El cementerio de los zapatos

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EL CEMENTERIO DE LOS ZAPATOS
Los hechos se desarrollaron a mediados de 1971, en la colonia Olivar del Conde 2da. Sección,
perteneciente a la delegación Álvaro Obregón, una colonia urbanizada, sin embargo, el
alumbrado público era deficiente, en ese tiempo no había tanto transporte público, solo
pasaban de vez en cuando unos autobuses de color amarillo, con una franja verde a todo largo,
eran larguísimos y muy bonitos, al lado de la colonia estaba lo que siempre llamamos “El
campo”, eran kilómetros de área verde, con un río de aguas limpias, donde mis amigos y yo
solíamos ir a nadar, hoy en día es un hermoso fraccionamiento llamado Colinas del Sur, la
colonia y sus alrededores no eran peligrosos, de vez en cuando una riña de borrachos que no
pasaba de unos cuantos golpes, vivíamos con tranquilidad y en armonía, casi nunca pasaba
nada, quizá por eso la gente creó mitos o leyendas de la colonia.
Imagino que ya eran las 6 o 7 de la tarde, pues el viento de febrero ya era muy frío a esas horas.
Toño y Chuche caminaban con parsimonia, este último traía entre los brazos un pequeño
“bulto” envuelto en una camiseta blanca, Pedro, Ramón y yo, aguardábamos sentados a la
orilla de la fosa que habíamos cavado con nuestras propias manos, lentamente depositaron el
“bulto”, con todo cuidado y respeto, empezamos a echar la tierra encima del “muertito”,
improvisamos una cruz hecha de ramas caídas y elevamos una plegaria por el descanso eterno
del difunto.
Ya teníamos ubicados los autobuses y también a los malditos choferes que los manejaban,
muchas veces nos subíamos de “mosquita” cuando teníamos que ir a un mandado al mercado,
o simplemente nos trepábamos para ir y venir de un lugar a otro, esa también era un forma de
divertirnos y servía que nos dábamos cuenta de los señores que manejaban el autobús, pues en
donde nos subíamos, era la parte posterior, que tenía un descanso o defensa atravesada,
cómodamente veíamos a través de un enorme vidrio el interior del autobús, desde el pasajero
sentado en los asientos traseros, hasta el chofer, es por ello que ya conocíamos quienes
manejaban el autobús. Una tarde, mientras jugábamos a las “escondidillas”, vimos que el
autobús venía como a 5 calles, tiempo suficiente para subirnos y ver si uno de esos señores
tenía cautivo a uno de esos pobres angelitos. Ramón y yo nos subimos, el camión tenía
pasajeros colgados hasta en los estribos, eso era bueno para nuestro rescate, mientras Ramón
me abría paso, yo buscaba la ubicación del niño, nuestro plan fue un éxito, en lo que mi amigo
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distraía al pasaje que iba hasta adelante, y sobre todo a ese maldito chofer, yo aproveché la
distracción de todos y poco a poco solté las amarras, quienes se percataron, no tomaron en
cuenta mi osadía y valentía, de desatar las amarras que tenían cautivo al angelito. Por fin lo tuve
en mis brazos y al grito de ¡Liberado!, Ramón bajó como pudo, el autobús se detuvo, de seguro
el chofer pensó que un ratero hacía de las suyas, yo baje con tranquilidad por la parte posterior,
con el cuidado que se merece el angelito.
Ese mismo día pasadas de las 8 de la noche, salí de mi casa apresurado, traía en un pedazo de
sábana blanca al muertito, cuando llegué al lugar establecido, todos me vitorearon, pues a pesar
de la hora en que había llegado, todos al verme se alegraron al ver la sábana blanca como
espuma, que envolvía al pobre angelito, era lo menos que se merecía, una linda mortaja para su
descanso eterno.
-Muy bien Álvaro –dijeron mis amigos.
De igual forma, procedimos con el ritual de enterrarlo, ponerle una cruz y elevar una plegaria al
cielo por su eterno descanso eterno.
Fueron dos veces más que logramos nuestro cometido, ya éramos todos unos expertos en el
rescate. Yo creo que pasaron unos tres meses de lo sucedido en el último rescate, esta vez el
angelito estaba en el respaldo del chofer y cuando empezamos a desatarlo, el conductor se
percató y con brusca frenada, el pobre de “Chuche” fue a dar a las piernas del señor, quien sin
pensarlo dos veces, propino un par de nalgadas y al incorporarse nuestro amigo, un tremendo
“coscorrón”, pobre “Chuche”, bajó del autobús llorando. Lejos de lo sucedido, lo felicitamos
por el heroico rescate, pronto dejó de llorar pues las felicitaciones opacaron el dolor de los
golpes del chofer. Ramón no apareció ese día, pensamos que como muchas otras veces, había
tomado otro rumbo para despistar a los choferes y que no se enteraran del camino exacto que
tomábamos para reunirnos o irnos a casas, todos lo habíamos hecho, y en ocasiones pasaban
hasta cuatro o cinco días del rescate al entierro, cosa que veíamos muy normal, debido a que
teníamos que preparar todo el rito. Ya pasaba del mes y nuestro amigo Ramón no volvió a
aparecer en la esquina donde nos reuníamos, muchas veces y a escondidillas, nos parábamos
cerca de su casa y le chiflábamos, con ese sonido que nos distinguía de las demás palomillas,
sin embargo, nunca asomó la cabeza, y nunca nos atrevimos a preguntarle a Doña Emma, su
mamá, pues decía que nosotros lo encandilábamos y nunca nos vio con buenos ojos, pensamos
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que ya estaba harto de nosotros y de los rescates y que ya no quería jugar con nosotros, así que
poco apoco fuimos ignorando su presencia y volvimos con nuestra muy loable tarea de
rescatar a los niñitos.
Era domingo, cuando salí a comprar pan para el café, vi que a dos cuadras venía ese último
camión, el más difícil, pues el angelito no estaba atado a un tubo ni al respaldo del asiento, sino
que el chofer lo ató al vidrio retrovisor, sería casi imposible desatarlo, ya varias veces nos
habíamos subido al autobús, sin ni siquiera intentarlo, pues no había oportunidad de poder
maniobrar para tan preciado rescate. Sin pensarlo dos veces metí el dinero para el pan en el
bolsillo y cuando el autobús se detuvo casi frente de mí para que bajara el pasaje, rápidamente
subí por la puerta trasera, el chofer si bien lo notó, no me dijo, nada, en esa época se
acostumbraba a que los niños nos trepáramos y nos fuéramos de “mosca” pues luego nuestras
mamás nos mandaban al mercado, y si estaba retirado. Me fui escabullendo hasta llegar al
frente, tenía nervios, pues por primera vez me encontraba en una misión yo solito, nunca nadie
de la palomilla había actuado de forma independiente, pero no había tiempo para esperar, ya
que luego los autobuses dejaban de circular, imagino que se descomponían y los llevaban al
taller y allí tardaban mucho tiempo, no sé si meses o semanas, pero era mucho. Cuando llegue
a donde el chofer, mi vista se clavó en el amarre, se veía con muchos nudos y además estaba
atado a una altura que un niño de 9 años le sería difícil, vi al chofer, un señor bigotón flaco y
cejas pobladas, ya muchas veces lo habíamos visto hasta apodo le habíamos puesto “El
esqueleto”, así lo bautizamos, medí la altura y pensé que de un brinco, cuando el autobús se
detuviera podía liberarlo, solo esperaría a que alguien hiciera la parada y bajase por adelante, sin
embargo las pocas paradas que realizó “El esqueleto” fueron por la parte trasera, yo ya me
había alejado mucho de mi casa, -en la que sigue me animo- pensé, confiando en mí mismo,
esa parada decisiva tardo muchos minutos, por fin, una señorita tocó el timbre, se me hicieron
largos los minutos en que se detuviera el autobús, esta vez no fue como lo planeaba, ya que por
lo regular el chofer abre la puerta y luego se detiene, ahora el auto se detuvo totalmente y luego
abrió la puerta, la señorita ya estaba en el último estribo, pero “El esqueleto” se equivocó de
puerta y en vez de abrir la trasera, cerró la delantera, eso era mal augurio, ya que el rescate se
complicaba aún más, ya que tenía que correr y salir casi al mismo tiempo que la señorita. La
puerta trasera se abrió y en eso, de tremendo salto pesqué al angelito y tire de él, según yo con
fuerza, pero no conseguí mi objetivo, quedé en vilo, me solté y volví a brincar para arrancarlo,
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fue lo mismo, no lo logré. La señorita ya había bajado por completo del autobús, el chofer
detuvo totalmente la marcha y con palabras que nunca olvidaré me agarro de los cabellos y me
dio una gran sacudida, mis lágrimas salieron de ambos ojos, el dolor era inmenso, pues la
manotas del chofer, eran enormes y abarcaban mi diminuto cráneo -¿qué fregados quieres,
escuincle baboso?, con lágrimas en los ojos, alcé mi cabeza hacia donde el angelito y lo señale, -¿esto es lo que quieres?, debes de estar loco, no solo tú, si no toda la bola de amigos que
tienes que hacen lo mismo, ya los tenemos bien identificados a todos ustedes, quieres ese
mugre zapato, eso te daré, sin antes una par de trancazos, antes de que siguiera hablando saqué
valor de no sé dónde.
-asesino le dije- usted atropelló a un niñito y la prueba está en que colgó su zapato en el espejo
-estás loco escuincle de porra, yo nunca he atropellado a nadie, ese zapato es de uno de mis
hijos, y es de buena suerte colgarlo, y los demás zapatos que tienen los otros choferes también
son de sus hijos, ¡escuincle baboso! al terminar de ofenderme, me agarró de la camisa y a
empujones me bajó del autobús, no había dado ni 5 pazos cuando sentí un tremendo golpe en
la espalda baja, me doblé del dolor, nunca antes había sentido ese dolor tan intenso y empecé a
llorar con todas mis fuerzas, alcancé a escuchar el rugido del autobús en marcha, cuando traté
de incorporarme vi con lo que me había golpeado el chofer, era el último zapato, el más
codiciado y ahora yo lo tenía, el dolor se aminoró por la alegría que sentí, agarré el zapatito, y
me fui a casa, ya no esperé un autobús para irme de “mosquita”, caminé varios minutos, al
llegar a casa me dirigí a mi cama.
-¿y el pan? Preguntó mi mamá
-Ya se había acabado, por eso no traje nada, le dije- y me encaminé a mi cuarto.
De un tirón me arrebató el zapatito y con ese me dio otra tunda, no sin antes quitarme el
dinero. Al otro día salí triunfante a ver a mi palomilla y darle la buena noticia, allí estaban
todos, hasta Ramón quien los tenía a todos con la boca abierta.
-Oigan que creen, ya rescaté el angelito que tenía “El esqueleto” les grite´.
-Ya no hay necesidad me dijo Chuche con pena.
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-Nos han engañado, dijo Pedro, la mamá de Ramón le dijo que los señores no atropellan a los
niños, sino que son zapatitos de niños y que traen buena suerte y que los niños de esos
zapatitos están vivos, y todo lo que hemos hecho han sido travesuras. Ya no seguí escuchando,
di media vuelta y me fui a casa, allí le pregunté a mi mamá, que si era verdad o mentira, y me
dijo lo mismo que había dicho la mamá de Ramón y lo mismo que dijo “el esqueleto” los
zapatitos que cuelgan de los autobuses son para la buena suerte, y yo, ya ni recuerdo quien nos
había dicho semejante cosa, sin embargo, no solo mi palomilla pensaba que los zapatitos
colgantes eran de niños atropellados, sin que también los otros niños de otras calles, hasta dos
de mis hermanas creían eso, es por ello que mis amigos y yo decidimos rescatar esas almas y
llevarlas a enterrar, para que su alma no anduviera penando en las calles del Olivar del Conde.
Al otro día a la misma hora y ya más sereno, volví con mis amigos, les conté la última aventura
del “rescate” todos empezaron a reír con los suceso.
-Bueno dijo Toño, ahora tenemos otra misión.
-Cuál, dijo Pedro preocupado.
-Habrá que desenterrar los zapatitos y volverlos a amarrar a los autobuses, pues son de sus
hijitos y les traerán buena suerte, dijo Toño,
Todos nos miramos, sabíamos que vendrían nuevas locuras y aventuras de niños.
El Sr. Vento
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