X Domingo del Tiempo Ordinario

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X Domingo del Tiempo Ordinario
¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!
(Lc 7,11-17)
ANTÍFONA DE ENTRADA (Sal 26,1-2)
El Señor es mi luz y mi salvación: ¿a quién temeré) El Señor es la defensa de mi vida:
¿quién me hará temblar? Ellos, mis enemigos y adversarios, tropiezan y caen.
ORACIÓN COLECTA
Oh dios, fuente de todo bien, escucha sin cesar nuestras súplicas; y concédenos, inspirados
por ti, pensar los que es recto y cumplirlo con tu ayuda.
PRIMERA LECTURA (1 Re 17, 17-24)
Tu hijo está vivo.
Lectura del Libro Primero de los Reyes
En aquellos días cayó enfermo el hijo de la señora de la casa. La enfermedad era tan grave
que se quedó sin respiración. Entonces la mujer dijo a Elías: « ¿Qué tienes tú que ver
conmigo?, ¿has venido a mi casa para avivar el recuerdo de mis culpas y hacer morir a mi
hijo?» Elías respondió: «Dame a tu hijo.» Y tomándolo de su regazo, lo subió a la
habitación donde él dormía y lo acostó en la cama. Luego invocó al Señor: «Señor, Dios
mio, ¿también a esta viuda que me hospeda la vas a castigar haciendo morir a su hijo?»
Después se echó tres veces sobre el niño, invocando al Señor: «Señor, Dios mio, que vuelva
al niño la respiración.» El Señor escuchó la súplica de Elías: al niño le volvió la respiración
y revivió. Elías tomó al niño, lo llevó al piso bajo, y se lo entregó a su madre diciendo:
«Mira, tu hijo esta vivo.» Entonces la mujer dijo a Elías: «Ahora reconozco que eres un
hombre de Dios y que la palabra del Señor en tu boca es verdad.»
SALMO RESPONSORIAL (Sal 29)
R/.Te ensalzaré, Señor, porque me has librado
Te ensalzaré, Señor, porque me has librado,
y no has dejado que mis enemigos se rían de mi.
Señor, sacaste mi vida del abismo,
me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa. R/.
Tañed para el Señor, fieles suyos,
dad gracias a su nombre santo;
su cólera dura un instante, su bondad de por vida. R/.
Escucha, Señor, y ten piedad de mi,
Señor socórreme.
Cambiaste mi luto en danzas,
Señor, Dios mío te daré gracias por siempre. R/.
SEGUNDA LECTURA (Gal 1,11-19)
Se dignó revelar a su Hijo en mí, para que yo lo anunciara a los gentiles
Lectura del Apóstol San Pablo a los Gálatas
Os notifico hermanos: que el evangelio anunciado por mí no es de origen humano; yo no lo
he recibido ni aprendido de ningún hombre, sino por revelación de Jesucristo. Habéis oído
hablar de mi conducta pasada en el judaísmo: con qué saña perseguía a la Iglesia de Dios y
la asolaba, y me señalaba en el judaísmo más que muchos de mi edad y de mi raza, como
partidario fanático de las tradiciones de mis antepasados. Pero cuando Aquel que me
escogió desde el seno de mi madre y me llamó a su gracia, se dignó revelar a su Hijo en mí,
para que yo lo anunciara a los gentiles, en seguida, sin consultar con hombres, sin subir a
Jerusalén a ver a los apóstoles anteriores a mí, me fui a Arabia, y después volví a Damasco.
Más tarde, pasados tres años, subí a Jerusalén para conocer a Pedro, y me quedé quince días
con él. Pero no vi a ningún otro apóstol, excepto a Santiago, el pariente del Señor.
ACLAMACIÓN AL EVANGELIO (Lc 7,16)
R/.Aleluya, aleluya
Un gran Profeta ha surgido entre nosotros, Dios ha visitado a su pueblo.
R/.Aleluya, aleluya
EVANGELIO (Lc 7,11-17)
¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas
En aquel tiempo, iba Jesús camino de una ciudad llamada Naím, e iban con él sus
discípulos y mucho gentío. Cuando estaba cerca de la entrada de la ciudad, resultó que
sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío
considerable de la ciudad la acompañaba. Al verla el Señor, le dio lástima y le dijo: «No
llores.» Se acercó al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo: «¡Muchacho, a ti
te lo digo, levántate!» El muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo entregó a su
madre. Todos, sobrecogidos, daban gloria a Dios, diciendo: «Un gran Profeta ha surgido
entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo.» La noticia del hecho se divulgó por toda la
comarca y por Judea entera.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Mira complacido, Señor, nuestro humilde servicio, para que esta ofrenda te sea agradable y
nos haga creer en el amor.
ANTÍFONA DE COMUNIÓN (Sal 17, 3)
Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador, Dios mío, peña mía.
O bien (1 Jn 4,16)
Dios es amor, y quien permanece en el amor permanecen Dios y Dios en él.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Padre de misericordia, que la fuerza curativa de tu Espíritu en este sacramento cure nuestras
maldades y nos conduzca por el camino del bien.
Lectio
Espíritu Bueno, ven y permanece cerca de nosotros mientras partimos el Pan de Tu Palabra;
guíanos en el recto entendimiento y oriéntanos para que podamos escuchar lo que nos
quieres decir.
El texto que la Iglesia nos presenta y reflexionaremos en este decimo Domingo del Tiempo
Ordinario, esta tomado del Evangelio de Lucas al Cap. 7.11-17.
En Cafarnaúm, Jesús, acaba de sorprenderse de la fe del Centurión romano, al que le sanó
el criado que tanto querría y que por el imploraba la salud.
Después de este hecho, el evangelista Lucas nos dice que Jesús salió de la ciudad y se fue a
las afueras. Esta acompañado por los discípulos y un gran número de gente atraída por su
palabra y por sus obras aunque no harán faltado los curiosos de siempre.
La comitiva camina y, de repente, al entrar en un poblado llamado Naím, encuentran una
escena conmovedora: una procesión de gente acompaña al entierro a un muchacho, hijo
único de una mujer viuda. Es la desdicha más grave que pueda pasar a una mujer israelita.
El dolor no conoce límites. Ya por su estado de viudez la mujer está considerada como una
maldecida por Dios responsabilizándola de la muerte del esposo y, ahora, al perder al único
sostén, su situación social, económica y religiosa la pone al margen de toda forma de vida.
No hay lágrimas que la hagan recuperar lo perdido.
Interviene Jesús porque siente una profunda compasión. No la conoce; quizás sea la
primara vez que la ve más en ella hay la persona que sufre, que llora.
“No llores”
En ese sufrimiento Jesús debe haber visto el de María, su madre, quedada viuda de José y
que poco a poco se debe desprender también de su único hijo al que verá aclamado,
rechazado y condenado a morir en la cruz.
Es interesante constatar que ni la madre ni el hijo tienen nombre: la situación de
precariedad que vivimos y el sufrimiento los levamos a cuesta y cada ser humano los
puede personificar.
Ahora, el pedido de no llorar que pide a la madre quedaría un simple consejo si Jesús no
pasara a obrar en su favor. Por eso el texto nos dice:” en seguida se acercó y …tocó la
camilla”. Le dijo al muerto que yacía envuelto en el sudario:” Joven, a ti te lo digo
¡levántate! Y entonces el que había estado muerto se sentó y comenzó a hablar. Y Jesús se
lo entregó a su madre.”
¡Levántate! Una orden precisa que llega puntual en su momento; un comando que ha de
cumplirse. Una Palabra fuerte pronunciada con autoridad, llena de poder. Y el muerto se
incorporó.
La misma Palabra en Juan 11.43b: “¡Lázaro, sal de ahí! Y el que había estado enterrado de
4 días salió atado pies y manos”
Es impresionante como las fuerzas de la naturaleza obedecen a su Palabra y se someten a
sus deseos. La muerte que por el ser humano es invencible, restituye sus víctimas al autor
de la vida.
¡Levántate! Este orden nos lo da hoy a mí y a ti.
¡Levántate y reacciona tú que has caído en la apatía espiritual!
¡Levántate y sígueme tú que estas renunciando a seguir el llamado del Señor!
¡Levántate y perdona tu qué vas angustiado por las ofensas recibidas y quizás te dejes llevar
por un sentimiento de venganza!
¡Levántate y ama tú que vives a medias el precepto del amor!
¡Levántate y búscame, tú que concentras todas tus fuerzas en la realización de ti mismo sin
importarte los demás!
Levántate por la fuerza de esta Palabra capaz de crear los cielos, capaz de restituir la vida,
capaz de transformar el pan y el vino en su Cuerpo y en su Sangre y producirá el milagro de
recuperar en mí y en ti la vida plena.
Señor Jesús, tú que conoces y sondeas el corazón, que mides nuestra debilidad frente al
vivir de cada día, otórganos la fuerza y la voluntad de levantarnos y salir de la situación de
estanca en que nos encontramos. Que la fuerza de tu Palabra rompa las ataduras que nos
separan del recto sentir y obrar. Levántanos y danos el gozo de amarte y de abrazarte a ti y
a los hermanos con la misma ternura con que la madre y el hijo se abrazaron restituidos a la
vida.
Apéndice
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
La revelación progresiva de la Resurrección
(992-997)
La resurrección de los muertos fue revelada progresivamente por Dios a su Pueblo. La
esperanza en la resurrección corporal de los muertos se impuso como una consecuencia
intrínseca de la fe en un Dios creador del hombre todo entero, alma y cuerpo.
Los fariseos y muchos contemporáneos del Señor esperaban la resurrección. Jesús la enseña
firmemente. A los saduceos que la niegan responde: «Vosotros no conocéis ni las
Escrituras ni el poder de Dios, vosotros estáis en el error». La fe en la resurrección
descansa en la fe en Dios que «no es un Dios de muertos sino de vivos».
Pero hay más: Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona: «Yo soy la
resurrección y la vida». Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes
hayan creído en él y hayan comido su cuerpo y bebido su sangre. En su vida pública ofrece
ya un signo y una prenda de la resurrección devolviendo la vida a algunos muertos,
anunciando así su propia Resurrección que, no obstante, será de otro orden. De este
acontecimiento único, Él habla como del «signo de Jonás» o del signo del Templo (cf. Jn 2,
19-22) y anuncia su Resurrección al tercer día después de su muerte.
Ser testigo de Cristo es ser «testigo de su Resurrección», «haber comido y bebido con El
después de su Resurrección de entre los muertos». La esperanza cristiana en la resurrección
está totalmente marcada por los encuentros con Cristo resucitado. Nosotros resucitaremos
como Él, con Él, por Él.
Desde el principio, la fe cristiana en la resurrección ha encontrado incomprensiones y
oposiciones. "En ningún punto la fe cristiana encuentra más contradicción que en la
resurrección de la carne" (San Agustín). Se acepta muy comúnmente que, después de la
muerte, la vida de la persona humana continúa de una forma espiritual. Pero ¿cómo creer
que este cuerpo tan manifiestamente mortal pueda resucitar a la vida eterna?
¿Qué es resucitar? En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre cae
en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con
su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la
vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús.
Resucitados con Cristo
(1002 - 1004)
Si es verdad que Cristo nos resucitará en "el último día", también lo es, en cierto modo, que
nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En efecto, gracias al Espíritu Santo, la vida
cristiana en la tierra es, desde ahora, una participación en la muerte y en la Resurrección de
Cristo.
Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida celestial
de Cristo resucitado, pero esta vida permanece «escondida con Cristo en Dios».
Alimentados en la Eucaristía con su Cuerpo, nosotros pertenecemos ya al Cuerpo de Cristo.
Cuando resucitemos en el último día también nos «manifestaremos con Él llenos de gloria».
Esperando este día, el cuerpo y el alma del creyente participan ya de la dignidad de ser "en
Cristo"; donde se basa la exigencia del respeto hacia el propio cuerpo, y también hacia el
ajeno, particularmente cuando sufre.
La virtud de la esperanza en la vida eterna
(1833, 1840, 1843, 1817-1821)
La virtud es una disposición habitual y firme para hacer el bien. Las virtudes teologales
disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Tienen como origen,
motivo y objeto, a Dios conocido por la fe, esperado y amado por El mismo.
La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida
eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y
apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo.
«Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la promesa» (Hb
10,23). Es decir, por la esperanza deseamos y esperamos de Dios con una firme confianza
la vida eterna y las gracias para merecerla.
La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón
de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las
purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo
desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de
la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad.
La esperanza cristiana recoge y perfecciona la esperanza del pueblo elegido que tiene su
origen y su modelo en la esperanza de Abraham en las promesas de Dios.
La esperanza cristiana se manifiesta desde el comienzo de la predicación de Jesús en la
proclamación de las bienaventuranzas. Las bienaventuranzas elevan nuestra esperanza
hacia el cielo como hacia la nueva tierra prometida; trazan el camino hacia ella a través de
las pruebas que esperan a los discípulos de Jesús. Pero por los méritos de Jesucristo y de su
pasión, Dios nos guarda en «la esperanza que no falla» (Rm 5, 5). La esperanza es 'el ancla
del alma', segura y firme, «que penetra... a donde entró por nosotros como precursor Jesús»
(Hb 6, 19-20). Es también un arma que nos protege en el combate de la salvación:
«Revistamos la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo de la esperanza de salvación»
(1 Ts 5, 8). Nos procura el gozo en la prueba misma: «Con la alegría de la esperanza;
constantes en la tribulación» (Rm 12, 12). Se expresa y se alimenta en la oración,
particularmente en la del Padre Nuestro, resumen de todo lo que la esperanza nos hace
desear.
Podemos, por tanto, esperar la gloria del cielo prometida por Dios a los que le aman y
hacen su voluntad. En toda circunstancia, cada uno debe esperar, con la gracia de Dios,
«perseverar hasta el fin» y obtener el gozo del cielo, como eterna recompensa de Dios por
las obras buenas realizadas con la gracia de Cristo. En la esperanza, la Iglesia implora que
«todos los hombres se salven» (1Tm 2, 4) y espera estar en la gloria del cielo unida a
Cristo, su esposo.
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