Num007 013

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Miguel Ortega Álvarez-Santullano
Unas ideas sobre la cuestión cultural
Más o menos difusa y más o menos
aguda se percibe hoy en España una
conciencia inquieta que subraya la importancia de la cultura para nuestra
consolidación como nación moderna y
al propio tiempo nuestra pobre vida
cultural y la vetustez e inoperancia de
muchas de nuestras instituciones culturales. Este desasosiego, en sí saludable,
suele basarse, más que en una reflexión
lúcida sobre las características propias
de la sociedad española presente, en
una obsesiva comparación con otros
países europeos y en un desengaño al
comprobar que el advenimiento de la
democracia no ha generado un renacimiento cultural.
Para entender la situación presente
y conjurar conclusiones de pesimismo
radical no parece superfluo recordar,
en primer lugar, que la acepción moderna de cultura resulta globalízadora,
e incluye, junto a las creaciones intelectuales y artísticas de las élites, las
costumbres, actitudes, valores y conocimientos medios del conjunto de la
sociedad; se concibe a la cultura como
un modo o sistema de vida. Pues bien:
en España nos encontramos sin duda
con un pasado rico en creaciones culturales aunque, salvo en corrientes minoritarias y siempre perdedoras, inspiradas en esquemas mentales poco acordes
con los que en Europa han triunfado
Cuenta y Razón, n.° 7
Verano 1982
y fraguado el pensamiento moderno;
por otra parte, gracias al crecimiento
económico reciente y menos reciente
y a la instauración de la democracia
política, se han implantado instituciones y formas externas de vida semejantes a los del resto de nuestros vecinos
europeos. Sin embargo, las raíces culturales profundas de las que la democracia occidental nace y se asienta no
han sido, ni todavía son, las generalmente dominantes en España. Me refiero al respeto a la libertad y a la
consiguiente responsabilidad individual
en todos los órdenes (lo que conlleva
una cierta soledad y genera una segura
madurez), a la ausencia de dogmatismos y, por ende, a la tolerancia, a la
acción y a la iniciativa como cauce de
realización personal y de prestigio social, al espíritu asociativo con los fines
más diversos, al examen empírico y racional de la realidad, a una profunda
vivencia de la igualdad individual, etc.
Admitamos que tales valores y actitudes no son comunes en nuestra sociedad y que tampoco son los que los niños españoles de hoy —y menos del
franquismo— respiran en sus familias
y en sus escuelas. Aquí reside, a mi
juicio, una de las claves profundas del
desasosiego a que antes aludía.
Al propio tiempo, el hecho de la
muy reciente generalización de la es-
cuela en España —bastantes décadas
después de los grandes países europeos
con los que solemos compararnos— explica que el grado de instrucción de
amplísimos sectores de nuestra sociedad haya sido prácticamente nulo y
que hayan quecíado inmersos en un
mundo «cultural» que poco tiene en
común con el prevalente en Europa.
En este ambiente el desajuste entre
urías minorías y la media del país resulta abismal y origina la incomunicación y falta de integración social que
tanto ha contribuido a los sobresaltos
políticos de nuestros últimos siglos.
Y, finalmente, al acercarnos a nuestro
tiempo nos hallamos con el largo
período del régimen franquista, que en
el aspecto cultural implicó: a consecuencia del exilio o de métodos represivos, la yugulación del filón liberal
que, débil, pero ininterrumpidamente,
pervivía en España desde el siglo xvm
—por no hablar del filón marxista—,
de corte europeo, y de una eminentísima pléyade de intelectuales y pedagogos; la promoción, en muchos casos
por magníficas plumas, de actitudes y
valores nacionales y confesionales harto
ajenos a los rasgos de la moderna
cultura europea; la entusiasta y acrítica
expansión del consumo privado y de
modas y técnicas foráneas injertados a
menudo como diversivo; en resumen,
y como consecuencia de los factores
indicados, el profundo debilitamiento
y desprestigio del humus cultural español, indispensable para el florecimiento
de una élite intelectual, y que se asienta
en el perpetuo debate, en el análisis
de problemas y búsqueda de ideas, en
el constante intercambio con el exterior, en el prestigio social de los
artistas e intelectuales, en una presencia y en una influencia en los acontecimientos de la comunidad.
Volviendo al punto de partida de la
cultura como modo de vida global, no
ha de extrañarnos, con estos anteceden-
tes, que la aparente modernidad de
nuestra vida urbana e industrial vaya
acompañada de extrema fragilidad y
precariedad del substrato cultural. En
España, tras el reflujo de la moral católica, no aparece una base de ética
personal; tras la desaparición de la propaganda, no surge como por ensalmo
un pluralismo creativo de escuelas y
maestros inexistentes; tras el cese de
la fuerza como aglutinante de un pueblo, las reglas del juego político y de
la convivencia cívica carecen de raigambre; ciertos valores inseparables del
pluralismo y de la libertad no han podido ser asimilados y menos ejercidos;
los resultados, en fin, de la instrucción
obligatoria general no han tenido todavía tiempo de fructificar.
¿Cómo extrañarse de que nuestra
vida cultural y cívica se aleje tanto de
la de nuestros vecinos europeos? Un
amigo mío suele comentar su admiración al pasar la frontera por la raya de
los pantalones de los gendarmes franceses. Esa raya, en definitiva, no se
explica por la renta per capita, sino
por un proceso de siglos. Valga, y trasciéndase, la frivolidad provocatoria del
ejemplo.
¿Qué hacer? Ante todo, asumir la
situación, conocerla, analizarla para
construir sobre nuestra realidad y no
sobre la arena del mimetismo. En segundo lugar, reconocer tres hechos positivos y esperanzadores: hemos recobrado la libertad de hablar, de escribir,
de buscar, de debatir, de relacionarnos
con el exterior; más aún, la libertad de
actuar, de comprometernos, de votar,
de participar, de elegir, de equivocarnos, de recoger los frutos de nuestros
actos. De la libertad nace la madurez
y de la madurez brota una cultura.
Además, con notable esfuerzo económico de la colectividad española, se ha
extendido la enseñanza obligatoria a
prácticamente toda la población y el
proceso se afianza y continúa. Las pró-
ximas generaciones tendrán una preparación de conocimientos superior. Por
su lado, los medios de comunicación de
masas sin duda contribuyen, no obstante
errores, desviaciones y lagunas, a
elevar el nivel cultural de la población.
Un tercer hecho patente y alentador
cabe hallarlo en la creciente sensibilidad y demanda de servicios culturales,
en el éxito de iniciativas recientes y en
la propia inquietud y desasosiego que
nuestras insuficiencias crean en las personas más conscientes de la función
estabilizadora que para una sociedad
libre y económicamente satisfecha desempeña la cultura.
De estas realidades ha de emanar un
optimismo cierto a medio y largo plazo. Tres peligros o dificultades pueden
frenar o ensombrecer este proceso: el
predominio excesivo del localismo cultural que ahogue enfoques y actitudes
de convivencia válidos para toda la comunidad; el desprestigio de la gestión
del régimen político, que por lógica y
por historia se asienta sobre el .pluralismo cultural y sobre la libertad personal; la escasa penetración, a través
de la familia y del sistema escolar, de
los valores vitales (mucho más determinantes que los conocimientos) propios de una sociedad tolerante.
En dos ámbitos me parece perentorio un esfuerzo de reflexión y un avance cultural de envergadura. De una
parte, urgen la incorporación al debate
y creación colectivos en plano de igualdad de ciertos sectores sociales, escuelas de pensamiento o filones culturales,
que hasta ahora, y por diversas circunstancias, han quedado marginados
de debate cultural en su sentido más
amplio. La evidente crisis general de
la ideología marxista y su escasísima
implantación en España no contribuye,
desde luego, a la participación, aunque
indirecta, madura de grandes masas de
la población en el análisis y diagnóstico de nuestros problemas.
El segundo aspecto en el que se
echa de menos una reflexión seria se
refiere al del análisis crítico y realista
(no del tipo unamuniano) del crecimiento económico y su impacto en las
ideas y pautas de comportamiento colectivo. La tradicional aporía culturacivilización, ser-tener, naturaleza-indusíria requiere, a mi juicio, una aportación española, aunque no sea original, y
una discusión extendida y franca para
tratar de evitar la dicotomía y el vaciamiento que hoy se percibe en amplios aspectos de la vida nacional.
El bienestar material —«a mixed
good», decía Coleridge hablando del
progreso industrial descompensado por
intereses humanos paralelos— crea el
riesgo de la superficialidad consumista
y pasiva en el individuo y de la prevalencia de lo privado e inmediato
frente a bienes colectivos y a medio
plazo. El desarrollo español de los últimos lustros confirma que no hemos
sabido o querido evitar estos riesgos.
¿Qué hacer?
Por un lado, es evidente, dejar que
los individuos y los grupos ejerzan su
libertad, debatan, crezcan, maduren,
inicien, experimenten, triunfen, fracasen, hagan prosélitos, creen, funden,
adquieran o pierdan fama y riqueza...
Como suele decirse, dejar que la sociedad viva y genere su cultura. Resulta
tan evidente que seguir afirmándolo a
secas revela o bien mala conciencia, o
bien ausencia de ideas sobre la coyuntura presente.
Pero, aquí y ahora, no basta confiar
en el crecimiento espontáneo derivado
del vigor ínsito en una sociedad libre.
Pues, por un lado, el desarrollo cultural masivo requiere medios económicos
ingentes y, por otro lado, el Estado,
en el más amplio sentido de la palabra,
tiene en su mano palancas decisivas y,
en consecuencia, responsabilidades clarísimas aunque de varia naturaleza.
En primer lugar, un Estado demo-
crático, si es coherente en los valores
y presupuestos ideológicos (culturales,
en definitiva) sobre los que se erige, ha
de tender, aun sin proponérselo, a prestigiar aquel esquema. Requiere un estilo
y un modo de actuar. Sin ánimo
exhaustivo, cabría enumerar algunos
rasgos: debate, pluralismo, respeto a
la legalidad vigente, parsimonia y transparencia en la administración de los
caudales públicos, celeridad y equidad
en la aplicación de la justicia, selección
de los mejores, exigencia de responsabilidad en los servidores públicos, razonable nivel de eficacia. Estos y otros
rasgos a la vez justifican y legitiman
en teoría un régimen democrático; si
en efecto el funcionamiento del Estado
a ellos responde, se fortalecerán y
arraigarán en el conjunto del pueblo
los valores propios de una cultura democrática. Si los dirigentes y el aparato
del Estado traicionan sus orígenes, la
sociedad acabará despreciando los valores e ideas que lo justifican, esto es,
la cultura democrática. (Hay muchas
anécdotas y expresiones que confirman
este mecanismo; recordemos la «justificación» del fascismo por la puntualidad de los trenes.)
Un segundo y trascendental sector
para el arraigo cultural de la comunidad reside en el sistema de enseñanza
y educativo. (El papel clave de la familia escapa, por su propia naturaleza, a
toda acción pública, si no es la indirecta de educar a los niños que serán
padres.) El esfuerzo cuantitativo que
se ha hecho y se sigue haciendo ha
sido mencionado. Queda por delante
la tarea ardua y lenta de la mejora de
la calidad; mejora de la calidad no sólo
de la enseñanza, sino también, y con
especial acento, inculcando un esquema
de comportamiento y valores propios
de la libertad y la responsabilidad. La
transmisión de conocimientos repercute
menos en la vida cultural y política
del país que la adopción de actitudes
vitales generadoras de madurez y civismo.
Desde este punto de vista, se comprende que el papel de la Universidad
adquiere una relevancia menor o más
sectorial para la transformación general
de la cultura de una colectividad. Sin
embargo, interesa subrayar su decisiva
función en la formación del profesorado
de los demás ciclos y en la cohesión
social —y consecuente prestigio— en
cuanto sus títulos y enseñanzas se ajusten a las necesidades del sistema productivo, ajuste que —dicho sea de
paso— desde hace años no existe.
El Estado dispone además, a través
de la titularidad, por ahora monopolística, de la televisión, de otra palanca
poderosa para incidir en la elevación
del nivel cultural de la población. Su
poder de penetración en extensión y en
profundidad aconseja que la calidad de
su programación, y no sólo de la específicamente cultural, se oriente a difundir esquemas y valores de comportamiento cívico/político, de gusto estético y de talante ciudadano propios de
un sistema pluralista. Si además los
contenidos sirven para afinar la sensibilidad y profundizar los conocimientos, quedará plenamente justificada la
condición de servicio público que las
leyes le reconocen. Y en este punto ha
de reconocerse que, sean cuales sean
las carencias y errores de enfoque de
la televisión estatal, un balance de conjunto desapasionado y despojado de
elitismo resulta positivo desde el punto
de vista cultural, y ello tanto más
cuanto más bajo sea el punto de partida cultural en el que la televisión
incida. El campo para la mejora de la
calidad sigue obviamente abierto a la
imaginación y a la competencia, incluida
la foránea.
Pero además, en España y en otros
países, existe un Ministerio de Cultura,
ministerio polémico, cuya propia justificación periódicamente se cuestiona.
Resulta fácil, en efecto, la tentación de
separar Estado y sociedad, Administración y cultura, poder e inteligencia, y
dirigir los focos hacia cuanto hay de
contradictorio y de incompatible entre
ambas esferas de la realidad. Es también fácil espigar ejemplos y citas de
las tormentosas relaciones entre política y cultura; pero es tan fácil precisamente porque desde siempre ha habido
estrechísimas relaciones entre las dos
esferas, entre élites de la creación y
élites del poder. Y para demostrarlo
no es preciso ni aceptar ni negar ninguna doctrina ideológica concreta.
Junto a estas posibles y brillantes
objeciones teóricas al Ministerio de
Cultura, se hacen al nuestro, al de España, otras de naturaleza muy concreta.
No aludo, se entiende, a las normales
críticas a su gestión en uno u otro ámbito, reconducibles al normal control
social de cualquier acción gubernativa.
Me refiero a las que detectan un pecado original en su nacimiento, al haber
surgido de las cenizas de un Ministerio
de Información y Espectáculos y al haber incorporado algunos servicios, personal y competencias de la fenecida
Secretaría General del Movimiento.
Sólo la Dirección General de Bellas
Artes, Archivos y Bibliotecas tiene
otra estirpe. Se arguye que fue el precio de la transición; pero no cabe duda
de que el respeto a los intereses pasados, en el fondo reducidos a intereses
de personas, podían haberse salvaguardado sin condicionar a un ministerio
que como el de Cultura debería haber
sido el más nuevo y dinámico del régimen democrático (la única ruptura con
el franquismo, teórica al menos, reside
en el esquema cultural): ligero de aparato administrativo, dirigido con imaginación y agilidad, con personal especializado, creíble y abierto para las
élites intelectuales, técnico y audaz a
la vez, gastador, merecedor de un gran
presupuesto. Por desgracia no ha sido
así. De modo que ahora se cuestiona
cada vez más su existencia incluso desde tribunas intelectuales de gran prestigio.
No podemos ya a estas alturas des-^
andar lo andado, o mal andado, en este
como en otros terrenos. Por ejemplo,
en el del proceso autonómico, que afecta muy directamente a todo el ámbito
cultural y, por ende, al propio Ministerio. Y la reticencia implícita deriva
no del miedo al reparto de competencias y a la desaparición de una estructura ministerial, sino del recelo al predominio de localismos románticos y antihistóricos y a las lagunas que podrían
así generarse.
Un Ministerio de Cultura u organismo similar, en la España autonómica,
con estructuras totalmente renovadas,
habría de desempeñar al menos las
funciones siguientes:
1.° Las derivadas del artículo 149.
1.28 de la Constitución, referentes a la
defensa, conservación y restauración
del ingente patrimonio artístico y monumental de España. La trascendencia
y urgencia nacional de este cometido
no necesitan subrayados, ni el volumen
de medios económicos que su cumplimiento exige. En este sentido el Ministerio de Cultura —llamado en otros
países de Bienes Culturales— puede y
debe desempeñar un gran papel inversor. Evidentemente, la legislación pendiente sobre la materia —proyecto de
Ley de Defensa del Patrimonio Artístico y Estatutos de Autonomía— deberá engranar con realismo y operatividad las competencias estatales con las
que, con cierta ambigüedad, atribuye
el artículo 148.16 de la Constitución
a las Comunidades Autónomas. Hay
que insistir en la prioridad absoluta de
esta competencia, porque en esta materia el mecenazgo de la sociedad sería,
por desgracia, siempre inferior a las
necesidades y, en consecuencia, la intervención del Estado en su conjunto
resulta inemplazable. Por otra parte,
no cabe en esta esfera ningún riesgo
dirigista.
2.° La prestación y organización de
grandes servicios culturales al conjunto
de la comunidad nacional, al menos
mientras éstos no pudiesen multiplicarse por iniciativa y con el sostenimiento
de las comunidades autónomas. Me refiero a grandes conjuntos sinfónicos o
de danza, compañías de teatro clásico,
centros de restauración de alta especialización, centros de documentación, etc.
3.° Asegurar la coordinación y normalización y, si es necesario, el asesoramiento, en aspectos técnicos, como,
por ejemplo, los referentes a inventario
artístico, sistema bibliotecario, archivístico, museístico, sistemas de mecanización, etc.
4.° Promoción de la vertiente específicamente cultural en las llamadas industrias de la cultura: cinematografía,
editoriales, discos y vídeos. Precisamente por su infraestructura industrial
y comercial estos sectores tienen un
mercado nacional e incluso supranacional. Pues bien, cualquier medida de
mecenazgo y fomento de los contenidos culturales parece, a mi modo de
ver, plenamente justificada por parte
del Estado.
5.° Gestión y estímulo de cuanto
contribuya al intercambio cultural en
el ámbito del territorio nacional y de
cuanto por su propia naturaleza rebase
los intereses de las regiones.
6.° Planificación y estímulo, de
acuerdo con los Ministerios de Asuntos Exteriores y de Educación y Ciencia, de la proyección exterior de la lengua y cultura españolas. Las acciones
en este terreno no están limitadas sino
* Técnico de Información y Turismo.
por el presupuesto disponible. No hay
apenas nada que inventar y sí muchas
iniciativas de eficacia ya experimentada.
7.° En contacto con otras instituciones públicas y privadas, nacionales
y extranjeras, poner las bases para la
aportación española a la futuras industrias culturales, basadas en la telemática, ya que las máquinas deberán ser
alimentadas de ideas y programas. De
no hacerlo así no sólo importaremos
el soporte tecnológico —las máquinas—, sino también sus contenidos, de
esparcimiento o de formación, con
consecuencias, culturales y políticas, fáciles de adivinar. (Una prueba, todavía
a pequeña escala, de lo que significa
una ausencia de capacidad de utilización de los medios técnicos la tenemos
en la programación televisiva actual,
donde se impone día tras día la gran
calidad media de productos extranjeros,
y más concretamente ingleses, en los
últimos tiempos. Con una doble consecuencia: que acabaremos conociendo
mejor las figuras y la historia de otros
países que la nuestra y que, al ser sus
problemas y esquemas mentales parcialmente distintos a los españoles, tendemos a reducir todo a espectáculo y,
en consecuencia, a desperdiciar los contenidos críticos y analíticos de una sociedad dada en y para los que fueron
concebidos.)
Por lo demás, es obvio que la nueva
cultura, la creación, las nuevas ideas,
las nuevas artes, seguirán su curso al
margen de las estructuras, buenas o
malas, de la Administración.
M. O. A.-S.*
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