Num037 016

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MUSICA
El Enmone de Rossini
ALVARO MARÍAS*
L Teatro; de la Zarzuela de
Madrid '¡ ha repuesto una de
las muchas óperas olvidadas de
Rossini: Ermione, rescatada primero por el Festival de Pesaro en
agosto de 1987; y difundida por el
disco casi simultáneamente gracias al registro realizado por Claudio Scimone para la firma Erato 2.
Es saludable el ;que nuestro futuro
Teatro de la Ópera se preocupe
por estar al día ¡ aunque se trate de
la relativa novedad que pueda
aportar una ópera de Rossini;
máxime si una| cantante española
* Madrid, 1953. Crítico mu- de la talla de Montserrat Caballé ha
sical. Profesor del Real Conser- mostrado un gran interés en la
vatorio de Madrid.
recuperación de esta partitura y ha
emprendido la ardua labor de
el tremebundo papel
1 Ermione se representó en encarnar
el Teatro de la Zarzuela de Ma protagonista.
Ermione fue representada en una
drid los días 15, 18, 21, 24 y 27
de abril de 1988. El reparto es única ocasión en vida de Rossini, el
tuvo encabezado por Montse 27 jde marzo de 1819 en el Teatro de
rrat Caballé (Ermione), Marga
rita Zimmermann (Andróma- San Carlos de Ñapóles, con tari
ca), Chris Merritt (Pirro) y Dal- escaso éxito que nunca se repulso.
macio González (Oreste), con Los defensores de la ópera
dirección musical de Alberto argumentan que Rossini sentía gran
Zedda, dirección escénica, esconografía y figurines de Hugo estimación por ella y que al retirar
de Ana, dirección coral de Ig la partitura de las manos del
nacio Rodríguez y coreografía lempresario napolitano le dijo:
de Arnold Taraborrelli.
«Volverás a encontrarte con ella,
2 Rossini: Ermione. Cecilia
antes o después, y tal vez entonces el
Gasdia, Margarita Zimmer
mann, Ernesto Palacio y Christ público napolitano reconocerá su
Merritt. Coro Filarmónico de error»; que reutilizó parte de su
Praga. Orquesta Filarmónica música para incluirla en otras óperas,
de Montecarlo. 2 CDs o LPs. y que incluso estuvo a punto de
ECD 75336. Erato.
llevar a cabo un «remake» con ella,
para reconvertirla en un Ugo, Re
d"Ita-
E
lia. Lo cierto es que ni una reacción un poco enrabietada ante un
fracaso ni una refundición o reutilización avalan forzosamente su
calidad, ni tan siquiera la auténtica valoración de Rossini de esta
obra. Por lo demás, nadie puede
objetar nada al hecho de escuchar
Ermione, por muy olvidada que
esté, si no fuera porque son todavía muchas las óperas de Rossini
—incluso entre' las bufas— que
yacen en el olvido más absoluto,
y no digamos las que hace decenios están ausentes de nuestros
escenarios.
Es un tópico común el afirmar
que el Rossini bufo es muy superior al serio, pero los tópicos a
menudo se basan en una realidad,
y éste en particular tiene su origen
no en la opinión de un majadero,
sino en el juicio del mismísimo
Beethoven. Es célebre "el relato
hecho por Rossini a Ricardo
Wagner en 1860 de la entrevista
mantenida en el verano de 1822
con Beethoven, que lo recibió con
gran afabilidad diciéndole:
«¡Ah! Rossini, ¿sois vos el autor
del Barbero de Sevilla! Os felicito;
es una excelente ópera bufa; la he
visto con placer y me he divertido
mucho. Mientras exista una
ópera italiana, se representará.
No intentéis jamás hacer otra
cosa que no sea ópera bufa; sería
forzar vuestro destino intentar
triunfar en un género distinto...
La ópera seria no está en la naturaleza de los italianos. Para tratar
el verdadero drama no tienen
bastante sabiduría musical... En
la ópera bufa nadie os puede igualar a vosotros los italianos. Vuestra lengua y la vivacidad de vuestro temperamento os destinan a
ello.»
Siglo y medio más tarde podemos estar seguros de que
Beetho-ven
no
andaba
descaminado; por más que se haya
revalorizado hasta cierto punto la
ópera seria de Rossini —y no
faltan razones para ello— nadie
puede dudar que si no fuera por
su producción bufa, el nombre de
Rossini representaría algo muy
distinto de lo que representa,
suponiendo que lo conociéramos.
Casi todos los biógrafos
rossi-nianos, desde Stendhal, han
hablado poco de Ermione; con
seguridad porque nunca la habían
escuchado. Casi todos repiten
que se trata de una aproximación
a la ópera francesa (¿para ser
representada en Ñapóles y estar
por tanto condenada al fracaso?),
de que es un intento de adaptar en
Italia la tragedle lyrique francesa,
de remedar la escuela de Gluck,
etc. Lo cierto es que una vez escuchado Ermione en su flamante registro discográfico y en su reposición madrileña no acabo de explicarme todos estos juicios á no ser
por el desconocimiento directo de
la obra. ¿Cuáles son las similitudes con la tragedle lyrique! Como
no sea el empleo de un tema clásico, con uno de esos indigestibles
argumentos que apenas consiguen interesarnos ni tan siquiera
cuando van vestidos por el formidable verso de Metastasio —el
mejor de todo el XVIII para
Me-néndez y Pelayo— y
arropados
con la música de Mozart, no veo
otra similitud. El primer rasgo
distintivo de la tragedle lyrique es
la sumisión de la música al texto y
el cultivo del recitativo con sucesión paulatina hacia estilos más
melódicos, sin contraposición entre recitativos y arias. Poco de
esto hay en Ermione, donde la
música mantiene tanta independencia de la accióri que se filtra
aquí y allá —para regocijo del
oyente— el Rossini cómico en
medio de cualquier situación dramática. ¿Cómo comparar el estilo
de Gluck o el de Rámeau con el
de Rossini? Si los idos primeros
tienen en común la declamación
del texto, con renuncia voluntaria
al gorgorito, Rossini, naturalmente, obliga a las voces a realizar
crueles acrobacias, pone a prueba
los registros extremos y hace exhibir la coloratura de los cantantes
hasta puntos rara vez superados.
Se dirá que en Ermione las participaciones del coro son particularmente importantes, que la acción es algo más lineal, que se
pintan estados de ánimo particularmente exaltados (Stendhal decía con gracia que «los personajes
Montserrat Caballé en
Ermione, teatro de la
Zarzuela.
no tenían apenas otros sentimientos que expresar que la cólera»);
pero lo cierto es ;que Ermione a lo
que se parece es ¡a las otras óperas
serias de Rossini, sin ser, indudablemente, una de las mejores.
Conste, desde luego, que para
un rossiniano a ultranza como el
que esto escribe, la obra no resulta
aburrida: el melodismo del
músico de Pesafo siempre
sedu-ce,su orquestación siempre
interesa, su circense empleo de las
voces deleita y sobrecoge a la par;
ahora bien, ello no obsta para que
se pueda comprender que el público napolitano de 1819 se aburriera moderadamente, como el
madrileño de hoy, sin que podamos tachar ni a uno ni a otro de
prosaicos o ignorantes.
La versión
E
L Teatro de la Zarzuela es
una de las instituciones
musicales del momento que parecen funcioner en nuestro país, en
el que siempre se derrochan más
esfuerzos e ilusiones cuando se
trata de crear de lia nada —o de la
casi nada— que a la hora de
mantener la calidad de lo que ya
se posee y se ha logrado tras años
de esfuerzo: forma parte de nuestro talento heroico y de nuestro
sistemático desdén hacia el patrimonio que ya poseemos. El primer
acierto estriba en el programa de
mano, que desde hace algún
tiempo constituye un verdadero
alarde, precisamente en esta época
de decadencia de los programas.
No sólo la edición es absolutamente primorosa, con muy
bellas reproducciones de partituras, grabados, fotografías, etc.,
sino que además incluye el libreto
completo en edición bilingüe y
un buen número de ensayos que
abordan el estudio de la obra re-
presentada desde muy diversos
puntos de vista. En la ocasión que
comentamos la calidad del contenido se correspondía con el acierto de la concepción, cosa que hasta
ahora no siempre ha sucedido.
Además de eso, se ha ido logrando que la abandonada Sinfónica de Madrid suene con dignidad, lo que no es poco dada la dificultad y falta de tradición de repertorio operístico. El director Alberto Zedda mantuvo la orquesta
muy en segundo plano, lo que no
beneficia ni siquiera a los cantantes en una acústica tan desagradecida como la del teatro de la calle"
Jovellanos; ello unido a una dirección algo plana restó fuerza e
incisividad al conjunto, dentro
del cual el coro supuso el punto
más bajo.
No termino de explicarme por
qué Montserrat Caballé, a estas
alturas de su carrera esplendorosa,
ha querido meterse en la camisa de
once varas que representa el papel
de Ermione. Ella, tan gran
cantante, no ha sido nunca una
gran rossiniana. Su voz grande,
bellísima, tiene demasiado cuerpo; es ágil y veloz, pero su
colora-tura se presta antes al
legato de Bellini o Donizetti que a
la transparencia articulatoria
exigida por Rossini; su vibrato,
muy amplio en el agudo, es más
adecuado para Wagner, Strauss o
Puccini que para este tipo de
repertorio; su técnica asombrosa
de flato es ideal para los célebres
filados, para los pianísimos
súbitos que ya han inmortalizado
su arte, pero la música de Rossini
no se presta a estos alardes de
dinámica, que le son innecesarios;
por último, su personalidad, más
dramática que cómica, es más
adecuada para el verismo o para el
verdismo que para la ópera de
Rossini, aunque cierto es que en
este sentido Ermione no requiere
precisamente vis cómica. Por
todo ello, tiene
más mérito que la Caballé interpretara su difícil papel con enorme profesionalidad, excelente afinación, absoluta seguridad y considerable calidad vocal: un papel
a contraestilo a una edad inadecuada servido con gran categoría
no hace sino acrecentar nuestra
admiración y acrecentar nuestra
sorpresa ante una cantante que
no se ha racionado nunca ni eludido las pruebas más comprometidas.
Algo parecido le sucedía a
Chris Merrit, que encarnó con
gran profesionalidad el papel de
Pirro, a pesar de ser poco adecuado para su voz: en su caso la afinación sufrió en algún momento,
dentro de un nivel muy respetable. Con gran calidad vocal y musical interpretó la mezzo Margarita
Zirnmermann el papel de
An-drómaca, aunque la única voz
auténticamente rossiniana fue la
de Dalmacio González, un tenor
extraordinariamente ligero para el
que las acrobacias de la partitura
no resultan pesadas, aunque inevitablemente a una voz de estas
características no se le puede pedir
el cuerpo y el dramatismo que no
puede poseer por definición. En
suma un buen reparto, pero no
un reparto adecuado, que es cosa
diferente.
Por último, un aplauso entusiasta para la dirección de escena,
escenografía y figurines de Hugo
de Ana, que fueron sencillamente
ejemplares, sin esa agobiante necesidad de inventar la pólvora,
tan común en su oficio. Modernos al tiempo que clásicos,
fun-cionables y variados sin
especta-cularidad, los decorados
sobre temas de ruinas; exquisita la
iluminación; suntuoso pero de
excelente gusto el vestuario, ágil y
natural —dentro de lo que cabe—
la dirección escénica.
Rossini dijo al empresario del
San Carlos de Ñapóles que Er-
mione volvería. Sé equivocó sólo
a medias: ha tardado en volver siglo y medio, pero con todo ha tenido más fortuna que muchas
otras de sus óperas, de cuya vigencia tal vez no s0 había dudado
tanto. ¿Volverán también ellas a
las escenas?
Las 555 sonatas de
Scarlatti3
E vez en cuando los sueños
se hacen realidad. Muchos
melómanos
habíamos
soñado con poseer en nuestra discoteca una integral de las sonatas
para clave de Domenico Scarlatti,
en una interpretación seria, puesta
al día, solvente técnica y musicalmente, que nos permitiera conocer de la verdad la obra del genial napolitano, pionero del nacionalismo musical español. Una
iniciativa conjunta de Erato y
France Musique, con patrocinio
de la Fundación Gulbenkian, con
motivo del tricentenario del nacimiento de Scarlatti (1685-1985)
D
3 Domenico Scarlatti: Integral de la obra para teclado.
555 Sonatas para clave. Scott
Ross (clave). 34 CDs. ECC
75400. Erato. Se acompaña de
un Catálogo analítico de la
obra para clave de Domenico
Scarlatti realizado por Alain de^
Chambure y editado por
Edi-tions Costallat (203 p.), con
in-, cipií y comentario a cada
una: de las sonatas.
emprendió la ardua tarea de dar
vida a la ingente colección de
Es-sercizi per gravicembalo, las
célebres sonatas compuestas para
su real discípula María Bárbara de
Braganza: en psta ocasión, después del descalabro de la propia
Erato con un intento de integral
frustrado, encomendado a Luciano Sgrizzij se escogió a un intérprete adecuado, o mejor dicho, al
intérprete idóneo para abordar la
colosal empresa: el clavecinista
norteamericano, afincado en
Francia, Scott Ross.
Este joven artista (nació en
Pittsburg en 1951, vive en Francia
desde los 1J4 años y ganó el
Premio de Clave de Brujas en
1971) había grabado previamente
las obras completas para clave de
Rameau y Couperin, además de
las 8 grandes suites de Haendel y
las 30 primeras sonatas de
Scar-latti, todo lo cual lo
acreditaba como un intérprete
particularmente dotado y con una
capacidad
de
trabajo
extraordinariamente rápida, que
le permitieran enfrentarse con un
corpus de las dimensiones del
scarlattiano.
LA MÚSICA DE SCARLATTI
El caso de Domenico Scarlatti
es muy curioso dentro de la historia de la músicia. Compositor de
mediano interés durante su primer período, excesivamente apegado al ejemplo de un padre ilustre, tardaría mucho tiempo en encontrar un letiguaje realmente
personal, y su pensamiento musical se ceñiría casi exclusivamente
a una sola forma musical, con el
agravante de ser la más sencilla y
elemental de cuantas se puedan
imaginar: la sonata para teclado
monotemática bipartida, un molde formal que no parecía pudiera
dar mucho de sí. Restingido casi
completamente
a
esta
microfor-ma musical, Scarlatti
crearía un lenguaje tan personal y
tan novedoso, que le ha permitido
pasar a
la historia de la música para ocupar un puesto de primera nía. Tal
vez sea un caso único en la historia.
Cuando Scarlatti abandona su
patria en 1721 para instalarse en
Portugal al servicio del rey
Jo-ao V, ha vivido la mitad de sus
días, y todavía su estilo musical es
impersonal, aunque su oficio sea
robusto. En 1729, el matrimonio
de su discípula la princesa María
Bárbara con el príncipe Fernando, futuro Fernando VI, con la
orden de Joao V de permanecer
al servicio de la princesa, determinaría el resto de sus días y el futuro
de su obra musical.
Cuatro años en Sevilla precederían a la definitiva residencia madrileña de Scarlatti, donde moriría
en 1757. Durante 24 años repartiría su tiempo entre el invierno
del palacio del Pardo, la Semana
Santa del Buen Retiro, la primavera de Aranjuez, el verano de
La Granja, el frío otoño del Escorial y las Navidades del Buen Retiro, siguiendo a su discípula en el
habitual ciclo itinerante de la corte
por los diversos Sitios Reales.
Durante estos años, la actividad
de Scarlatti parece desarrollarse
de un modo apacible, lejos de las
intrigas y el brillo del mundo de la
ópera madrileña, que había de
convertirse en esta época en la
más suntuosa de Europa. Mientras
la estrella de la música española
del momento es el cástrate Carlos
Broschi «Farinelli», que se
convirtió en persona imprescindible en la corte por sus dotes para
aliviar la depresión del monarca
Felipe V (una de las más celebras
musicoterapias de la historia),
Scarlatti permanece en la sombra,
siempre al servicio de María Bárbara de Braganza. Entre Scarlatti
y su real alumna parecen adivinarse, aunque no existan datos
documentales, una relación de
mutua admiración que nunca decaería. Tal vez impulsado por la
extraordinaria sensibilidad musical de la princesa portuguesa,
Scarlatti pasaría la segunda mitad
de su vida componiendo casi exclusivamente música para ella, en
una labor que podría parecer monótona y carente de brillo, pero
que determinó el florecimiento,
inusitadamente tardío de su arte.
Cuando Scarlatti publica por primera vez una colección de sus sonatas, los 30 Essecizi editados en
Londres en 1738, Scarlatti tenía
ya 53 años. En ellos encontramos
ya un estilo netamente personal,
pero todavía habrá que esperar
unos diez años para encontrarnos
con su estilo de madurez.
Sin duda el encuentro con María Bárbara de Braganza y la consiguiente limitación a un género
musical tuvieron una gran importancia en la trayectoria de Scarlatti,
pero sería imposible comprenderla sin un elemento esencial: la
fascinación y la influencia de la
vida española en general y de la
música popular de nuestro país
en particular.
Scarlatti descubre el folclore español que traslada con audacia y
talento extraordinarios al cortesano teclado del clave, creando un
nacionalismo musical español en
pleno siglo XVIII de la manera
más anacrónica; un nacionalismo
que va a ser prolongado por
Boc-cherini y cuyo ejemplo va a
cundir entre los compositores
españoles, con el padre Soler a la
cabeza. En definitiva, es una
consecuencia de un fenómeno
general y apasionante descrito
magistral-mente por Ortega como
«plebe-yismo»: esto es, la mimesis
de
las
clases
socialmente
superiores hacia los hábitos,
costumbres y diversiones del
pueblo llano, fenómeno único en
la
historia
europea,
que
condicionaría la historia de
España durante el siglo de las
luces:
«Durante el s. XVIII se produce en España un fenómeno extrañísimo que no aparece en ningún
otro país. El entusiasmo por lo
popular, no ya en la pintura, sino
en las formas de la vida cotidiana,
arrebató a las clases superiores...
La plebe existía alojada en las formas sociales de su propia invención con entusiasmo consciente
de sí misma y con inefable delicia, sin mirar de soslayo los usos
aristocráticos en anhelosa fuga
hacia ellos. Por su parte las clases
superiores sólo se sentían felices
cuando abandonaban sus propias
maneras y se saturaban de
plebe-yismo. No se trate de
minimizar el hecho: el plebeyismo
fue el método de felicidad qte Scott Ross.
creyeron encontrar nuestros
antepasados del s. XVIII.»
Esta aficción por lo popular,
que determinaría el auge del cante
flamenco, de los toros, del
ma-jismo, penetraría en el ánimo
de los más cultos, de los más
europeos, de los más refinados.
Recordemos las palabras del padre
Fei-joo cuando confesaba haber
visto «alguna vez a una persona
de muy buenos talentos verter
lágrimas de deleite y ternura
oyendo tañer una guitarra
punteada, lo que nunca le sucedió
oyendo la sinfonía de varios
instrumentos...».
EL clave de Scarlatti es una de
las manifestaciones más tempranas de este fenómeno cuando
apenas comenzaba a ver la luz.
Como escribía Charles Burney,
Scarlatti «escuchaba la música
popular española é imitaba la melodía de las tonadas que cantaban
los carreteros, los; muleros y la
gente corriente». El gran estudioso
4
Ralph
Kirkpatrick:
de la obra de Scarlatti, Ralph
4
Dome-nico
Scarlatti. Trad. de
Kirkpatrick escribe que «supo
Janes y José María
captar el repique de las castañue- Clara
Martín
Triaría.
Alianza
las, el rasgueo de las guitarras, el Música. Madrid, 1985. El libro
toque de los tambores destempla- clave sobre Scarlatti, editado
dos, el quejido agudo y amargo de en 1953, tardó 22 años en ser
los lamentos gitanos, la avasalla- traducido al español. Junto a la
dora alegría de las orquestinas de edición dis-cográfica que
y a la edición de la
pueblo, y sobre todo la tensión vi- comentamos
partitura de las sonatas
brante de la danza española». realizada por Kenneth Gilbert y
Para ello, Scarlatti introduciría en editada en 11 volúmenes por
la música culta ya no los ritmos y Heugel, París, entre 1971 y
melodías de la popular, sino, lo 1984 (colección «Le Pupitre»),
que es mucho más audaz y tras- constituye la más importante
de nuestro tiempo
cendente, muchos'rasgos armóni- aportación
al conocimiento de la música
de Scarlatti.
eos que rompían «todas las reglas
de la composición», como el propio Scarlatti declaraba.
El resultado de todo ello constituye no sólo unp de los capítulos
más hermosos de la música dieciochesca, sino una auténtica revolución de la técnica de teclado
de la época y una gran incursión
por los caminos seguidos por el
clasicismo musical.
LA INTERPRETACIÓN
Para tocar adecuadamente las
sonatas de Scarlatti es necesario
reunir muchas cualidades: una
técnica de primar orden, un conocimiento profundo de las reglas
interpretativas dé la época, y algo
aún más difícil de conseguir: gracia, donaire, elegancia, vitalidad,
duende. No es frecuente que los
grandes clavecinistas sepan recrear el hispanismo de Scarlatti,
tan inconfundible pero tan inaprensible. Scott Ross reúne todas
estas virtudes en grado sumo, y su
interpretación de las 555 sonatas
de Scarlatti constituye sin lugar a
dudas uno de los grandes acontecimientos de la historia del disco.
Además de las sonatas para clave, Scott Ross interpreta las dos
sonatas para órgano y un puñado
de sonatas en la versión instrumental para la que parecen destinadas (con violín, oboe, violonchelo y fagot). Para que nada falte
la edición viene acompañada de
un Catálogo analítico de la obra
para clave de Scarlatti, muy bien
realizado
por
Alain
de
Chambu-re.
Scott Ross utiliza cuatro espléndidos clavicémbalos, uno de
ellos italiano (para las sonatas
más tempranas) y tres según modelos franceses, lo que da lugar a
una
considerable
variedad
tímbri-ca.
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