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CINEMASCOPE 55
Un relato de Pancho L. Guerrero
Le habían cazado. Ahora no sabía
dónde estaba, pero lo último que recordaba es
que estaba en el Cinemascope 55, la mejor
sala de cines de Cabbeytown (y probablemente la peor de los Estados Unidos), y aunque se
había jurado una y mil veces que ya nunca
volvería a hacerlo, estaba a punto de llevarse
a otra chica. Pero ésta formaba parte de una
trampa; esta vez lo habían cazado.
Sus mayores problemas eran su incontrolable adicción al cine (y por supuesto,
lo otro, lo más importante; la estructura
psicopática de su personalidad) y su incapacidad para contenerse a la hora de elegir a
una chica joven allí dentro de la sala a oscuras y hacer que fuera suya por una noche. La
última vez levantó demasiadas suspicacias a
las gentes de “Cabbey” por culpa de la maldita prensa, y ahora no podía jugársela, pero en
el “Scope” estrenaban Whatchmen y Él llevaba
mucho tiempo esperando aquella obra de
arte. De un modo u otro, habría acabado
cayendo, así que cogió la droga mágica por si
acaso.
Nunca conoció a su madre y a sus
treinta y siete años, aún vivía con su padre
alcohólico, dueño y gerente de un viejo desguace atestado de amasijos de metal que en
su día fueron vehículos y que rodaron por las
calles de América. Ni siquiera tenía una casa,
ya que vivían los dos solos en una caravana
dentro del desguace. Su única pasión, aquello
que le hacía levantarse cada mañana con
ilusión eran las películas.
El cine le ponía muy cachondo.
Al principio se limitaba a masturbarse allí ocasionalmente, pues por norma
general el “Scope” solía estar vacío y acaso
podían juntarse quince o veinte personas
para la sesión más taquillera del fin de semana, lo cual dejaba mucho margen de camuflaje entre las cien butacas que ofrecía cada una
de las cuatro salas del local. Pensar en los
granates sillones polvorientos de las salas,
iluminados por la tenue luz del reflejo de los
protagonistas, aquellos diálogos a toda voz
por el Dolby Sourround con Bob Dylan o
Jimy Hendrix de fondo (también era especialmente excitante Danny Elfman) y su
pequeña botellita de escopolamina en el bolsillo hacía que se le pusiera dura y le dieran
ganas de tocarse. Podría decirse que actrices
como Uma Thurman, Catherine Zeta Jones o
Scarlett Johanson habían estado “muy presentes en sus oraciones”.
El cine era su vida y su gozo, y ahora además también había aprendido a cazar
allí.
Por eso cogió la droga, y a punto estuvo de usarla con esa zorra pelirroja durante
el pase nocturno de Whatchmen, si no fuera
porque en el mismo momento que ella iba a
entrar al baño y Él le tocó el hombro para
llamar su atención, alguien desde detrás suya
le golpeó sin previo aviso y le abrió la cabeza
con algo durísimo.
Los de la fila de atrás, siempre dando la lata.
Entonces perdió el conocimiento,
pero antes supo que le habían cazado.
Ahora despertaba, atado de pies y
manos, en posición fetal, a oscuras y encerrado no sabía dónde. Se golpeó la cabeza en
el mismo sitio donde el bate de béisbol de la
marca Easton había dejado casi estampada
su firma apenas media hora antes, y por la
ciega medición de aquel espacio y el apagado
sonido metálico de su mazmorra, comprendió
aterrorizado que se trataba del maletero de
un coche. Mal asunto. El sudor y la sangre le
caían por la frente como si su cabeza reposara bajo un grifo mal cerrado.
La primera vez que usó la burundanga, por algún motivo, pensó que su víctima no recordaría absolutamente nada al día
siguiente. Eso le habían asegurado al comprarla (por internet y a través de su teléfono
móvil). Aquel día creó lo que se convertiría en
su “modus operandi”: la eligió, la observó,
esperó a que fuera al baño y allí la convirtió
en un ser andante sin conciencia ni capacidad de decisión que lo acompañó hasta su
coche. Mientras su novio la buscaba por todo
el centro comercial de Cabbeytown, ella le
obedecía sólo a Él, sin rechistar, en el mismo
parking del “Scope”. Pero esa hija de perra fue
a comisaría al día siguiente, y a saber qué
hubiera sido de Él si no se hubiera andado
con ojo a raíz de aquel día.
Las tres siguientes veces, las chicas
murieron después de satisfacerle, pues Él
mismo se encargó de matarlas a todas.
Dejó el primer cadáver bajo el desvencijado puente de Rogue Bridge, en un
recoveco totalmente enmarañado de yerbajos
que ocultaban perfectamente una enorme
tubería de desagües. Empezó a tener pesadillas. El segundo cuerpo, quince días después,
también lo llevó allí, pero cada noche los
gritos de aquellas zorras volvían en sueños a
atormentarle, por eso la tercera vez que secuestró a una chica en el cine, la mató después de violarla y colocó los tres cadáveres en
un coche abandonado que se cuidó de sustraer del desguace de su padre (era como
robarle un lápiz al dueño de una papelería) y
que remolcó en la grúa del desguace hasta las
vías del ferrocarril, donde lo dejó con sus
pasajeras a bordo abandonado a su suerte,
no sin antes borrarle el número de bastidor
(su padre ya se encargaba de quitarles las
matrículas a todos los coches en cuanto los
adquiría).
La noticia del descarrilamiento del
tren y el triple homicidio fue publicada en la
prensa de todo el país, y causó una alarma tal
que su actividad sexual tuvo que verse suspendida durante un largo periodo.
Ahora sabía que le habían cazado,
no sabía quiénes y sobre todo no podía imaginarse cómo, pero lo habían metido en el
maletero de un coche y aquello no tenía para
nada buena pinta. Quizás sería más acertado
decir que “aquello no sonaba nada bien”, y es
que aunque no podía ver nada, Él ya lo sabía,
y ahora también podía escuchar de fondo el
roce lejano del hierro contras las vías, disparando a su paso las pequeñas piedrecitas que
iba encontrando en su vertiginoso avance
adornado de mil destellos de fricción en los
raíles. Todavía estaba lejos, pero el tren llegaba a toda velocidad.
Primero luchó por desatarse, pero el
murmullo de la maquinaria en marcha comenzaba a tornarse cada vez más cercano y
no había tiempo que perder. En una maniobra que no podría describir y que hizo crujir y
romperse algunos huesos de su cuerpo, consiguió girarse y quedar mirando hacia arriba,
hacia la puerta del maletero, gesto que llevó a
cabo entre alaridos de dolor. Empezó a dar
patadas con las dos piernas mientras se
desgañitaba pidiendo clemencia. Era inútil y
lo sabía. Aun así no podía rendirse; el sonido
crecía ahora de verdad y el tiempo se le acababa. Se oyó a sí mismo gritar, chillar y patalear mientras golpeaba también con los pu-
ños, en vano, la puerta cerrada del maletero
del coche. Luego empezaron los llantos, a
medida que aquellas doscientas cincuenta
toneladas de acero se acercaban a la velocidad del trueno y cambiaban su canción llenándola ahora de alarmantes bocinas que
parecían tener un mensaje claro –“por todos
los santos; no podemos parar”-.
Confesó y lloriqueó, mientras sin
saberlo se partía varios dedos ensangrentados
golpeando una tumba que ya estaba cerrada y
que no se abriría para Él.
El ruido del ferrocarril era ya insoportable, totalmente ensordecedor, y aquel
claxon había cambiado de mensaje en su
nueva sintonía fija y prolongada: -“este es el
fin”- entonaba ahora la locomotora.
Entonces la puerta se abrió de golpe. La incipiente luz blanca dañó sus retinas
momentáneamente y se le pudo ver encogido
dentro de aquel habitáculo, con la cara y los
puños ensangrentados y los ojos aun cerrados inundados en lágrimas. Se había meado y
se había cagado encima, y no paraba de pedir
perdón por sus crímenes mientras jadeaba y
lanzaba ahora los puños al aire, como si aún
quisiera abrir a golpes la puerta del maletero.
Abrió poco a poco los ojos y se dio
cuenta de dónde estaba. Estaba dentro del
maletero de un coche, sí, pero no en mitad de
las vías del tren, sino delante de la primera
fila del cine donde cuatro chicas sintieron
ganas de hacer pis en el momento equivocado. Una de ellas estaba allí mismo, la primera
de todas, la que fue a denunciarle. Estaba
con su novio (que sostenía sobre el hombro
un sospechoso bate de béisbol) y otras personas a las que reconoció en cuanto dejó de
mirarse a sí mismo allí temblando, desnudo,
atado y apestando a mierda.
Detrás suya, en la pantalla dejó de
proyectarse la infernal película del eterno tren
avanzando hacía un atropello inminente. El
dueño del cine salió de la sala una vez cumplida su parte. Le acompañaba el Sheriff
Davidson, el cual lanzó al violador confeso
una mirada despectiva cargada de odio y
escupió al suelo mientras abandonaba el
lugar. Llevaba una bolsita de papel en la
mano donde muy seguramente reposaba
ahora un pequeño frasco de escopolamina. Al
momento, una exquisita pieza de Sinatra
comenzó a sonar a todo volumen, seguramente con la intención de camuflar sus próximos
gritos de dolor. Era “Luck be a lady”, un
clasicón de los años sesenta, pero se habían
saltado la dulce introducción y empezaba en
la parte más marchosa.
Delante suya quedaban aquellos a
los que tantas veces había visto en periódicos
y en la televisión, llorando pos sus hijas y
hermanas y amenazando al asesino con tomarse la justicia por su mano. Ya contaban
con los favores del Sheriff y ahora estaban
dispuestos a cumplir con lo prometido.
- Espero que hayas disfrutado con el
tráiler – habló uno de ellos - porque la verdadera Película está a punto de comenzar, hijo
de puta.Tenían cuchillos, sierras, tijeras y
palos de hierro y de madera.
La música fue desapareciendo, las
luces se apagaron y Él sonrió mientras se
acomodaba en su butaca.
Después de todo, estaba en el Cinemascope 55, su lugar favorito, y La Película
estaba a punto de empezar…
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