El fascinante impacto de la televisión

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El fascinante impacto de la televisión
ISMAEL QUINTANILLA*
“Suele decirse que tú eres como ves el mundo”
(August Becker)
“Pero hay sobre el pasivo ver un ver activo, que
interpreta viendo y que ve interpretando, un ver
que es mirar”
(José Ortega y Gasset)
n el año 1929 la BBC realizó la primera
transmisión pública de televisión.
Desde entonces hasta la actualidad una
historia que, aun reciente, está repleta de hechos
de muy diversa índole pero que casi
irremediablemente han venido acompañados de
dos tipos de reacciones: la fascinación y la
polémica. La televisión, la pantalla y la cámara
no son, desde luego, artefactos que pasen
E
* Universidad de Valencia.
desapercibidos; ocupan un lugar destacable en
nuestra casa y en nuestras vidas.
Relacionándose muy estrechamente con una
copiosa porción de nuestros comportamientos
más cotidianos.
La televisión es fascinante. Lo es por dos
razones. Por un lado, porque no alcanzamos a
comprender qué es y cómo funciona. Por otro,
por lo que nos descubre. Una doble fascinación
pues: la del televisor como una máquina
indescifrable e impenetrable y la de la pantalla
que nos revela un mundo en muchas ocasiones
inalcanzable pero que podemos vivenciar
sentados plácidamente, con frecuencia durante
todo el tiempo que sea capaz de embelesarnos.
Por otra parte, el papel de los denominados
medios de comunicación es motivo de
reiteradas
discusiones
y controversias.
Efectivamente, aquéllos se han transformado en
extremo en los últimos cincuenta años.
Paralelamente ha evolucionado el propio
concepto de comunicación. Más orientada
ahora, canalizada por el propio medio o soporte
comunicativo, a la transmisión de información e
imágenes. Se han suscitado numerosas
reflexiones. A cuál más sugerente. Los debates,
abstracciones, especulaciones, teorías e
investigaciones al respecto han sido abundantes.
Abordajes pedagógicos, sociológicos y
antropológicos han convivido junto con los
filosóficos, psicológicos y económicos;
analizando cuestiones de la más diversa
condición: su potencialidad manipuladora, su
influencia perversa sobre las personas, su
relación con el bienestar y la calidad de vida y
su relieve y significación en el proceso de
socialización de los niños.
Como cabe suponer, de entre todos estos
medios de comunicación, domina la televisión.
Entre otras muchas razones por su capacidad
para incidir en nuestras vidas. Los estudios e
investigaciones que se han realizado en los
últimos años son profusos en cantidad y líneas
de pensamiento. Es materialmente imposible
dejar constancia escrita de todo ello. Destacan,
no obstante, aquellos que ponen en relación
directa los contenidos de la programación junto
con las horas ante la pantalla y su influencia
posterior sobre el comportamiento social.
Enfatizando la envergadura de aquellos y
soslayando el contexto general en el que se
desenvuelven las personas. La discusión en este
sentido se hace, con excesiva frecuencia,
apasionada y apresuradamente; recurriendo a
las teorías del aprendizaje vicario y la imitación
en detrimento de las que destacan la
importancia del intercambio y la interacción
simbólica.
“Sin tele —anuncia un titular del periódico El
País del 22 de Septiembre de 1996— habría
10.000 asesinatos menos al año”. Para tal
afirmación se aporta una única prueba. Según
un estudio realizado en Suráfrica, donde la caja
tonta —así escrito en el texto original— estuvo
prohibida hasta el año 1975, la tasa de
asesinatos era de 5,8 por cada 100.000
habitantes blancos en 1987 frente a los 2,3 de
1974 (justo un año antes de que hiciera
aparición la televisión). Parece más que
evidente —es cierto, a tenor de las
investigaciones a las que hemos tenido
acceso— que a mayor cantidad de horas frente a
la televisión mayor influencia de aquélla. Pero
también lo es que el tiempo que se ve junto con
los contenidos que se programan no es más que
una variable de entre aquellas que,
eventualmente, pueden generar y componer el
comportamiento social. La influencia de la
televisión puede quedar reducida e incluso
neutralizada por otros aspectos de índole
familiar, social y educativo; como por ejemplo
el estilo de vida de la familia, sus hábitos, su
nivel adquisitivo, el contexto del grupo social al
que pertenece y las creencias, actitudes y
valores de sus miembros.
Con todo, la televisión es fascinante.
La televisión es un artilugio industrial que va
más allá de lo que la pantalla nos enseña: allí
donde llega la cámara y sólo allí donde se
enfoca. La pantalla muestra, la cámara oculta.
Junto a ello la nuestra es una sociedad de
individuos fascinados por lo tecnológico.
Seducidos por el misterio de aquello que no se
comprende y comprometidos de tal manera con
las máquinas que su esfera de influencia llega a
ser tal que apenas se puede distinguir entre lo
que somos y lo que las máquinas significan en
nosotros mismos. Estas y los ingenios que las
posibilitaron son ya mucho más que aspectos
externos de nuestra autoestima; por cuanto
representan nuestra autoestima misma. Si no en
su totalidad —sería exagerado— en una buena
parte de aquélla y, asombrosamente, actuando al
mismo tiempo como fin y medio: lo que hay
que alcanzar para vivir acorde con los demás.
La televisión, más precisamente el televisor, es
un claro ejemplo.
Tengo para mí que en su más estricto sentido —
usado aquí con toda la intención— la
fascinación es un engaño, una ofuscación. Por
partida doble por cuanto al soporte tangible que
contiene la pantalla se suma lo que en ella se ve.
Con la televisión, las máquinas y la tecnología
que las precede se establecen relaciones —en
ocasiones vincularmente arraigadas— casi
mágicas: no las entendemos y creemos que
pueden hacer aquello que nosotros somos
incapaces de hacer; incluso lo que parece
imposible de hacer. Hay un tono algo más allá
de lo natural y de lo explicable mediante el
sentido común. En suma, una dependencia
concatenada y engarzada en nuestra propia
autoestima fascinada por el encantamiento y la
seducción de lo que no se comprende y que
además no hace falta comprender puesto que es
útil. Lo que realmente nos aportan los aperos de
nuestro siglo es una forma de vida que
concebimos como cómoda y confortable.
La mayor parte de los electrodomésticos que
nos rodean vienen con manuales de
instrucciones
realmente
prodigiosos
y
fenomenales. Prodigiosos porque no resulta
menor el milagro de su completa comprensión.
Fenomenales por su extensión y tamaño. Lograr
un uso completo, es decir, de todas las
prestaciones del electrodoméstico en cuestión,
es una empresa casi irrealizable. Nos
conformamos con desarrollar las habilidades
más sencillas; a pesar del manual de
instrucciones, e incluso superándolas mediante
procedimientos de ensayo y error: aquellas que
constituyen lo que podríamos denominar el
mínimo uso cotidiano; y que no suele suponer
más allá de un pequeño porcentaje del total de
prestaciones.
El pensamiento de Lewis Mumford, un clásico
en la reflexión sobre la tecnología, (del que para
lo que discutimos su obra Técnica y
Civilización quizás sea la más representativa) es
particularmente relevante para explicar lo
anterior: existen determinantes socioculturales
de la técnica. Es decir, su mayor o menor
desarrollo y aprovechamiento no depende sólo
de la innovación y la investigación sino,
además, de la existencia de un marco
institucional y mental adecuado. No es, en vista
de ello, la incidencia de la tecnología sobre la
cultura la que mueve el proceso sino su
interacción recíproca.
Es evidente, el producto no se adapta a nuestras
condiciones sociales y psicológicas derivando
un uso muy limitado de las prestaciones y
servicios que justificaron su adquisición. Lo que
acontece es todo lo contrario, somos nosotros,
los consumidores y usuarios, los que nos
adaptamos al producto; mejor expresado,
asumimos la servidumbre que supone ajustarnos
a nuestra fascinación, al espejismo tecnológico.
Durante este proceso adquirimos nuevos
hábitos, nuevas palabras —por lo general,
ajenas al castellano—, un lenguaje, y flamantes
símbolos e iconos; es decir una nueva cultura
que transforma nuestra percepción de las cosas
y del mundo que las contiene, tornando en
natural aquello que es excepcional; cuando no
se trata, simplemente, de una agresión cultural,
a mi parecer, difícilmente admisible.
Así palabras de carácter esencialmente
tecnológico, académico y especializado inundan
nuestro lenguaje más cotidiano; transformando,
sintetizando e, incluso, modificando el sentido
preciso de muchas palabras y expresiones. De
esta manera vocablos como List, Exit, Input,
Select, Interface, RF Channel, Turner, play o
estrés (éste último ya castellanizado por la Real
Academia de la Lengua) forman parte de
nuestro universo más cercano. Puede que sea un
proceso natural e inevitable pero conlleva
algunos efectos negativos. Por ejemplo,
precisamente la palabra estrés, de índole
esencialmente técnica y especializada, se ha
extendido a un uso tan generalizado que es
posible que se estén eliminando de nuestras
conversaciones corrientes los vocablos agobio,
congoja, opresión, angustia, pesadumbre,
inquietud, zozobra y desazón. Evidentemente,
no todo esto es resultado de la tecnología, sin
embargo, proviene, en buena medida, de nuestra
dependencia respecto de aquélla; pues como
hemos advertido el impacto tecnológico supone
algo más que la utilización de una nueva
máquina o instrumento.
Una vida cómoda y confortable conlleva algún
coste. Es difícil poner en tela de juicio los
aspectos positivos de la innovación tecnológica.
Que bien sabemos que, entre otras cosas, las
máquinas y los saberes que las posibilitaron han
mejorado nuestro bienestar, disminuido la
mortandad
infantil,
perfeccionado
las
condiciones de trabajo, facilitado un nuevo
papel de la mujer en su trabajo y en el hogar y
una larga y consistente lista de ejemplos
similares. Pero me parece que una cosa es vivir
con las máquinas y otra vivir fascinados por
ellas convirtiéndolas en fin y medio de nuestra
existencia.
Adoptando una actitud crítica ante lo que podría
resultar inevitable, no me complace una
sociedad producto de una tecnología tan
autónoma en su propia concepción y desarrollo.
Ni tampoco me cautiva el lema con el que se
abría la guía de la Exposición Universal de
Chicago en 1933: “La ciencia descubre. La
industria aplica. El hombre se conforma”. Creo
que fue Ortega el que escribió o dijo, “la ciencia
se ha hecho para poner orden en nuestras vidas,
ya va siendo hora de que la vida ponga orden en
la ciencia”. Y también fue Ortega el que dejó
escrita su cita más famosa y que al completo
reza “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la
salvo a ella no me salvo yo”. Los seres humanos
viven rodeados de la cultura que ellos mismos
generan. El género humano es ampliamente
responsable de su circunstancia y por ello su
respuesta es responsable.
El constructor de imágenes de la última parte de
este siglo es el televisor. Nos pone al corriente
de lo que pasa, da la noticia y es el mayor
constructor de figuras, representaciones,
semejanzas y apariencias de las cosas. Es el
mayor constructor porque, entre otras razones,
es también el principal medio de comunicación
de
masas.
Estos
han
evolucionado
espectacularmente después de la Segunda
Guerra Mundial para ocupar un lugar, cada vez
más emergente e influyente, en el entorno en el
que se expresa buena parte del comportamiento
de los ciudadanos. Tal influencia contiene, además, dos aspectos caracterizadores y singulares.
El primero tiene que ver con el cada vez mayor
énfasis mostrativo —que no demostrativo— de
la comunicación televisiva; resultado de la
síntesis con la que se manifiesta y de la que la
imagen es lo esencial. Mientras que el
pensamiento y el conocimiento analizan, la
pantalla sintetiza. Pero además, —segundo
aspecto— lo que se muestra es cada vez más
virtual ejerciendo una influencia sobre el
comportamiento social que aún no llegamos a
comprender; entre otras razones porque el
proceso apenas acaba de comenzar. Se trata de
lo que algunos autores han denominado el
pensamiento visual o cultura del simulacro; y
que, complementariamente, desde una mayor
amplitud conceptual otros aprecian un cambio
cultural, una transformación de la sociedad
industrial hacia la sociedad red, sociedad
relacional o una tercera ola civilizadora que,
junto con el ordenador, están transformando
nuestro modo de vida, nuestros valores, nuestras
mentalidades y nuestra forma de pensar la
sociedad.
¿Son los medios de comunicación de masas
agentes facilitadores de la comunicación social?
Evidentemente sí. Sin embargo lo son de forma
singular: más informativa que comunicativa.
Hay cierta confusión conceptual entre
comunicación e información. Hasta tal punto,
que hoy apenas existen diferencias entre ambos
conceptos. Y sin embargo las hay.
Comunicación proviene del latín comunicare
que significa poner en común o estar en
relación. Durante mucho tiempo se identificó
con comunión; palabra de similar procedencia.
Más adelante, durante el siglo XVI, aparece un
nuevo sentido por el que se le asocia con la idea
de reparto, de dar parte. Efectivamente, esta es
la primera acepción con la que figura la palabra
comunicar en nuestros diccionarios.
No obstante, desde entonces hasta el momento
actual se ha venido imponiendo un nuevo
significado: el de transmitir. Es decir, descubrir,
manifestar o hacer saber a alguien alguna cosa.
Relegando a un segundo plano las anteriores
acepciones. Hoy comunicación es transmisión
en su más amplio sentido. Sólo así se explica
que trenes, teléfonos y televisión, por ejemplo,
sean considerados todos ellos medios de
comunicación. Así pues, ahora, el vocablo se
utiliza principalmente como sinónimo de
información —enterar, dar noticia de una
cosa— perdiendo gran parte de su sentido
inicial.
No obstante, comunicar sigue siendo sinónimo
de intercambiar. Es decir, admitir y asumir la
posibilidad de cambiar algo: cambiar de idea, de
opinión o de punto de vista. La comunicación
directa
entre
personas
se
establece
compartiendo ciertas formas argumentales. Esto
es, se retroalimenta y equilibra directa y
continuamente. La comunicación de masas, no
es comunicación en su estricto sentido, no
acepta los argumentos en contra. Cuanto menos
de manera inmediata. De hecho es una de sus
características más relevantes y diferenciadoras:
la información unidireccional y momentánea.
Ya que no necesita —aunque en ocasiones lo
haga— demostrar el mensaje que transmite. Es
decir, muestra más que demuestra. A mi
parecer, este es el punto esencial de la cuestión.
Tanto los medios de comunicación como el
público construyen la realidad social
compartidamente;
afectándose
continuadamente. Es decir, los medios de
comunicación actúan como recursos para la
adquisición de conocimientos, teniendo
marcados efectos cognitivos sobre los
ciudadanos en la producción de la realidad. En
consecuencia, se trata de un proceso mostrativo,
virtual y compartido generador de la realidad
social, de nuestras formas culturales y de
nuestra manera de ver el mundo y el lugar que
en él ocupamos.
Algunos de los procesos determinantes del
comportamiento
social
—percepción,
pensamiento y lenguaje, en lo esencial— se
orientan virtualmente, es decir como aquello
que tiene existencia aparente. Es decir,
construyendo la realidad social influidos e
influyendo, entre otras cosas, por y sobre los
medios de comunicación de masas. En los
que participa el mensaje y las imágenes
televisivas cerrando el triángulo antes
aludido. Hay en ello —o al menos, debería
haber— interacción social (la que proviene
de las aspiraciones de los ciudadanos) y
símbolos (el significado y valor que se les
atribuye a todos ellos). El resultado es lo
social.
¿Qué es lo social? Nuestros diccionarios no son
excesivamente
precisos.
Social
es,
sencillamente, perteneciente o relativo a la
sociedad y a las distintas clases que la
contienen. El término es extremadamente
ambiguo. Por un lado su uso suele hacer
referencia a la organización social y a los
distintos grupos —o clases— que la configuran:
se trata de las estructuras sociales. Por otro, se
emplea también como los desarrollos de
crecimiento por los que los seres humanos se
integran, incidiendo unos sobre los otros en un
mismo espacio adquiriendo y/o transformando
valores, creencias y características distintivas
personales: se trata de los procesos de
socialización…
La interacción entre ambas dimensiones, las
estructuras y los procesos, identifica lo social.
Desde esta aproximación se concede especial
distinción a las estructuras sociales al mismo
tiempo que se insiste en los universos sociales
organizados en los que conviven los seres
humanos. Esta línea de pensamiento no ignora
la identidad individual: el interaccionismo
simbólico estructural —que de eso se trata—
abre la sugerente posibilidad de una teoría de la
reciprocidad entre la persona y la sociedad;
entre la identidad individual y la estructura
social.
Desde esta perspectiva teórica se acentúa el
carácter significativo de las acciones humanas.
La incertidumbre de las estructuras sociales, la
relatividad social y cultural de las reglas
sociales, la naturaleza diversa, compleja y
conflictiva de la sociedad, la trascendencia de
las interpretaciones subjetivas, y la naturaleza
socialmente construida del sí-mismo. Una
sugerente línea de pensamiento que entre otras
muchas cosas deja vislumbrar la idea de que
construimos la sociedad al mismo tiempo que la
sociedad nos construye.
La preocupación por la televisión y sus
consecuencias sociales son en sí mismas efectos
de aquélla sobre nuestras apreciaciones,
emociones y comportamientos. Parecen ser
evidencias de un poderoso interlocutor. Un
peculiar espejo en el que se refleja nítidamente
la enmarañada interacción que mantenemos con
nosotros mismos y con nuestro entorno. La
televisión puede ser un modo o vía de
conocernos a nosotros mismos y de obrar en
consecuencia. La forma en que la televisión
escenifica el mundo representa parte de ese
mundo que vamos construyendo y que hemos
construido.
Resumiendo y finalizando. Puede que existe
cierta disociación entre el mensaje televisivo
(mostrativo y virtual), las imágenes que se
generan y las que producen las personas.
Disociación que puede explicar, y hasta
justificar, el desequilibrio que se produce entre
lo que puede ser y lo que es. Las personas
deben racionalizar y aquilatar esta disociación,
incidiendo nuevamente sobre la televisión. A
costa, eso sí, de cierta desorientación y
aislamiento que ineludiblemente afecta
nuevamente al mensaje televisivo. He ahí la
cuestión. Esta afectación e influencia sobre la
televisión, casi siempre, se encuentra en
estrecha relación con los hábitos, las creencias y
los valores de los ciudadanos y estos son, en
gran medida, el espejo y reflejo de la televisión.
No creo fuera de lugar la cita. Me parece bien
ilustrativa. Refleja lo que se escribió en una
España que no conocía la televisión. Su autor,
José Ortega y Gasset, como en otras muchas
cosas se adelantó al futuro; quizás no,
simplemente advertía de un mal puede que
intemporal: “Pero hay sobre el pasivo ver un ver
activo, que interpreta viendo y que ve
interpretando, un ver que es mirar”.
Si la televisión es causa de preocupación en la
actualidad lo que está por venir y, en parte, lo
que está ocurriendo con los ordenadores suscita
inflexiones que en un próximo futuro serán
motivo de estudio y reflexión. La sociedad
virtual y mostrativa está sentando las bases
propicias para la receptividad. En paso más
adelante el ordenador, y nuevamente, la
fascinación que éste suscita: autopistas de
información, multimedia, entretenimiento y
juegos en equipos formados por personas
residentes en lugares muy alejados de España
—incluso del Planeta—, internet, correo
electrónico, televisión a la carta, multivisión.
Pero la pantalla del ordenador es muy distinta;
por lo general requiere sujetos activos. Los hijos
de la pantalla del ordenador ya no serán —ya no
son— los de la televisión. Sus estructuras y
procesos
cognitivos,
mentalidades,
conocimientos y habilidades no son, desde
luego, iguales, ni siquiera similares a los que requiere y conforma la televisión ¿Cómo serán?,
¿cómo son?, ¿qué tendremos que aprender de
los niños y niñas del ordenador? De otra forma,
¿cómo los entenderemos? Nuevos retos y
desafíos para educadores, madres y padres; y
también para los investigadores al intento ya no
de adelantarse a los acontecimientos, pues ya
están aquí, sino de hacerlos comprensibles en
una sociedad cuyas aceleradas transformaciones
están alterando nuestra visión del mundo y de
nuestro papel en el mismo.
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