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Altos y bajos de la unidad
política europea
a unidad política del continente europeo es una vieja aspiración. Europa occidental es de hecho una unidad cultural y
religiosa puesto que sus países se enorgullecen de una común
tradición civilizatoria greco-judía y en ella se hablan lenguas
procedentes fundamentalmente de los dos troncos latino y
germánico. Pero esa verdadera comunidad civilizatoria, que permite hablar de un espíritu europeo, está
fragmentada en una gran diversidad de formas de
dominación. Frente a ella, la unidad política se ha querido
imponer casi siempre por la vía de la violencia de unos pueblos sobre
otros; lo cual explica por qué nunca se ha conseguido de modo
permanente y continúa siendo una aspiración. A la idea imperial de
Roma, que no era estrictamente europea, vino a añadirse luego la de la
civitas christiana, que tampoco lo era pues, por su naturaleza, tenía
ambiciones ecuménicas. Pero fue dentro de ese marco cristiano
donde echó raíces el proyecto de una unidad política europea. Así, el
imperio carolingio había de dar paso al Sacro Imperio Romano
Germánico, con un nombre que era un programa, el cual
desembocaría en el proyecto unitario de Carlos V. Con posterioridad
a éste ha habido dos intentos más de unificación, siempre por la
fuerza de las armas, el de Napoleón y el de Hitler. Y ello si no
tomamos en cuenta el nunca confeso propósito comunista de
unificar el continente bajo la hegemonía de la Unión Soviética. Si de
los intentos de dominación militar nos trasladamos a los proyectos
teóricos, los planes de unidad europea han sido aun más numerosos,
muchos de ellos de carácter decididamente utópico, desde el De
Monarchia
L
RAMÓN
COTARELO
«La unidad política del
continente europeo es una vieja
aspiración. Europa occidental
es de hecho una unidad
cultural y religiosa puesto que
sus países se enorgullecen de
una común tradición
civilizatoria greco-judía.»
«Resulta claro que la moneda
única y la convergencia de
políticas económicas implica
una importante cesión de
soberanía por parte de los
Estados miembros.»
de Dante hasta las propuestas del conde Coudenhove-Kalergi, pasando
por algunos otros de cierta relevancia, como el proyecto de
Saint-Simon, fundamentado en la preponderancia de un Parlamento
europeo, extraído a su vez de una mezcla de los dos más rozagantes de
la época, el inglés y el francés. Una comparación entre el parlamento
del proyecto saintsimoniano y el órgano que actualmente cumple
funciones de tal en la Comunidad Europea, que sólo tiene de
parlamento el nombre, explica parcialmente por qué el proceso de
unidad europea es lento y con altibajos y se caracteriza precisamente
por la insuficiencia de la institución parlamentaria. A esta situación,
determinante del proceso, es a la que se conoce con el nombre de
«déficit democrático» del Parlamento europeo.
Debido a la conciencia de este déficit democrático del Parlamento europeo en su situación prevista en el tratado constitutivo de la Comunidad
Económica Europea, este órgano intentó una especie de golpe de mano
constitucional y democrático aprobando en 1984 un proyecto de
Constitución de la Unión Europea que venía a configurar a Europa
como un Estado único de rasgos federales. Fue un golpe de mano o,
quizá, de efecto, pues, por más que quisiera, la aprobación del Parlamento europeo (órgano autoerigido en constituyente sin capacidad
para ello) no era suficiente para imponer la entrada en vigor de la flamante Constitución, sino que era necesaria la de todos y cada uno de los
parlamentos nacionales de los diez Estados por entonces; hoy doce.
El proyecto se abandonó, por tanto, prácticamente en el momento de su
aprobación. Pero, cuando menos, puso en claro la necesidad de dar
pasos urgentes y decisivos hacia el horizonte de la definitiva
unificación política europea, que estaba ya implícito en el Tratado
constitutivo de la Comunidad Económica Europea. De ahí surgió el
Acta Única Europea, firmada en 1986; casi como un premio de consolación: es pronto, se decía, para la unidad política que todos ansiamos,
mas procedamos de momento a una verdadera unidad económica.
Este documento, que preveía la creación de un mercado único interior a
partir del primero de enero de 1993, fue todo un éxito. No obstante, se
limitaba a hacer realidad el objetivo de la unificación puramente
mercantil, como decimos. Al margen de ella, el Acta Única resulta
llamativamente modesta pues sólo prevé la creación de un mecanismo
de cooperación política en materia de política exterior. Fue
seguramente esta desproporción entre lo universal y alborozado de la
aceptación del Acta Única y lo moderado de sus aspiraciones políticas
lo que movilizó a los dirigentes europeos a tratar de aprovechar el
impulso y llevarla más allá, hasta una verdadera, aunque cuidadosa,
unión política. Tal es el origen remoto del Tratado de la Unión Europea,
también llamado Tratado de Maastricht. El Tratado en cuestión parte de
una actitud realista y pretende alcanzar su objetivo sin incurrir en
precipita-
ciones; es decir, quiere ser gradualista. A través de un proceso por
etapas pero relativamente rápido, los doce países de la Comunidad
Europea han de poner en común sus monedas y articular una política
económica única. Ahora bien, este objetivo de la moneda única se prevé
lleno de repercusiones difíciles de aquilatar. Por ello, en el comienzo de
la segunda fase, en 1994, está pensado que haya una convergencia de
las políticas económicas de los países de la CE, cosa que se calibrará
mediante una especie de examen del cumplimiento de cuatro requisitos
que garanticen esta unidad monetaria. Son los tales: el déficit público
previsto o real no podrá superar el 3 por ciento del PIB a precios de
mercado; la deuda pública no podrá ser superior al 60 por ciento del
PIB a
precios de mercado; la tasa de limación na de ser próxima a la media de
los tres países que la tengan más baja; el tipo de interés, asimismo, ha de
ser próximo al medio de los tres países con el más bajo. Como se ve,
condiciones y requisitos duros que implican una estricta disciplina en
todos los órdenes, sin la cual no se juzga que pueda alcanzarse la unión
económica y monetaria (UEM), que parece condición de la política.
A su vez la institución de una moneda única a partir de 1996 o, a más
tardar, de 1999, deja algunos aspectos en la ambigüedad, precisados de
cierto comentario. No está claro qué configuración tendrá al final la
autoridad monetaria central, aunque hay una especie de convicción generalizada en el sentido de que sea conveniente constituirla sobre el
modelo del Bundesbank. En realidad, para haber quedado en dicha ambigüedad, lo cierto es que el proyecto de la UEM tiene excesivas repercusiones, lo que obliga a comprender las reticencias de algunas de
las partes. Resulta claro que la moneda única y la convergencia de políticas económicas implica una importante cesión de soberanía por parte
de los Estados miembros. Es más, conjuntamente con el monopolio
legítimo de la violencia, la acuñación de la moneda y la determinación
de la política económica constituyen la manifestación superior de la
soberanía interior y exterior de los Estados. Incluso cabe sostener que,
sin competencia en la acuñación de la moneda y en la determinación
de la política económica, resulta difícil hablar de monopolio legítimo
de la violencia. No se olvide cómo fue la constitución de una Hacienda
Pública la que permitió a los monarcas absolutos constituir ejércitos
permanentes, que eran la manifestación de su poder y de su soberanía,
En estas circunstancias no es tan extraño, como se ha señalado en algunas ocasiones, el hecho de que durante la negociación del Tratado de
Maastricht, y mientras España insiste en garantizar los fondos de cohesión a fin de paliar los presumibles efectos perjudiciales para la economía del proceso de unificación, Alemania pretenda anteponer la unión
política a la monetaria. No perciben los alemanes que, al proponerlo,
contradicen el espíritu del Tratado mismo que, equivocadamente, con-
«En realidad es obligado
decir que, al no resolver el
Tratado de la Unión Europea
el problema del llamado
déficit democrático del
Parlamento, resulta razonable
el temor de que la unión
esbozada en el Tratado sea
una unidad por arriba.»
«El proyecto de la unión
política europea ignora la
caída del comunismo y la
unificación alemana y parece
partir de la convicción de
que Europa es una zona
dividida en dos bloques,
el occidental capitalista y
el oriental comunista.»
diciona la unión política a la monetaria y se quedan solos en el empeño.
Finalmente, Alemania ha de aceptar lo previsto hoy en el Tratado por
mor de la concordia entre los socios comunitarios. En el Tratado hay en
el horizonte de 1999 una unión política europea. Se trata no obstante
de algo peculiar. En principio, el Tratado de la Unión Europea recoge
algunas de las ideas del viejo proyecto de Constitución de la Unión
Europea, del que se hablaba más arriba, pero se queda muy corto
respecto al grado de verdadera unidad política. Corto y nuevamente
ambiguo. Afirma el principio de subsidiariedad, caro al Tratado de
Roma y que también asoma en el Acta Única, pero lo deja impreciso,
con lo que algunos Estados, por ejemplo Gran Bretaña, ya han
anunciado su intención de solicitar mayores precisiones respecto al
alcance jurídico real de dicho principio.
En realidad es obligado decir que, al no resolver el Tratado de la Unión
Europea el problema del llamado déficit democrático del Parlamento,
resulta razonable el temor de que la unión esbozada en el Tratado sea
una unidad por arriba, hecha por y para gentes que no son elegidas y
que, dado su carácter de eurócratas, no responden ante nadie. Al
respecto ha venido siendo suficientemente ilustrativo el proceso de
ratificación del Tratado. Excepto allí donde, por exigencia
constitucional o decisión de oportunidad política, se ha procedido a
someterlo a referéndum, como ha sido el caso de Dinamarca, Irlanda y
Francia, en los demás países se sigue la vía de la ratificación
parlamentaria, como si fuera un tratado internacional normal. Ahora
bien, resulta evidente que el Tratado de la Unión Europea es algo más
que un tratado internacional; es una verdadera superconsti-tución para
Europa. En los tratados internacionales, las partes contratantes
adquieren o dejan de adquirir determinadas obligaciones, pero no
transforman su esencia profunda de sujetos de derecho internacional
por el acto mismo de la firma y ratificación. En el caso del de
Ma-astricht, sí; la firma y ratificación da origen a un sujeto nuevo y
transforma esencialmente a los otros doce que, en política internacional,
por ejemplo, ya no tendrán doce voces, sino solamente una. (Por no
poner más que un ejemplo: ¿qué sentido tiene que, a partir de la
ratificación de Maastricht, haya dos puestos en el Consejo de
Seguridad de la ONU, uno para Francia y otro para Inglaterra?). Y, si es
una verdadera constitución, parece razonable que en su aprobación o
rechazo intervenga el pueblo que, al fin y al cabo, es el verdadero
constituyente.
Las dificultades repentinas con que ha tropezado el proyecto de la
unión política europea dan la impresión de ser de carácter inercial. Dicho de otro modo, que el proyecto finalmente alumbrado en Maastricht y
que pretende aplicarse contra viento y marea (según decir de la cumbre
de Birmingham) se ha hecho de espaldas a la portentosa alteración
política sufrida por el continente europeo en los últimos tres años. El
proyecto de la unión política europea ignora la caída del comunismo y
la unificación alemana y parece partir de la convicción de que Europa
es una zona dividida en dos bloques, el occidental capitalista y el
oriental comunista, de los cuales, a su vez, el primero está subdividido
en otros dos, los países de la CE y los de la Asociación Europea de
Libre Cambio (AELC). Nada de esto es cierto ya. Los países
comunistas han dejado de serlo y la divisoria entre los de la CE y los de
la AELC se ha hecho tan tenue que prácticamente ha desaparecido a
raíz del establecimiento de un Espacio Económico Europeo en el que
se prevé estén conjuntamente los 12 de la CE más los restantes de la
AELC en una zona de libre cambio,
Resulta difícil ver cómo pueda llevarse adelante una unidad política
que ni siquiera tiene claro a cuántos países acabará abarcando. ¿Por
qué han de preferir los daneses unirse políticamente a los españoles
antes que a los suecos? Además de ello debe insistirse en que la pretensión alemana en Maastricht de anteponer la unidad política a la
monetaria estaba cargada de sentido. De un lado, así se lo probaba su
reciente experiencia con la unificación de las dos Alemanias en la que
la unidad política y la monetaria fueron prácticamente simultáneas. De
otro, también lo recomienda el sentido común. No cabe esperar nada
bueno de un proceso de unificación que pone de tal modo el carro
delante de los bueyes, de modo que se unifican las monedas pero no las
decisiones políticas que influyen sobre su valor y otros atributos.
Buena prueba de cuanto se lleva dicho son las turbulencias de los mercados financieros durante la semana anterior al referéndum francés sobre Maastricht. Dichas turbulencias se cebaron en las monedas más
débiles del sistema monetario europeo, la lira, la libra y la peseta. La
lira y la libra hubieron de abandonar el sistema y la peseta se vio
obligada a encajar una devaluación del cinco por ciento. Los tres
Gobiernos echaron la culpa de sus dificultades, de un lado a los altos
tipos de in-terpes del marco alemán, mantenidos así por el
Bundesbank con el fin de financiar la absorción de Alemania Oriental
y, de otro, a un repentino movimiento de especuladores, incurriendo en
un ejemplo clásico de confusión de causa y efecto. La verdadera
causa de tales trastornos suele ser la desidia del Gobierno, su
incapacidad para mantener la disciplina monetaria y vigilar los
indicadores. Los especuladores no son la causa sino el efecto de esta
ineptitud.
En el caso de la peseta, por ejemplo, es evidente que, desde su inclusión
en el SME, ha estado protegida y se ha beneficiado de una situación de
privilegio como moneda firme y estable relacionada con el marco
alemán, mientras seguía depreciándose en términos reales debido a las
altas tasas de inflación españolas en relación con las alemanas. Al final,
el SME, incluso con las bandas de oscilación, ocultaba una
sobrevaloración de la peseta y las autoridades españolas se irritan
«No cabe esperar nada bueno
de un proceso de unificación
que pone de tal modo el carro
delante de los bueyes, de modo
que se unifican las monedas
pero no las decisiones políticas
que influyen sobre su valor y
otros atributos.»
«Es posible y hasta probable
que el Tratado de Maastricht
no dé resultados y aún lo es
más que, si los da, sean
distintos a los originalmente
previstos.»
cuando los mercados bursátiles sitúan a nuestra moneda en su verdadero
valor, y hablan de especulación. La semana anterior al referéndum
francés puso de nuevo de actualidad una posibilidad que se baraja
cada cierto tiempo, aunque siempre para desecharla, esto es, la de una
Europa de dos velocidades, incluso de tres. Resulta algo hipócrita la
indignación generalizada con que se rechaza la mencionada
posibilidad cuando es precisamente la que con mayor claridad se
desprende del propio Tratado de Maastricht. Dos y más velocidades es
lo que se sigue en el caso harto probable de que
alguno o algunos de los Estados miembros no consigan «aprobar» el
examen de requisitos de la segunda etapa de la UEM más arriba expuestos. De hecho, la desesperada insistencia con que los gobernantes
españoles desean verse en la convergencia «con Europa» (como si nosotros fuéramos África; quieren decir los países más ricos de Europa)
supone la posibilidad de que no se consiga, lo cual planteará como necesidad lo que probablemente quepa convertir en virtud: que no todos
tenemos las mismas posibilidades.
Es posible y hasta probable que el Tratado de Maastricht no dé resultados y aún lo es más que, si los da, sean distintos a los originalmente
previstos. En consecuencia, permitánsenos dos observaciones, a modo
de conclusión, una de carácter restitutivo y otra paradójica. Por la de
carácter restitutivo es bueno advertir a todos los partidarios y usuarios
del Tratado de Maastricht que su punto de vista no les concede en exclusiva la condición de europeístas, lo cual parecen creer al avisar de
que, si no se aprueba el papel como está, el proyecto de unidad europea
sufrirá un gran retroceso, quién sabe si un descalabro irrecuperable. Es
bueno que se percaten de que tan europeístas como ellos, o quizá más,
pueden serlo quienes no gusten del tratado de marras y propongan
alguna otra vía de buena fe en pro de la unidad política europea.
Según la observación paradójica debe señalarse que no tiene mucho
sentido pedir el reforzamiento de los poderes públicos como no sea
precisamente para llegar a una unidad que incluya también la moneda
única; cómo, al mismo tiempo, ésta sólo es cierta si se procede a la
creación de una instancia política decisoria centralizada es evidente
que el Tratado de Maastricht ha comenzado la casa por el tejado. Mas,
tratándose del proceso de unificación europea, con sus altibajos de
todo tipo, cabe advertir que el tejado puede llegar a ser un lugar muy
adecuado para empezar a construir una casa.
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