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La energía personal
ENRIQUE GONZÁLEZ FERNÁNDEZ*
L
a situación resulta paradójica. Nunca
como hasta ahora hemos dispuesto de
tantos medios para disfrutar de la
lectura, de la audición de buena música, de la
contemplación de obras artísticas, hasta de ver
cine en la propia casa, y sin embargo la mayor
parte de los hombres de nuestro tiempo parecen
dar la espalda a esas fuentes de energía
personal.
La televisión, contra lo mucho bueno que podía
esperarse de ella, bate marcas de ordinariez y
chabacanería; en las distintas cadenas se hacen
programas del mismo tipo y formato, destinados
a avivar los más bajos instintos de la masa, y
que quizá obedezcan a consignas de
envilecimiento. Esa televisión está afectada por
un primitivismo del que antes era ajena. Gabriel
Marcel hablaba de techniques d’avilissement,
técnicas de envilecimiento. No sólo afectan a
los espacios dedicados al chisme; también a los
* Doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación.
informativos, que en su mayor parte se
complacen en presentar sucesos y casos
lamentables. Parece que, dada tal cantidad de
programas envilecedores, nos encontramos ante
una conjura, una trama, un conjunto de técnicas
destinadas a que el hombre sea menos hombre,
más impersonal.
Esas técnicas disuaden de leer o de visitar los
museos, por ejemplo. Con mucha frecuencia,
desde que era niño, voy al Museo del Prado.
Lo necesito. Puedo decir que siempre que lo
visito, al salir tras permanecer en sus salas
durante muchas horas, dejo el edificio con el
deseo de volver pronto a continuar
recargándome de esa energética belleza
contenida en las pinturas y esculturas de sus
monumentales salas. Permítaseme añadir aquí
que cada vez que entro me gustaría gritar que
dejen los cuadros en paz. Los cambian de
sitio continuamente con tantas exposiciones
temporales. Debería estar prohibido. Han
retirado los antiguos cómodos bancos para
sustituirlos por otros sin respaldo, una
especie de mesas bajas; mi espalda no lo
soporta, se resiente, y temo que también la de
los demás. Otros cuadros han desaparecido,
dicen que por falta de espacio, pero hay
demasiada cantidad de pared desnuda: no
digo que se vuelva al abigarramiento de
antes, pero pienso que se ha pasado de un
extremo al otro. Por favor, cámbiese el
feísimo color gris de la galería central; que se
tapice como en muchas salas, pero sin dejar
esos antiestéticos parches sobre cajas de luz u
otros mecanismos. Colóquense las dos
esculturas (al menos sus moldes) que
retiraron de los pedestales del comienzo de
esa galería. Y que Las Meninas vuelvan a
tener el marco dorado, ya reposadas después
de tanto movimiento. Deben de estar
mareadas las pobres. Supongo que otros
problemas encontrarán solución cuando
finalicen las obras de ampliación.
Pero volvamos al grano. Un año después de que
Ortega escribiera La rebelión de las masas, en
una obra publicada en Londres con el título The
prospects of Humanism, su autor —Lawrence
Hyde— consideraba que “una ola de
chabacanería azota al mundo” y que “los
mejores valores de la civilización están siendo
lenta pero seguramente destruidos”.
Es necesario “volver al libro”. Desde su
biblioteca de Oviedo, el admirable Feijoo —
cuyo sepulcro en esa ciudad acabo de visitar—
se refería a la “profesión literaria” con estas
palabras: “¿Qué cosa más dulce hay que estar
tratando todos los días con los hombres más
racionales y sabios que tuviesen los siglos
todos, como se logra en el manejo de los
libros?... Y aunque es cierto que en muchas
materias no se puede descubrir el fondo o
apurar la verdad, en esas mismas se entretiene el
entendimiento con la dulce golosina de ver los
sutiles discursos con que la han buscado tantas
mentes sublimes” (Teatro Crítico Universal).
Ese placer literario puede encontrarse en
peligro, en muchos hogares, por la mala
utilización, desproporcionada y excluyente de
los libros, del Internet, que ciertamente es
muy útil cuando se emplea bien. Los libros
hacen más libres; cabe la posibilidad de que
la red atrape si uno se deja despersonalizar,
esclavizar, cosificar por ella.
Para renovar la energía personal es menester
darse cuenta de la dignidad y excelencia del
hombre, de cada uno, de los demás. El
desprecio, en cambio, es mal consejero, por más
que inviten a ejercerlo, bajo capa de humildad,
tantos escritos ascéticos. Pero la respuesta
adecuada a considerarse digno es la gratitud, no
la soberbia.
¡Reconoce tu dignidad! Este grito, desde que
San León Magno lo pronunciara en el siglo V,
ha sido acallado frecuentemente, porque hay
quienes siempre desean que el hombre vaya a
menos, tenga una vida mínima, sea manipulable
e impersonal.
En 1195 Lotario Segni escribió una obra
titulada El menosprecio del mundo o la
miseria de la condición humana. Llega a
exclamar en ella lo siguiente: “¡Oh vil
indignidad humana, oh indigna condición de
la vileza humana!”. No se daba cuenta de que
este autodesprecio conduce al desprecio de
los demás. La obra de Segni fue rebatida por
Giannozzo Manetti, en pleno Renacimiento,
el año 1452, en su libro titulado Dignidad y
excelencia del hombre.
La palabra “dignidad”, por cierto, tiene la
misma raíz que “decoro”. Cicerón pedía ese
decorum —llamado prépon por los griegos—
que hace al hombre discreto, cortés, correcto,
educado, elegante, fino, respetuoso, decente.
Hoy es urgente rescatar el decoro frente a tanta
chabacanería, insolencia, torpeza, descortesía y
vulgaridad,
procedentes,
todas
estas
indecencias, de considerarse miserable.
Hay que liberarse de esa indignidad. Recuérdese que la expresión Artes liberales o
Humaniores Litterae (las Letras más humanas)
eran consideradas como el camino inexorable
que debería conducir a la recuperación de la
dignidad del hombre que los humanistas
deseaban. Ese estudio actúa como liberador del
hombre: con las disciplinas humanísticas toda
persona puede liberarse de la barbarie, de la
incultura, de la mediocridad, del pesimismo, de
la pusilanimidad, de la angustia. Las Humanidades conceden primacía a la educación
para los valores estéticos: la belleza en todos los
órdenes produce tal satisfacción y holgura vital
que alegra el corazón del hombre, lo ensancha,
lo dignifica.
Las Artes liberales constituían la cultura del
ciudadano libre, por oposición a la incultura y a
la mezquindad del hombre no libre, del esclavo.
Se trata de adquirir libertad interior mediante el
dominio de sí mismo, no de alguien o de algo
que esclavice al hombre. Libre es el hombre que
representa la antítesis de quien vive esclavo de
su ignorancia, mezquindad o tosquedad.
Para ser más persona, para adquirir mayor
dignidad y decoro, se precisa fuerza de
voluntad, virtud para obrar, que es lo que
significa la palabra “energía” (del griego
enérgeia). Cuando se le añade el adjetivo
“personal”, prefiero resumir la expresión con
una sola palabra: magnanimidad.
Magnanimidad (magnanimitas en latín,
megalopsychía en griego) significa grandeza y
elevación de ánimo. Gracias a esta virtud, el
hombre es consciente de su propio honor y
dignidad. El defecto opuesto es la
pusilanimidad, que significa pequeñez y
abatimiento
de
ánimo,
cobardía;
la
consecuencia de estimarse miserable.
Esta generalmente malentendida virtud de la
magnanimitas impulsa a realizar grandes
empresas prescindiendo de su dificultad, con
valentía. Por otro lado, viene a promover y
perfeccionar todas las otras virtudes porque
dispone el ánimo para los actos culminantes de
las mismas.
En toda persona hay un amor a sí misma —
que no es malo, como opinan algunos—, por
el cual desea la propia perfección, grandeza y
excelencia. Pero hay también el peligro de
exaltarse de manera injusta con la soberbia, o de
rebajarse también de manera injusta con el
desprecio pusilánime. Precisamente para regular
esto es necesaria la virtud de la magnanimidad.
De tal manera que el magnánimo se considera
digno de grandes cosas, y lo es verdaderamente,
pero guarda equilibrio entre un exceso: la
soberbia (propia de quien se considera digno de
grandes cosas, y sin embargo es indigno de
ellas), y un defecto: la pusilanimidad (propia de
quien se considera digno de pequeñas cosas, y
sin embargo es digno de grandes).
La grandeza de ánimo supone tener fortaleza
para emprender hazañas: fortaleza ante las
dificultades de la vida; fortaleza para hacer lo
bueno, lo hermoso y lo verdadero frente a lo
malo, lo feo y lo falso.
El pusilánime es aquel a quien le falta ánimo y
valor para tolerar las desgracias y para intentar
cosas grandes. Sin la magnanimidad llega el
desánimo, el desaliento, la desilusión, el
pesimismo. Con la magnanimidad se ejercita la
esperanza. Suele esperarse lo que es grande y
difícil de conseguir: se precisa esfuerzo,
conquista, un ánimo que se crece ante la
dificultad. Se ha dicho que la magnanimidad es
el mejor apoyo de la esperanza y la resistencia
más eficaz contra la desesperación.
Lo curioso es que la magnanimidad haya sido
vista sospechosamente como engreimiento,
como una actitud que fomenta la soberbia. Pero
del amor a sí mismo procede un deseo natural
de perfección, de excelencia y de grandeza. Y
del mandamiento cristiano de amar al prójimo
como a uno mismo debe proceder un deseo de
conseguir para el otro hombre la misma
perfección, la misma excelencia, la misma
grandeza. ¿Cuál es el sentido, si no, del supremo
mandamiento “amarás a tu prójimo como a ti
mismo”? ¿Acaso se puede cumplir este
mandamiento cuando uno se odia o se
desprecia, tal y como exhortan a hacer los que
consideran que el hombre no es digno de
grandes cosas, mucho menos de honores o de
grandeza?
Peligrosa es la falta de amor a sí mismo. En
su Breve tratado de la ilusión, Julián Marías
escribe lo siguiente: “Recuérdese el mandato
evangélico: Amarás a tu prójimo como a ti
mismo. Se da por supuesto que cada uno se
ama a sí mismo. En su tremendo análisis de
la envidia, Abel Sánchez, Unamuno hace
decir a su personaje Joaquín Monegro:
‘¡Señor, Señor! Tú me dijiste: ama a tu
prójimo como a ti mismo. Y yo no amo al
prójimo, no puedo amarle, porque no me
amo, no sé amarme, no puedo amarme a mí
mismo. ¿Qué has hecho de mí, Señor?’ La
falta de amor a sí mismo sería la raíz de la
envidia, del odio, porque Joaquín llega a
pensar que vive en una tierra en que el
precepto parece ser: ‘Odia a tu prójimo como
a ti mismo’”.
Amarse a sí mismo para poder amar a los
demás. Justamente aquí vemos ya cómo la
energía personal, la magnanimidad, es en
definitiva amor. “Cuídate”, decimos a la
persona a quien queremos. Con esto deseamos
que se reporte el cuidado no sólo de su salud
física; también de la anímica. Que se renueve
con la Música, con la Literatura, con el Arte,
con Aquel de quien procede el amor y es el
mismo amor.
Porque el hombre es capax Dei, capaz de Dios,
digno de él. Y Dios es digno del hombre. De
esta manera, como leemos en Colosenses 1,29,
cada uno podrá esforzarse “conforme a la
energía (enérgeian) de él que actúa en mí con
poder”. Nos daremos cuenta, según Efesios
1,19, de su “energía” (enérgeian).
Todos sabemos que la energía no se destruye, se
transforma. Porque la aniquilación no se admite
para realidades físicas inferiores al hombre, que
son transformadas. Paradójicamente se acepta la
destrucción de la suprema realidad de este
mundo, que es la persona. ¿Puede desaparecer
la persona? ¿Acaso es aniquilada por la muerte?
¿Puede desaparecer el amor? Se experimenta la
muerte biológica, no la muerte de la persona. La
energía personal no puede morir, es divina. El
amor es inmortal. Según Filipenses 3,21, “él
transformará nuestro cuerpo frágil en cuerpo
glorioso como el suyo, con esa energía
(enérgeian) que posee para sometérselo todo”.
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