Análisis de fragmentos de CRÓNICA DE UNA MUERTE

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Análisis de fragmentos de
CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA
Texto I (La riqueza de Bayardo)
El viudo de Xius le explicó con una buena educación a la antigua que los objetos
de la casa habían sido comprados por la esposa en toda una vida de sacrificios, y que
para él seguían siendo como parte de ella. «Hablaba con el alma en la mano -me dijo el
doctor Dionisio Iguarán, que estaba jugando con ellos-. Yo estaba seguro que prefería
morirse antes que vender una casa donde había sido feliz durante más de treinta años.»
También Bayardo San Román comprendió sus razones.
-De acuerdo -dijo-. Entonces véndame la casa vacía.
Pero el viudo se defendió hasta el final de la partida. Al cabo de tres noches, ya
mejor
preparado, Bayardo San Román, volvió a la mesa de dominó.
-Viudo -empezó de nuevo-: ¿Cuánto cuesta la casa?
-No tiene precio.
-Diga uno cualquiera.
-Lo siento, Bayardo -dijo el viudo-, pero ustedes los jóvenes no entienden los
motivos del corazón.
Bayardo San Román no hizo una pausa para pensar.
-Digamos cinco mil pesos -dijo.
Juega limpio -le replicó el viudo con la dignidad alerta-. Esa casa no vale tanto.
-Diez mil -dijo Bayardo San Román-. Ahora mismo, y con un billete encima del
otro.
El viudo lo miró con los ojos llenos de lágrimas. «Lloraba de rabia -me dijo el
doctor Dionisio Iguarán, que además de médico era hombre de letras-. Imagínate:
semejante cantidad al alcance de la mano, y tener que decir que no por una simple
flaqueza del espíritu.» Al viudo de Xius no le salió la voz, pero negó sin vacilación con
la cabeza.
-Entonces hágame un último favor -dijo Bayardo San Román-. Espéreme aquí
cinco minutos.
Cinco minutos después, en efecto, volvió al Club Social con las alforjas enchapadas de plata, y puso sobre la mesa diez gavillas de billetes de a mil todavía con las
bandas impresas del Banco del Estado. El viudo de Xius murió dos años después. «Se
murió de eso -decía el doctor Dionisio Iguarán-. Estaba más sano que nosotros, pero
cuando uno lo auscultaba se le sentían borboritar las lágrimas dentro del corazón.» Pues
no sólo había vendido la casa con todo lo que tenía dentro, sino que le pidió a Bayardo
San Román que le fuera pagando poco a poco porque no le quedaba ni un baúl de
consolación para guardar tanto dinero.
Rasgos:
- Antítesis: riqueza de Bayardo / pobreza del viudo.
- Ironía.
Texto II (Los efectos del crimen en los habitantes)
Durante años no pudimos hablar de otra cosa. Nuestra conducta diaria,
dominada hasta entonces por tantos hábitos lineales, había empezado a girar de
golpe en torno de una misma ansiedad común. Nos sorprendían los gallos del
amanecer tratando de ordenar las numerosas casualidades encadenadas que
habían hecho posible el absurdo, y era evidente que no lo hacíamos por un anhelo
de esclarecer misterios, sino porque ninguno de nosotros podía seguir viviendo
sin saber con exactitud cuál era el sitio y la misión que le había asignado la
fatalidad.
Muchos se quedaron sin saberlo. Cristo Bedoya, que llegó a ser un cirujano
notable, no pudo explicarse nunca por qué cedió al impulso de esperar dos horas
donde sus abuelos hasta que llegara el obispo, en vez de irse a descansar en la
casa de sus padres, que lo estuvieron esperando hasta el amanecer para alertarlo.
Pero la mayoría de quienes pudieron hacer algo por impedir el crimen y sin
embargo no lo hicieron, se consolaron con el pretexto de que los asuntos de honor
son estancos sagrados a los cuales sólo tienen acceso los dueños del drama. «La
honra es el amor», le oía decir a mi madre. Hortensia Baute, cuya única
participación fue haber visto ensangrentados dos cuchillos que todavía no lo
estaban, se sintió tan afectada por la alucinación que cayó en una crisis de
penitencia, y un día no pudo soportarla más y se echó desnuda a las calles. Flora
Miguel, la novia de Santiago Nasar, se fugó por despecho con un teniente de
fronteras que la prostituyó entre los caucheros de Vichada. Aura Villeros, la
comadrona que había ayudado a nacer a tres generaciones, sufrió un espasmo de
la vejiga cuando conoció la noticia, y hasta el día de su muerte necesitó una sonda
para orinar. Don Rogelio de la Flor, el buen marido de Clotilde Armenta, que era
un prodigio de vitalidad a los 86 años, se levantó por última vez para ver cómo
desguazaban a Santiago Nasar contra la puerta cerrada de su propia casa, y no
sobrevivió a la conmoción. Plácida Linero había cerrado esa puerta en el último
instante, pero se liberó a tiempo de la culpa. «La cerré porque Divina Flor me juró
que había visto entrar a mi hijo -me contó-, y no era cierto.» Por el contrario,
nunca se perdonó el haber confundido el augurio magnífico de los árboles con el
infausto de los pájaros, y sucumbió a la perniciosa costumbre de su tiempo de
masticar semillas de cardamina.
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