XXXII SEMANA DE ESTUDIOS MONÁSTICOS 30 DE AGOSTO – 3 DE SEPTIEMBRE 2009 LA VIDA MONÁSTICA ANTE LA CULTURA ACTUAL Lunes 31 de agosto Nuevas formas de vida monástica h. Guido Dotti, monje de Bose Introducción: ¿Qué entendemos por “nuevas” formas de vida monástica? El contexto histórico del siglo XX: fin de la cristiandad y marginalidad profética - Monacato y movimiento litúrgico - Monacato y ecumenismo - El redescubrimiento del monacato en las Iglesias de la Reforma El Concilio Vaticano II y unos rasgos comunes de las nuevas formas - El arraigamiento en la Iglesia local - Centralidad de la Palabra - Ecumenismo y diálogo Ser monjes hoy - Un lugar para la humildad - Un lugar para la libertad - Un lugar para la Palabra Conclusión: ¿Qué esperamos de las “nuevas” formas de vida monástica? Nuevas formas de vida monastica 1 ¿Qué entendemos por “nuevas” formas de vida monástica? Ante todo, debo decirles que no hablaré de la comunidad de Bose de la que soy monje desde hace 37 años, ni tampoco analizaré detalladamente otras formas de vida monástica que han surgido a lo largo de estos últimos decenios. Bose y otras comunidades monásticas nacidas en el siglo XX no serán, por tanto, el objeto de mi intervención, sino que serán el trasfondo, el punto de vista, la perspectiva a partir de la cual trataré de hacer emerger algunos datos relativos a la vida monástica hoy. Es claro que Bose y las otras comunidades a las que me referiré pueden ser considerarse “nuevas” en relación con aquellas otras comunidades de antigua tradición, tan bien representadas en esta Semana de Estudios Monásticos, pero creo que a todos nosotros nos puede interesar mucho más la segunda parte del titulo que me ha sido asignado – formas de vida monástica – que la primera parte del título, nuevas. No se trata, por tanto, de una especie de competición entre “nuevo” y “antiguo”, ni tampoco de una exaltación de lo nuevo por lo nuevo, sino más bien de redescubrir juntos como “in omni loco uni Domino servitur, uni regi militatur” (RB 61,10). La conferencia precedente, bajo el título “Tres lecciones de historia ante el cambio cultural” ha hecho un análisis de tres épocas muy distintas. Ciertamente no tengo la pretensión de afirmar que las nuevas formas de vida monástica sean parangonables por sus intuiciones espirituales, su influencia en la vida de la Iglesia, o por su testimonio de radicalismo evangélico con los tres grandes gigantes del monacato evocados hace un momento. El testimonio de las nuevas comunidades puede ser sólo un signo de “initium conversationis” (RB 73,1), no una lección: una simple invitación a volver todos a la Sagrada Escritura – rectísima norma vitae humanae” (RB 73, 3) – y a la doctrina de los santos padres. Ahora bien, me parece que también este simposio es el signo de una acogida condescendiente por parte del ordo monachorum, hacia las “nuevas formas” de vida monástica y ofrece la oportunidad de un vínculo orgánico con la tradición, tal y como se ha dado siempre, ya aquí en Salamanca, en el año 2003 y antes, en el 2001 en Burgos, con las intervenciones de fr. Enzo Bianchi. Por otro lado, hay que tener presente que muchas formas de vida monástica Nuevas formas de vida monastica 2 occidental consideradas hoy como históricas, (piénsese en los camaldulenses o en los cistercienses) han sido en su inicio “nuevas comunidades” respecto al ordo monachorum benedictino. Si una nueva comunidad es verdaderamente monástica no puede sino sentir solidaridad y reconocimiento respecto al ordo monasticus histórico, ya que el monacato no ha tenido nunca un único inspirador sino muchos padres espirituales y en la vida monástica la concordantia regularum no es un mero ejercicio literario sino un instrumento de calidad de vida humana y espiritual. Creo que podemos alegrarnos de cómo en este período postconciliar se han verificado muestras recíprocas de solidaridad y simpatía entre las comunidades monásticas tradicionales y las nuevas formas. No ha existido ni existe nada parangonable a las antiguas diatribas entre monjes blancos y negros; entre observancias más o menos estrictas, entre reformados, tradicionales o espirituales… Quisiera a este propósito recordar solamente dos escritos que dan fe de cómo el deseo de renovación de la vida monástica estaba también presente – y estoy convencido de que sigue estándolo todavía –en la llamada vida monástica “tradicional”. Son dos textos que quizá muchos de vosotros recodaréis, en tanto que ambos provienen de la península Ibérica. Uno es el libro pensado y querido en 1966, apenas finalizado el Concilio, del Abad Gabriel Brasó de Montserrat: Visiones actuales sobre la vida monástica, que se propuso dar voz “a un cierto numero de obispos, teólogos, filósofos, profesores universitarios y otros cristianos” mediante sus respuestas a tres preguntas muy concretas: “¿Qué concepto tiene Usted de la vida monástica?” “¿Qué le parece que la Iglesia espera hoy de los monjes?” “¿Cuáles deben ser las orientaciones y los temas principales del aggiornamento monástico?”. El segundo texto es una especie de puentecillo lanzado entre el monacato llamado “canónico” y las “nuevas comunidades”: apareció, siempre en el año 1966, en la revista trimestral Manresa. Su autor García M. Colombàs, también bien conocido por todos vosotros, lo tituló simplemente “Sugerencias para una renovación monástica”: me es grato citarle porque en 1984 lo publicamos en italiano como parte de uno de los primeros libros de nuestras Edizioni Qiqajon, que tenía un título significativo: Essere monaci oggi. Nuevas formas de vida monastica 3 El contexto histórico del siglo XX: fin de la cristiandad y marginalidad profética Examinemos ahora el contexto histórico y eclesial en el que se presentan las “nuevas” comunidades monásticas, desde los recelos del inicio del siglo pasado hasta su progresivo florecimiento en los años cincuenta y más tarde en el post-concilio. El siglo finalizado hace ya un decenio ha confirmado el declive, el ocaso, de la “cristiandad” en los países de antiguas raíces cristianas: progresivamente la sintonía y la convergencia existentes desde siglos entre valores cristianos, presencia eclesiástica, cultura dominante, usos y costumbres cotidianos, política social y económica, se han desacoplado, dejando espacio a un mundo aparentemente contradictorio en el que la interdependencia de la globalización va pareja con una confrontación de civilizaciones y un entramado de realidades ricas de diversidades étnicas, culturales y religiosas. En esta situación, para muchos verdaderamente inédita, la lectura del fenómeno monástico nos permitir comprender algunos elementos que emergieron en su interior en el siglo pasado y el lugar que les corresponde en una dimensión dialógica respecto al conjunto de la Iglesia y de la sociedad contemporánea: marginalidad y profecía, contracultura y comprensión del lenguaje del hombre moderno, dialéctica entre soledad y vida comunitaria han permitido al monacato – no obstante la sensible reducción de efectivos que lo ha afectado, quizás en menor medida y en unos periodos más lentos, con respecto al resto de la vida religiosa, a partir de la segunda mitad del siglo XX - de expresar instancias religiosas profundamente sentidas y de verificarlas a través de formas nuevas y a la vez antiguas de testimonio evangélico. Monacato y movimiento litúrgico El cenobitismo, con la fuerza y la conciencia de los limites que se derivan del compartir diariamente la entera existencia, desplegará sus energías en aquellos períodos de fermento escondido que precedieron al “nuevo Pentecostés” del Concilio. Así el movimiento litúrgico, que desembocará en la primera constitución del Vaticano II, la Sacrosanctum concilium, y en la consiguiente reforma con la adopción de las lenguas vulgares en la liturgia, no partirá de las parroquias o de las iglesias locales – realidades que se podría haber esperado fueran más sensibles a las exigencias de los fieles hoy alejados del conjunto de los “lenguajes” utilizados en las celebraciones – sino de Nuevas formas de vida monastica 4 algunas grandes abadías, como Mont César y Saint André en Bélgica, Maria Laach en Alemania o Collegeville en los Estados Unidos. Y esto no tanto por la presencia en esos monasterios de eminentes estudiosos o por la experimentación de nuevos ritos llevados a cabo en ellos durante los años sesenta, como sobre todo por una vivencia comunitaria que había puesto en evidencia los límites de algunas venerables tradiciones, dejando entrever nuevas posibilidades. Si de hecho existían sitios que hubieran podido ignorar el descorazonamiento de los fieles por no comprender el latín de la misa, estos eran los monasterios, adonde los fieles continuaban acudiendo fascinados por el canto gregoriano. Pero el desencaje entre el rito y la vida, entre la búsqueda de la comunión y el proliferar de las devociones individuales se manifestaba particularmente evidente en los cenobios. No solo únicamente, ya que la fecunda implantación de fundaciones en todos los continentes, iniciada en el siglo precedente, acabó por interpelar a las comunidades monásticas sobre las cosas realmente esenciales, y por tanto insuprimibles, en sus usos y costumbres, no sólo litúrgicas, y sobre aquellas otras fruto de un particular contexto histórico y cultural, ya superado, o, quizás no exportable. Monacato y ecumenismo Se podría hacer un discurso análogo desde otro punto de vista, que ha ido madurando lentamente en el seno de la iglesia católica y que felizmente fue confirmado por el papa Juan y el Vaticano II: la búsqueda de la unidad de la iglesia, no como una variable facultativa, si no como un elemento esencial del ser discípulos obedientes a la voluntad del único Señor. También en este ámbito se encuentran ciertamente algunos monjes pioneros del movimiento ecuménico – piénsese sobre todo en dom Lambert Beauduin y en su monasterio de Chevetogne, donde monjes de rito latino y de rito oriental estudian, rezan y trabajan estableciendo puentes de diálogo con el mundo ortodoxo –; sin embargo, la contribución que el monacato ha ofrecido a la iglesia va mucho más allá de estas significativas figuras y es consecuencia más bien de algunos aspectos intrínsecos a la misma vida monástica, como veremos más adelante. El redescubrimiento del monacato en las Iglesias de la Reforma En este momento prefiero detenerme en el hecho de que el monacato haya desplegado sus capacidades ecuménicas no sólo en el seno de la iglesia católica. En los últimos años del siglo XIX y, sobre todo, en los inmediatamente posteriores a la Nuevas formas de vida monastica 5 segunda guerra mundial, la vida religiosa primero y posteriormente la vida monástica reaparecerán en el interior de algunas iglesias de la Reforma. Tras siglos de dejar de lado de forma explícita o implícita, de desconfianza y de sospecha, resurgirán algunas formas de vida diaconal femenina en las iglesias reformadas de lengua francesa. Anteriormente, el mundo anglicano se había “reconciliado” con el monacato y había visto nacer o bien comunidades que adoptaron la Regla benedictina, manteniéndose en el interior de la comunión anglicana, o bien formas nuevas de cenobitismo, como la Community of Resurrection, las cuales, aun elaborando nuevas reglas, asumían de hecho todos los rasgos distintivos del monacato occidental. Pero será la experiencia de fr. Roger Schutz en Taizé, a pocos kilómetros de Cluny – una tierra, por tanto, con profundas raíces monásticas –, la que dará al mundo reformado, especialmente el de habla francesa, la posibilidad de conocer, apreciar y amar la vida monástica. Casi en los mismos años, un grupo de mujeres que habían creado en Grandchamp, cerca de Neuchâtel en Suiza, una casa de retiros espirituales, se organizarán a sí mismas en una estructura monástica y adoptarán la regla de Taizé. Se trata de experiencias valientes, vistas con sospecha por parte de numerosos ambientes eclesiales, pero capaces de dar voz, cuerpo y credibilidad a un anhelo muy difundido: volver a encontrar un camino para testimoniar el “precio de la gracia”, la respuesta radical y amorosa a la llamada universal a la santidad, que se puede vivir también en el celibato por el Reino y en la vida en común. En el transcurso de pocos años se asistirá no sólo a la consolidación y a la irradiación de estas dos realidades –Taizé y Grandchamp–, sino también al surgir de otros numerosas experiencias y a la orientación cada vez más marcadamente monástica de formas de vida iniciadas en la única dimensión hasta aquel momento considerada admisible por los ambientes de la reforma: la diaconal. Así, de una parte, las monjas luteranas de Casteller Ring en Alemania adoptarán la regla benedictina, como más tarde lo harán los monjes luteranos suecos de Ostenback Kloster; mientras en Poymerol, en la Provenza francesa, monjas de diversas confesiones protestantes – sobre todo de matriz reformada y luterana – se reencontraran en una única comunidad de vida y de oración. Por otro lado, las Diaconesas de Reuilly, cerca de Versalles, privilegiarán progresivamente, pero con decisión, la orientación monástica respecto al servicio a favor de los enfermos. Nuevas formas de vida monastica 6 El Concilio Vaticano II y unos rasgos comunes de las nuevas formas A estas experiencias evangélicas o intuiciones proféticas surgidas dentro y fuera de la Iglesia católica, el Concilio Vaticano II no sólo las escuchará sino que también las tendrá en cuenta con conciencia eclesial, gracias asimismo a la presencia de los observadores no católicos. En concreto, dos elementos decisivos, que encontramos en casi todas las nuevas formas de vida monástica, encuentran su fundamento en el Vaticano II: el recurso a la tradición y la inserción en la iglesia local. Se dirá que son opciones marcadamente “tradicionales”, pero remitiéndose a la tradición – monástica y eclesial – las diversidades entre las nuevas comunidades monásticas se diluyen y emerge de ese modo una consonancia de fondo, bien significativa más allá de la pluralidad de las manifestaciones. No podemos olvidar, en efecto, que el primer milenio cristiano, el tiempo de la iglesia unida, la vida monástica se entendía como única a pesar de su diversidad de formas: tal era su profético testimonio dado al interior de la iglesia local, en estrecha comunión con su obispo, sin exenciones y sin pretensiones de ser una obra meritoria de unos pocos privilegiados. Testimonio con vivo conocimiento de las exigencias (del precio de la gracia) que comporta el seguimiento de Jesús en obediencia hasta la muerte, y una muerte en la cruz. Continuando con la lectura de algunas novedades positivas que perduran de la renovación monástica postconciliar, subrayaría que estas novedades no han encontrado su punto de apoyo en los textos conciliares específicamente dedicados a la vida religiosa sino en el acontecimiento mismo del Concilio y en algunos textos como la Dei Verbum y la Sacrosanctum concilium, y no es casual que se haya demostrado que dichos documentos son los más fecundos para la entera articulación eclesial. Me limito a esbozar estas hechos concretos, ya sea porque son datos plenamente adquiridos y fermentos infrenables que cambiarán cada vez más la vida monástica hasta darle un rostro nuevo, ya porque la carga del Concilio, y en particular de los textos mencionados, está muy lejos de haber agotado sus energías de renovación para toda la iglesia, a pesar de los replanteamientos y las nostalgias. El arraigamiento en la Iglesia local Sabemos bien que en la historia de la vida monástica se han manifestado desde su origen dos tendencias sobre la manera de entender la relación con la iglesia. Una que Nuevas formas de vida monastica 7 reclama una cierta distancia respecto a la iglesia, con el riesgo de llevar a cabo, en paralelo a la fuga mundi, una fuga ecclesiae: vía que se consolidó sobre todo con los anacoretas del desierto y que Casiano resumía en la exhortación “huid del obispo y de la mujer”. Pero nos equivocaríamos si pensásemos que esta tendencia pertenece únicamente a la antigüedad: en realidad la exención de los religiosos en la iglesia latina, que aparece en el medioevo y que todavía perdura, responde en parte a esta tendencia. Se ha dado, no obstante, otra vía de estrecha relación con la iglesia local testimoniada por la vida cenobítica pacomiana y basiliana. Esta nos parece que es la vía que hay que recorrer aunque sea difícil, en la medida en que reclama, por parte de los religiosos, la voluntad de caminar con la iglesia así como con la historia y, por parte de los obispos, una conciencia, más bien rara, de la originalidad del carisma de la vida religiosa. El monacato, que no teniendo un servicio o un ministerio como finalidad podría sentirse legitimado a mantenerse iglesia o “iglesita” (capilla), no debería olvidar nunca que representa únicamente un carisma, que en la Iglesia encarna sólo un aspecto, y que ciertamente puede o debe ser una apelación o un signo de la iglesia pero no una iglesia y mucho menos una iglesia paralela. Esta no exención de la Iglesia local ciertamente no impide a la vida monástica, allí donde el Espíritu la coloca, que sea marginal (como reclamaba en sus últimos escritos Thomas Merton) de manera que así introduzca impulsos dinámicos en el cuerpo eclesial, al tiempo que se evita decididamente toda lógica de secta, toda contraposición a la Iglesia y, al mismo tiempo, cualquier nivelación de los modelos eclesiales existentes. Quisiera añadir una cuestión que como monjes y monjas no podemos ignorar: ¿por qué muchos jóvenes, que en otro tiempo se acercaban quizá a los monasterios, hoy son atraídos por las sectas y los movimientos esotéricos? ¿No podría deberse al hecho de que su deseo de ser “distintos” queda ahogado en comunidades monásticas perfectamente homologadas a la institución eclesial? Nuestros monasterios deberían vivir su comunión con la Iglesia local y universal con un estilo propio: no con la exención pero si autrement, “de otro modo”. Sí, estamos llamados a ser lo que deben ser también los demás – cristianos fieles a su Señor – pero “de manera distinta”, con otras modalidades, con otras connotaciones, privilegiando la dimensión escatológica de la vida cristiana, haciendo de nuestra vida una memoria del futuro que nos espera y que viene a nuestro encuentro en Cristo. Nuevas formas de vida monastica 8 Centralidad de la Palabra Otro elemento al que las nuevas formas de vida monástica se muestran particularmente sensibles y por el que se sienten – como el resto de la Iglesia entera – deudores del Vaticano II es el descubrimiento de la centralidad en la vida cristiana de la Palabra de Dios. Después de siglos – al menos en el ámbito católico– de su exilio del pueblo de Dios, pero también de la vida monástica y religiosa, la Biblia ha retomado finalmente la centralidad que le corresponde en la oración, en la liturgia y en la vida. Hoy, en líneas generales, la vida religiosa tiene la Biblia entre las manos, la oración se ha hecho bíblica, sea a través de la liturgia horarum, sea porque la lectio divina personal y comunitaria ha sustituido la “meditación” sobre la vida de los santos o sobre textos de pretendida espiritualidad. La expresión misma de lectio divina y sobre todo, su práctica – durante un tiempo ignorada incluso en el interior de los monasterios – tiene ahora un papel relevante no sólo en la formación monástica, sino también en textos y documentos pontificios dirigidos a todos los fieles. Esto es quizás uno de los signos más prometedores y todavía lejano de haber agotado sus posibilidades, como ha indicado también el Sínodo de los Obispos del pasado mes de octubre sobre la Palabra Dios. No se trata de descalificar las devociones precedentes, pero ciertamente la fuerza de la Palabra de Dios, su primacía, su señoría reconocida en la vida monástica nutre la fe y la vocación mucho más de cuanto pudieran hacerlo las devociones de piedad preconciliar. Ecumenismo y dialogo Anteriormente hacía referencia a las valores ecuménicos intrínsecos a la vida monástica, que quizá las nuevas formas han sabido asimilar más prontamente. Ante todo, el hecho de que el monacato ahonde sus raíces – aquellas a las que se han dirigido, también por falta de hermanos “ancianos”, las nuevas comunidades – más allá de las divisiones de la iglesia: así el redescubrimiento por parte de occidente de la forma vitae propia del monacato no podía sino favorecer una nueva aproximación con el oriente cristiano quien siempre ha mantenido esta unidad. En segundo lugar, el hecho que la vida monástica haya surgido o se haya desarrollado en vista a un radical seguimiento de Jesús, es decir, como vía de santidad; y la santidad es siempre camino de unificación y de unidad, como recordaba un metropolita ortodoxo: “Los santos son ciudadanos de la iglesia una y universal y hacen caer los muros de separación erigidos por los cristianos Nuevas formas de vida monastica 9 que no son fieles al mandamiento nuevo”. Todavía, al ser el monacato una vida de conversión, de retorno a las fuentes, al Evangelio, una vida de continua “reforma” en vista siempre de una renovada fidelidad al Señor, de continua re-orientación de opciones y comportamientos personales y comunitarios al dictado del Evangelio. Finalmente, ultimo dato que hace del monacato un ámbito privilegiado del anhelo ecuménico es su querer ser una invocación continua del Espíritu Santo, según las bellas palabras de Evdokimov: “icono del Espiritu Santo, el monacato es una viviente epiclesi ecuménica: la unidad puede encontrarse únicamente en esta dimensión del monacato universal, si sabe ser libre como el soplo del gran Liberador”. Pero esta dimensión “ecuménica” del monacato tiende por naturaleza a ensancharse en dialogo no sólo con las otras religiones – y en particular con las diversas formas de vida monástica que se encuentran en muchas de ellas – sino también con los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, independientemente de su profesión de fe. Lamentablemente el progresivo sedimentarse en una actitud altanera y desdeñosa hacia el “mundo” ha llevado históricamente y de forma rápida al monacato a una incapacidad de comunicación sana con los propios contemporáneos, a comportamientos en cierto modo esquizofrénicos y paradójicos. Incapaces de dialogar con “simpatía”, con cordial solidaridad con los hombres, algunos monjes pretenden poder llegar a “conocer” la realidad contemporánea rindiéndose a lo mundano, al uso indiscriminado de la televisión, a la asunción acrítica de cualquier mensaje vehiculado por personajes o medios “a la moda”. Quizá también en esto las nuevas comunidades pueden ayudar a redescubrir la marginalidad que favorece aquella distancia amorosa que ella sola consiente odiar la mundanalidad pero amar a los hombres, odiar el pecado pero amar al pecador. Se trata de un arte difícil de conseguir, pero el cristiano, y más todavía el monje, no puede sustraerse: se trata, una vez más, de volver a las fuentes, redescubriendo en los padres y en los autores monásticos aquella compasión hacia los hombres, aquel deseo de discernir el rostro de Dios en el hermano, aquella capacidad de escucha de lo que arde en el corazón incluso del peor pecador, aquella solidaridad amorosa con todas las criaturas, animadas e inanimadas, que han escrito las páginas más luminosas de la historia del monacato y del cristianismo. Nuevas formas de vida monastica 10 Ser monjes hoy En una conferencia que dio en el Congreso mundial de los abades benedictinos en Roma en el mes de septiembre de 2000, Timothy Radcliffe – en aquel momento maestro general de los dominicos – afirmaba que los monasterios son, o deberían ser, “espacios en los que refulge la gloria de Dios, tronos para el misterio”. Y esto no por una especia de derecho divino, ni tampoco por algún automatismo nominalístico, sino propiamente como consecuencia de “aquello que los monasterios no son y de aquello que no hacen, porque el centro invisible de la vida monástica se manifiesta en el cómo viven los monjes. Estos, efectivamente, no hacen nada de particular, no se comprenden a sí mismos ni son vistos como aquellos que tienen una misión particular o una función en la iglesia: los monjes están ahí y, felizmente, continúan estando simplemente ahí... Sus vidas no conocen carreras ni promociones, no tienen otro objetivo que la venida del Señor: son hermanos y hermanas, no pueden aspirar a ser nada más, no tienen otra vía de progreso que la de la humilitas”. El sentido de la vida del monje consiste en el hecho mismo de vivir con perseverancia, día tras día, en un determinado lugar y de una determinada manera, con hermanos y hermanas concretos que acepta no cambiar en toda la vida, con los compañeros de camino que ha decido amar antes incluso de conocerles: está seguro de esta forma de vida y no avanza sino hacia el Reino, hacia una caridad siempre mayor. Es una vida que se desea plasmada según el Evangelio y que, por eso mismo, constantemente se reinventa y se confirma, como la vida de todo cristiano. Por eso mismo es muy urgente que el monacato vuelva a descubrir la centralidad de la sequela de Cristo en el vivir cotidiano común, en la concretización de una vida que tiene que ser ante todo humana para poder ser plenamente cristiana. Se pueden aunar entonces las perspectivas de la vida monástica y los desafíos que le esperan entorno a tres especificaciones del monasterio como “lugar”, entendiendo no obstante por “monasterio” no un complejo de edificios sino un espacio habitado por una comunidad que allí vive, trabaja, ora, acoge: se trata por otro lado de esta realidad en la que piensa la Regla benedictina cuando hace prometer al novicio la “stabilitas in congregatione”. Nuevas formas de vida monastica 11 Un lugar para la humildad La tradición monástica, tanto la occidental como la oriental, ha dado siempre una gran importancia a la humildad como signo distintivo del discípulo del Señor “benigno y humilde de corazón”. Pero la humildad cristiana no es únicamente una virtud individual, sino una actitud comunitaria y eclesial que parte de la conciencia de la propia condición humana – no se olvide que humilitas está vinculada a humus, así como adan, el ser humano, toma su nombre del adama, la tierra – y conduce a un progresivo descentramiento de sí mismo y del propio interés para excavar un “vacío” y dar así espacio al otro. Quizás en esto una nueva comunidad, privada de la calificación y de la importancia también eclesial que una larga historia puede conferirle, está mayormente predispuesta a vivir con humildad la propia búsqueda de un camino monástico. La humildad de la que pueden ser signos los monasterios es de hecho ese vaciarse del centro de la comunidad para crear un espacio en el que la Palabra pueda poner su tienda y manifestar la belleza de ese espacio abierto, de esa “ausencia” de impedimentos que reclama e invoca una presencia. Un lugar para la libertad A lo largo de la historia, las múltiples reformas de la vida monástica y las nuevas formas que periódicamente han surgido, también en nuestros días, han intentado siempre e intentan reconducir leyes y observancias a su finalidad primaria: la salvaguarda de la caridad, el manifestarse de la libertad de los hijos de Dios, llamados a ser “amigos y no siervos” del Señor. Reglas, costumbres, tradiciones humanas están al servicio de la libertad y no al contrario y es la libre adhesión al Señor, la voluntaria obediencia al Evangelio aquello que constituye y da razón de la madurez de un monje y de la autenticidad de una comunidad cenobítica. El desafío, hoy como siempre, es poner a Dios en el centro de la libertad del hombre: una libertad a imagen y semejanza de la de Dios, capaz de asumir el riesgo, de aceptar limitarse hasta velar la propia presencia para dialogar con el otro, para amar al otro con el respeto, la discreción, también el sufrimiento de quien espera una libre respuesta por parte del otro, una libre creación de vida común y de comunión. Un lugar para la Palabra Finalmente, y como consecuencia de todo lo que hasta este momento hemos recordado, el monasterio se configura como un espacio para la Palabra de Dios, un lugar Nuevas formas de vida monastica 12 donde ésta puede y debe resonar en múltiples modos: en la proclamación comunitaria de la liturgia, en el canto de los salmos, en la lectio divina personal, en su rumia a lo largo de toda la jornada, en el anuncio de la predicación, en el compartir sus riquezas con los huéspedes que llegan al monasterio. Y sobre todo, este incesante resonar de la Palabra tiene que encontrar en el monasterio el espacio y el tiempo para traducirse en gestos y palabras, para dar el fruto del amor fraterno, para testimoniar que hoy también es posible vivir según el Evangelio y el mandamiento nuevo que Jesús dejó a sus discípulos. Esta búsqueda, vivida de “manera diferente” por los monjes, es la búsqueda común en todo tiempo y en todo lugar. Esta búsqueda es el objetivo tanto de la vida cenobítica como de la vida eremítica porque, como decía el abba Antonio al inicio del camino histórico del monacato cristiano, “los monjes poseen únicamente dos cosas: la Sagrada Escritura y la libertad”. Conclusión: ¿Qué esperamos de las “nuevas” formas de vida monástica? Las nuevas formas de vida monástica ¿están a la altura de esta herencia que he intentado delinear? Es prematuro afirmarlo, y no me corresponde a mi hacerlo, pero se puede reconocer como auténtica su búsqueda, no de una modernización sino de una repropuesta del radicalismo evangélico testimoniado por la gran tradición. El legado de un profeta, el “manto” que Eliseo recoge de Elías, es el símbolo del hecho de que la vida monástica no se la inventa o se la crea de la nada: la vida monástica se recibe y a partir de ella uno es engendrado a la obediencia al Evangelio y a la voz de Dios presente en la historia. Solamente así, la vida monástica, sean cuales sean las formas concretas que asuma, puede ser profética, en solidaridad con todos los bautizados y en compañía de nuestros hermanos y hermanas en humanidad. Nuevas formas de vida monastica 13