Salomé

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«TE BESARÉ LA BOCA, JOKANAAN. TE BESARÉ LA BOCA.»
La cabeza de Juan el Bautista a cambio de una danza erótica: la pieza
teatral en un acto de Oscar Wilde lo reunía todo para escandalizar a la
sociedad victoriana. Escrita originalmente en francés, elogiada por Mallarmé
y Maeterlinck, se publicó en París en 1893, y un año después se tradujo al
inglés. Provocativa e incendiaria, Salomé conoció la censura y el repudio,
fue interpretada por Sarah Bernhardt y prohibida en Inglaterra por
representar personajes bíblicos. La ópera de Richard Strauss cosechó, en su
estreno en Estados Unidos, feroces críticas que llevaron a la cancelación de
todas sus funciones.
Oscar Wilde, condenado dos años de trabajos forzosos por difamación
pública contra el pudor, no pudo presenciar su estreno el 11 de febrero de
1896 en el Théâtre de l’Æuvre de París.
La presente edición reproduce sin censuras las exquisitas ilustraciones
originales de Aubrey Beardsley, realizadas para la edición inglesa de la obra,
publicada en Londres en 1894, e incluye la nota preliminar escrita por Robert
Ross para la edición de 1907.
Oscar Wilde
Salomé
ePub r1.0
Banshee 14.12.13
Título original: Salomé
Oscar Wilde, 1893
Traducción: Rafael Cansinos Assens & Juan Gabriel López Guix
Ilustraciones: Aubrey Beardsley
Retoque de portada: Aubrey Beardsley
Editor digital: Banshee
ePub base r1.0
NOTA SOBRE LA EDICIÓN
La presente edición de Salomé reúne las
ilustraciones realizadas por Aubrey Beardsley para la obra de Oscar
Wilde. No sólo reproduce las imágenes creadas para la primera edición
en inglés, publicada en 1894 por Elkin Mathews & John Lane en Londres
y por Copeland & Day en Boston, sino que recupera cuatro ilustraciones
no incluidas en dicha edición: «J’ai baisé ta bouche, Iokanaan», «Juan y
Salomé», «Salomé sobre un banco» y «El aseo de Salomé, II», recogidas
un año después de la muerte del artista en The Early Work of Aubrey
Beardsley (John Lane, 1899).
Todas las imágenes de esta obra fueron cuidadosamente reproducidas
a partir de un raro álbum de edición limitada, titulado A Portfolio of
Aubrey Beardsley’s Drawings Illustrating «Salomé» by Oscar Wilde
(John Lane, 1907), que contiene las ilustraciones tal y como fueron
concebidas, sin censuras ni mutilaciones, con todos los detalles originales
que desaparecieron en los dibujos expurgados de la primera y la mayoría
de ediciones posteriores.
La traducción al castellano, realizada por Rafael Cansinos Assens,
apareció en el libro Salomé en la literatura (Flaubert, Wilde, Mallarmé,
Eugenio de Castro, Apollinaire), publicado en 1919 por la Editorial
América de Madrid, y sigue la versión original en francés del drama,
editada en 1893 por Librairie de l’Art Indépendant de París y que Oscar
Wilde dedicó a su amigo Pierre Louÿs.
Cabe señalar al respecto que la primera edición en inglés, con las
exquisitas imágenes de Beardsley, fue dedicada por Wilde a su amigo
íntimo Bosie: «A Lord Alfred Douglas, el traductor de mi obra».
Por último, se incluye el artículo «Una nota sobre Salomé», que
Robert Ross (1869-1918), fiel amigo y albacea de Wilde, escribió para la
edición publicada en Londres en 1907 por John Lane, The Bodley Head,
y que aporta curiosos datos de la época, acompañado por un valioso
material iconográfico de la primera representación teatral de la obra en
Inglaterra, en 1905, y la ópera de Richard Strauss estrenada en Alemania
ese mismo año.
«J’ai baisé ta bouche, Iokanaan»,
dibujo realizado en 1893 para la revista The Studio,
que inspiró a Oscar Wilde y a su editor John Lane la decisión
de encargar a Aubrey Beardsley las ilustraciones de
Salomé para la versión inglesa, que se publicaría
en febrero de 1894.
NOTA SOBRE SALOMÉ
Salomé ha convertido en familiar el nombre de
su autor en todos los lugares donde no se habla inglés. Pocas obras de
teatro inglesas tienen una historia tan peculiar. Escrita en francés en
1892, se hacían ya los ensayos finales con Sarah Bernhardt en el
londinense Palace Theatre cuando fue prohibida por la censura. Oscar
Wilde anunció de inmediato su intención de cambiar de nacionalidad, una
de sus provocaciones características que sólo se tomó en serio, por
extraño que parezca, en Irlanda. Rara vez ha sido más popular o más
calurosamente respaldada por los críticos ingleses la interferencia de la
censura. Con motivo de su publicación en forma de libro, Salomé fue
recibida por un coro de burlas, y cabe señalar de pasada que al menos
dos de las reseñas más acerbas procedieron de la pluma de dramaturgos
sin éxito, mientras que todos aquellos cuyo francés nunca pasó del
manual de Ollendorff se alegraron de encontrar en ese venerable clásico
escolar un insospechado activo de su educación: un útil proyectil que
arrojar contra Salomé y su autor. Por supuesto, se impugnó la corrección
de la lengua, por más que el texto hubiera pasado por las manos de un
distinguido escritor francés, a quien he oído que se le atribuía toda la
autoría. The Times, aunque desdeñó la obra, le reconoció al autor el
mérito de un tour de force, ser capaz de escribir una obra francesa para
madame Bernhardt; y ello motivó la siguiente carta:
The Times, jueves, 2 de marzo de 1893, p. 4.
Oscar Wilde sobre Salomé.
Al director de The Times.
Señor:
Ha llegado a mi conocimiento la publicación la
semana pasada de una crítica sobre Salomé en las
columnas de su diario. Las opiniones de los críticos
ingleses sobre una obra francesa mía me resultan, por
supuesto, de escaso cuando no de nulo interés. Le
escribo sencillamente para que me permita corregir un
error que aparece en dicha crítica.
El hecho de que la mayor actriz trágica hoy viva sobre
cualquier escenario percibiera en mi obra tal belleza
que deseara producirla, interpretar el papel de la
protagonista, otorgar a todo el poema el encanto de su
personalidad y a mi prosa la música de su voz
cristalina, ha sido naturalmente, y siempre será, una
fuente de orgullo y placer para mí, y espero con
deleite ver a Mme. Bernhardt presentar mi obra en
París, ese intenso centro del arte en el que a menudo
se representan dramas religiosos. Sin embargo, mi
obra no fue en modo alguno escrita para esa gran
actriz. Jamás he escrito para ningún actor ni ninguna
actriz, ni lo haré nunca. Semejante tarea es para el
artesano de la literatura, no para el artista.
Le saluda su seguro servidor,
OSCAR WILDE
Cuando Lord Alfred Douglas tradujo Salomé al inglés, su ilustrador,
Aubrey Beardsley, no disentía de algunas de las calumnias arrojadas
sobre Wilde. Resulta interesante que encontrara inspiración para su
excelente trabajo en una obra que nunca admiró y de la pluma de un
autor que le desagradaba cordialmente. Los motivos, por supuesto, están
hechos a su medida, y nunca hubo un material más adecuado para ese
extraño arte tangencial sin valores tangibles. Las divertidas caricaturas de
Wilde que aparecen en el frontispicio, «Entra Herodías» y «Los ojos de
Herodes», son las únicas muestras de verosimilitud de esos exquisitos
dibujos. El colofón es una auténtica obra maestra y también, una aguda
crítica de la obra.
Reparto de la primera representación de
Salomé el 13 de mayo de 1905 en el New
Stage Club de Londres.
Con motivo de la producción de Salomé realizada por el New Stage
Club en mayo de 1905,[1] los críticos volvieron a expresarse con
vehemencia y se lamentaron a grandes voces de que la obra hubiera sido
sacada de su oscuridad. Sin embargo, esa oscura tragedia ha sido en los
últimos cinco años parte de la literatura de Europa. Se ha representado
regular o intermitentemente en los Países Bajos, Suecia, Italia, Francia y
Rusia; se ha traducido a todas las lenguas europeas, incluido el checo.
Forma parte del repertorio teatral de Alemania, donde se ha representado
más veces que cualquier obra de otro escritor inglés con excepción de
Shakespeare. Debido quizá a lo que llamaré su oscura popularidad en los
teatros continentales, Richard Strauss se encontraba preparando su
notable ópera justo en el momento en que aparecieron las críticas a las
que me refiero; y desde la producción de la ópera en Dresde, en
diciembre de 1905, los corresponsales y periodistas musicales ingleses
siempre se refieren a la obra como basada en la tragedia de Wilde. Es la
única forma en que pueden eludir una incómoda verdad, una evidente
contravención de sus deseos y teorías. Sin embargo, la música se ha
adaptado a las palabras de Salomé según la admirable traducción de
madame Hedwig Lachmann. Las palabras no han sido convertidas al
habitual absurdo operístico para hacer que encajen con la partitura, ni
con las susceptibilidades de los ingleses. Observo que los admiradores
del doctor Strauss están un poco avergonzados por el hecho de que el
gran maestro haya encontrado motivo para la composición en una obra
que ellos consignaron hace mucho tiempo al olvido y a los desvaríos de
Beardsley. El propio Wilde, en una etapa retórica, parece haber
contemplado las posibilidades musicales de su tragedia en prosa. En De
profundis dice: «Los estribillos, cuyos recurrentes motivos asemejan
tanto Salomé a una pieza de música y la aglutinan como una balada».
Programa de la ópera Salomé, de Richard
Strauss, estrenada el 9 de diciembre de
1905 en la Semperoper de Dresde.
Estaba todavía encarcelado en 1896 cuando monsieur Lugné-Poë
produjo la obra por primera vez en el Théâtre de l’Æuvre de París, con
Lina Muntz en el papel principal. Hay una referencia bastante patética a
esa ocasión en una carta que Wilde me escribió desde Reading:
Por favor cuenta lo complacido que me he sentido con la representación
de mi obra y transmite mi agradecimiento a Lugné-Poë. Resulta
agradable que en un momento de descrédito y deshonra se me siga
considerando como un artista. Desearía sentir más placer, pero parezco
muerto para todas las emociones, salvo la aflicción y la desesperación.
Transmite de todos modos a Lugné-Poë que soy sensible al honor que
me ha hecho. Es un poeta. Escríbeme con su respuesta y averigua qué
dicen Lemaitre, Bauer y Sarcey de Salomé.
El sesgo de mi amistad personal me impide elogiar o defender
Salomé, aun cuando fuera necesario hacerlo. Nada de cuanto pueda decir
añadiría gran cosa a la reputación de sus detractores. Sus fuentes son
evidentes; en especial, Flaubert y Maeterlinck, en cuyo peculiar y
original estilo constituye un ensayo. Un crítico, por quien albergo un
respeto mayor que muchos de sus contemporáneos, dice que Salomé es
sólo un catálogo; pero un catálogo puede ser intensamente dramático,
como sabemos cuando la representación tiene lugar en Christie’s; pocas
obras son más emocionantes que una subasta en King Street cuando las
estrellas combaten a favor de Sisara.
Se ha observado que Wilde confunde a Herodes el Grande (Mateo,
11:1), Herodes Antipas (Mateo, 14:3) y Herodes Agripa (Hechos, 13),
pero la confusión es intencionada; como en los misterios medievales,
Herodes es tomado como tipo, no como personaje histórico, y esa crítica
es tan valiosa como la de quienes se dedican laboriosamente a señalar
los anacronismos de los dibujos de Beardsley.
En relación con la acusación de plagio lanzada contra Salomé y su
autor, me atrevo a mencionar un recuerdo personal. Wilde se me quejó un
día de que alguien le había robado, en una conocida novela, una idea
suya. Salí en defensa del culpable alegando que el propio Wilde era un
atrevido ladrón literario.
«Querido amigo —me dijo arrastrando las palabras con su énfasis
característico—, cuando veo en un jardín ajeno un prodigioso tulipán con
cuatro pétalos maravillosos, me siento empujado a cultivar un prodigioso
tulipán con cinco pétalos maravillosos, pero eso no es razón para que
alguien se dedique a cultivar un tulipán con sólo tres pétalos.»
Así era Oscar Wilde.
ROBERT ROSS
Diseño para la cubierta de Salomé en la versión
inglesa de 1894.
A mi amigo Pierre Louÿs
PERSONAJES
HERODES ANTIPAS, tetrarca de Judea
JOKANAAN, el profeta
NARRABOTH, el joven sirio, capitán de la guardia
EL PAJE DE HERODÍAS
SOLDADO PRIMERO
SOLDADO SEGUNDO
EL CAPADOCIO
EL NUBIO
SALOMÉ, hija de Herodías
UN ESCLAVO
HERODÍAS, mujer del tetrarca
TIGELINO, joven romano
CORTESANOS, JUDÍOS, NAZARENOS,
UN SADUCEO, UN FARISEO, etc.
NAAMAN, el verdugo
LAS ESCLAVAS DE SALOMÉ
Salomé
ESCENA
Amplia terraza en el alcázar de Herodes, pared por medio con el
salón del festín. Algunos soldados se apoyan en sus armas. A la
derecha, una gran escalera; a la izquierda, en el fondo, una antigua
cisterna, con tapa de bronce pintada de verde. La luna reluce muy
clara y las estrellas brillan en el cielo.
NARRABOTH (Atisbando por entre las cortinas del refectorio):
—¡Qué hermosa está esta noche la princesa Salomé!
PAJE:
—Mira el disco de la luna, qué raro parece. Como el semblante de una
muerta que se levanta de su sepulcro en busca de otros muertos.
NARRABOTH:
—Muy raro parece, sí. Como una princesita que se cubre con un velo
amarillo y tiene por pies blancas palomas. Cualquiera diría que danza.
PAJE:
—Como una mujer que está muerta. Camina lentamente.
(Bullicio en el salón del festín)
SOLDADO PRIMERO:
—¡Qué estrépito! ¿Qué fieras son esas que ahí dentro aúllan?
SOLDADO SEGUNDO:
—Judíos. (Con sequedad)
Siempre hacen lo mismo. Discuten
de religión.
SOLDADO PRIMERO:
—Me parece ridículo discutir de
esas cosas.
SOLDADO SEGUNDO:
—Siempre están ahí. Los fariseos
afirman la existencia de los
ángeles, y los saduceos la niegan.
SOLDADO PRIMERO:
—Ridícula e inútil discusión.
NARRABOTH (Con vehemencia):
—¡Qué hermosa está la princesa
Salomé esta noche!
PAJE (Inquieto):
—No haces más que mirarla; la miras demasiado. Es peligroso mirar
de ese modo a las criaturas. Puede ocurrir algo funesto.
NARRABOTH:
—Está muy hermosa esta noche.
SOLDADO PRIMERO:
—El tetrarca parece caviloso.
SOLDADO SEGUNDO:
—Sí, parece pensativo.
SOLDADO PRIMERO:
—Parece que algo llama su atención.
SOLDADO SEGUNDO:
—A alguien mira.
SOLDADO PRIMERO:
—¿A quién mira?
SOLDADO SEGUNDO:
—No sé.
NARRABOTH:
—¡Qué pálida está la princesa! Nunca la vi tan pálida. Parece la
sombra de una rosa blanca en un espejo de plata.
PAJE (Inquieto):
—No deberías mirarla. La miras demasiado. Puede ocurrir algo
funesto.
SOLDADO PRIMERO:
—Herodías ha escanciado vino en la copa del tetrarca y se la ofrece
para que beba.
EL CAPADOCIO (Al soldado primero):
—¿Es la reina Herodías esa que tiene el pelo azuloso y lleva en la
cabeza una negra mitra con engarce de perlas?
SOLDADO PRIMERO:
—Sí, esa es: la esposa del tetrarca.
SOLDADO SEGUNDO:
—Es muy dado al vino el tetrarca. Lo tiene de tres clases. Uno, de la
isla de Sanios,[2] purpúreo como el manto del César.
NARRABOTH:
—Yo no he visto nunca al César.
SOLDADO SEGUNDO:
—Tiene otro que le mandan de Chipre, y que es amarillo como el oro.
EL CAPADOCIO:
—Por el oro me perezco.
SOLDADO SEGUNDO:
—El tercero es de Sicilia, y como la sangre de rojo.
EL NUBIO:
—Los dioses de mi patria gustan de la sangre. Dos veces al año les
ofrecemos en holocausto cincuenta mancebos y cien vírgenes, y puede
que no estén satisfechos, pues aun se portan con nosotros duros y
crueles.
EL CAPADOCIO:
—En mi país ya no hay dioses. Los han echado los romanos. Hay
quien dice que se fueron huyendo a las montañas, mas yo no creo tal
cosa. Días y noches enteras me pasé recorriendo las cañadas y nunca
respondieron a mis voces. Yo creo que, o se han muerto, o han
desaparecido de este mundo.
SOLDADO PRIMERO:
—Los judíos adoran a un dios invisible.
EL CAPADOCIO:
—No comprendo cómo pueda ser eso.
SOLDADO PRIMERO:
—Es lo mismo que los que dicen creer en cosas que no alcanza a ver
el hombre.
EL CAPADOCIO:
—Eso me parece completamente ridículo.
LA VOZ DE JOKANAAN (Desde la cisterna):
—Después de mí vendrá uno que es más fuerte que yo. Yo no soy
digno ni de aflojarle las correas de sus sandalias. Cuando él venga se
regocijará la tierra y se florecerán de lirios las ciudades devastadas.
Cuando él venga verán la luz los ojos de los ciegos. Cuando él venga
se abrirán las orejas de los sordos.
SOLDADO SEGUNDO:
—Hazle callar. No dice más que sandeces.
SOLDADO PRIMERO:
—No tal. Es un santo varón. Es muy bueno. Todos los días, cuando le
entro su ración, me da las gracias.
EL CAPADOCIO:
—¿Quién es?
SOLDADO PRIMERO:
—Un profeta.
EL CAPADOCIO:
—¿Cómo se llama?
SOLDADO PRIMERO:
—Jokanaan.
EL CAPADOCIO:
—¿De dónde procede?
SOLDADO PRIMERO:
—Del desierto, en donde se alimentaba de langostas y miel silvestre.
Por todo vestido usaba una piel de camello, sujeta por ancha correa de
cuero. Su aspecto intimidaba. Seguíale un gran gentío, y tenía siempre
a su alrededor una corte de discípulos.
EL CAPADOCIO:
—¿Y de quién habla?
SOLDADO PRIMERO:
—Es imposible entender lo que dice. Pero son cosas que espantan.
EL CAPADOCIO:
—¿Se le puede ver?
SOLDADO PRIMERO:
—No; el tetrarca lo tiene prohibido.
NARRABOTH (Muy excitado):
—La princesa recata su rostro detrás del abanico. Sus manecitas
blancas se agitan cual palomas que tornan a su palomar. Parecen
mariposas blancas, y acaso lo sean.
PAJE:
—Pero ¿qué te interesa a ti? ¿Por qué la miras tanto? Ten cuidado;
podría ocurrirte algo funesto.
EL CAPADOCIO (Señalando a la cisterna):
—¡Qué prisión más rara!
SOLDADO SEGUNDO:
—Antes fue cisterna.
EL CAPADOCIO:
—¡Cisterna! Será muy malsana.
SOLDADO SEGUNDO:
—No lo creas. El hermano mayor del tetrarca, primer marido de
Herodías, estuvo ahí preso doce años nada menos, y al fin, visto que
no se moría, fue menester estrangularle.
EL CAPADOCIO:
—¿Estrangularle? ¿Y quién se atrevió a ello?
SOLDADO SEGUNDO (Señalando al verdugo, un enorme negro):
—Ese que allí ves. Naaman, el verdugo.
EL CAPADOCIO:
—¿Y no le dio miedo hacerlo?
SOLDADO SEGUNDO:
—No, ninguno. El tetrarca le había enviado su anillo.
EL CAPADOCIO:
—¿Qué anillo?
SOLDADO SEGUNDO:
—El anillo de la muerte; por eso no tuvo miedo.
EL CAPADOCIO:
—Sin embargo, estrangular a un rey es grave asunto.
SOLDADO PRIMERO:
—¡Anda! ¿Y por qué? Los reyes
no tienen más que un pescuezo,
como los demás mortales.
EL CAPADOCIO:
—Con todo, me parece fuerte
cosa.
NARRABOTH:
—La princesa se levanta de la
mesa; su semblante refleja el tedio
que la consume. ¡Ah! Viene hacia
aquí. Se acerca a nosotros. ¡Qué
pálida está! ¡Nunca la vi tan
pálida!
PAJE:
—Por favor te lo pido, no la
mires.
NARRABOTH:
—Se asemeja a una paloma desbandada… A un narciso suavemente
mecido por el viento… A una gentil flor de plata…
(Llega Salomé agitada)
SALOMÉ:
—No quiero estar allí. No puedo estar allí. ¿Por qué me mira sin cesar
el tetrarca con sus ojos de corneja por debajo de su entrecejo? Es raro
que así me mire el marido de mi madre. No sé por qué me mirará
así… Aunque sí sé por qué.
NARRABOTH:
—¿Has dejado el festín, princesa?
SALOMÉ:
—¡Ah, qué aire tan plácido se respira aquí! Aquí puedo respirar. Ahí
dentro están reunidos judíos de Jerusalén, que se destrozan unos a
otros con locas voces; bárbaros que beben sin tino, vertiendo el vino
sobre el pavimento; griegos de Smirna, de ojos alcoholados, mejillas
dadas de afeite y guedejas ensortijadas; egipcios taciturnos, siempre a
la que salta, con uñas de azabache y túnicas oscuras; egipcios
taciturnos y taimados y romanos soeces y ordinariotes, que hablan un
finchado lenguaje… ¡Oh, cuánto odio les tengo a esos romanos! Se las
dan de señores y son de lo más ruin.
NARRABOTH:
—¿Quieres sentarte, princesa?
PAJE:
—¿Por qué le hablas? Va a ocurrir algo funesto. ¿Por qué la miras así?
SALOMÉ:
—¡Qué gusto da mirar a la luna! Es como una monedita o como una
linda flor de plata, fría y reluciente. Sí, como la hermosura de una
virgen, que se conserva pura. Ella nunca se ha mancillado
entregándose a los hombres, como las otras diosas.
LA VOZ DE JOKANAAN:
—Oíd, el Señor es venido, el hijo del hombre se acerca. Los centauros
se arrojan al fondo de los ríos y las sirenas huyen de sus seculares
moradas para acogerse a lo más intrincado de las selvas.
SALOMÉ:
—¿Quién anda ahí? ¿Quién grita?
SOLDADO SEGUNDO:
—El profeta, princesa.
SALOMÉ:
—¡Ah, el profeta! ¿El que tanto miedo inspira al tetrarca?
SOLDADO SEGUNDO:
—Nada sabemos de eso, princesa.
El que da esas voces es el profeta Jokanaan.
NARRABOTH:
—Princesa, ¿quieres que vaya a buscar tu litera? Hace una hermosa
noche en el jardín.
SALOMÉ:
—Dice cosas terribles contra mi madre, ¿no es verdad?
SOLDADO SEGUNDO:
—Nosotros no entendemos lo que dice, princesa.
SALOMÉ:
—Sí, dice cosas terribles contra ella.
(Entra un esclavo)
ESCLAVO:
—Princesa, el tetrarca te ruega vuelvas al refectorio.
SALOMÉ (Con vehemencia):
—No quiero volver ahí dentro.
NARRABOTH:
—Perdóname, princesa. Pero debo advertirte que si no vuelves allá,
podría ocurrir una desgracia.
SALOMÉ:
—¿Es algún viejo ese profeta?
NARRABOTH (Apremiante):
—Princesa, mejor sería que volvieses al festín. Permíteme que te
acompañe.
SALOMÉ (Insistente):
—¿Es anciano el profeta?
SOLDADO PRIMERO:
—No, princesa; es muy joven.
SALOMÉ:
—¿Y qué clase de hombre es?
SOLDADO SEGUNDO:
—No se sabe. Algunos afirman que es Elías.
SALOMÉ:
—¿Quién es ese Elías?
SOLDADO SEGUNDO:
—Un antiguo profeta del país, princesa.
ESCLAVO:
—¿Qué he de contestar al tetrarca, princesa?
LA VOZ DE JOKANAAN:
—No te regocijes, tierra de Palestina, pensando que la vara que te
golpeaba se quebró, porque de la simiente del dragón saldrá un
basilisco que se engullirá a los pájaros.
SALOMÉ:
—¡Qué voz tan extraña! Quisiera hablar con él…
SOLDADO PRIMERO:
—Princesa, el tetrarca no consiente que nadie le hable. Se lo ha
prohibido hasta a los sacerdotes.
SALOMÉ:
—Querría hablarle.
SOLDADO PRIMERO:
—Es imposible, princesa.
SALOMÉ (Cada vez con más insistencia):
—Quiero hablarle… tráiganme acá a ese profeta.
NARRABOTH:
—Princesa, conviene que vuelvas al festín.
SALOMÉ (A los soldados):
—¡Sacad de ahí al profeta!
(Sale el esclavo)
SOLDADO PRIMERO:
—No nos atrevemos, princesa.
SALOMÉ (Asómase a la cisterna y mira):
—¡Qué oscuridad hay ahí abajo! Será espantoso vivir en ese antro
negro… Parece un sepulcro… (Con arranque bravío) ¿No me oísteis?
Sacad al profeta. ¡Quiero verle!
SOLDADO SEGUNDO:
—Princesa, no nos pidas tal cosa, ¡por piedad! No podemos
obedecerte en lo que nos mandas.
SALOMÉ:
—¡Tardáis ya demasiado!
SOLDADO PRIMERO:
—Princesa, dispón de nuestra vida si te place; mas no nos obligues a
hacer lo que no podemos. Debes dirigirte a otra persona.
SALOMÉ (Mirando a Narraboth):
—¡Ah!
PAJE:
—¡Oh!, ¿qué va a ocurrir? Sin duda, algo funesto.
SALOMÉ (Se acerca a Narraboth y le habla por lo bajo con
vehemencia):
—Tú lo harás por mí, Narraboth, ¿no es verdad? Siempre he sido
buena contigo. Lo harás por mí. Tan sólo quiero ver a ese extraño
profeta. Habla de él tanto la gente… El tetrarca tiene siempre su
nombre en los labios. Creo que le tiene miedo. ¿Le temerás tú también,
Narraboth?
NARRABOTH:
—A nadie temo, princesa. Pero el tetrarca ha prohibido expresamente
que nadie levante la tapa de la cisterna.
SALOMÉ:
—Pero por mí la alzarás, Narraboth (Muy vehemente), y mañana,
cuando yo pase en mi litera por el atrio donde están los ídolos, dejaré
caer para ti una florecilla, una florecilla verde.
NARRABOTH:
—Princesa, no puedo, no puedo.
SALOMÉ (Insinuante):
—Lo harás por mí, Narraboth. De sobra sabes que lo harás por mí. Y
mañana temprano, al pasar por la puerta de los vendedores de ídolos,
te arrojaré una mirada por entre los velos; te miraré, Narraboth, y
puede que hasta te sonría. Mírame, Narraboth, mírame. ¡Ah!, ya sé que
harás lo que te pido. ¡Harto lo sé! (Recia) Sé que lo harás.
NARRABOTH (Hace una seña a los soldados):
—Sacad al profeta… La princesa Salomé desea verle.
(Sale el profeta de la cisterna)
SALOMÉ:
—¡Ah!
PAJE:
—¡Oh! ¡Qué rara está la luna! Parece la faz de una muerta velada con
el sudario fúnebre.
NARRABOTH:
—En verdad que es raro su aspecto. Parece una princesita de ojos de
ámbar… Sí, por entre las nubes blanquecinas sonríe como una
princesita.
(El profeta sale de la cisterna. Salomé, absorta en su contemplación,
retrocede lentamente ante él)
JOKANAAN (Con energía):
—¿Dónde está aquel que ha colmado el cáliz de sus crímenes?
¿Dónde está el que un día ha de morir delante de todo el pueblo
vestido de un manto de plata? Decidle que venga para que oiga la voz
de Aquel que ha clamado en los desiertos y en las casas de los reyes.
SALOMÉ (A Narraboth):
—¿De quién habla?
NARRABOTH:
—Nadie podría decirlo, princesa.
JOKANAAN:
—¿Dónde está aquella que se abandonó al placer de sus ojos, que se
postró ante ídolos pintarrajeados y envió emisarios al país de los
caldeos?
SALOMÉ (Muy quedo):
—Habla de mi madre.
NARRABOTH (Con vehemencia):
—No, no, princesa.
SALOMÉ (Por lo bajo):
—Sí, habla de mi madre.
JOKANAAN:
—¿Dónde está aquella que se abandonó a los capitanes asirios que
llevan tahalí a la cintura y se cubren la cabeza con tiaras de muchos
colores? ¿Dónde está la que se dio a los jóvenes egipcios, que se
envuelven en finos lienzos y se engalanan con jacintos, cuyas rodelas
son de oro y los cuerpos como de gigantes? Id, decidle que se levante
del lecho de sus abominaciones, del tálamo de su incesto; que oiga la
palabra de Aquel que prepara los caminos del Señor y se arrepienta de
sus culpas. Y aunque no se arrepienta, y persista en sus
abominaciones, decidle que venga, pues el Señor ha tomado en su
mano el azote.
SALOMÉ:
—Es espantoso. Es en verdad espantoso.
JOKANAAN:
—Retírate de aquí, princesa, te lo ruego.
SALOMÉ:
—Sus ojos son terribles. Semejan los negros agujeros que las
antorchas, al chamuscarlo, abren en un tapiz de Tiro. Son como dos
negras cavernas, donde silban dragones. Son como mares negros, en
cuya haz riela una luna turbia. ¿Creéis que seguirá hablando?
NARRABOTH (Con viva agitación):
—No sigas aquí, princesa. Por
favor, retírate.
SALOMÉ:
—¡Qué consumido está! Es como
una efigie de marfil y plata. Estoy
cierta de que es casto como la
luna. Parece un argentado lirio. Su
carne ha de estar muy fría; fría
como el marfil ha de estar su
carne. Quiero verle más de cerca.
NARRABOTH:
—No, princesa, no.
SALOMÉ:
—Necesito verle más de cerca.
NARRABOTH:
—¡Princesa! ¡Princesa!
JOKANAAN:
—¿Qué mujer es esa que me mira? No quiero que se posen en mí sus
ojos. ¿Por qué me mira con sus pupilas de oro, que brillan bajo unos
párpados amarillos? No sé quién es. No quiero saber quién es.
Echadla de aquí. ¡No quiero hablar con ella!
SALOMÉ:
—Soy Salomé, la hija de Herodías, princesa de Judea.
JOKANAAN:
—Atrás, hija de Babilonia. ¡No te acerques al elegido del Señor! Tu
madre ha calado la tierra con el vino de sus deleites y el cúmulo de
sus pecados clama a Dios.
SALOMÉ:
—Sigue hablando, Jokanaan; tu voz es como una música en mis oídos.
NARRABOTH:
—¡Princesa! ¡Princesa! ¡Princesa!
SALOMÉ:
—Sigue hablando. Sigue hablando, Jokanaan, y dime lo que debo
hacer.
JOKANAAN:
—Hija de Sodoma, no te acerques. Antes cúbrete el rostro con un
velo, échate ceniza en la cabeza, vete al desierto y busca al Hijo del
Hombre.
SALOMÉ:
—¿Quién es el Hijo del Hombre? ¿Es tan hermoso como tú, Jokanaan?
JOKANAAN:
—¡Apártate de mí! ¡Oigo los aleteos del ángel de la muerte en el
alcázar!
NARRABOTH:
—Princesa, te lo imploro, vuelve adentro.
JOKANAAN:
—¡Espíritu de Dios! ¡Señor nuestro! ¿Qué haces ahí con la cuchilla
levantada? ¿Qué buscas en este inmundo palacio? ¡Aún no es llegado
el día del que debe morir vestido de plata!
SALOMÉ:
—¡Jokanaan!
JOKANAAN:
—¿Quién me habla?
SALOMÉ:
—¡Jokanaan! Estoy prendada de tu cuerpo, Jokanaan. Tu cuerpo es
blanco como las azucenas del campo, nunca tocadas de la hoz. Tu
cuerpo es blanco como la nieve en las montañas de Judea. Las rosas
del jardín de la reina de Arabia no son tan blancas como tu cuerpo; ni
las rosas del jardín de la reina de Arabia, ni los pies de la aurora en la
cepeda, ni el seno de la luna sobre el mar, nada en el mundo es tan
blanco como tu cuerpo. ¡Déjame que toque ese cuerpo tuyo!
JOKANAAN:
—¡Atrás, hija de Babilonia! Por mediación de la mujer vino el mal a
este mundo. No me hables. No quiero oírte. Yo sólo escucho la voz
del Señor, mi Dios.
SALOMÉ:
—Tu cuerpo es horrible. Es como el cuerpo de un leproso. Es como
un muro blanqueado, en el que anidan áspides; como un muro
enjalbegado, donde los escorpiones hicieron nido. Es como un
sepulcro blanqueado lleno de cosas repulsivas. Espantoso es tu
cuerpo, hediondo. Yo estoy prendada de tus guedejas, Jokanaan. Tu
pelo es como racimos de uvas, como racimos de garnachas en los
lagares de Edom. Tu pelo es como los cedros, los corpulentos cedros
del Líbano que brindan sombra a los leones y a los bandoleros. Las
largas y negras noches, en que se oculta la luna y tiemblan las
estrellas, no son tan negras como tus cabellos. El silencio de las
selvas… Nada en el mundo es tan negro como tu pelo. ¡Déjame que
toque ese pelo tuyo!
JOKANAAN:
—Atrás, hija de Sodoma. ¡No me toques! ¡No profanes el templo del
Señor, mi Dios!
SALOMÉ:
—Tu pelo es hediondo. Está áspero de polvo y desaseo. Es como una
corona de espinas puesta en tu cabeza. Es como una serpiente
enroscada a tu cuello. No me gusta tu pelo. (Con tono muy
apasionado) Lo que me seduce es tu boca. Tu boca es como una
banderola escarlata izada en una torre de marfil. Es como una granada,
partida con cuchillito de plata. Las flores del granado en los jardines
de Tiro, más encendidas que rosas, no son tan encarnadas. Las
bermejas fanfarrias de los clarines que anuncian la llegada de los reyes
y cuyos sones hacen temblar al enemigo, no son tan rojas como tu roja
boca. Tu boca es más bermeja que las plantas de los hombres que
vendimian el mosto en los lagares. Más encarnada es que las patitas de
los palomos, que anidan en el templo al cuidado de los sacerdotes.
Más roja que el que torna de la selva, de matar leones y luchar con
tigres dorados. Tu boca es como un ramo de coral en la penumbra de
los mares que el pescador saca de lo hondo y guarda para el
potentado; como la púrpura en las minas de Moab, la púrpura de los
reyes. Es como el arco del rey de Persia, pintado de rojo y adornado
con cuernos de coral. (Enajenada) Nada en el mundo es tan rojo como
tu boca. Déjame que te la bese.
JOKANAAN (Quedo, con un calofrío):
—Nunca, hija de Babilonia, hija de Sodoma… Nunca.
SALOMÉ:
—Quiero besar tu boca, Jokanaan. Quiero besar tu boca.
NARRABOTH (En el colmo de la angustia y la desesperación):
—Princesa, princesa, la que es como un jardín de arrayanes, la paloma
de las palomas, no es del gusto de ese hombre. No le digas esas cosas.
No puedo sufrirlo.
SALOMÉ:
—He de besar tu boca, Jokanaan. He de besar tu boca.
(Narraboth se hunde el puñal y cae muerto entre Salomé y Jokanaan)
PAJE:
—El doncel sirio se ha dado la muerte. El capitán de la guardia acaba
de quitarse la vida. Mi amigo del
alma, al que yo había regalado un
cofrecillo de perfumes y unas
arracadas de plata, ya no existe.
¡Ah! Con razón presagiaba él
mismo una gran desventura.
También yo lo predije y así ha
sido. Por algo parecíame que la
luna andaba como buscando un
muerto; mas no pude pensar que él
hubiese de ser la víctima. ¡Ah!
¿Por qué no lo recaté de la luna?
¿Por qué no lo oculté en alguna
cueva? Así no hubiera podido dar
con él.
SOLDADO PRIMERO:
—Princesa, nuestro joven capitán
acaba de matarse.
SALOMÉ:
—Déjame besar tu boca, Jokanaan.
JOKANAAN:
—¿No sientes pavor, hija de Herodías?
SALOMÉ (Como desesperada):
—Déjame besar tu boca, Jokanaan.
JOKANAAN:
—Hija del adulterio, sólo hay uno que te puede salvar. Ve, corre en su
busca (Con suma vehemencia), búscale. Está en una barquilla en el
mar de Galilea y habla con sus discípulos. (Con imperio) Arrodíllate a
orillas del mar, invócale y llámale por su nombre. Si se llega a ti, y a
todo el que le llama se llega, arrójate a sus plantas para que te perdone
tus pecados.
SALOMÉ:
—Déjame besar tu boca, Jokanaan.
JOKANAAN:
—¡Maldita seas, hija de madre incestuosa, maldita seas!
SALOMÉ:
—Besaré tu boca, Jokanaan.
JOKANAAN:
—No quiero verte. No volveré a mirarte. Estás maldita, Salomé. Estás
maldita. (Se vuelve a la cisterna)
SALOMÉ:
—Besaré tu boca, Jokanaan. Besaré tu boca.
SOLDADO PRIMERO:
—Es preciso quitar de aquí enseguida ese cadáver. Al tetrarca no le
gusta ver más muertos que los que él hace.
PAJE:
—El pobre capitán era para mí un hermano, más aun que un hermano.
Le había regalado un cofrecillo de perfumes y una sortija de ágata que
siempre refulgía en su mano. Al anochecer, vagábamos juntos por la
ribera y me contaba cosas de su país. Hablaba siempre quedo y el
tono de su voz se asemejaba al timbre de una flauta tañida por un buen
flautista. También se complacía en mirar su imagen en el cristal del
río. Más de una vez se lo afeé.
SOLDADO SEGUNDO:
—Dices bien. Hay que retirar el cadáver para que el tetrarca no lo
vea.
SOLDADO PRIMERO:
—El tetrarca no vendrá por aquí. No sale nunca a la terraza. Tiene
mucho miedo al profeta.
(Entran Herodes y Herodías, seguidos de toda la corte)
HERODES:
—¿Dónde está Salomé? ¿Dónde está la princesa? ¿Por qué no volvió
al festín, como se lo mandé? ¡Ah, está aquí!
HERODÍAS:
—No la debes mirar. No apartas de ella tus ojos.
HERODES:
—¡Cómo reluce esta noche la
luna! ¿No es una cosa rara?
Parece una mujer presumida que
desafía a sus rivales. Una mujer
que va dando tumbos por esos
caminos en busca de amantes. Y
va desnuda, completamente
desnuda. Se diría que las nubes
quieren arroparla; pero ella las
esquiva, mostrando en pleno
firmamento su inmaculada
desnudez. Así va dando tumbos,
por entre las nubes, como una
mujer borracha. ¿Verdad que se
tambalea como si estuviera ebria?
¿Verdad que parece una mujer
loca?
HERODÍAS:
—No; la luna es como la luna, y nada más. Debemos retirarnos. Nada
tienes que hacer aquí.
HERODES:
—Yo me quedaré aquí. Manasseh, traed acá alfombras. Encended
luces. Traed las mesas de marfil y de jaspe. ¡Se está muy bien aquí!
Quiero libar aún el vino con mis huéspedes. Hay que tributar los
debidos honores a los legados del César.
HERODÍAS:
—No; no es por eso por lo que quieres continuar aquí.
HERODES:
—¡Qué frescor tan delicioso! Ven, Herodías, que nuestros huéspedes
aguardan. (Resbala) ¡Ah! He dado un resbalón. He resbalado en
sangre. Esto es de mal agüero, de pésimo agüero. ¿Por qué hay sangre
en las losas? Mas ¿qué veo? ¡Un cadáver! ¡Un cadáver aquí!
SOLDADO PRIMERO:
—Es el de nuestro capitán, señor.
HERODES:
—Yo no mandé que le diesen muerte.
SOLDADO SEGUNDO:
—Se la ha dado él mismo.
HERODES:
—¿Por qué, habiéndole yo hecho capitán?
SOLDADO SEGUNDO:
—Lo ignoramos, señor. Mas lo cierto es que él mismo se ha quitado la
vida.
HERODES:
—¡Qué raro! Creía que sólo se suicidaban los filósofos romanos.
¿Verdad, Tigelino, que en Roma se suicidan los filósofos?
TIGELINO:
—En efecto, señor; tal hacen algunos, los estoicos, que son gentecilla
ordinaria y ridícula. Al menos, así me lo parecen.
HERODES:
—Y a mí también. Eso de suicidarse es el colmo de lo ridículo.
TIGELINO:
—Pero bien que se burlan de ellos en Roma. El Emperador ha escrito
un poema satírico contra esos tales, y sus versos corren de boca en
boca.
HERODES:
—¿De suerte que ha compuesto contra ellos un poema satírico? ¡Ah!
¡Qué sublime es el César! Sabe hacerlo todo… Pero encuentro extraño
que se haya suicidado el joven sirio. Lo siento. Sí, de veras que lo
siento. Era un buen mozo, lo que se llama un hombre guapo. Miraba
con una languidez… Recuerdo haberle visto mirar a Salomé con
mucha ternura y hasta me pareció que la miraba demasiado.
HERODÍAS:
—Hay otros que también la miran más de lo debido.
HERODES:
—Su padre era rey y yo lo desposeí de su reino. Y de su madre, una
reina, tú, Herodías, has hecho tu esclava. Por eso yo le trataba como a
deudo y le hice capitán. Me apesadumbra su muerte. Mas ¿por qué
habéis dejado aquí su cadáver? Sacadlo fuera, no quiero verle.
Lleváoslo… (Se llevan el cadáver) Ahora hace frío aquí, sopla
viento… ¿Verdad que sopla viento?
HERODÍAS (Con sequedad):
—No, no hace nada de viento.
HERODES:
—Os digo que hace viento… Y oigo en el aire algo así como un batir
de recias alas… ¿No lo oís?
HERODÍAS:
—Yo nada oigo.
HERODES:
—Ahora tampoco lo oigo yo. Pero lo he oído; era el zumbar del
viento. Ya pasó. Atención. ¿No lo oís ahora? Es un batir de recias
alas…
HERODÍAS:
—Te digo que nada se oye. Tú no estás bien; debemos retirarnos.
HERODES:
—Yo no estoy mal. Pero tu hija sí que está enferma de muerte. Nunca
la vi tan pálida.
HERODÍAS:
—Ya te he dicho que no la mires.
HERODES:
—Escanciadme vino. (Le llevan vino) Salomé, ven acá, bebe vino
conmigo, un vino sabrosísimo. César mismo me lo envió. Moja en él tu
boquita bermeja, y yo apuraré lo que dejes.
SALOMÉ:
—No tengo sed, tetrarca.
HERODES (A Herodías):
—¿Oyes cómo me contesta esta hija tuya?
HERODÍAS:
—Hace muy bien. ¿Por qué no la dejas en paz?
HERODES:
—Que traigan fruta en sazón. (Le llevan fruta) Salomé, ven acá, come
conmigo de esta fruta. Me place mucho ver las huellas de tus
dientecitos blancos en un fruto. Muerde aunque sea un poquito, un
poquito siquiera de este fruto y yo comeré lo que tú dejes.
SALOMÉ:
—No tengo apetito, tetrarca.
HERODES (A Herodías):
—¿No ves cómo has criado a tu hija?
HERODÍAS:
—Mi hija y yo somos de sangre real. Tu abuelo era un simple
camellero y tu padre fue ladrón y salteador de caminos.
HERODES:
—Mientes.
HERODÍAS:
—De sobra sabes que es verdad.
HERODES:
—Salomé, ven acá, siéntate a mi
lado. Te ofrezco el trono de tu
madre.
SALOMÉ:
—No estoy cansada, tetrarca.
HERODÍAS:
—Ya ves qué aprecio hace de ti.
HERODES:
—Que me traigan… ¿Qué era lo
que yo quería? Ya se me ha
olvidado. ¡Ah! Ya recuerdo…
LA VOZ DE JOKANAAN (A
Herodes):
—Mirad que es llegado el tiempo
y el día que yo anunciaba está
aquí. Cumplídose han mis profecías.
HERODÍAS:
—Hazle callar. No quiero oír más su voz. ¡Ese hombre me insulta
noche y día!
HERODES:
—Nada ha dicho contra ti. Y además es un profeta de los más
principales.
HERODÍAS:
—No creo en profetas. ¿Hay hombre alguno capaz de adivinar el
porvenir? Nadie puede saberlo. Además siempre me insulta, pero tú le
temes, creo. Sí, le temes; yo lo sé.
HERODES:
—Yo no tengo miedo a él ni a nadie.
HERODÍAS:
—Te digo que le tienes miedo. ¿Por qué, si no, no se lo entregas a los
judíos, que hace ya seis meses te lo reclaman?
JUDÍO PRIMERO:
—Verdaderamente, señor, que mejor sería ponerlo en nuestras manos.
HERODES:
—No se hable de ello. No os lo he de entregar. Es un santo varón. Es
un hombre que ha visto a Dios.
JUDÍO PRIMERO:
—Eso no puede ser. Desde el profeta Elías nadie ha visto a Dios. Él
fue el último que vio a Dios cara a cara. En nuestros días no se
muestra Dios. Se recata de nosotros. Por esto han caído tantos males
sobre el país, tantos males.
JUDÍO SEGUNDO:
—En verdad, nadie sabe si Elías vio realmente a Dios. Posible es que
sólo la sombra de Dios viera.
JUDÍO TERCERO:
—Dios no está oculto en ningún tiempo. Muéstrase en toda época y
lugar. Dios está así en lo malo como en lo bueno.
JUDÍO CUARTO:
—No debías decir eso; esa es una peligrosísima doctrina de
Alejandría, donde se enseña la filosofía griega. Y los griegos son
gentiles. Ni siquiera están circuncidados.
JUDÍO QUINTO:
—Nadie puede decir cómo procede Dios. Sus caminos son muy
oscuros. Quizá lo que llamamos el mal sea el bien y lo que nos parece
el bien sea el mal. Nada sabemos con certeza. Nosotros no podemos
hacer otra cosa que bajar la cabeza ante su voluntad, porque Dios es
muy poderoso, y lo mismo aniquila a los débiles que a los fuertes;
nadie ni nada le intimidan.
JUDÍO PRIMERO:
—Dices bien. En verdad que Dios es temible y hace polvo lo mismo
al fuerte que al débil, igual que se maja el grano en un mortero. Pero
ese hombre nunca vio a Dios. Desde el profeta Elías nadie le ha visto.
Él fue el último que vio a Dios cara a cara.
HERODÍAS (Enojada, a Herodes):
—Mándales callar. Me aburren.
HERODES:
—Mas yo he oído decir que el propio Jokanaan es vuestro profeta
Elías.
JUDÍO PRIMERO:
—Eso no puede ser. Desde los tiempos del profeta Elías han pasado
ya más de tres siglos.
HERODES:
—Pues hay quien sostiene que es el profeta Elías.
NAZARENO PRIMERO:
—Yo estoy seguro de que es el profeta Elías.
JUDÍO PRIMERO:
—No, no es el profeta Elías.
LA VOZ DE JOKANAAN:
—Mirad que ya se acerca el día, el día del Señor, y yo oigo sobre las
colinas los pasos de Aquel que ha de ser el Salvador del mundo.
HERODES:
—¿Qué quiere decir eso de Salvador del mundo?
TIGELINO:
—Es un título que usa el César.
HERODES:
—Pero el César no viene a Judea. Ayer recibí pliegos de Roma y en
ellos no se dice nada de que vaya a venir. Tigelino, tú que has estado
este invierno en Roma, ¿oíste decir algo de esto?
TIGELINO:
—Nada, señor, ni una palabra oí. Sólo he querido recordar que ese es
uno de tantos títulos como usa el César.
HERODES:
—César no puede venir. Está enfermo de gota. Dicen que se le han
puesto los pies como pezuñas de elefante. Hay, además, razones de
Estado que se lo impiden. Quien de Roma sale, ya no vuelve. Así que
no vendrá. Claro que, después de todo, él es el arbitro y vendrá si le
place; mas no creo que venga.
NAZARENO PRIMERO:
—Señor, el profeta no se refería al César.
HERODES:
—¿Que no?
NAZARENO PRIMERO:
—No, señor.
HERODES:
—¿Pues a quién se refiere?
NAZARENO PRIMERO (Con énfasis):
—Al Mesías que ya vino.
JUDÍO PRIMERO:
—No, el Mesías aún no vino.
NAZARENO PRIMERO:
—Sí que ha venido y por todas partes anda haciendo milagros.
HERODÍAS:
—Bah, ¡milagros! No creo en milagros. He visto demasiados. (Al paje)
Dame acá el abanico.
NAZARENO PRIMERO:
—Ese hombre hace verdaderos milagros. Oíd; en una boda, en Galilea,
convirtió el agua en vino; me lo ha contado quien lo vio. Otro milagro.
En Cafarnaúm, a la puerta de la ciudad, encontró a dos leprosos y los
sanó con sólo tocarlos.
NAZARENO SEGUNDO:
—No; fueron dos ciegos y no dos leprosos los que curó en Cafarnaúm.
NAZARENO PRIMERO:
—Repito que eran leprosos. Pero también ha dado la vista a ciegos.
Además, le han visto en lo alto de una montaña hablando con los
ángeles.
UN SADUCEO:
—No existen ángeles.
UN FARISEO:
—Existir, sí existen; mas no creo que ese hombre haya hablado con
ellos.
NAZARENO PRIMERO:
—Muchedumbre de gentes le vieron conversar con los ángeles.
UN SADUCEO:
—No serían ángeles.
HERODÍAS:
—¡Cómo me exasperan estos hombres! ¡Qué necios! Seguro que no los
hay más. (Al paje) ¿Pero no me traes mi abanico? (Dáselo el paje)
Parece que estás soñando. Pues anda con cuidado, que no es bueno
soñar. Los que sueñan es que no están muy en sus cabales. (Le da un
abanicazo)
NAZARENO SEGUNDO:
—También ha obrado otro milagro: el de la hija de Jairo.
NAZARENO PRIMERO:
—Cierto, y este sí que es evidente: nadie podría negarlo.
HERODÍAS:
—Esos hombres están locos. Han mirado a la luna. Mándales callar.
HERODES:
—¿Y qué otro milagro es ese de que hablabas?
NAZARENO PRIMERO:
—La hija de Jairo había muerto y él la resucitó.
HERODES (Muy asustado):
—¿Cómo? ¿Qué decís? ¿Resucita a los muertos?
NAZARENO PRIMERO:
—Así es, señor.
HERODES:
—Pues no quiero que haga eso; se lo prohíbo terminantemente. No
consiento que los muertos resuciten. Hay que buscar a ese hombre y
decirle que no le permito resucitar más muertos. ¿Dónde está ahora?
NAZARENO SEGUNDO:
—Está en todas partes, señor, pero es difícil encontrarlo.
NAZARENO PRIMERO:
—Dicen que en Samaria.
JUDÍO PRIMERO:
—Harto se ve que no puede ser el Mesías, cuando está en Samaria. El
Mesías no se dará a conocer a los samaritanos, porque están malditos
y no hacen ofrendas al templo.
NAZARENO SEGUNDO:
—Ya hace días que salió de Samaria: ahora me parece que se
encuentra a las puertas de Jerusalén.
NAZARENO PRIMERO:
—No, no está allí tampoco. Yo acabo de llegar de Jerusalén y allí
nadie sabe nada de él.
HERODES:
—Bueno; esté donde esté, es preciso buscarle y decirle de mi parte
que no le consiento resucitar muertos. Bien está que cambie el agua en
vino, que sane a los leprosos y dé vista a los ciegos…, todo eso puede
hacerlo, si le place. No me opongo: es más, hasta me parece una buena
obra curar a los enfermos; pero no le permito resucitar a los muertos.
¡Sería terrible que los muertos volviesen a este mundo!
LA VOZ DE JOKANAAN:
—¡Malhaya esa mala mujer, esa ramera hija de Babilonia, la de ojos
brillantes bajo párpados dorados! Así dice el Señor, nuestro Dios;
muchedumbre de gentes se unirán contra ti y cogerán piedras y te
lapidarán.
HERODÍAS (Furiosa):
—Mándale callar. ¡Verdaderamente, es una vergüenza!
LA VOZ DE JOKANAAN:
—Los centuriones la traspasarán con sus espadas, la aplastarán con
sus rodelas.
HERODÍAS:
—¡Ah, qué vergüenza!
LA VOZ DE JOKANAAN:
—Así será para que quede borrada toda infamia, para que aprendan
todas las mujeres a no seguir el camino de sus concupiscencias.
HERODÍAS (A Herodes):
—Oyes lo que dice contra mí y consientes que ultraje a tu esposa.
HERODES:
—No te ha nombrado a ti.
HERODÍAS:
—¿Qué más da? De sobra sabes que a mí es a quien insulta. ¿Y no
soy yo tu esposa?
HERODES:
—Sí, querida y digna Herodías; eres mi esposa, como antes lo fuiste
de mi hermano.
HERODÍAS:
—Tú fuiste quien me arrancaste de sus brazos.
HERODES:
—Es verdad, yo era el más fuerte.
Pero no hablemos de eso. No
quiero recordarlo. Por esa causa
vocea el profeta anatemas contra
mí. Y también puede que por ello
nos acarreemos alguna desgracia.
Démoslo al olvido… Noble
Herodías, tenemos olvidados a
nuestros huéspedes. Escánciame
de beber, amada mía. Llenad de
vino hasta los bordes las grandes
cráteras de plata y de cristal.
Quiero beber a la salud del César;
ya que hay romanos con nosotros,
debemos brindar por el César.
TODOS:
—¡Por el César! ¡Por el César!
HERODES (A Herodías):
—¿No has reparado en lo pálida que está tu hija?
HERODÍAS:
—¿Qué te importa que esté pálida o no?
HERODES:
—Nunca la vi tan pálida.
HERODÍAS:
—No tienes por qué mirarla.
LA VOZ DE JOKANAAN (Muy solemne):
—Llegará un día en que el sol se volverá tan oscuro como un paño
negro. Y la luna se volverá como sangre y los astros del cielo caerán
sobre la tierra como los higos precoces de una higuera. Llegará un día
en que han de temblar los reyes de la tierra.
HERODÍAS:
—¡Ah! ¡Ah! Quisiera ver ese día que anuncia, ver a la luna color de
sangre y a las estrellas caer sobre la tierra como puñados de higos
secos. Ese profeta desvaría como un borracho. No puedo sufrir ni el
timbre de su voz. Mándale callar.
HERODES:
—¡Oh! Por más que no atino con el sentido de sus palabras, puede que
sean un presagio.
HERODÍAS:
—No creo en presagios. Te digo y te repito que parece beodo.
HERODES:
—¡Quizá el vino de Dios le haya embriagado!
HERODÍAS:
—¡Famoso vino! ¿En qué lugares lo vendimian? ¿En qué bodegas lo
guardan?
HERODES (Sin dejar de mirar a Salomé):
—Di, Tigelino: cuando hace poco estuviste en Roma, ¿te habló el
Emperador de…?
(Se queda como alelado contemplando a Salomé)
TIGELINO:
—¿De qué, señor?
HERODES:
—¿De qué? ¡Ah! Sí. Te pregunté algo, ¿verdad? Mas ya se me olvidó.
HERODÍAS:
—¿No dejarás de mirar a mi hija? Ya te dije que no la mirases.
HERODES:
—No sabes decir más que eso.
HERODÍAS:
—Pues vuelvo a repetírtelo.
HERODES:
—Y a propósito, ¿qué dicen por ahí de la restauración del Templo?
¿Van por fin a hacer algo? ¿Es cierto que el velo del Tabernáculo ha
desaparecido?
HERODÍAS:
—Tú fuiste quien te lo llevaste. Hablas sin ton ni son. No quiero
seguir aquí. Entrémonos.
HERODES:
—Salomé, danza por darme gusto.
HERODÍAS (Con vehemencia):
—No quiero que baile.
SALOMÉ (Tranquila):
—No tengo ganas de danzar, tetrarca.
HERODES:
—Salomé, hija de Herodías, te ruego que bailes.
HERODÍAS:
—Déjala en paz.
HERODES:
—Te ordeno que bailes, Salomé.
SALOMÉ:
—No bailaré, tetrarca.
HERODÍAS (Riendo):
—Ya ves cómo te obedece.
HERODES:
—Pero ¿qué más da que dance o que no dance? Me es igual. ¡Qué
feliz me siento esta noche! ¡Ah, mucho, mucho! Nunca me sentí tan
dichoso.
SOLDADO PRIMERO (Al soldado segundo):
—¿No te parece que el tetrarca tiene un aspecto lúgubre?
SOLDADO SEGUNDO:
—Sí, ¡y tanto!
HERODES:
—¿Y cómo no ser feliz? César, el amo del mundo, el señor de todas
las cosas, me demuestra su aprecio. Acaba de enviarme valiosos
presentes. Me ha ofrecido además llamar a Roma al rey de Capadocia,
mi enemigo. Y luego que allí lo tenga, lo mandará crucificar. César
puede hacer por mí cuanto quiera; es el dueño y señor. Ya veis cómo
puedo considerarme dichoso. Y lo soy, en efecto. Nunca fui tan
dichoso. Nada en el mundo puede acibarar mi alegría.
LA VOZ DE JOKANAAN:
—Estará sentado en su solio, vestido de púrpura y escarlata. En la
mano tendrá un cáliz de oro colmado con sus blasfemias. El ángel del
Señor le herirá y los gusanos roerán su cuerpo.
HERODÍAS:
—Ya oyes lo que dice de ti. Que serás roído de gusanos.
HERODES:
—No habla de mí. Contra mí nunca dice nada. Se refiere a mi
enemigo, el rey de Capadocia. A ese es a quien le roerán los gusanos,
no a mí. Jamás ha dicho nada contra mí el profeta, salvo que hice mal
en desposarme con la mujer de mi hermano. Y puede que lleve razón,
puesto que eres estéril.
HERODÍAS:
—¿Estéril yo? ¿Y eres tú quien lo dice; tú, que no apartas un momento
los ojos de mi hija y hasta querías que danzase para distraerte? A risa
me mueve oírte decir eso. De una hija soy yo madre, mientras que tú
ni siquiera engendraste en tus esclavas. Tú eres el estéril, que no yo.
HERODES:
—Calla, te repito que eres estéril. Ningún hijo me has dado, y el
profeta dice que nuestra unión es ilegítima. La considera incestuosa y
nos predice grandes infortunios. Mucho me temo que acierte; seguro
estoy de que acertará. Mas dejemos esto por ahora. Ahora quiero ser
feliz y realmente lo soy. Soy muy feliz; tengo cuanto deseo.
HERODÍAS:
—Mucho celebro verte de tan buen humor esta noche. Pocas veces lo
estás. Mas ya va siendo tarde. Entrémonos. No olvides que al rayar la
aurora hemos de salir de cacería. Hay que agasajar como es debido a
los enviados del César, ¿no es verdad?
SOLDADO SEGUNDO (Al soldado primero):
—¡Qué fúnebre parece el tetrarca!
SOLDADO PRIMERO:
—Sí, muy tétrico.
HERODES:
—Salomé, Salomé, danza en mi obsequio, te lo ruego. Estoy muy triste
esta noche. Al venir acá, resbalé en un charco de sangre, lo que es de
muy mal agüero. Y además, oí un aleteo en el aire, de alas
monstruosas. No sé qué querrá decir esto. Pero me siento esta noche
muy triste. Anda, Salomé, danza un poco, por favor te lo pido. Si me
das gusto, me podrás pedir cuanto desees y al punto lo tendrás. Danza,
pues, en mi obsequio, y te daré cuanto me pidas, aunque sea la mitad
de mi reino.
SALOMÉ (Irguiéndose):
—¿Me darás lo que pida, tetrarca?
HERODÍAS:
—¡No bailes, hija mía!
HERODES:
—Todo, aunque sea la mitad de mi reino.
SALOMÉ:
—¿Lo juras, tetrarca?
HERODES:
—Lo juro, Salomé.
HERODÍAS:
—¡Hija mía, no bailes!
SALOMÉ:
—¿Por qué me lo juras, tetrarca?
HERODES:
—Por mi vida, por mi corona, por mis dioses. Pide cuanto se te antoje
y lo tendrás, aunque sea la mitad de mi reino, si me das ese gusto. ¡Oh,
Salomé, Salomé, danza por piedad!
SALOMÉ:
—¿Lo juras, tetrarca?
HERODES:
—Lo juro.
SALOMÉ:
—¿Todo cuanto yo pida, aunque sea la mitad de tu reino?
HERODÍAS:
—Hija mía, no bailes.
HERODES:
—Y hasta la mitad de mi reino. ¡Ah! ¡Si se te antojase pedírmela!
Estarías hermosísima de reina, extraordinariamente hermosa, Salomé.
(A los demás) ¿Verdad que parecería muy bien en el solio?
(Estremeciéndose) ¡Ah!… Hace frío aquí. Sopla un viento helado y
oigo… ¿Por qué oiré en el aire ese aleteo? ¡Ah!, ¿por qué me persigue
sin cesar? Parece como si un pajarraco inmenso y negro revolotease
sobre la terraza. ¿Pero por qué no alcanzo a ver a ese avechucho?
Hace un ruido espantoso. Es un viento que corta. Pero no, no es frío,
sino caliente. Echadme agua en las manos, dadme a comer hielo,
quitadme de encima el manto. Pronto, pronto, quitádmelo. ¡Pero no!
Dejádmelo puesto. Esta corona me pesa. Estas rosas son como fuego.
(Se arranca la corona de flores y la tira sobre la mesa) ¡Ah! Ahora
puedo respirar. ¡Qué rojos son estos pétalos! Parecen manchas de
sangre sobre el mantel. ¡Qué más da! No hemos de ver en todo
augurios. Así sería imposible la vida. Mejor sería decir que las
manchas de sangre son tan lindas como los pétalos de la rosa. Sí,
mejor sería… Pero basta de eso… Ahora ya soy feliz, completamente
feliz. ¿Verdad que tengo motivos para sentirme dichoso? (A Herodías)
Tu hija va a danzar por darme gusto. ¿No es verdad, Salomé, que vas
a danzar? Así me lo has prometido.
HERODÍAS:
—No quiero que baile.
SALOMÉ:
—Bailaré por complacerte, tetrarca.
HERODES:
—Ya lo oyes: tu hija va a danzar en mi obsequio. Haces bien en
complacerme, Salomé. Y en cuanto hayas danzado, no olvides pedirme
lo que quieras. Te daré cuanto desees, aunque sea la mitad de mi
reino. ¿No lo he jurado así?
SALOMÉ:
—Así lo has jurado, tetrarca.
HERODES:
—Y a mi palabra no he faltado jamás. No soy de los que olvidan sus
promesas. No sé mentir. De mi palabra soy esclavo y tengo palabra de
rey. El capadocio miente a todas horas: por eso nada tiene de rey. Es
un villano. Encima de no pagarme lo que me debe, insultó a mis
mensajeros, con toda suerte de injurias. Pero deja que llegue a Roma,
que el César lo crucificará, seguro estoy. Y si no, morirá roído de
gusanos. Así lo ha pronosticado el profeta… Pero, Salomé, ¿a qué
aguardas?
SALOMÉ:
—A que mis esclavas me traigan los sahumerios y los siete velos y me
descalcen las sandalias.
(Las esclavas traen todos esos objetos y descalzan a Salomé)
HERODES:
—¡Ah!, ¿vas a danzar descalza? Magnífico. Parecerán tus piececitos
cándidas palomas o blancas florecillas mecidas por la brisa. ¡Pero no!
Que el suelo está manchado de sangre. ¡No quiero que bailes encima
de la sangre! Sería de pésimo agüero…
HERODÍAS:
—¿Qué te importa que baile encima de la sangre? ¡No has pisado tú
poca sangre!…
HERODES:
—Qué más me da. ¡Ah! Mirad la luna. Se ha puesto roja, roja como
sangre. Bien dijo el profeta. Anunció que la luna se pondría roja como
la sangre. ¿No dijo eso? Todos lo oísteis y ya veis cómo se ha teñido
en sangre.
HERODÍAS:
—Ya lo veo, y también veo a las estrellas caer al suelo como higos
maduros. Y que el sol se tizna con carbón y los reyes de la tierra se
estremecen de susto. Esto último sí es evidente. En esto ha acertado el
profeta. Los reyes de la tierra tiemblan de susto. Ea, acabemos de una
vez y volvámonos adentro. Estás mal. Van a decir en Roma que has
perdido el juicio. Ea, adentro.
LA VOZ DE JOKANAAN:
—¿Quién es el que viene de Edom?, ¿quién es aquel que llega de
Bosra, cuyas vestiduras están teñidas de púrpura, que resplandece en
la magnificencia de sus paramentos y camina poderoso en su grandeza,
porque están sus vestidos teñidos de escarlata?
HERODÍAS:
—Vámonos de aquí. La voz de ese hombre me exaspera. (Con cólera
creciente) No quiero que dance mi hija mientras él grite así. No quiero
que dance mientras la mires de ese modo. En una palabra, que no
quiero que dance.
(Se levanta para irse)
HERODES:
—No te levantes, esposa y reina
mía; es inútil. No me moveré de
aquí mientras no dance. Danza,
Salomé. Empieza ya.
HERODÍAS:
—Hija mía, no dances.
SALOMÉ:
—Estoy pronta, tetrarca.
(Danza de Salomé. La orquesta
inicia una danza muy viva. Salomé,
casi inmóvil al principio, estírase
luego y hace seña a los músicos
para que amortigüen el violento
ritmo y lo cambien en otro suave y
mecido. Salomé entonces baila la «danza de los siete velos».
En cierto momento parece sentir cansancio, pero al punto se reanima y
con nuevos bríos reanuda la danza. Detiénese un momento en actitud de
arrobo, junto a la cisterna en que Jokanaan está preso; luego reitera
sus vueltas y déjase caer a los pies de Herodes)
HERODES:
—¡Ah! ¡Magnífico! ¡Admirable, admirable! (A Herodías) Lo ves, tu
hija ha bailado por complacerme. Ven acá, Salomé, ven acá; te he de
dar tu recompensa. Quiero remunerarte regiamente. Te daré cuanto tu
corazón anhele. ¿Qué es lo que quieres? ¡Habla!
SALOMÉ (Mimosa):
—Querría que me dieses al punto en un azafate de plata…
HERODES (Sonriendo):
—En un azafate de plata… Sí, está bien, pero… En un azafate de
plata… ¿Es encantadora, verdad? Pero ¿qué es lo que quieres que te
dé en un azafate de plata, oh dulce y hermosa Salomé, la más hermosa
de todas las hijas de Judea? ¿Qué tengo que poner en un azafate de
plata? Dímelo. Sea lo que fuere, lo tendrás. Mis riquezas todas te
pertenecen. ¿Qué es lo que deseas, Salomé?
SALOMÉ (Sonriendo):
—La cabeza de Jokanaan.
HERODES (Incorporándose):
—No, no.
HERODÍAS:
—¡Ah! Muy bien dicho, hija mía. Dices muy bien.
HERODES:
—No, no, Salomé; no es eso lo que tú quieres. ¡No hagas caso de tu
madre! Siempre te aconsejó mal. No le hagas caso.
SALOMÉ:
—Yo no hago caso de la voz de mi madre. Para deleite mío quiero
tener en una bandeja de plata la cabeza de Jokanaan. Has jurado,
Herodes, has jurado, no lo olvides.
HERODES (Con violencia):
—Ya sé que he jurado. Muy bien lo sé. Por mis dioses he jurado. Pero
te lo suplico, Salomé, pídeme otra cosa. Pídeme la mitad de mi reino.
Te la daré. Pero no me pidas lo que pide tu boca.
SALOMÉ (Con energía):
—Te pido la cabeza de Jokanaan.
HERODES:
—No, no, no he de dártela.
SALOMÉ:
—Has jurado, Herodes.
HERODÍAS:
—Sí, lo juraste. Todos lo oyeron.
HERODES:
—Calla, mujer; contigo no hablo.
HERODÍAS:
—Mi hija ha hecho muy bien en pedir la cabeza de Jokanaan. Él me ha
colmado de injurias y afrentas. Se ve que ella quiere a su madre. No
transijas, hija mía, no transijas. Lo ha jurado.
HERODES:
—Calla, no me hables. ¡Salomé, te lo ruego, no seas terca! Ya sabes
que siempre te he querido. Puede que demasiado. Pero no me pidas
eso. La cabeza de un hombre, cercenada del tronco, es horrible de ver;
ninguna joven debe contemplarla.
¿Qué goce te produciría su vista? Mira lo que te digo. Poseo una
magnífica esmeralda redonda y
enorme, regalo del favorito del
César. Mirando por ella, se ven
cosas que suceden a inmensa
distancia. El propio César luce una
semejante para ir al Circo. Pero la
mía es mayor y no la hay igual. ¿La
quieres? Pídemela y te la daré.
SALOMÉ:
—Exijo la cabeza de Jokanaan.
HERODES:
—No me atiendes, no me atiendes.
Déjame que te hable, Salomé.
SALOMÉ:
—¡La cabeza de Jokanaan!
HERODES:
—Lo dices tan sólo para atormentarme, por haberte estado mirando
toda la noche de ese modo. Tu belleza me ha trastornado hasta en lo
más hondo y quizá te mire más de lo justo. Pero no volveré a hacerlo.
No deberíamos mirar a las personas ni a las cosas, sino sólo a los
espejos, que no muestran más que máscaras. Traed vino, tengo sed.
Salomé, seamos amigos. Reflexiona un poco. ¡Ah! ¿Qué iba a decir?
¿Qué era? ¡Ah! Sí, ya recuerdo… Acércate más, temo que no me
oigas. Salomé, ya conoces mis blancos pavones, mis hermosos
pavones blancos que pasean por el jardín, entre los mirtos. Tienen el
pico dorado como el grano que les echan y las patitas rojas como la
púrpura. Cuando roznan es señal de lluvia, y si hacen la rueda sale la
luna. Pasean de dos en dos por las sendas de arrayanes y mirtos y
cuida de ellos un esclavo. A veces revolotean por entre los árboles y a
veces se tumban en el césped verde y orillas del estanque. No los hay
iguales en el mundo, ni en los jardines de los reyes. Ni el César los
tendrá semejantes. Pues bien, te daré cincuenta de ellos. Te seguirán
por doquiera y parecerás la luna rodeada de una nube blanca. Te los
daré todos aunque sólo tengo ciento. Todos te los doy si desistes de tu
petición y me devuelves mi palabra.
SALOMÉ:
—Dame la cabeza de Jokanaan.
HERODÍAS:
—¡Bien dicho, hija mía! (A Herodes) ¡Y tú, qué ridículo te pones con
tus pavos famosos!
HERODES:
—¡Cállate, mujer! Graznas como un ave de rapiña. Tu voz me hace
daño. ¡Calla, te digo! (Transición) Salomé, piensa bien lo que haces.
Es posible que ese hombre sea un enviado de Dios. Es un santo varón.
El dedo de Dios lo ha tocado. El Señor ha puesto en su boca palabras
terribles. En los alcázares y en los desiertos, el Espíritu divino le
acompaña. Es, cuando menos, muy posible que Dios le guíe y proteja.
Posible es también que, si él muriese, cayera sobre mí una gran
desgracia, pues él mismo ha dicho que el día de su muerte le ocurrirá a
alguno una gran desventura, y no puede referirse sino a mí. Recuerda
que hace poco resbalé en un charco de sangre. Y que he oído varias
veces en el aire un gran aletear de alas monstruosas. En todo ello hay
funestos presagios. Y, seguramente, aun habrá habido otros en que no
he reparado. Pues bien, Salomé… Tú no querrás que a mí me ocurra
nada malo… Escúchame. ¡Oye que te digo otra cosa, Salomé…!
SALOMÉ:
—¡Quiero la cabeza de Jokanaan!
HERODES (Levantándose):
—¡Ah! ¡No quieres oírme! Sosiégate, Salomé. Mira qué tranquilo estoy
yo. Escucha. (Por lo bajo y con misterio) En este palacio tengo
escondidas alhajas, alhajas que ni tu madre misma vio nunca. Tengo un
collar con cuatro sartas de perlas.
Parecen lunas engarzadas en rayos
argentinos o cautivas en una red de
oro. Una reina lo lució en su
ebúrneo pecho. Cuando tú lo
ostentes, una reina parecerás. Tengo
amatistas de dos clases: unas
negras como el vino tinto y otras
coloradas como el vino aguado.
Tengo topacios amarillos como ojos
de tigre, de un rojo claro como los
ojos de la paloma torcaz, y topacios
verdes como ojos de gato. Tengo
ópalos que chisporrotean
continuamente con un fuego frío
como el hielo y ópalos que
apesadumbran el espíritu y no
sufren tinieblas. Tengo ónices
parecidos a las pupilas de una muerta, y selenitas que cambian de
color con la luna y palidecen a la luz del sol. Tengo zafiros tamaños
como un huevo y azules como la flor del loto; el mar parece cabrillear
en su fondo y la luna, al reflejarse en ellos, no logra apagar el tono
azulado de sus aguas. (Excitándose cada vez más) Tengo crisólitos y
berilos, crisopacios y rubíes, sardónicas, jacintos y calcedonias. Todas
estas piedras preciosas para ti serán, y aun te daré otras maravillas. El
rey de la India acaba de enviarme cuatro abanicos hechos con plumas
de papagayo, y el rey de Numidia una túnica tejida con plumas de
avestruz. Un cristal tengo por el que no pueden mirar las doncellas ni
los mozos tampoco, si antes no los azotan. En un cofrecillo de
madreperla guardo tres turquesas mágicas: quien las lleva en la frente
puede imaginarse cosas que no existen: llevándolas en la mano, no
quedan encintas las mujeres. Son de un valor enorme; no hay precio
con que pagarlas. Pero aun tengo más cosas. En una arquilla de ébano
guardo dos copas de ámbar, parecidas a manzanas de oro, que se
convierten en manzanas de plata cuando algún enemigo echa en ellas
veneno. En otra arquilla, chapeada de ámbar, guardo unas sandalias
con incrustaciones de vidrio. Túnicas tengo del país de Seres y
pulseras traídas del Éufrates, con aplicaciones de carbunclo y
azabache. Pues bien. De tan inestimables tesoros, ¿cuáles prefieres,
Salomé? Dime lo que escoges y te lo daré al punto. Todo te daré
menos la vida de ese hombre. Te daré el manto del Sumo Sacerdote.
Te daré la cortina del santuario…
LOS JUDÍOS:
—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!
SALOMÉ (Con energía):
—¡Dame la cabeza de Jokanaan!
(Herodes se deja caer desesperado en su asiento)
HERODES (Con voz débil):
—¡No habrá más remedio que darle lo que pide! ¡Es en verdad hija de
su madre!
(El soldado primero se adelanta, Herodías le saca al tetrarca del dedo
el anillo de la muerte y se lo da al soldado primero, que al punto se lo
transmite al sayón)
HERODES:
—¿Quién me ha quitado el anillo? Yo tenía un anillo en mi mano
derecha. En mi mano derecha había un anillo. ¿Quién se ha bebido mi
vino? No queda vino en mi copa. Y estaba llena hasta los bordes.
Alguien la ha apurado. (Por lo bajo) En verdad, que a alguno ha de
ocurrirle una desgracia. (El verdugo baja a la cisterna) ¡Ah! ¿Por qué
di mi palabra? Los reyes no deben nunca empeñar su palabra. Terrible
es que falten a ella y terrible que la cumplan.
HERODÍAS:
—¡Mi hija ha hecho muy bien!
HERODES:
—Estoy seguro de que ha de ocurrir una desgracia.
SALOMÉ (Atisbando junto a la cisterna):
—No se oye ruido alguno. No oigo nada. ¿Por qué no se mueve ese
hombre? ¡Ah! Si alguien llegara a mí para matarme, gritaría, me
defendería, no había de consentirlo… Hiere, hiere, Naaman; hiere, te
digo… No, nada oigo. (Inclinándose) ¡Qué espantoso silencio! ¡Ah!
Algo ha caído al suelo. He oído caer algo. Era la cuchilla del sayón.
Ese esclavo tiene miedo. ¡Ha dejado caer la cuchilla![3] No se atreve a
darle muerte. Es un cobarde ese esclavo. No se atreve a descargar el
golpe. ¡Que vengan soldados! (Al paje) Ven acá: ¿tú eras amigo de este
muerto, verdad? Pues bien, a ti te digo: Todavía no hay bastantes
muertos. Llégate a los soldados y diles que bajen y me traigan lo que
he pedido, lo que me ha prometido el tetrarca, lo que me pertenece. (El
paje retrocede. Salomé, encarándose con los soldados) Aquí,
soldados; bajad a la cisterna y traedme la cabeza de ese hombre. (Los
soldados retroceden. A gritos) ¡Tetrarca, tetrarca, manda a tus
soldados que me traigan la cabeza de Jokanaan!
(Un brazo negro, gigantesco, el brazo del verdugo, asoma por la
cisterna, sosteniendo en una bandeja de plata la cabeza de Jokanaan.
Salomé se la arrebata; Herodes se tapa la cara con el manto. Los
nazarenos caen de hinojos y rezan)
SALOMÉ:
—¡Ah! ¡No querías dejarme que besara tu boca, Jokanaan! ¡Bueno;
ahora te la besaré! La mordisquearé con mis dientes cual si fuese un
fruto maduro. Sí, ahora te besaré en la boca, Jokanaan. Ya te lo dije.
¿No te lo había dicho? ¡Sí, te lo había dicho! ¡Ah! ¡Ah! Ahora te besaré
en la boca… Pero ¿por qué no me miras, Jokanaan? Tus ojos, antes tan
fieros, tan llenos de arrogancia y desdén, tienes ahora cerrados. ¿Por
qué los tienes cerrados? ¡Pero abre los ojos, levanta los párpados,
Jokanaan! ¿Por qué no me miras? ¿Te infundo acaso miedo, Jokanaan,
para que no quieras mirarme?
Tampoco dice nada tu lengua,
Jokanaan, esa víbora roja que
escupía sobre mí su veneno. ¿Es
raro, verdad? ¿Cómo será posible
que esta víbora roja no se mueva
ya? Tú proferías insultos contra
mí, contra Salomé, la hija de
Herodías, princesa de Judea. Muy
bien. Pero yo aún estoy viva, al
paso que tú estás muerto y tu
cabeza, tu cabeza me pertenece.
Puedo hacer de ella lo que quiera.
Puedo arrojársela a los perros y a
los pájaros del aire. Lo que dejen
los perros, los pájaros del aire lo
apurarán… ¡Ah! ¡Ah! Jokanaan,
Jokanaan, tú fuiste el único
hombre que amé; los demás me
inspiraban asco. En ti cifré mi
ideal de belleza. Eras hermoso; tu cuerpo era una columna de marfil
sobre basamentos de plata. Era un jardín lleno de palomas y florecido
de azucenas de plata. Nada en el mundo era tan blanco como tu
cuerpo. Nada en el mundo era tan negro como tus guedejas. En el
mundo entero no había nada tan rojo como tu boca. Tu voz era como
un incensario que difundía aromáticos sahumerios, y cuando te miraba,
percibía yo una secreta música…
(Absorta en la contemplación de la cabeza de Jokanaan)
¡Ah! ¿Por qué no me miraste, Jokanaan? Tú ocultabas el rostro entre
tus manos y me insultabas. Te pusiste en los ojos la venda del que
quiere ver a Dios. ¡Bueno! Pues ya has visto a tu Dios, Jokanaan; pero
a mí, a mí nunca me viste. ¡Si me hubieras visto, me habrías amado!
Yo siento sed de tu hermosura. Tengo hambre de tu cuerpo. Ni vino ni
manzanas pueden apaciguar mi apetito… ¿Qué he de hacer ahora,
Jokanaan? Ni los ríos ni las grandes aguas podrían apagar este íntimo
anhelo. ¿Cómo haré ahora, Jokanaan? Princesa, me desdeñaste;
desfloraste mi alma virgen y en las venas de mi cuerpo casto infiltraste
el fuego de la lascivia. ¡Ah! ¿Por qué no me miraste? ¡Si me hubieses
mirado, me habrías amado! Harto lo sé, me habrías amado. Y el
misterio del amor es más grande que el misterio de la muerte…
HERODES (Por lo bajo, a
Herodías)
—Es un monstruo tu hija, ¡un
verdadero monstruo! Lo que acaba
de hacer es un crimen inicuo.
Presiento que ha ofendido
gravemente a un Dios ignorado.
HERODÍAS (Enérgica):
—Ha hecho muy bien mi hija.
Ahora es cuando yo no me
movería de aquí.
HERODES (Incorporándose):
—¡Ah! Por tu boca habla la mujer
de mi hermano. (Con voz débil)
Vente, no quiero permanecer aquí.
(Con violencia) ¡Ven, te digo! En
verdad, ha de ocurrir algo
espantoso. Debemos refugiarnos en el palacio, Herodías; empiezo a
temblar… (Ocúltase la luna. Levantándose) Manasseh, Issacar, Ozías,
apagad las antorchas. No quiero ver nada ni ser visto. Apagad todas
las luces. Ocultad la luna, ocultad los luceros. Y nosotros, Herodías,
escondámonos en lo más recóndito del alcázar. Algo espantoso va a
ocurrir y yo de pavor tiemblo.
(Los esclavos apagan las antorchas. Desaparecen las estrellas. Un gran
nubarrón pasa por delante de la luna y la cubre completamente. En la
escena reina oscuridad absoluta. El tetrarca empieza a subir la
escalera)
SALOMÉ (Con voz apagada):
—¡Ah! He besado tu boca, Jokanaan. ¡Ah! He besado tu boca; había en
tus labios un sabor amargo. ¿Sería sabor a sangre? No. Acaso supiese
a amor… Dicen que el amor tiene un sabor amargo… Pero ¿qué más
da?, ¿qué más da? He besado tu boca, Jokanaan. He besado tu boca.
(Asoma de nuevo la luna por entre las nubes e ilumina la figura de
Salomé)
HERODES (Volviéndose):
—¡Matad a esa mujer!
(Los soldados se precipitan sobre Salomé y sepultan bajo sus rodelas
a Salomé, hija de Herodías, princesa de Judea)
TELÓN RÁPIDO
OSCAR WILDE. Poeta, novelista y dramaturgo, recordado sobre todo por su única
novela, El retrato de Dorian Gray (1891), las notables comedias El abanico de
Lady Windermere (1892) y La importancia de llamarse Ernesto (1895), la agudeza
de sus dichos y las escandalosas circunstancias que lo llevaron a prisión.
Su padre era un importante cirujano y autor de libros sobre arqueología y
folclore, y su madre una poeta y defensora de la causa nacionalista irlandesa.
Estudió en el Magdalen College de Oxford, donde se familiarizó con las teorías
de Walter Pater y John Ruskin sobre la centralidad del arte en la vida. En la década
de 1880 abrazó el Esteticismo. «La belleza es la única cosa que el tiempo no puede
dañar. Las filosofías se derrumban como arena; las creencias pasan una tras otra;
pero lo que es bello es un goce para todas las estaciones, una posesión para toda la
eternidad».
En 1891 escribió en francés la pieza teatral Salomé, drama bíblico en un acto
que conoció el repudio y la censura. En 1895 inició juicio por difamación al
marqués de Queensberry —padre de su amigo íntimo Lord Alfred Douglas—, que
lo había acusado de sodomía. El marqués, absuelto, acusó a su vez a Wilde, que
fue condenado a dos años de trabajos forzosos. En prisión escribió De Profundis,
extensa carta en la que reflexionaba sobre el dolor.
Al salir de la cárcel, arruinado espiritual y materialmente, se trasladó a París,
donde vivió bajo el nombre de Sebastian Melmoth y escribió La balada de la
cárcel de Reading (1898), en la que denunció las condiciones inhumanas en las
prisiones.
Murió en la indigencia a los cuarenta y seis años por una meningitis.
AUBREY BEARDSLEY. Pintor e ilustrador inglés, una de las más importantes
figuras del Esteticismo después de Oscar Wilde y crítico implacable de la sociedad
victoriana.
Aubrey Vincent Beardsley sólo tuvo unos meses de instrucción formal en el
Westminster School of Art, a la que acudió animado por el pintor Edward BurneJones, uno de los mayores creadores del movimiento Arts and Crafts. Sus dibujos,
incluidos por los grabados japoneses, ponen énfasis en lo grotesco, lo decadente y
lo erótico. «Tengo una sola meta: lo grotesco. Si no soy grotesco, no soy nada». A
pesar de la brevedad de su carrera, contribuyó de manera decisiva al movimiento
francés del arte del cartel y al desarrollo del Art Nouveau.
En 1893 fue contratado para ilustrar Le Morte d’Arthur de Thomas Mallory. En
1894 obtuvo fama inmediata por sus ilustraciones de Salomé de Oscar Wilde, que
con su morboso erotismo sobresaltaron al público y a los críticos. Ese año entró
como jefe de arte en la publicación The Yellow Book, de la que fue despedido en
1895 tras el escandaloso juicio a Wilde, de quien no era amigo pero con quien
compartía una mirada irreverente sobre la hipocresía de la época.
En 1896 trabajó en la revista The Savoy, dirigida por Leonard Smithers, librero,
libertino y pornógrafo, e ilustró varios libros, entre ellos La violación del candado
de Alexander Pope y Lisístrata de Aristófanes.
Delicado de salud desde que contrajo tuberculosis a los seis años, volvió a
sufrir la misma enfermedad a los diecisiete, y a los veinticuatro era un inválido.
Antes de morir rogó a su editor que destruyera todos sus dibujos obscenos, deseo
que el editor traicionó.
Notas
[1]
Una representación más reciente de Salomé (1906), por parte del Literary
Theatre Club, volvió a dar lugar a una ebullición del rencor y la tergiversación por
parte de los críticos teatrales, la mayoría de los cuales se muestran ansiosos por
exhibir su ignorancia del teatro continental. La producción fue notable por la
belleza del vestuario y del montaje, responsabilidad del señor Charles Ricketts, y
por la maravillosa encarnación de Herodes por parte del señor Robert Farquharson.
Wilde solía decir que Salomé era un espejo en el que todo el mundo podía verse
reflejado. El artista, arte; el aburrido, aburrimiento; el vulgar, vulgaridad. <<
[2]
Cansinos Assens corrige a Wilde, que confunde las islas; Samotracia (en el
original) es rocosa e infértil; Sanios, en cambio, es ramosa por su producción de
vino. (N. del E.) <<
[3]
Este pasaje glosa el episodio del huerto de Getsemaní en que los soldados que
van a prender al Cristo retroceden ante él tres veces. (N. del T.) <<
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