando una materia —aunque no sea objeto de una
reserva constitucional de ley— se regula por ley, el rango normativo queda «congelado» por lo
que a partir de entonces sólo podrá intervenir en aquel ámbito una norma del mismo rango. De
esta manera, la ley produce una reserva a su favor de la materia que regula.
2.- CONCEPTO Y CLASES DE REGLAMENTO.
2.1.- Relación y diferencia con otras figuras afines.
El concepto de reglamento es más complejo e impreciso que el de ley porque el derecho
positivo español no ha establecido una norma llamada «reglamento» y el concepto debe
construirse a partir de sus contenidos. Esta complejidad se agrava con la variedad de
disposiciones que se engloban en el concepto de «reglamento» y que se encuentran
jerárquicamente subordinadas entre sí: decretos acordados por el presidente del Gobierno o por
el Consejo de Ministros, órdenes ministeriales, etc. Sin embargo, bajo esa misma denominación
podemos encontrar tanto normas reglamentarias como actos que no tienen ese carácter, los
llamados actos administrativos. Para poder diferenciar unos de otros y, por tanto, para elaborar
un concepto de reglamento, es necesario atender al contenido de esas disposiciones, puesto que
el derecho positivo ha establecido sustanciales diferencias en el régimen jurídico de cada uno.
Dos son los criterios que permiten realizar esta distinción. El primero atiende a la
generalidad o al carácter general de las disposiciones. Los reglamentos son normas generales
que afectan a una pluralidad indeterminada de ciudadanos, esto es, sus destinatarios se
encuentran definidos de modo impersonal como miembros de una categoría abstracta (por
ejemplo, funcionarios, agricultores, etc.), mientras que los actos administrativos son decisiones
singulares que tienen como destinatarios a una persona o a personas identificadas o
identificables de forma inequívoca e individual (por ejemplo, una licencia o un nombramiento).
Sin embargo, la existencia de actos administrativos que tienen un carácter general pone en
cuestión la viabilidad de este criterio (piénsese por ejemplo, en la convocatoria de unas
oposiciones).
El segundo criterio se fija en el carácter innovador del ordenamiento jurídico que posee
el reglamento, así como en su permanencia en el mismo. Mientras el reglamento tiene capacidad
para crear nuevo derecho, modificando las situaciones jurídicas existentes, y una clara vocación
de perdurabilidad en el tiempo, el acto administrativo, aunque sea general, se agota con su
cumplimiento y no añade nada nuevo a la normativa vigente. Así, no suelen considerarse
normas reglamentarias —y por tanto, no están sujetas a los requisitos correspondientes de
elaboración, aprobación y publicación— las instrucciones y circulares fundamentadas en la
potestad de organización y en el poder jerárquico cuyos únicos destinatarios son aquellos
sujetos que forman parte de un órgano jerárquicamente inferior. Sin embargo, es posible que
bajo esta forma se incluyan verdaderas normas reglamentarias.
Las diferencias en el régimen jurídico entre el reglamento y el acto administrativo
también son importantes: por una parte, la elaboración del reglamento está sometida a un
procedimiento especial regulado en el artículo 24 de la Ley del Gobierno, diferente del que se
aplica a los actos administrativos; por otra, la adquisición de eficacia de los actos
administrativos no está sometida, generalmente, al requisito de la publicación en los boletines
oficiales —requisito indispensable para la propia existencia de las normas reglamentarias— sino
al de su notificación a los interesados.
2.2.- El procedimiento de elaboración de los reglamentos.
El procedimiento de elaboración de los reglamentos se encuentra regulado en el artículo
24 de la Ley del Gobierno, respecto a la Administración del Estado. Asimismo, algunas
comunidades autónomas han establecido reglas sobre la materia en sus respectivas leyes de
gobierno y administración.
La regulación establecida en la Ley del Gobierno exige que la elaboración de
reglamentos se inicie con la realización de un proyecto de texto normativo que debe
acompañarse de un informe sobre la necesidad y oportunidad del mismo, así como de una
memoria económica que contenga la estimación del coste a que dará lugar y de cuantos estudios
y consultas se estimen convenientes para garantizar el acierto y la legalidad del texto. En todo
caso, los proyectos de reglamentos deberán ser informados por la secretaría general técnica del
ministerio correspondiente y, cuando la norma reglamentaria afecte a la distribución de
competencias entre el Estado y las comunidades autónomas, será preceptivo el informe previo
del titular del Ministerio de las Administraciones Públicas.
Han de recabarse, asimismo, los informes y dictámenes preceptivos, entre los que se
encuentran, por un lado, el dictamen de la Comisión Permanente del Consejo de Estado en la
elaboración de disposiciones reglamentarias que se dicten en ejecución, cumplimiento y
desarrollo de tratados, convenios o acuerdos internacionales y de aquellas disposiciones que se
dicten en ejecución de las leyes, así como sus modificaciones (art. 22 LOCE). Dicho dictamen
actúa como mecanismo de control de la legalidad formal y material de los reglamentos. Y, por
otro lado, si las materias objeto de regulación tienen incidencia en determinados sectores como,
por ejemplo, la política social y económica o la Administración de justicia, se prevé un
dictamen preceptivo por parte del Consejo Económico y Social y del Consejo General del Poder
Judicial, en las respectivas leyes reguladoras de dichos órganos (art. 7 Ley 2 1/1991, del
Consejo Económico y Social y art. 108 LOPJ).
La Ley del Gobierno introduce también un elemento sustancial: la previsión de un
trámite preceptivo de audiencia a los ciudadanos, directamente o por medio de las
organizaciones y asociaciones reconocidas por la ley cuyos fines guarden una relación directa
con el objeto de la disposición. El artículo 24.c establece que una vez elaborado el texto de la
disposición reglamentaría se realizará el trámite de audiencia durante un plazo no inferior a
quince días hábiles. Este trámite podrá ser abreviado hasta el mínimo de siete días hábiles por
razones motivadas que lo justifiquen. Asimismo, también se prevé la posibilidad de su omisión
en tres supuestos: cuando existan graves razones de interés público que así lo exilan; cuando
dichas organizaciones y asociaciones ya hubieran participado por medio de informes y consultas
en el proceso de elaboración más arriba mencionado, y cuando la disposición regule cuestiones
orgánicas y organizativas de la Administración. En cualquier caso, la decisión sobre quiénes
deben ser llamados a audiencia y las razones de su omisión deberán ser motivadas. Por otra
parte, se prevé un trámite de información pública cuando la naturaleza de la disposición así lo
aconseje, lo que denota el carácter discrecional del mismo (véase el tema 33 en su vertiente de
derecho de participación).
Finalmente, para que produzcan efectos jurídicos, los reglamentos aprobados por el
Gobierno deben publicarse íntegramente en el Boletín Oficial del Estado (art. 24.4 Ley del
Gobierno).
2.3.- Tipos de reglamentos.
2.3.1.- Según el órgano titular.
A causa de la pluralidad de órganos titulares de la potestad reglamentaria se establece
una tipificación de las disposiciones que emanan de los mismos.
Respecto a los reglamentos estatales la denominación establecida en el artículo 25 de la
Ley del Gobierno es la siguiente: las disposiciones cuya adopción venga atribuida al presidente
revisten la forma de real decreto del presidente; los reglamentos dictados por el Consejo de
Ministros son designados y publicados oficialmente con el nombre de real decreto acordado en
Consejo de Ministros; los acuerdos adoptados en comisiones delegadas del Gobierno reciben el
nombre de orden del ministro competente o del ministro de la Presidencia cuando corresponde a
distintos ministros; las disposiciones de los ministros revisten la forma de orden ministerial.
Los reglamentos de las comunidades autónomas se tipifican de modo prácticamente
idéntico a los estatales: los reglamentos del gobierno autonómico se denominan decretos, sin el
calificativo de reales puesto que no van firmados por el rey sino por el presidente de la
comunidad autónoma, y los de los consejeros reciben el nombre de orden de la consejería
correspondiente.
En cuanto a los reglamentos de las entidades locales destacan, en primer. lugar, el
reglamento orgánico de la entidad, que tiene por objeto regular sus órganos internos y su
régimen de funcionamiento; y en segundo lugar, las ordenanzas, término que se aplica a todas
las restantes normas reglamentarias de contenido no organizativo.
En las relaciones entre estas diversas categorías se aplican especialmente dos principios:
el de jerarquía y el de competencia. Con arreglo al primero se establece una posición jerárquica
diferenciada entre los diversos reglamentos. Según el artículo 23.3 de la Ley de régimen jurídico
de la Administración del Estado (LRJAE) el orden jerárquico es el siguiente: 10) disposiciones
aprobadas por real decreto del presidente del Gobierno o del Consejo de Ministros, y 2°)
disposiciones aprobadas por orden ministerial. A partir del principio de competencia cada
órgano ejerce la potestad reglamentaria dentro de las funciones que tiene asignadas, aunque si la
ley no designa expresamente el órgano, la competencia corresponde al Consejo de Ministros.
Además de los mencionados principios, se recoge en el artículo 23.4 el principio de
inderogabilidad singular de los reglamentos, que consiste en la prohibición de que las
resoluciones administrativas puedan infringir lo establecido en un reglamento aunque estén
dictadas por órganos de igual o superior jerarquía.
2.3.2.- Según la materia: reglamentos ad extra o jurídicos y reglamentos ad intra o
administrativos.
Esta clasificación atiende a una clásica distinción en la doctrina alemana que distingue
entre reglamentos ad extra o jurídicos y reglamentos ad intra o administrativos. La potestad
reglamentaria interna sería un poder inherente a toda organización, pública o privada, sobre la
disposición de las personas o medios físicos que la constituyen, la regulación de sus relaciones
recíprocas y la dirección de su funcionamiento (así, por ejemplo, los colegios profesionales
tienen reconocida una potestad normativa para autorreglamentar su organización y
funcionamiento). La potestad reglamentaria externa tendría una naturaleza diferente: mediante
esta potestad una organización crea una situación jurídica nueva que afecta a los derechos y
libertades de los ciudadanos o incide en ellos. Este tipo de reglamento sólo es posible en
ejecución de una ley como reglamento ejecutivo.
La jurisprudencia del Tribunal Supremo ha admitido esta distinción. Así, en la STS de
11 de abril de 1981 se establece que «la potestad reglamentaria de la Administración […] opera
con mayor o menor autonomía según se ejerza ad intra (es decir, con fines puramente
organizativos) o ad extra (lo que sucede cuando se regulan abstractamente derechos y
obligaciones de los ciudadanos en situación de sujeción general)». También el Tribunal
Constitucional ha aceptado y utilizado la distinción entre reglamentos jurídicos o ad extra y de
organización o ad intra (STC l8/1982).
2.3.3.- Según su relación con la ley: reglamentos ejecutivos y reglamentos
independientes.
Dada la estrecha dependencia en que se encuentra el reglamento respecto a la ley es
lógico que un intento de clasificación se fundamente en el tipo de relación que cada reglamento
guarda con las normas con rango de ley. Así, se distingue entre los llamados reglamentos
ejecutivos, generados en ejecución de una ley a la que se encuentran directamente vinculados, y
los reglamentos independientes, que son los que se dictan para las materias no reguladas por las
leyes.
Los reglamentos ejecutivos son aquéllos que desarrollan, complementan o precisan el
texto de una ley, o preparan su ejecución. Están, por ello, directamente vinculados a una ley. Sin
embargo, el grado de colaboración del reglamento con la ley es variable y ha dado lugar a
diversas modalidades que sólo difieren respecto al espacio normativo que la ley cede a favor del
reglamento. Todas estas modalidades o técnicas de colaboración se conocen actualmente con el
nombre de «remisión normativa», Es decir, la intensidad de actuación del reglamento no es la
misma si la ley realiza una regulación material sustantiva o detallada —en cuyo caso sólo será
posible un reglamento efectivamente ejecutivo que detalle y concrete la regulación legal— o si,
por el contrario, la ley se limita a la regulación de los aspectos más importantes o a la remisión
de un aspecto concreto, abriendo al reglamento un ámbito material pero sin imponerle un
contenido determinado, por lo cual el grado de discrecionalidad es mayor que en el caso
anterior.
Todo ello ha puesto en cuestión la validez del término «reglamento ejecutivo» y ha
favorecido que se opte por una reinterpretación que englobe las diferentes modalidades de
colaboración analizadas. En este punto cabe recordar lo antes dicho, la potestad reglamentaria es
originaria y no depende para su ejercicio de autorizaciones o habilitaciones concretas
establecidas en la ley.
Por otra parte, la doctrina ha atribuido a los reglamentos independientes diferentes
significados: desde los reglamentos dictados por el Gobierno o la Administración en materias no
reguladas por las leyes, a los que se producen sin que exista una remisión o apoderamiento por
parte de éstas. De hecho, este tipo de reglamento siempre ha existido y aparece tradicionalmente
vinculado al ámbito doméstico de la Administración (la llamada potestad organizativa) y de la
policía general.
Actualmente, la doctrina constitucional mantiene posiciones encontradas respecto a la
licitud o ilicitud de este tipo de reglamento, básicamente en función de la posición que se tenga
respecto de la vinculación de la Administración al principio de legalidad. Para algún autor la
existencia de una potestad reglamentaria independiente, entendida como posibilidad de crear
derecho mediante reglamentos que no se dictan para la ejecución de una ley preexistente ni en
virtud de ninguna habilitación legislativa sólo tiene un límite: la existencia de materias
reservadas por la Constitución a la ley. Para otro sector doctrinal, la ley es, en todo caso,
presupuesto habilitante para la existencia y ejercido de la potestad reglamentaria, de lo que se
deriva la licitud de este tipo de reglamentos sólo en el ámbito puramente interno o de
organización.
El Tribunal Supremo no ha tenido inconveniente en admitir esta clase de reglamentos.
La STS de 10 de marzo de 1982 señala que la Administración puede ejercer la potestad
reglamentaria «no sólo en desarrollo de leyes o principios legislativos, sino cuando no exista
norma de rango superior sobre la materia, porque no es posible infringir una ley inexistente, y
cuando la Administración regula una materia no regida por normas legales, ni sujeta a reserva
legal, no infringe ningún principio de jerarquía normativa y actúa, por tanto, legítimamente».
Así, el elemento relevante es la existencia o no de materias reservadas a la ley, ya que éstas
delimitan el campo del reglamento independiente.
El Tribunal Constitucional, por su parte, no se ha pronunciado expresamente sobre la
admisibilidad constitucional del reglamento independiente, pero en su Sentencia 108/1986, se
indica que «no hay, por tanto, razones suficientes para admitir la limitación objetiva de la
potestad reglamentaria [...]. Antes bien, debe entenderse que esa potestad reglamentaria se
extiende, como dice el artículo 97 de la Constitución, a todo lo que autoricen ésta y las leyes, sin
que interese ahora examinar si el ejercicio de dicha potestad requiere la existencia de una norma
específica de habilitación, pues en el presente caso esa norma existe».
Cabe señalar que la reciente Ley del Gobierno parece admitir este tipo de reglamentos.
Cuando el artículo 5.h regula las funciones del Consejo de Ministros establece junto a la
competencia para aprobar los reglamentos para el desarrollo y la ejecución de las leyes, la de
aprobación de las demás disposiciones reglamentarias que procedan. También el artículo 23
puede interpretarse en este sentido, puesto que excluye del ámbito de la potestad reglamentaria
las materias objeto de reserva de ley.
Al margen de su admisibilidad o inadmisibilidad teórica, cabe señalar que los
reglamentos independientes existen y su indiscutible existencia es lo que realmente importa
desde la óptica de su control. Entre esta clase de reglamentos y la Constitución no hay ninguna
otra fuente del derecho. Por ello mismo, las prohibiciones de desarrollo reglamentario no tienen
validez, al margen de lo que después se dirá sobre los supuestos de reservas de ley.
3.- ÁMBITO MATERIAL DEL REGLAMENTO.
3.1.- Los principios de reserva de ley y primacía de la ley.
Según ya se ha especificado en el tema 14, la relación entre la ley y el reglamento se ha
articulado, históricamente, por medio de los principios de jerarquía normativa y de reserva de
ley. Estos dos principios limitan la actuación y la extensión de la potestad reglamentaria: el
reglamento no puede infringir normas con rango legal ni regular las materias objeto de reserva
de la ley (art. 23.2, Ley del Gobierno).
El principio de jerarquía normativa parte del principio de constitucionalidad y determina
que ni la ley ni el reglamento pueden vulnerar la Constitución, norma jerárquicamente superior
a todas las demás. Pero también entre la ley y el reglamento se establece una relación jerárquica
fundamentada en el principio de primacía formal, que expresa la mayor fuerza de la ley sobre el
reglamento (fuerza activa). La ley puede innovar el ordenamiento jurídico en todo momento
regulando cualquier materia, puesto que en nuestra Constitución no existe una reserva
reglamentaria. Además de esta primacía formal, la ley goza de una primacía material o de
contenido respecto al reglamento que consiste en la invulnerabilidad de sus preceptos frente a
las determinaciones reglamentarias: la fuerza innovadora de los reglamentos no llega a las
normas con rango de ley cuya vigencia no puede afectar en ningún caso (fuerza pasiva). Es
decir, el principio de primacía material equivale a la prohibición dirigida a los titulares de la
potestad reglamentaria de dictar reglamentos de contenido o sentido contrario a las leyes (a
todas las leyes y no sólo respecto de aquélla con la que se conecta específicamente), prohibición
sancionada con la nulidad de los reglamentos que ignoren esta interdicción. La primacía formal
y la material son manifestación del principio de jerarquía normativa consagrado
constitucionalmente en el artículo 9.3 de la Constitución y concretado en los artículos 97 y
103.1. Estos preceptos establecen que el ejercicio de la potestad reglamentaría se realizará de
acuerdo con la Constitución y con las leyes.
Como también ya se ha señalado en el tema 14, el principio de reserva de ley expresa la
existencia de determinadas materias que, por exigencia de la Constitución, deben ser reguladas
por una ley o norma con rango de ley, con exclusión del reglamento como norma alternativa.
Con todo, esta exigencia no implica la imposibilidad de colaboración del reglamento en la
función normativa aunque limita su actuación. La reserva de ley significa que las decisiones
sobre un ámbito material determinado sean discutidas en el Parlamento, en presencia de Las
diferentes fuerzas políticas representativas de la sociedad, e impone al legislador el deber de
regular por sí mismo ciertas materias. Por ello, la intervención del reglamento en este ámbito
depende absolutamente de la ley: debe haber una ley previa que remita al reglamento la
regulación de ciertos aspectos, pero la ley no puede entregar al reglamento la propia materia
reservada. Ello es así porque con la consagración de la Constitución corno norma suprema, la
ley ya no es aquella norma soberana, sino sólo expresión de una función constitucionalmente
prevista —la legislativa— que debe ser asumida Por ello, una remisión en blanco al reglamento
para regular una materia reservada a la ley supondría una infracción de la Constitución.
El fundamento de la reserva de ley es destacado por la STC 83/l984, en la que se afirma
que su finalidad «es la de asegurar que la regulación de los ámbitos de libertad que
corresponden a los ciudadanos dependa exclusivamente de la voluntad de sus representantes,
por lo que tales ámbitos han de quedar exentos de la acción del ejecutivo y, en consecuencia, de
sus productos normativos propios, que son los reglamentos». Este principio de reserva de ley se
traduce en ciertas exigencias en cuanto al alcance —que no prohibición— del reglamento en
estas materias reservadas restringiendo el ejercicio de la potestad reglamentaria «a un
complemento de la regulación legal que sea indispensable por motivos técnicos o para optimizar
el cumplimiento de las finalidades propuestas por la Constitución o por la propia ley».
3.2.- La colaboración del reglamento con la ley: las remisiones normativas.
Es muy frecuente que las leyes incluyan una disposición final del siguiente tenor: «Se
autoriza al Gobierno a dictar cuantas disposiciones sean necesarias para la aplicación de esta
ley». Esta técnica es conocida con el nombre de cláusula de remisión. Sin embargo, una parte de
la doctrina la designa con el nombre de autorización o habilitación, lo cual puede llevar a
entender que si no existiera no podría intervenir el reglamento. Ello puede ser así en los
supuestos de materias reservadas a la ley, con las condiciones indicadas, pero no cuando no hay
reserva. En las materias no reservadas, las cláusulas de remisión normativa no pueden
considerarse autorizaciones para la entrada en escena del reglamento, sino límites a los que éste
queda sujeto por el principio de jerarquía normativa. Es decir, la importancia de las cláusulas de
remisión radica no en su valor de autorización sino en el de delimitación de la potestad
reglamentaria en la medida que puede condicionar la intensidad de actuación de la norma
reglamentaria.
En cambio, en los supuestos de materias constitucionalmente reservadas a la ley la
cuestión es diferente. Así, cuando la Constitución exige que una materia sea regulada por ley, no
sólo está atribuyendo una competencia al Parlamento sino que le está imponiendo que tome una
decisión al respecto. Por ello, en estos supuestos se excluye por completo la posibilidad de
reglamentos independientes (STC 58/1982), pero se admite un cierto grado diferente según los
casos, de colaboración del reglamento con la ley. Es decir, la ley o norma con rango de ley que
cumpla con el requisito de la reserva puede llamar a la normativa reglamentaria para
complementar su regulación, el problema estriba en determinar el quantum admisible de dicha
remisión. Esto es, cuáles son los criterios fundamentales para determinar los límites del
legislador.
El Tribunal Constitucional ha señalado que la reserva de ley comporta, con intensidades
diferentes, una regulación básica o sustancial por parte del legislador, impidiendo una remisión
al reglamento que implique «una regulación independiente y no claramente subordinada a la
ley» (STC 83/1984). Así, las cláusulas de remisión son susceptibles de ser controladas por el
Tribunal Constitucional, puesto que las remisiones serían inconstitucionales si otorgan una
habilitación en blanco o permiten cualquier regulación que por imperativo constitucional esté
excluida de la potestad reglamentaria.
Sin embargo, el grado admisible de remisión al reglamento no puede fijarse con
absoluta precisión, entre otras razones, porque depende de la materia sobre la que opere la
reserva. En materia de derechos fundamentales la Constitución exige la decisión expresa del
legislador, muy especialmente en los ámbitos de libertad individual y personal y afectaciones
patrimoniales. No se prohíbe la colaboración con el reglamento pero se establecen determinados
límites a las remisiones. Así, cualquier intervención restrictiva o limitativa de los mismos debe
ser hecha por el legislador y no es admisible su remisión al reglamento. La STC 77/1985,
concreta que la remisión debe ceñirse a «aspectos instrumentales» o «cuestiones de detalle»,
excluyéndose cualquier remisión genérica o incondicionada que equivaldría a una
deslegalización.
De todo lo dicho puede concluirse que la remisión en materias reservadas debe ser
expresa, o inequívoca si es implícita; también debe ser concreta y específica, esto es, referida a
aspectos o cuestiones singulares; y además, debe ser delimitada, es decir, hecha de tal forma que
indique con precisión los límites materiales de la cuestión que se remite a la potestad
reglamentaria. La ley debe establecer las determinaciones esenciales, el núcleo del régimen
jurídico cuando se trata de normas que incidan directamente en la esfera jurídica de los
ciudadanos. El reglamento que vulnere los límites de la remisión es, lógicamente, nulo y la ley
que no cumpla con estos requisitos mínimos, inconstitucional. Así, el Tribunal Constitucional
ha declarado inconstitucionales preceptos legales por infracción de alguna de las reservas de ley
concretas que la Constitución establece.
En cualquier caso, y como límite adicional a la acción normativa del reglamento, se
prohíbe al reglamento, sin perjuicio de su función de desarrollo y colaboración con la ley, la
tipificación de delitos, faltas o infracciones administrativas, el establecimiento de penas o
sanciones, tributos, cánones u otras cargas o prestaciones personales, patrimoniales de carácter
público (art. 23.2, Ley del Gobierno), limitando, en este sentido, el ámbito material del
reglamento.
4.- EL CONTROL JURISDICCIONAL DE LOS REGLAMENTOS.
4.1.- El control por parte de la jurisdicción ordinaria: tipo de control y efectos.
La Constitución perfila un sistema en el que la actividad administrativa queda
supeditada a una ulterior y efectiva revisión jurisdiccional según los artículos 9.1, 24, 103 y,
específicamente, el 106.1 de la Constitución, donde se establece que «los tribunales controlan la
potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa, así como el sometimiento
de ésta a los fines que la justifican».
Todos los jueces que integran el Poder Judicial, con independencia del orden judicial al
que pertenecen, son competentes para controlar las disposiciones reglamentarias, siendo
indiferente, a estos efectos, la naturaleza estatal o autonómica de la disposición. Así lo confirma
el artículo 6 de la LOPJ, al establecer que «los jueces y tribunales no aplicarán los reglamentos
o cualquier otra disposición contrarios a la Constitución, a la ley o al principio de jerarquía
normativa».
Sin embargo, la naturaleza y el alcance de este control de normas infralegales cambia
según las competencias de cada orden jurisdiccional. Según el ya mencionado artículo 6 de la
LOPJ, el control de constitucionalidad y de legalidad de los reglamentos por parte de cualquier
juez ordinario se realiza mediante la técnica de la inaplicación. Esta técnica es una competencia
del juez que le permite resolver los conflictos planteados seleccionando el derecho válido y
salvaguardando el principio de jerarquía normativa, con independencia de la consideración de
ilegalidad o inconstitucionalidad del reglamento. La inaplicación sólo procederá cuando de ella
dependa la decisión final del conflicto, es decir, cuando el juez se encuentre con una norma de
rango superior de contenido contrario cuya aplicación conduzca a un resultado jurídicamente
diferente al que resulte del reglamento. Sin embargo, esta técnica puede plantear problema
desde el punto de vista de la seguridad jurídica, pues un juez puede inaplicar un reglamento por
entenderlo contrario a una norma de rango superior, mientras que otro juez puede considerarlo
plenamente válido y aplicarlo para resolver el conflicto.
Por el contrario, en el ámbito de la jurisdicción contencioso-administrativa se prevén
dos mecanismos para controlar la legalidad de las disposiciones reglamentarias: el recurso
directo y el indirecto. En el primero los demandantes reclaman de la jurisdicción la declaración
de ilegalidad y la anulación de uno o varios preceptos del reglamento que se impugna. En el
recurso indirecto lo que se impugna son los actos de aplicación del reglamento que se considera
contrario a derecho. De acuerdo con el artículo 27 de la Ley 29/1998, de la jurisdicción
contencioso-administrativa, cuando un órgano de la jurisdicción hubiere dictado sentencia firme
estimatoria por considerar ilegal el contenido de la disposición aplicada, deberá plantear la
cuestión de ilegalidad ante el tribunal competente para conocer del recurso directo contra la
disposición, de modo que éste podrá declarar erga omnes la nulidad del reglamento cuestionado.
Con ello se enlazan los dos tipos de recursos, puesto que el recurso indirecto debe completarse
en caso de que triunfe con el recurso directo. En estos dos tipos de recursos están legitimados lo
sujetos mencionados en el artículo 19 de la Ley 29/1998, y el plazo de interposición de los
mismos es de dos meses contados desde el día siguiente al de la publicación de la disposición
impugnada o al de la notificación o publicación del acto que ponga fin a la vía administrativa, si
fuera expreso. Si no lo fuera, el plazo será de seis meses y se contará, para el solicitante y otros
posibles interesados, a partir del día siguiente a aquél en que, de acuerdo con su normativa
específica, se produzca el acto presunto (art. 46).
También es posible un control de las disposiciones reglamentarias cuando éstas resulten
lesivas de derechos fundamentales, mediante el procedimiento preferente y sumario a que hace
referencia el artículo 53.2 de la Constitución, y que se encuentra regulado en los artículos 114 a
122 de la Ley 29/1998, reguladora de la jurisdicción contencioso-administrativa.
Pero el control de constitucionalidad de los reglamentos varía en función de si hay
intervención o no de la ley, lo que supone que el control no es el mismo en el caso de
reglamentos ejecutivos que en el caso de reglamentos independientes.
El artículo 6 de la LOPJ impone al juez la obligación de inaplicar los reglamentos
contrarios a la Constitución, a la ley o al principio de jerarquía normativa. En consecuencia,
para determinar la validez de un reglamento el juez debe efectuar un juicio previo de legalidad.
Si la norma legal que desarrolla el reglamento es, a su juicio, inconstitucional, deberá plantear la
cuestión ante el Tribunal Constitucional, puesto que el juez no puede decidir sobre la validez de
la ley, lo cual es presupuesto inexcusable para pronunciarse sobre la validez del reglamento. Es
decir, si la norma reglamentaria contradice los mandatos legales, el juez deberá inaplicar la
primera porque es ilegal, o declarar su nulidad si el juez pertenece al orden contenciosoadministrativo y es competente. Si, por el contrario, el precepto reglamentario que se considera
lesivo es conforme a la ley, sea cual sea el motivo de conformidad, resultará que es la propia ley
la que origina la lesión y el juez deberá plantear ante el Tribunal Constitucional una cuestión de
inconstitucionalidad sobre la ley, aunque el reglamento, en rigor, no pueda ser calificado de
ilegal (STC 86/1985).
El reglamento independiente se encuentra en una relación directa de subordinación
respecto a la Constitución. Así, los preceptos reglamentarios que contradigan los mandatos
constitucionales son nulos de pleno derecho y, en consecuencia, el juez deberá inaplicarlos para
aplicar directamente la Constitución. Pero cuando este juez sea del orden contenciosoadministrativo deberá declarar su nulidad expresa, ya que sólo él tiene competencia para realizar
una labor depuradora del ordenamiento jurídico en el ámbito de las normas infralegales. El juez
realizará un auténtico juicio de constitucionalidad cuyo parámetro será, principalmente, la
Constitución, pero también el conjunto de leyes vigentes en el ordenamiento que el reglamento
no puede contradecir. Sin embargo, cuando lo que se cuestiona no es el contenido del
reglamento independiente sino su viabilidad constitucional, que sería en todo caso, un juicio
previo al anterior, el juez deberá determinar el alcance de la reserva de ley, es decir, si la
materia en cuestión está constitucionalmente reservada a la ley, ya que si ello es así, el
reglamento sería inconstitucional.
4.2.- El control del Tribunal Constitucional: procedimiento y efectos.
El Tribunal Constitucional es el órgano encargado de realizar un control concentrado de
constitucionalidad sobre las leyes y disposiciones normativas con fuerza de ley y sólo en la
medida en que el reglamento ejecutivo emane de la ley quedará indirectamente afectado por este
control.
Es evidente que no puede realizarse un control de constitucionalidad de las
disposiciones reglamentarias mediante el recurso de inconstitucionalidad. Pero cabe plantearse
si la declaración de inconstitucionalidad de una ley llega hasta sus reglamentos ejecutivos.
Según la LOTC la sentencia declarará la nulidad de los preceptos impugnados y, si procede, la
de aquellos otros de la misma ley, disposición o acto con fuerza de ley a los que deba extenderse
por conexión o consecuencia. Por tanto, la declaración de nulidad sólo afecta a la ley y no a sus
posibles reglamentos ejecutivos.
Tampoco puede pretenderse mediante el recurso de amparo la impugnación directa de
las disposiciones reglamentarias, salvo que éstas sean las causantes directas de las vulneraciones
de los derechos y libertades protegidos. Sin embargo, ha habido casos en los que el Tribunal
Constitucional ha declarado expresamente en la decisión la nulidad por inconstitucionalidad de
una disposición reglamentaria, pronunciamiento que tiene una eficacia erga omnes, pero que se
produce por la necesidad de preservar el derecho o libertad invocado en amparo y no con una
finalidad depuradora del ordenamiento jurídico (STC 61/1990, 192/1991).
En cambio, el Tribunal Constitucional sí puede anular directamente disposiciones
reglamentarias por la vía de los conflictos de competencia, aunque el objetivo de esta vía
procesal no es sustraer del ordenamiento jurídico las normas inconstitucionales sino,
básicamente, determinar el titular de la competencia controvertida. Es decir, el objeto de
fiscalización no es el reglamento sino la potencial invasión de competencias por parte de un
órgano constitucional determinado. Por ello, la nulidad del reglamento surgiría como efectoconsecuencia de la resolución del juicio principal.
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