Num017 008

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Pedro Crespo
El cine del cambio
Resulta algo sabido que el cine acompaña, como mucho, a las revoluciones,
pero nunca las hace. En esta España
evolucionada con aceleramiento, pero
sin que el vehículo de la transición política de un régimen dictatorial a una
monarquía democrática se haya salido
de la calzada, el cine no ha quedado al
margen. Han cambiado modos y formas, se ha aumentado la comprensión
y la tolerancia entre los extremos de las
concepciones sociales, culturales y políticas que malvivían en el pasado en España, y que hoy coexisten pese a las
dificultades y roces que engendra la cercanía reconocida. Sabemos que no hay
dos Españas, empeñadas en helar el corazón a los españolitos de hoy, sino tres,
o diecisiete, con afanes historicistas de
proselitismo y de frontera, y una similar
obsesión para reclamar algo más que
diezmos del rendimiento de nuestros esfuerzos.
Algunos entusiastas del color del último gobierno, el gobierno socialista, se
impacientan por la lentitud con que parece llegarse a ese lanzar las campanas
al vuelo por un auténticamente nuevo
cine español. Piensan que, con el cambio de coloración gubernamental, más
presente en la intención que en los resultados, el cine español debe alcanzar
una meta, un estadio de diferenciación
suficiente con respecto a toda la etapa
anterior; un tiempo que quisieran, acaCuenta y Razón, núm. 17
Mayo-Iunio 1984
so ingenuamente, englobar en un mismo período.
El cine español ha conseguido durante
la Administración socialista premios en
certámenes internacionales: La colmena,
de Mario Camus, ganó en febrero de
1983 el Oso de Oro del Festival de
Berlín; Volver a empezar, de José Luis
Garci, consiguió, por primera vez en
nuestra historia cinematográfica, el
Osear de Hollywood a la mejor película extranjera; con el Hugo de Oro
del Festival de Chicago sé alzaba El
Sur, de Víctor Erice. Y se organizaban
semanas de cine español en Nueva York
y en Japón, buscando mercados, tratando de abrir fronteras para un producto
artístico y comercial al que no basta,
por razones económicas, la explotación
puramente nacional, y que, por razones
esenciales de comunicación, necesita conectar con las sociedades de distinta cultura, lengua diferente y mentalidad incluso en los antípodas de la nuestra.
No cabe hablar, sin embargo, de un
nuevo cine español si nos atenemos tanto
a su forma como a sus actores, que no
han variado fundamentalmente en la
última década, aunque se hayan incorporado a las filas de los realizadores
algunos —pocos— nombres nuevos. Sí
debe hablarse, sin embargo, del cine del
cambio. Un cambio que va más allá del
generalizador eslogan socialista, porque
responde a una transformación de la so-
ciedad española que se remonta a bastantes años atrás del triunfo electoral
del PSOE, que lo ha hecho posible y
que indica, sin lugar a dudas, que los
movimientos
políticos
vienen
habitual-mente propiciados por los
cambios sociales, y no al contrario,
como algunos parecen creer.
El cine del cambio comienza cuando
el país vive aún la etapa franquista, y si
hay que señalar una película clave como
inicio de este período, el título de la
misma es, sin duda. El espíritu de la
colmena, de Víctor Erice, premiada con
la Concha de Oro en el Festival de San
Sebastián en 1973, y realizada en la
época del penúltimo desconcierto de la
censura franquista, como ejemplo de
esa discontinuidad histórica que ha marcado durante siglos el carácter de nuestro país, de nuestras gentes, especialmente en el terreno de la creación
artística.
A la película de Erice sigue, como
otro clarinazo que anuncia una profunda
transformación de la mentalidad nacional, Furtivos, de José Luis Borau,
asimismo Concha de Oro del Festival
de San Sebastián, pero en 1974. Estas
dos películas significan una crítica
exis-tencial del sistema imperante y, lo
que resulta mucho más importante, una
transformación de la forma. Durante
años, con las excepciones a la regla que
marcan las producciones de Elias
Que-rejeta y, por ende, la mayor parte
de las películas realizadas por Carlos
Sau-ra, el cine español se mantiene
sólidamente alejado de la realidad.
Durante las dos últimas décadas del
período franquista, cuando el sistema
político ha sido ya clausurado
ideológicamente en la conciencia de sus
propios valedores, las películas
españolas, controladas por un sistema de
censura que puede prohibir tanto la
fabricación del producto como su
comercialización, no cumplen
ambiciones propagandísticas, sino funciones de dispersión y ocultamiento.
La condición suficiente y casi necesaria para que un proyecto se transforme
en película es que sus imágenes huyan
decididamente de la realidad ambiental
y existencial del país o sirvan de caricatura amable de los problemas que afectan a la epidermis del grupo social. La
radiografía de ese grupo, mal emulsionado, que, a través de las películas de
los años sesenta y posteriores viene a
establecer el cine nacional, no puede
detectar ningún tipo de cáncer, ninguna
afección, porque se les hurta el cuerpo
del paciente.
Si se aborda el tema de la emigración, se hace de un modo ternurista y
falseado; si se pretende dar una dimensión a la problemática del español medio, se recurre a su condición de macho
reprimido, aunque sin atacar en ningún
momento las causas y pormenores de
esa represión. La política se excluye con
el mutuo consentimiento de administrados y administración. Sólo algunos que,
en definitiva, sirven de coartada aparentemente liberal al régimen, como proveedores de la imagen internacional que
España necesita en los certámenes de
cine de otros países, abordan la parábola
como expresión política, fabricando
películas de doble fondo, películas de
meandros, en los cuales el río de la crítica se difumina en curvas y vaivenes,
quedando a merced del buen o mal entendimiento del espectador. Que en el
caso del espectador local llega a celebrar un chiste antifalangista, aunque se
aburra con el conjunto, y en el caso del
espectador foránea, favorece la aparición de especialistas en la doble lectura
de los mensajes antifranquistas desde
dentro del franquismo.
En 1976, recién inaugurada, oficialmente, la democracia coronada, el cine
español vive un momento triunfal en el
exterior. El Festival de Berlín, en febre-
ro de ese año, acude con su mejor
trofeo, el Oso de Oro, relativamente
frecuente en las vitrinas españolas, a
distinguir al conjunto de la presencia
española: el máximo galardón del certamen lo reciben conjuntamente Las palabras de Max, de Martínez Lázaro, y
Las truchas, de José Luis García Sánchez. Incluso a un corto, de cuyo título
no cabe acordarse, le es otorgado asimismo el dorado plantígrado berlinés.
Es también el signo más evidente del
deseo exterior de reconocer el cine del
cambio. Un cambio relativo, que será
gradual en la medida en que todavía, y
durante casi dos años, aunque el espíritu
de la ley haya variado
sustancial-mente, la letra de la ley
permanece y la censura continúa, aunque
nadie se atreva a usarla, hasta casi
finales de 1978. Desde el 76 a la
actualidad van cambiando las formas
sociopolíticas españolas, y el cine
acompaña, con algún retraso poco
significativo, el proceso del cambio.
Muda su denominación el Ministerio de
Información y Turismo: pasa a ser de
Cultura y Bienestar Social, para perder
el apellido pocos meses después.
Como Ministerio de Cultura sigue
ejerciendo una labor de control y de una
cierta vigilancia en el séptimo arte que
aquí se fabrica. El de 1976 es un año de
transición, el primero de una larga etapa
aún no concluida. Así, en noviembre
de ese año se estrena Canciones para
después de una guerra, de Basilio
Martín Patino, producida en 1971 y
espectacularmente prohibida, por
directa decisión del almirante Carrero
en aquel año. También se estrena El
desencanto, de Jaime Chávarri, presentada al Festival de San Sebastián y
retirada, por motivos de oportunidad
política, aquel mismo año. En 1976 se
estrenan, entre otras, Jo, papá, de Jaime
de Armiñán; Las largas vacaciones del
36, de Jaime Camino; Retrato de
familia, de Giménez Rico; La Corea, de
Pedro Olea... Las primeras como facetas
diversas de una misma actitud: la
mirada, el examen del tiempo pasado,
de los acontecimientos, iniciales o postreros, de la guerra civil, un tema «tabú»,
fuera de la filosofía de «la Cruzada»
durante cuarenta años. Y la última como
muestra de la «liberación sexual». Olea
trata una historia de homosexuales que
quieren
ser
personas,
con
su
singularidad, y la Administración, por
vez primera —luego vendría Flor de
Otoño—, transigía con un personaje que
no era, en absoluto, el clásico «mariquita» gracioso y con acento andaluz.
Lo sexual en el cine constituyó una
auténtica riada. Treinta años de camas
de celuloide se precipitaron a las pantallas,
hasta
producir
el
estrangulamien-to del personal. Se
inventó la clasificación «S», que no era
más que una etiqueta de reclamo erótico,
y proliferaron los «pomos-blandos»
producidos aquí mismo. Aunque la
euforia de calidad, de reconocimiento
foráneo
exagerado,
continuase
emborrachando a los cineastas españoles
y a la propia Administración.
Y, así, son premiadas en Berlín El
anacoreta, de Juan Estelrich, y en
Can-nes, Pascual Duarte, de Ricardo
Franco —en ambos casos reciben sus
intérpretes, Fernando Fernán Gómez y
José Luis Gómez, los galardones al
mejor actor del certamen—; La ciudad
quemada, de Antonio Ribas, es
distinguida con un premio especial en
Montreal, y, con Cría cuervos, Saura
consigue el premio especial del jurado,
asimismo en Cannes.
En casi todas las películas mencionadas hay un afán de recuperar la identidad desfigurada, una propuesta más
o menos decidida de comenzar a mostrar
la realidad escamoteada o distorsionada.
Son, en su mayoría, «películas de
cambio», aunque algunas, seguramente,
hubieran podido realizarse, y
aún exhibirse, en las postrimerías inmediatas del régimen anterior, voluntariamente archivado por la inmensa mayoría de la sociedad española.
Entre 1977 y 1978, como un escalón
más de ese cambio progresivo, llegan a
las pantallas españolas El puente, de
Juan Antonio Bardem; Tigres de papel,
de Fernando Colomo; A un dios desconocido, de Jaime Chávarri; Carnada
negra, de Manuel Gutiérrez Aragón: los
intencionados documentales Caudillo y
Queridísimos verdugos, de Basilio Martín Patino, y, especialmente, Asignatura
pendiente, de José Luis Garci. Significan estas películas, en su conjunto, el
recorrido existencial de un país a otro,
de una página cerrada de la historia al
capítulo siguiente, en el que casi todo
está aún por escribir. Hay en ellas, en
mayor o menor medida, una afirmación
de esperanza en el futuro y una cierta
prisa nostálgica por recuperar el tiempo
perdido, a la vez que se advierte, desde
la frágil seguridad que ya ha comenzado
a producir el respaldo de la Constitución, los peligros que pueden representar
los residuos de la etapa anterior,
englobados a su pesar en la corriente
transformadora general.
Se busca también el ajuste de cuentas
con el pasado, el balance personal de
unos protagonistas que, en su expresión
más acabada, pretenden servir de imagen
a toda una generación cuya juventud
quedó de ese otro lado de ia historia, y se
afrontan temas que, por su crudeza y
aproximación violenta a una realidad
desagradable, adquieren una dimensión
política añadida.
En 1979, Antonio Hernández dirige
F. E. N., indudable ataque frontal a la
educación religiosa del ayer inmediato;
Paco Betriu busca la crítica de una cierta
burguesía en Los fieles sirvientes; Pilar
Miró hace su borrón y cuenta nueva con
Gary Cooper que estás en los cielos;
Fernando Méndez-Leite presenta
su suma y sigue existencial en El hombre de moda; José Antonio Salgot realiza su Mater amatissima, mostrando uno
de los flancos desatendidos de la existencia nacional, y Jaime de Armiñán
canta líricamente a los amores marginales, que son su especialidad, en El nido,
que obtiene para su jovencísima intérprete, Ana Torrent, premio de interpretación en Montreal.
El final de la década de los setenta
viene marcado por un último escándalo
censorial, cuando ya no hay censura. El
crimen de Cuenca, de Pilar Miró, es
secuestrada y perseguida, orquestándose
toda una campaña, en la que hay un
juego algo mucho más importante que
la carrera comercial de una película o
que la exposición de unas violencias
que acusan más o menos directamente
—en este caso más que menos— a una
institución como la Guardia Civil. Lo
que se discute es el derecho a la libertad
de expresión, aunque sea para equivocarse; el derecho a la tolerancia, dentro
de las normas del Código de Justicia,
para el realizador cinematográfico, y,
cómo no, el derecho del espectador a
escandalizarse o admitir el hecho cinematográfico en sí, sin intermediarios
«protectores». Él crimen de Cuenca,
con independencia de sus discutibles valores plásticos y dramáticos, se convierte
así en un símbolo del cambio y, por ello,
los esfuerzos de una Administración
tuerta, si no ciega ante la realidad
ambiental, abocan al más absoluto de
los fracasos. La película se estrena y
constituye uno de los mayores éxitos de
taquilla de la historia de la cinematografía española. Con independencia,
valga repetirlo una vez más, de sus virtudes cinematográficas, El crimen de
Cuenca marca el paso del cine español
del cambio al escalón siguiente.
En este escalón está una serie de
películas de valía muy distinta y de calidad asimismo irregular. Está Opera
prima, de Fernando Trueba, agradable
sorpresa y comienzo de un camino desenfadado que busca alejarse de la revancha, del augurio y del compromiso
político, dando alegremente por superada la etapa anterior. Opera prima es
como un soplo de auténtica libertad, sin
más compromisos obligatorios que los
de mostrar un cierto sector juvenil decidido a que los lazos políticos se anuden
en otra parte del ser social. En los
antípodas de la película de Trueba surge
el viento vivificador de Maravillas, de
Manuel Gutiérrez Aragón, ejemplo de
mágica fantasía en un entorno social que
ya es absolutamente distinto de todo lo
anterior y que marca, asimismo, un hito
de libertades elegidas y de clima
sociopolítico libremente aceptado. No
dejan, por ello, de fabricarse nostalgias
reivindicativas, ni alegatos más o menos
panfletarios, ni intentos de hagiografía.
Se producen: ...Y al tercer año resucitó,
del oportunista Rafael Gil; Viva la clase
media, de González Sinde; Dolores, de
José Luis García Sánchez, y El proceso
de Burgos y La fuga de Segovia, ambas
de Imanol Uribe.
El cine español cambiante ha entrado
en su velocidad de crucero. Parecen relativamente superados los compromisos
y las etiquetas. Luis García Berlanga
puede hacer, con toda tranquilidad, la
continuación de su celebrada Escopeta
nacional: Patrimonio nacional y, a continuación, Nacional III, mientras prepara para este mismo año de 1984 el
rodaje de La vaquilla, que constituirá
su aportación voluntariamente nostálgica
al tiempo de la guerra civil, sacándose
así la espina de un guión repetidamente
prohibido por el sistema censo-rial y
que acaso constituya una suerte de
recuperación de ese pasado que no pudo
vivir.
Y así, también, Carlos Saura abandona
sus temas político-existenciales, deteniendo su mirada, primero, en la actua-
lidad de la violencia callejera, de vertiente exclusivamente social, para realizar Deprisa, deprisa, por la que España
obtiene, una vez más, el Oso de Oro
berlinés. Saura, liberado de su
compromiso con el pasado y consciente
de que el que le lleva a la actualidad
está también cumplido, se orienta después hacia las recreaciones plásticas, de
belleza creciente: al ballet de las Bodas
de sangre lorquianas y a la Carmen, de
Merimée, aunando su talento con el del
coreógrafo y bailarín Antonio Gades.
Manuel Summers vive su aventura
americana rodando en Nueva York una
apreciable comedia, en la que retoma
los orígenes de su humor más tierno:
Angeles gordos. Y en esa línea de fascinación por el continente americano le
siguen Fernando Colomo, con La línea
del cielo, y José Luis Borau, con su película sobre la emigración clandestina
mexicana a los Estados Unidos.
El de 1984 va a ser, dentro de este
capítulo del cambio cinematográfico, un
año más de transición admitida y generalmente digerida por el cuerpo social,
pese al literario aviso orwelliano. Será,
seguramente, el año de un nuevo y relativo fracaso administrativo, porque, al
igual que sucedió en 1980, cuando se
estrenó una flamante e incompleta ley
del cine, en 1983 el gobierno socialista
consiguió que se aprobase otra, que intenta ser más completa, pero que necesita
una fuerte dotación económica. No han
faltado en estos últimos meses éxitos
esperanzadores para el cine nacional,
que, sin embargo, sigue funcionando
impulsivamente, como fruto de la
inspiración y de la oportunidad ocasionales de unos productores singularmente
arriesgados. Las bases de una auténtica
infraestructura industrial del cine
español seguirán añorándose, seguramente, por mucho tiempo. Los frutos
de una política de libertad y protección
necesitan tiempo para madurar y ser
cosechados, para establecer adecuados
sistemas de cultivo que vayan más allá
del fruto silvestre, de la singularidad y
el oportunismo.
Como nombres de nuevos realizadores surgidos en el trayecto de una a
otra ley del cine cabe señalar, sin más,
dos nombres que deben tener continuidad si el talento y el éxito siguen teniendo un mínimo de reconocimiento.
Se trata de José Antonio Zorrilla, realizador de El arreglo, más que
aprecia-ble
película
policíaca
perfectamente integrada en el actual
contexto social, y de Miguel Hermoso,
autor de Truhanes, una comedia
divertida que, sin huir de la realidad,
como era moneda de curso legal en el
pasado, la interpreta a su manera,
buscando el regocijo del espectador a
partir de unos supuestos que podrían
haber dado lugar a una película agria y
violenta.
España está en estos momentos dividida en diecisiete autonomías. El hecho
autonómico ha marcado de algún modo,
por cierto absolutamente indeseable, a
este cine del cambio. Si no ha resurgido
una Escuela de Barcelona, imagen de
una reacción supuestamente intelectual
e innovadora, que tuvo su apogeo en el
inicio de la década de los sesenta y feneció con más pena que gloria, es porque
el afán de la Consejería de Cultura
catalana estriba, empleando métodos
absolutamente franquistas, en que se
doblen al catalán las grandes superproducciones norteamericanas, que siguen
condicionando buena parte de la programación nacional. Y sí se ha producido,
en cambio, un dirigismo peligroso en el
País Vasco. El cine, para el gobierno
del PNV, es, pese a su carácter, conservador y nacionalista a un tiempo, un
instrumento de lucha política, como lo
fue para el comunismo durante muchos
años. Así, a las ya citadas El proceso de
Burgos y La fuga de Segovia han segui* Crítico cinematográfico de ABC.
do La muerte de Mikel, también de
Imanol Uribe, y Akelarre, de Pedro
Olea. El 25 por 100 de la producción
de estas películas, cuando menos oficialmente, ha sido proporcionado por la
correspondiente Consejería de Cultura
vasca. Y, quizá por ello, en todas estas
películas hay una cierta intención
dis-gregadora
del
Estado,
una
exaltación del nacionalismo vasco e
incluso, en ocasiones, una clara apología
del terrorismo. Los disfraces con los que
se encubren estas «secretas» pero
transparentes intenciones han sido
relativamente diversos: desde identificar
al indepen-dentismo terrorista con las
brujas, presionadas por el poder central y
por la Iglesia represora en el siglo xvi, a
mostrar la «opresión centralista» con la
que vive, según cuentan las imágenes, la
actual sociedad vasca, sometida poco
menos que a la invasión de su territorio
por unas fuerzas del orden, similares a
las existentes en el resto del territorio
español, a las que se quiere presentar
como una fuerza de invasión.
Falta mucho camino, en definitiva,
para que el cine español alcance el período que habrá después del cambio. Le
falta a la España democrática y autonómica, y el cine va siempre detrás. La
transición, el acomodo, la madurez, no
tendrán, seguramente, una fecha concreta y meridianamente visible. Los habitantes de Constantinopla, en 1452,
murieron ignorantes de que la toma de
su ciudad por los turcos marcaba el fin
de la Edad Media. Algún día estudiaremos —quizá, tan solo, estudiarán— el
cine del cambio y podremos señalar títulos y fechas clave durante el mismo.
De momento, la perspectiva permite
únicamente señalar unos inicios y una
evolución. Estamos todavía rodeados de
árboles, aunque ya podamos comenzar
a imaginar el bosque.
P. C.*
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