La educación y el estado

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La educación y el estado
Pasaron quince días desde la muerte de Carlos Fuentealba y más de diez desde la
gigantesca manifestación y el paro nacional en repudio a su cruel asesinato. En Buenos
Aires, los medios parecían haber vuelto al cauce habitual de las noticias (que no sé por
dónde pasa, pero seguramente se encuentra lejos de toda cuestión relacionada con la
educación.) Sin embargo, ayer volvieron a apuntar sus luces sobre el conflicto
neuquino. La primera información decía que un grupo de padres autoconvocados había
tomado unas cincuenta escuelas de la capital provincial en reclamo por el inicio del
ciclo lectivo y la vuelta de los maestros a las aulas. La segunda surgió inmediatamente
después como respuesta a la anterior: el gobernador de Neuquén decretó la emergencia
educativa en la provincia, una medida que le permite reemplazar a los docentes que
ejercen el derecho a huelga en reclamo por una recomposición salarial.
A pesar de los muchos indicios que insinúan que el partido gobernante fue el impulsor
de la manifestación, voy a intentar creer por un instante en el poder de autoconvocatoria
de esos padres.
Lo hago porque de alguna manera el pensamiento expresado en esa protesta está
presente en las cabezas de muchos padres cada vez que tiene lugar un paro docente. Y
en cierto sentido, es entendible: la educación que reciben nuestros hijos es considerada
por la gran mayoría de la sociedad uno de los valores más importantes. Pero tanto la
manifestación de los padres que ocuparon esas escuelas como el decreto del gobernador
ocultan responsabilidades y responsables dentro la crisis educativa provincial y
nacional. Fundamentalmente, ocultan las responsabilidades del responsable principal en
la educación pública: el estado.
El accionar de un estado en momentos de crisis demuestra claramente cuáles son sus
prioridades. Y el accionar del estado argentino frente a la crisis educativa demuestra que
la educación, en contra de lo que piensa buena parte de la sociedad, no está entre sus
prioridades.
Retomo, para graficar, la historia que todos conocen. Después de casi un mes sin dictar
clases en reclamo de mejoras en las condiciones laborales(1), los docentes de Neuquén
deciden volver a cortar durante Semana Santa la ruta nº 22, que comunica con los
centros turísticos de San Martín de los Andes y Villa La Angostura. El gobierno
provincial, que nunca se había sumado a la mesa de negociación salarial, ordena a la
policía despejar la ruta. El saldo fue tapa de todos los diarios: más de 20 heridos y un
muerto. El mismo día de los incidentes, el subsecretario de seguridad admitía que pudo
haber errores de la policía, pero "desgraciadamente no había otra salida que la
represión".
Al día siguiente, el propio gobernador justificaba nuevamente la represión y admitía sin
tapujos haber dado la orden para despejar la ruta (agregando, además, que lo volvería a
hacer). Al mismo tiempo, condenaba los excesos de la policía y aseguraba que el
responsable del asesinato debía sentir todo el peso de la ley. Lo que en ese momento de
bronca y dolor por la muerte del docente pudo haber parecido violento y provocativo, se
ha transformando dos semanas después en algo casi natural. Es que las acciones y las
frases demuestran claramente las prioridades del estado: el gobierno de Neuquén no
permite bajo ningún punto de vista el corte de una ruta, garantizando el derecho a la
libre circulación (sobre todo durante los feriados largos, tan importantes para la
industria turística); en cambio, sí puede permitirse que el comienzo de las clases en los
establecimientos públicos de la provincia se atrase más de un mes.
En una sociedad donde 13 millones de personas se encuentran en situación vulnerable,
es obvio que hay derechos más importantes que otros. De la misma forma que una
familia elige dónde invertir sus recursos intentando velar por el bienestar y desarrollo de
todos sus miembros, un estado democrático que se pretende justo debería tomar
decisiones que garanticen ciertos derechos básicos para todos los sectores sociales. El
índice de las necesidades básicas insatisfechas (NBI) es el que marca para las
estadísticas cuáles son los hogares que se encuentran debajo de la línea de indigencia,
en una situación de máxima vulnerabilidad. Dos de sus cinco indicadores tienen que ver
con la educación:
• hogares que tienen algún niño en edad escolar que no asiste a la escuela.
• hogares que tienen 4 ó más personas por miembro ocupado y en los cuales el jefe tiene
bajo nivel de educación (sólo asistió dos años o menos al nivel primario).
Se supone que el índice de NBI determina las prioridades de un estado a la hora de
tomar decisiones. Pero el estado neuquino prefirió desentenderse de su responsabilidad
de garantizar uno de los derechos básicos que hacen a la ciudadanía en democracia.
Ante la posibilidad de conflicto por un corte de ruta, la disyuntiva de sentarse a negociar
con los docentes mejoras en las condiciones laborales o reprimirlos no existe. El
subsecretario de seguridad lo confirma cuando dice que no había otra alternativa.
En estas dos semanas transcurridas desde el asesinato de Carlos Fuentealba mucho se ha
hablado: el gobierno nacional, la oposición, los gremios, los docentes, los padres, todos
condenamos la violencia y nos plantamos firmemente frente a la muerte. Luego de la
última dictadura militar, aprendimos que, en democracia, no puede haber lugar para
estos excesos. Pero ¿qué hay más allá de esta condena? No escuché en estas dos
semanas a ningún funcionario oficialista u opositor condenar la desidia del estado
neuquino en solucionar el reclamo de los docentes. Será quizá que el estado nacional es
cómplice o impulsor de esa desidia. Una desidia que comenzó cuando la dictadura en
1978 decretó el traspaso de las escuelas primarias a las provincias, desentendiendo al
estado nacional de la obligación de garantizar su funcionamiento. Una desidia que
continuó y se agravó durante la democracia cuando en 1994, a través de la Ley Federal
de Educación y so pretexto de modernizar el anquilosado sistema educativo, se
transfirió también a las provincias el manejo y financiamiento de las escuelas medias.
Una desidia que no parece conmoverse en el proyecto de la nueva Ley de Educación
Nacional. Según documentos del propio Ministerio de Educación, el nivel del salario
docente es, sin duda, un elemento influyente en la captación y retención de maestros y
profesores de calidad. Sin embargo, el mismo Ministerio acepta que el salario real de los
docentes argentinos está hoy un 30 % por debajo de los niveles alcanzados a mediados
de la década del '70. ¿Por qué entonces un estado que hace gala de un superávit fiscal
récord no interviene para garantizar el comienzo de las clases en todo el país? ¿No es el
derecho a la educación uno de los valores fundamentales para toda la sociedad? ¿Al
estado nacional realmente le interesa la situación de la educación en Neuquén, Salta o
Santa Cruz?
El 24 de marzo de 1977, Rodolfo Walsh redacta la "Carta abierta de un escritor a la
Junta Militar". El texto está dividido en seis partes. En los primeros cuatro parágrafos
Walsh describe minuciosamente los crímenes de lesa humanidad en los que incurrió la
dictadura que derrocó a Isabel Perón durante su primer año de gobierno. Luego de haber
denunciado el horror de los centros clandestinos de detención, los secuestros, las
torturas, los fusilamientos y la desaparición cadáveres, dice:
“Estos hechos, que sacuden la conciencia del mundo civilizado, no son sin embargo los
que mayores sufrimientos han traído al pueblo argentino ni las peores violaciones de los
derechos humanos en que ustedes incurren. En la política económica de ese gobierno
debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que
castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada.
“En un año han reducido ustedes el salario real de los trabajadores al 40%, disminuido
su participación en el ingreso nacional al 30%, elevado de 6 a 18 horas la jornada de
labor que necesita un obrero para pagar la canasta familiar, resucitando así formas de
trabajo forzado que no persisten ni en los últimos reductos coloniales.
“Congelando salarios a culatazos mientras los precios suben en las puntas de las
bayonetas, aboliendo toda forma de reclamación colectiva, prohibiendo asambleas y
comisiones internas, alargando horarios, elevando la desocupación al récord del 9%
prometiendo aumentarla con 300.000 nuevos despidos, han retrotraído las relaciones de
producción a los comienzos de la era industrial, y cuando los trabajadores han querido
protestar los han calificados de subversivos, secuestrando cuerpos enteros de delegados
que en algunos casos aparecieron muertos, y en otros no aparecieron.”
En sus dos últimos apartados que así comienzan, el documento da cuenta del modelo de
país que los militares buscaban implantar y explica cuál fue el móvil de las atrocidades
cometidas. En el punto cúlmine de la violencia, un día antes de ser asesinado por
aquellos mismos a los cuales está denunciando, Rodolfo Walsh va más allá del exceso e
ilumina para siempre el oscuro camino transitado por el país durante esos años de terror.
Por eso el texto es uno de los más brillantes análisis que se han hecho de ese tiempo.
A pesar de que las idas y vueltas en las condenas a los crímenes perpetrados durante la
dictadura parecen haber quedado definitivamente atrás, los indicadores que según
Walsh eran producto del plan económico y político de los militares no pudieron
revertirse en casi 25 años de democracia. Es más, muchos de esos indicadores nos
parecen macabramente risueños ante las alarmantes estadísticas que dejó la última crisis
económica (2). Ese modelo de país instalado a punta de pistola sigue vigente. La
educación es un ámbito donde eso se expresa claramente. La manifestación de los
padres que reclamaban en Neuquén la vuelta a las aulas de los maestros y el decreto que
obliga a cumplir con el reclamo, firmado por el mismo gobernador que hace quince días
ordenaba la represión de los docentes, son síntomas de que todavía debemos recorrer un
largo camino para desprendernos de los resabios de aquellos años de terror. La
naturalidad con la que hoy aceptamos cierto orden de cosas no quiere decir que esas
cosas siempre hayan sido de esta manera.
Parafraseando a Freire y valiéndonos de una distinción que hace nuestra lengua,
podríamos decir que las cosas están así, no son así. Tal vez sea el momento de condenar
no sólo el exceso, sino también las responsabilidades que el estado democrático sigue
sin asumir.
Ángel Maldonado
[email protected]
Buenos Aires, 20 de abril de 2007
(1) El reclamo del gremio de docentes neuquinos era subir el básico inicial y llevar la
recomposición cerca de los 2.600 pesos (valor de la canasta básica en la provincia),
terminar con las sumas fijas en el salario, lograr el pase a planta de unos 1.800
trabajadores, y garantizar el 80 por ciento móvil para los jubilados del sector y una
resolución para los problemas edilicios en las escuelas.
Más allá de lo que sucede en Neuquén, podría decirse que todos los docentes argentinos
trabajan parcialmente en negro: los adicionales no remunerativos son una constante en
todo el sistema educativo. En la mayoría de las provincias, el sueldo básico representa
sólo el 30 % del salario de bolsillo de un maestro de grado; en Santa Cruz, el caso más
saliente, el sueldo básico es de 161 pesos, menos del 10 % del salario de bolsillo.
(2) Mientras Walsh denunciaba un crecimiento desmedido del índice de desocupación
que alcanzaba escandalosamente el 9 %, hoy el gobierno festeja esa misma cifra,
después de que el índice rozara a fines de los '90 el 25 %.
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