2. HOMIL A ( Traducci n no oficial ) S.E. Card. Antonio Maria VEGLI Presidente del Pontificio Consejo para la Pastoral de los Migrantes e Itinerantes

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Santa Misa del 19 de noviembre de 2012
Basílica de San Pedro
HOMILÍA
(Traducción no oficial)
S.E. Card. Antonio Maria VEGLIÒ
Presidente del Pontificio Consejo
para la Pastoral de los Migrantes e Itinerantes
Queridos hermanos y hermanas,
¡Ved qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos! Sal 133
Este Salmo nos habla de la fraternidad de la familia de Dios y de la alegría del Pueblo
que se reúne en Jerusalén. También nosotros hemos recorrido un largo camino, venimos
de los cuatro ángulos de la tierra, hemos atravesado continentes y océanos para
encontrarnos aquí en Roma, en torno al altar de la Cátedra de Pedro. La Eucaristía de
esta mañana quiere expresar la alegría de nuestro encuentro, de nuestra sintonía
profunda y de nuestra devoción filial al Sucesor del Apóstol Pedro, nuestro Santo Padre
Benedicto XVI.
Tenemos otros motivos para alegrarnos del hecho de estar en Roma este año. El 11 de
octubre, el Sumo Pontífice abrió solemnemente el Año de la Fe, en presencia de todos
los Padres Sinodales, los Presidentes de las Conferencias Episcopales de todo el mundo
y los Padres Conciliares que aún viven. Hoy somos nosotros los que hacemos esta
peregrinación y entramos por la “Puerta de la fe” en el gran acontecimiento eclesial que
representa el Año de la Fe. Rogamos juntos para que el Congreso que se inaugura hoy
sea una gran fiesta de la fe en el mundo marítimo.
Esta mañana respondemos al llamamiento del Santo Padre que, en la Carta
Apostólica “Porta Fidei”, nos invita “a una auténtica y renovada conversión al Señor”
(n. 6) y a “un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva
evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de
comunicar la fe” (n. 7). Antes de abandonar este mundo, Jesús resucitado nos ha
encomendado la misión esencial de hacer de todos los pueblos sus discípulos,
bautizándolos “en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28 ,19).
La palabra “evangelizar” puede asumir diferentes significados según las
circunstancias. En primer lugar significa llevar la Palabra de Dios, la Buena Noticia de la
salvación a aquellos que no la conocen. Asimismo, para los cristianos significa
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profundizar la palabra ya recibida, cultivarla y explicitarla a través de catequesis, los
sacramentos, la educación en la fe, la vida parroquial y la acción pastoral y litúrgica. La
Nueva Evangelización, deseada por Juan Pablo II y retomada por Benedicto XVI, se
dirige a los católicos que se han dejado vencer por la indiferencia y se han alejado
gradualmente de la Iglesia. Ésta quiere encontrar métodos pastorales nuevos, palabras
que respondan a sus dudas, a sus expectativas y también a su necesidad de
espiritualidad, para que no necesiten buscar fuera de la Iglesia lo que, según ellos, no
encuentran en nosotros.
La Nueva Evangelización nos concierne a todos, porque somos el sujeto y el objeto.
La llamada a la conversión concierne, en primer lugar, a nosotros mismos, como se
ilustra perfectamente en la primera lectura del Libro del Apocalipsis: en Patmos, el
Apóstol Juan recibió una visión de Cristo, que tiene el deber de compartir con la Iglesia
universal, simbolizada por las siete Iglesias de Asia Menor. Él reconoce los méritos de
los cristianos de Éfeso, elogia su perseverancia, su solicitud y su rechazo a asociarse con
los malvados, su preocupación por la justicia y la verdad. Pero, por otra parte, les
reprocha con franqueza el hecho que no se someten a juicio y que han perdido el amor
que habitaba en ellos en sus primeros años de bautizados. Se han vuelto tibios y han
caído en la rutina. Entonces, en nombre de Jesús, Juan les suplica: “arrepiéntete y vuelve
a proceder como antes” (Ap 2, 5).
Para ser capaces de emprender esta Nueva Evangelización, debemos ante todo
convertirnos nosotros mismos y contemplar el mundo que nos rodea con los ojos de
Jesús. Nosotros, que sentimos especial interés por el mundo marítimo, debemos ser
capaces de escuchar las crisis de los hombres y las mujeres que pasan a nuestro lado.
Durante más de 90 años de existencia del A.M., ustedes han estado cada día en los
puertos y a bordo de barcos o en las comunidades pesqueras, ustedes son los testigos
privilegiados. Es a nosotros a quienes se encomienda esta gente de mar marginada,
abandonada en puertos extranjeros, porque ven en nosotros a los representantes de la
Iglesia, los guías en los que pueden depositar su confianza. Es nuestro deber, por tanto,
no decepcionarles y elaborar juntos propuestas que puedan responder a sus necesidades
y a sus expectativas y que constituirán una nueva Evangelización del sector marítimo.
Lamentablemente a menudo estamos ciegos y nos merecemos el reproche que Jesús
hacía a los discípulos y a los judíos: “¡Hipócritas! Ustedes saben discernir el aspecto de
la tierra y del cielo; ¿cómo entonces no saben discernir el tiempo presente?” (Lc 12, 56).
Por esto gritamos como Bartimeo, el ciego de Jericó, del que nos ha hablado el
Evangelio de hoy: “Jesús, hijo de David, ten compasión de mí” (Lc 18, 38). También
nosotros somos como ciegos sentados junto al camino. Estamos cegados por el orgullo,
los prejuicios y la obstinación de seguir nuestras ideas y buscar nuestro interés personal.
Es preciso que el Señor nos dé también ojos nuevos para que podamos ser capaces de
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comprender su mensaje de salvación para nosotros y para toda la humanidad. Pero,
siguiendo el ejemplo de Bartimeo, no podemos conformarnos con permanecer sentados
en el camino escuchando la multitud que pasa, marginados por nuestra ceguera y
encerrados en nosotros mismos.
¿Qué debemos y podemos hacer?
En primer lugar, debemos desear la curación y, sobre todo, no ser como aquellos que
prefieren las tinieblas a la luz. En este comienzo del Congreso, pedimos a Dios que nos
libre de toda ceguera. Volvamos la mirada a Cristo. Él es la luz que puede darnos una
mirada clara y nueva. Él fue enviado por el Padre para disipar nuestras tinieblas e
iluminar el camino. Abrámonos a esta luz para ser capaces, también nosotros, de aportar
respuestas claras y nuestra solidaridad activa a todos aquellos que cuentan con nosotros
y que han depositado en nosotros su confianza.
Sobre todo, no debemos dejarnos desanimar por las dificultades, las
incomprensiones, la falta de apoyo, las experiencias desafortunadas o la carencia de
medios con respecto a la inmensidad de nuestra misión. Sin duda, Bartimeo había
conocido muchas dificultades, pero a la llamada del Señor, arrojando su manto, las
supera sin vacilar. Arrojemos también nosotros el manto que simboliza todo lo que nos
impide acercarnos al otro, para responder generosamente al Señor que se inclina sobre
nosotros y que también nos pide: “¿Qué quieres que haga por ti?” (Lc 18, 41). Todos
sabemos qué consecuencias positivas e inesperadas pueden tener un gesto fraternal, una
palabra de amistad o de ánimo.
Al inicio de este Congreso, imploramos el Espíritu Santo sobre todos los
participantes. El Espíritu que descendió sobre los apóstoles en el Cenáculo y que, desde
ese día, nunca ha dejado de soplar sobre la Iglesia, inspirando a los Padres del Concilio
Vaticano II que se celebró precisamente en esta Basílica. A Él se debe el progreso de la
Iglesia, gracias a Él la Evangelización se extendió hasta los confines de la tierra.
Durante nuestros trabajos pedimos que el Espíritu nos ilumine, santifique y nos
inspire, para que seamos siempre y en todo momento testigos y discípulos fieles del
Señor. Que María, Stella Maris, interceda por nosotros. Amén.
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