Num001 015

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Hojas olvidadas
Textos desconocidos
de Salvador de Madariaga
En esta sección, bajo el título «Hojas olvidadas», pretendemos espigar textos que proceden del pasado pero que, por diversas circunstancias, son poco conocidos en el presente a
pesar de que por su propia lectura puede deducirse de manera fehaciente que no han
perdido en absoluto su vigencia. Queremos con ello subsanar un lamentable hecho patente
para cualquier buen conocedor de la cultura española: la carencia de unas «obras completas»
de nuestros clásicos que lo sean verdaderamente. Dada la condición del intelectual español
desde comienzos de siglo, gran parte de su tarea literaria y de pensamiento se llevó a cabo
a través de artículos de prensa, sin que en muchos casos dichos artículos hayan sido
recogidos en forma de libro.
Hay, sin embargo, una realidad más evidente todavía, y es el parcial desconocimiento
de una tradición intelectual trágicamente truncada por la guerra civil. En efecto, si nuestro
país ha mantenido una discordancia significativa con el resto de Europa en el terreno político
y en la evolución económica y social, no es menos cierto que ha mantenido siempre una
tradición intelectual liberal que quizá la guerra civil y la posterior evolución de los
acontecimientos nos han hecho o disminuir en su importancia o desvanecerse en su
vigencia. Una de las tradiciones intelectuales más nobles es la de la radicalidad, es decir, el
respeto a las raíces de la propia actitud.
Presentamos una primera selección de artículos de Salvador de Madariaga, una de las
claves del pensamiento liberal español hasta la fecha de su muerte. Madariaga escribió
con frecuencia, sobre todo a lo largo de 1935 y 1936, en el diario «Ahora», periódico de
significación moderada y centrista y de gran calidad gráfica e intelectual, cuya vida coincide, prácticamente, con la de la experiencia democrática republicana. En «Ahora» Salvador
de Madariaga publicó no sólo los antecedentes de su libro Anarquía o jerarquía, sino también
algunos artículos que reimprimió luego: tal es el caso del titulado «Guerra civil» o «Don
Manuel Azaña», homenaje éste cálido, aunque no carente de crítica, al gobernante
republicano cuyo centenario estamos celebrando. Ambos artículos aparecieron reimpresos en
su conocido ensayo España.
En los cinco artículos que presentamos hay, desde luego, una preocupación y un pensamiento común. Se trata de una disquisición acerca de las fuerzas políticas españolas y
de las dificultades de supervivencia de un sistema basado en la libertad en nuestro país.
Madariaga critica a la vez el mesianismo de izquierda y de derecha. Sus dos artículos, ya
en el verano del 36, sobre el fascismo y la revolución constituyen una trágica premonición
de lo que luego, por desgracia, vendría. Le preocupa especialmente a nuestro pensador la
carencia de una solución de centro. Como sabe cualquier lector del España de
Madariaga, éste pensaba que fue la trágica imposibilidad de comprensión entre Le-rroux
y Azaña lo que hizo inviable la República. Por eso ve —y sus palabras siguen
teniendo actualidad— como la necesidad política más perentoria un sector político centrista. «Lo más avanzado de la nave —nos dirá—, con lo que corta las aguas de la historia,
es la proa, y la proa no está a babor ni a estribor, sino en el centro. Estado sin centro,
nave sin proa.»
JAVIER TUSELL
NAVE SIN PROA
(Publicado en el diario Ahora, el día 27 de marzo de 1935)
Doy por sentado que todos los partidos
españoles se proponen, por encima de
todo, la grandeza de España y el bienestar
de los españoles. Pudiera haber dudas sobre el primero de estos fines en cuanto al
partido comunista; pero si sigue atento a
la evolución de su Vaticano moscovita, se
habrá dado cuenta de que la URSS se
ha mutado en RUSS, lo que era de
esperar se produjera tarde o temprano, y
hace política nacional —si no nacionalista— como cualquier Estado burgués. Esto
sentado, existen, por lo menos, dos fines
comunes á todos los partidos. Lo repito:
la grandeza de España y el bienestar de
los españoles.
Difieren los partidos en cuanto a los
medios para asegurar estos fines. Así definidos, estos partidos y partidículos o
par-tirridículos se pueden clasificar por
afinidad natural en tres grupos:
La derecha estima que la grandeza de
España y el bienestar de los españoles
sólo son asequibles en el seno de la Iglesia
católica y con una organización social que
asegure el predominio económico de los
grandes terratenientes y de los grandes
capitalistas. Existen varios matices en
cuanto a lo social y económico, algunos
bastante avanzados; pero subsiste el criterio único en cuanto a la unidad de la fe y
de las costumbres.
La izquierda cree que la grandeza de
España y el bienestar de los españoles
sólo puede alcanzarse mediante la adopción de un régimen socialista tanto para
la producción industrial como para la
agrícola, y preconiza una instrucción laica
con marcada tendencia anticlerical y aun
antirreligiosa. Aquí también hay matices,
pero en cuanto a las ideas ideológicas y a
las creencias, subsistiendo, en cambio, la
unidad de criterio en cuanto a lo económico-social.
El centro opina que la grandeza de España y el bienestar de los españoles sólo
puede alcanzarse en un régimen de evolución ordenada, en cauce de libertad, para
permitir que la labor lenta de la educación y de la experiencia política vaya
creando hábitos de ciudadanía e instituciones de Estado. Estima que sólo mediante esta evolución en libertad pueden
irse aminorando las distancias que separan
a la derecha de la izquierda y cree, además, que sólo así, con la experiencia en
libertad, irá el país dando automáticamente
la razón a los que aciertan y la sanción del
error a los que yerran.
En la práctica de la política de hoy, estas
tres tendencias vienen a tener vigor
equivalente en el país. Hay, sí, elementos
de duda y de confusión; ¿cuánto pesa el
poder económico de las clases poseyentes
para aumentar el sumando de la derecha
en perjuicio de la izquierda? ¿Cuánto el
de la incultura para aumentar el de la
izquierda y el de la derecha en perjuicio
del centro? Imponderables, sobre los cua-
les cabe opinar, pero no pensar. El hecho
actual es que estas tres tendencias valen
aproximadamente cada una un tercio de
la opinión nacional.
Así las cosas, no parecen vislumbrarse
más que tres soluciones. Gobierna la derecha contra el centro y la izquierda por
medio de la fuerza; ataca la izquierda la
cindadela nacional por medio de la revolución, o gobierna el centro, manteniendo
entre los extremos una vía media de concesiones simetrizadas para dar a ambos un
mínimo de satisfacción. Las dos primeras
nos llevan a la guerra civil; la última, a la
civilización. Además, las dos primeras
llevan fatalmente a la vigorización de los
extremos, que se nutren precisamente de
pasión y de guerra civil, con lo cual se
empobrece el centro, única esperanza de
estabilizar a España; la tercera lleva, por
el contrario, a reforzar el centro, con lo
cual se consolida la paz interior y se asegura ya de inmediato un mínimo de grandeza de España y de bienestar de los españoles, ya que se les libera de la pesadilla de la pólvora, el bicornio, el estado
de guerra, la zozobra, y se da libre rienda a
la actividad pacífica de unos y otros, al
comercio, la ganancia, al salario.
Pero para que esta solución, única razonable, pueda cuajar se necesitan ciertas
condiciones: la primera es que haya centro.
Los partidos extremos fundan su unidad en
sus fes respectivas; el centro está
pulverizado. Renuncio a hacer la enumeración de los partidos que comprende,
porque no sé cuántos son ni cuántos se
han fundado desde que leí la última lista.
El centro no tiene doctrina clara. Apenas
si representa otra cosa que una actitud,
un estado de ánimo, quizá nada más que
una simetría entre dos inhibiciones: la
antisocialista y la anticlerical. El centro
tiene que constituirse, no mediante conciliábulos convocados por hombres de buena
voluntad, sino en torno a una ideología
positiva y potente, tan acusada que las
personas, por eminentes que sean, tomen
automáticamente postura de instrumentos
para realizarla, en 'vez de producirse en
oráculos para definirla. El vigor de los
partidos extremos está precisamente en
poseer estas ideologías potentes y creadoras. Es menester que el centro se forje la
suya.
Lo peor que le puede suceder a España
es que el centro se divida en dos: un
centro-izquierda apoyado sobre los socialistas y un centro-derecha apoyado sobre
los clericales. Esta división ha sido precisamente la causa del estado de guerra civil
en que ha caído la República. Por eso, en
un artículo anterior, me permití apuntar
que fue error grave el resolver la crisis de
diciembre de 1931 inclinando el Gobierno
a los socialistas, en vez de hacerlo a los
radicales; y si no fue error, por juzgar yo
mal o desconocer los hechos, y si fue
inevitable, fue gran desgracia para la República y para España no haber podido seguir entonces la ruta marcada por don
Alejandro Lerroux. La única garantía de
paz interior en España es un centro fuerte
que sirva a la vez de bloque de choque y
de puente entre rojos y negros. Si el centro,
en vez de llenar este cometido, se divide en
dos, aliados, respectivamente, con uno y
otro de los hermanos enemigos, ¿cómo
evitar la guerra civil?
Pero queda otra condición para que esta
solución sea viable. Los partidos extremos
tienen sus dirigentes. No se llega a dirigir
un partido sin ciertas dotes de dominio de
sí, experiencia y moderación. De modo
que los jefes de los partidos extremos
—digan lo que quieran, y ello depende de
su valor cívico— tienen todos tendencia a
gravitar hacia el centro. Mediante los jefes
de los partidos extremos, si saben cumplir
con su función, la derecha y la izquierda
podrían, en vez de constituir peligros
fronterizos, como de tribus acampadas
extramuros de la República, transformarse
en arbotantes, cuyas presiones encontradas
y simétricas permitirían al Estado
gobernado por el centro,una excelente
estabilidad. Claro es que esta concepción
política exige de los jefes de los partidos
extremos una abnegación absoluta; pero si
está demostrado que así y sólo así se va a la
grandeza de España y al bienestar de los
españoles, esta abnegación es exigible.
A mí no me duelen prendas. El señor
Gil-Robles no va en mi carro a misa, entre
otras causas, porqué yo no voy a misa. Pero
deseo consignar que, en mi opinión, si las
derechas hubieran tenido siempre jefes
como él, quizá hubiera sido menos difícil
la historia de España. Y en la apa-
rición dentro de su partido de hombres
como el actual ministro de Agricultura
veo un augurio de buena orientación. Si,
por otra parte, la desoladora experiencia
de octubre nos vale análogas tendencias
centrípetas en el partido socialista, quizá
podamos aspirar a ver pronto para España
mejores días. Pero ¿y el centro?
No en vano se habla de la nave del Estado. Lo más avanzado de la nave, con lo
que corta las aguas de la historia, es la
proa. Y la proa no está ni a babor ni a
estribor, sino en el centro. Estado sint
centro, nave sin proa.
SALVADOR DE MADARIAGA
IZQUIERDA Y PROGRESO
(Publicado en el diario Ahora el día 10 de abril de 1935)
No porque un error nos agrade deja de
ser error; no porque una realidad nos estropee la imagen que nos hemos forjado
de la vida deja de ser realidad. Pero
aquel que por su profesión tiene influencia
alguna, directa o indirecta, sobre la opinión
pública está obligado a hacer periódicamente examen de conciencia y de
inteligencia para averiguar si sus ideas
siguen coincidiendo con sus opiniones y
sus opiniones con sus actos. Entre los españoles de tendencias generosas y liberales
viene imperando hace un siglo una ideología inspirada en la imagen del progreso,
un progreso en línea recta, cuya vanguardia
es la «izquierda», cara a la luz, llevando a
remolque a una terca «derecha» que vuelve
los ojos a un pasado de oscuridad. Y no
cabe duda de que, como primera
aproximación, esta imagen podría servir
para simbolizar sin excesiva sutileza los
hechos del siglo xix español; pero tampoco
cabe duda de que esta imagen es inexacta
—y cada vez más inexacta—, hasta haber
llegado a ser peligrosa.
Izquierda y derecha son posiciones extremas y dogmáticas. Como tales, no representan ninguna relación adecuada entre
la política y la realidad española, y sólo
son pasión activa y militante en cuanto a
su extremismo y pasión intelectualizada
en cuanto a su dogmatismo. La realidad
no se pliega ni a extremos ni a dogmas;
es varía, cambiante, elástica, siempre inesperada, y no se entrega más que al que
está dispuesto a comprenderla a ella, sea
como sea, y no a imponerle a ella una
su-prarrealidad
dogmática
o
una
infrarreali-
dad pasional. Ni como interpretación de
la vida política universal ni como interpretación de la vida política española
puede, pues, aceptarse la imagen de una.
izquierda generosa, abierta, libre y progresiva frente a una derecha egoísta, estrecha, cerril y reaccionaria.
Por muy altruistas y elevadas que sean
las nociones que inspiran a tales o cuales
líderes de la izquierda —y suelen
serlo-más en los líderes del pensamiento
que en los de la acción, por intervenir en
el caso de estos últimos el temor
demagógico de descontentar al pueblo—, el
hecho* vivo, la realidad palpitante es que las
izquierdas se mueven por un egoísmo de
clase idéntico al que oscurece la visión de
las derechas; que sus credos y dogmas,,
mezcla de idealismo y dogmatismo, difieren
en su color, mas no en su contextura,, de
los credos y dogmas de la derecha; que su
disciplina de iglesia política y su tufillo de
sacristía se parecen a la disciplina de la
iglesia de la derecha y al tufillo de la
sacristía de la derecha como un objeto a su
imagen; que su tendencia a la excomunión
es tan vigorosa como la que-se explica, por
razones históricas y dogmáticas, en los
clericales; que, en suma, la izquierda no es
más que una imagen de la derecha, una
figura simétrica que la reproduce con toda
fidelidad, aunque, claro está, en actitud
contraria.
Sin duda alguna, al orientar sus esfuerzos hacia la elevación del nivel de vida,
del pueblo, la izquierda tiene ante nosotros todos, hombres sin prejuicio y de
buen corazón, una posición más simpática.
que una derecha que, en lo económico,
defiende los intereses de los ricos; pero
conviene distinguir entre un artículo de
programa y una posición integral y dogmática sobre el modo de resolver no ya
«1 problema concreto que tal artículo plantea, sino el conjunto del problema del Estado, sobre el cual se erige una teoría
política ne varietur. Y conviene, además,
tener muy en cuenta que al cuadro general
de la semejanza entre izquierdas y derechas,
nuestra idiosincrasia española viene a añadir
rasgos especiales que nos obligan a
sopesar" cuidadosamente las consecuencias
que para España pudiera tener todo
izquierdismo irreflexivo.
En último término, el problema permanente de España estriba en desarrollar las
tendencias colectivas de una raza que, por
su individualismo, por su austeridad, por
su sobriedad y desnudez, parece hija del
desierto. Lo primero que impresiona al
que contempla a nuestra España es esta
•espléndida pero terrible desnudez de alma,
que la centra en las cosas esenciales, pero
que la aisla del tejido conjuntivo de toda
vida social y, por decirlo así, cotidiana.
La cumbre de esta tendencia está en San
Juan de la Cruz, que por ella llegó a la
unión divina:
Si quieres tenerlo todo, no habrás de te[ner nada;
Si quieres comprenderlo todo, no habrás
[de comprender nada..,
Es el «nadismo» integral. También se
cantó en los tablados:
Por el mismo rey del moro
no me cambiaba yo, que no
tengo na y lo tengo to.
El santo y el tanguista se encuentran
-en un abrazo que ni al uno ni al otro
•sorprenderían, aunque quizá ofusque a tal
o cual beato. Pero no todas las formas de
nuestra tendencia nadista son tan perfectas
y tan altas como la de San Juan de la Cruz.
En nuestra vida social corriente, •esta
tendencia es como una nube de langosta
en un sembrado. Todo lo que es
labor continua de cooperación no consigue
cuajar. Las asociaciones de estudio, de
cultura, aun de recreo, son en cantidad,
calidad y vigor muy inferiores a las de
cualquier otro país comparable con el
nuestro. El español medio permanece encerrado en la concha de su individualismo, inasequible a toda coordinación. Su
máxima sociabilidad se manifiesta en el
café, suma aritmética de monólogos
in-coordinados. Genial será el estadista
—escultor de pueblos^- que consiga
realizar el gran milagro de España: la
síntesis de los monólogos. En nuestra
Patria no hay conversación.
Pues bien: en las tendencias izquierdistas
—no se discute aquí de eso que llaman
«ideas» y que son meros vehículos mentales
para pasiones—, en las tendencias
izquierdistas se oculta un «desertis-mo»,
una negación a todo lo social, lo
coordinado, lo culto. El falso popularismo
en el vestir, que lleva a tanto izquierdista
(y a algún que otro derechista) a ir descuidado, es una de las manifestaciones de
este desertismo. España es, por otra parte,
el país en que el burgués «se viste» menos
veces para ir al teatro o para cenar. Y ello
se debe, sin duda, en parte a pobreza y en
parte también a indolencia; pero en parte,
a incomprensión de la importancia de los
ritos sociales, que nos lleva a mirar el
smoking y el frac (ambas palabras,
significativamente extranjeras) como
ridiculas frivolidades. Pues no lo son. El
traje forma parte de las vestiduras y
formas del rito social, de todo eso que los
chinos clásicos, maestros de lo social,
llamaban «la ceremonia». Contra todo eso,
que es, al fin y al cabo, la flor de la cultura
y la superficie de la civilización, la
izquierda tiene instintos tan fuertes como
peligrosos. Temamos siempre en España la
tendencia a la africanización.
No. La imagen del progreso rectilíneo
hacia la izquierda no nos sirve. Es falsa
y peligrosa. El progreso político, moral y
cultural de nuestro pueblo está en las medias tintas, en las complicaciones, en el
equilibrio entre las fuerzas, en la vía media
entre los extremos. Está en el centro. Está
en la proa.
SALVADOR DE MADARIAGA
LO ROJO Y LO NEGRO
(Publicado en el diario Ahora el día 3 de mayo de 1935)
Sería, en efecto, lastimoso que el sector
más «apostólico» y ultramontano de las
derechas españolas, el que no consiguió
carta de naturaleza bajo la moderadísima
Restauración, llegase hoy a gobernar, hoy,
bajo la República, y después de que con
el noble esfuerzo del 14 de abril creíamos
a España para siempre emancipada de
todo clericalismo. Pero habrá que escudriñar el caso algo de cerca, primero, para
ver de examinar las causas del mal, y luego, para ver de estudiar los remedios que
cabe oponerle.
Recordemos que lo que hoy se teme
no pudo ocurrir con Cánovas. Y ¿no será
bueno que nos preguntemos el porqué de
esta diferencia? Acaso sea debido a que
Cánovas tenía más madera de hombre de
Estado que los que no han sabido evitar
el retorno del mal que él conjuró. Y ¿cómo
lo conjuró? No sería por arte de birlibirloque ni con pildoras para curar terremotos, sino con el arte propio del hombre
de Estado, que es la psicología, el simple
conocimiento de los hombres, lo que en
nuestro gracioso castellano se llama gramática parda. Este arte recomienda no
reforzar al enemigo con la oposición frontal, sino debilitarlo con la absorción lateral,
quitándole sangre política por el costado.
Para evitar que reinase en España el
clericalismo cien por cien, Cánovas concedió a la derecha un veinte, un treinta, si
se quiere, un cincuenta por ciento de
sustancia clerical. Similia similibus
curan-tur. Así como el capitalismo ha ido
absorbiendo al socialismo haciéndose
suavemente socialista, en dosis asimilables,
así Cánovas fue debilitando al clericalismo
ultramontano haciéndose respetuoso con la
religión y concediendo todo lo que se podía
en aquellos tiempos.
En estos que vivimos, las concesiones
hubieran tenido que ser mucho menores
para llegar al mismo resultado. Con que
se hubiera tenido un poco de elasticidad,
un poco de espíritu comprensivo y de táctica contemporizadora para con el inmenso
sector católico que no es clerical y menos
ultramontano, la masa que hoy refuerza
10
al ultramontanismo hasta darle un auge
que no tuvo bajo los Borbones se hubiera
venido al partido del centro, a convivir
con el centro izquierda humanista, no católico, pero no anticatólico, que es —sigo
creyendo— la modalidad dominante en la
clase media española y aun en el pueblo
no agitado por parlanchines semieducados
en los textos de la Revolución francesa.
Y de este modo venimos a parar, como
siempre, a que la desgracia de la República ha sido la escisión del centro en un
centro-izquierda excesivamente militante
tanto en lo económico como en lo confesional y un centro-derecha que, por ley
fatal de equilibrio, ha tenido que caer hacia
el clericalismo cuando el centro-izquierda
cayó hacia el anticlericalismo.
Esto en cuanto a la causa. En cuanto
al remedio, observo, no sin cierta satisfacción, que los líderes del centro-izquierda
abandonan la democracia en cuanto ven
que se hace peligrosa para la libertad. Esa
es tesis con la que explícitamente estoy de
acuerdo; pero ignoraba que lo estuvieran
ellos. Ahora se nos dice que «lo que no
puede gobernar» es ese ultramontanismo
de otra edad. Pero ¿y si viene en mayoría,
extraído de las urnas por quintaesencia
electoral? No se nos diga que si hubo
colchones y presiones y demás argumentos. Votos son votos. La ley electoral la
hicieron las izquierdas; un hombre de izquierdas presidió la elección. Demos de
barato que hubo diez, veinte por ciento
de presión electoral; queda que hay, por
las razones que sea, una fuerte proporción
de votos ultramontanos. ¿Qué vamos a
hacer con ellos? ¿No contarlos? Pues
adiós democracia. ¿Contarlos? Pues adiós
libertad. ¿Decir que se deben a los colchones? Pues vaya un elogio del pueblo
como masa electoral. ¿Abogar por una revolución para liberarlos de la miseria económica y que voten con arreglo a razón y
no a bolsillo? Eso es lo que sostienen
nuestros comunistas y comunízantes; pero
no creo que sea la tesis de los del
centro-izquierda, como ya no lo es de los
bolche-
víques, que saben a qué atenerse sobre la
libertad del voto. ¿Entonces?
Ante la amenaza ultramontana se plantea, pues, a los españoles sensatos el tema
eterno de la modalidad especial de nuestro
pueblo para la política. Pueblo de tendencias extremistas, está abocado a una política de violentos movimientos pendulares,
del negro al rojo y del rojo al negro, si
sus líderes no comprenden que su primordial obligación es la de corregir con su
moderación y su prudencia la nativa inestabilidad de la opinión y de la pasión popular. Claro que es más fácil atizar esta
pasión. Claro que se hace uno más célebre
y le aplauden más en los mítines si va
uno a azuzar y a decir muera esto y viva
lo otro y a plantar antítesis de blanco a
negro ante los ojos del pueblo, poco hecho
a matizar. Pero por ahí no se crea una
España grande y fuerte, con un pueblo
sano y vigoroso; una cultura fecunda y
una pujanza nacional que permita a España
representar en el mundo el papel —de tanta
responsabilidad y nobleza— que su destino
demanda.
Dos son las modalidades extremas de
España: la una pide pan; la otra pide
religión. A la primera van unidas ansias
revolucionarias, furias que situaciones concretas justifican, deseos inspirados en toda
la gama de las pasiones, desde los más
altos ideales de constitución colectiva hasta
las más bajas concupiscencias de disfrute
inmediato de los paraísos carnales, hasta
hoy reservados al señorito; a la segunda
van apegadas también pasiones de toda
índole, desde la fe sincera y un sentido
hermoso y noble de la tradición española
hasta la más grosera, la más carnal
tendencia a un señorío feudal que niega
al inferior su calidad de hombre, desde lo
casi santo hasta lo que ya, por no ser
cristiano, ni humano es siquiera. Todo lo
que sea refuerzo de la izquierda vigoriza la
derecha; todo lo que sea apoyo a la
derecha vigoriza la izquierda. Pero estas
polarizaciones mutuas, esta elevación
mutua de las dos electricidades por mutua
atracción se efectúa hacia abajo; eleva la
temperatura de sus respectivas pasiones. Y
así, al fin del túnel, la guerra civil.
Al centro corresponde depurar ambas
tendencias, estableciendo entre ellas una
zona templada en donde todo lo legítimo
que ambas contienen puede vivir en paz,
florecer, prosperar y, a favor de esta paz,
de este clima razonable y templado, conocerse mutuamente, familiarizarse y llegar,
al fin, a ensanchar el centro a expensas de
los extremos hasta hacer una mayoría
prudente con una política viable y de ritmo ni lento ni torrencial. A esta labor
están obligados en nuestra España todos
los hombres que piensan. Todo lo demás
es pura demagogia por un lado, pura maniobra política por el otro. Entre el clericalismo y el socialismo no cabe más que
un partido.
Y a propósito. Hay muchas maneras de
no comprender. Hay el que no puede porque le falta el instrumento. Hay el que
no quiere conscientemente porque tiene
cariño a su error. Hay el que no quiere
subconscientemente porque su subconsciencia le dice que si confiesa su convicción a su conciencia, tendrá que cambiar
de postura, porque es honrado y leal. A
este tipo de hombre honrado y leal, que
comienza a darse cuenta, pero no quiere,
pertenece, sin duda, el que me atribuye en
un semanario de izquierda el deseo de
fundar otro partido. Creo haber dado
pruebas de desinterés político (si es que lo
es), porque de haber tenido ambiciones de
llevar una cartera debajo del brazo, la
llevaría hace tiempo. Pero aunque así no
fuere, cuando llevo semana tras semana
diciendo en todos los tonos que todos los
partidos entre el agrario y el socialista
—con exclusión de éste— debieran unirse
en uno solo, ¿cómo se puede interpretar
mi labor como el anuncio de un partido
más? Saludo el error y aun el malhumor
que lo sazona, observable en ciertas
expresiones por bajo del nivel de cortesía
usual en el autor, como síntomas de
convicción subconsciente, que anuncian la
convicción consciente. Y si el pensamiento
se convence, ¿no han de seguir los actos?
SALVADOR DE MADARIAGA
REFLEXIONES SOBRE LA REVOLUCIÓN
(Publicado en el diario Ahora el día 14 de junio de 1936)
Una revolución es un impulso renovador. Para juzgar de su fecundidad será,
pues, menester fijar la atención, por un
lado, en la visión renovadora que aporta;
por otro lado, en la cantidad y calidad
del impulso que la anima.
No deja de haber sus concomitancias
entre el impulso y la visión, como era de
esperar, ya que visión e impulso no son
sino vocablos, todo lo más conceptos o
perspectivas mentales distintas de un mismo hecho natural que es íntegro e indivisible.
En la visión renovadora puede predominar la imagen nueva que se aspira a
crear o la imagen vieja que se desea destruir. En el impulso animador puede predominar la pasión creadora o, por el contrario, una vesanía de destrucción. Y ya
se echa de ver la estrecha correspondencia
que hay entre unas y otras situaciones
de ánimo revolucionario.
En nuestra España de hoy abunda, sobre
todo entre la gente joven, el impulso
creador, positivo, que ve en la revolución
social una vida nueva. Este tipo tan simpático y atrayente no suele tener idea
muy clara de la España que intenta construir. Demasiado inexperto para haber tropezado con los inevitables escollos que el
carácter opone al cambio, incapaz de medir
en toda su amarga e infalible cordura la
sabia conseja española: «Genio y figura
hasta la sepultura», no sabe bastante
historia para haberse dado cuenta de la
persistencia de los tipos nacionales ni bastante psicología, ni aun de la propia, para
conocer la inmutabilidad del esqueleto
psicológico del individuo humano. Estos
jóvenes son los emisarios más eficaces de
la «Buena nueva». Tienen luz en los ojos y
aire puro en el pecho, y un alma ingrávida
que no conoce el peso de la duda.
La masa sobre que actúan no ha leído a
Marx. Pero pertenece al pueblo más
mesiánico del mundo, pueblo que ha vivido siglos esperando el santo advenimiento, en lo moral bajo forma de milagro,
en lo material bajo forma de lotería. No
hay quizá en todo el planeta pueblo más
sensible a la idea de la revolución que el
español. Para otros pueblos, la revolución
puede ser un mal necesario, un momento
difícil de atravesar, el día de la victoria o
de la gloria, pero siempre, en fin, un
momento anormal y efímero a través del
cual se pasa de un orden a otro orden.
Para nuestro pueblo, la revolución es en
sí un bien. Por ella se transfigura la vida
en un solo golpe, llegándose a ese paraíso
de la libertad integral, que es, en último
término, el ideal de los españoles, aquel
que Ganivet resumía en el único artículo
que, según él, debiera tener toda Constitución española: «Este español tiene derecho a hacer lo que le dé la gana».
Por eso, la postura natural y espontánea
en el obrerismo español es la anarcosindicalista o libertaria, forma de ideología
social que sólo en nuestra tierra puede
darse. Esta forma peculiar del movimiento
obrero es, desde luego, una entre varias
de nuestro panorama político; pero el espíritu anárquico y libertario que en ella
se manifiesta constituye la esencia de todos los demás. Bien sabido tienen los
hombres políticos españoles, y sobre todo
los que han tomado sobre sus hombros la
carga pesada de disciplinar a nuestra masa
obrera, que el toro hispánico no se deja
domesticar.
Nada más trágico que ver a esta masa
orientarse hacia el comunismo, es decir,
hacia el sistema de la disciplina integral.
Los jefes del movimiento de extrema izquierda que así lanzan al pueblo más
libertario de la tierra hacia una revolución
comunista, se preparan a sí mismos un
espantoso despertar de entre los laureles
de su victoria. Este pueblo no sabe adonde
va. No sabe adonde le llevan. Impulso sin
visión, mesianismo sin pensamiento, la
masa cree que tras el impulso destructor
que dé en tierra con lo existente va a
abordar a una Jauja obrera de poco trabajo
y mucho jornal. Pero las condiciones
económicas en que puede trabajar un país
y sus hijos le son dictadas por su tierra,
por su psicología y por la situación de la
economía mundial. Y este conjunto es tal
para nuestra Patria, qu|e a todos los españoles les será siempre necesario trabajar
duro, por lo menos tarito como un trabajador intelectual que tiene que ganarse la
vida y para quien no vale limitar las horas
de trabajo, porque1 no hay quien detenga a
un cerebro activo. Y entonces, cuando el
pueblo se dé cuenta de que las realidades
obligan a los deseos, la reacción popular
será tan violenta como la acción lo había
sido, y sus víctimas serán los propios jefes
del movimiento, que no habrán tenido en
cuenta los hechos en el ardor de su
predicación.
Castigo merecido. Porque el pueblo, al
fin y al cabo, tiene derecho a ser impulso
sin visión. Además, muchos de los hombres del pueblo, desde luego no los que
más bullen, han sufrido y sufren hambre
y nada tiene de extraño que sueñen con
un hartazgo que al sublimarse en las pasiones produce prurito de destrucción. Tal
destruye una heredad o incendia una finca
por comerse en una hora todo el pan que
en años le faltó y por encender en una
hora todos los hogares que durante años
vio apagados en su choza. Jamás como
hoy se justifica aquello de odiar el delito y
perdonar al delincuente. Pero todo esto no
reza con los que no son pueblo y lo dirigen.
Porque para dirigir una revolución hay
que estar muy seguro de que se pone el
acento en la creación y no en la destrucción, ya que de la tendencia destructora
se encargará siempre, y aun con exceso, la
masa consciente y violenta. Hay que tener, por tanto, idea clara de aquello que
se va a hacer y de los materiales de que se
dispone para hacerlo. Hay que estar,
además, seguro de que se tiene el ánimo
purificado de todo prurito de destrucción
inesperada en pasiones negativas como la
ira o la impotencia. Ahora bien: es cosa
de preguntarse en qué piensan los que
piensan, y qué mueve a los que mueven
la revolución social española. Cuál es su
visión, cuál es su impulso.
Una estructura estatal, aun mala como
lo es la nuestra, merece por lo menos el
respeto de que no se la destruya sin la
seguridad de poder erigir en lugar del va-
cío que crea una estructura mejor. Una
organización social como la nuestra, aun
mala, y es menos mala que la estatal, merece idéntico respeto. No se interpreten
estas palabras como expresiones mentales
de prejuicios irracionales en contra de la
revolución social. Sobre si debe o no hacerse esta revolución, vengo obligado a ser
objetivo e imparcial, pues de lo contrario
faltaría a mis obligaciones de trabajador
intelectual. Pero me pregunto si los jefes
que abogan por la revolución social, antes
de lanzarse a sus propagandas se han planteado ciertas cuestiones previas de suma
gravedad para el porvenir de España.
Doy, naturalmente, por sentado que la
España que se proponen realizar constituye a sus ojos una visión clara. No estoy
seguro de ello, pero, en fin, lo doy por
sentado. Lo que no puede ya aceptarse es
que frente a ellos no haya más que enemigos del proletariado, capitalismo y fascismo. Es evidente que hay españoles, y
muchos, que, coincidentes con ellos en la
necesidad de hacer desaparecer de España
el baldón del hambre y de organizaría en
interés moral y material de todos los españoles, difieren noble y desinteresadamente de ellos en cuanto a la mejor organización estatal y social que a tal fin conduce.
La organización comunista del Estado
como fin se inspira en un desconocimiento
absoluto de los rasgos más elementales del
carácter español. Implica necesariamente
una de dos cosas: o un sentido de la
organización análogo al del pueblo inglés,
que haga imperar automáticamente en
todas partes el interés nacional sobre el
personal, o un espíritu gregario, como el
del pueblo alemán, que haga al pueblo
excelente materia prima para la organización social. Ni una ni otra tendencia se
da en nuestro carácter nacional, que más
se distingue por las tendencias respectivamente antagonistas: un egotismo que invierte la jerarquía de los valores, colocando
en lugar preferente al yo y a la familia sobre
el Estado y la nación, y un individualismo
rebelde a toda forma gregaria y a toda
disciplina.
Esto en cuanto a la visión. Pero en
cuanto al impulso, ¿qué clase de directores son estos que ven con indiferencia el
derrumbe...? No, no voy a referirme a
iglesias y conventos, sino al derrumbe de
la disciplina, de la organización y hasta
de la relación adecuada de las pasiones y
de las ideas sociales, que constituye, en
último término, un país civilizado.
SALVADOR DE MADARIAGA
TAMPOCO EL FASCISMO
(Publicado en el diario Ahora el día 5 de julio de 1936)
Cuando aquel episodio famoso de la
evasión de Unamuno de su destierro en
Fuerteventura por obra y gracia del
«Quo-tidien», recuerdo haber explicado a
mis amigos de la redacción del periódico
«libertador» que jamás comprenderían a su
libertado. «Pero, vamos a ver —me decían—, Unamuno es enemigo y víctima de
la Dictadura. Es, por consiguiente, un
hombre de izquierda.» Y yo argüía: «No;
nosotros en España somos más complicados. Ustedes tienen una psicología plana,
de dos dimensiones nada más, y, por tanto,
su política es lineal, y va de la extrema
derecha a la extrema izquierda en línea
recta, sin distraerse ni ramificarse. Nosotros
tenemos una política de tres dimensiones,
por lo menos, y Unamuno no es ni de la
derecha ni de la izquierda, sino de arriba
y abajo.» No tardó en confirmarse mi
diagnosis. Ya en el banquete de
Cherburgo, ante aquellos radicales, todos
anticlericales, Unamuno declaró que
prefería un canónigo a un teniente coronel.
Recuerdo este episodio de nuestras relaciones francoespañolas con motivo de la
curiosa tendencia a imaginar que, porque
me parece un error la revolución social en
España, he de ser precisamente fascista.
Vaya por delante que he escrito un libro
entero para condenar al fascismo como
doctrina general y que, si tengo tiempo y
suerte, pienso en estas mismas columnas
demostrar que, aplicado a España, el fascismo es un disparate garrafal; pero ¿es
que acaso no caben en el mundo más que
comunistas y fascistas? Menguada quedaría
la suerte del mundo con tamaña reducción
a su expresión mínima de la fauna política
de los pueblos.
Vistas las cosas con criterio inmediato,
lo que más conviene a España, por ahora,
es la estabilidad de un Gobierno de izquierda republicana del matiz poco más,
poco menos del actual —digamos comprendido en el ámbito que va del señor
Jiménez Fernández a don Indalecio Prieto— y cuyo eje está en el partido de
Izquierda Republicana. Espero que se
aprecie en lo que vale la objetividad de
esta opinión. No milito en la izquierda
republicana ni podría, aunque quisiera,
puesto que para mí, como sin duda para la
mayoría de los miembros de cualquier
partido que se respete, el militar en tal o
cual partido es ante todo cuestión de
convicción política, y encuentro que éste
de Izquierda Republicana es, en cuanto a
sus ideas exclusivamente políticas, demasiado de izquierda y, por tanto, anticuado, y
en cuanto a sus ideas de organización
social y económica, demasiado conservador, es decir, también anticuado; porque
mientras en política hay que moverse no
precisamente hacia la derecha, pero, desde
luego, no hacia la izquierda, en lo económico-social hay que moverse no precisamente hacia la izquierda, pero, desde luego,
no hacia la derecha.
Se argüirá que todo esto resulta algo
críptico; pero a ello contestaré que todo
está escrito con muchos más detalles en
otro lugar y que en las librerías y bibliotecas se puede consultar con poco gasto
de tiempo y de dinero. Sólo deseaba hacer
constar la absoluta imposibilidad de que
pueda atribuirse a móviles partidistas o
interesados esta opinión —aquí expresada
con toda franqueza—: que, por ahora, lo
que más le conviene a España es un largo
período —tan largo como sea posible—
de historia republicana. Antes de terminar
estas observaciones sobre mi imparcialidad, se me permitirá añadir que el Gobierno —al que sirvo en Ginebra con tanta
lealtad y tanto interés como he servido a
los anteriores— pertenece a este partido de
Izquierda Republicana, cuyo órgano en la
Prensa me trata con encantadora malevolencia, procedimiento tan insólito como
original.
Con todo esto, sinceramente estimo que
España necesita durante muchos años un
Gobierno burgués de izquierda que prepare
su técnica y su cultura para las altas
empresas que la aguardan en la segunda
mitad de este siglo. En su esencia, el problema de España consiste en hacerse con
una burguesía que el día de mañana pueda
darle una aristocracia, o, en otros términos,
en hacerse con una clase técnica y culta que
el día de mañana pueda darle una clase
gobernante. Esta finalidad no puede
conseguirse por medio de la revolución
social; ha de irse preparando lentamente por
un proceso de cultura y refinamiento que
necesita de muchos años. Por esto, vengo
sosteniendo con honorable perseverancia,
desde hace mucho tiempo, que el único
verdadero revolucionario que tiene España
es don José Castillejo.
Dicho está que si, para esta labor, la
revolución social es no sólo inútil, sino
perniciosa, una reacción fascista sería todavía más deplorable. La creación de una
clase técnica culta exige un ambiente de
orden, de moderación y de libertad de
pensamiento. Una de las circunstancias
más perjudiciales a su creación es la estrangulación de la libertad de opinión por
medio de la censura. La prueba de que
los Gobiernos no hacen siempre lo que
desean es que este Gobierno, cuya tónica
liberal nadie puede poner en duda, tiene
que recurrir a la censura por la indisciplina
política que padece nuestro pueblo español.
Sin embargo, bajo este régimen, la censura
se limita al mínimo indispensable para
coadyuvar al mantenimiento del orden
público. En un régimen fascista, la censura
es un elemento explícito y expreso de
monopolización del pensamiento nacional,
condición en que es absolutamente
imposible crear cultura. Es, pues, evidente
que, para los fines inmediatos de la reorganización del Estado español y aun de la
nación española —que, repito, no son
otros que la creación de una burguesía y,
en su día, de una aristocracia—, el fascismo
sería una calamidad; sería todavía más
pernicioso que la revolución social. ¿Qué
se le va a hacer? La política verdadera
—el arte de hacer un pueblo— es mucho
menos sensacional, dramática, clamorosa,
que la política al uso: la del caluroso
mitin, la de la arenga inflamada, la del
alzamiento popular o la de la camisa de
color, las falanges heroicas y los jefes inspirados. Los pocos técnicos que España
tiene son sus únicos revolucionarios de
verdad, porque la inmensa mayoría de los
problemas sociales son ante todo problemas de técnica. Si tuviésemos un buen
estudio hecho de la economía castellana,
de su coste de producción, de sus mercados,
de su rendimiento en vidas humanas,
tendríamos mucho adelantado para resolver
el problema de nuestra economía nacional
y, por tanto, para que nuestro pueblo
viviera feliz y no se dedicase a disipar su
energía en orgías destructoras.
Tomado en su conjunto, el partido cuyo
eje viene a ser la izquierda republicana es
el más culto y sensato de la política española. No le cede a ninguno —aunque
otros a derecha e izquierda lo igualen—
en limpieza y patriotismo y tiene un plantel
pasable de hombres capaces de gobernar...
si les dejan. Si en estas páginas se han
venido apuntando las incoherencias y los
errores del socialismo extremista y del
comunismo, no sólo en sí, sino, sobre
todo, en su aplicación a España, no es,
pues, por inclinación derechista —que sería
incompatible con las opiniones en estas
mismas páginas tantas veces vertidas con
esta misma firma—, sino porque, examinado el problema español en sí, resulta
la solución revolucionaria social extravagante y fuera de toda relación con los
términos de nuestro problema.
Sometida con exceso nuestra tradición
política al modelo francés, nuestra evolución halla, pues, su máxima posibilidad
actual en la izquierda republicana. Pero
precisamente el hecho de que no se la
deje gobernar revela que hay en la masa
psicológica española elementos inasimilables a esta tradición francesa y que un día
vendrá en que será necesario encontrar la
solución política española fuera de esta
dimensión: ni a la derecha ni a ía izquierda;
por fuerza habrá, pues, de ser o arriba o
abajo. Tengamos la esperanza de que sea
arriba.
Que nadie tome el rábano por las hojas. Este arriba y este abajo no quiere
decir ni clase alta, ni clase baja, ni tampoco autoridad y pueblo. No describe jerarquía social o militar (para eso están ya
las tan famosas como inútiles derechas e
izquierdas), sino una jerarquía de ideas.
Lo que necesita España no es sólo más
fuerza en el Poder y más disciplina en las
masas; es algo que está más hondo y que
sería causa de lo uno o de lo otro. Es un
pensamiento más vigoroso y más liberado
de los perjuicios y principios banales recibidos automáticamente de un caduco pasado.
SALVADOR DE MADARIAGA
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