La sombra del presidente extranjero

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Las sombras del presidente extranjero
En el año 1990 el Perú se había convertido en un monstruo de mil cabezas. Tras el
desastroso gobierno del APRA, las elecciones presidenciales parecían apuntar al triunfo del
partido del FREDEMO, encabezado por el escritor Mario Vargas Llosa. Sin embargo, y
como todos los peruanos con memoria sabemos, los resultados fueron inesperados. Y lo
fueron no sólo para el pueblo. Para el mes de abril, un desprevenido y sobre todo
desconocido chinito que aun mantenía su acento oriental fue vestido con un terno oscuro,
engalardonado con la franja presidencial e introducido al Congreso de la República para
jurar por Dios y por la Patria. Y así comenzó el régimen del presidente y posterior dictador
del Perú, Alberto Fujimori Fujimori.
Fue por esos días que Francisco Loaiza, su entonces primer hombre de confianza, le
presentó a Vladimiro Montesinos, quien según sus propias palabras “era un abogado hábil,
capaz de desaparecer de la fiscalía cualquier secreto”. Efectivamente, el primero de los
trabajos encomendados a este hombre distante, de orígenes humildes, que ni siquiera asistió
a la celebración del triunfo fujimorista para mantener su perfil bajo, fue la desaparición de
los documentos que probaban que Fujimori y su mujer eran evasores de impuestos.
Tampoco se supo nunca, nadie más que su asesor y su círculo más cercano, si Fujimori
nació en Japón, en Lima o en algún punto en el trayecto entre ambos. Presentó una partida
falsa, estratégicamente marcada con fecha de nacimiento del 28 de julio al aspirar a la
presidencia; más de diez años después apelaría a su nacionalidad japonesa para pedir asilo
en
el
país
del
sol
naciente.
Pero Montesinos también se encargó de sembrar el pánico en el presidente, a quien, le dijo,
sus oponentes querían asesinar. Esos terrores acompañarían a Fujimori incluso diez años
después, hasta el punto de creer que la escolta de seguridad provista por el gobierno
estadounidense, durante su visita al país del norte, conspiraba para matarlo. Cuando la
tanatofobia le privaba del sueño, el presidente se refugiaba en las instalaciones del Servicio
de Inteligencia (SIN), a la vista de su asesor, o en la embajada de Japón de Lima.
Una vez constituido amo y señor del SIN, manejando al presidente a base de psicosis,
inseguridad y desconfianza (exceptuándolo a él, por supuesto), Montesinos se juntó con
Segisfredo Luza, un psiquiatra que servía en el SIN con el ambiguo nombre de consultor
científico. Pederastra, bisexual y asesino del amante de su amante, Luza había sido
amnistiado por el régimen de Velasco Alvarado para convertirse en el cerebro de las
operaciones psicosociales de Inteligencia.
Así, cuando se dio la matanza de Barrios Altos y el escándalo empezaba a tomar
proporciones inmanejables, alguien en el departamento del SIN exclamó “Necesitamos una
Virgen o Cristo para distraer a la gente. Lo emotivo es lo que resulta en momentos como
éstos”. Así que el SIN se fue hasta Arequipa, donde encontraron al un párroco que había
hecho una fortuna en limosnas con la virgen que lloraba de su iglesia y a punta de pistola
lograron hacerle confesar que el secreto consistía en ponerle lágrimas de glicerina a la
imagen, y así lloraba.
El efecto fue inmediato. Una virgen de yeso en el Callao empezó a llorar y la noticia se
difundió con la fuerza del Apocalipsis, al principio en Lima y después en todo el Perú; la
cobertura mediática, la neurosis, la exageración y el terror al fin del mundo hicieron el
milagro para el departamento de Inteligencia, y la gente se olvidó de las matanzas.
Pero porco después se supo que nueve estudiantes y un profesor de una universidad en la
Cantuta habían sido encontrados muertos a balazos por los descampados de la localidad;
nuevamente, el escándalo hizo su agosto y la prensa amenazaba con rastrear el incidente
hasta sus orígenes, esto es, el grupo Colina y las instalaciones de Inteligencia.
El SIN sabía que entristecer de nuevo a la virgen no causaría el impacto mediático deseado.
Esta vez, se fueron a Pisco y buscaron la tumba más gringa que pudieron: Sarah Ellen se
convirtió en la amante de Drácula, enterrada viva como castigo por haber posado sus
atrevidos colmillos en el cuello de un noble inglés, por lo que su ataúd había partido en
busca de un cementerio que la aceptara, hasta llegar a un humilde rincón del sur del Perú.
Esto se debía a que antes de morir había dicho que “En ochenta años regresaría con
sangre”.
Así que la tarde del viernes posterior al asesinato de la Cantuta, Pisco se vio invadido por la
prensa nacional y miles de personas enloquecidas. La histeria colectiva alcanzó sus
máximos niveles con la oportuna llegada de cruces, ajos, miles de dentaduras de goma con
colmillos y el arribo de un grupo de rock cuyos integrantes se vestían de negro. ¿Y las
matanzas? Para el amanecer del domingo, nadie parecía saber nada de ninguna matanza.
Fue con estrafalarias estrategias como estas que a menos de un año de iniciado el régimen,
Montesinos se coló en el escritorio presidencial, siempre a la sombra, sin aparecer jamás en
los medios, sin ser nombrado por la prensa, pero sosteniendo firmemente la batuta del
gobierno y guiando a donde se le dio la gana las emociones de todo un país, que siempre
contaron mucho más que sus pensamientos.
Pero con una historia tan novelesca, la caída y el fin de sus protagonistas debían ser
estrepitosos. Así que las mismas armas que Montesinos utilizó para controlar a sus
adversarios, esto es, las grabaciones, el chuponeo y los chantajes fueron los mismos que le
pusieron la zancadilla y que lograron, indiscutiblemente, que el asesor más maquiavélico y
astuto de su tiempo cayera y que hoy se encuentre tras las barras. Su títere Fujimori se
escondió durante algunos años en el extranjero, pero ya sin la asesoría de Montesinos,
seguramente mal aconsejado y probablemente convencido de que las pruebas en su contra
jamás bastarían para incriminarlo, el ex presidente eligió salir de la seguridad de su
escondite y buscar la gloria; sin embargo, lo que encontró fue que sus acciones habían
dejado rastro, que tanta ingenuidad no es posible, sobre todo si se ha logrado gobernar un
país durante diez años, por más que proclamara su inocencia. Fujimori fue condenado a
cumplir 25 años de pena privativa de la libertad como "autor mediato de la comisión de los
delitos de homicidio calificado, asesinato bajo la circunstancia agravante de alevosía en
agravio de los estudiantes de La Cantuta y el caso Barrios Altos".
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