El rol del Poder Judicial en el fenómeno del indiscriminado encarcelamiento preventivo Por Mario Alberto Juliano * Suele decirse que nadie conoce realmente cómo es una Nación hasta haber estado en una de sus cárceles. Una Nación no debe ser juzgada por el modo en que trata a sus ciudadanos de más alto rango, sino por la manera en la que trata a los de más bajo NELSON MANDELA (1994) La situación carcelaria de la provincia de Buenos Aires ha llegado a un punto de deterioro de tal magnitud que supera con creces los pronósticos más pesimistas en orden al respeto y resguardo de elementales derechos de los cuales son acreedoras las personas que se encuentran privadas de su libertad ambulatoria. Valores ecuménicos como la dignidad, la honra y la integridad personales han sido transformados —por fuerza de las circunstancias— en monedas de cambio que se negocian a precio vil en el interior de nuestras prisiones, convirtiendo en poco menos que una patética hipocresía el ideal resocializador de la Constitución. El desorden ético que suponen las cárceles bonaerenses se exterioriza de un modo multifacético: indignas condiciones de vida en las que difícilmente podrían sobrevivir el resto de las especies animales y hasta vegetales, superpoblación y hacinamiento, malos tratos extendidos, generalizada inseguridad de los internos que ven amenazadas sus vidas momento a momento, desamparo, abandono. Insistir en la descripción de la forma de vida que se registra en el interior de las unidades penales de nuestra provincia constituye una redundancia. Ni las autoridades locales ni la sociedad ignoran lo que sucede tras los muros de las cárceles. Numerosas han sido las organizaciones que desde un buen tiempo a esta parte vienen denunciando la contradicción del estado de Buenos Aires con el claro mandato del artículo 18 constitucional —Las cárceles serán sanas y limpias...— y con el derecho internacional de los derechos humanos. Sólo por citar a las más prestigiosas de ellas, no puede dejar de recordarse el lapidario informe, paradigmáticamente titulado “El Sistema de la Crueldad”, elaborado por la Comisión Provincial por la Memoria en el mes de Octubre de 2004 y el informe sobre la situación de superpoblación y hacinamiento en las comisarías bonaerenses elaborado por el C.E.L.S. en el mes de Julio de 2004. Del mismo modo organizaciones compuestas por operadores judiciales con un fuerte compromiso democrático, como el Foro para la Justicia Democrática (FOJUDE), también se han ocupado del tema, alzando su voz. La situación carcelaria adquirió ribetes de tanta gravedad —asimilable a una verdadera catástrofe humanitaria— que tuvo que ser el último tribunal de la República el que —en el marco del habeas corpus colectivo promovido por el CELS— advirtiese al gobierno provincial sobre la apremiante necesidad de revertir el estado de cosas que se presenta. Temperamento que —variando el remiso criterio puesto de manifiesto en precedentes de similares características— obligó a la Corte local a pronunciarse en parecidos términos. Si este desolador panorama fuese expuesto a un observador recién llegado al país, que desconociese nuestra historia y nuestra realidad, seguramente que diagnosticaría que se trata de una sociedad diezmada, que termina de atravesar una guerra civil, donde no existió orden jurídico alguno y en que las instituciones civiles fueron arrasadas. Sin embargo —mal que nos pese— la situación carcelaria bonaerense no se produjo como consecuencia de una guerra civil, ni por generación espontánea, ni por un hecho de la naturaleza, como los vientos, la lluvia o el amanecer. Aunque resulte doloroso decirlo, la duplicación de la población carcelaria en el territorio bonaerense en los últimos cinco años, la que casi en su totalidad se trata de “presos sin condena”, un tercio de los cuales al cabo de sus respectivos procesos serán absueltos o sobreseídos —de acuerdo a las estadísticas oficiales—, son los presos del estado de derecho que supimos conseguir, recluidos por orden de jueces que juraron cumplir y hacer cumplir la Constitución provincial y nacional. Ignoro si será hora de reproches y enfrentamientos entre quienes tenemos diferentes visiones de la realidad, pero de lo que sí estoy seguro es que ante esta alienante y esquizofrénica situación, se impone un profundo replanteo por parte de los integrantes del Poder Judicial acerca del rol a desempeñar en la construcción de la sociedad democrática y pluralista del futuro. Un breve recorrido por la historia contemporánea nos premitirá vislumbrar cuál fue la actitud del Poder Judicial ante acontecimientos que marcaron los rumbos del país, y —quizá— nos permita advertir la imperiosa necesidad del replanteo que se reclama, procurando la repetición de los errores. Probablemente fuera suficiente retrotraernos al mes de Setiembre de 1930 —cuando nuestro país inauguraba la serie ignominiosa de quiebres del orden constitucional— para suponer que la historia argentina podría haber sido muy otra si la Corte de aquél entonces, en vez de convalidar en forma oficiosa y diligente el golpe de estado con la tesis que luego se conocería como la doctrina del facto, hubiera denunciado a los sectores facciosos que habían usurpado el poder y se hubiera negado a su legitimación. Es posible que mucha hubiese sido la sangre derramada que se habría ahorrado en nuestro país. Del mismo modo, la lamentable actuación —con las honrosas excepciones que sólo sirven para confirmar la regla— que correspondió al Poder Judicial en las dos últimas dictaduras que asolaron nuestro país —las de los períodos 1966/1973 y 1976/1983— período en que gracias a que los jueces miraron en forma distraída para otro lado, la garantía del habeas corpus se convirtió en un material adecuado para llenar los cajones de los escritorios y transformar a los ciudadanos a la categoría de desaparecidos. No menos trágico el funcional papel jugado en la pasada década de los ’90, en que los ciudadanos fueron sometidos a una experimentación social de previsibles consecuencias, que desembocaría en una de las crisis más profundas y cruentas de la historia, arrojando a la miseria y la exclusión a miles y miles de compatriotas, todo ello bajo la complaciente mirada de la magistratura. El negativo balance del desempeño del Poder Judicial en la vida institucional de nuestro país, no nos exime de volver a nuestros días para analizar en qué medida los operadores del sistema hemos contribuido en la profundización de la presente crisis carcelaria y cuál es la expectativa hacia futuro para un poder republicano decidido a contribuir con la consolidación de un estado de derecho constitucional y democrático. Es verdad que entre los años 2000 y 2001 nuestra provincia sancionó legislación destinada a acentuar la restricción de la libertad ambulatoria de los sujetos sometidos a proceso — principalmente la ley 12.405—, la que por añadidura desnaturalizó la orientación político criminal del Código Procesal Penal —Ley 11.922— que había sido puesto en vigencia hacía tan solo dieciocho meses antes. Merced a esta demostración de espasmódica irracionalidad gubernamental, los bonaerenses —curiosamente— podemos exhibir ante el mundo la resolución del problema de la cuadratura del círculo. O dicho con otras palabras, conseguimos que con la implementación de un código procesal de cuño garantista se arribe a resultados inversa y diametralmente opuestos a sus 2 postulados, lo que en los hechos hizo que muchos operadores de incuestionable orientación reduccionista añoraran al viejo código Jofré. Las críticas del saber jurídico a la legislación de emergencia han sido sólidas y demoledoras, pero lo cierto es que las nuevas leyes encarceladoras fueron funcionales a la forma de posicionarse ante el fenómeno penal de una buena parte de los operadores del sistema, que de este modo encontraron la excusa perfecta para que, trasladando las culpas a terceros —al gobernador, a los legisladores, a los periodístas— llenaran las prisiones de frustrados delincuentes callejeros, en su inmensa mayoría, jóvenes y pobres. La brutal agudización de la selectividad del sistema vino a sincerar la situación imperante, poniendo de relieve que el verdadero peligro que se procura evitar con el indiscriminado suministro de prisión preventiva no es el peligro procesal —que se convierte en un mero recurso discursivo— sino el peligro que los jueces queden “escrachados” por algunos medios periodísticos o por vecinos encolerizados, por la sola circunstancia de dar cumplimiento al mandato histórico de la Constitución que indica que todo ciudadano es inocente hasta que una sentencia firme, pasada en autoridad de cosa juzgada, afirme lo contrario. Pretender que a estas alturas de la cultura jurídica haya operadores que ignoren el contenido de las garantías constitucionales y del derecho internacional de los derechos humanos es una verdadera ingenuidad, por lo que resulta redundante seguir insistiendo sobre su contenido y los derechos de las personas que en un momento determinado de sus vidas deben atravesar la experiencia de un proceso penal, lamentando que tengamos que continuar dilapidando recursos intelectuales en estas cuestiones, los cuales tendrían que ser invertidos en la consolidación y extensión del estado de derecho. Procurando circunscribir la problemática que entraña el rol del poder judicial en el monumental fenómeno encarcelador, puede afirmarse sin temor a equívocos que una de sus principales aristas es la carencia de independencia por parte de los operadores, muchos de los cuales piensan que se trata de un privilegio destinado a beneficiar a los jueces y no de una garantía cuyo destinatario final es el conjunto de la sociedad. También se piensa que la garantía de la independencia se abastece con no recibir llamadas telefónicas o visitas de los funcionarios políticos de turno para solicitarles determinados favores en la labor jurisdiccional. Aún siendo relevante la preservación de la división de los poderes de la República, la idea de la independencia judicial no se agota permaneciendo encerrado en los despachos o sin atender el teléfono. Muy por el contrario, la falta de independencia integral —la subordinación del juez a otros factores que no sean el estricto cumplimiento de la Constitución y las leyes que de la misma se deriven— impacta en forma decidida en las libertades individuales y en los derechos civiles de los ciudadanos, contribuyendo a la deslegitimación de la función jurisdiccional, que de resguardo ante la iniquidad, pasa a convertirse en una variable de ajuste de las coyunturas políticas y sociales. Los jueces, para cumplir acabadamente con el rol que tienen encomendado desempeñar en la sociedad, deben luchar por el Derecho —parafraseando a Ihiering— exigiendo el acatamiento por parte del estado y los ciudadanos, al orden jurídico. Para ello deben internalizar el programa constitucional —carta de navegación de la Nación para los tiempos— y convencerse de la necesidad de su aplicación, o en su defecto, renunciar al cargo y cambiar de trabajo. El apego a las leyes de emergencia y la paralela desatención a las cláusulas constitucionales es alarmante y desemboca en la configuración de una sociedad en la que se acentúan sus rasgos más autoritarios y perversos, donde el fin justifica la adopción de todo tipo de medios y los individuos son tratados como meros objetos. Esto es lo que a grandes rasgos ha sucedido en los últimos tiempos en la provincia de Buenos Aires y que debe ser revertido a la brevedad más próxima. 3 Debemos apostar a un rol positivo de la judicatura bonaerense, que lejos de mostrarse complaciente con las ocasionales tendencias discursivas en materia de seguridad, reafirme un programa de respeto, consolidación y extensión de las libertades individuales y los derechos civiles. El Poder Judicial debe abandonar para siempre su pretendida neutralidad, que lo lleva a suponer que el ejercicio de sus funciones constituye una actividad estrictamente técnica, ascéptica y despojada de contenido político, definiéndose finalmente por el sostenimiento del estado constitucional de derecho, según es su destino histórico. Víctor Abramovich definió hace ya varios años a los jueces como “crustáceos”, ya que según su parecer, así como los cangrejos son crustáceos, aunque no lo sepan, los jueces constituyen uno de los poderes políticos del Estado, aunque no quieran asumirlo. (*) Juez del Tribunal en lo Criminal Nº1 de Necochea - [email protected] 4