De la guerra de los mundos a la guerra de los tiempos: Las tramas interpretativas de Blade Runner de Ridley Scott Josetxo Beriain Universidad Pública de Navarra “Sin los monstruos no sabemos lo que somos, con ellos no somos lo que sabemos” Richard Kearney En 1938, Orson Welles decidió adaptar la novela de H. G. Wells, The War of the Worlds, a un programa radiofónico que se emitió como un especial de Hallowen el 30 de octubre, dando origen a un pánico masivo en Estados Unidos, cuya población pensó que estaba siendo invadida por marcianos. En 1982, otro gran director de cine, Ridley Scott, decidió adaptar la novela de Philip K. Dick: ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, al cine creando un clásico de la ciencia-ficción, Blade Runner, con guión de Hampton Fancher y David Peoples, y con un nutrido grupo de actores comandado por Harrison Ford en el papel estelar de Blade Runner. En una visión futurista ciberpunk, el ser humano ha desarrollado la tecnología necesaria para crear replicantes, clones humanos usados como fuerza de trabajo esclava para servir en las colonias exteriores del planeta Tierra, pero con un tiempo fijo de vida (aproximadamente 4 años), como mecanismo de seguridad de los humanos frente a ellos. En Los Angeles, 2019, quizás un futuro presente demasiado prematuro, Deckard es un Blade Runner, un policía especializado en la eliminación, “retiro”, de replicantes. En principio retirado, es forzado a volver a su antigua brigada de policías caza-replicantes, cuando recibe la noticia de que cuatro de ellos se han escapado de una colonia del espacio exterior y existe la sospecha de que se hayan infiltrado en la Tierra. No me interesa tanto el valor cinematográfico del film –siendo consciente de que es uno de los mejores filmes de ciencia-ficción de todos los tiempos- como desvelar el conjunto de tramas interpretativas cuidadosamente anudadas en el relato cinematográfico. Hay muchos ejes de significatividad que llaman la atención en el filme, donde se combinan temas como la condición humana, el tecno-bio-poder y el valor del tiempo, entre otros. Nos llama poderosamente la atención la experiencia vital de los cuatro replicantes: Leon, Zhora, Pris y Roy. Su vida es como un temporizador biológico que se prolonga angustiosamente a lo largo de 4 años. Han sido creados, diseñados, planificados a través de la biotecnología y su acortamiento vital no es el producto del azar de la naturaleza sino del diseño humano que por miedo a una rebelión crea un mecanismo de seguridad, la limitación de la vida a 4 años. Hay una precipitación esquizofrénica del acortamiento de su tiempo vital que encuentra un paralelo en el proceso degeneración celular que se manifiesta en una decrepitud acelerada, también el ingeniero de diseño genético, J. F. Sebastian, que trabaja para la Tyrrell Corporation, la gran corporación que manufactura clones humanos, cuyas oficinas centrales comparecen en el centro simbólico de un LA (Los Angeles) neogótico, a la manera de dos pirámides mesoamericanas. Si el pasado ya no es presente, si el pecado ya no es pecado, el futuro puede ya no precisar ser conceptualizado como salvación. Si esto es así, entonces, resulta más comprensible el que una concepción de la vida buena se manifieste como vida realizada (aquí y ahora). La vida realizada ya no supone una “vida superior” esperando después de la muerte sino que consistiría en realizar cuantas más opciones se pueda del vasto horizonte de posibilidades que nos ofrece un mundo de tiempos comprimidos. Como todos los trabajadores que deben hacer frente a la amenaza de un acortamiento de su vida en general y de su vida laboral en particular, los replicantes no aceptan los límites de esa compresión-acortamiento de su tempo vital. La aceleración del ritmo de vida parece ser una solución a este problema, si vives al “doble de velocidad”, así lo pone manifiesto el jefe Tyrrell cuando afirma, respondiendo a Roy Batty, su creación replicante, “la llama que arde con el doble de intensidad dura la mitad de tiempo”. Si se incrementa la velocidad del ritmo de vida, se puede vivir una multiplicidad de vidas dentro de una misma vida, echando mano de las opciones disponibles, la cuestión es experimentar siempre más en el menor tiempo posible, la clave está en una intensificación de la existencia. La voz narrativa del replicante es algo distinta, cual moderna fuerza de trabajo esclava se rebela contra ese tiempo comprimido, con la pretensión de extender su horizonte vital. Mientras Tyrrell exige poder experimentar lo más posible en el menor tiempo posible, experimentar más en menos tiempo, en una especie de frenesí presentista en donde la alienación ha sido deslocalizada, ya no hay fábrica como locus marxista de alienación, tal como ocurría en Metrópolis (1922) de Fritz Lang, sino una serie de etnopaisajes de ruina y decadencia que emparentan con el entorno del Angelus Novus de Klee-Benjamin, sin embargo, la voz narrativa del skinner (pellejudoreplicante) busca imitativamente un horizonte humano que le permita saber “de dónde viene, a dónde va y cuanto le queda”, busca violentamente, desacelerar, desactivar ese mundo desbocado de indeterminación. Sin duda, podemos extraer una cierta conjetura sociológica, a partir de estas nuevas realidades psicosociales, según la cual cuanto más indeterminada es la conciencia colectiva, es decir, cuanto más diferenciada está la sociedad en sistemas, roles, valores y opciones, más comprimido y escaso se vuelve el tiempo. Cuanto más dependemos de un único ritmo temporal que jerárquicamente engloba las vidas y existencias de las personas, más disponibilidad de tiempo existe, sin embargo, cuanto más dependen nuestras existencias de tiempos cruzados, de tiempos en conflicto, de tiempos que chocan transversalmente, la escasez de tiempo se incrementa y emergen inevitablemente dinámicas de aceleración y de compresión del tiempo. En el primer caso, en las sociedades con vínculos comunitarios fuertes, el tiempo libre es más frecuente, mientras que en las sociedades fuertemente diferenciadas, el tiempo libre se comprime, se hace escaso, no porque no exista suficiente aceleración tecnológica o biotecnológica, sino porque aumenta la tasa de actividades en progresión geométrica. Los paisajes de desindustrialización y decadencia postindustrial ponen de manifiesto un magma social dentro de un horizonte dystópico en el que, por una parte, coexisten prácticas informales de trabajo, en donde parece que ha desaparecido cualquier atisbo de solidaridad de clase o compromiso social con la consiguiente individualización del riesgo y, por otra parte, está la “fuerza de trabajo esclava” representada por los replicantes que habitan el “afuera” del espacio exterior configurado por las colonias galácticas. El lema de la Tyrrell Corporation dice: “el comercio es nuestro lema, más humanos que los humanos”. Entre las tramas interpretativas sociológicas que florecen en el film, dentro de un formato que combina la ciencia-ficción y el thriller policíaco está, sin duda alguna, la reflexión sobre lo social y lo humano. Los clones humanos o replicantes, cuya vida se ha comprimido en cuatro años de duración, son “seres inexpertos emocionalmente en busca de su pasado”, que el diseño biotecnológico perfecciona en cada generación, así queda patente en la asistente de Tyrrell, Rachel, privada del limitador biológicotemporal y, por tanto, abierta al futuro en una carrera de transgresión de las fronteras de la naturaleza humana auspiciada por el desarrollo de la ingeniería genética. Llama nuestra atención comprobar cómo los replicantes guardan fotografías familiares, que en realidad son implantes cerebrales de familias humanas, a través de las cuales tratan de reconstruir una cierta memoria colectiva impresa. Mientras que el diseño biotecnológico realiza implantes selectivos de memoria con el objetivo de construir mano de obra productivamente útil y políticamente dócil, sin embargo, los clones aprenden paradójicamente a ser humanos, como una consecuencia no deseada inherente a su diseño, y desarrollan pautas humanas. De hecho, la muerte del último replicante, el líder, Roy, pone de manifiesto algo muy humano, la recurrencia de las preguntas de ultimidad, “de dónde vengo, a dónde voy, cuanto me queda”, con el lógico interés de ampliar la franja vital, más allá de los cuatro años producto del diseño biotecnológico. La imagen ambigua del monstruo de Frankenstein emerge con el replicante y nos ayuda a situarnos ante el modo en que la moderna tecnología borra la distinción entre humanos y no-humanos. Blade Runner, en una suerte de futuro presente, muestra a las claras que toda vez que la frontera que delimitaba la naturaleza de la cultura se muestra, a todas luces, sobrepasada, como otras fronteras que la modernidad ha sobrepasado y dejado atrás, la pregunta que interroga por los límites del “reloj biológico” humano encuentra su horizonte de expectativas abierto con el despliegue de toda una serie de técnicas de clonación humana in nuce y de trasplante e implantación de órganos. La ciencia y la técnica multiplican las potencialidades de la naturaleza humana reduciendo a un instante lo que ha costado generaciones con los métodos convencionales de reproducción. Incluso en este aspecto se produce una importante compresión del tiempo. Las nuevas tecnologías de reproducción asistida y los nuevos modelos culturales hacen posible, de forma considerable, disociar edad y condición biológica de la reproducción y de la paternidad. En términos estrictamente técnicos, hoy (2013) es posible diferenciar los padres legales de un niño; de quién es el esperma; de quién es el óvulo; donde y cuando se realiza la fertilización, en tiempo real o retrasado, incluso después de la muerte del padre, y de quién es el útero en el que nacerá el niño. El cyborg, el organismo cibernético es ya una realidad, desde el momento en que nos introducen un by-pass en el cuerpo, un marcapasos, estructuras metálicas que sustituyen a partes del endoesqueleto, u órganos transplantados, ya somos cyborgs, híbridos compuestos de naturaleza externa e interna. Esto no es el mañana, esto es el mañana del ayer. Una vez que se despejen toda una serie de interrogantes éticos y jurídicos en torno al proceso de reproducción de células madre, la clonación de tales células con fines terapéuticos será una realidad. En el film esto ya ha ocurrido, ya hay clones humanos. Los expertos en salud pública han predicho que a partir de 2000, la mitad de las operaciones quirúrgicas realizadas conllevarán transplantes de órganos e implantes de prótesis. En el film ya existe el implante de cerebro, Rachel es un replicante de última generación, dotada ya de un deslimitador biotecnológico de duración vital. El cyborg, y coextensivamente el replicante, comparecen como un símbolo de mediación, traducción, hibridación y promiscuidad. Sintetiza aspectos informáticos, biológicos y económicos, ni siquiera podemos hablar ya sólo de biopoder, en el sentido que habló Foucault, sino que tenemos que hablar de tecno-bio-poder, como muestra Donna Haraway. El replicante sería la articulación metafórica y material de lo que somos y de lo que podemos ser. No hay esencia clon, una/o no nace hombre o mujer, una/o no nace organismo, en el principio, por tanto, fue la copia, en el principio fue el diseño generador de diversidad (G. O. D. Generator of Diversity). El replicante es el producto del desmoronamiento de fronteras, entre la naturaleza y la cultura, entre el organismo y la máquina y entre lo físico y lo simbólico. Los genes y la biotecnología son los dispositivos de transgresión. El replicante es un trans-individuo, un personaje de umbral, un tipo liminal de los descritos por Victor Turner y, por tanto, en ese “ser transicional” -quizás debamos hablar de “devenir” más que de ser- anida la “promesa de los monstruos”. En la ambivalencia radical del hamster, de la ratona (oncomouse), sujeto/objeto de pruebas en el laboratorio, radica ese dilema hamletiano, ser o no ser, extraer sin ninguna inocencia la mejor y la más potente posibilidad de dentro de lo que más nos aterroriza o permanecer dentro de la seguridad autocomplaciente de los estrictos límites separatistas de lo humano. Incluso Tyrrell, el hipocondríaco jefe de diseño genético de androides replicantes estaría defendiendo un cierto esquema rígido cuando afirma, para legitimar la “manufactura” genética de sus criaturas: “más humanos que los humanos”, puesto que el problema, la última frontera, más allá de la cual se crea un nuevo horizonte de indeterminación que hace tabula rasa bruscamente de la tradición heredada, es precisamente el que planteaba Nietzsche: no tanto ser demasiado humanos queriendo ser más humanos que los humanos sino la transgresión de las fronteras de lo humano habilitando una nueva forma de existir en el mundo de consecuencias imprevisibles. El horror vacui del hombre “normal” se completa aquí con la angustia de la transgresión del límite como la que nos trae a colación Bernardo Atxaga en su magnífico poema del erizo: “El erizo despierta al fin en su nido de hojas secas, Y acuden a su memoria todas las palabras de su lengua, Que, contando los verbos, son poco más o menos veintisiete. Luego piensa: el invierno ha terminado, Soy un erizo, dos águilas vuelan sobre mí; Rana, Caracol, Araña, Gusano, Insecto, ¿En qué parte de la montaña os escondéis? Ahí está el río, Es mi territorio, Tengo hambre. ...... Sin embargo, permanece quieto, como una hoja seca más, Porque aún es mediodía, y una antigua ley Le prohíbe las águilas, el sol y los cielos azules. Pero anochece, desaparecen las águilas, y el erizo, Rana. Caracol, Araña, Gusano, Insecto, Desecha el río y sube por la falda de la montaña, Tan seguro de sus púas como pudo estarlo un guerrero de su escudo, en Esparta o en Corinto; Y de pronto atraviesa el límite, la línea que separa la tierra y la hierba de la nueva carretera, da un solo paso entra en tu tiempo y en el mío; Y como su diccionario universal No ha sido corregido ni aumentado En estos últimos siete mil años, No reconoce las luces de nuestro automóvil, Y ni siquiera se da cuenta de que va a morir”. Eso desconocido y realmente peligroso es lo que nos hace dudar de iniciar el tránsito, porque una vez iniciado éste ya no podremos retroceder. Al erizo le empuja el hambre física, a nosotros y coextensivamente al replicante, el hambre metafísica de una cierta inmortalidad, pero, tanto en un caso como en el otro la transgresión está servida, es solo cuestión de tiempo, forma parte de propio proceso de des-limitación evolutiva. En la pregunta sobre ¿qué significa ser humano?, en esa gran distinción, en ese gran ser fronterizo que no tiene fronteras, como nos decía Simmel, es donde, quizás, con mayor preeminencia se manifiesta la sórdida pugna entre los celosos guardianes de la frontera, los policías, y los biotecnólogos que diariamente en el laboratorio transgreden una frontera con el objeto de ir más allá, de trascender lo existente, incluida la naturaleza humana. En el film se vislumbra un nuevo destino socialmente producido, en donde perseguidor y perseguidos, policía y replicantes, son los sujetos de una dystopía que resume el otro policía compañero de Deckard, llamado Gaff, en una lastimosa expresión: “Vivir, vivir, ¿quién vive?”. Los replicantes no aceptan los límites heteroimpuestos de su lapso de vida de cuatro años como tampoco los trabajadores humanos aceptan la amenaza real de un acortamiento de su vida laboral en la nueva constelación postindustrial que dibuja el film. Sin embargo, no existe un modelo central de acción colectiva sino microactividades individuales, el modelo teórico de referencia no es Marx, es decir, la revolución industrial y el sujeto histórico revolucionario que salvíficamente se rebela contra un orden socio-económico injusto, sino más bien el de Simmel, el de los círculos concéntricos de socialidad. Frente al individuo que se sitúa en las sociedades tradicionales, dentro de los sólidos y estrechos círculos concéntricos –la familia, la comunidad, la fábrica y los sindicatos- que le dan seguridad, un cierto cocoon protector, pero que también limitan rígidamente su individualidad, los individuos postradicionales de este 2019 que se muestra en Blade Runner crean su propio espacio de actuación en esos “pedazos” de socialidad itinerante procedentes del cruce de los círculos sociales. Cuanto menos relación tenga la pertenencia a un círculo con la pertenencia a otro, tanto más característico será para la determinación de la personalidad el hallarse en la intersección de ambos. La intención del replicante en respuesta a sus creadores es intentar encontrar la manera de romper la barrera fatídica de los cuatro años de vida y prolongar su existencia, infiltrándose en el corazón del centro productivo que los manufacturó, obligando violentamente y sin éxito a reprogramar su constitución genética. La respuesta de Tyrrell al líder de los replicantes, Roy Batty, es que los replicantes tienen una recompensa acorde con la brevedad de sus existencias, la renuncia a una vida in extenso tiene su contrapartida en la intensificación comprimida de sus existencias. “Disfruten de ella –dice Tyrrell-, una llama que arde con doble intensidad dura la mitad de tiempo”. Tyrrel funge de neo-panopticón, vigila sus creaciones a través de un dispositivo built-in de cada uno de los replicantes, es decir, a través de la propia auto-limitación de una vida comprimida, mientras existe un nexo de simpatía y comprensión entre Blade Runner-perseguidor y skinner-perseguido, pero no existe una unión de los oprimidos (policías alienados realizando tareas de aniquilación de seres posthumanos y fuerza de trabajo esclava insurgente). No existe ningún atisbo de acción común, a pesar de que a Decker le salvan la vida dos veces los replicantes. En caso de fallo en los productos manufacturados por la Tyrrel Corporation, la consiga es clara: hay que eliminarlos y este acto se denominará “retirement”, retiro de una mercancía defectuosa. Pero, cuando cambiamos el registro narrativo del plano funcional-sistémico al plano simbólico-emocional, la trama de significados implicada es distinta, porque el replicante comparece aquí y ahora, como el monstruo posthumano transgresor, creado por los humanos, pero que debe ser sacrificado como un “chivo expiatorio”, en los términos de René Girard. No es alguien lejano en el espacio y en el tiempo, alguien que habita el afuera de nuestro mundo, las colonias del mundo exterior, sino alguien que se ha infiltrado en nuestro mundo, alguien –en los términos de Simmel- próximo físicamente, que habita en el apartamento de al lado, pero lejano culturalmente, debido a que el replicante es un ser sin socialización, un clon al que le han implantado una “memoria genética externa”, pero, que ha desarrollado pautas propias y se rebela contra su destino biogenéticamente configurado. Los monstruos también señalan la experiencia-límite de un exceso incontenible, recordando al sujeto que nunca es soberano completamente. Muchos grandes mitos y cuentos son testigos de este aserto: Edipo y la esfinge, Teseo y el minotauro, Job y Leviatán, San Jorge y el dragón, Akab y la ballena, Ripley y el Alien. Cada narrativa del monstruo nos trae a colación que el sujeto no está seguro nunca en sí mismo, tal como lo introdujo Foucault en El orden del discurso, “existen monstruos que nos rondan, cuyas formas cambian con la historia del saber”. Ellos habitan en los márgenes de lo que puede ser legítimamente pensado y dicho, desafían nuestras normas acreditadas de identificación. Innaturales, transgresivos, obscenos, contradictorios, heterogéneos, locos, los “monstruos” son lo que nos mantiene despiertos por la noche, y lo que nos pone nerviosos durante el día. Nos atemorizan porque también “cuidan” de nosotros. Son aquello que puede ser y no ser, son categorías limítrofes, liminoides, en los términos de Víctor Turner. Mientras los “monstruos” clásicos surgen del inframundo y los extraños proceden de un mundo circundante, los clones-replicantes proceden de el otro mundo, del “más allá”, de las colonias del mundo exterior. Proyectamos en otros, “fuera de nosotros”, en este caso en los replicantes, aquellos temores inconscientes que habitan en nosotros y nos perturban. Más que reconocer la presencia de la alteridad en nuestro interior, la llevamos fuera creando, irresponsablemente, chivos expiatorios estigmatizados, entre otros, rechazando la posibilidad de nuestro auto-reconocimiento como otros. A través del tiempo, somos testigos del recurrente rol de los chivos expiatorios encarnados en las figuras colectivas como los cananitas, los gentiles, los herejes, las brujas, los judíos, los negros, los “rojos”, los salvajes, ahora los replicantes. Pero, en realidad, los realmente responsables no son los “monstruos” posthumanos extraterrestres sino los ingenieros humanos manipuladores de la guerra tecnológica y biogenética que crean los constructos monstruosos. Las fuerzas más alienantes y productoras de extrañeidad parecen residir no “ahí afuera”, en el espacio intergaláctico sino dentro de la misma especie humana. Los replicantes, en Blade Runner, habrían realizado su propia estrategia de supervivencia, no muy diferente a la que solían realizar los humanos, esto es, los “monstruos” posthumanos extraterrestres buscan la humanización de su especie biológica a través de una liberación de sus limitaciones biológicas hetero-impuestas. Sin embargo, es la intervención humana, y la soberbia científica, la que arrastra el ciclo reproductivo a una saga de matanzas y destrucción. Son los seres humanos quienes han convertido a estos “extraños” en chivos expiatorios. Pero, los replicantes externos no son las únicas formas de alteridad, J. F. Sebastian, ingeniero genético que trabaja para la Tyrrell Corporation, afectado el mismo por un síndrome de decrepitud celular acelerada, crea a través del diseño genético, “freaks” posthumanos, juguetes de diseño genético, que lo acompañan para mitigar su soledad en medio de una muchedumbre solitaria. Contrasta la copresencia de variedades de alteridad, la de los “monstruos” replicantes que llegan de afuera con los “monstruos” internos que diseña para el consumo doméstico J. F. Sebastian. Si seguimos analizando los perfiles que adopta el replicante no desde la voz narrativa del sistema sino desde el lado simbólico-emocional del sujeto, observamos un conflicto edípico en el que los hijos-replicantes acaban asesinando violentamente a su padre progenitor-diseñador, Tyrrell, y se manifiesta un amor y cooperación entre ellos, pero lo que realmente sorprende poderosamente es el anti-teleologismo, el antifinalismo, que desarrollan los replicantes. En lugar de actuar, de desarrollar, definitivamente, una conciencia posthumana, a la manera del superhombre nietzscheano, haciendo tabula rasa de las experiencias y “limitaciones” humanas, sin embargo, renacen en ellos destellos, recuerdos humanos imprevistos y no deseados por los propios humanos–que se manifiestan en su compulsión a coleccionar fotografías de antepasados humanos-, en donde aflora la imagen de la ausencia de la madre como ese primer objeto del deseo. En ese pasado inventado genéticamente por los humanos para los replicantes florece la imagen de la madre, la nostalgia de su no-presencia, el poder de lo simbólico irrumpe dentro de lo sistémico-funcional. El desenlace final no es un desenlace final propiamente dicho. Ridley Scott dibuja dos finales, el primero en 1981, con un cierto eco optimista-naturalista en donde el penúltimo replicante, Roy Batty, con un cierto espíritu de humanidad retroprogresiva pone fin a un cierto finalismo sacrificial, dejando vivir a un Deckard totalmente postrado y a su merced, recogiendo este a su nuevo amor, Rachel, fugándose ambos y adentrándose en un nuevo paisaje, en el que irrumpe nuevamente la naturaleza, al dejar atrás los etnopaisajes tenebristas y sofocantes de LA 2019. Frente al modelo veluciferino de Fausto, apoyado en la impaciencia, la prisa y el tiempo comprimido, Scott propone otro modelo que mira más a Linceo, que mira al espacio, a la naturaleza y a sus ritmos. Pero, el propio Scott, en 2007, amputa este final optimista-naturalista y se queda en la indeterminación de ese final antisacrificial de Roy Batty, sin el aditamento salvífico de la versión de 1981.