sesion 8

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La intimidad del género. Arquitectura de la identidad sexual y nuevos planteamientos feministas
sobre el valor del espacio doméstico. Israel Roncero. Universidad Carlos III de Madrid.
En su descripción del paso de los regímenes soberanos a los regímenes disciplinarios, Michel Foucault
señaló el papel fundamental que desempeñó la proyección y construcción de una serie de espacios
arquitectónicos que permitieron instalar una vigía perpetua de los cuerpos para reorientar sus conductas hacia
los modelos identitarios establecidos. Foucault detectó que la construcción de estos nuevos espacios
arquitectónicos obedecía en su mayoría a un mismo diseño organizativo, el diseño del Panóptico de
Bentham, un utópico edificio en el que cada individuo era aislado en una celda, pero en condiciones de
visibilidad para aquellos que representaban al poder institucional. La disposición espacial de nuestras
cárceles, hospitales y colegios, según Foucault, supone la puesta en práctica de este modelo, y el celador, el
enfermero y el profesor se convierten en los engranajes de este aparato de vigilancia, contando con los
medios específicos para observar, y por lo tanto controlar y volver productivas, las conductas de presos,
enfermos y alumnos. Resulta pertinente hacer notar de qué manera la disposición espacial en la que se nos
obliga a colocarnos en los lugares institucionales tiene un valor performativo que no sólo activa una serie de
roles de poder sino que también da consistencia a las identidades. Por tanto, uno de los aportes más
significativos de Foucault a la filosofía de la segunda mitad del siglo XX sería el hecho de poner en cuestión
la aparente neutralidad e inocuidad de la arquitectura, explicitando su capacidad para modificar las
subjetividades.
Desde el feminismo (Cristina de Pisan, Virginia Woolf) ya se había venido prestando atención a la manera
en que la adscripción de una serie de cuerpos a unos determinados espacios arquitectónicos tenía
consecuencias concluyentes en la subjetividad de los mismos. Particularmente, se había determinado de qué
manera la disposición de los cuerpos en relación al espacio doméstico afectaba a la construcción de los
géneros. La identidad genérica femenina se elaboró durante mucho tiempo al adscribir a la mujer al espacio
doméstico, privando a los sujetos femeninos de su acceso al espacio público y, en consecuencia, a la política,
mientras que la identidad de género masculina se definía por su pertenencia a un espacio público desde
donde poder ejercer la ciudadanía. Mientras que muchas feministas se afanaron en la fructífera tarea de
señalar las incoherencias de la separación aparentemente neta y desgenderizada de lo público y lo privado,
así como en reclamar el equitativo derecho a la participación de la mujer en la vida ciudadana, otras
feministas vieron la necesidad de acompañar esa salida de la mujer al espacio público, o su incorporación al
mercado laboral, con una redefinición de sus funciones en el espacio doméstico. Es decir, no bastaba con que
la mujer tuviese permitido salir al espacio público, era necesario reconfigurar su posición en el hogar para
solventar por completo las condiciones de su explotación de género. En este sentido fue Virginia Woolf
quien, en los años veinte del siglo pasado, determinó que para que la mujer fuera un sujeto completamente
emancipado, no sería suficiente con que dispusiese de “tiempos propios”, como había establecido Poulain de
la Barre en el siglo XVII, sino que era tan necesario o más que pudiese disponer de “espacios propios”.
De alguna manera, Virginia Woolf entendía que la domesticidad no era intrínsecamente negativa para la
mujer, por el contrario, promulgó que podía ser un espacio emancipador y liberador para ella, siempre y
cuando se redefiniesen las condiciones en las que lo habitaba y, sobre todo, los espacios de los que podría
disponer. Hasta entonces, en el ámbito doméstico la mujer siempre se debía a los otros, y carecía de espacio
propios donde pudiera llevar a cabo un trabajo intelectual adecuado: era la dueña y señora de la casa, pero
aunque aparentemente todos los espacios le pertenecían, ningún lugar estaba destinado de manera específica
para su uso personal. Para Virginia Woolf, era imprescindible la mujer pudiese disponer de espacios creados
para su uso exclusivo, donde pudiera desarrollar tareas que no estuvieran destinadas a satisfacer a los otros
(cocinar, amamantar, reproducirse, coser, limpiar), como por ejemplo la lectura o la escritura. De otra
manera le resultaría imposible desarrollar sus capacidades críticas. Así pues, Virginia Woolf estableció que
redistribuir la ocupación y las funciones de los espacios del hogar, podría servir para reconfigurar la
identidad de género, sirviendo para permitir la construcción de una subjetividad femenina emancipada.
No obstante, resulta evidente que el paisaje social y mediático ha variado notablemente desde que Virginia
Woolf lanzase su crítica a la alienación femenina en el espacio doméstico, siendo pertinente volver a
cuestionar, ahora desde nuestro presente, de qué manera opera la arquitectura a la hora de configurar nuestras
identidades de género en la contemporaneidad. Si bien es cierto que el patriarcado parece haber asumido las
críticas del feminismo sobre el papel de la mujer en el hogar, la introducción de las nuevas tecnologías en el
mismo y el papel de la masculinidad en una sociedad pretendidamente post-genérica, nos obligan a repensar
el concepto de “cuarto propio” de Virginia Woolf, que si bien sigue teniendo una vigencia innegable,
necesita ser actualizado para evitar que termine por volverse obsoleto. Es en el ámbito del feminismo de
habla hispana donde, en los aledaños del 2010, dos autoras feministas, Beatriz Preciado y Remedios Zafra
acometen esta tarea, como trataremos de detallar brevemente a continuación.
Una vez que en ciertos sectores de la sociedad occidental la mujer parecía haber conseguido los objetivos de
décadas de lucha feminista, redefiniendo su domesticidad, parecía que la pregunta inevitable era cuál era
entonces el papel del varón en el hogar. Puesto que, si la dicotomía patriarcal que asimilaba a la mujer con lo
privado y al hombre con lo público era negativa para la mujer, ya que impedía una participación política
igualitaria, no es menos cierto que esa bipartición, aunque ventajosa para el varón, tampoco era del todo
halagüeña, puesto que le impedía aprovechar completamente las posibilidades del espacio doméstico, del que
debía alejarse por suponer una merma de su masculinidad. Es Beatriz Preciado la encargada de analizar
cómo, en el contexto de la Guerra Fría, comienza a surgir una nueva masculinidad que reclama su “entrada”
en el espacio privado. Esta masculinidad domesticada será diseñada y difundida nada menos que en las
páginas de la revista Playboy, que propone un nuevo modelo de hombre, al que pasará a designar
metonímicamente el título de la revista: el soltero playboy.
Como analiza Preciado después de su estudio del “imperio” Playboy, lo que se propone en esta revista es un
nuevo tipo de masculinidad independiente, ajena a las dinámicas de producción industrializada de los
cuerpos en el régimen heterosexual: el soltero masturbador. Pero como hemos tratado de defender, toda
construcción identitaria depende de una construcción arquitectónica particular, y en este caso no sucede de
otra manera. Así como el afianzamiento de las identidades de la familia nuclear tiene como elemento clave la
construcción de la vivienda suburbial en los barrios residenciales, la masculinidad playboy se construye
mediante el diseño arquitectónico del “apartamento de soltero”, un nuevo espacio arquitectónico propuesto
por la revista Playboy, en el que la mujer está ausente, siendo una presencia elíptica que se materializa
simplemente en su presencia fantasmal en las revistas pornográficas o como un cuerpo deshechable que entra
puntualmente para cumplir con las demandas de una (hetero)sexualidad que sin esa presencia esporádica casi
estaría tentada de olvidar por completo su “masculinidad”. El apartamento de soltero se diseña como un
“cuarto propio para él” donde, al tiempo que se introducen una serie de tecnologías que faciliten la labor del
varón a la hora de tomar las riendas de esas tareas del hogar de las que debe asumir toda la responsabilidad,
se presenta como un espacio solitario donde, como propusiera Virginia Woolf, el aislamiento y la soledad
sean los que permitan ejercitar la reflexividad que define a una subjetividad emancipada. Gracias a esa
autonomía recuperada en el espacio domestico, a la soledad creativa y reflexiva de este “cuarto propio para
él” y al hecho de haber escapado a las alienantes dinámicas reproductivas de la familia heterosexual, Playboy
contribuye a elaborar una masculinidad liberada, resituando al varón en el espacio doméstico.
Pero, sin lugar a dudas, uno de los factores que ha alterado más irrevocablemente la manera de concebir el
espacio doméstico y los espacios de intimidad es la inclusión en ellos de las nuevas tecnologías de la
comunicación, específicamente Internet y las redes sociales, que después de que ser aceptados como un
elemento cotidiano del hogar, obligan a reformular inevitablemente la dialéctica feminista de lo público y lo
privado. Es cierto que el feminismo ya había señalado la osmosis entre estos dos conceptos, de hecho su
principal argumento era señalar la antinomia que recorría a la ideología liberal patriarcal, que al mismo
tiempo que defendía la separación del espacio público y el privado, seguía interviniendo de manera constante
en la intimidad de los individuos. El feminismo se había percatado de que si lo público intervenía
constantemente en la privacidad (en algunos casos de manera necesaria, por ejemplo al regular y censurar el
ejercicio de la violencia doméstica, que en caso de que defendiéramos la total separación del hogar respecto a
la polis habría quedado desatendida), el silogismo era susceptible de ser invertido: esto es, si la política
intervenía en lo personal, habría que convertir lo personal en político, como rezaba el famoso eslogan
feminista.
Pero ha sido con la aparición de la red, tal como analiza Remedios Zafra, una vez que Internet y las redes
sociales se convierten en un elemento cotidiano de nuestra intimidad, cuando hemos podido volcar con
mayor facilidad en el espacio público aquellos comportamientos que desarrollamos en nuestros cuartos
propios, ahora conectados, exponiendo públicamente nuestras conductas íntimas, también las sexuales, para
hacerlas conversar con los cánones que la normatividad heterosexual trata de imponer de manera unilateral.
Internet nos invita a poner entre paréntesis de manera definitiva esa sospechosa separación entre lo público y
lo privado que articula la construcción de los sexos: quizás la introducción de Internet en la intimidad sea la
herramienta definitiva para hacer explotar la diferencia entre lo personal y lo político, como quisiera
Catherine MacKinnon.
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